SEIS

Justo en el lejano vértice del horizonte, en ese punto inaprensible que se estira hacia el infinito, el cielo reposaba sobre la mar como la antesala de una garganta y alguna nube juguetona formaba la inquietante imagen de una campanilla. Parecía una boca de ballena abierta e insaciable dispuesta a comerse cuanto encontrara al paso. Las olas bien podían ser una blanca dentadura de espuma salpicona y vaporosa. Y la ciudad quedaba engullida dentro de su vientre.

Nadie lo apreciaba. Nadie era capaz de descifrar en esa mañana plomiza y lenta el cristalino mensaje de la madre naturaleza. Ni el propio don Benito, tan perspicaz a la hora de observarlo todo. Puede que años atrás lo hubiera notado, pero la ceguera le obligaba cada vez más a mirar hacia adentro. El escritor permanecía absorto, entre cigarrillo y cigarrillo, tratando de descifrar ese juego de extrañas formas desde la terraza de San Quintín. Se fijaba obnubilado en la imponente y un tanto engañosa placidez del paisaje, atrapado y apacible, despreciando el horario, creando en su propia limitación la borrosa imagen del mundo que comenzaba a dejar para la posteridad. «¿Cómo le trataría el futuro?», se preguntaba a veces. «Mal —se respondía sin remisión a sí mismo—. Me condenarán al infierno».

Tampoco fue capaz de apreciarlo el Cacahuesero. Aquella mañana, el empleado ocasional de la Chata volvió a conducir el carromato con el pedido de palacio, sin caer en la simbólica pintura del paisaje. Llevaba puestos los cinco sentidos en que el pescado y el marisco fresco llegaran impecables a su destino, al lugar donde el rey daría una cena muy privada esa misma noche.

De permanecer en la ciudad, quizás Rafael Martín San Emeterio hubiese captado la sutil enseñanza de aquellos colores y todos los elementos perfectamente alineados en un sorprendente discurso. Él, como pocos artistas, comprendía a la perfección la maestría de la naturaleza a la hora de crear imágenes evocadoras. No ha habido ni habrá mejor pintora, ni escultora más perfeccionista. El resto, tan sólo son imitaciones. El nuevo arte de la fotografía, si acaso, sería el único capaz de hacerle justicia con el tiempo.

Pero el pequeño de los Martín ya no estaba. Hacía días que había vuelto a partir. De repente, sin apenas dar explicaciones a nadie. Tan sólo a Marina pudo contarle con detalle su decisión. Abrupta, brusca, inesperada y sin otra salida posible, sin opciones. Cuando le dijo lo que había ocurrido, la conversación que mantuvo con sus hermanos, ella lo entendió. Al marcharse, de nuevo la protegía. Como la otra vez, aunque en esta ocasión no acabara en un lúgubre internado dominado, más que por la gracia de Dios, por las oscuras fuerzas del diablo. Pero Marina no tardó en volver a rebelarse, en sentir dentro esa furia que por unos días había logrado sacar de sí, ese sentimiento dormido de impotencia que descansó sobre el lecho de su amor recuperado. La situación hizo volver a brotar el ácido torrente de inquina que la había poseído tantos años atrás. Ahí regresaba de nuevo el odio, la culpa sin dueño, sin rostro, ya que por otra parte no podía achacar nada ni a su madre ni a su padrastro. Su posición resultaba bien comprensible a ojos de todos. No así tanto la de sus hermanastros, que se habían convertido en unos insufribles guardianes de las esencias. Pero tampoco ellos eran completamente culpables de su desgracia. No exclusivamente.

