UNO

Nadie sabría decir cómo ni cuándo, pero el caso es que desde hacía tiempo la bahía había adquirido un extraño e intenso tinte de luz. No sólo trajo aquello el verano avanzado, con su adecuado tono de brillo azul, unas brisas dulces que barrían la humedad excesiva, sus días largos y el calor justo, no muy sofocante; vino también con los saludos efusivos, sentidos y risueños de los veraneantes, con esa baraja de tipos trashumantes que siempre traían consigo un humor grácil, renovado, conveniente para borrar la mueca antipática de la rutina, muy recomendable para contrarrestar la tibia desconfianza hacia los de fuera que se gastaban los paseantes habituales.

Quizás las velas de los balandros y las bandadas inquietas de gaviotas ayudaran a blanquear el aire y la bruma tantas veces ensombrecedora. Puede que un aspecto de fiesta, con guirnaldas, flores y trajes de domingo contribuyera a levantar un vistoso tejido en las calles cercanas al muelle. Las fachadas limpias y los negocios florecientes habían regateado hasta el derrumbe del imperio y muchos gastaban los cuartos alegremente para mantener dignas las apariencias y el teórico señorío que se suponía a los de siempre.

Pero no, no sólo era eso. Hacía tiempo que la ciudad sonreía. No se sabe bien por qué, pero lo hacía más de lo normal. Aquella tarde, sobre las siete, mientras los vecinos esperaban pacientemente en su comprensible excitación la entrada en el puerto de La Giralda, la ciudad parecía alegre, jovial, fiestera. Se había lavado bien la cara y vestía un ánimo jacarandoso para recibir como se merecía al rey en su yate.

Aquel verano inauguraban una nueva distinción, una grandeza estacional: la de acoger las vacaciones reales. Hacía casi un año que el alcalde Lloreda había entregado las despampanantes llaves del palacio de la Magdalena a los monarcas. Estaban forjadas de oro y platino, con incrustaciones de brillantes y rubíes para resaltar sus iniciales. Era el regalo del pueblo a su rey. Un regalo que se costeó por suscripción popular y en tiempo récord. Un regalo que debía atraer riqueza y alcurnia, nobleza e influencia a algunas de sus gentes.

Aunque todos se sentían importantes. Desde las autoridades hasta los hijos huérfanos del muelle y las dársenas. Desde los orgullosos empleados del banco hasta los comerciantes textiles y los dueños de las tabernas, de los marineros a los clérigos, las señoras distinguidas y esnobs pero también las beatas. Desde los encargados del puerto hasta las pescaderas, con María Casovalle, la Chata y su corte salida de la plaza de las Atarazanas, con Paulita a la cabeza, en primera fila, ante la comitiva popular. Bien guapas se habían puesto, bien limpias y perfumadas, como se suponía que debían presentarse quienes a partir de entonces iban a ser proveedoras de palacio.

No faltaban al borde del muelle todos aquellos que habían construido el sitio de la Magdalena: los carpinteros, los albañiles, fontaneros, los marmolistas, cristaleros, jardineros y los aparejadores encargados de acabar en poco más de tres años aquel lugar egregio, situado en el mejor paraje de la costa, asentado en la península que cortaba la vista del horizonte y saludaba a todos los barcos que entraban en la bahía. Allí fue donde levantaron su proyecto los dos jóvenes arquitectos elegidos para desarrollarlo: Gonzalo Bringas y Javier González de Riancho.

La ciudad se había paralizado para recibir al rey. Raro era el balcón que no había colgado en sus barandillas una bandera. Por toda la calle, por los cafés, por las plazas, se respiraba esa euforia monárquica que desanimaba a los menos adictos y atufaba a quienes no confiaban en la gracia divina de las dinastías. Aquel día no era suyo, aquel día mejor callarse y aguantar el chaparrón de un inmerecido baboseo general, de una sumisión no se sabe bien a qué tradiciones, creían muchos. Aunque con la certeza de estar en minoría.

