CUATRO

Con el viento parado y las nubes en tregua, las columnas de humo empinaban el rumbo de su propia evaporación con una resignación parsimoniosa. Ascendían al cielo rayando la atmósfera en vertical, con su imperfecto dibujo gaseoso, que partía del suelo o de las ruinas hacia la nada. No contrastaban demasiado con el gris de la desoladora calma que empujó a los hijos de la ciudad a habitar el nuevo paisaje deparado por el fuego.

Había llovido. Los bomberos y los voluntarios pisaban el terreno con más cuidado. La humedad aumentaba el peligro de derrumbes. Nadie se quitaba de la cabeza que la única víctima seria de todo aquel suceso era un compañero que se debatía en el hospital entre la vida y la muerte después de haber quedado atrapado por una pared.

Muy pocos podían entrar a la zona más afectada. Casi nadie sabía por dónde empezar a reconstruir su propio desastre. Las familias realojadas; los comerciantes que habían perdido sus negocios; los ancianos despojados de todas las huellas en esos lugares donde malgastaron y disfrutaron sus días; los niños que quedaban sin cama, ni abrigo, ni techo, ni futuro en aquellas calles. Nadie reaccionaba ni se atrevía a rumiar su nuevo destino. La vida se había esfumado de su propio escenario. Era preciso construir una diferente que pocos se atrevían a imaginar. Otro paisaje, otra ciudad.

Mientras, los afectados dormían como podían, comían lo que les llegaba producto del socorro y los primeros auxilios. Las autoridades se habían organizado en comités urgentes de salvación. Lo más inmediato era asegurar que el pan y el racionamiento llegarían a las familias. Los responsables de cada vecindario afectado debían identificar a los cabezas de familia con sus raciones correspondientes para evitar las maniobras de algunos ventajistas.

La prioridad, habían dicho las autoridades, era no dejar a nadie a la intemperie, alimentar y abrigar a la población y reabrir los negocios cuanto antes instalando barracones temporales en las plazas más concurridas. Los cálculos no eran precisos, pero los peritos más realistas, en alguna reunión que tuvo su eco en los bares y algunos periódicos habían vaticinado diez mil paisanos sin hogar, unos cuatrocientos edificios destruidos, quinientos comercios echados a perder.

Pero lo que más comentaban los corrillos era el milagro de no haber tenido que enterrar a nadie. Salvo aquel bombero que luchaba contra la muerte en el hospital, no se habían producido víctimas ni heridos más graves. Aun así eran muchos los que se contagiaban el llanto por aquel desolador páramo consumido por las llamas, un cementerio de piedra, madera chamuscada, cables sobre el suelo, ceniza y brasas era en lo que se había convertido la ciudad. Una ruina de sí misma sobre la que era preciso construir otra.

El olor a fuego agonizante lo invadía todo. También la casa de los Martín, donde don Diego permanecía impertérrito componiendo como en secreto una digna figura de su propio cadáver. Su última imagen. No despedía todavía un desagradable aroma de descomposición. Toñina y Carmen Revuelta habían puesto cuidado y esmero en evitarlo. Parecía que tres días después del siniestro llegaba la hora del entierro.

Pero no podían recurrir a la funeraria, uno de los negocios arrasados por el fuego. Manolín y Enrique dispusieron otra solución: trasladarían la caja en un carro de caballos hasta Ciriego. Ciuco, un feligrés de Monte que merecía toda la confianza del cura, se había comprometido a hacerlo por veinte duros.

Cuando lo arreglaron, decidieron no esperar mucho tiempo. No habían dado las diez aquella mañana de la nueva era en la ciudad cuando se prepararon todos para la despedida. Lo harían discretamente, sin pomposidades ni rigideces. La familia y los íntimos. Los tres tertulianos llegaron a la casa del muelle hacia las nueve; medio compungidos tanto Zúñiga como Matallana y Fuentecilla, pero fieles a las últimas horas de su amigo. Enrique, Isabel de la Hoz y los nietos no tardaron mucho más.

Marina había madrugado. Tampoco tuvo tiempo para dormir mucho ni tranquila aquella noche. Finalmente se había decidido a huir, pero no sin antes asumir algún riesgo. Le fue imposible quitarle de la cabeza a Rafael la idea de despedir a su padre. Consiguieron prestado un coche de su amiga Teresa; uno de tantos. Se lo dejó a sabiendas de que cabía la posibilidad de no recuperarlo porque saldrían del cementerio directamente hacia Francia. Pararían en Bilbao, donde un contacto les iba a proporcionar la documentación falsa necesaria. Después, quedarían libres.