Lo peor era el destino. Lo peor habían sido las elecciones no controladas por ella. Las decisiones previas tomadas por otros que los llevaron a cruzarse en la vida como hermanos cuando bien podrían haber sido otra cosa. Ya nada resultaba evitable; ya nada podía detener que tan joven cayera en una condena perpetua de infelicidad y frustración. Buscara donde buscara, nadie en el mundo era digno de equipararse a Rafael. Por eso, ella también deseó huir. Y la mejor manera era casándose bien, a ser posible lejos, con algún pretendiente rico que la sacara de aquella cueva y le mostrara otro mundo donde olvidarse de todo. Las oportunidades se le abrirían, calculaba Marina, aquella noche en palacio. No era cuestión de desaprovechar nada. Sin forzar situaciones no deseadas. Abierta a lo que buenamente se presentara.

Diego Martín también quedó desolado con la marcha de Rafael. El padre sí se mostraba incapaz de comprender. Quizás podía entender su decisión por ese temperamento imprevisible de los artistas. Entró a despedirse, sin más, sin resquicios, con una actitud determinante que cerraba cualquier posibilidad de embaucamiento paterno. Abrió la puerta del despacho y dijo:

—Padre, me ha surgido una oportunidad para exponer en Madrid. Me voy ahora mismo. Despídeme de Carmen. Escribiré…

Y él sólo pudo desearle suerte.

Ni tan siquiera logró enterarse bien si tenía pensado volver pronto, si marchaba con intención de quedarse allí definitivamente: meses, años, una temporada. Tan sólo le dijo que las primeras semanas se alojaría en casa de los Solana y que no le vendría mal un poco de dinero hasta que pudiera vender alguno de sus cuadros en la exposición. Con lo dicho, desapareció. Tampoco parecía especialmente tenso, ni preocupado. Se iba aparentemente feliz, como se había ido otras veces, como siempre regresaba. Alegre, entregado a lo que le deparara la vida. Entusiasta, inquieto, sonriente.

Pero hubo en cambio algo en la actitud de Marina que desconcertó demasiado a Diego Martín. Una pena impenetrable, una mirada casi constantemente extraviada, un vacío, un dolor. Su padrastro no quería por nada del mundo relacionar acontecimientos, ni interpretar reacciones. Pero quién sabe. El rostro luminoso que la joven Marina había encendido aquellos días en los que coincidieron juntos, sin que apenas se mezclaran, se había apagado de repente.

Por un momento, la huella esplendorosa de su hija pareció regresar súbitamente la noche en que fue invitada a palacio. El deslumbrante vestido rojo, de escote discreto y las perlas prestadas por su madre redoblaban todas las dimensiones de su propia belleza. Lucía el collar maravillosamente sobre la cama de aquel pecho recio y antes de salir de casa se acercó a donde Diego Martín para que le diera el visto bueno.

Su padrastro se deshizo al verla delante. La miró y la admiró. Radiaba una electrizante y todavía plena juventud. Expulsaba a borbotones esa tersa jovialidad que poseen algunas mujeres elegidas por la gracia de la seducción. Por un momento, Diego Martín envidió al contemplarla a todos los hombres que lo hicieran aquella misma noche. Era el paradigma del encanto natural; en su aspecto uniformemente castaño, entre el pelo y la piel, despedía una luz sorprendente, atonal, de verdadero impacto.

—¿Voy bien, Diego? ¿Qué te parece? —preguntó Marina disimulando la exacta seguridad que deben dar a veces los espejos.

—Vas radiante. Espléndida. Dame un beso.

Marina salió aquel día de casa dispuesta a comerse el mundo. Decidida a entrar en el reino de una vida propia, de un destino escrito en grande sólo para ella. Su amiga María Teresa Vierna la recogería a la ocho en su casa y luego irían directamente hacia la Magdalena en el coche de ésta: un Ford de importación, con chófer y recién estrenado.

Cuando llegaron a palacio no vieron muchos carruajes ni vehículos aparcados. Parecía una recepción muy exclusiva. Subieron los peldaños de la entrada que daba a la bahía y aparecieron en el vestíbulo. Les sorprendió la escalera ancha de madera noble, la lámpara poblada con una selva ordenada de cristales y completamente prendida.

