Pese a que Marina Hermida abandonara apresurada el lugar donde le sorprendió el fuego, una luz cada vez más amplia la perseguía en dirección a la otra punta del muelle. El viento es el perfecto aliado de las llamas y aquella noche, ambos podían asolar cuanto tuvieran a su paso. La calle fue cuajándose de sirenas, luces y bombas de agua. Varios hombres bajaban a zancadas hacia la zona de la estación y también en dirección a Ruamayor, donde, al parecer, había prendido otro foco.
Dos hogueras fueron suficientes para lo que había de llegar. Las brasas saltaban de tejado en tejado, incontrolables, con una sed de fuego irredenta, con un ímpetu devorador que no atendía a ninguna señal digna de reconducirlas. En media hora se habían extendido al cerro de Somorrostro, donde reposaba el origen de la ciudad, sobre el palacio episcopal y la catedral. Después el fuego bajó a las Atarazanas.
Quienes permanecían en la calle callaban en mitad de una pesadilla que les cogió in fraganti, despistados y superados por la tiranía de aquel maldito capricho iracundo del viento. Cuando la catedral prendió, la ciudad despertó casi por completo de golpe en una especie de grito veloz que penetró como un latigazo en cada casa.
Nadie quedaba a salvo en la zona del centro más antiguo. Los vecinos de toda la Puebla, de los barrios más curtidos de la ciudad, saltaron a la calle. Algunos con enseres, otros con lo puesto, preparados para huir pero no para ser testigos de la devoradora destrucción que les rodeaba en círculo, desde la calle Alta hacia los orígenes del paseo Pereda, de la cuesta de la Atalaya a Jesús del Monasterio. El más puro corazón de la ciudad. Su origen. Su cuna. Los barrios que habían sido testigos de la vida desde la época romana hasta ese 15 de febrero de 1941.
Marina Hermida entró en la casa del muelle medio asustada, un tanto perdida. Al cerrar la puerta se dio cuenta de golpe que lo que dejaba atrás no era la urgencia de un suceso, el peligro de verse rodeada por las llamas, sino a Rafael en un riesgo desconcertante. ¿Habría llegado el fuego al taller?
Manuel, Enrique, su madre y Toñina esperaban noticias. El revuelo de la calle y los destellos de aquella parte de la ciudad cada vez eran mayores. Las llamas se avistaban perfectamente desde el mirador. No temían por lo que le pudiera ocurrir a ella, nadie la hacía en aquella zona. Creían que volvía de su casa.
Marina tuvo que disimular. Aunque había sido testigo de los focos de fuego, no pudo contar nada. Tan sólo el nerviosismo que se respiraba en la calle.
—¿Qué está pasando, por Dios? ¿Dónde andabas? —preguntó Carmen Revuelta.
—En casa. Me he asustado por los gritos de la plaza y he bajado a ver si vosotros sabíais algo.
—¿Nosotros? ¿Qué vamos a saber?
—Parece que se ha declarado un incendio monstruoso, allá por la parte vieja —dijo Marina.
—Sí, se ve perfectamente desde aquí. Aquello es la catedral, sin ir más lejos. ¡Señor…! —comentó Manolín.
El hecho de que el viento soplara hacia el oeste no les ahorró a todos el temor de verse engullidos por el fuego. Los destellos de luz intermitente pero cada vez más invasora que llegaban a casa de los Martín sobrecogían a los presentes en el velatorio. A todos menos a Diego Martín. El resplandor de las llamas empezó a iluminar tímidamente su cara dentro del ataúd, cercano a una de las ventanas que daban a la calle.
Carmen Revuelta, en su lógica particular, comprendió algo de repente. Se volvió hacia el cuerpo de su marido y le dijo, medio amenazante:
—¡Para eso no querías que te enterráramos hoy! ¡Para no perderte este espectáculo! —Enrique y Marina se miraron sorprendidos—. Era por eso. Era justamente por eso. ¿Cómo no te hicimos caso? —continuó la viuda.
—Cálmate un poco, mamá. ¡Por Dios!
La hija se dio cuenta de que los nervios habían vencido el ánimo de su madre. Todos la contemplaban callados, sin saber muy bien cómo reaccionar. Sólo Toñina fue capaz de comprender o acercarse a la esfera de su delirio. Pero la duda le hizo ser discreta. Agarró a su hijo del brazo y le comentó:
—A la pobre mujer no le falta algo de razón. Verlo saltar como saltó del ataúd, a mí, qué quieres que te diga, hijo mío, me dio muy mala espina.
