Era imprescindible resguardar el pescado de los calores. Si no quedaba bien metido en hielo, en esas cajas de madera dorada por un líquido que brotaba permanente y resultaba vistoso, se echaba a perder. Las más esmeradas en no dejar que aquel ambiente lo pudriera y lo convirtiera en desecho para los gatos eran la Chata y la Paulita, auténticas reinas del vibrante y bullicioso mercado de las Atarazanas.
Por algo más que su gracia marinera y su descaro natural las habían elegido aquellos caballeros remilgados que se encargaban de las provisiones de palacio. La calidad, la garantía eran importantes para agradar en la corte veraniega de la ciudad. Pero de todo eso, la Chata no sacaba mucho. Si tenías la suerte de que te señalaran con el dedo para alimentar al rey, debías mostrarte generoso. Por una buena merluza, un rape de aquí te espero o un imponente surtido de salmonetes de roca había que regalar algún centollo o, si se terciaban, sus percebes, sus almejas. Si querían langosta, pues dar por la cara una de cada tres o cuatro que encargaran. Tener un detalle.
Al rey, en concreto, le volvía loco el marisco. ¿Llegaría a sus oídos el recado de lo espléndidas que aquellas mujeres se mostraban con él? Si no lo hacían esos súbditos altivos y estirados que se pasaban por la plaza a diario ya se encargaría la Paulita de dejárselo claro. Le asaltaría cualquier día en plena comitiva y le preguntaría de buenas a primeras:
—¿Te gustaron aquellas cigalucas que te mandamos por la Virgen, hijo mío?
La ventaja era lo que entraba alrededor del cartel. Con esa etiqueta de proveedoras de palacio, la Chata y la Paulita aseguraban el negocio todo el año. No existía casa de alcurnia, ni ninguna de esas nuevas aspirantes a señoronas que habían prosperado en los últimos años a base de los comercios y los negocios levantados con la esplendorosa mina del puerto y el buen tino del banco que no comprara en su puesto a lo largo del año. De ahí era de donde la Chata sacaba provecho. No en vano por eso también la conocían como la Alcaldesa de la plaza.
Aquella mujer oronda, de carácter y mando en todo su entorno, temida y envidiada por las pescaderas que le bailaban el agua, tenía buen ojo para no subirse a la parra con los precios. Con Paulita atendiendo, además, el negocio marchaba como no se podía creer después de haberse instalado en el nuevo puesto de las Atarazanas. Chaparrilla, marcada por unos coloretes en rama que le brotaban de los papos, Paulita era dueña de un encanto circular. Gastaba un garbo asombroso y buena maña para los piropos justos a las clientas, más fieles a esta mujer que a la propia Chata.
—¡Qué guapa vas, hija mía! ¿Qué te has hecho en esos pelos? —le soltaba a alguna compradora bien arreglada—. Los niñucos, bien, ¿no cariño? Mira qué ojitos frescos nos han entrau esta mañana. Éstos los metes bien en aceite caliente y se van a rechupetear hasta con las espinas, ya lo verás, hija mía. Llévate tres o cuatro.
Cada mañana, nada más recibir el género de la lonja, con el segundo madrugón, la rubia Raquel se pasaba por el puesto a echar una mano a cambio de unas perras. Aquella muchacha dorada de los pómulos salidos albergaba una exótica belleza en su silencio y en su rostro triangular. Ni el delantal con escamas, ni las camisas ligeramente estampadas en sangre y vísceras del mar la desposeían de su encanto callado.
La rubia Raquel precisamente se encargaba de preparar las cajas de lo que pidieran en palacio. La Chata lo supervisaba. Por mero trámite, con el tiempo. Al principio tuvo que esmerarse más en enseñarla. Pero la muchacha aprendió rápido. Le cogió el truco a la cosa en un pispás. En nada podría probar a atender al público. Limpiaba el pescado delicadamente y al detalle. Se notaba que ponía empeño en salir del arroyo y los muelles, de donde la rescataron a partes iguales la Chata y el padre Martín.
