La mañana era una catarsis de aire en desbandada, una carrera gaseosa que daba vueltas sobre sí misma y hacía muy difíciles, por no decir imposibles, las tareas normales. Las camionetas de carga perdían al vuelo la tela que recubría las mercancías. Ladraban los perros y las gaviotas luchaban inútilmente contracorriente. Las aves marinas quedaban suspendidas sin remisión en la tiranía de una enconada cárcel de aire. Quietas y agotadas, a expensas de las corrientes que acabaran por dejarlas ponerse a resguardo en cualquier bote.
Era un riesgo salir a la calle. La bahía dibujaba en el agua una inquietud respingona de espuma y formas rasgadas. Ningún barco entorpecía el paisaje del temporal. Todos permanecían atracados en los muelles, golpeando sus cascos con virulencia contra la piedra y el hormigón, con la tripulación agotando sus tareas dentro, como podían, bamboleados por la irredenta furia del agua, que partía con su anárquico ritmo todas las reglas de la física y acababa por infundir fuertes mareos hasta a los más veteranos.
El cielo se negaba a adaptarse a ningún color preciso, a ningún gris que estancara la urgencia de una mudanza en tonos más vivos, más violentos. Los hijos de la ciudad aguardaban en sus trabajos y en sus casas. Se ahorraban salidas innecesarias no fuera a caerles un tronco encima de la cabeza o se les cruzara un imprevisto por medio.
Hasta casa de los Martín fueron llegando los íntimos en el velorio. A las dos y media debía salir el ataúd para el entierro en Ciriego y Blas Matallana esperaba junto a Zúñiga, Carmen Revuelta y Enrique que se cumpliera el tiempo. Éste transcurría entre parsimonioso y en vilo, mientras nadie disimulaba las ganas de que amainara el temporal para poder cumplir los oficios en paz.
Pero salir a la calle era una locura. Habría que sujetar fuerte la caja, no fuese a volarse todo por ahí y dar un espectáculo. Ni el día de su muerte el pobre Diego Martín iba a disponer de una tregua. Carmen Revuelta miraba por la ventana y contemplaba la velocidad sin medida de los viandantes azotados por el viento, incapaces de controlar sus propios pasos, lo mismo que papeles, hojas, cartones, trozos de madera y restos de carga de los barcos más cercanos se declaraban en esa curiosa rebeldía de los objetos inanimados y salían volando.
Tampoco sabía Carmen Revuelta dónde se había podido meter Marina. Aquel día iba a quedar suspendida la comida, aunque Toñina sirvió alguna cosa de tentempié a los presentes. Lo poco que les llegaba aquellos días de racionamiento: unas rajas de chorizo, un trocín de queso, un caldo con el hueso que la tarde anterior apañó a un buen precio en la plaza del Este.
Pero había poco apetito y mucha cara de circunstancias. Más por el trance de saber si finalmente llegarían a Ciriego que por la muerte de Diego Martín.
—Mal día para morirse —comentó Zúñiga discretamente a Matallana.
Blas puso cara de circunstancias, temeroso de que alguno de los familiares les hubiera escuchado.
—Ya decía él…
—¿Qué?
—Pues una de las pocas veces que le vi últimamente con buen humor te soltaba que de morirse, vale, no se podía luchar contra lo inevitable. Pero que le enterraran… Pocas ganas tenía —siguió Zúñiga.
—¿Y quién sí? —planteó Matallana.
—Claro, ninguno. Ni muertos.
Marina reapareció un tanto descompuesta. No sabía bien cómo se las había arreglado para regresar. Cumplió la misión con éxito pero no pudo evitar la pregunta de su madre, un tanto alterada.
—¿Dónde te habías metido, niña?
—Fui a casa, me acordé de que había abierto para ventilar y hoy conviene dejar las ventanas cerradas.
No importaba lo deprisa que pudieran pasar los años, que Marina fuera una madre hecha y derecha, que la vida la hubiese vilipendiado como a la que más: Carmen Revuelta, para consolarla o para reñirla, era incapaz de dejar de llamarla niña. A Marina le repateaba, pero justo aquel día no iba a echarle nada en cara. Menos eso.
—¿Se puede salir a la calle? —preguntó la viuda.
—De mala manera —respondió su hija—. A ver cómo nos las arreglamos para llegar hasta el cementerio.
—Arreglándonos y punto. A las tres salimos —zanjó la mujer.
Su resolución no dejaba lugar a dudas, pero los que allí estaban no podían de dejar mostrarse escépticos. Se miraban con caras de circunstancias. Marina hacia el suelo; los amigos, entre ellos; Manolín y Enrique fijamente, convencidos de que si a la señora se le metía una cosa entre ceja y ceja no había huracán que le partiera en dos el ánimo de llevarla hasta sus últimas consecuencias. En ese momento apareció también Isabel de la Hoz con los nietos. Enrique los llevó ante el cadáver del abuelo para que le dieran su último adiós. No iba a ser un trance más doloroso que el que vivieron con su hermano, a quien, por artimañas del padre en algún despacho influyente, lograron enterrar dignamente. Isabel no quiso acompañarlos dentro. Sólo dijo:
—No hay quien pare en la calle. ¿A qué hora hay que salir?
