Por el rizo espumoso que desprendían las olas contra las rendijas de los miradores, los hijos de la ciudad caían en la fuerza del viento que les azotaba al son de su silbido agudo e impertinente. Lo hacía con una virulencia circular y envolvente que todo lo ponía patas arriba. El agua encrespada acababa por salpicar los balcones cercanos a la bahía, los cristales y la madera de las fachadas crujían, los viandantes debían andar por las aceras con cuidado para no verse sorprendidos por las corrientes que derribaban algunos postes, partían en dos las ramas de los árboles y hacían volar cuanto encontraban a su paso.
La mañana había amanecido con aire frío. Pero al rato, la dirección cambió a sur y la temperatura de aquel sábado de febrero calentó las calles con una premonición insensata de hoguera que ni los más viejos del lugar recordaban. A medida que pasaban las horas, la batida iba ganando en brusquedades. Cuando el sur es manso, la cosa puede resultar llevadera, pero en el momento que se vuelve intratable, ese viento cálido y traidor ensordece el entendimiento, abotarga, desconcierta, levanta dolores de cabeza y, a muchos, si les coge con la guardia baja, hasta les arranca las ganas de seguir viviendo.
En casa de los Martín, el inquietante ritmo de la mañana sacudida por el aire machacón quedó partido en dos. Se había reimplantado el luto. Desde hacía algunos años, los miembros de la familia parecían no haber salido de ese estado. Primero ocurrió lo de Diego, que Dios lo tenga en su gloria; después llegó como una maldición la noticia de Quique, caído en el frente cuando nada podía impedir el paso a los rebeldes; poco más tarde, Serafina se durmió callada para siempre en la silla que ocupaba en la cocina.
Aquella noche le había tocado el turno al patriarca. Don Diego reposaba de cuerpo presente recién vestido sobre la cama. Toñina y Carmen Revuelta le habían lavado y preparado para el velatorio con una parsimonia silenciosa, bañada en lágrimas ausentes de suspiros. Sin decir palabra y procurando no darse entre sí más indicaciones que las necesarias para el trance lo acicalaron, le cortaron las uñas, lo vistieron con su mejor traje, ese marrón oscuro con pajarita que tanto le gustaba lucir en la tertulia y que le quedaba algo ancho. Lo peinaron y le cruzaron ambas manos sobre el pecho, como si aquello lo hicieran todos los días.
No es que la noticia sorprendiera a nadie. Hacía años que Diego Martín era un muerto en vida, un alma en pena que parecía pedir en su huelga de silencio un desenlace rápido y discreto que le costaba encontrar. Debilitó a propósito su salud de hierro con un ayuno cerril ante el que sólo admitía leche caliente y alguna sopa. Se entregó en manos de la fatalidad, convencido, a sus más de ochenta años, de que todo destino y todo futuro era negro. Su mundo soñado se había ido desmoronando en torno a él hasta hacerle la existencia insoportable. Perdió a un hijo de manera bárbara y violenta, no sabía nada del menor desde que acabó la guerra, tuvo que soportar la muerte absurda de un nieto. El dolor le rasgaba el alma y las enzimas, la piel, el pecho, el estómago, le retorcía la cara y le inyectaba los ojos con la acritud de una ira callada. Sólo pensaba en dormir para no sufrir con pesadillas conscientes mientras se mantenía despierto.
Quiso irse sin aspavientos ni ruido. Nadie sabe a ciencia cierta de qué murió, nadie se preocupó de certificarlo tampoco. Ni Carmen Revuelta ni Enrique pidieron cuentas, autopsias o explicaciones científicas que les ofrecieran consuelo. La seguridad de que había dejado de padecer les tranquilizaba. Se fue de repente y basta; eso es todo. Dejó por fin este mundo que tanto le había decepcionado, que tan pocas cosas felices le había deparado al final de su vida.
Cuando su esposa notó algo raro a primera hora de la noche le tocó la frente y se asustó por el calor que despedía. Deliraba con palabras aparentemente inconexas. Le escuchó decir: «Ardamos nadando en el infierno, cielo mío. Carmen… Águeda… Ahogados en llamas, ahogados en llamas». Y expiró.
Poco después, su esposa llamó al hijo y le anunció:
—Enrique, tu padre…
—¿Qué ocurre?