Llegaban navegando desde San Sebastián. El rey bajó de La Giralda con su atuendo marinero, perfectamente peinado, sonriente, atlético. Desembarcaba decidido, amable y encantador. Destacaba como nadie en Europa por su dominio certero de la calle frente a la distancia calculada y naturalmente inglesa que solía imponer su esposa, la reina, y la discreción en segundo plano que ese día gastó el conde de Romanones. Arrasaba en la calle y causaba desesperación a aquellos que deseaban acabar con él, no sólo porque había escapado ileso de varios atentados —uno de ellos la recién pasada primavera—, sino porque engatusaba a los desarrapados y a las gentes menos doctas con una engañosa pero bien medida campechanía, con una solícita y prometedora atención que no siempre después cumplía las expectativas. Aquella empatía con el pueblo llano le resultaba muy efectiva además para realizar conquistas y pasearse por los teatros de variedades, pero sobre todo para sentirse dueño y señor de las aceras y los recibimientos multitudinarios.

Acogió atentamente los saludos, las bienvenidas y los parabienes de las autoridades. Pero antes de montarse en el coche moderno y reluciente que le trasladaría a palacio se acercó a saludar a sus súbditos. A todos aquellos que despreciaban e ignoraban con todo derecho la pompa del protocolo. Enseguida el rey cambió el apelativo de señor y majestad con el que se dirigían a él los cargos electos, vitalicios y caprichosos, los dudosos honorables vacuos de turno, los prebostes de aquí y allá, por el nuevo rango que le plantó encima la Paulita.

—¡Qué guapo estás, hijo mío! —soltó la pescadera, admirada por el peinado de línea recta y su cuidado bigote, por los botones dorados de su chaqueta azul marino y por la perfecta raya de plancha que le destacaba en el pantalón de tonos claros.

El rey sonrió a la mujer. Ese tono agudo, chillón y cantarín salido de boca de aquella señora tan simpática con pañuelo negro a la cabeza le sonaba de su primera visita, años atrás, cuando viajó a la ciudad con su madre. Quizás porque ya se había dirigido a él entonces en los mismos términos, con el mismo descaro al tiempo inocente y deseoso de llamar la atención.

—¿Ha visto usted a mi madre? —le preguntó directamente el monarca.

—No, hijo mío. No la he visto —respondió ella atrapada en el sarcasmo real que la colocó a expensas de varias carcajadas a su alrededor.

Le costó escaparse de los besos, de las palmadas, de los apretones. Pero en pocos minutos se volvió a abrir camino hacia el vehículo no sin antes dedicar alguna carantoña a los pocos niños que encontró a su paso. Montó y salió junto a la reina repartiendo saludos y gestos de agradecimiento. Los presentes quedaron encantados y fueron dispersándose alegres en su mayoría, con el regocijante gusto que da el deber cumplido.

Cuando cayó la noche, plomiza y sin aire, la ciudad aún no había recuperado un ambiente normal. Era como si le costase retirarse de una boda larga, en la que uno aguanta más de lo que le apetece por no hacer un feo a las familias de los novios. Los cafés bullían y los niños retrasaban las crecientes ganas de retirada de sus padres. Los jóvenes aguantaban dando paseos arriba y abajo del muelle, hasta la Alameda primera y vuelta. Los guardias distraían su atención con conversaciones relajadas y a algunos les costaba más de la cuenta echar el cierre de los comercios.

En casa de los Martín, la hora de la cena se presentaba tranquila, un poco alejada de la euforia y el entusiasmo regio, acorde con ese escepticismo propio de la familia hacia aquellos sentimientos. Tan sólo Carmen Revuelta y Diego se sentaron a la mesa. No iban a atiborrarse precisamente, simplemente tomarían una tortilla de bonito, algo de lechuga y un poco de fruta.

Avisaron a Serafina sobre las nueve para que les sirviera la comida caliente. Después leerían algo y se acostarían. El verano no necesariamente dispersaba a sus hijos, tan sólo Marina pasaba fuera largas temporadas. Se instalaba en el pueblo, sin faltar a sus días de aires diferentes con la familia de su padre. Desde aquel episodio que ya jamás nunca nadie volvió a comentar les había cogido gusto. Era algo que cuadraba perfectamente con las intenciones de su madre y su padrastro. Se empeñaron en evitar a toda costa el encuentro y la convivencia entre ella y Rafael.