—Calla, madre, por la Virgen. ¿Cómo puedes pensar que una cosa tenga que ver con la otra? Ha sido este viento del demonio el que lo ha provocado todo. No hay otra. ¿Con qué nos había de castigar aún más Dios nuestro señor?
—Ya, pero es que ésta es gorda. Ésta es como la del Machichaco, si no peor. Y ya sabes el pobre señor la cuenta que tenía con aquello. No hace falta que te lo recuerde. ¿O sí?
Mientras en casa de los Martín algunos se perdían en discusiones bizantinas y otros trataban de calmar los ánimos más quebrados, el fuego campaba con su imparable paso sobre todos los edificios del alma más eterna de la ciudad. Los bomberos se veían sobrepasados por la velocidad del fuego. Las ráfagas de viento dispersaban el agua de las mangueras. No llegaba el chorro suficiente para atajar ninguna expansión y los nervios se apoderaban de todos los hombres desgañitándoles el ánimo.
En el escondite de Méndez Núñez, Rafael se daba cuenta de la gravedad de la situación. Había escuchado el ir y venir de las sirenas y las campanillas. Pudo sentir la desazón que le produjo algún derrumbe cercano y la inquietud del sonido del viento cuajado con la pesadez de las llamas que se aproximaban. Pero lo que más le aturdía era el calor: una proximidad candente que aumentaba a cada centímetro la temperatura del taller con una premonición de riesgo real.
El fuego no se veía desde dentro, se presentía en un acorralamiento de sonidos nada halagüeños y sensaciones que harían temblar al más fornido. Rafael dudaba. Creía necesario salir. Puede que, si se entretenía un poco más, fuera demasiado tarde. Su vida se encontraba en riesgo real, pero hasta que no se fueran acercando más las voces inconfundibles de aquellas llamas y su calor infernal no saltaría al vacío de la calle. Por otra parte, en mitad de esa confusión de tragedia, ¿quién se iba a preocupar de los vencidos? Necesitarían manos. Aun así desconfió y decidió resistir.
Mientras, los desmoronamientos comenzaban a poblar de piedras, cascotes, madera y escombro ardiente las calles así como a dificultar el trabajo de los bomberos. No pisaban sobre terreno firme, los resbalones y las caídas entorpecían la extinción en medio de un escenario lleno de trampas, con restos de teja, ladrillo y mobiliario quemado. Un estruendo alarmó alrededor de la catedral a quienes trataban de apaciguar allí el incendio. Las campanas de la torre cayeron con todo su peso al suelo y taladraron su estructura. El agujero se convirtió en una chimenea que distribuía humo por otras calles que se sumaban al incendio.
La puebla nueva ardía sin posibilidades de que quedara en pie ni un vestigio de la época medieval, y los alrededores de las Atarazanas fueron dando la bienvenida a su futura destrucción. Las diariamente bulliciosas calles de San Francisco y la Blanca empezaban a ser carcomidas por las llamas en mitad de la madrugada, al tiempo que la Plaza Vieja había sido ya casi consumida. Pero el fuego no dejaba tregua y se extendía hacia el este en un revoloteo cada vez más ancho que afectaba a la iglesia de la Anunciación, la calle del Peso, la Puerta de la Sierra y la Plaza de los Remedios. Los vecinos sabían que podían ser presa segura del mismo y huían despavoridos. La mayoría lo hacían cargando enseres y en dirección contraria al viento. Los niños lloraban y contemplaban boquiabiertos aquel espectáculo de incertidumbre y destrucción cercano a la voluntad de un castigo que no podían explicarse.
Cuanta más gente llegaba cargada de maletas, mantas y muebles a los alrededores de casa de los Martín, Marina Hermida temía más la suerte de Rafael. Tenía razón para ello. Pero no podía lanzarse en dirección favorable al peligro. Le resultaría imposible pasar más allá de la plaza de Alfonso XIII. Por el taller, el cerco de llamas era monumental. El calor avivaba su instinto de supervivencia. Las vigas caían alrededor con un estruendo cada vez más cercano y no sentía los gritos de los bomberos. Quizás habían dejado aquella zona por imposible. Rafael trataba de cerrar los ojos y pensar con frialdad. Las llamas no parecían golpear la puerta, ni el techo, pero el calor… Seguía aumentando.