—Descansó… Por fin.
Bajó corriendo al muelle. Sentía no haber tenido tiempo de despedirse. Pero, por otra parte, poco quedaba que hablar entre los dos. Digerían sus desgracias a solas. Diego Martín había aprendido a entender su sed de venganza contra el hermano menor, aunque no lo aceptaba. Comprendía que le culpara de la muerte de su hijo, aunque desistió a la hora de intentar cualquier mediación entre los dos y mucho menos en convencerle de cualquier tipo de perdón. Mucho menos de intentar que le ayudara incluso allá donde estuviera: escondido, huido, exiliado.
Sabían de él mediante alguna carta que llegaba de Francia. Pero la verdad de su paradero sólo la podía conocer Marina y nunca, en las circunstancias en que vivían entonces, la iba a revelar. Sin preguntar nada, aquellos últimos años Diego Martín había dado a su hijastra todo cuanto le pidió. No necesitaba explicaciones. Estaba convencido sin dudarlo de que la ayuda iría a parar a Rafael. Tan sólo rompía su huelga de silencio para preguntar cómo estaba. Ella respondía siempre que bien, que no cabía preocuparse y que se ocuparía de él hasta que fuera necesario.
En cuanto a Enrique, padre e hijo eran dueños de un silencio propio e insondable. Trataba de visitarle cada día. Lo veía, comían algo juntos. El padre, casi nada; apenas su sopa y algún mendrugo de pan que masticaba con desgana. El hijo poca cosa, sólo algo por cumplir. Lejos habían quedado aquellos almuerzos de puro disfrute; los guisos contundentes y esmerados de Serafina a buen seguro llegaron a apaciguar las discusiones. En los últimos tiempos, Enrique lograba arrancar a ráfagas algún comentario ínfimo a su padre. Un «sí», un «no», un «lo que quieras» acerca de los asuntos económicos de la familia. Gracias a su cuidado y a su sagacidad, el patrimonio no se había visto apenas afectado en los malos tiempos. Pero seguir siendo rico no conseguía aplacar el dolor del patriarca. Tampoco Enrique, con todo el mérito que aquello suponía, consiguió la admiración y el respeto de Diego Martín por ello. El viejo hubiese dado toda su fortuna por evitar el odio cainita que guardaba para su hermano. Porque se decidiese a mover un dedo para ponerle a salvo, cosa que no hizo jamás, más bien al contrario. Enrique había proporcionado información a los falangistas y a la policía sobre Rafael para poner conscientemente en riesgo su vida.
Aun así, con todo el resquemor y el desprecio que Diego Martín sentía hacia el segundo de sus hijos sin conocer siquiera las más miserables maniobras de éste para acabar con su hermano, Enrique prefería la compañía silenciosa de su padre al derrumbamiento permanente de su mujer en casa a la hora de comer. Isabel de la Hoz no había aceptado la muerte de su niño y vagaba por los pasillos y las habitaciones como un fantasma a veces histérico, a veces destruido en llanto, ajena al entendimiento siempre, rota por dentro y por fuera. Culpando de todo a su marido por haberse mostrado demasiado débil, por no haber sido capaz de impedir la locura de que el chiquillo se lanzase a una muerte segura, por carecer de la más mínima ascendencia de autoridad sobre su familia y no preocuparse además de ello, según el criterio de aquella mujer.
Los dos recordaban en silencio el día que les entregaron el cadáver clandestinamente y mediante un pago astronómico a una especie de mercenario traficante de la muerte. Su cara de ángel atravesaba la barba apenas cerrada por una discontinua pelusilla. Los ojos claros cerrados, su rostro aniñado flotaba en medio de una extraña paz. Sus hermanos también lo vieron y quizás eso les marcó con una tristeza paralizante para el futuro: un tiempo en que se cerraron los compromisos. Todas las aspiraciones quedaron muertas, negadas a una generación entera, condenada a no aspirar a nada más allá de la mera supervivencia. Su huella sería una triste nota en la historia, un deambular sin voluntad hacia el destino de un país muerto también, como Quique. Aniquilado en pos de un dominio ciego, negro, obtuso.