Cuando la rubia Raquel dejaba a media mañana sus labores en el puesto del mercado se llegaba hasta la parroquia de Tetuán. Allí vivía Diego Martín, encomendado a esos pobres despojos de la mar que tuvo al borde de su portal desde la infancia y adolescencia. La rubia Raquel, con ese remango silencioso y sonriente, mostraba agradecimiento eterno a su rescatador limpiando casi a diario su chamizo, pegado a la sacristía. Lo hacía discretamente, para no dar lugar a malas habladurías, a cambio de algún plato y buenos trapos usados, vestidos pasados de moda que el cura recogía en casa de su padre para repartir entre los feligreses. No era nada raro verla con la ropa de Marina Hermida Revuelta, paseándose como una princesa de segunda mano por todo el barrio marinero. A muchos se les caía la baba y después las manos al poco rato de verla. Pero la rubia Raquel no atendía pretendientes y mucho menos piropos y miradas salidas de tono. Nada que viniera de aquel barrio pestilente y mal encarado, de aquel barrio sumido en la sarna, los piojos y a merced de las ratas. Nada de aquel ejército de marineros y pescadores sin más vistas en el futuro que el cargamento del día para gastárselo en la taberna.
De entre todo el plantel de constantes conquistadores, a la rubia Raquel nadie lograba hacerle tilín. Sólo prestaba atención a las necesidades del padre Martín, aquel hombre que cuando todavía era una niña la libró de un buen puñado de pulmonías cuando la dejaba dormir en los bancos de la parroquia con algunos otros más. Allí quedaban a resguardo de la humedad y del viento. A salvo también de las intenciones torcidas de cualquier bestia recién salida de las tascas que cargara en el mismo aliento del alcohol sus propias frustraciones a merced de quién sabe qué impulsos.
En el momento en que la rubia Raquel terminó de ordenar el pedido de palacio, el carromato que lo transportaba arrancó mecánicamente. Lo conducía sudando a chorros en mitad de la mañana calurosa el Cacahuesero. A veces, cuando la Chata se lo pedía, tenía que dejar su puesto de frutos secos y porquerías para ponerse en esas cosas. Ese día llevaba a resguardo de todo riesgo, protegidas por su buena cama de hielo, una suculenta partida de lubinas de cinco y seis kilos para agasajar a los compromisos. Al pasar por el muelle, el cargamento llamó la atención de Diego Martín. El hombre quedó atrapado desde el mirador por el destello de plata que despedían los lomos de aquellos peces portentosos.
No era un día normal. Comería con todos sus hijos. Hacía tiempo que no coincidían en la mesa juntos y quiso celebrarlo. El guiño de las lubinas le produjo un sincio saludable, así que encargó a Serafina que bien ella o Puerto se acercaran a la plaza para comprar un par de piezas. Generosas. A esa hora se levantaba Rafael, algo perezoso. Su padre le contó el plan, pero a duras penas logró espabilarle de la resaca.
—Hoy comemos todos aquí. He encargado unas buenas lubinas.
—No está mal —aseguró Rafael.
Diego Martín quiso indagar en las salidas de su hijo. No temía nada; le presumía gran juicio. Era una mezcla de curiosidad, envidia sana y algún deseo de revivir sus días algo locos de juventud, cuando estudiaba derecho en Oviedo, lo que le movía a enterarse de sus correrías.
—¿Dónde anduviste anoche?
—Por ahí —contestó Rafael, concentrado en que aquel tazón de café le devolviera de golpe a la vida. Tenía la mirada perdida y apenas prestaba atención a los intereses de su padre. Por su cabeza atravesaba una nebulosa en la que distinguía una copa detrás de otra y un brusco despertar en el lecho de la bella Paquita. Sólo sabe que la tapó y la dejó allí, recostada, a salvo de su frágil intemperie.
—¿Por ahí con quién? —insistía en preguntar Diego Martín, alejado de un tono inquisitorial, enfrascado en un papel de compadreo que no interpretaba mal. De hecho, fue así como logró romper las razonables reservas de su hijo.
—Con Solana y otros amigos. Lo pasamos bien.
—Hombre, supongo. Llegaríais a las tantas, me imagino.
—Sobre las…
—No, no. No me lo digas, no lo quiero saber. Quién pudiera…
—Te aseguro que me hubiese encantado volver antes y un poco menos cargado. No tengo ni ganas de pintar.
