—Pues claro que el cardenal quiere el dinero: no es más que una cuba de avaricia. Pero ¿qué alto miembro de la Iglesia no lo es? —El general Calvet le hablaba en voz baja a Sharpe. Ambos estaban tendidos en el suelo en la cima de una empinada cresta desde donde podían observar la Villa Lupighi, que se encontraba sobre una colina aún más empinada a un kilómetro y medio hacia el oeste. Estaban escondidos y metidos entre las sombras de la espesura de encinas y cipreses. Frederickson, Harper y los doce soldados del general descansaban entre los nudosos troncos de un viejo olivar que crecía en un pequeño valle detrás de la cresta cubierta de encinas—. Y como todos los demás clérigos —siguió diciendo Calvet—, el cardenal quiere a alguien que haga el trabajo sucio por él. En este caso, nosotros.
El cardenal había hecho todo lo posible para facilitar el trabajo a Calvet, excepto revelar el escondite de Ducos. Había proporcionado una casa en la que Calvet y sus hombres pudieran esperar la llegada de Sharpe a Nápoles. Ésta había sido anunciada por los funcionarios de aduanas, quienes habían dicho al francés que esperara a un hombre alto de pelo negro y a su compañero más bajo que tenía un solo ojo. La casa donde esperó Calvet estaba muy cerca del lugar donde los franceses habían tendido la emboscada a los tres fusileros. Había llegado un mensajero desde la ciudad para advertir al general de que tres ingleses, no dos, habían tomado el camino del norte, y para Calvet había sido una cuestión muy simple esperar en el extremo septentrional de la quebrada.
—Aunque se dará cuenta —siguió diciendo Calvet— de que ahora el cardenal nos ha dejado solos.
—¿Por qué?
Calvet no dijo nada durante unos segundos y se limitó a observar la Villa Lupighi a través de un antiguo y abollado catalejo. Finalmente gruñó:
—¿Por qué? Para que matemos convenientemente a Ducos y entonces pueda arrestarnos y quedarse con el dinero. Y ése es el motivo, inglés, por el que tenemos que ser más listos que ese cabrón.
La idea que Calvet tenía de ser más listo que el cardenal poseía las virtudes de la simplicidad extrema. Seguramente el religioso debía de tener planeado detener al general cuando se retirara de la villa, y los lugares más probables para esa emboscada serían cualquiera de los caminos que se alejaban de la casa medio en ruinas. Así que Calvet no abandonaría la villa por ningún camino. En lugar de eso, tres de sus hombres se separarían del grupo de asalto y serían enviados al oeste de la villa, donde había un pequeño pueblo en la costa. La tarea de esos tres hombres era secuestrar uno de los barcos pesqueros de proa alta y brillante pintura del diminuto puerto. Dos de esos tres hombres habían sido marineros antes de que el fracaso de la Armada francesa persuadiera a Napoleón para convertir a los marineros en soldados de a pie, y aunque desprenderse de ellos significaba renunciar a tres preciosos hombres para el asalto, Calvet estaba seguro de que la estratagema burlaría al cardenal.
—También atacaremos de noche —había decidido Calvet—, porque si ese idiota ha enviado tropas, puede estar seguro de que son casi tan inútiles como ustedes. —Las tropas de novatos se desconcertaban con facilidad al combatir de noche, lo cual fue el motivo, continuó diciendo Calvet, de que no hubiera lanzado a su brigada de reclutas contra el fuerte Teste de Buch de noche—. Si hubiera tenido a mis veteranos, inglés, nos los hubiésemos zampado esa misma primera noche.
—Son muchos los veteranos franceses que han intentado matarme —observó Sharpe con suavidad— y sigo aquí.
—Eso no es más que la suerte del diablo. —Calvet divisó algún movimiento en la villa y se quedó en silencio mientras observaba a través del anteojo—. ¿Cómo aprendió francés? —preguntó al cabo de un rato.
—Con madame Castineau.
—¿En su cama?
—No —protestó Sharpe.
—¿Es hermosa? —preguntó Calvet con glotonería.
Sharpe vaciló. Sabía que podía desviar las insolentes preguntas de Calvet describiendo a Lucille como poco agraciada, pero de pronto se encontró con que no podía traicionarla de esa forma.
—Yo creo que sí —afirmó de manera muy poco convincente.
Calvet se rió ante esa respuesta.
—Nunca comprenderé a las mujeres. Rechazan a un montón de acicalados tipos de alcurnia y luego se caen de culo cuando algún perro mordido como usted o yo están con la lengua fuera. Que conste que no me estoy quejando. Una vez me llevé a la cama a una duquesa italiana y pensé que la escandalizaría contándole que era hijo de un cavador de zanjas, pero sólo sirvió para que me arrastrara de vuelta a las sábanas. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Fue igual que ser atacado por toda una tropa de cosacos.
—Le he dicho —mintió Sharpe con una frágil dignidad— que no me fui a la cama con madame Castineau.
—Entonces, ¿por qué tendría que intentar protegerle? —quiso saber Calvet. Ya le había confesado a Sharpe que fue la involuntaria carta de madame Castineau la que había alertado a Napoleón de la traición de Ducos y ahora describía cómo esa carta trataba de exonerar a los fusileros—. Insistió en que era tan inocente como un bebé nacido muerto. ¿Por qué iba a decir tal cosa?
—Porque somos inocentes —declaró el comandante, pero se estremeció de gratitud ante la evidencia del cuidado protector de Lucille. Entonces, para cambiar de tema, preguntó a Calvet si estaba casado.
