Aquella ciudad oscura y derrotada, aquella morada que en un tiempo pasado a duras penas se levantaba de sus tropiezos y sus desgracias, de sus traumas y sus galernas, de sus incendios y sus trágicas maldiciones, aquel enjambre de hijos de la mar, pendiente del viento, la lluvia y los escasos días de sol, con la memoria fija en quienes habían huido en busca de futuro y fortuna, de libertades por las que no tuvieran que dar cuenta a nadie, de luces permanentes y cielos azules que no les baldaran el ánimo, sonreía cuando el sol de verano plagaba sus calles, enverdecía el agua de la bahía y multiplicaba los sudores que brotaban de todos los cuerpos por igual.
Aquel puerto resignado de donde un día salió contra su voluntad Rafael Martín San Emeterio parecía otra cosa. Apenas conservaba la losa negra de sus moscones, o quizás permanecían a resguardo, esperando tiempos y días mejores para atosigar con la manta de unos salmos aterrorizantes la paciencia de sus víctimas. La verdad es que el artista de la familia se sorprendió con su propia ciudad en el reencuentro. Llegaba suspicaz, escéptico, a regañadientes, quejumbroso y sin esperanza de hallar nada nuevo que mereciera la pena, pero no sabe si fue el ambiente de aquel luminoso estío o el encuentro con algunos amigos, el caso es que a los pocos días cambió su diagnóstico.
No era tozudo, ni cabezón, así que le costó poco apreciar ese nuevo viento que alegraba misteriosamente la ciudad. No tenía nada que ver con la energía inaprensible, multiplicada y en tromba de París, ni con esa reunión permanente de almas sedientas de éxito poco paciente que encontró en el Madrid de las camaraderías y las puertas abiertas. Era un aire sutil, una caricia seductora la que le invitaba a quedarse de nuevo y a iluminar aún más sus cuadros.
Puede también que fuera el reencuentro con Marina. Ella, en el fondo, era la auténtica razón de su regreso. De no ser porque le vencía su recuerdo, vivo, palpitante, se habría quedado allá, entre el humo, los aguardientes y la bohemia agitada de París. Los dos habían esperado cada día de sus vidas separadas aquel momento. Se habían jurado cada uno por su parte no resignarse a la obligación de unos sentimientos impuestos. Conservaban la pasión en su marcada distancia y la rebelión de su deseo, legítima en quien posee un alma a contracorriente.
Tardaron en buscarse. No provocaron el encuentro. No adelantaron acontecimientos. Dejaron que ocurriera, que ella regresara de la temporada en casa de sus abuelos y así se dieran las circunstancias para quedar a solas, a escondidas. Cuando volvió y coincidieron en la primera comida familiar, donde se cortaba la tensión aunque todo pareciera gentil, comedido y como de compromiso, ambos ya estaban tramando el plan. Rafael, simplemente, dejaría una nota en su habitación indicando la hora y el lugar. Ella acudiría.
Fue en el estudio escondido y de estranjis que tenía su amigo Solana por un recoveco de la calle Tetuán, a un tiro de piedra de su casa del Paseo de la Concepción. Un lugar secreto, clandestino casi, un poco sórdido, donde corrías el riesgo de quedar pegado a la pared embadurnado en óleo, restos de licor y otros materiales sospechosos. Rafael se lo había pedido por la mañana y él no aparecería por allí. No quiso saber con quién se daría cita. Sencillamente le indicó que no tocaran lo que había sobre el caballete. Al joven Martín ni se le ocurrió hacerlo. Aquella pintura marrón despedía un olor a deshecho y a desperdicio callejero, a alcantarilla empantanada y pescado podrido que tiraba para atrás. ¿Qué utilizaría el taciturno irritable de su amigo para pintar? Las malas lenguas decían que a veces sus propios excrementos. Él nunca lo había admitido ante su amigo. Puede que estuviera tan borracho que ni se acordara de haberlo usado, inconscientemente, alguna vez.