—Pues no pintes hoy. Tómate un descanso —le invitó su padre.
—El artista que descansa no es artista —respondió Rafael.
La frase tranquilizó bastante a Diego Martín. Sobre todo la falta de impostura con la que salió de su boca: le brotó, no la pensó un segundo y eso le hizo confiar en que la voluntad de su hijo lo llevaría hacia algún lugar grande. El viejo Martín quiso saber más. Le atraían los planteamientos de su hijo. Se identificaba con esa juventud de espíritu. Como él, creía no ser nada propenso a las derrotas fáciles y se mostraba rebelde ante los achaques de su ya bien estrenada madurez. Aunque la edad le delatara con sus canas peinadas y sus dolores de espalda persistentes. Siguió indagando.
—Y cuando salís los artistas por ahí, de parranda, ¿de qué habláis?
—De todo un poco. De los lugares donde ha estado cada uno, de trabajo, de marchantes, de coleccionistas estrambóticos, de otros artistas a los que nos gusta copiar con descaro…
—Vaya. Tú, ¿a quién copias?
—Pues pese a que he vivido una temporada en Francia, prefiero los movimientos que vienen de Alemania. Uno en concreto: expresionismo, lo llaman. Y otra panda que han dado en nombrar El jinete azul, algo que en el equivalente francés puede parecerse a Tolouse-Lautrec, a quien conocerás mejor. También por hablar de lo que me ha servido París. Me inspiran mucho para mis retratos y para las caricaturas. Pero yo trato de iluminarlo todo con más color, con mucho más color, como hace otro pintor que me encanta. Matisse, se llama. Busco una especie de deformidad luminosa y no tétrica, como la que practica Solana.
—Lo vas consiguiendo, por lo que he visto en esos cuadros que has traído. No están mal, hijo. Me dicen algo, incluso hasta al anticuado de tu padre le dicen algo.
—Tú podrás ser de todo, pero anticuado, no. Estás muy al día. Al menos preguntas.
—Aquí cuesta ponerse al día. Pero hay que mantener la curiosidad. Si no, esta ciudad nos come. Por cierto, de Solana se dicen barbaridades por ahí.
—La gente habla sin saber. Es un buen tipo. Raro, pero buen tipo.
—Si es amigo tuyo, no lo dudo. ¿Y de qué más habláis?
—Pues de política, de conquistas. De mujeres…
—¡Qué bribón!
Diego Martín quedó contento. Rafael era el niño de sus ojos. Con aquello venía a demostrarle que los errores pasados propios de chiquillo habían quedado atrás. Se confundía. Pero estaba tranquilo. No hay jarabe mejor que vivir en la ignorancia.
Rafael se había levantado más cerca de la hora de la comida que de la del desayuno, pero a su padre no le importó el detalle. Ni encontrarle ahí, en bata, con ojeras hasta las rodillas, voz de cazalla y un evidente dolor de cabeza. Lo bueno era tenerle en casa.
Enrique llegó mientras ambos soltaban una estruendosa carcajada al unísono. Cuando entró en el salón, el segundo de los Martín quedó algo sorprendido por el ambiente.
—¿Interrumpo algo? —preguntó.
—Nada, hijo, nada. Siéntate aquí, con tu hermano y conmigo. Mira cómo se ha levantado: hecho un asco, todo resacoso —comentó el padre, alejado de la conveniente disciplina que se le suponía a un estricto cabeza de familia en aquella ciudad de rígidas costumbres y marcadas apariencias.
Enrique, en su autoinfligida seriedad, apenas lograba entender esa actitud. La situación de Rafael era, cuando menos, preocupante. Su futuro, difuso. Más pronto que tarde debía salir de aquella demasiado larga estancia en la bohemia y buscarse un trabajo serio, aunque fuera algo fijo y de subsistencia en un periódico, por ejemplo. Ofertas no le faltaban; lo que no tenía eran ganas. Demasiados pájaros en la cabeza que le nublaban el entendimiento con el sueño de vivir del arte. Eso es imposible, todo el mundo lo sabe. Ha sido así siempre. La pintura no es más que una máquina de frustración, una locomotora del fracaso. Resultaba incomprensible a su concepción medida, formal, funcionarial y obsesionada por la seguridad aquella vida a expensas de lo que venga. Y aún más que su padre no lo metiera en vereda. Y mucho peor que le riera las gracias, que disfrutara de su desastrosa existencia condescendiente, absolutamente cómplice. Alguien tendría que decírselo. Quizás fuera él, pero no en ese momento.