El pequeño de los Martín se había convertido en un joven inquieto y bohemio, entregado al arte, capaz de sacarse ya unos cuartos con caricaturas en la prensa local, en la que colaboraba asiduamente desde que estudiaba en Madrid. Había empezado arquitectura, pero el dibujo le llamaba tan profundamente por dentro que decidió atrapar el tren de su talento y cambiarse a la escuela de Bellas Artes. Hacía poco que había regresado, tras más de diez años fuera de casa. Primero pasó el calvario del internado en Villacarriedo, después alegró sus días en Madrid, donde hizo amigos incondicionales y probó las mieles de los sueños más ambiciosos, aquellos que sólo Dios sabe si se podrían llegar a cumplir y que le llevaron directamente a París una temporada. Allí quiso oler el perfume de los genios. De hecho, se trajo algún aroma al lugar que le vio nacer, un mordisco de aquellas vanguardias crecientes y rompedoras de límites y barreras con las que nacía un nuevo arte. Le vendría bien importar algo de aquellos bríos a la ciudad, que siempre parecía necesitada de más aires distintos, de más nervio y de un brusco despertar para salir de aquel ensimismamiento peligroso: el que le daban los grilletes de su propia belleza, las cadenas de su imperturbable y envarado orgullo creciente.

Aquel verano Rafael regresó a su casa, junto a los suyos, en busca de un paréntesis que le ayudara a poner en orden sus ideas de futuro. Enrique, en cambio, las tenía bien claras. No había salido del seno familiar. Nunca experimentó esa necesidad de huida que mostraban sus hermanos. Anhelaba una vida tranquila, un trabajo con un razonable margen de prosperidad, una mujer devota e hijos modélicos, discretos y obedientes. También amigos con buena conversación y con los que compenetrarse y tertuliar a diario, con los que hablar sobre los acontecimientos que mueven ese mundo lejano y turbulento que describen los periódicos, sin sobresaltos, a resguardo, autoprotegidos y regodeados en el férreo convencimiento de que no existe lugar mejor para vivir que el suyo. En resumen, una existencia ordinaria, con labores y responsabilidades ordinarias.

Pero cada ser humano lleva dentro un sueño, por muy vulgar que pueda parecer. Un sueño que, según, resulta palpable o inalcanzable en la medida de las aptitudes y las posibilidades propias. También puede depender de la fe que le ponga cada cual. Pero ése no fue el caso de Enrique Martín San Emeterio. A veces los sueños más reales son los más imposibles. Y en ocasiones, las locuras más alejadas de la razón resultan muy fáciles de conseguir.

También es cierto que el mediano de los Martín se acostumbró pronto y con obligada facilidad a convivir con sus frustraciones. Quizás por eso nunca se atrevió a pedir el cielo. Su sueño loco y callado fue Marina, pero él jamás lo llegó a rozar. En cambio, Rafael sí, como tantas otras cosas. Así que se limitó a ser realista y bajar el pistón de sus aspiraciones. Simplemente se conformaba con conocer a alguna joven discreta y decente, que buscara un futuro cómodo y sin pretensiones más allá de reuniones y meriendas con las amigas y la familia. No la había encontrado. Mientras aparecía, Enrique mató su juventud estudiando derecho y comercio a distancia con vistas a entrar en el banco. Lo consiguió sin grandes esfuerzos, como sin grandes esfuerzos veía abiertas las puertas de una carrera aseada y prestigiosa en la medianía de las finanzas locales.

De hecho, ya había conseguido hacer ganar unos buenos cuartos a su padre con incursiones poco arriesgadas pero seguras en valores a prueba de bomba. Algo que Diego Martín reinvertía a su vez alegremente para multiplicar aún más su patrimonio. Había que aprovechar las rachas. Ya llegarían las vacas flacas, los malos tiempos, la preocupación ante la que uno nada puede hacer sino aguantar el tirón.