Cuando Enrique bajó de madrugada a casa de su padre, todavía lo encontró metido en la cama, con los ojos cerrados y restos del sudor frío en la frente. La habitación, a oscuras, parecía sorda a la sacudida del viento. Los ecos de su último delirio habían quedado sujetos en las paredes. Sobre la aparatosa mesilla de caoba tallada con enrevesados adornos de marquetería reposaba una Biblia que Carmen Revuelta le había hecho besar al escucharle aquellas misteriosas palabras.
Ahogados en llamas, ahogados en llamas…
Puede que la mujer pensara en una última señal de arrepentimiento, en una llamada desesperada de alivio al dolor postrero. Pero aquello era más cosa suya que realidad. Enrique sabía a ciencia cierta que su padre no iba a dar su brazo a torcer y más le pareció lo que le comentó su madrastra un severo y desquiciado ajuste de cuentas en el último momento que otra cosa.
Se acercó al cuerpo. Lo miró fijamente y halló los restos de un hombre derrotado. La boca entreabierta, los pómulos marcados en los huesos, los restos azules de sus delgadas arterias sobre la frente blanquecina, la barba todavía húmeda y las pupilas cerradas en mitad de aquel surco de ojeras que daban testimonio de un tormento final permanente. Visto así, muerto ante sus ojos, Diego Martín conservaba al tiempo una dignidad jamás rendida, una noble altivez en batalla sin tregua. Pero ante todo, en aquella última visión, se imponía para su hijo la lucha interior que había hecho mella en el rostro y ensombrecido todos los silencios con un halo gris que no podía esconder su desesperación. No quedaba rastro del hombre que hace años había intentado enseñar a cada uno de sus hijos el disfrute de la vida, el deber de la felicidad. El dolor y un rencor sordo le habían vencido; lo mismo que al único hijo que le quedaba para acudir a verle de cuerpo presente.
Mientras Toñina y Carmen Revuelta adecentaban el cadáver, Enrique se sentó cerca del mirador con los ojos perdidos todavía en la oscuridad que comenzaba a rasgar con luz rojiza el amanecer. La permanente lucha de la luz por hacerse camino no le distraía de sus pensamientos. Recorrió inconscientemente, con el café con leche que le había preparado Toñina en la mano, una existencia de encuentros y desencuentros junto a su padre. Tendía a imaginar que en su ilusión de vida eterna, quizás a esa misma hora, podría haber reencontrado a su madre, a Diego, a su nieto. Sonreía en mitad de ese idealismo bobo de difuntos, perdido dentro de ese bucle infantil al que todos los hijos de la tierra se aferran cuando se enfrentan a los momentos terribles que nos colocan en el filo entre ambos mundos. Pero un golpe de viento brusco le hizo despertar. No había nada con lo que consolarse. No existía nada. Tan sólo el rastro de la memoria que de los muertos queda en cada uno de nosotros.
Poco a poco, el irremediable silencio de luto se fue rompiendo en la temprana penumbra de la casa. Primero llegó Manolín. Su madre le había llamado a Monte. Allí vivía en una parroquia de mala muerte adonde le habían trasladado nada más salir del seminario, poco después de acabar la guerra. El cura sintió no haber llegado a tiempo para una extremaunción en condiciones. Dudaba que el viejo la hubiera aceptado. Quizás, siendo él, sí. A esas horas, ante el cadáver, sólo pudo bendecir de alguna manera los restos, rezarle unos responsos y acompañar en lo que hiciera falta.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Manuel en voz baja, silencioso, mucho más impresionado que cuando tenía que acudir a la casa de cualquier moribundo desconocido.
—De repente. No ha sufrido nada. Dijo dos o tres cosas inconexas y murió —le contó su madre.
—¿Qué cosas?
—No sé, Manuel, hijo. Pregúntale a doña Carmen. ¿Quieres un chocolate o un vaso de leche?
—No madre, no te apures.
—¿Has desayunado?
—No, pero no te preocupes, de verdad.
—Ahora mismo te preparo algo.