A las cinco de la tarde quedaron. Él llegó primero. Con el tiempo preciso para colocar unas sillas, cubrir el caballete y así camuflar en lo posible aquel olor y hacer que Marina se sintiera lo menos incómoda y violenta posible. Aunque en el caso de ambos no sería difícil romper el hielo. Conservaban suficiente descaro, naturalidad y ganas de verse como para mover y apartar de golpe el muro de su separación forzosa. Estaba escrito: eran el uno para el otro. Probablemente allí, puede que en otro sitio, pero todo les indicaba que acabarían juntos. Juntos a la luz, lo más seguro es que juntos a escondidas, pero juntos. Juntos, probablemente cada uno por su lado, pero unidos profundamente, con un lazo que les sería imposible romper para comparar sin remisión todas las historias de amor que les surgieran por separado. Para Marina, Rafael sería el ideal. Para Rafael, Marina, su sueño.
Ella entró en aquella cueva oscura, pendiente de que nadie la viera. Nada más abrir la puerta, lo besó sin mediar palabra. Después, lo miró y le pasó la mano por los pómulos.
—Nos habíamos quedado aquí hace años… Justo en este punto. Terminemos lo que no nos dejaron acabar.
Rafael la miró intensamente. Sólo podía reírse como un niño. No tenía libertad de acción. Marina llevaba decididamente todos los movimientos.
—Estás loca. Nos vamos a poner perdidos —aseguró Rafael.
—Desnúdame y guarda la ropa. No digas nada. Ven…
—Hablemos, Marina. Pongámonos al día. Déjame verte de cerca. Espera…
Rafael le apartó suavemente las manos de aquel abrazo. Necesitaba recuperar el control de su propia pasión desbocada. Trató de hallar un hueco decente que le impidiera caer en algo que les delatara. El catre de su amigo Solana era la salvación. También la perdición. Dudó… Se resistió a dar el paso de arrastrarla hacia allí. No era mucho. El pintor tenía un colchón donde a menudo dormía sus tormentos de alcohol. Sus propios demonios compartían lecho junto a todos esos fantasmas carnavalescos de carne y hueso o a las criaturas desoladas, desnudas y tétricas que plasmaba con crudeza en sus cuadros. Todo aquel ambiente parecía acompañarles en la habitación, pero a la vez les resultaba ajeno. El sueño cumplido de su reencuentro convertía el agujero en un palacio.
—Siéntate aquí, Marina. ¿Quieres algo? He traído anís. ¿Quieres?
—Bueno.
Rafael sirvió un par de sorbos en dos copas que también subió él mismo. No se fiaba del ajuar ni de la higiene de los vasos que pudiera encontrar en el escondite de Solana.
—¿Dónde estamos? —preguntó Marina, cayendo de golpe sobre la tierra.
—Éste es el estudio de mi amigo Solana, un pintor. Espero que no te asustes.
—No… Bueno. Huele a algo.
—Es un bardal. No creo que limpie.
—Se nota.
Rafael se acercó cariñoso. Acarició su pelo castaño, se detuvo en el discreto maquillaje que le iluminaba la cara y resaltaba sus ojos encallados en una misteriosa oscuridad pese a la luz del verano. Era el mismo rostro al que besó entonces. Había guardado el mismo gesto para él: la clara y entregada mueca que recordó siempre antes de que cerraran sus párpados para aquel beso y despertó de golpe segundos después en una brusca pesadilla. Pero aquel día volvía a ser real. No quería que ese frenazo suyo la indujera a pensar en un rechazo. Simplemente pretendía llevar todo a su justo término. Marina, en cambio, no sabía muy bien a qué debían esperar para sellar con sus cuerpos el destino prohibido. Para desafiar en cada caricia, en cada beso, en cada gota de saliva destilada el uno sobre el otro la imposición que marcó sus vidas.