Los sirvientes las invitaron a entregarles la ropa de abrigo nada más entrar. El marqués de Viana, un tipo servicial pero de sonrisa demasiado amplia y poco espontánea como para fiarse de él, las recibió atento y fue presentándolas a los demás invitados. También estaban el ministro Romanones y don Antonio Maura, que veraneaba por allí, retirado en la paz interior del pueblo de Solórzano. Junto a ellos, un grupo variado de unas veinte personas: hombres y mujeres, la mayoría solteros sin compromiso, que fueron saludando en corros reducidos mientras tomaban el abundante aperitivo en el salón del piano.

El rey acudiría solo a la cena. La reina se había ido con sus hijos a San Sebastián para pasar unos días en el palacio de Miramar, donde habitualmente residía en verano la madre del monarca. Allí fueron a encontrarse con sus primas inglesas, que veraneaban en Biarritz. Era, en efecto, una fiesta demasiado exclusiva. Un capricho de pasatiempo para el rey, con jóvenes guapas y encantadoras de la ciudad dispuestas a la fuerza o no a complacer sus dotes de irredento seductor con ventajas. Un desahogo al que tampoco estaba invitada su amante oficial, la actriz Carmen Ruiz de Moragas, que también se había desplazado a veranear a la ciudad. Si había algo que era su auténtica debilidad en este mundo eran las mujeres.

El aperitivo transcurrió sin demasiadas emociones fuertes. Marina y María Teresa observaban el entorno entre intrigadas y receptivas. Cayeron en la nada recargada elegancia del mobiliario, elegido por el marqués de Santa Mauro no sin polémica. Algunos comerciantes se tomaron como una ofensa que lo hubiese comprado casi todo fuera de la ciudad. De todas formas, por allí, nadie proveía entonces esos lujos: conjuntos armónicos propios del siglo XVIII en los que preponderaba el estilo georgiano y Hepplewhite, tal como habían contado las gacetillas; líneas perfectamente adecuadas a las columnas y paredes sin apenas espejos que concordaban con la madera de sicomoro, los cortinajes y unas apenas recargadas guirnaldas y medallones.

Todo se confundía con la medida coreografía que ejecutaban los camareros imbuidos en su permanente movilidad y las miradas cruzadas de algunos jóvenes encantados de haber entrado en los salones de la corte. Si había algo que distorsionara la armonía de aquel juego teatral podía ser su aspecto de cachorros ambiciosos y mucha hambre de mundo en absoluto disimulada. Pero tampoco… La ambición y la autocomplacencia resultaban buenas armas para desenvolverse en esos salones del poder y la influencia a cualquier precio.

Algo de eso, aunque bien guardado en la seguridad de su porte, tenía Íñigo de Zubieta, moreno y apuesto joven de una de las mejores familias de Bilbao. La futura cabeza visible de todo un emporio metalúrgico del que empezaba a tomar las riendas tutelado por su padre. Tenía una mirada intensa, buena altura de mozo criado entre algodones, a pedir de boca, como heredero único de un negocio boyante y poderoso, sin hermanos. Llevaba el pelo peinado hacia atrás en ondas perfectamente curvadas. Con todo, ni el sinuoso trazado de su cabeza lograba hacer pasar desapercibido el llamativo lunar que le adornaba la cara izquierda junto a la nariz. Aquel punto negro daba pistas sobre los claroscuros de una férrea e inquietante personalidad.

Aquella noche, Íñigo de Zubieta no le quitó ojo a Marina. Los presentó el mismo marqués de Viana y congeniaron sin apenas esfuerzo. Lo suyo fue una alianza natural en mitad de aquel laberinto protocolario. Sencillamente, la joven soportó con más paciencia a su lado el paripé constante y las delicadas composturas requeridas en presencia del monarca. Íñigo de Zubieta era todo un experto en esas lides y se prestó a guiar con eficacia el debut de las dos jóvenes, con nada disimuladas atenciones especiales a Marina.