Manolín dejó de apaciguar la insistencia de Toñina y se resignó a lo que dispusiera. Mientras ella se fue a la cocina, se quedó a contemplar el cuerpo inerte de quien había sido para él un auténtico padre. Creyó ver de refilón algún halo de juguetona santidad que quedaría entre los dos en ese momento de intimidad final. Recordaba los mejores momentos: las dudas que le solventaba al hacer los deberes, cómo se sorprendía de su rapidez de entendimiento al clarificarlas y luego le echaba la culpa a los curas diciéndole que eran incapaces de explicar las cosas como es debido a los niños de su edad, las caras que ponía cuando se avecinaba conflicto entre Serafina y su mujer. También sonrió al rememorar ligeramente en otros fogonazos cuando le dio el disgusto de su vida y le anunció que se metía al seminario. Todos esos gritos. Los intentos de Diego de apaciguar la situación. El disgusto de su madre… Aquella verbena que ahora le resultaba cómica pero que entonces fue un drama.
Carmen Revuelta apareció embotada en un luto aseado, vestida de un negro discreto y con el pelo recogido hacia atrás de manera tensa, tirante. Le resaltaban los ojos oscuros apenas enrojecidos por la urgencia de un llanto interior casi constante, las arrugas ennoblecían su dolor en cierta manera estoico y respondió al pésame de Manuel acercando el carrillo para que le diera un beso. Ni siquiera se atrevió el cura a abrazarla en ese primer encuentro. Aún le costaba saltar ciertas barreras emocionales con aquella mujer. Pero el beso fue sentido y ella así lo notó. Por eso agarró su cara todavía muy aniñada con las dos manos, le acarició y le dijo.
—Sabes que eras como un hijo para él.
Manolín bajó el rostro y se comió el llanto como pudo. El seminario le había arrebatado los aspavientos de otras épocas; sus gestos eran comedidos y el llamativo afeminamiento de su adolescencia quedó recogido en algún rincón oculto de su cuerpo perfectamente compuesto ahora para dar misa, rezar rosarios y predicar la palabra de Dios.
—Lo sé, doña Carmen, lo sé.
Marina llegó un tanto trastabillada. Había sorteado las trampas del viento por la calle. Su madre no había querido despertarla de golpe, ni incomodarla para que sufriera con ella esa presencia inmediata de la muerte en las casas cerradas. La llamó a primera hora, se lo dijo casi con crudeza y ella no tardó en bajar. Desde que Rafael se había esfumado, Marina ocupaba la casa que dejó en la plazuela. Quería intimidad, libertad de movimientos y no dar más cuentas de las necesarias a nadie. Su vida se había convertido en algo sencillo, una cuestión de supervivencia solitaria para la edad madura de las mujeres que han sido bellas y han recibido más de un varapalo en la vida.
Abrazó a su madre. Carmen Revuelta notó con su tacto el primer consuelo verdadero de la mañana. Ahora se empezaba a saber sola, y su hija era el único apoyo que podría librarla de futuras amarguras. Marina quiso ver a Diego Martín tal como Enrique y Manuel lo habían hecho antes: a solas, aunque sin pedirlo. No pudo hacerlo. Al menos en ese primer momento. Su madre la acompañó.
—Le hemos dejado guapo, ¿verdad?
—Muy guapo, mamá, muy guapo.
Marina vertió otra lágrima silenciosa más. La casa no estaba para histerias. El dolor era una costumbre que había carcomido toda esperanza en el seno de los Martín y aquella muerte representaba, como sólo lo hizo la de Serafina, una pérdida en consonancia con la madre naturaleza. Algo raro en una familia y una ciudad que había soportado el trastoque del orden lógico de las cosas de una manera violentísima en los últimos tiempos.
También Marina pensó en lo bueno cuando se vio delante del cuerpo. Podía sentirse orgulloso Diego Martín de haber dejado en vida la virtud de los recuerdos excelentes, de su maestría para las cosas importantes y sencillas, de su sabiduría certera, que sólo la pena logró cortar con una profunda amargura en los últimos años de su existencia. Pero justo después de dejarse empapar por la nostalgia, Marina se mostró ante sí misma práctica y pensó: «Tengo que decírselo a Rafael cuanto antes».
Aquella urgencia no iba a cambiar nada. Desde su escondite en la ciudad, el menor de los Martín no podría salir a enterrar a su padre, a besarle la frente, a tocarle las manos por última vez. Sería un suicidio. Era de los personajes afectos a la República más buscados de la ciudad; tanto que las autoridades le imaginaban huido, como toda su familia, que recibía aquellas cartas con sellos de Francia para despistar.