Si Rafael hubiera sido un pretendiente, un joven de buena familia deseoso de llevarla al altar, alguien con quien entregarse al juego de las seducciones sin más, le haría recorrer el camino pertinente. Primero las cartas, después los encuentros, las meriendas, los paseos, las flores… Pero no, lo suyo era una pasión desafiante, sin caretas, sin protocolos, sin ropajes. Lo suyo era el puro amor contra las convenciones, contra la ley, contra la familia, contra aquella ciudad mojigata de rosarios y oraciones, Biblia en mano en el caso de su madre, junto a sus amigos evangelistas. Así que… ¿por qué esperar más? ¿Para qué?
—Creo que necesitamos tiempo. Aunque no lo sé muy bien —comentó Rafael.
—¿Tiempo? ¿Más tiempo? —preguntó Marina, directa al grano.
—Tiempo para saber si realmente estamos enamorados el uno del otro. Si reconocemos amor verdadero el uno en el otro. Para entender que esto lo hacemos por nosotros y no contra nadie.
—A mí no hay nadie que me importe. Yo te amo. No voy a decir más. Sólo te lo pregunto. Tú, ¿qué sientes por mí?
—Yo sólo he vuelto para verte. Te amo. Te he amado cada día. Suspiraba, moría por verte de nuevo.
Se hizo el silencio. Las cosas estaban claras. Las copas de anís, vacías. No eran necesarias más explicaciones. Sonrieron. Se volvieron a besar. Pero el ambiente de la guarida empezaba a resultar insoportable. Los olores les rodeaban por todas partes. Marina, de repente, quiso marcharse. Pero un gesto y una frase de Rafael la detuvieron.
—Eres la pasión que me agita y me cabalga…
La muchacha, de repente, perdió los sentidos. Tan sólo se dejó llevar por el arrojo de su propio cuerpo, de su impulso romántico, deshecha ante esa declaración de amor, suntuosa, descarnada. No iba a haber más preguntas. No habría reproches, ni pasados, ni otros hombres y mujeres cruzados, ni explicaciones sobre nada ni sobre nadie. Eran el uno para el otro, sencillamente y así se lo dijeron instantes después, desnudos, sobre el pestilente camastro de Solana, ajenos al olor, disparados de golpe sobre el cañonazo de su insolencia. Instalados en su propio reino de fuego. Entregados ya de por vida al descarnado barranco de su desafío.
Ignorantes de todo aquello, medio en Babia, en sus cosas, Diego Martín y Carmen Revuelta dejaban pasar la tarde a ritmo lento, con una cadencia monótona, incluso despreciativa, al tiempo que unas nubes inconvenientes encapotaban al fondo Peña Cabarga. Cada uno se ocupaba de sus labores. Diego a sus papeles, al estudio de nuevas inversiones. Había regresado con gesto taciturno de El Suizo, donde horas antes mantuvo otra fuerte discusión con Fuentecilla a causa de don Benito. Zúñiga y Blas Matallana ya ni se metían por medio; les dejaban o se marchaban directamente mientras ellos dos se enfrascaban solos y algo subidos de tono a ver quién era capaz de hundir o levantar España con más impulso: si los seguidores del republicano ateo y volteriano que defendía Martín o los tozudos guardianes de la esencias que proponía el notario.
Carmen Revuelta, en cambio, se enzarzaba en la lectura de la Biblia apuntada y anotada que le había prestado el reverendo Acosta. Se fijaba sobre todo en sus énfasis, en los pasajes que resaltaban valores abstractos y no hechos concretos para reforzar la máxima luterana de que la fe basta para salvarse.
El caso es que nada doblegaba un silencio casi monacal en la casa del muelle, ni siquiera las conversaciones que llegaban como un soniquete ronco de la cocina. Allí, Serafina departía con Puerto las novedades de palacio. Los chismes que le llegaban a la santoñesa por medio de Toñina.
—¿Has visto últimamente a nuestra amiga? —preguntó la sirvienta mayor.
—Sí, hoy —respondió Puerto, escueta.