—Hoy vamos a comernos dos buenas lubinas. Tengo cuerpo de celebración —comentó Diego Martín a su hijo Enrique.
—Estupendo —contestó éste.
Rafael se había desperezado del todo y aprovechó el momento para retirarse.
—Voy a vestirme con algo decente —aseguró, cruzándose la bata sobre el pijama e intentando poner en orden el alboroto de su pelo abundante y enraizado. El pequeño de los Martín conservaba un cabello que era la envidia de parte de su familia. Concretamente de Enrique, que ya lucía unas preocupantes y nada favorecedoras entradas para no haber alcanzado todavía los treinta.
Diego Martín había quedado tan eufórico por la charla con su hijo menor que se dejó llevar por un entusiasmo festivo.
—Hoy vamos a brindar con champán —le comentó a Enrique.
—Si te empeñas… —dijo su hijo.
—Algún día había que celebrar ese dinerillo fresco que nos ha entrado en los últimos tiempos, ¿no crees?
—Sí, pero ten en cuenta que es para ahorrarlo, no para derrocharlo —aseguró Enrique.
—No seas aguafiestas, hijo mío. Recuerda: hoy estamos todos juntos. Incluso si no hubiéramos ganado tanto con esas operaciones que hemos hecho al alimón, lo celebraríamos. Anímate, Enrique, por un día…
No le sentó muy bien aquel comentario. «Por un día…». ¿Por un día? ¿Qué quería decir con eso? Sin duda que hiciera lo que hiciese, se empeñara en lo que se empeñase, su padre preferiría siempre el carácter irresponsable y con tendencia a la dispersión de su hermano. Pues muy bien, pues gracias por todo. Gracias por haber conseguido una fortuna para nada. Gracias por echar en cara esa inconsciente desafección, esa falta de interés perpetua por su vida, por su estado de ánimo. Sólo lo quería para forrarse, sólo prestaba atención a sus cuentas. Nada más.
Con todo, Enrique no se descompuso. También él traía noticias dignas de ser celebradas. Lo contaría en plena comida, si aquello no acababa como el rosario de la Aurora después de que Carmen Revuelta y su hermano Diego se enzarzaran en una pelea teológica de las suyas.
Cuando todos estuvieron listos se sentaron a la mesa que habían puesto con un esmero poco habitual Serafina y Puerto. Las mujeres fueron las primeras sorprendidas al ver el mantel de gala, la cubertería de plata, las copas de champán.
—Pero ¿qué pasa hoy? —preguntó Carmen Revuelta.
—Que es el primer día en mucho tiempo que estamos todos juntos —respondió Diego Martín.
—Bueno, sorpresa entonces.
Ni siquiera el mayor torció el gesto. Demasiadas desgracias atestiguaba al día como para rechazar un banquete.
—Bueno, bueno —soltó Diego hijo, santiguándose.
—Dos lubinas nos vamos a comer. Dos lubinucas frescas. Con champán —anunció el padre.
—Pues amén —dijo Diego.
Marina y Rafael callaban. Se miraban algo cohibidos por la situación. Seguían dispuestos a verse, continuarían juntos su aventura, pero un pequeño resquicio de culpabilidad se les colaba por alguna rendija. Al menos a Rafael; a Marina puede que no tanto. Temía echar aquel buen ambiente a perder si la familia se enteraba de dónde y con quién había pasado la tarde el día anterior. Más si caía en que no dejarían de verse, en que mientras coincidieran físicamente en un lugar, en un espacio concreto, jamás dejarían de encontrarse. A la luz o a escondidas. Lo suyo parecía un pacto sellado para siempre.
Empezaron a servirse una abundante y variada ensalada. Llevaba lechuga, tomate, cebolla roja, bonito que había embotado Puerto, espárragos, algo de huevo duro y un aliño especialmente logrado. Marina rompió el fuego.
—Me han invitado a una fiesta en palacio —anunció.
