Resultó un viaje largo. Sharpe seguía temiendo que los apresaran y por lo tanto evitó todas las caballerizas, todas las hosterías de posta y los muelles de las barcazas. Habían comprado tres buenos caballos con una parte del dinero que Harper había traído de Inglaterra y, mimando mucho a las bestias, se dirigieron hacia el sur desde París. Viajaron con atuendos de civil, con los uniformes y los rifles envueltos dentro de largos fardos de ropa. Evitaban pasar por las ciudades más grandes y espoleaban a los caballos para que se apartaran del camino cada vez que veían delante a un hombre uniformado. Sólo se sintieron a salvo de sus misteriosos enemigos cuando cruzaron la frontera y entraron en el Piamonte. Desde ahí se les planteaba la elección entre el riesgo de los forajidos de los caminos italianos o la amenaza de los piratas de Berbería que había a poca distancia de la larga costa.
—Me gustaría ver Roma —Frederickson optó por la ruta de tierra—, pero sólo si no va usted a presionarme para que me dé una prisa indecente.
—Que es lo que haré —dijo Sharpe, así que, en lugar de eso, vendieron los caballos con una pérdida de dinero desalentadora y pagaron por un pasaje en un deteriorado barco de cabotaje que iba muy lentamente de puerto a puerto con una carga cambiante. Transportaban pieles sin tratar, arcilla pura, vigas de madera de nogal negro, vino, tejidos, lingotes de plomo y una variopinta colección de pasajeros anónimos entre los cuales pasaron desapercibidos tres fusileros vestidos de civil, a pesar de sus armas escondidas en los fardos. En una ocasión, cuando una sucia gavia gris apareció por el oeste, el capitán juró que era un barco pirata del norte de África e hizo que sus pasajeros se encargaran de los largos remos que se hundían inútilmente en el agua límpida. Dos horas después, el barco pirata resultó ser un balandro de la Marina británica que pasó de largo desdeñoso junto a los exhaustos remeros sin viento perceptible que lo empujara. Frederickson se quedó mirando las manos llenas de ampollas y le gruñó unos insultos al capitán del barco mercante.
Sharpe se quedó impresionado ante el dominio que tenía su amigo de los improperios en italiano, pero con su admiración sólo se ganó una irascible reprobación.
—Constantemente me saca de quicio —dijo Frederickson— su ingenuo asombro ante los mediocres logros de una educación muy normal y corriente. Por supuesto que hablo italiano. No lo hago bien, pero es pasable. Al fin y al cabo se trata simplemente de una forma contaminada del latín macarrónico, y hasta usted podría ser capaz de llegar a dominar su ordinariez si lo estudiara un poco. Me voy a dormir. Si ese idiota ve otro pirata, no se molesten en despertarme.
Fue un viaje difícil, no sólo porque la cautela y la reserva de dinero cada vez menor de Harper exigieran un medio de transporte de lo más frugal, sino por Lucille Castineau. Las preguntas de Frederickson sobre la viuda comenzaron casi en cuanto Sharpe se reunió con su amigo en París. Sharpe había respondido a las preguntas, pero de una manera que sugería que no había encontrado nada explícitamente notable en la vida de madame Castineau y, por supuesto, nada memorable. Frederickson también se había cuidado de parecer despreocupado, como si su interés fuera producto de la mera cortesía, aunque su amigo observó la frecuencia con la que surgían las preguntas. Sharpe llegó a tener terror a esos interrogatorios y sabía que sólo podía ponerles fin confesando una verdad que era reacio a mencionar. El momento inevitable para aquella confesión llegó una tarde a última hora, cuando el carguero avanzaba lentamente hacia las vacilantes luces de un pequeño puerto.
—Estaba pensando —Frederickson y Sharpe estaban solos en la barandilla de sotavento, y el primero, después de un largo silencio, había sacado la temida cuestión— que tal vez debiera regresar al castillo cuando todo esto termine. Sólo para darle las gracias a la señora, por supuesto. —Lo expresó como una benévola sugerencia, pero había un inconfundible ruego en las palabras; Frederickson quería que Sharpe le asegurara que sería bienvenido por Lucille.