—¿Y qué te cuenta? —insistió la mujer alzando los ojos por encima de sus lentes mientras zurcía una enagua de doña Carmen.
—Ná…
—¿Cómo que ná…?
—Pues ná, eso. Lo abortos que son algunos allá arriba. La pelma que dan. Eso.
—¿La tratan bien?
—¿Cómo la van a tratar si son la cosa más estirada que se ha echao a los morros?
—Mujer, son reyes.
—No, los reyes, no. Ni los ve. Y cuando salen por ahí no dicen ni pío. Son los encargados de todo. Los que dan las órdenes.
—Algún ojo le habrá echao ya él. Creo que es una pieza, un peligro público. Dicen que ve una falda y no se tiene.
Serafina tiraba de la lengua a su compañera en el capítulo que le producía más curiosidad. La fama de desaforado del rey traspasaba los muelles. Cualquier moza de buen ver en palacio corría un riesgo diario.
—No me ha dicho nada de eso. De la reina, sí. Cuenta que no es una mujer feliz, que se la ve murria, así como con la pena pa dentro. A lo mejor los ingleses son así.
—Pues serán así y asá. Habrá de todo. Menudas tonterías dices, hijina.
—Pues no pregunte, Serafina, no me tire de la lengua, que yo estoy muy guapa callada. Voy a pelar estas patatucas.
Puerto intentó cambiar de tercio y su quiebro hizo efecto. Serafina siguió cosiendo en silencio, pero no tardó en volver a la carga.
—Pero la reina será amable con ella.
—Lo poco que coinciden, creo que sí. El problema son los hijos, que están taraos la mayoría.
—¿Taraos?
—Sí, enfermos y medio lelos. Son muy guapetones y los llevan muy repeinaducos y bien vestidos y eso, pero andan todo el día atontolinaos.
—¡Madre de Dios santo! ¡Qué pena! Bueno, aquí por lo menos cogen buen color y respiran aire puro.
—Ya… Si es que las desgracias, cualquier día, nos vienen a todos.
—¿Qué tienen?
—Cosas malas, incurables. Uno es sordo, otros dos son homofílicos…
—Hemofílicos.
—Eso, hemofílicos. ¿Cómo se dice? Hemofílicos, ¿no? Pues así. Un churro.
—¿Y las hijas?
—Las hijas como si nada. Perfectas.
—¡Cago en san Pedro…!
—¿Qué?
—Me pinché.
En ese momento entró como un vendaval en la cocina Carmen Revuelta.
—A ver, ¿qué están haciendo?
—Nada, aquí yo remendándole esta enagua y Puerto lo que ve, pelando patatas. ¿Quién viene a cenar?
—Nosotros dos, Enrique y Marina. ¿Qué pensaban hacer?
—Una tortilla de patata y algo de ensalada.
—Bueno. Ya sabe, hagan una con cebolla y otra sin ella, como siempre. De cuatro huevos las dos. Déjeme ver cómo está quedando mi enagua.
Carmen Revuelta echó un ojo con ese gesto de superioridad que sólo se les pone en el rostro a las institutrices malvadas y a las madres superioras.
—Pero, mujer, ¿cómo se la ocurre meter un hilo de otro color? Esto es blanco y el hilo es tirando a beige. Deshágamelo, Serafina. Mañana compro yo uno que no desentone con la tela.
—Como quiera.
—¿Por qué no me revisan la habitación de Rafael, que sabe Dios cómo estará? Hecha una pocilga, me imagino. Desde que no duerme con su hermano no hay quien lo meta en vereda.
Con el desplante de la tarde, Carmen Revuelta volvió hacia el salón. Serafina y Puerto ya ni se acordaban de lo que les había tirado a los morros por la mañana. Y a saber con qué saldría por la noche: con que si la tortilla está muy cuajada o poco cuajada, que si la ensalada sosa o los melocotones medio pochos. A aquellas mujeres les daba igual, ni la oían. Se metían en lo suyo, en matar el tiempo que les quedaba hasta poder acostarse y cerrar la persiana de día más derrochado para otros, de otra jornada desperdiciada a cambio de comida, catre y algo de jornal con el que atender a un sobrino —que ya ni sus padres ni sus hermanos les quedaban por proteger— o algún pariente en apuros en el pueblo.