Diego hijo toleraba aquella juguetona avaricia de su padre y su hermano. Había regresado de sus aventuras en las misiones más calmado en su fanatismo, más abierto, mejor dispuesto a los vaivenes de un relativismo saludable. Creció y se forjó fuera como un hombre, alejado del nido y la autocomplacencia de sus paisanos. Dejó asomar por las rendijas de su alma casi siempre atormentada un saludable soplo de bonhomía, un aire de paz. Puede que la distancia le ayudara definitivamente a superar varios de sus traumas; también le influyó el consuelo de los que nada tienen y te hacen ser consciente de tu propia suerte. Vio y vivió la pobreza extrema. Comprendió la pasión por los ideales y el hambre. Alivió algún mal. Predicó con fuerza y se convenció de haber plantado frutos. Pero siempre quiso volver. Quizás no tan pronto, pero sí volver. Estaba convencido de que las almas se salvan en cualquier esquina y que la sed de Dios aprieta con la misma fuerza en la selva y en los mundos más recónditos, como en la puerta de tu casa.

Volvió además cansado y afectado por la huella fortuita de algunas enfermedades de las que se libró de milagro, pero más sabio. Los médicos y algunos compañeros misioneros se lo plantearon con crudeza: no podría resistir un virus más, ni otra infección. Cinco años entre indígenas, por América, habían sido muchos, suficientes para descuidar al rebaño más cercano. De hecho, al regresar, había encontrado pecados graves y urgentes en la casa a los que hacer frente. Como la creciente herejía de Carmen Revuelta.

No fue casual aquel desvío. Quizás la empujó a ello el rechazo y el hartazgo que sentía hacia su hijastro. O quizás la vida: esos cruces escritos o no en el destino ante los que nada puedes hacer más que dejarte llevar. Fue así como Carmen Revuelta cayó en la Iglesia evangelista. Sin proponérselo, de un día para otro, se convirtió en ferviente seguidora de aquel culto protestante que habían levantado en la ciudad sin hacer ruido, pocos años antes, el pastor William Hooker Gulick y su esposa Alice Gordon Gulick, en su pequeña casa de la calle Ruamayor.

Pero ella cayó por obra y gracia del reverendo Enrique Acosta, un predicador con encanto de obispo vaticano, curiosamente encargado de ampliar la feligresía tras la muerte de aquellos dos pioneros norteamericanos extraviados en plena ciudad católica, apostólica y romana. Le atraía la sencillez del culto y una fe de roble en la que apenas había que probar ni demostrar nada cara a la galería. También unas ganas ocultas pero fácilmente identificables de llevar la contraria que enloquecían a los más píos de su familia.

Diego Martín ni se inmutaba ante aquellos trajines, por culpa de esos forcejeos absurdos entre el verdadero Dios del papa y los adeptos a Lutero y a Calvino. Se había convertido en un testigo impávido de la vida, en un hombre socarrón y descreído de casi todo. Tan sólo le divertía la ilusión de hacerse más rico. Vivía excitado ante la prácticamente diaria ración de sexo que le proporcionaba puntualmente su esposa y calmado ante las circunstancias cambiantes y siempre poco halagüeñas de un país perdido en un cruce ante el que no se atrevía a saltar hacia la verdadera modernidad, a expensas de políticos y clérigos corruptos, con alguna excepción intelectual de altura y ejemplar que marcaba la diferencia, como era el caso de don Benito.

Diego Martín y Carmen Revuelta se sirvieron la ensalada en silencio. Era lo que necesitaban: un poco de silencio. Después de la algarabía y las calles a rebosar, un resquicio de tranquilidad.

—Parece que se acaba el jolgorio —comentó Diego Martín.

—A Dios gracias —contestó Carmen Revuelta.

Serafina entró con las tortillas y la señora se revolvió en su asiento al comprobar que no humeaban.

—Estas tortillas, ¿cuándo las habéis hecho? ¿Ayer?

—Ahora mismo las ha echado Puerto al plato, doña Carmen.