—¿Es eso prudente? —Sharpe tenía la mirada fija en la negra y poco definida costa. A lo lejos, tierra adentro, unos difusos relámpagos de verano parpadeaban con su luz pálida por encima de las recortadas montañas.
—No sé si la prudencia se puede aplicar a las mujeres —dijo Frederickson en un poco sutil tono de broma—, pero agradeceré su consejo.
—En realidad no sé qué decir. —Sharpe intentó dejar el tema encogiéndose de hombros; luego, en un intento por atajarlo del todo, le preguntó a Frederickson si no había notado un sabor extraño en la cena que habían servido a bordo esa noche.
—Todo sabe raro en este barco. —Frederickson estaba molesto por el cambio de tercio de Sharpe—. ¿Por qué?
—Dijeron que era conejo. Pero yo estuve en la cocina esta mañana y me di cuenta de que los animales tenían las patas cortadas.
—¿Es que de pronto le ha tomado gusto a las patas de conejo?
—En cierta ocasión me dijeron que los conejos que venden sin patas tienen muchas probabilidades de no ser conejos, sino gatos despellejados.
—No hay duda de que es una información útil —observó Frederickson en tono mordaz—. Pero ¿qué demonios tiene que ver con mi regreso al castillo? ¡Le concedo el claro honor de pedirle consejo sobre mi futuro matrimonial y lo único que hace usted es decir tonterías sobre gatos muertos! ¡Por Dios! Otras veces ha comido peor, ¿no es verdad?
—Lo siento —dijo Sharpe humildemente. Seguía mirando a la oscura costa más que a su amigo.
—He estado pensando en mi comportamiento —entonces Frederickson adoptó un tono de pesada dignidad— y he decidido que estaba equivocado y que usted tenía razón. Tendría que haber saltado antes de proponerle matrimonio. Mi error, creo, fue tratar a madame Castineau con demasiada fragilidad. Las mujeres admiran una actitud más directa, ¿no es así?
—A veces —contestó Sharpe, incómodo.
—Una respuesta muy útil —señaló Frederickson con sarcasmo—, y le doy las gracias por ella. Le estoy pidiendo consejo y le agradecería unas respuestas más sustanciales. Sé lo que siente por madame Castineau…
—Dudo que lo sepa… —Sharpe empezó la temida confesión.
—Sé que le desagrada —se empeñó en decir Frederickson—, y puedo comprender esa actitud; pero confieso que me ha sido imposible borrarla de mi pensamiento. Le pido que acepte mis más sinceras disculpas si lo incomodo al plantear el tema, pero le estaría de lo más agradecido si pudiera decirme si, después de abandonar el castillo, ella dio las más leves muestras de que mi recuerdo la acompañara.
Sharpe sabía lo difícil que era para Frederickson revelar aquellos íntimos sufrimientos, pero también sabía que había llegado el momento de hacer que ese sufrimiento fuera mucho peor admitiendo que era él quien se había convertido en el amante de Lucille. Tenía miedo de que la amistad con Frederickson resultara irreparablemente dañada con una revelación así, pero no había duda de que era ineludible. Vaciló un sombrío instante y se armó de valor.
—William, hay algo que debería usted saber, algo que tendría que haberle contado mucho antes. En realidad tendría que habérselo contado en París, pero…
—No deseo escuchar ninguna noticia desagradable —interrumpió Frederickson con brusquedad y a la defensiva en cuanto escuchó el abatimiento de la voz de Sharpe.
—Es importante.
—¿Va a decirme que la señora no desea verme nunca más? —Frederickson, previendo las malas noticias, intentó precipitar las cosas.
—Estoy seguro de que se alegraría mucho de reanudar su relación —dijo Sharpe débilmente—, pero…
—¿Pero no se alegraría tanto si yo renovara mis atenciones? Comprendo. —Frederickson habló con un tono muy frío. De nuevo había interrumpido a Sharpe en un desesperado intento de poner fin a la conversación antes de que su orgullo se resintiera aún más—. ¿Me hará el favor de no volver a mencionar este asunto nunca más?