—¡Cielos, sí! —Calvet escupió un trozo de tabaco de mascar—. Pero lo bueno que tiene la guerra, inglés, es que nos mantiene alejados de nuestras esposas pero muy cerca de las de otros hombres.
Sharpe sonrió como era debido y luego alargó la mano y tomó el catalejo del general. Se quedó mirando la villa un largo rato y después deslizó los tubos para cerrarlos.
—Tendremos que atacar desde este lado.
—Eso está puñeteramente claro. Un colegial con parálisis cerebral hubiera podido llegar a esa conclusión.
Sharpe hizo caso omiso del sarcasmo del general. Calvet le estaba empezando a caer bien, e intuía que el sentimiento era mutuo. Ambos habían marchado entre las tropas y habían soportado toda una vida de combates. Calvet había subido mucho más de rango, pero él tenía devoción por una causa que Sharpe no compartía. Sharpe nunca había luchado por el rey Jorge con el mismo espíritu fanático que Calvet le ofrecía a Napoleón. La devoción que tenía Calvet por el emperador derrotado era absoluta, y su alianza con Sharpe, una mera conveniencia impuesta por aquella desesperada lealtad. Cuando el general atacara la Villa Lupighi lo haría por el emperador, y Sharpe sospechaba que marcharía alegremente para adentrarse en el mismísimo infierno si Napoleón así lo exigía.
No es que asaltar Villa Lupighi tuviera que ser horroroso. Ni siquiera poseía ninguno de los mecanismos de defensa de un pequeño reducto de las últimas guerras. No había que trepar por ningún glacis, ni se tenían que flanquear las defensas ni había troneras de las que gotearan los disparos de cañón. En lugar de eso, se trataba simplemente de un edificio estropeado en decadencia que se deterioraba sobre su cima prominente. Durante la noche Calvet y Sharpe habían rodeado un buen trecho de aquella colina y habían visto brillar la luz de los faroles en las habitaciones que daban al mar mientras que en la mitad este del edificio, que estaba en ruinas, reinaba la impenetrable oscuridad. Ese oscuro entramado de piedras se ofrecía como una ruta escondida hacia el corazón del enemigo.
La única cuestión pendiente era cuántos de aquellos enemigos aguardaban en la intrincada y estropeada villa. A lo largo de la mañana, Sharpe y Calvet habían visto al menos dos docenas de hombres alrededor de la villa. Algunos se habían limitado a apoyarse en la pared exterior y quedarse mirando el mar. Otro grupo había ido andando con algunas mujeres hasta el puerto del pueblo. Dos habían paseado a unos perros enormes parecidos a lobos. No habían visto a Pierre Ducos. Calvet suponía que éste tenía unas tres docenas de hombres para defender su tesoro robado mientras que Calvet, sin contar a sus tres secuestradores de barcos, sólo dirigiría a diez.
—Va a ser un buen combate —reconoció entonces Calvet de mala gana.
—Son los perros lo que me preocupa. —Sharpe había visto el tamaño de las dos enormes bestias que habían tirado de las cadenas de sus cuidadores.
Calvet dijo con sorna:
—¿Tiene miedo, inglés?
—Sí. —Sharpe dio esa simple respuesta y vio cómo la sinceridad impresionó a Calvet. Entonces se encogió de hombros—. No solía ser muy grave, pero parece que cada vez es peor. Fue horrible antes de Toulouse.
Calvet se rió.
—Yo tenía demasiadas cosas que hacer en Toulouse para tener miedo. Me dieron una brigada de reclutas con los bombachos meados que hubieran huido de la palmeta de una maestra si yo no les hubiera inculcado el temor de Dios a esos cabrones. Les dije que los mataría yo mismo si no entraban ahí y luchaban.
—Lucharon bien —admitió Sharpe—. Combatieron muy bien.
—Pero no vencieron, ¿verdad? —dijo Calvet—. Usted se encargó de eso, cabrón.
—No fui yo: fue un escocés llamado Nairn. Su brigada lo mató.
—Entonces hicieron algo bien —repuso Calvet despiadadamente—. Pensé que iba a morir allí. Pensé que me iba a disparar por la espalda y me dije: «¡A la mierda!». Me estoy haciendo demasiado viejo para esto, comandante. Igual que usted, últimamente me encuentro con que me meo de miedo antes de una batalla. —Calvet estaba correspondiendo a la sinceridad con sinceridad—. Se convirtió en una mala experiencia en Rusia. Antes de aquello me encantaba este trabajo. Pensaba que no había nada mejor que despertarse al amanecer y ver al enemigo esperando como corderos las hojas de las espadas, pero en Rusia tuve miedo. Era un país tan jodidamente grande que pensé que nunca llegaría de nuevo a Francia y que mi alma se perdería en medio de todo ese vacío. —Dejó de hablar, al parecer incómodo por su confesión de debilidad—. Aunque —añadió— el brandy lo arregla pronto.
—Nosotros utilizamos ron.
—Brandy y panceta grasa —dijo Calvet con nostalgia—, eso le llena a uno adecuadamente el estómago antes de una batalla.
—Ron y carne de ternera —replicó Sharpe.
Calvet hizo una mueca.
—En Rusia, inglés, me comí a uno de mis propios cabos. Eso me llenó un poco la panza, aunque era una carne muy magra. —Volvió a coger el catalejo y observó la villa, que entonces parecía estar desierta en el calor de la tarde—. Creo que tendríamos que esperar hasta un par de horas después de medianoche. ¿No está de acuerdo?
Sharpe tomó nota en silencio de que aquel hombre orgulloso había solicitado su opinión.
—Estoy de acuerdo —respondió—, y efectuaremos el ataque en dos grupos.