El rey apareció casi de improviso. Se abrieron las puertas del salón y entró como una galerna. Los saludos se le salían mecánicamente de la boca, como una máquina protocolaria al vapor.

—¿Qué tal, qué tal, cómo andamos, qué tal? Bien, bien, muy bien.

Cada uno se plantaba ante él para darle la mano o hacerle la reverencia correspondiente. No se le podía tocar y sólo estaba permitido responder a las preguntas que hiciera. Había que saber muy bien en presencia de quién andaban para no meter la pata ni ser previamente despedidos con el riesgo de no volver jamás a ser invitados ante su presencia. La situación era, a lo tonto, tensa e incómoda. Pero él, consciente de la dificultad de trato, intentaba a la mínima relajar las circunstancias.

Enseguida pasaron al comedor y se sentaron en la imponente mesa alargada de madera noble, donde comenzaron a servir la cena. Empezaron con salmorejo bien fresco. El líquido rojo de los platos soperos teñía en pequeñas circunferencias la claridad de los manteles. Siguió una selección de pudines de verdura, unas gambas jugosas y después besugo asado con limón, perejil y un poco de pan rallado por encima. Todo delicioso.

Las conversaciones las marcaba el rey y sobre todo intervenían Maura y Romanones. Los dos mantuvieron la constante delicadeza de no esgrimir sus conocidas diferencias en público a lo largo de la velada. La cada vez más preocupante tensión entre las potencias, agravada por los repartos coloniales en los que España ya apenas tenía nada que decir, llenó buena parte del tiempo. Ante el poco descartable despropósito de un conflicto gordo, ambos se inclinaban por la neutralidad, igual que el rey, pese a que no le disgustaba la preponderancia germana en un futuro equilibrio mundial. Pero era mejor no perder los nervios. Cualquiera podía prender la mecha, pero ellos debían mantener la calma. No había discusión posible en eso pese a que unos se consideraran germanófilos y otros no vieran más que una amenaza preocupante en la actitud fanfarrona de los alemanes.

El marqués de Viana apenas abrió la boca. Tan sólo atendía de vez en cuando y sin separarse de su lado indicaciones y confidencias del rey por lo bajinis. Mientras los políticos guiaban las conversaciones que él proponía, el anfitrión se fijaba intermitentemente en los escotes de las invitadas. Lo hacía con un descaro que en su caso debía de ser real pero en otros lugares podría resultar barriobajero.

Las más tímidas bajaban la cabeza y soportaban como podían esa humillación de sentirse objetos decorativos para regocijo de la corona. Muy pocas le aguantaban la mirada con una sonrisa, como Marina Hermida, que lo hizo de tal manera que en la reacción del monarca, cuando retiró sus ojos incisivos de la totalidad de su figura, de arriba abajo, algunos pudieron intuir incluso sofoco. La joya de la casa Martín le miraba sonriente y medio incitadora, en ese punto complicadísimo donde se dirimía la fortaleza psicológica de cada cual. Mantuvo un duelo que la mayoría debió de considerar soberbio e insolente y que desarmó absolutamente a Íñigo de Zubieta, su más reciente admirador.

El rey debió de quedar tan impresionado que no volvió a dirigirle la palabra, aunque sí la vista. Era mujeriego desaforado, pero tremendamente inseguro. Ante tal fuerza no quería jugársela. Una mujer así podría ser su perdición. Sin embargo, era justo lo que buscaba Zubieta. Así que, a los postres, una fastuosa leche frita con mantecado, cuando el rey la había intentado doblegar con la mirada al menos tres veces y tres veces había caído derrotado, el joven vasco se lanzó al ataque.

—Voy a quedarme por la ciudad unos días. ¿Podríamos vernos?

—Por supuesto, cuando usted quiera.

—¿Mañana?

—Muy bien, mañana —contestó sonriente Marina Hermida.