La propia Marina se las enviaba a una amiga en Biarritz y ésta las remitía como si fueran de él a su propia casa. Era sencillo, aunque arriesgado, porque en aquellas épocas el correo se intervenía con frecuencia y los soplos estaban a la orden del día. Pero la torpeza, la improvisación, la dejadez y el descuido en los nuevos encargados del orden era una desviación genéticamente española y por ahora había primado la suerte.
Sólo Marina conocía el lugar donde se encontraba Rafael y le visitaba sin aviso previo para hacerle llegar alimentos, ropa, aseo, papel, pintura y lápices para trabajar, lecturas. Pasaba un rato con él y desaparecía de noche, cuidadosa de que nadie vigilara sus pasos. Cuando el menor de los Martín supo que todo estaba perdido, ocupó un escondrijo en el taller abandonado de su amigo Lavín, el tintorero rojo que salió huyendo por mar después de cerrar el negocio. Quedaba cerca de Calderón de la Barca, en la calle Méndez Núñez. Ahí había resistido bien hasta el momento, sin levantar sospechas, entre el polvo y un abandono del que nadie se preocupaba y que le permitía de vez en cuando salir a estirar las piernas a espacios más amplios que el de su propia madriguera.
Había construido un habitáculo de madera disimulado perfectamente en el hueco de la escalera donde cabía un colchón, una mesita y un hueco con pequeñas perchas y espacio para la comida. Sus hábitos eran sencillos. Intentaba que no se le trastocara el sueño. Si no podía dormir, trataba de espabilarse con los primeros rayos de la mañana. Le llegaban en hilo, por una rendija de la parte inferior que se distinguía perfectamente con la bombilla apagada.
Hacía gimnasia, leía, dibujaba y comía frugalmente dos veces al día. Pero sobre todo le sobraba tiempo para pensar. Pensar en lo que había sido su vida y en una muerte que le podría sobrevenir sin aviso previo. Pensar en huir o quedarse. Pensar en el futuro sin ideales que defender ya en su propio país y con tan sólo un nombre en el horizonte. El de siempre: Marina.
Huirían en cualquier momento. Marcharse a Europa, donde había otra guerra cruenta en pleno desarrollo, no les seducía y Marina tampoco quería irse a América para no alejarse de sus hijos. Necesitaban tiempo de tregua, pasar a Francia cuando las cosas se calmaran era el objetivo. Pocos descuidos debían poner en riesgo la felicidad que les quedaba por delante. Para ello soportaba la presión de estar escondido: para encontrar el momento preciso, la huida segura que les colocara, al fin, en el camino de la dicha.
Pero pasaban los días lentos y sin tregua y el sueño no llegaba. Todo era en cambio negro a su alrededor. La vida, el trabajo, la traición, el hambre, la desesperanza. Negro el entendimiento, negros los silencios y la espera. Negra la premonición constante y pasada de muerte. Negro el negro futuro, como la vida, negra.
Allí, escondido, Rafael permanecía ajeno al mundo, imaginándose la realidad por el confuso lenguaje de los ruidos que le llegaban alrededor. Desde allí, se negaba a notar más tristeza de la necesaria en las voces de los vecinos o la gente corriente. Pero la triste verdad se la acercaba Marina en sus visitas. Eso y la esperanza. Verla, tocarla, besarla era lo único que le mantenía ilusionado por seguir resistiendo de esa manera. Su cuerpo, su sonrisa, su apoyo, su voz, su compromiso ya eterno con él era lo único que daba sentido a lo que tuviera que ocurrir a partir de entonces.
Aunque las noticias fueran terribles. Aunque sus relatos de represión, cárcel para tanta gente conocida suya y decente, huidas, asesinatos constantes a capricho y un nuevo orden de miseria moral, ordeno y mando le asquearan, su esperanza en una vida al lado de Marina le mantenía la fe en no sabía qué, pero en algo real y efectivo. Por otro lado, era la misma fe que les había unido a ambos desde niños. La fe de verse juntos, de saberse cosidos con un lazo contra toda norma.