—¿Ah, sí? ¿A santo de qué? —preguntó Diego hijo con cierto tono ambiguo, entre el retintín y la curiosidad malsana.
—De nada. A una fiesta que dan por no sé qué.
Rafael comía como si la cosa no fuera con él, tratando de disimular la sorpresa que le había producido la noticia mientras Carmen Revuelta miraba con exceso de arrobo a su hija.
—Habrá que comprar algo. Un vestido mono. No sé, algo. Mañana miramos —dijo su madre.
—Y tanto. Algo que deslumbre a la misma reina —adujo Diego Martín.
—Tened en cuenta que después lo tengo que aprovechar para la parroquia —soltó irónicamente el cura.
—En eso mismo estábamos pensando —contraatacó Carmen Revuelta.
—¿Y por medio de quién te ha llegado la invitación, si no te importa decírnoslo? —quiso saber Enrique.
—Pues creo que fue María Teresa la que se empeñó en dar mi nombre.
—¿Y qué va a hacer ahora tu madre cuando tenga que explicar en su Iglesia, por llamarla de alguna manera, que su hija ha entrado en la corte más católica de Europa? —atacó Diego hijo.
—Pues contarlo —saltó tan fresca Carmen Revuelta.
—Has perdido una ocasión bien linda, que dirían en las Américas, para convertirla. Allí ha caído hasta la reina. Muy práctica. Se dejó de anglicanismos y ahora es más pía que el papa. Bien por ella.
—Eso no es más que política, querido, a ver si nos enteramos —comentó la mujer.
—Política es lo que hace el reverendo Acosta con vosotras y lo demás, tonterías.
—Política es lo que hace el papa de Roma y toda la curia de fariseos que lo rodea. Al menos nosotros no estamos pendientes de conservar a toda costa el poder sobre la tierra.
—¿Ah, no? ¿A cuántos pobres desgraciados de Tetuán y la calle Alta sale a predicar el amigo Acosta? Yo por ahí no le veo. En cambio no hace más que acudir a meriendas de señoronas por el muelle.
—La fe, Diego, la fe es lo que nos sirve para salvarnos. No esa caridad hipócrita, ni demás paripés de beata. Dios necesita también recursos. El que no lo sepa es bobo o miente.
—Ésa es la doctrina de Lutero, muy bien. Bendito sea Dios.
—¿Habéis terminado ya? ¿Podríamos seguir disfrutando de esta comida fastuosa sin que vuestro Dios se nos cuele por medio? Nadie le ha invitado a esta mesa. Al menos hoy —comentó Diego Martín, sonriente pero tenso.
—Eso que has dicho lo podríamos tomar, a las malas, como una blasfemia —advirtió su hijo.
—¡Por favor! ¡No saquemos las cosas de quicio! —comentó Rafael.
—Yo sólo lo advierto. Eso cualquiera se lo podría tomar como tal. Porque yo, de por sí, cada vez que me siento a la mesa lo hago para tomar el cuerpo de Cristo.
—Hoy en forma de lubina y con la sangre amarilla del champán —insistió Rafael.
—Otra blasfemia. Acabas de hacer la gracia de otra blasfemia, Rafaelín.
—¡Ay, señor! ¡Esto no tiene ni pies ni cabeza! —zanjó bruscamente Diego Martín.
Marina callaba, Carmen Revuelta renunció a meter más cizaña y se abrió un momento de tregua al tiempo que entraban las lubinas recién salidas del horno, con su cama de patatas y su cebolla. La mera visión de aquel manjar y su olor dulce, atemperado, apaciguador, nada agresivo, devolvió la paz a la mesa. Diego Martín fue repartiendo una generosa ración en cada plato mientras los hijos se admiraban de los dos ejemplares que había conseguido Serafina en la plaza. Tiernos, tersos, jugosos.
Cuando empezaron a degustarla, al segundo o al tercer bocado, dependiendo del ansia de cada cual, Enrique tomó tímidamente la palabra.
—Yo también tengo algo que anunciaros —comentó.
Rafael detuvo un segundo el tenedor sobre su boca y masticó lentamente. Diego hijo miró a su padre, sorprendido, mientras Carmen Revuelta y Marina, un poco menos, no lograban disimular el extraño impacto que les causaba el hecho de que Enrique, el discreto Enrique, el soso, el muchacho que todo lo llevaba calculado y anotado en la agenda de su vida, tuviera algo que anunciar.