—¿Ah sí? —gruñó Calvet.
—Nosotros iremos primero —dijo Sharpe.
—¿Nosotros, inglés?
—Los fusileros, general. Los tres. Los expertos. Nosotros.
—¿Soy yo quién da las órdenes o es usted? —preguntó Calvet en tono agresivo.
—Nosotros somos fusileros, lo mejor de lo mejor, y disparamos mejor que ustedes. —Sharpe sabía que sólo era el maldito orgullo de soldado lo que había hecho que se empeñara en encabezar el asalto. Le dio unos golpecitos a la culata de su fusil Baker—. Si quiere que le ayudemos, general, entonces vamos nosotros primero. No quiero que una partida de franceses alerte al enemigo con sus traspiés. Por otro lado, para un ataque nocturno, nuestras casacas verdes son más oscuras que las suyas.
—Lo mismo que sus almas —refunfuñó Calvet, pero luego esbozó una sonrisa—. No me importa si van ustedes primero, inglés, porque si ese cabrón está alerta serán ustedes a quien matará. —Se rió ante esa perspectiva y luego se deslizó alejándose de la línea del horizonte—. Es hora de dormir un poco, inglés, hora de dormir un poco.
En la distante colina un perro alzó el hocico y le aulló al sol cegador. Al igual que los soldados ocultos, aguardaba la llegada de la noche.
* * * *
Los soldados de infantería de Calvet, así como los tres fusileros, llevaban sus viejos uniformes. Los doce granaderos eran todos supervivientes de los cuerpos de élite de Napoleón, la Vieja Guardia, la Guardia imperial. Sólo para poder formar parte de ésta, un soldado tenía que haber soportado diez años de servicio en combate, y la docena de granaderos de Calvet debían de haber acumulado en total más de un siglo y medio de experiencia. Todos ellos, lo mismo que Calvet, habían abandonado la Francia real para seguir a su querido emperador hasta el exilio, y vestían los uniformes que habían aterrorizado a los enemigos de Napoleón por toda Europa. Sus casacas azul oscuro tenían faldones y dobleces de color rojo, y sus gorros altos de piel de oso llevaban placa y cadenas de plata. Cada uno de los soldados, además de su mosquete, iba armado con un sabre-briquet de empuñadura metálica. Los granaderos, reunidos en el olivar, ofrecían una vista formidable aunque también muy perceptible, ya que sus bombachos blancos resplandecían vivamente bajo la luz de la luna, tanto que la anterior propuesta de Sharpe de que los casacas verdes debían ir primero resultaba obvia.
A medianoche Calvet condujo al pequeño grupo de soldados fuera del olivar, cruzaron la cresta cubierta de encinas y bajaron hasta el valle que había al pie de la colina de la villa. Los tres soldados que debían conseguir el barco pesquero ya habían partido hacia el pequeño puerto. Calvet había amenazado de muerte a los tres si hacían el más pequeño ruido durante su viaje, y en esos momentos reiteró la advertencia, dirigida esta vez a su propio grupo, que a partir de entonces avanzó a un paso desesperadamente lento. Así que ya habían pasado las dos de la madrugada cuando llegaron a un cipresal que era el último escondite disponible antes de que treparan por la empinada y despejada ladera de la colina hacia las ruinas del lado este de la villa. La inconvenientemente brillante luna resplandecía sobre el mar y perfilaba la irregular silueta del alto edificio.
Calvet se quedó junto a Sharpe y miró aquella silueta.
—Si están despiertos y preparados, amigo mío, es usted un inglés muerto.
Sharpe reparó en el mon ami y sonrió.
—Recemos para que estén dormidos.
—Maldita oración, inglés. Ponga su fe en la pólvora y la bayoneta.
—¿Y en el brandy?
—Eso también. —Calvet le ofreció su petaca. Sharpe estuvo tentado pero rehusó. Haber aceptado, decidió, hubiera sido como demostrar el miedo que antes había confesado pero que ahora, a las puertas de la batalla, debía ocultarse. Era particularmente importante ocultarlo cuando estaba siendo observado por esos endurecidos soldados de la propia guardia de Napoleón. Esa misma noche, juró Sharpe, tres fusileros demostrarían ser más que iguales que aquellos orgullosos soldados.
Calvet no tenía ningún reparo en demostrar su afición al brandy. Se llevó la petaca a la boca y después, para gran asombro de Sharpe, le dio un cálido abrazo al fusilero.
—Vive l’Empereur mon ami.
Sharpe sonrió, vaciló y luego probó por sí mismo ese grito de guerra nuevo para él.
—Vive l’Empereur mon general.
Los soldados de la Guardia imperial sonrieron mientras que Calvet, encantado, soltó una carcajada.
—Está mejorando, inglés, está mejorando; pero también se está retrasando, así que váyase. ¡Vamos!
Sharpe se detuvo, levantó la vista hacia la colina y se preguntó qué horrores los aguardarían en su negra cumbre. Entonces hizo un gesto con la cabeza a Frederickson y a Harper e inició la marcha bajo la luz de la luna. Por fin el largo viaje llegaba a su final.