En ese momento justo, Rafael hizo bien en guardar un poco más de calma. Por allí pasaban, cercanos al fuego, una cuadrilla de falangistas encargados de mantener el orden público. No tardaron mucho en desaparecer al ver que no debía quedar nadie ni nada por saquear en la zona. La ciudad era en aquel momento un caos desordenado de voluntarios desesperados, bomberos difíciles de abatir y vecinos sin rumbo, a resguardo en la calle y los soportales, a verlas venir. La ayuda tardaba en llegar porque la incomunicación era completa. Las líneas de teléfono y telégrafos habían quedado arrancadas de cuajo por el viento. Tan sólo emisoras de radio inauditas como Radio Londres daban cuenta del suceso gracias a que un barco inglés avistó el fuego desde Cabo Mayor.
Así transcurría la noche, entre la consumición sin tregua del fuego por todas las esquinas y el deseo de que amainara un viento sordo a las plegarias. Por el muelle, la tensión ahogaba la casa de los Martín. Ya nadie pensaba en el entierro siquiera. Carmen Revuelta no lo había vuelto a mencionar desde que comprendió la gravedad de la situación. Además quería respetar aquella última voluntad de ultratumba que parecía desear su marido. Enrique había acudido a su casa y Manolín permanecía allí con las tres mujeres. Tuvo el arrojo de bajar a ayudar en las tareas de salvamento, pero su madre le pidió por favor que no se moviera de allí.
Diego Martín resistía su accidentado velatorio retando desde el ataúd la miseria del destino que deparaba el fuego. Igual que estuvo en el Machichaco, una fuerza sobrenatural, efectivamente, parecía retenerle en su lugar. Quizás Carmen Revuelta tuviera razón. Quizás fuera todo cierto. Un hombre como él sabría ocupar su sitio incluso después de muerto. Y si había que esperar a colocarse a salvo junto a Dios padre, se esperaba. O puede que él, en esa soberbia descreída y medio atea que lució desde la juventud, anduviera retándole en la decisión de cuándo partir definitivamente de este mundo. «No lo vas a decidir tú, sumo Hacedor, sino yo», parecía decirle.
No es descabellado pensar tampoco que estuviera esperando la aparición de Rafael. Diego Martín se las apañó durante buena parte de su vida para cumplir su propia voluntad cuando las desgracias se lo permitían. Si quería despedirse del hijo estaba en su completo derecho a esperar ese milagro, allí, tranquilamente, metido en su caja mientras la ciudad se descomponía a sus pies.
Rafael también lo deseaba, pero no fue eso lo que le impulsó definitivamente a huir del taller. Fue el acecho imposible de aplacar de las llamas, la sensación de que o saltaba o moriría achicharrado allá dentro. El humo se colaba ya por todas las rendijas y empezaba a perder el control de sus actos. No se lo pensó dos veces: abrió la puerta y salió.
Le molestó no cumplir un sueño. Se había jurado a sí mismo respirar hondo en el mismo momento que pisara la calle en libertad. Pero no pudo. Lo que encontró fuera fue un aroma cerrado de madera abrasada, telas y metales chisporroteantes, el aire del infierno, el tibio perfume del fin. Ni resto del salitre con el que tantas noches en blanco soñó. Ni asomo del aire fresco del mar y la cordillera.
Corrió en la dirección que vislumbró más despejada. Lo que antes le llevara de incógnito a su casa. Portaba unas llaves que Marina le había dejado para las emergencias. Nadie reparaba en él, pese a que iba en dirección contraria a todos los que se suponían en condiciones de ayudar. Cada cual sabía bien qué hacía aquella noche por aguantar.
Lo que vio a su paso le dejó con el ánimo turbio. De lo más profundo de su ser saltaba el impulso de ayudar, de meterse en faena, pero rápidamente se le imponía el juicio de un instinto necesario de supervivencia. No podía mezclarse con los voluntarios: alguien le delataría. Debía llegar cuanto antes a la plazuela, subir a casa y esconderse. Pronto se dio cuenta de que el viento le resultaría favorable. Casi todo seguía volando hacia el oeste o el norte, aunque por allí menos porque los edificios del Coliseum y Santa Clara, inmensas moles de piedra y cemento difíciles de traspasar por las llamas, hicieron su trabajo de cortafuegos. Lo mismo que la nueva sede de Hacienda impedía la expansión hacia el muelle.