—Muy bien, pues tú dirás, hijo mío —le animó su padre.
—Un día de éstos me gustaría traer a casa, para que la conozcáis, a la mujer con la que me he comprometido.
El hombre logró soltarlo con esa seriedad medida de la que por más que hiciera esfuerzos no lograba zafarse. Algún carraspeo previo ahuyentó su nerviosismo antes de hacer el anuncio. Pero en ningún momento se puede decir que transmitiera entusiasmo. Nada más acabar su frase, miró tímidamente a Marina. Era la primera, quizás la única reacción que le interesaba, la que verdaderamente le quitaba el sueño. ¿Dejaría entrever celos, fastidio, rabia? Nada de eso pareció demostrar. Ninguna señal incómoda, ninguna mueca desagradable, ningún síntoma de sorpresa. Tan sólo dibujó en su esplendorosa cara una sonrisa de circunstancias, el gesto de quien disimula alegría cuando en realidad siente indiferencia. Porque la realidad era que a Marina, la felicidad de Enrique, el futuro de Enrique, su vida, su presencia, su pura existencia, le traían completamente sin cuidado. Así que la muchacha sonrió y siguió comiendo, un tanto ausente del indisimulado entusiasmo que empezaban a mostrar sus hermanos.
—Ah, amigo, ésta sí que es buena —comentó Rafael.
—Os casaré yo —dio por sentado el cura.
—Bueno, tranquilos —dijo Enrique, un tanto desbordado por sentirse el centro de la reunión.
—¿Y quién es la afortunada, si se puede saber? —preguntó su padre.
—Isabel de la Hoz.
A Carmen Revuelta le hacían los ojos chirivitas.
—¿Isabel de la Hoz? Pero si es una chica estupenda y la mar de alegre —comentó sin caer en el detalle de que la frase traslucía cosas terribles.
Ella, en su enrevesado y a la vez desinhibido cerebro, se hizo al instante la siguiente composición: ¿cómo era posible que semejante joya cayera en las manos de un desaborido como Enrique?
—¿La hija de Manuel de la Hoz? —quiso saber Diego Martín.
—La pequeña, sí. La pequeña. Muy buena familia, una familia estupenda. Pero es mucho más joven que tú, ¿no, Enrique? —insistió en sus impertinencias Carmen Revuelta.
—Bueno, nos llevamos ocho años.
—¿Así que tiene veintiuno?
—Veintiuno para veintidós —contestó Enrique.
—Muy bien, qué bien. Su padre es una excelente persona. A su madre apenas la conozco —terció el padre.
—Sí, hombre. Chisca de la Hoz, yo la conozco mucho —añadió su esposa.
—¿Habéis hablado de boda? —preguntó Diego Martín.
—Todavía no. Para el año que viene o así.
—Muy bien, sin prisa.
—Para mí es importante que antes la conozcas. Bueno, que la conozcáis todos, me refiero.
—Me muero de ganas, hermano querido —aseguró cariñoso Rafael.
—Pongamos una fecha. ¿Cuándo os viene bien acercaros a merendar? ¿Mañana? —preguntó su padre.
—Un día de éstos. Ya preguntaré cuándo puede ella.
—Cuando queráis, cuando queráis. Muy bien, hijo, me alegro mucho por ti. Esto sí que merece un brindis —concluyó Diego Martín.
Su padre sirvió las copas. La botella del champán francés que le habían regalado esas pasadas Navidades y que aquel día descorcharon para mojar todas aquellas sorpresas imprevistas quedó prácticamente vacía. La lubina, en cambio, se había enfriado como una convidada de piedra sobre los platos. Pero la emoción apenas hizo que la familia Martín notara el destemple. Tan sólo Marina era consciente de aquel detalle que ni siquiera comentó. No iba a arruinar con esa minucia el vendaval de euforia que había transportado a todos, incluso a su madre —o es más, sobre todo a su madre— hacia un lugar desconocido y ajeno a sus emociones. Ojalá Enrique fuera muy feliz, por otra parte. Ojalá les dejara en paz para siempre.