—¿Ahora mismo? Os he dicho no sé cuántas veces que las quiero calientes. Míralas. Déjame probarlas…

Carmen Revuelta cortó un trozo con el tenedor y lo degustó. Los tres segundos que transcurrieron desde que lo echó a la boca, lo masticó y lo tragó resultaron interminables. Nadie quería detenerse en el remolino que marcaban las venas sobre sus sienes blancas y despejadas de un pelo espartanamente estirado hacia atrás. Volteaba los ojos negros e imprimía el ritmo de lo que revolvía entre los dientes y el paladar marcando ya alguna arruga en la comisura de los labios, desesperada y resignada al tiempo.

—Heladas, ¿no ves? Están heladas. En fin…

Serafina se retiró, como casi siempre, mordiéndose la lengua ante los desplantes de aquella mujer. Podría haberse ido a cualquier otra casa hace tiempo. Pero ¿quién sabe?, cabía la posibilidad de que fuera todavía peor. Al menos allí don Diego la trataba con mucha humanidad. Con un respeto cómplice.

—Yo las veo templadas. No están mal. Ya sabes que frías no me gustan.

—Heladas. Para mi gusto, heladas. Pero bueno, como no se le puede decir nada a esta Serafina. Es el ser más insolente que me he echado a la cara.

—No exageres, Carmen. A ver dónde vamos a encontrar una persona más leal.

—Ya, eso sí. Otras, en cuanto pueden, se largan. Mira Toñina.

—Hombre, es lógico. En palacio les pagan lo menos el doble.

—Sí, pero es pan para hoy y hambre para mañana. Son dos meses de trabajo.

—Ya, pero con esos dos meses tiran cinco o seis.

—Y después a verlas venir, ¿no? Lo que te aseguro es que aquí no vuelve —determinó Carmen Revuelta.

Toñina había aprendido a servir en aquella casa. Entró a ayudar con quince años. Tenía buenas maneras. Era fina. Pero ese mismo verano le ofrecieron un puesto para atender a la corte y a los reyes en la Magdalena. Reunía todas las condiciones y los requisitos: era atenta, dispuesta y guapa. Lucía una belleza agitanada de ojos negros, piel tostada y melena morena. Los encargados de seleccionar el personal de palacio hacían mucho hincapié en esto por lo bajinis, que las sirvientas fueran agraciadas, y con esas premisas comenzaron un rastreo discreto por todas las casas de alcurnia en la ciudad. Hasta que reunieron todo un equipo de muchachas aparentes con las que alegrar la vista al rey y confirmar así su fama de pendenciero desbocado, de cruel y descarado ejercitante del derecho de pernada ante el que la reina debía hacer la vista gorda.

—De Enrique y Rafael, ¿qué sabes? —preguntó Carmen Revuelta cambiando de tercio.

—A Enrique le había invitado a cenar un compañero del banco y de Rafael, nada.

—Lo que yo sé es que volverá a las tantas y me figuro en qué estado.

—Está en edad de divertirse.

—Está en edad de convertirse en un golfo y un crápula.

—Vamos a dejarlo, Carmen.

—Sí, vamos a dejarlo.

Cada vez que su segunda mujer bordeaba el terreno de sus hijos, Diego Martín cortaba por lo sano. Elegantemente pero con contundencia. Los dos respetaban ese pacto secreto de no meterse. Soportarlos, pero no meterse. Diego jamás objetó nada a Carmen Revuelta sobre Marina. Tampoco veía motivos y eso que en los últimos tiempos había algo que le daba mala espina en ella. Quizás un rasgo de coquetería excesivo, un creciente empeño por la seducción constante. Algo que, por otro lado, encontraba lógico en quien se hallaba en plena edad de merecer. Carmen Revuelta era más guerrera con la parte contraria. Ella toleraba menos a los Martín. Saltaba a la vista que jamás congenió con la irascible falta de resignación del mayor, y eso que su reciente escudo protestante le daba mucha más seguridad para aguantar las embestidas. Además, desde aquel episodio entre Rafael y su hija había crucificado al pequeño. Tan sólo le resultaba tolerable la pusilánime actitud de Enrique, aunque no se acabara de fiar de esa supuesta y para ella demasiado impostada sumisión. Le resultaba un tanto pasiega, un poco esquiva y malévola.