Sus pinturas, ahora de pequeño formato, meros bocetos para cuando pudiera trabajar a gusto, se habían vuelto tenebrosas y dolientes. En eso el amor no le proporcionaba luz. Era demasiado lo que había vivido. Ilusiones truncadas como la de Quique, la muerte de Diego, el fracaso, la derrota en cascada de todos sus sueños con la guerra. Nada le conducía a pintar con optimismo. Mucho de lo hecho se lo había pasado a Marina y ella logró sacarlo a Francia. Allí, al parecer, un marchante había colocado ya parte de su obra con seudónimo, utilizando cierta épica para vender: la historia de un español escondido que se las apañaba para retratar a riesgo de su vida, los desastres de aquella guerra premonitoria para Europa, la desesperación de los vencidos, el futuro de la opresión. Algo muy propicio para el ánimo de una Francia ocupada.
Marina le contaba aquellas noticias que le llegaban difusas siempre por intermediarios y él se mostraba escéptico. El éxito no era algo que creyera destinado para sí mismo ya a esas alturas. Y si ocurría, no era buscado. Sería fruto de un cúmulo de casualidades. Hacía meses de todas formas que no habían vuelto a tener novedades sabrosas en ese sentido. Sólo que gozaban de cierto predicamento entre la resistencia, aunque discretamente. Desde que Hitler ocupó el país no parecía aconsejable que se aireara la historia de ese misterioso español que combatía el franquismo a base de pinturas clandestinas.
Aquella mañana, las puertas metálicas que recubrían ciertas partes del taller retumbaban como los platillos y la percusión de la orquesta más poderosa. Rafael Martín no podía concentrarse en la lectura de ninguno de los dos últimos libros que le había acercado Marina. No conseguía adentrarse en los conflictos que le planteaba Thomas Mann desde La montaña mágica, ni en las tribulaciones de La educación sentimental, de su adorado Flaubert. Tampoco lograba pintar. Sólo el ejercicio le mantenía en guardia por lo que pudiera pasar. Pese a los achaques que le acechaban a diario por la mera situación, se mantenía en forma. Le habían invadido ya las canas a sus más de cincuenta años. Y poco a poco equilibraba la extraña asimetría de sus arrugas entre las dos partes de un rostro empeñado en no claudicar a su verdadera edad. De todas formas, por aquel entonces envejecía más aprisa su físico y también su antiguo ánimo jovial. Si no llega a ser porque la esperanza de Marina aniquilaba a menudo su conciencia de derrota, hubiese alcanzado una vejez más prematura. Ella conservaba en él esa irredenta juventud contra las normas de la biología y contra las circunstancias.
Más de una vez, desde que una ráfaga veloz y ruidosa le hubiera despertado a primera hora, sintió que el techo y toda la estructura se le iba a caer encima. Puede que fuera el silencio al que estaba acostumbrándose allí encerrado, separado de la vida real por al menos dos capas de tabiques, o una hipersensibilidad desarrollada por los meses de encierro, pero podría jurar que aquella virulencia no la había sentido nunca.
En una milagrosa tregua de aire, cuando debía de ser mediodía o así, Rafael notó unos finos nudillos acariciar la puerta con algo más de fuerza que lo habitual. Se sobresaltó porque no era la hora normal, ni esperaba nada. Pero aquella mañana, cualquier cosa podría ocurrir. Supo que era Marina por ese extraño sentido que tienen los enamorados para detectar las presencias. Salió de la guarida y se acercó a la entrada sigilosamente, como ya había aprendido a moverse a deshoras, como un lince precavido, como una pantera vigilante. En el suelo había un sobre. Lo abrió y leyó.
Amor mío. Tu padre ha muerto. No hagas nada. No intentes locuras. Esta noche vengo y te lo cuento todo con detalle. No ha sufrido. Ya descansa en paz. Te quiero, Marina.
Rafael acercó la nota al pecho y cerró los ojos. Ahora sí, había perdido a su padre. Ahora sí contaba con la certeza de que, al salir, el mundo se le revelaría mucho más derrumbado de lo que imaginaba ya de por sí. Su llanto no fue callado, como el de todos y cada uno de los visitantes aquella jornada en casa de los Martín. Su llanto fue un grito de desconsuelo que le alejaba en aquel momento de todo lo que creía bello y digno en el universo.