* * * *
Al principio fue fácil, fue simplemente un duro ascenso por la ladera de una colina llena de maleza que ponía más a prueba los músculos de las piernas que los nervios. En una ocasión Sharpe pisó una piedra suelta, que cayó hacia atrás junto a un torrente de tierra y piedras más pequeñas, y se quedó helado al pensar en el menosprecio al que Calvet estaría dando rienda suelta entre los árboles de más abajo. Harper y Frederickson observaron el enorme edificio que estaba en lo alto, pero no percibieron ningún movimiento aparte del de los murciélagos que revoloteaban entre las paredes rotas. No se vio ninguna luz. Si había guardias en las ruinas estaban muy silenciosos. Sharpe pensó en los grandes perros que parecían lobos, pero si las bestias estaban esperando, también lo hacían en silencio. Quizá, tal como Frederickson se había aventurado a esperar, no fueran otra cosa más que mascotas que, en esos instantes, estaban durmiendo en algún recoveco de la silenciosa villa.
Los tres fusileros siguieron adelante, torciendo a la derecha para poder aprovecharse al máximo de la sombra que por la luz de la luna proyectaba el edificio y que extendía su oscuridad hasta una cuarta parte del camino por la falda más oriental. Seguía sin haber nadie que les diera el alto. Se movían como los escaramuzadores que eran, desplegándose de manera que cada vez había uno de ellos que se quedaba inmóvil, con el fusil al hombro, cubriendo a los otros dos.
Tardaron quince minutos en alcanzar la envolvente oscuridad de la sombra que proyectaba el edificio. Una vez sumidos en aquella penumbra más intensa pudieron moverse con más rapidez, aunque entonces la pendiente se había hecho tan pronunciada que Sharpe no tuvo más remedio que ponerse el fusil en bandolera y valerse de las manos para trepar. Un viento suave había empezado a agitar el aire, desplazándose desde las montañas interiores y los olivares hacia el mar.
—¡Al suelo! —Harper pronunció las palabras entre dientes desde el flanco izquierdo, y Sharpe y Frederickson se echaron al suelo obedientes. Harper movió su fusil poco a poco hacia delante, pero dejó su pistola de siete cañones colgando a la espalda. Sharpe desenfundó su fusil y entonces oyó un sonido como de un roce que provenía de la cima de la colina. El ruido resultó ser de pisadas, aunque todavía no había nadie a la vista. Muy lentamente, Sharpe volvió la cabeza para dirigir la mirada por la larga ladera hacia abajo. No vio señales de Calvet ni de sus granaderos entre los cipreses oscuros como la tinta.
—¡Señor! —La voz de Harper era tan floja como el reciente y suave viento.
Dos hombres que paseaban tranquilos giraron la esquina del edificio en ruinas. Estaban hablando. Ambos llevaban un mosquete colgado al hombro y los dos fumaban. En cuanto se internaron en las sombras de la pared del este, el único signo de su avance fue el resplandor intermitente de los dos cigarros. Sharpe oyó que los guardias se reían a carcajadas. Aquel sonido confirmó lo que la despreocupada actitud de los dos hombres ya había sugerido: que Ducos no había sido advertido. Unos soldados que esperaran un ataque serían mucho más cautelosos y silenciosos. Era evidente que los dos guardias estaban ajenos a cualquier peligro, pero representaban un riesgo, puesto que se detuvieron a medio camino de la falda oriental y parecieron acomodarse en la base de la pared derruida. Entonces, desde algún profundo lugar del interior del negro laberinto de ruinas, un perro gruñó. Uno de los dos guardias dio un grito para hacer callar al animal, pero en el silencio que siguió el miedo invadió a Sharpe como un enorme estallido de dolor en el vientre. Temía a esos perros.
Sin embargo, a pesar del terror, se obligó a deslizarse colina arriba. Se encontraba en el flanco derecho de los tres fusileros, el más alejado de los dos guardias, así que era el que tenía más probabilidades de llegar a las ruinas sin que le vieran. Avanzó muy despacio, arrastrándose dolorosamente con los codos. Calculó que se encontraba a menos de cuarenta metros de las ruinas más próximas y quizás a unos cincuenta de donde estaban los dos hombres, agachados entre la derrumbada mampostería. Pasó por alto a los dos soldados y trató en cambio de encontrar una ruta para introducirse en el entramado de piedra rota de arriba. Si podía abrirse camino rodeando por detrás a los dos guardias, tal vez pudiera acallarlos sin necesidad de disparar un solo tiro. Había aguzado la gran espada de manera que su filo era brillante y mortífero. Llevaba la vaina envuelta con unos trapos para que el metal no tintineara contra las piedras. Estuvo atento a ver si escuchaba a los perros pero no oyó nada. Su hombro izquierdo era un cúmulo de dolor, ya que cargaba con el peso de sus codos. La articulación no se había curado debidamente, pero tenía que olvidarse del dolor. Se dio cuenta de que Frederickson y Harper permanecían inmóviles. Debían de estar oyendo el sonido casi imperceptible de los movimientos furtivos de Sharpe, haber adivinado lo que planeaba hacer y esperaban apuntando con sus fusiles hacia los dos cigarros refulgentes.
Sharpe podía sentir los fuertes latidos de su corazón. Los dos guardias seguían conversando en voz baja. Alzó la pierna derecha, encontró un punto de apoyo y se levantó con cuidado. En dos minutos, calculó él, estaría en el interior de las ruinas. Diez minutos añadidos para acechar a los dos hombres y entonces podrían llamar a Calvet con la señal que habían acordado, el reclamo discordante de un chotacabras. Dio otro paso hacia arriba con cuidado, pero entonces todas sus esperanzas de sorpresa y todos los miedos reprimidos de la noche estallaron en una explosión letal de ruido.
Los dos perros habían olfateado a los desconocidos en la refrescante brisa.
Un segundo antes todo era silencio en la cima de la colina, a excepción del hablar entre dientes de los dos guardias, y entonces, con una brusquedad horrible, dos perros aullaron dirigiendo sus gritos a la luna al tiempo que pasaban como podían por encima de la pared en ruinas, desesperados. Sharpe tuvo tiempo de percibir la desagradable visión de sus desgreñadas siluetas perfiladas contra el cielo cuando saltaron.