Pero, sin duda, era el más llevadero de los tres. No necesitaba ni meterse en confianzas con él. Cumplían a rajatabla una especie de pacto de no agresión que era imposible con Diego y nada factible por parte de Rafael. Aunque la suya contra el pequeño podría analizarse como una guerra mucho más compleja; la libraba solamente Carmen Revuelta. El muchacho no había ni siquiera llegado a declararla, quizás por compasión y cariño hacia su padre. Para él, Carmen Revuelta era una anécdota pintoresca en su vida, algo que ella notaba y no podía soportar. En la sonrisa y la actitud de reto constante a la vida de Rafael, encontraba Carmen Revuelta un desprecio encubierto por lo que ella representaba. Muy en el fondo, él sabía que nada ni nadie nunca iba a ser capaz de coartar su adictiva ansia de libertad. Pero eso empujaba a su madrastra, cada vez más, a intentar cortarle las alas.

Diego Martín dio un repaso nocturno a El Cantábrico, el único periódico que con el tiempo consideraba decente e interesante de cuantos se publicaban allí. Fue el más comedido además en su euforia con el veraneo regio. Le interesaban los chismes locales, pero le atraía más la política nacional. Algún día, soñaba Martín, aquel sistema corrupto, de democracia encubierta, tocaría a su fin. Algún día el poder insufrible de los clérigos y la sombra de los militares dejaría de amamantar España con la leche podrida de sus sermones y sus continuos amagos de asonadas.

Pero entre tanto tocaba trabajar calladamente y confiar. Sus amigos de siempre le echaban en cara que se escorara peligrosamente hacia las tentaciones del caos republicano que encontraban a un agitador en don Benito. Pero no le tomaban demasiado en serio. Por eso tocaba también aguantarse y tragar algo de quina en las tertulias, sobre todo cuando llegaba con ideas lunáticas para los más que asentados compañeros de fatigas. Ellos iban adentrándose en un conservadurismo atroz, a su juicio. Un conservadurismo determinista y perezoso, asustado y cerrado en sí mismo, partidario de una endogamia cortoplacista y ventajista que no llevaba a ninguna parte.

Así que no se sobresaltaban observando paciente e indolentemente cómo se sucedían los conservadores de Eduardo Dato, herederos de Maura y Cánovas, y los liberales liderados por Romanones. Cómo se repartían prebendas en mitad de una partida cuyo resultado eran unas constantes tablas que sólo servían para perpetuar el poder omnívoro de los mismos de siempre: el de los gatopardos feudales y los nobles resistentes a perder sus privilegios.

En mitad de esa artrosis intelectual que afectaba a sus amigos, Diego Martín encontraba otras salidas. La riqueza mercantilista de sus inversiones en cosas raras y de nombres incomprensibles suponía un desahogo digno con el que mofarse un poco de aquella podrida red de poderes seculares. Más hábil, más moderna, de más confianza para transitar por el futuro. Mucho más excitante, sin duda.

Poco a poco, Diego Martín quedó a expensas de una duermevela plácida. Mientras comprobaba las cotizaciones de sus inversiones en el periódico, cerró los ojos. Ni siquiera pudo llegar a ver el resultado cosechado por el Racing, la nueva sensación deportiva de la ciudad. Lo habían creado en el Sonderklass del muelle un grupo de aficionados y jugadores con visión y pasión por el deporte. Competían los domingos en El Sardinero. Buena parte de sus habitantes, Diego Martín entre ellos, empezaban a apreciar, por indudable influencia anglosajona, la excitación de un deporte que sembraba afición a pasos de gigante: el fútbol, ese pasatiempo de titanes, rudo y estratégico, grandioso y dinámico, que en algunos levantaba ya euforias y pasiones, discusiones y admiración. El desfogue y esa extraña felicidad explosiva que le asaltaba a uno cuando la pelota entraba en la portería no se podían comparar con nada terrenal. Era un inequívoco y auténtico signo regocijante de los nuevos tiempos.