Llegó la hora más relajada de las copitas, el café para quien lo quisiera, los puros y la última conversación. Pasaron al salón, donde Íñigo de Zubieta no se separó un instante de aquella mujer esplendorosa que acababa de conocer. Nadie podía irse hasta que no lo hiciera el rey. Pero éste no aguantó mucho. Su amabilidad de entrada se fue transformando en una indisimulada impaciencia. Parecía anquilosado por alguna prisa extraña. Se levantó bruscamente y comenzó a despedirse de los invitados. Después se retiró.

La mayoría fue haciéndolo nada más salir el rey. Quedaron unos pocos en palacio, todos hombres. Marina y María Teresa los dejaron allí, todavía enfrascados en disquisiciones políticas que las aburrían mortalmente. Íñigo de Zubieta también se quedó, no sin antes fijar la cita del día siguiente con Marina.

—¿Por la tarde le parece bien?

—Estupendo.

—La recojo a las cinco en su casa y me enseña la ciudad.

—Encantada. Es en el Muelle, el segundo portal según llega de Puerto Chico, en mitad de la manzana. Le espero abajo. Hasta mañana entonces.

—Hasta mañana.

Cuando el palacio quedó despejado de las visitas más incómodas y un puñado de potentados agasajados por el marqués de Viana y Romanones apuraban su última copa en el salón del piano, volvió a aparecer el rey.

—Muy bien, caballeros. ¿Está todo preparado, querido Pepe? —preguntó al marqués de Viana.

—Todo preparado, majestad.

—Adelante, pues. Traigan lo que estén tomando y que alguien tenga la amabilidad de servirme un whisky —dijo el rey.

Salió raudo hacia una habitación contigua que daba directamente a la isla de Mouro. Allí había instalada una pantalla y un proyector de películas.

—¿Empezamos? —preguntó su jefe de camarilla.

—Ya mismo —indicó el rey, acomodado frente a la pantalla, en el mejor sillón de la sala.

Cuando las imágenes en movimiento comenzaron a pasar delante de los ojos de aquellos caballeros, muchos no pudieron reprimir las risas nerviosas y cómplices. Mujeres entradas en carnes se desnudaban y parpadeaban a velocidades de vértigo. Posaban en posturas incitantes y rápidamente complacían a los hombres que entraban por la puerta en todo tipo de posiciones y posturas.

—¿A que vuestras mujeres son incapaces de hacer esas cosas? —preguntaba el rey ante las carcajadas generales. Íñigo de Zubieta contemplaba aquella escena infantil sin dejarse llevar por un sentimiento extraño. Había que estar. Eso sí que era el círculo íntimo.

Pasaron una, incluso dos horas. Fue largo y resultaba repetitivo, pero el rey no parecía cansarse. Miraba, reía y se cachondeaba como en la primera parte.

—Válgame Dios, qué garbo —exclamaba a veces, al tiempo que cada uno mostraba su predilección por las actrices que les pasaban delante de los ojos.

Todos cayeron rendidos ante una china zumbona que les pareció el colmo del exotismo con sus acrobacias atléticas encima de varios hombres.

—Menuda maña, la china.

—¡Vive Dios!

Acabó la sesión. Los invitados se fueron poco a poco y bien contentos después de despedir al rey. A él se le notaba algo impaciente, así que nadie se demoró mucho en la retirada. El resto del palacio respiraba un silencio que sólo había sido enturbiado por las carcajadas y las voces de la reunión. Los sirvientes, mientras, aguardaban cualquier necesidad sin poder acostarse. Entre ellos Toñina y otras tantas doncellas esperaban la orden de retirarse con cierta tensión en el rostro.

A eso de las tres de la madrugada, uno de los mayordomos bajó a la cocina y dijo:

—Antonia, acompáñame, por favor. Los demás pueden ir a acostarse.

Sus compañeras la miraron como quien parte a una trinchera al tiempo que se relajaban de golpe. Toñina sabía para qué había sido llamada. Subió las escaleras con parsimonia, trasladando su cabeza a las obligaciones que debía atender la mañana siguiente para no enfrentarse a lo que le esperaba de inmediato. Entró sola en el gabinete real. Allí la aguardaba él, sentado cómodamente sobre una nada suntuosa chaise longue, en pijama. Nada más entrar, el monarca sonrió.