—¡Fuego! —gritó la orden presa del pánico.
Harper y Frederickson dispararon a los dos centinelas. El ruido de los fusiles sonó sorprendentemente fuerte, tanto que miles de pájaros que se habían posado para pasar la noche se alzaron de entre las piedras derrumbadas para desperdigarse. Uno de los guardias gritó de dolor.
Los perros olfateaban a su enemigo más cercano: Sharpe. Tras su primera visión de las bestias, sólo había tenido tiempo suficiente para levantar una rodilla y desenfundar la gran espada. No podía ver a los animales en la oscuridad de las sombras, pero podía oírlos y olerlos. Gritó al tiempo que blandía la pesada hoja. Notó que el acero golpeaba en una piel, rozaba un hueso y luego se deslizaba desencajándose. El animal al que había golpeado aulló como un alma atormentada. Sharpe supo que debía de haberlo herido de gravedad, puesto que se fue hacia un lado; pero entonces el segundo animal iba directo a por él mostrando los dientes. El brazo en el que el fusilero llevaba la espada estaba desequilibrado, así que balanceó el izquierdo para rechazar el ataque. Los dientes del perro se cerraron en la tela verde de su vieja casaca, y el animal tiró con todo su peso de la frágil tela hasta rasgarla, pero no antes de que el impacto del ataque hubiera mandado a Sharpe rodando cuesta abajo. Tenía el cuerpo laxo a causa del miedo. Sabía luchar contra hombres, pero aquella violencia salvaje era algo que no podía prever ni comprender. Al caer perdió tanto la espada como el fusil. El segundo perro también había perdido el equilibrio y cayó de lado por la cuesta. El primero, con la ijada sangrando y una pata delantera rota, arremetió contra él.
Sharpe se alejó de él como pudo y, en su desespero, cayó de espaldas; pero entonces, el segundo perro, con jirones de tela verde que le colgaban de entre los dientes, se lanzó sobre su vientre de un salto. Sharpe olió el rancio aliento del animal y supo que el perro estaba a punto de rasgarle la tráquea.
Desesperadamente, acometió con su mano derecha, agarró al perro por la garganta y apretó. Un mosquete disparó desde la cima y los ojos del animal refulgieron, súbitos y rojos, con el fogonazo del cañón. Calvet estaba gritando órdenes al pie de la colina. La saliva le goteaba a Sharpe en la cara. El perro era una masa pesada de hueso y músculo, nada más que una bestia asesina. Buscó un punto de apoyo para sus patas en el pecho y el vientre de Sharpe, sacudió la cabeza para soltarse de la terrible opresión en su nervudo cuello y tiró hacia abajo con todo su peso para arrancarle la piel de la cara con los dientes. En algún lugar de la cima de la colina gritó un hombre. Se oyó el disparo de otro mosquete, aunque muy lejos de donde se encontraba Sharpe. Él quería gritar para pedir ayuda pero necesitaba toda su fuerza para resistir las embestidas del perro.
El fusilero dio un giro, hizo fuerza y logró que el perro rodase por encima de su compañero herido. Todavía tenía las uñas de la mano derecha clavadas en la garganta del animal. Le gritó con ira impotente y luego tiró como si fuera a arrancarle la tráquea de cuajo. El perro herido le gruñó. Hubo otro disparo de mosquete, y con el estallido de la llama Sharpe vio el brillo de la oscura luz en la hoja de la espada que se le había caído. Cogió el arma con la mano izquierda, sosteniéndola por la hoja, y la clavó. La fuerza del golpe hizo que su mano descendiera apretada contra el filo y le cortó la palma de la mano, pero hirió gravemente a uno de los perros, puesto que gañó y Sharpe sintió la sacudida del acero cuando la bestia se retorció para intentar librarse de la hoja. Soltó la mano derecha de la garganta del perro, agarró la empuñadura de la espada y se puso en pie. Los dos perros se lanzaron hacia él, pero empezó a dar golpes como si tuviera un hacha en lugar de una espada y siguió dándolos hasta que no quedó nada más que piel ensangrentada y carne despedazada.
—¡Señor! —gritó Harper desde las ruinas—. ¿Dónde está, señor?
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué está ocurriendo?
—Aquí hay dos muertos, señor.
—¡Entren en las ruinas! —Sharpe apretó la mano derecha rajada para detener la sangre que manaba de su palma. La pierna derecha y el hombro izquierdo le dolían de un modo horrible. Por debajo de él vio a los hombres de Calvet que trepaban desesperadamente hacia las ruinas. Sharpe no vio su fusil. Se volvió a poner de rodillas y buscó a tientas por la ladera hasta que al fin descubrió la culata bajo los pedazos de carne de perro aún calientes. Tiró del arma pegajosa por la sangre para soltarla y luego se dirigió renqueando hacia la cima.
Frederickson lo encontró allí.
—Harper disparó a uno de los soldados y yo he matado al otro. ¿Está usted bien?
—No, no lo estoy. Malditos perros. —Sharpe todavía temblaba con el recuerdo del miedo a los canes. Rompió un trozo de tela desgarrada de la manga izquierda y se envolvió con ella la mano herida. Un hombre gritó desde la esquina de la villa, y con eso Sharpe supo que otros piquetes habían acudido para unirse a la lucha. No les haría caso. Los guardias imperiales de Calvet podían sufrir y ocuparse de la amenaza que representaban, porque lo importante, lo único importante era penetrar en las profundidades del edificio—. ¡Vamos!