La plaza quedaba plenamente a salvo. Y él, al menos unos días, dentro de la casa también. Entró en el portal cuando la luz del domingo se abría paso en la calle. Aunque la luminosidad del cielo y la del infierno se confundían aquella mañana con más facilidad que nunca en las aceras arrasadas, entre los restos de edificios que escupían humo y hacían crepitar las fuerzas de la ciudad.
El aislamiento comenzaba a romperse gracias a los barcos. Desde los muelles, el Turia enviaba un SOS a través de su radio Marconi. De allí fue captado en alta mar por el Monte Ayala y de ahí pasó al vapor Cristina y al Estaca de Bares, que sirvió de puente para que la información desesperada acabara en La Coruña. A partir de ese momento quedó roto el cerco. Pronto Bilbao, Burgos, Valladolid, Oviedo, Gijón y Avilés espabilaron para enviar ayuda.
Con el sol ya implantado en lo alto, el cielo azul teñido de negro con humo que salpicaba hacia arriba en rocambolescas espirales dibujadas todavía por el viento, llegó la dinamita. La demolición se hacía urgente para bloquear con cortafuegos aquella extensión bastarda de las llamas. La ciudad se resguardaba de su propio insomnio, tan sólo vencido por los niños capaces de adaptar su miedo y su cansancio a resguardo de cualquier esquina. Los lugares a salvo formaban un espectáculo de ancianos cubiertos con mantas propias o proporcionadas por los soldados y los voluntarios. Nadie hablaba de muertos; no llegaban cifras, ni casos alarmantes. Pero el peligro seguía acechando. Nadie por el momento quedaba a salvo.
Los bomberos colocaron las cargas en los lugares donde la intensidad del fuego era más violenta. Primero al norte. En los edificios afectados que quedaban entre la cuesta de la Atalaya y la calle Sevilla para frenar el avance hacia Tantín y con ello la central de la Electra de Viesgo. También hubo voladuras en Atarazanas y la Plaza de Dato. Las plegarias de los jesuitas lograron salvar su templo neogótico pero no la residencia de la Compañía. Así se protegieron la calle de Enmedio, la Arrabal y con ello el avance hacia lo que fue el ensanche vecino al puerto del siglo XVIII.
Pero el fuego no quería ceder, lo mismo que todos aquellos que intentaban aplacarlo con una lucha sin descanso, a cara de perro, sin tregua. Una lucha que Rafael Martín pudo percibir en su regreso clandestino a casa. Medio oculto y a salvo ya, tras la ventana, observaba los movimientos de la plaza cuando Marina llegó. Escuchó la puerta y quiso esperarla en el salón. La mujer entró y, al verle, descansó. No tardó ni un segundo en tirarse a sus brazos y cerrar los ojos como quien entra en un refugio encontrado en el momento más crítico.
—No sabía qué podía haberte ocurrido. Gracias a Dios estás a salvo.
—Ya. Ya está. No ha sido nada.
—Pero no podrás estar aquí mucho tiempo…
—No. Hasta que todo se calme. ¿Qué pasa con mi padre?
—No sé. Mientras no acabe todo no podremos enterrarle.
—Quiero verle. Pero sé que es una locura.
—Ni lo sueñes.
—Larguémonos. Vayámonos de una vez. Escapemos de golpe y sin dar explicaciones. Tan sólo se las debo a mi padre. Ya nadie me espera más que tú. Convirtamos la desgracia de esta ciudad en una suerte para nosotros. Así es la vida. Dos caras.
—Estás loco, Rafael. ¿Adónde vamos a ir? En Francia las cosas andan peor.
—A Portugal.
—No, debo estar cerca de mis hijos.
—A Suiza, que no se meterá en líos.
—Demasiado lejos.
—Pues da igual, vamos a Francia y esperamos allí a que escampe.
—¿Crees que los nazis son mejores que éstos?
—No, pero no nos conocen.
—No puedo pensar ahora, mi amor. Aprovechemos este momento. Tan sólo este momento.
—Estoy harto de vivir lo nuestro así, a trompicones. Yo sólo aspiro a algo normal. Pasear juntos por la calle, comer juntos, ir al cine, besarnos en un parque, como dos novios.
—Eso ahora es pecado.