Rafael la esperaría dentro del coche, oculto a ojos de su familia y sobre todo de su hermano. Ella se las arreglaría para despistar a la comitiva y se pondrían un poco en brazos de la suerte para no levantar sospechas. Pero el peligro era real: se la jugaban a todo o nada con la certeza de que quedarse era mucho peor.

Con lo que no contaban era con el plan que Enrique a su vez había trazado. El comportamiento de su hermanastra le puso alerta. Aquel ir y venir continuo sin explicaciones lógicas y con evidentes signos de ansiedad le colocaron sobre una pista. Lo normal en ella hubiese sido quedarse todo el tiempo junto a su madre, pero no era así. Estaba convencido de que Rafael andaba por ahí. Que le escondía, que le atendía, que siguiendo su rastro le acabaría por descubrir. Su nerviosismo era revelador, lo mismo que las burdas excusas que esgrimía a cada paso para desaparecer.

Enrique comprendió que contaba con una oportunidad propicia para saldar su deuda. Sabía que, en cualquier momento, Rafael aparecería por algún sitio. El niño bonito no iba a dejar de despedir a su padre. Era un sentimental y aquella doblez, toda su blandenguería absurda de tipo débil, idealista y patético, según su hermano, le acabarían jugando una mala pasada.

Alertó a un amigo falangista, un tipo oscuro que había acabado trabajando para la policía secreta. Beltrán el Moro, le llamaban; un mote que venía de su experiencia curtida en la guerra de África. Vestía trajes de empaque que no lograban disfrazar la contundencia de algunas cicatrices ni la heladora mirada que despedía medio amenazante allá donde entrara.

Beltrán el Moro se encargaba de perseguir rojos. Los acechaba como a ratas y caían tarde o temprano en sus garras, abatidos por la espalda a tiros si se les ocurría la torpeza de salir huyendo, o detenidos con vistas a un juicio rápido sin garantías que acababan con la sentencia contundente del paredón. Cualquiera de las dos formas le valía a Beltrán el Moro, aunque personalmente prefería la primera. Era la más segura a la hora de ahorrarse engorros o entorpecimientos posteriores. Siempre aparecía un pariente que pedía clemencia y en más de una ocasión se había librado alguno de un fusilamiento seguro.

No se pensó mucho Enrique aquella decisión. Para él no era cuestión de delatar a nadie. Para él era un deber con las autoridades de un régimen que si se había acabado implantando era por el bien de todos, según lo veía. Rafael era responsable de sus actos. Los personajes como él representaban un cáncer, un peligro digno de ser solamente extirpado. Sin miramientos, sin contemplaciones. No cabían lazos familiares, ni excusas de sangre, ni cuentos similares.

Si algo le incomodaba era el escenario. En el entierro de su padre… Pero o se hacía entonces o se perdía una oportunidad de oro. Además, ¿cuál era la memoria que suponía debía honrar? ¿La de aquel progenitor que sólo supo premiar con su desprecio todo aquello que hacía? ¿Dónde guardó en sus últimos años el más mínimo reconocimiento a la riqueza y a la tranquilidad que le habían proporcionado sus aciertos? Mientras Diego Martín se desvivía por Rafael, a Diego y a él jamás les concedió un gesto de admiración, una limosna de gratitud.

Tuvo que morir Diego de aquella manera para que se diera cuenta de todo el cariño que le había escatimado. Pero ni siquiera cree a esas alturas que fuera la pérdida de un hijo lo que le sumió en sus últimos agujeros de tristeza. Más bien era otra cosa. Una conciencia de lo que él consideraba barbarie, una impotencia degolladora por haber perdido sus sueños, su confianza en un futuro irreal cuando lo único que le venía bien a España era ese orden, esa paz implantada, obligatoria y pía de las cosas que se habían demostrado eternas por los siglos de los siglos.

El pacto al que Enrique llegó con Beltrán el Moro fue sencillo. La familia cargaría el cadáver en un carromato y ellos les seguirían detrás en coche. Así también abrirían paso si se encontraban con cualquier impedimento por el camino. Aparcarían a las puertas del cementerio y vigilarían por allí cualquier movimiento. Pero nadie debía enterarse de su compadreo.