Harper ya había encontrado un camino a través de la desmoronada pared exterior y en esos momentos estaba esperando a Sharpe entre los restos derrumbados de un viejo patio. En algunos lugares, la antigua mampostería llegaba a una altura de dos pisos mientras que en otros apenas alcanzaba un metro de alto y estaba cubierta de maleza.
—¡Rápido! ¡Muévanse! —Sharpe siseaba a causa del dolor, pero tenía que reprimirlo. Ya no había factor sorpresa, por lo que el ataque tenía que ser arremetedor como el acero y tan rápido y profundo como fuera posible antes de que el enemigo se recobrara. Condujo a los dos fusileros por el interior de un laberinto de paredes rotas y arcos derrumbados, pasando de una sombra a otra y siempre en dirección oeste, hacia la parte intacta de la casa. A cada paso Sharpe esperaba que un cañón de mosquete estallara dándoles la bienvenida, pero cada esquina que doblaban y cada pared que saltaban no revelaban nada más que silencio y ruinas inmóviles. Las columnas de piedra habían caído sobre los pasillos sin techo y las vigas estaban medio enterradas bajo muros derrumbados. Era un lugar para pájaros, lagartijas, serpientes y silencio.
—¡Por aquí! —exclamó Harper. Había encontrado un claustro que no había sufrido desperfectos y que parecía ofrecer una vía de acceso a través del extremo oeste del edificio. Sharpe siguió al irlandés. Uno de los soldados de Calvet gritó desde detrás, pero Sharpe no hizo caso de la llamada. De pronto los mosquetes sonaron con estrépito en la cara este de las ruinas. Sharpe tropezó con un mampuesto roto y cayó en la profunda oscuridad del intacto claustro. Frederickson entró a continuación y los tres fusileros, ocultos temporalmente, se detuvieron para recuperar el aliento.
—¿Todo el mundo va cargado? —preguntó Sharpe.
Los tres fusiles estaban cargados. Sharpe enfundó la espada y amartilló su fusil. Tenía la mano y el brazo izquierdos destrozados de dolor, pero debía olvidarse del sufrimiento si quería que la noche no terminara en una ignominiosa derrota. El claustro estaba oscuro como boca de lobo. Llevaba al oeste, donde, sin duda, Ducos debía de estar esperando. Sharpe suponía que los hombres de Ducos aparecerían en cualquier momento y apuntó el fusil hacia las oscuras sombras amenazadoras.
—¡Comandante! —rugió Calvet desde el muro del lado este—. ¿Dónde diablos está, cabrón?
Sharpe estaba a punto de responder, pero si profirió algún sonido, éste quedó ahogado por una nueva descarga de los mosquetes. Parecía venir del cielo, y el fusilero se movió sigilosamente hacia el extremo del claustro, miró hacia arriba y vio una oscura concentración de hombres que coronaban el muro intacto que señalaba el borde de la parte en ruinas del edificio y el principio de las dependencias habitadas. Estaban disparando desde arriba a los soldados de Calvet, que trataban desesperadamente de protegerse entre las piedras rotas.
Sharpe levantó su fusil.
—¡No! —exclamó Frederickson entre dientes.
—¿No?
—¡Es probable que los hijos de puta no sepan que nos hemos adentrado tanto en el edificio! ¡Vamos! —Frederickson bajó a tientas por el oscuro claustro. En esos momentos los soldados de Calvet devolvían el fuego, pero el duelo de descargas de mosquetes era terriblemente parcial. Los hombres de Ducos estaban ocultos bajo el parapeto del tejado y podían sumir en su fuego las ruinas inferiores, mientras que los soldados de Calvet sólo podían disparar a ciegas hacia arriba.
—¡Comandante! —volvió a Calvet—. ¡En nombre de Dios! ¿Dónde está?
Sharpe había llegado al otro extremo del claustro y lo encontró bloqueado por una pesada puerta de madera. Frederickson se agachó al pie de la puerta, sacó con calma su caja de yesca, golpeó el pedernal contra el acero y sopló sobre el hilo carbonizado para producir una diminuta llama. La pequeña luz puso de manifiesto una vieja madera ennegrecida. La puerta estaba construida con cinco vigas de madera verticales tachonadas con clavos de hierro, pero el paso prolongado de los años y el calor seco habían contraído la madera y habían dejado unos huecos de la anchura de un dedo entre las pesadas vigas. Había un pestillo oxidado que Frederickson no pudo mover por más que lo intentó.
—La cabrona está cerrada con llave.
—Déjenme sitio. —Harper empujó a un lado a los dos oficiales y metió la fuerte hoja de su bayoneta en uno de los huecos. Hizo palanca con el acero, gruñendo por el esfuerzo. Sharpe estaba seguro de que la gruesa hoja se partiría antes de que cediera la Vetusta madera. El ruido de los mosquetes ahogó cualquier sonido que pudiera hacer Harper.
Frederickson sopló la llama de la yesca para mantenerla encendida mientras Sharpe desenvainaba su espada y metía la hoja junto a la de Harper. Giró la espada para que la presión fuera de un extremo a otro y sumó su fuerza a la del irlandés. La débil llama se apagó y entonces, con un estrépito y una lluvia de polvo, la madera se resquebrajó y se astilló. Harper rompió el tablón y utilizó la espada de Sharpe para acometer contra la siguiente viga gruesa. El fuego procedente del tejado persistía, mientras que el de las ruinas del lado este era esporádico, lo cual sugería que los hombres de Calvet estaban atrapados entre las piedras caídas.