—En principio a las tres —comentó Manuel.
—En principio y en final. A las tres y punto. ¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? —comentó malhumorada Carmen Revuelta.
Visto lo visto, Marina se dirigió a su madre.
—¿Podemos hablar un momento?
—Dime —contestó ella mientras la hija le conducía del brazo hacia la habitación.
—¿Por qué no decimos a Manolín que se acerque a Ciriego para avisar de que retrasamos todo hasta que amaine?
—No, no. Nada de eso. Míralo, ahí le tienes. Tenía tantas ganas de descansar en paz… No podemos retenerlo aquí eternamente.
—No va a ser eternamente, mamá, sólo unas horas. Hasta mañana por la mañana. No te puedes hacer idea de la que está cayendo afuera. No se puede mover ni el tato.
—¡He dicho que no! ¡A las tres nos lo llevamos y sanseacabó!
Salieron de la habitación ambas con cara de circunstancias. Los presentes notaron la tensión. Toñina, que algo había pillado al vuelo, también. La mujer quiso romper la papeleta sirviendo personalmente caldo a todo el mundo. La mayoría se dejó seducir y llenó de piropos las habilidades de aquella gran cocinera para darle un punto muy sabroso.
Llegaba la hora y Manuel se aprestó a rezarle los responsos correspondientes. Al terminar, con los de la funeraria ya preparados para cargar con la caja allá donde les dijeran, Enrique, Manuel y aquellos dos empleados se echaron el ataúd al hombro y bajaron las escaleras. Detrás iba la viuda con Marina, Toñina, Isabel de la Hoz y los nietos. La puerta de entrada al edificio estaba cerrada a cal y canto. Abrirla fue una lucha titánica. Tuvieron que bajar al suelo la caja y aguantarla luego entre tres de las mujeres del séquito para evitar que se cerrara de golpe. Nada más poner un pie en la calle, una ráfaga de viento desequilibró el paso fúnebre y el ataúd salió volando a dos metros. Se abrió la caja y el cuerpo de Diego Martín quedó fuera, boca abajo, asido a la acera.
—¡Válgame Dios! —saltó Toñina.
Los portadores del cadáver se miraban unos a otros a ver de quién había sido la culpa. Nadie quiso cargar con ella ni tampoco repartirla entre los demás. Carmen Revuelta lloraba apartando la vista del espectáculo. Marina la convenció para que volvieran dentro. La prueba era irrefutable. En un rasgo de sentido común, su madre se dio por vencida.
—Sí, tienes razón, hija. Pobretuco mío. Vamos a meterlo en casa. Vamos a ponerlo a salvo. Está claro que no se quiere ir. ¿Qué se le habrá metido en la cabeza? Mira que es…
Recompusieron el cuerpo como pudieron. Parecía cierto que algo le retenía en su casa. Lo comentaron sus amigos, más partidarios de las explicaciones sobrenaturales con las manías de la edad que quienes no veían más que mala suerte en aquello del clima.
—No quiere, te lo digo yo. No quiere que le entierren hoy —se mataba con la razón Felipe Zúñiga.
Volvieron todos arriba. Los de la funeraria se mostraron dispuestos a lo que decidiera la familia. Quedaron en avisar cuando todo estuviera más tranquilo. Carmen Revuelta subió medio sofocada.
—¿Le preparo una tila, señora? —preguntó atenta Toñina.
La mujer no respondía.
—Muy buena idea, Antonia. Es lo que mejor le va a sentar —comentó Enrique.
—No. No quiero nada. No me mareéis, por lo que más queráis. Dejadme un rato tranquila a ver si se me pasa este berrinche —rogaba Carmen Revuelta.
Marina hizo un gesto disimulado por encima de la cabeza de su madre; algo así como que desaparecieran y la permitieran a ella controlar la situación y el ánimo de su madre. Cuando se ponía así, era la más indicada para hacerlo.
—Mamá, acuéstate un rato, descansa. Llevas mucha tensión encima y no hay nada que hacer hasta que pare el viento.
A duras penas Marina logró meter algo caliente en el estómago de su madre, darle un calmante y que reposara un rato. El viento no se iba, el viento insistía y los amigos tertulianos del difunto decidieron retirarse y volver en cuanto la cosa se relajara. Isabel de la Hoz e Isabelita y Alfonso hicieron lo mismo: se retiraron discretamente a Hernán Cortés. No era plato de buen gusto para nadie velar al difunto indefinidamente. Más a oscuras, porque a media tarde todavía no había vuelto la luz. Enrique y Manolín quedaron de guardia mientras Marina se retiró con su madre a descansar.
En ese momento apareció una visita imprevista: Carlos Fuentecilla entró por la puerta. Toñina le abrió y le dejó pasar. Allí encontró sólo a Enrique y a Manolín. Les saludó afectuosamente y pasó frente al cuerpo de su amigo. Cuando lo vio soltó una lágrima emocionada, la que no pudo ofrecerle en vida como gesto de reconciliación. Eso era lo que más le pesaba: no haber tenido la oportunidad de volver a entenderse con él, de mantener una última conversación.