Llegó la hora de bajar el cuerpo. La casa disfrazaba su tristeza irremediable con la penumbra gris que entraba por los balcones. No había nada que temer ya: ni al viento ni a la mala suerte, ambas variantes habían cobrado ya su recibo. Tampoco al fuego, ni a la cabezonería del muerto. Sólo quedaba pasar el trago. Nadie lloraba. El hartazgo había convertido aquella pérdida en un engorro con el que convenía acabar cuanto antes.

Entre cuatro cargaron con el féretro. Manolín, Enrique, Ciuco y uno de los hijos de Carlos Fuentecilla, que acompañó a su padre a la despedida. La calle se sobreponía con cuajo a su propia desgracia. La resignación no había estropeado los radares para detectar tragedias y algunos viandantes preguntaban al ver el féretro si se trataba de una víctima del incendio. Cuando les explicaban que no, que había sido una muerte natural, se persignaban y seguían su camino.

Plantaron el ataúd en el carro. Beltrán el Moro seguía todo con una distancia prudente, apoyado en el techo de su coche negro y fumando un cigarrillo junto a su compañero, Fabián, un pelanas recién entrado en el servicio que no articulaba palabra. Mientras Carmen Revuelta y Toñina montaban en el coche de los Fuentecilla para ir directamente al cementerio, Marina se fijó en la estampa del Moro y sospechó algo. Instintivamente lanzó una mirada a Enrique como para pedir la explicación que no encontró. Su hermanastro se dio cuenta y la sonrió con cierto cinismo, aunque el gesto aparentara esa forzada calidez que se intercambian a veces los parientes en los funerales.

Manolín y Enrique subieron al carro de Ciuco para custodiar el cadáver. Se encontrarían todos en el cementerio. El caballo echó a andar en línea recta por el muelle. Diego Martín se aprestaba a dar su último paseo por la ciudad. Lo hizo lentamente. La bahía parecía asustada por los restos del fuego. En sus entrañas guardaba gran parte del hollín con el recuerdo de las calles destruidas. En cierto modo, los resquicios de su alma evaporada se habían esparcido entre el agua con sus cenizas.

Las ruinas de piedra y cal seguían echando humo. Los restos de derrumbes y escombros formaban montañas blanquecinas que chasqueaban ante las aparatosas pisadas de las botas que deformaban su anárquica figura improvisada. No se puede decir que las calles guardaran ya sus antiguos nombres. Todo parecía sahumado. Enrique y Manuel a duras penas reconocían el paisaje taladrado que les daba nuevas y escalofriantes perspectivas. El fuego había borrado los muros y las figuras deformes de otras casas se reconocían donde antes era imposible avistarlas. La distancia entre ciertos lugares se reducía a un escenario de piedra, cables que peinaban las ruinas como restos de pelo arrancado de la cabeza, madera negruzca y metales retorcidos por el calor.

Olía a esa última brasa de una hoguera prendida con objetos apresurados. Los perros, las ratas y los gatos husmeaban restos de comida sobresaltados y confusos por un olfato que nunca antes habían conocido. Los voluntarios retiraban los escombros, los enseres echados a perder y los restos de vigas, mármoles y hierro a los lados.

El camino en línea recta hacia Ciriego no estaba completamente despejado, pero el carromato se las arreglaba para abrirse paso por los restos de las Atarazanas salpicando charcos del agua empantanada que había servido para apagar el fuego, marcando el barro y la mugre del suelo.

La catedral sostenía su propia ruina de piedra blanca con una dignidad más humana que divina. Manolín se santiguó al contemplar los restos del templo y se le heló el aliento al comprobar que todas las calles que lo rodeaban habían sucumbido a esa especie de látigo infernal. Mientras Manuel miraba hacia el cerro de Somorrostro, Enrique verificaba lo mismo en los alrededores de las Atarazanas. Entre los boquetes podía contemplar en línea recta Santa Clara porque todo lo de en medio había sido borrado. Las calles de San Francisco, La Blanca, Lealtad, Rualasal, eran una línea fina de paredes huérfanas y piedra carcomida, una estatua desnuda como un resto resistente de la antigüedad que ha vencido en su combate contra el tiempo.