—En Francia, no. Vámonos allá, no se hable más. Nos instalamos en Bayona, en Biarritz, donde tú digas, y cuando todo se clarifique nos vamos a París.
—Déjalo ya. Bastante tengo con pensar cuándo vamos a enterrar a tu padre y cómo me las voy a arreglar para ver a mis hijos pronto.
—Marina, por favor. Podemos irnos mañana, pasado. Cuanto antes. Le enterramos y nos vamos de aquí. No puedo más, mi vida, no puedo más.
—Vete tú. Ponte tú a salvo.
—Sin ti no voy a ningún sitio. Eso es seguro.
Marina se hartó de discutir. Le miró y le besó. Después los dos se abrazaron en la tregua de un largo silencio que solamente quedaba roto por los gritos y el murmullo continuo de la gente en la calle. No sabría dilucidar si ese plante de Rafael contra el mundo que les rodeaba les beneficiaría, si esa obcecación acabaría con él. También empezó a sentirse acorralada. Algo le empujaba tímidamente a lanzarse lejos de allí a su lado. Si permanecían en la ciudad no había salida. Y aquel caos, tenía razón Rafael, era su oportunidad. Pero no podían irse así como así. Debían preparar algunas cosas.
En la casa del muelle todo permanecía detenido. A expensas de aquella última voluntad de Diego Martín que sólo Carmen Revuelta estaba autorizada para interpretar. El silencio era incómodo. Manolín y Enrique, que iba y venía de su casa, sabían que nada se podía hacer más que esperar. Evitaban hablar de asuntos engorrosos con la viuda, que se negaba a comer ni a descansar más. De pronto soltaba alguna perorata al cadáver, pero silencio era lo único que recibía por respuesta. Un silencio que ella se tomaba como desprecio sin señales.
—Tú nos dirás cuándo quieres salir para Ciriego. Nosotros, a la orden. —Después de dirigirse a él, hablaba con el resto—. Siempre se ha tenido que hacer su santa voluntad. Sabía enredarnos y no levantaba la voz. Era lo contrario a mí. Trataba de que no se notara, pero al final siempre se hacía lo que el señor disponía.
Bastante razón llevaba Carmen Revuelta en su juicio. Puede que resultara un tanto injusto reconocer eso ahora, pero bastante razón tenía. Diego Martín no fue hombre que se resignara a las voluntades ajenas. Para lo bueno, lo malo y lo regular. Era su manera de ser, su exquisita dulzura, su don de gentes lo que disimulaba una fortaleza de carácter. Aunque eso no la anulaba; al contrario, la multiplicaba.
La tarde llegó con varios focos controlados y la ayuda de fuera en plena acción. Con la destrucción aún viva, pero más o menos acotada, los hijos de la ciudad soportaban a la intemperie aquel nuevo azote injusto de la naturaleza. Al menos no corrían por la calle noticias de muertos, tan sólo heridos: bomberos que habían quedado atrapados en algún derrumbe y voluntarios magullados y con síntomas de asfixia. Las llamas seguían vivas, pero no se multiplicaban en la dirección que imponía el viento. Habían llegado más bombas, mangueras y camiones de otras ciudades.
De pronto, los más viejos comenzaron a notar que amainaba el viento. Se hizo un silencio expectante. Tenía que ocurrir. Tarde o temprano debía parar. Y así fue. La calma traería lluvia, como siempre ocurre con el sur. También frío. Pero eso era lo de menos, casi. Aunque el agua y los temblores de humedad consiguientes destrozaran los huesos de todos quienes habían quedado en la calle. De todas formas, la mayoría ya entraba en los lugares que se convirtieron en refugios improvisados. En el Gran Cinema y los Soldado, en la sala Narbón. Por las escuelas de Numancia, Comercio, en el Ramón Pelayo, el Menéndez Pelayo y el José María de Pereda, en las caballerizas de la Magdalena, en los hoteles del Sardinero, en el Casino…
Los hospitales quedaban alerta. Poco concurridos con casos graves. Aunque llegaran cientos de heridos, la mayoría no presentaban más que infecciones de conjuntivitis y asuntos menores. Caía la noche. Los médicos y las enfermeras se alumbraban con candiles y velas que se consumían una tras otra en mitad de las tareas de socorro.
Fuera, la calle, exhausta, derrotada, medio agónica, esperaba la lluvia definitiva que apagara de golpe todas las hogueras.