Tan sólo les emocionaban y les alteraba algo el ritmo habitual los regresos de los Martín y el futuro de Toñina. Les alarmaba lo que le pudiera ocurrir ahora allí, a la intemperie, en palacio. Ojalá ella se diera de bruces con otra vida. Que pudiera encontrar un marido, un puño al que agarrarse para no envejecer atendiendo a unos déspotas que no son de tu sangre, para no marchitarse pendiente de los caprichos y los vaivenes de estos ricachones, de estos señoritingos de tertulia y camisa planchada con sus ínfulas, su verborrea y sus insoportables mujeres.
La cena transcurrió con poca conversación. Mentiras inventadas de Marina sobre lo guapa y lo eufórica que había encontrado a su amiga María Teresa en su visita imaginaria, la plomiza carraca cotidiana de Enrique en el banco que aburría soberanamente a las dos mujeres y únicamente interesaba a su padre… No por nada, tan sólo por si encontraba algún resquicio que le dejara olfatear una buena inversión.
Rafael evitaba las cenas en casa. Más ahora, con Marina recién llegada. Cambiaba el consabido repaso diario familiar por la aventura y ese mordiente golpe de la sorpresa que solía darse en la minoritaria intensidad de las tabernas y las tertulias nocturnas. A lo largo de las siempre excitantes caminatas sin relojes con su amigo Solana y otros artistas que recalaban allí en verano. El pequeño de los Martín formaba parte de una jarcia aficionada a los bajos fondos, tendente a dejarse llevar por la euforia del alcohol y cazadora de encantos callejeros escondidos o a la luz en mujeres sin oficio, ni beneficio; de jóvenes flores prematuramente marchitas por el inconveniente contacto con según qué pendencieros, a expensas de marineros ociosos y hambrientos de piel o de esos bohemios que no buscaban más que un depósito donde arrojar versos y llevarse el botín de su lúcida verborrea.
No las seducían como a las prostitutas de Ruamenor, ni de la cuesta de Gibaja, ni de la de Arrabal, donde también se llegaban a menudo. Asaltaban a muchachas solitarias y más dispuestas a la aventura que cualquier costurera remilgada con ínfulas de marquesilla perediana a lo Sotileza, mujeres conscientes y libres de su destino y de sus cuerpos que, aun así, caían desarmadas ante las balas de seducción disparadas por esos sinvergüenzas entre los que estaba Rafael Martín. A Solana le hacían menos gracia esas conquistas. Su timidez, su tendencia a la misantropía, algo borde con todo el mundo, le alejaba de toda sociabilidad. Aunque fuera anónima, de usar y tirar, nocturna y amnésica.
Él prefería la auténtica carne de cañón de los prostíbulos: los besos pagados, casi fríos, calculados en su entrega al tiempo pactado, sin nada más que dar a cambio salvo un puñado de dinero por un orgasmo. Allí encontraba como en pocos sitios la sordidez solitaria y despojada de toda felicidad que plasmaba en sus cuadros. Todo lo contrario a la radicalidad alegre y explícitamente colorida por la que se había inclinado Rafael Martín. Eran extremos que se tocaban. Por eso, cada uno sentía una irremediable curiosidad por el mundo del contrario. Así que extrañamente —los conflictos estéticos de los artistas provocaban sangre— convirtieron sus antípodas estéticas en amistad.
Muchas veces, Solana arrastraba hacia aquellos lugares a su amigo. Ni siquiera le molestaba el efecto de su competencia: Rafael vencía siempre en terreno contrario. Encantaba a las chicas con su luminosa naturalidad, con su nada afectada cercanía. Alguna se había quedado en un tris de perder esa recomendable distancia que conviene dejar con los clientes, la del dinero por medio, y se había hecho ilusiones de amor. A Rafael le daba miedo romper los corazones de aquellas criaturas. Sabía que podía hacerlo, pero era incapaz de evitar el encanto que le producía la intimidad de un cuerpo desnudo y solía mostrarse cariñoso con la que le tocara en suerte. Era un riesgo meterle en la cama.
En casa de la Claudia, los dos eran siempre bienvenidos. Como aquella noche. Allí acabaron: Solana por esa inercia que le arrastraba hacia sus camastros cuando sospechaba que estaba a punto de cobrar algún cuadro; Rafael, en cambio, se dejó llevar para ver si así lograba evadirse del mareo que le había ocasionado el reencuentro con Marina.
La madame, a la que Solana había conocido ejerciendo de muy joven, les recibió encantadora, con su cigarrito liado en la mano, el generoso escote rebosante, un brazo largo posado rígidamente sobre el costado y el otro, en ele, sujetando el oloroso tabaco en su boca. La Claudia sonrió sinceramente al verles y les invitó a una copita. Solana aceptó. Pidió un orujo fuerte, de los que bajaban a veces a la plaza desde Liébana. Rafael tomaría lo mismo.
Las chicas aguardaban quejumbrosas, alguna con la piel un tanto húmeda por el sudor que producía la quietud de la noche, otras apáticas ante la falta de clientela. O quizás perdidas en el propio abismo de su tristeza, sin esperar nada más que otra noche eterna en la que soportar babas e impertinencias hasta que apareciera un caballero que las rescatara de aquello, un hombre hecho y derecho que cumpliera de verdad las promesas que casi siempre quedaban en el aire.
No iba a ser aquella noche. Tampoco la liberación vendría de la mano de esos dos artistas hambrientos de sexo o inspiración a partes iguales. Solana no quiso quedarse con ninguna de las jóvenes meritorias. Le propuso directamente a la Claudia ganarse unos duros y recordar viejos tiempos. Aunque ella ya se había retirado de la acción, no le hizo ascos a su propuesta. Seguía sintiendo cariño por aquel ser de otro mundo, atormentado, incluso violento cuando llevaba mal vino, atosigado por turbulencias extrañas que sólo ella era capaz de apaciguar. Accedió a cambio de que Rafael entrara con alguna de las chicas. El negocio era el negocio. El pequeño de los Martín se mostraba remolón, pero Solana insistió:
—Muchacho: pago yo.
A Rafael, entonces, no le quedó más remedio que echarse en brazos de la bella Paquita. Era la joya más tierna del burdel, apenas, quién sabe, catorce, quince, dieciséis años: los que ella se había olvidado de contar. Nunca fue consciente del día negro en que su madre la expulsó con rabia y envuelta en una placenta a este vertedero. Debió de ser en un lugar muy similar al que ahora le daba para ganarse la vida. Fue un descuido de su progenitora, un mal desvío, algo no deseado. Así que ella tan sólo le regaló un destino idéntico al suyo. La misma rueda, la misma maldición. Un camino de esclava a la intemperie entre las rejas de la pobreza de donde sólo podría salir con su cuerpo protuberante, con sus pechos de miel y sus nalgas enrojecidas por el roce de las pieles ásperas que a menudo lamían sus secretos entre la mugre.
Solana se retiró con la Claudia a su habitación. Rafael y la bella Paquita entraron en su guarida recargada de papeles pintados, lamparitas doradas y colchas bordadas con ganchillo. El muchacho, medio dormido, apenas lograba espabilarse ante la tímida pero decidida capacidad de encanto de la chica.
Ella le dijo:
—¿Para qué me quieres?
Él respondió:
—Para soñar…
Y recostado, perdido entre las delicadas caricias que le regaló la bella Paquita, un poco antes de que la niña comenzara a quitarle su ropa cuidadosamente y a besarle sin los esfuerzos que le requerían otros clientes, Rafael Martín se durmió.