—Me dicen, so cabezón, que no quieres que te entierren —soltó Fuentecilla delante del cuerpo.
La calle continuaba presa de un trajín caprichoso. El de los elementos y no el de la voluntad de cada uno. La fuerza del aire no cedía. Algunos bancos de los jardines de Pereda habían cruzado la calle y se estampaban contra las fachadas de las casas. Caía la noche temprana y cada vez se hacía más evidente que hasta el día siguiente no habría nada que hacer. Carmen Revuelta se vio presa de un sueño profundo, había abandonado su juicio a lo que consideraba el último empecinamiento de su marido. De hecho, se durmió con esa obsesión en la cabeza:
—¿Por qué no querrá salir de casa? Justo hoy. Justo hoy no le va a dar la gana.
Hacia las ocho, Marina decidió ir a ver a Rafael. Con todo ese viento y ya de noche no encontraría un alma por la calle. Su madre seguía durmiendo y salió discretamente sin que nadie la viera. Tan sólo se lo comentó a Toñina. Le dijo que iba a su casa para acicalarse un poco y descansar allí un rato, que la noche sería larga y no tardaría.
Entre el silbido de las corrientes que se entrecruzaban por el muelle y las bocacalles, Marina se acercó a un paso razonablemente ligero hasta Méndez Núñez, resguardándose de los espacios más abiertos. Varios árboles yacían ya por la calle cortados de cuajo y era necesario sortear los restos de cristales y las capas de techos de cinc que amenazaban como proyectiles. Antes de entrar en el taller por la puerta falsa, se aseguró de que ni un alma la vigilaba. Rafael la esperaba ansioso y en cuanto escuchó el cerrojo acudió en su búsqueda. Fue una temeridad. Nunca lo hacía. Cuando escuchaba ruidos permanecía sin respirar en el zulo. Pero aquella noche no podía más. Necesitaba saber qué había ocurrido.
—¿Qué ha pasado, mi amor? Dime, ¿qué ha pasado?
—Tu padre… murió anoche. Hoy no hemos podido enterrarlo. El viento nos lo ha impedido. Lo velaremos esta madrugada y mañana lo llevaremos a Ciriego.
—Tengo que ir.
—Ni se te ocurra. De aquí no sales. Eso por mis hijos. Te estarán esperando, ¿no lo entiendes? El imbécil de tu hermano habrá alertado a toda la policía secreta y a sus amiguitos de Falange. No sabes las ganas que te tiene. Y aquí, hoy por hoy, vale todo con tal de eliminar a un rojo. No sabes en lo que se ha convertido esto. Es una cárcel sin paredes. Un asco. Todos los días apresan a varios y si nadie les dice nada, se los cargan por las buenas. Te lo he puesto mucho más fino de lo que en realidad es porque no quiero que te asustes más de lo debido. Pero como veo que andas dispuesto a hacer una locura, te lo tengo que contar.
—Pero es mi padre. Debo despedirme de él. Se apiadarán, lo entenderán. Enrique más que ninguno.
—No comprendes nada, Rafael. No hay piedad posible. Sólo les entra en la cabeza el significado de una palabra: venganza. Muerte y venganza a los enemigos de España, como dicen ellos. Tú eres uno. Si sales así no te doy un mes de vida y no hemos llegado hasta aquí para cometer un error semejante.
—Marina, por Dios, ¿qué vamos a hacer?
—Aguantarnos. Aguantarnos y esperar al momento propicio. Confía en mí, Rafael. Volveré pronto con más noticias. Sólo quería que supieras que murió tranquilo, que descansó por fin. Procura dormir. No te me derrumbes ahora, mi amor. No te me vengas abajo. Tienes que ser fuerte. ¿Me lo prometes?
Rafael movió la cabeza entre lo que parecía ser un gesto de aprobación. Marina le cubrió la cara y la cabeza de besos y amamantó entre sus dos manos todos los resquicios de su impotencia. Lloraba contra su pecho como un niño abatido, como un derrotado sin remisión posible. Perdido, con la voluntad quebrada, entregada.
—Calma, calma —le dijo.
Marina se despidió y le prometió volver en cuanto le fuera posible.
—No te vayas. Espera a que me duerma, no quiero quedarme solo —le pidió Rafael.
Los dos se abrazaron y dejaron correr el tiempo. Cuando él se durmió, Marina no era consciente del tiempo que podía haber pasado. Aguantaba en un duermevela de preocupación por su estado de ánimo y por lo que pudiera estar cociéndose en la casa del muelle. Creyó que era la hora de irse. Cuando salió a la calle, la sinfonía rota de cristales y corrientes seguía amenazando la noche oscura. Miró hacia la parte vieja y observó un extraño resplandor que se convirtió en fuego alrededor del número 20 de la calle Cádiz. Le asustaron algunos hombres que corrían gritando hacia aquella dirección y los primeros bomberos, que aparecían con sus mangueras. Ella tomó el rumbo contrario.