—Debo decir, insisto en decir…
—Se lo ruego —exclamó Frederickson en voz muy alta—: mejor será no decir nada más. Usted debería comprender más que nadie cómo me siento —lo cual, aunque de manera indirecta, era el primer indicio de que Frederickson se había enterado de la verdad sobre Jane por mediación de Harper.
A partir de entonces ni Sharpe ni Frederickson hablaron de madame Castineau. Harper, ajeno al interés de ambos oficiales por Lucille, la mencionó en algunas ocasiones, pero enseguida se dio cuenta de que era un tema delicado, por lo que dejó de aludir a la viuda de la misma forma en que nunca hablaba de Jane. El único tema de conversación seguro era el mutuo entusiasmo de los fusileros por perseguir y castigar a Pierre Ducos.
La persecución y el castigo parecían al fin inminentes cuando, una calurosa y húmeda mañana, el barco mercante llegó a Nápoles. La primera señal de proximidad de la ciudad llegó antes del amanecer, cuando un viento del sur trajo el hedor de los conductos fecales desde el otro lado del mar oscurecido. Con la primera luz de la mañana, Sharpe divisó el humo volcánico que cubría un cielo sin nubes, luego surgió el neblinoso contorno de las montañas y finalmente el esplendor de la ciudad propiamente dicha, hermosa y maloliente, amontonada sobre una colina en confuso revoltijo. El muelle de carga estaba abarrotado de gente. Barcos de pesca, naves mercantes y buques de guerra entraban y salían del gran puerto al que, avanzando contra un viento que olía a azufre, llegaban tres fusileros en busca de venganza.
* * * *
Monsieur Roland había maldecido en silencio a la viuda Castineau. ¿Por qué no había escrito antes? Ahora los ingleses, con toda su preciosa información, habían huido, y el mismo Roland tendría que moverse con una presteza poco habitual.
Escribió un mensaje urgente que introdujo en el mango hueco de la empuñadura de una espada. Ésta pertenecía a un médico suizo que casi reventó a seis caballos en su prisa por alcanzar la costa del Mediterráneo, donde un simpatizante lo llevó hasta Elba en un veloz bergantín. La fragata de la Marina británica, que aparentemente vigilaba el pequeño puerto de Elba en Portoferraio, no registró el bergantín, y aunque lo hubiera hecho, su tripulación sólo habría descubierto que uno de los antiguos médicos del doctor había llegado para servir a su señor.
Desenrollaron el mensaje en una antecámara del palacio del emperador, que no era más que una casita de jardinero ampliada, situada en una magnífica posición muy por encima del mar. El emperador estaba en algún lugar del interior de la isla donde inspeccionaba terrenos que pudieran usarse para plantar trigo. Se envió un mensajero para que lo avisara.
Esa tarde el emperador dio un paseo por el pequeño jardín que había detrás de su palacio. Se había encontrado a un hombre entre su exiliado séquito que, además de conocer a Pierre Ducos, por una de esas casualidades de la buena fortuna que difícilmente podría esperarse que acompañara a un ídolo derrotado como Napoleón, había incluso conocido a los dos fusileros ingleses.
—Zarpará hacia Nápoles mañana y llevará una docena de soldados con usted —ordenó el emperador—. Dudo que Murat quiera ayudarme, pero disponemos de poco tiempo, así que tendrá que tratar de conseguir su ayuda. —El emperador dejó de hablar y dio unos golpecitos con el dedo en el pecho de su compañero—. Pero no le diga, mi querido Calvet, que hay dinero en juego. Cuando huele dinero, Murat es como un perro que olfatea a una perra en celo.
—Entonces, ¿qué debo decirle a ese cabrón?
—¡Tiene que ser listo con él! —El emperador caminó de un lado a otro por el sendero de grava sin decir nada y entonces, al darse cuenta de que su compañero no era una persona perspicaz, suspiró—. Le diré lo que tiene que decir.
Sin embargo, llegado el momento, Joaquín Murat, en su día mariscal imperial pero entonces rey de Nápoles, no recibiría al general Calvet. En lugar de eso, como un sutil insulto, al enviado de Napoleón lo mandaron ante el cardenal, quien, entronizado en su perfumado esplendor, se molestó porque ese francés retaco y lleno de cicatrices de combate no se había arrodillado para besar su anillo. