DOS

Cuando se instala la calima conviene aligerarse, quitarse atuendo de encima y quedar en mangas de camisa. Aun así, el sudor lo empapa todo y golpea con su tunda pegajosa. No hay abanico ni sombrilla que la merme. Penetra dentro, como un ahogo que detiene la sangre en las venas, como un tronco varado en mitad de nuestras paredes que corta la respiración y el ánimo. Sólo la brisa, sólo el viento puede barrer su plomiza perseverancia de fuego transparente. Únicamente la paciencia es capaz de vencerla hasta que llega el milagroso instante en que desaparece. De pronto.

Don Benito trataba de distraer la desazón de aquel bochorno medio mañanero sentado en un banco de su jardín. No quería ni acariciar a su derrotado mastín, su perro bueno y fiel, que sólo buscaba sombra para guarecerse, por si la manta de pelo abundante que le cubría entero se le instalaba en las uñas y hacía todo mucho más insoportable. Era en esos días cuando el escritor se arrepentía de no haberse afeitado el bigote y quitado de encima esa hoguera prendida en sus morros.

La bahía se había convertido en un plato reluciente sin olas, mortecino y desesperante en su estancada quietud. A la izquierda se alzaba ante la vista de San Quintín el nuevo palacio de la Magdalena. Ya se habían instalado allí los nuevos vecinos, entre sus muros de piedra clara, los ventanales estrechos y su bien plantada figura de cottage inglés en honor a los veranos de infancia en la isla de Wight de la reina. Llevaban detrás a toda la corte y su correspondiente parafernalia para atender cada mínimo detalle.

Todo ese trajín levantaba un pertinente mosqueo en el escritor. Él no compartía la algarabía de la ciudad en ese punto. Se alegraba por los vecinos, comprendía el honor, pero se preocupaba por ello. Precisamente lo que el autor buscaba allí, en aquel refugio, era en buena medida alejarse de la batalla política en la que se había inmiscuido precisamente junto al bando de la Conjunción Republicana. Meditaba ya muy seriamente dejar la política y dedicarse exclusivamente a escribir. Carecía de fuerza para tanta lucha. Olvidarse del lío capitalino era su objetivo y esos días corría el riesgo de reproducirse lo más cansino del mismo, a escala más pequeña y delante de sus narices.

A ver si aquello iba a dar al traste con sus veranos tranquilos, con su paz necesaria, con el oxígeno de su inspiración, a base de visitas inconvenientes y el empeño de algunos de agradarle y darle la lata con invitaciones nada apetecibles. Aunque por otra parte tampoco estaba mal que se preocuparan de uno, como el día anterior había hecho el conde de Romanones, acercándose a saludarle.

Para empezar, por el paseo se había multiplicado el tráfico hacia El Sardinero. Era un ir y venir constante, con carrozas, carromatos y varios automóviles. Sin embargo, en ese trance, pese a los movimientos, nada parecía enturbiar la miga pesada de la calima. Don Benito soportaba ese velo del aire cansino y la calma chicha medio dormido. Sólo pudo huir de las peores sensaciones cuando una escasa luz penetró por las ventanas de su ceguera galopante como un pellizco de esperanza suave, tersa, que le hacía pensar en su último amor.

La había dejado en Madrid. Teodosia Gandarias se llamaba y era el motor de los últimos días de su vida. La llama que prendía sentido a la rutina en su nada deseada decadencia. Aquella mañana la había escrito, como todos los días, su carta. «Adoradísima: ayer, en la llegada del rey, me pasaron algunas cosas que te contaré para que te rías un poco…». Sin embargo, el cartero falló en la entrega y eso le causó un severo disgusto que aquel calor multiplicaba. No fue descuido de ella, seguro. Sino incompetencia del servicio de correos, algo habitual.

Teodosia Gandarias, vasca de nacimiento, era una mujer viva, culta y entregada a su vocación de enseñanza. En Madrid ayudaba al escritor con sus originales; los corregían juntos y trabajaban en común. Para don Benito ella fue un estímulo intelectual, pero también erótico. El inesperado fuego al que se había atado para vivir desde hacía siete u ocho años una gran aventura, la última de aquel impenitente mujeriego romántico y preso de las faldas desde niño.

Aquella mañana, el escritor consiguió zafarse del fuego húmedo que traía la calima imaginándola. Ya la había plasmado en algunas de sus obras, como sincero homenaje que a ella le ilusionaba más que a nada en el mundo. Desde que la conoció, en cada escrito suyo, las mujeres preferidas en la imaginación del autor llevaban una pincelada en las que se podía identificar a Teodosia Gandarias. A veces ella, frente a ese espejo literario, no se mostraba de acuerdo, pero casi siempre se veía bien reflejada. Quedaba esparcida en los mejores rasgos de sus heroínas. Personajes como la Cintia Pascuala de El caballero encantado, la Fernanda de La España trágica o la Athenaida de La razón de la sinrazón recordaban en mucho sus virtudes. Los azotes de calor le traían a la mente aquella misma mañana sus manos de cera, ese aspecto místico y doliente, su cabellera negra, dividida en dos, como el fondo de un abismo… También sus juegos de amantes casi furtivos en la casa que les servía de guarida. A escondidas de su hermana Carmen y su sobrino José, el bueno de Pepino, tan metomentodo, que nunca vieron con buenos ojos la relación. Pero a don Benito todo aquello le traía al pairo. Lo importante era la entrega desnuda y generosa de aquella mujer, el roce de sus sentidos, que en su caso ya quedaban privados de una vista cristalina pero conservaban una capacidad de emoción y percepción muy viva.

Toda la intensidad de sus momentos exprimidos al límite, los instantes eternos que le hacían perderse en su cuerpo delgado, en los huesos protuberantes que se le clavaban en el fondo de sus manos y en los costados cuando se restregaban apasionadamente en la cama. La boca fina que sellaba su cara con besos pausados, entre los que intercalaban palabras de amor con esa voz de susurro melancólico.

Su recuerdo le animaba y le reconfortaba con lo mejor del ser humano. Sus detalles de entrega al prójimo le resarcían de todo el mal, de la inquina y la miseria humana que observaba tantas veces a su alrededor. El empeño que ponía Teodosia en enseñar a aquellos analfabetos que se encontraba a su paso, como al hijo de su portera o a alguna sirvienta, le enternecía y a veces se sorprendía a sí mismo hablando solo, vocalizando esas palabras que se decían en vasco, idioma que ella dominaba: «Asco Gurutzut, sentut gurutzut».

Ninguna mujer anteriormente le había llegado tan dentro. Más incluso que el sentimiento que mantuvo con la buena de Concha Ruth Morel, quizás su amante más sofisticada, ahora comprometida con la izquierda radical; muy por encima de su prácticamente animal relación con Lorenza Cobián, mujer de escasa cultura y demasiadas nubes negras, depresivas y tendencias suicidas derivadas de sus delirios persecutorios, esos que ni siquiera pudo aplacar la alegría que les trajo María, la hija de ambos. Y completamente diferente a aquel duelo de egos titánicos, no exento de cariño, que mantuvo durante años con Emilia Pardo Bazán. Con ella se había cruzado hacía poco en el Ateneo. Fue una situación tensa que paralizó a los testigos del encuentro y se convirtió en una comidilla para las tertulias de la capital. Al parecer, cuando la escritora pasó a su lado le espetó: «Adiós, viejo chocho». Él, sencillamente, le contestó: «Adiós, chocho viejo».

Teodosia fue todo un apoyo para los años duros. Para sus achaques y el trauma de su ceguera, contra la que luchaba sin tregua cada vez que podía. Había resistido operaciones fallidas y sólo se fiaba de los diagnósticos y las recomendaciones del doctor Madrazo, allí, en la ciudad, y del doctor Marañón, que le atendía en Madrid. Las cataratas enmarañaban y nublaban su visión sin remedio. La operación que le había llevado a cabo el doctor Manuel Márquez hacía cosa de dos años fue un fracaso. Extrajo en trozos su cristalino, pero no logró sacar el núcleo de su ojo izquierdo. Meses después, cuando intervino el derecho, nada se logró.

Poca cosa se podía hacer más que lavar los ojos, aplicarse yoduro y pilocarpina, resistir la luz con gafas oscuras y rezar. Pero eso último, sin duda, iba poco con él. Así que se encomendaba a sus amigos píos y a sus hermanas. Ya no podía hacerlo en su lugar Pereda, que le había dejado años antes, en 1906. Echaba de menos sus visitas fortuitas, aquella capacidad de sorpresa que le rescataba a veces del trabajo atascado para dar un paseo. Añoraba a su amigo y sus disquisiciones, su contrapunto razonable de la visión opuesta pero pacífica que mantenían de las cosas.

También sentía la ausencia de Menéndez Pelayo, muerto hacía escasamente un año. Ni las disputas por el Nobel habían conseguido echar al traste su amistad y respeto mutuo hasta el final. Se mantuvieron bien al margen a pesar de que muchos anduvieron empeñados en enzarzarles con el agridulce caramelo de la gloria por medio. Como si un mero reconocimiento, por muy gordo y universal que fuera, pudiera quemar el cariño que se profesaban, aquel respeto mutuo a prueba de bombas y pasquines insufribles que provocaron en don Marcelino un súbito envejecimiento.

En mitad de aquel galimatías, don Benito encontró siempre el apoyo de Teodosia. Varios prohombres, incluido don Marcelino, habían propuesto al escritor para el premio Nobel desde hacía muchos años. Pero la vez en que más a conciencia se hizo prendió la resistencia de la caverna. La Iglesia y varios intelectuales enarbolaron una brusca ofensiva en contra, furibunda y desagradable, destructiva y llena de mala fe, que no ayudaba nada. No tuvieron otra ocurrencia los retorcidos urdidores de aquello que proponer como alternativa a su amigo. Fue algo que incomodó a Menéndez Pelayo muchísimo pero que aun así no desanimó a sus instigadores. Hasta el apoyo del Vaticano consiguieron en contra de la candidatura por medio de artículos nada entusiastas aparecidos en L’osservatore romano.

Pero no fue eso lo peor. Lo peor fue que, al final, Menéndez Pelayo murió avergonzado y sin reconocimiento, con una última mancha que le preocupaba y le agudizó el dolor de la cirrosis que acabó con él de forma devastadora. La de haberse visto envuelto con saña en una polémica que podía haber enturbiado el recuerdo que le dejara a su amigo. No fue así y éste también se dio por vencido en lo que tocaba a sus posibilidades.

La cosa del Nobel seguía su curso, sin embargo, aunque para él representaba su última preocupación. No le habrían venido mal las 140 000 coronas suecas del premio para saldar las deudas que le causaba su cada vez más escaso rendimiento literario. Le ahogaban los gastos y él no daba más de sí. Se le hacía cuesta arriba mantener dos casas, a sus hermanas, a su hija y atender las necesidades de Teodosia y del hermano de ésta.

Pero tendría que seguir haciendo lo que tocaba entonces: escribir y escribir. Alejado del escalofrío que producen las líneas sobre el papel, dictando lo que se le ocurría a su fiel secretario, Victoriano Moreno, ante quien creaba en voz alta. También con la muleta firme de su criado, Francisco Menéndez, que le leía los periódicos y le buscaba datos históricos precisos. Así fue como pudo continuar con sus últimos Episodios y asegurarse una buena caja con dramas de poco riesgo como aquel que tenía entre manos. Celia en los infiernos, se llamaba. Tan sólo le quitaba el sueño dar un carácter creíble al habla de los bajos fondos. Poco más.

El timbre de la puerta que daba al paseo interrumpió su distraída ensoñación. Era el amigo Estrañi, director de El Cantábrico, que se había acercado como casi todos los días a verle por la mañana, antes de meterse en faena con el periódico. Ese día le acompañó Diego Martín. Hacía siglos que no coincidía con el viejo sabio y echaba de menos su conversación, la discreta y sentenciosa semilla de su sentido común, la lucidez que conservaba contra viento y marea, desafiando achaques y sombras oscuras.

Don Benito se alegró de verles. Lo de Estrañi era un placer cotidiano; el amigo que había sustituido su intimidad diaria y estival con Pereda, aunque mucho más próximo en sus convicciones políticas. Por Diego Martín sentía una admiración palpable desde que abanderó su intensa protesta civil por las víctimas del Machichaco, que acabó en un fiasco, una humillación sin reparos para las víctimas y con los responsables en sus respectivas casas. Respetaba aquella lucha callada de quienes se levantaban contra los muros de la indiferencia y la resignación, tan cancerígena para su país, aun a sabiendas de que eran batallas perdidas. Diego Martín le parecía todo un ejemplo a seguir en ese sentido. Un referente ciudadano, con mucho más mérito todavía por haberse alzado contra todo en la neblina autocomplaciente de aquella ciudad.

—Vaya, vaya, esto sí que es una alegría de visita —dijo el escritor.

—Hacía ya tiempo que no nos veíamos, don Benito. Y me atreví a pedirle a nuestro amigo común que me trajera cualquier día con él —se medio excusó Diego Martín.

El hombre sentía tal admiración por el escritor que temía irrumpir a destiempo su descanso o su inspiración. No quería ser un estorbo evitable, una molestia inapropiada que no le ocasionara más que fastidio.

—Usted siempre será bienvenido a esta casa. Venga cuando quiera. Con Estrañi o sin él, estaré encantado de verle. No sabe la cantidad de fatuos y pesaos que uno tiene que soportar por ser una especie de estatua viviente. Sin contar a las actrices histéricas…

Diego Martín agradeció la cortesía con un gesto amable. El escritor les ofreció algo fresco que aplacara el calor, pero su hermana y su hija no le oían. Llegaban algo sofocados por la caminata. El día invitaba a buscar la sombra recogida y no la intemperie, así que se sentaron a resguardo, ansiosos por sentir alguna brisa furtiva que llegara del mar o la cordillera. Aun así, el viento no cambiaba. No se movía nada.

—Ya le había comentado a Diego que estaba usted como un chaval —terció Estrañi.

—Con estos calores, no sé yo.

—No hay quien los aguante, es cierto.

—Lo bien que nos habían venido esas visitas a Puente Viesgo… Las aguas me calmaron el reuma y el dolor de espalda. Hasta creí ver mucho mejor. Pero nada, ya estoy baldao otra vez. Para el arrastre.

—Ánimo, Benito. No te nos rajes —dijo Estrañi.

—Ya…

Diego Martín veía algo demacrado al escritor, pero le pareció que podía ser el sofoco de aquel día impenitente. Disimulaba bien la ceguera, con una coquetería y un orgullo de Don Juan tozudo, con el ímpetu de quien se niega a deshacerse de ninguno de los atributos forjados a medias entre la madre naturaleza y la voluntad de los dioses.

—Menuda jarana con la corte —comentó Diego Martín.

—Calle, calle, no me hable. Ni me lo recuerde —dijo el anfitrión.

—A punto he estado de resbalarme por el muelle con la baba real de algunos —aseguró Estrañi.

—No me extraña. Me da que a usted tampoco le gusta esta verbena, querido Diego —aseguró don Benito.

—Es pan para hoy y hambre para mañana. Un puro despilfarro. Hombre, me gusta ver a la gente contenta. Pero le diré que la monarquía para mí es algo anacrónico, condenado a terminar. Y no lo digo por estar en casa de un republicano, no se crea.

—Cualquiera con dos dedos de frente lo ve. Lo que ocurre es que este rey se los lleva de calle. Es muy golfo y muy simpático y eso le hace confundir a la gente el culo con las témporas —sentenció.

—Ahí está la cosa, ahí, ahí —se animó Estrañi.

—Si viera esto el cagueta le daba un soponcio —comentó el autor.

—Pobre…

La memoria de Pablo Lefebre hizo pasar un ángel. El viejo echaba de menos sus visitas, aunque le resultaran a veces inoportunas. En ese momento apareció María con una jarra de agua y hielos.

—Ah, gracias, hija. Creí que no me oíais.

Estrañi sirvió los vasos con parsimonia.

—A refrescarse, que debemos andar despiertos. De este año no pasa que celebremos el Nobel de aquí nuestro amigo —comentó.