—¡Podemos pasar! —Harper había hecho el agujero lo bastante grande y le devolvió la espada a Sharpe. El irlandés pasó primero a través del hueco, Frederickson le siguió y Sharpe entró el último. Se adentraron en una completa oscuridad, desprovista de estrellas, y a Sharpe le pareció como si se hubieran metido en alguna amplia mazmorra con un liso suelo de piedra, unas paredes verticales de piedra y un alto techo que hacía eco. Sharpe avanzó a tientas. Entonces el sonido de las descargas de mosquetes quedó amortiguado. Sin duda los defensores de la villa creían que estaban ganando la batalla, pero todavía no eran conscientes de que un diminuto grupo de atacantes había conseguido adentrarse en las profundidades del enorme edificio.
—¡Puerta! —Frederickson había encontrado la salida de la oscura estancia y, milagrosamente, la nueva puerta no estaba cerrada con llave. Chirrió y rechinó cuando Frederickson la empujó para entreabrirla. Conducía a un pasadizo que estaba bañado con la tenue luz de antes del amanecer proveniente de unas ventanas que daban al norte. No había ningún enemigo esperando en el pasadizo, sólo un gato negro que les bufó y luego salió disparado.
Una escalera curva ascendía desde un arco negro azabache que había en la pared izquierda del pasadizo. Sharpe sabía que aquél no era momento de ser cauto; la rapidez lo era todo, y por lo tanto levantó su espada ensangrentada y subió. No intentó ser silencioso, sino que se limitó a subir de dos en dos los peldaños de la escalera curva. La escalera daba a una habitación de paredes de piedra donde una parpadeante vela de sebo dejó ver a dos chicas aterrorizadas que se aferraban una a otra sobre los restos de sus camas. Había ropas de hombre por el suelo aunque sin duda aquellos hombres estaban entre los defensores del tejado. Una de las chicas abrió la boca para gritar y Sharpe la amenazó instintivamente con la espada. Ella se quedó muy quieta.
Harper entró dándole un empujón a Sharpe, vio a las chicas y apuntó su fusil en el que llevaba entonces calada su bayoneta. Las chicas sacudieron la cabeza, como para demostrar que no iban a hacer ningún ruido. Frederickson apareció en la habitación. Se había preparado para la batalla de la manera habitual, guardándose el parche del ojo y la dentadura postiza en la bolsa de la munición y ofreciendo así un aspecto aterrador que hizo que una de las chicas tomara aire para gritar. Harper le dio un golpe en un lado de la cabeza con el filo de su hoja. Ella se quedó inmóvil. La manta se cayó y reveló que estaba desnuda.
—Mate a esas putas. —Frederickson fue el último en entrar en la habitación.
—Dígales que si hacen algún ruido las mataremos a las dos —ordenó Sharpe. Frederickson pareció indignado ante esa muestra de debilidad pero obedeció. Una de las dos chicas asintió con la cabeza para indicar que lo entendía, y Sharpe agarró una manta del suelo y la tiró encima de sus cabezas—. ¡Vamos!
Una segunda escalera curva salía de la habitación. Sharpe volvió a subir primero. El ruido de las descargas de mosquetes se había hecho mucho más fuerte, y ponía de manifiesto que los fusileros estaban muy cerca de los soldados de Ducos. En lo alto de la escalera había una puerta medio abierta que Sharpe sabía que conducía al techo plano desde donde los hombres de Ducos vertían su lluvia de fuego sobre los soldados de Calvet. Sharpe se acordó de un momento como aquél en la frontera portuguesa, cuando él y Harper habían subido por una escalera precisamente como aquélla con la certeza de que el enemigo les aguardaba en lo alto. Se sintió como una rata en un tonel y con el miedo aminoró el paso. A través de la puerta medio abierta pudo ver el cielo. Había una alta voluta de nubes iluminada de un color gris plateado contra la oscuridad.
—Muévase, señor. —Harper empujó sin miramientos a Sharpe para que se hiciera a un lado y tomó la delantera. Se había colgado el fusil y la bayoneta en el hombro izquierdo para de esa manera poder usar su arma favorita: la pistola de siete cañones. El irlandés se pasó la lengua por los labios, se santiguó y entonces abrió del todo la puerta de un empujón.
Harper se quedó paralizado. Podía ver al enemigo, pero Sharpe no. Frederickson trató de avanzar, aunque no pudo ponerse delante de Sharpe.
—Dios salve a Irlanda —murmuró Harper, y Sharpe supo que el hombretón, lo mismo que él, estaba asustado. Sharpe tenía un fuerte nudo en el estómago causado por la certeza de que la muerte aguardaba al otro lado de la puerta abierta.
—¿Cuántos? —le susurró a Harper.
—Al menos una docena de esos cabrones.
—¡Por el amor de Dios! —Frederickson estaba enojado—. ¡Van a crucificar a Calvet!
—Vive l’Empereur! —exclamó Sharpe neciamente, y el otrora grito de batalla del enemigo pareció impulsar a Harper a través de la puerta abierta.
—¡Cabrones! —El irlandés gritó esa palabra como si fuera su grito de guerra particular. Los hombres se volvieron hacia él con el asombro reflejado en sus caras, Harper apretó el gatillo y el pedernal prendió fuego en la recámara detrás de los siete cañones. La pistola martilleó como un pequeño cañón, y dos de los hombres de Ducos quedaron con los pies totalmente destrozados y cayeron, dando gritos, sobre las piedras de abajo.