Por la Alameda ya se recomponía el paisaje de siempre. Dejaban atrás aquella visión maldita que los hizo conscientes de lo que había ocurrido. Se las arreglaron para atravesar toda la zona destruida sin mayor problema, sorteando algunos obstáculos con el tino que Ciuco conducía las riendas, más centrado en seguir su camino que en observar todo aquel itinerario destruido.

Ninguno de los tres acertaba a hacer un comentario. Digerían como podían aquella visión de mundo perdido, de ciudad engullida en su propia tragedia. El alma de las calles quedaba a expensas de los nuevos urbanistas y la desesperación de quienes habían perdido todas sus pertenencias lanzaba una queja silenciosa, apenas perceptible, resignada por el consuelo de que la mala suerte había repartido su maldita lotería con un sentido igualitario.

Se alegraban ambos de que el patriarca finalmente hubiese evitado aquello. Aunque al custodiar su cadáver sobre el terreno sintieran que de alguna manera había querido estar presente. En aquella situación, el presentimiento de Carmen Revuelta no resultaba tan disparatado. Puede que hubiera un rastro de verdad en ello. ¿Qué hubiese pensado el gran Diego Martín? No se tomaría la molestia de expresarlo. Se habría sumido en un silencio aún más profundo, quizás justo en el de la propia muerte que le sobrevino horas antes.

Manuel miraba al féretro. Creía que aquel recorrido con Diego Martín de cuerpo presente dignificaba cada huella de la destrucción. Enrique echaba de vez en cuando un ojo sobre el ataúd y rememoraba la emoción y el espanto que le producían aquellas calles desoladas a su padre. También por esos alrededores había muerto su madre hacía ya tanto tiempo: los 48 años que él se había sentido huérfano de su calor.

Embaucados en esos pensamientos llegaron a campo abierto. Sobre los altos se vislumbraba el mar y un camino no por despejado menos triste hacia el cementerio. Aun así, tanto Manuel como Enrique dejaron entrar en sus respectivos pulmones la bocanada de aire fresco que les entró de repente en el pecho. Aquella limpieza ingrávida que penetró en su organismo les hizo caer en la peste con aromas de fuego que habían dejado atrás.

Llegaron al cementerio atravesando los surcos estrechos que marcaban la cercanía de las colinas reverdecidas, entre algunas vacas y paisanos dedicados a sus labores de campo. Allí esperaban los familiares y amigos la llegada del cuerpo. No parecían inquietos. Aparecieron a la hora prevista, un poco antes incluso.

Rafael se había escondido en el lateral de una tapia donde avistaba por un agujero el lugar exacto del enterramiento. Nadie lo había visto. Ni siquiera Marina, que observaba inquieta el escenario. Si aquellos dos tipos con pinta inconfundible de policías aparecían es que la mísera delación de Enrique estaba en marcha. Ella no podía hacer nada. No podía alertar a Rafael.

Efectivamente, los temores de Marina se confirmaron cuando a escasos metros del carro comprobó que llegaba el vehículo de Beltrán el Moro. No pudo disimular su cara de odio. Agarró a Enrique del brazo y le dijo:

—Ésos. ¿Quiénes son ésos? ¿Amigos tuyos?

—No tengo ni idea, no sé de qué me hablas. Vendrán a hacer una inspección rutinaria.

—¿Desde que salimos del muelle? —preguntó Marina.

—Pues puede… ¿Entramos? No creo que sea el momento ni el lugar para que montes ahora un escándalo, ¿no te parece?

Marina adelantó el paso junto a su madre y dejó la discusión para más tarde. O para nunca. No quería seguir saldando cuentas con su hermanastro.

Bajaban hacia el lugar del enterramiento con un parsimonioso ritmo de circunstancias. Una vez allí, la ceremonia fue breve. Una brisa amable acariciaba el dolor, respetaba el momento. Diego Martín descansaba por fin en paz. Sus congéneres y sus amigos empezaron a extrañar con una violencia repentina su abrazo, su voz, sus momentos de gloria y felicidad. Los malos ya los habían olvidado.

Carmen Revuelta sintió un alivio triste, una calma desesperanzada. Marina aguardaba sus instrucciones. Manuel tiró de la comitiva y Enrique se adelantó a todos hacia la salida, con una prisa urgente. Beltrán esperaba noticias y todos debían mantener los ojos abiertos. Pero no había rastro de Rafael. Tan sólo la intranquilidad de Marina levantó las sospechas de su hermano, pero como no estaba seguro, no comentó nada.