—No me sulfuren ustedes más de lo necesario, que no está el día para tonterías. Ya es tarde para eso. Se nos pasó el arroz.

Diego Martín no sabía qué decir. La indignación que le había producido aquel episodio, multiplicada por la alegría que mostraban algunos de sus íntimos por verle hundido en un fracaso, le ocasionó varios disgustos. Entre ellos, casi seis meses de desprecio mutuo y silencio con su amigo Carlos Fuentecilla, cada vez más encerrado en glorias pasadas y blindajes imposibles. Se atrincheraba constantemente contra cualquier avance. Se notaba que la vida no le había azotado con ninguna desgracia. Todo era tabú, todo inabordable. Sólo se podía hablar del tiempo con él.

—Ni que decir tiene que hay cosas que no se pueden entender —aseguró Diego Martín.

—No se apure, querido amigo, no se apure —le tranquilizó don Benito, casi como aquellas viudas que consuelan a quienes se acercan a dar un pésame y no al revés.

—Veámoslo de forma positiva. ¿Cuánto han aumentado sus ventas con esto? —preguntó Estrañi.

—Suficiente para algún vicio. Se ha vendido lo más beligerante. El día que se organizó una protesta en Madrid se colocaron treinta y tantos ejemplares de Gloria y luego se han ido agotando Electra, Doña Perfecta, La familia de León Roch y Casandra, según tengo entendido. Por mí, que siga la cosa.

—Caerá, Benito, caerá —apuntó Estrañi.

—No me cabe la menor duda —adujo Diego Martín.

—Vale, vale… Lo que ustedes digan. Como ustedes quieran. Pero a mí me cansa el asunto. No se pueden hacer idea de lo que fatiga comprobar lo cainitas que somos en este país. Ante el disparate no cabía más que dar ejemplo, y en eso creo que el pobre Marcelino y yo tratamos de comportarnos como caballeros. No saben hasta qué punto nos carcajeábamos juntos de la que se montó. ¡Señor! ¡Qué cosas hay que aguantar!

—Ahí Marcelino demostró lo que era: un señor —dijo Estrañi.

—De los grandes…

Don Benito quedó un tanto ensimismado no se sabe muy bien por qué. Quizás por esos recuerdos que llegan de improviso, alegres incluso, pero que producen nostalgia de golpe y hacen perder el sentido de muchas cosas. Probablemente le pillara inerme la bofetada de las ausencias: Pereda, Menéndez Pelayo…

Aunque se sintiera bien por la compañía de otros, siempre se enorgulleció de aquella amistad sentida y civilizada entre adversarios de creencias e ideales. Una amistad que los propios acontecimientos del Nobel y otros episodios, como su polémica por Electra, no pudieron doblegar. Una alianza que el escritor dudaba se pudiera dar a menudo en un país borracho de revancha, enfermo de envidias y entregado peligrosamente en ocasiones al ansia de venganza.

Estrañi y Diego Martín notaron aquella lejanía anímica. Pensaron, sin decírselo, que era el momento indicado para marcharse y dejarle tranquilo. Aun así, Estrañi le invitó a acompañarles.

—¿Quieres dar un paseo con nosotros, Benito?

—No, no. Voy a aguantar aquí a la sombra hasta que se descomponga este bochorno y después trabajaré un poco.

—Bueno, pues nos vamos a llegar hasta El Sardinero.

—Muy bien. Estupendo. Ya sabe, Diego, vuelva cuando quiera. Que no pase tanto tiempo. Yo a El Suizo prefiero no bajar ya. Pero es usted muy bienvenido en mi casa.

—Muchas gracias, don Benito —contestó Martín honrado, realmente agradecido.

Los dos amigos bajaron hacia la salida de la finca y encararon la curva de la Magdalena. Por el oeste se avistaban ya algunos rizos en las olas, que recuperaban tímidamente una espuma discreta e imperfecta. La mar comenzaba también a resquebrajarse como un cristal abandonado. En apenas un instante, la calima se había evaporado, arrastrada por esa brisa milagrosa que hizo sonreír a los dos paseantes.

—Cambia el viento —apuntó Diego Martín.