Sharpe había entrado detrás de Harper en el tejado envuelto en humo. Llevaba el rifle en su mano izquierda torpemente vendada, lo disparó y no esperó a ver si la bala había impactado, sino que avanzó corriendo con la espada en la mano derecha. La hoja era una maraña de sangre y pelo de perro. Frederickson flanqueó a Harper por la derecha. Un mosquete disparó contra ellos, pero los tres fusileros se movían demasiado rápido y la bala pasó silbando entre Sharpe y Harper sin causar daño.
La sorpresa de su pequeño ataque fue absoluta. Los hombres del sargento Challon habían estado disparando hacia abajo con relativa seguridad y en un segundo se vieron atacados violentamente por su flanco izquierdo. Los soldados más próximos a los fusileros no tuvieron tiempo de escapar. Uno de ellos intentó esquivar a Sharpe, pero la gran espada le dio con el movimiento de revés y le cortó la garganta hasta la columna. El grito de triunfo del fusilero le hubiera helado la sangre al diablo. Harper utilizaba la culata de la enorme pistola como si fuera un garrote. Frederickson disparó a un hombre, desechó su fusil y ensartó elegantemente a otro con su espada. Sharpe pasó de largo su primera víctima en busca de otra. Ahora el miedo había desaparecido, arrastrado por la antigua exaltación del combate. El enemigo corría. Se dirigían desesperados a empellones hacia una entrada que había en el lado más alejado del tejado. Aquellos hombres no tenían estómago para esa lucha; ninguno excepto uno que tenía las duras facciones de un viejo soldado. El rostro bigotudo estaba enmarcado por las trenzas de los dragones de élite de Napoleón. El soldado llevaba los restos de su viejo uniforme de color verde que tenía un solo galón de sargento. Levantó su espada recta hacia Sharpe, hizo una finta y entonces arremetió contra Harper. No terminó la acometida, sino que retrocedió y blandió la espada hacia Frederickson. El hombre estaba acorralado, sus compañeros lo habían abandonado, pero él llevaba a cabo una fría lucha desde su desesperada posición.
—Ríndase —le dijo Sharpe en inglés, luego se corrigió y dio la orden en francés.
La única respuesta fue un repentino y violento ataque. Sharpe esquivó el golpe de manera que las dos espadas sonaron como una campana. El resto del enemigo había desaparecido por la distante escalera hacia abajo, y ahora el sargento francés se batía en retirada tras ellos; pero ni una sola vez dio la espalda a sus tres oponentes. Frederickson giró poco a poco para amenazar su flanco derecho y la espada del sargento de dragones se deslizó hacia el nuevo peligro, pero Harper fue más rápido que él: se situó a la izquierda del sargento, alargó la mano y lo agarró del cinturón para hacerle perder el equilibrio. El sargento trató de volver la hoja hacia el otro lado, pero Harper se la arrancó de las manos con desprecio y la mandó dando vueltas por encima del parapeto. Entonces golpeó al sargento francés en la cabeza de manera que el hombre se desplomó en una aturdida agonía.
—Le dijeron que se rindiera —dijo Harper pacientemente; luego golpeó al hombre de nuevo—. Maldito cabrón tozudo.
—¡Comandante! —el general Calvet estaba de pie en las ruinas de abajo.
—¡Vayan por la derecha! —Sharpe señaló el lugar por donde ellos habían entrado al pasadizo—. ¡Dense prisa!
—¡Inglés! ¡Bien hecho!
Sharpe se rió por el cumplido y trató de hacer una elaborada reverencia al francés. Mientras se inclinaba, Harper dio un repentino grito de alarma y Sharpe dejó su cortesía para echarse boca abajo de un modo ignominioso al tiempo que un cañón pequeño rompía el amanecer con su súbito ruido. La bala pasó ruidosamente por encima de la cabeza de Sharpe.
—¡Ducos! —Frederickson había divisado al enemigo.
Sharpe miró hacia donde señalaba Frederickson. Más allá de aquel tejado había otro patio, éste intacto, y en su extremo más alejado Sharpe vio un ventanal abierto en un piso superior. La habitación tenía un balcón del que salían unas nubes de humo. Unos hombres se movían a la luz de un farol detrás del balcón; entonces el suave viento se llevó el humo que impedía la visión y al fin Sharpe pudo ver a su enemigo. Primero reconoció los redondos cristales de las gafas, luego vio el delgado rostro y vio también, con asombro, que Ducos llevaba un uniforme de mariscal francés. Por un segundo, Ducos miró a Sharpe directamente a los ojos y luego se dio la vuelta y se alejó. Otros dos hombres ocuparon su lugar. Entre los dos llevaban un extraño objeto metálico que pusieron en la ventana. Por un instante Sharpe pensó que era una pequeña mesa deforme, pero entonces Frederickson reconoció el arma de cuatro patas.
—¡Es un maldito saltamontes! —exclamó con desdén, pero se dejó caer al suelo cuando el botafuego se acercó al cebo para que prendiera. En esa ocasión habían cargado el pequeño cañón con múltiples balas que pasaron silbando sin causar daño por encima de sus cabezas.
Sonó un grito abajo y Sharpe supo que los hombres de Calvet debían de haber entrado en el segundo patio. El sonido de las descargas de mosquetes empezó de nuevo y fue aumentando de volumen en un seco crescendo. Pero esa vez el mortífero sonido provenía de las profundidades del refugio de Ducos. El amanecer ya iluminaba el cielo del este con un pálido baño plateado y Sharpe fue consciente de que la batalla estaba medio ganada, aunque todavía no había terminado. Aún había que atrapar y capturar vivo a cierto enemigo. Cargó su fusil, limpió la sangre de la hoja de su espada y volvió de nuevo a la lucha.