El Moro preguntó:

—¿Alguna cosa rara?

—Nada, ni rastro —contestó Enrique.

Los dos se apostaron junto al coche de los policías. El conductor esperaba dentro por si había que seguir persiguiendo algún vehículo; Enrique y Beltrán miraban alrededor. Los demás salían ya del cementerio. Marina continuaba nerviosa junto a su madre. Volvió a mirar a Enrique y él a ella. Ninguno apartaba los ojos de su propio duelo. Ella salpicándole su desprecio, él mostrando una ambigüedad que le hacía parecer capaz de todo.

Rafael y Marina habían activado otro plan. Si la mujer observaba peligro, el amante debía salir de la ciudad. Se reunirían en Solares, adonde Marina llegaría en tren a primera hora de la tarde. Rafael tenía todo el equipaje en el coche y esperaba junto a la tapia a que se despejara la situación. Veía la carretera por donde debían salir todos. Hizo un cálculo sosegado. Cuando dio por seguro que Marina no se presentaría en el lugar pactado y supo que se verían por la tarde, arrancó. Pensaba también que no quedaba nadie por allí.

Pero se equivocaba. Junto a la verja principal, Beltrán el Moro seguía esperando, seguro de no perder un rastro. Enrique aguardaba junto a él, más escéptico. Se había despedido de los suyos con alguna excusa vaga. Les dijo que se fueran para casa porque él debía resolver unos trámites del entierro en el cementerio.

El coche que conducía Rafael apareció en la esquina derecha. Enrique le reconoció. Su mirada se cruzó con la de su hermano y éste quedó electrizado por lo que había llegado a hacer. Un remordimiento paralizante invadió cada uno de sus huesos, la voluntad inerte de sus músculos. Rafael le hizo un gesto discreto con la mano. Una despedida dulce y sin rencores, o así lo interpretó él.

Justo en el momento del cruce, Beltrán el Moro había agachado la cabeza hacia el suelo para apurar la última calada y luego pisotear la colilla de su cigarrillo. Fabián leía concentrado el periódico dentro del vehículo y no estaba para nada más. Fueron apenas cinco segundos. Suficientes para evitarlo todo. Enrique no dijo absolutamente nada. La sangre, un no sabía qué, una extraña nobleza pasajera le detuvo. Cuando Beltrán alzó la mirada observó un coche alejándose del que no podía distinguir el número de ocupantes. Pero no dejó de preguntar:

—¿Y aquéllos?

—Nada. No me sonaban de nada. Una pareja que ha debido venir a hacer manitas contemplando el mar —comentó Enrique.

—Tortolillos… Aquí no hay nada que rascar. ¿Nos vamos? —preguntó Beltrán.

—Esperemos diez minutos más. Total, si no está aquí, debe de andar ya realmente lejos.

Enrique aseguraba con aquella prórroga que su hermano quedaría fuera de peligro. El tiempo que aguantó allí lo hizo en paz consigo mismo. Orgulloso de su última acción. Por primera vez en mucho tiempo tenía la conciencia tranquila. Había sentido su odio extirparse convencido de que sembrar más dolor alrededor suyo no le traería ninguna satisfacción.

Con su padre enterrado y sus hermanos lejos de aquel mundo que sólo a él le pertenecía, debía dignificar lo más posible todo el legado que tenía por delante. Salieron del cementerio pasadas las doce del mediodía. Los policías se dirigieron a su comisaría. De paso le dejaron a él cerca de la casa del muelle.

Cuando llegó, Marina ya se había ido. A su casa, le dijeron. No acudiría a comer. Le hubiese gustado comentar con ella aquel episodio. Saldar cuentas. Empezar de cero. Toñina se puso a preparar la comida. Tan sólo él y Carmen Revuelta se quedarían a tomar la sopa y la tortilla que podía preparar. No mucho más. Apenas nada que echarse a la boca y tuvieron que apurar la despensa.

La casa empezaba a adaptarse al agujero de sus ausencias. Carmen Revuelta ordenó abrir casi todos los balcones. Quería que corriera el aire. Se negaba a encerrarse en un luto tristón y castrante de tardes con visitas de amigas y apariciones esporádicas de los compadres de su marido o los nietos obligados a acudir cuando no quieren.

Enrique comenzaba a alejar la tibia melancolía que iba luciendo en los últimos años. Quiso acompañar a su madrastra para demostrarle que, pasara lo que pasara, desde ese momento, con su padre enterrado, todo seguiría igual, que no la dejaría abandonada a una suerte de soledad marchita de la que él se fuera a desentender.

—Qué bien que te quedes a comer —le dijo Carmen Revuelta.

—Pues como todos los días —respondió.

—Marina no viene. Estaba cansada, me dijo.

—No me extraña. Todo ha sido muy tenso.

—He visto mejor que otras veces a Isabel. ¿Cómo la encuentras tú?

—Mejor, también. Tienes razón.

—No la descuides. No hay nada más importante en esta vida que el bienestar de una familia. Entiendes lo que te estoy diciendo, ¿no?

—Perfectamente…

La sopa ardía. No era el caso de la calle, que se recomponía al imprevisible ritmo de la urgencia. Los trabajos se sucedían entre la mecánica de las reparaciones más acuciantes y la necesaria cintura para improvisar soluciones rápidas. Cada uno se ocupaba en una tarea concreta para problemas desconocidos.

Marina Heredia había cogido a aquellas alturas el tren. El mismo que otras tantas veces le llevó a Bilbao. Pero esta vez sin billete de vuelta. Por eso se sentó en el vagón con sensaciones encontradas. Cierta mala conciencia por dejar a su madre en ese trance, la preocupación de alejarse tanto de los hijos. Aunque ellos ya se iban instalando en una independencia compatible con sus responsabilidades.

Mientras contemplaba el paisaje gris apoyada en la ventana, se convencía a sí misma de que llegaba su momento. Habían pasado la cincuentena; se encontraban, en teoría, inmersos en el ocaso de una madurez. Pero tanto Rafael como ella, pese a las desgracias, los traspiés de la vida y los girones, se sentían jóvenes para llenar a fondo, de una vez por todas, su amor aplazado. Su propia felicidad sacrificada tantas veces a expensas de otros, su continua pasión de préstamo para los demás, esa existencia propia que dependía de la suerte y las circunstancias. Ya no había excusas, ni deberes, ni contrariedades que les pudieran amargar más. Había llegado la hora. Su hora.

El tren paraba en estaciones absurdas. Cargaba y descargaba pasajeros en cuyos rostros se adivinaba muchas veces la podredumbre de una rutina sobre la que apenas nadie parecía reflexionar; la rutina nada rocambolesca de la supervivencia sin ilusiones. Marina los observaba y pensaba en que ella, por primera vez en mucho tiempo, pese al miedo, pese a la evidencia del peligro, albergaba esperanza.

Rafael aguardaba impaciente cerca de la estación. Lo hacía dentro del coche, pero en guardia. No veía moros en la costa, aunque desde que salió de su casa sentía las miradas en el cogote, pasos sobre sus pasos, la angustia de una vigilancia presente y real que hasta el momento había logrado despistar.

Cuando Marina llegó a la estación buscó con la mirada. Al salir, anduvo algunos pasos y pronto vio el vehículo. Entró y se besaron sin decirse nada. No encontraron mejor manera de descargar la tensión. Poco después, ella le contó lo que había visto hacer a su hermano.

—El miserable de Enrique se presentó en el cementerio con la policía.

—Lo sé. Le vi.

—Creí que te había pasado algo. Hasta que no he llegado no me he quedado tranquila.

—Él los despistó.

—¿Cómo que los despistó?

—Nos miramos a los ojos cuando salí. El policía tenía la cabeza agachada. Le hice un gesto de despedida y vi cómo me sonreía. Luego me figuro que les distrajo con algún cuento porque nadie me siguió.

Marina quedó pensativa. Aquel gesto, de ser como Rafael lo contó y no una ensoñación, se convertiría en la única cosa digna que habría que adjudicarle con toda justicia a Enrique por primera vez en su vida.

Arrancaron el motor y continuaron viaje por carreteras secundarias. Rafael sonreía. Por muy mal que pintaran las cosas, ese sueño de felicidad definitivo no se lo podía arrancar nadie. Desde la primera colina que subieron al dejar la estación avistaron la ciudad a lo lejos. Quedaba envuelta en una nube y medio amamantada por una cortina de agua acechante.

Llovía.