—Mi encantadora Antonia, ¿a qué esperas para desnudarte?

La muchacha fue quitándose los delantales y después el resto del uniforme. Depósito la cofia en una mesa próxima y se acercó. No tardó mucho en complacer el primer deseo del rey.

—Ahora dame un beso —dijo el monarca con ese gracioso trabalenguas que a veces proporciona el licor.

Antonia atendía todas las peticiones en silencio. Le besó en la frente y después en los labios. El monarca fue indicándole otras partes del cuerpo hasta que lentamente la condujo hacia su sexo. Parecía tranquilo. Ella se mostraba más relajada que de costumbre. Le había desaparecido a esas alturas aquella insoportable tensión del principio, cuando perdió la virginidad en esa misma habitación durante otra de las ausencias de la reina. No sabe todavía cómo pudo fingir esa noche una dulzura antinatural que sin embargo sedujo al rey. Aquel verano, el hombre le aplicó un curso acelerado de depravación al que ella respondió con una pasividad de la que se las arreglaba para extraer algún signo ficticio de agradecimiento. Durante más de un mes fue la favorita del harén. Sus gozos, sus orgasmos dentro de ella no podían compararse con el resto de las que probó a lo largo de todo el verano. Las súbditas de esa ciudad encantadora le resultaban frías y bruscas; valían más para amas de cría que para el putiferio. Salvo Toñina, a la que fue tomando un frío pero sincero afecto.

—Hoy por atrás, Antonia. Date la vuelta —le indicó.

Ella prefería aquella postura. Así no tenía que disimular la cara de asco que le producía el roce del pene regio sobre la piel fina aunque ya nada exclusiva de su cuerpo. En ninguno de aquellos encuentros secretos y realmente desagradables experimentó esa sensación que muchos pudieran equiparar con el placer. Más bien era un suplicio. De lo otro, no hubo rastro. No supo lo que suponía. O quizás sí. Quizás se pareciera al grito apenas perceptible que soltaba aquel hombre cuando se deshacía en un líquido maloliente dentro de ella: en su vagina, contra su delicado ano, sobre sus pechos melosos, en su boca. Era exactamente igual al de los demás miembros de su especie, sin diferencia. El líquido de un animal en celo constante pero con prebendas.

Aquella noche lo hizo rápidamente, una y otra vez. Entre compulsión y compulsión, dormía. Pero ella no podía retirarse hasta que él se lo indicara. Una, dos, tres veces quedaba dormido mientras ella debía repasarle con caricias la espalda. En un momento raro, difuso, después de hacerle descargar tras una de aquellas arrebatidas, Toñina se armó de valor y le dijo:

—Majestad, debo advertirle algo.

—Tú dirás, cariño.

—He notado dos faltas y algún mareo.

El rey despertó de golpe y torció el gesto. No es que se sorprendiera de la noticia. Ya le había pasado unas cuantas veces. Pero nunca se lo habían dicho así, directamente. Menos una sirvienta ocasional; menos, una niñata de tres al cuarto como aquélla. Ni siquiera la ristra de artistas con las que se había acostado habían resultado tan descaradas.

—Vaya por Dios. ¿Estás segura? —preguntó.

—Muy segura —respondió Toñina.

—Bien. ¡Mira que todas sois iguales! ¿No podrías haber puesto un poco más de cuidado, niña? En fin, habla mañana con Viana. Ya sabes que no puedes volver por aquí…

—Como usted diga, señor.

—Una pena, hombre. Una pena. Te había cogido aprecio. Puedes retirarte ya.

Toñina recogió sus ropas y salió de la habitación con la debida reverencia.

—Buenas noches, majestad —dijo sin obtener una última respuesta.

Y cerró la puerta.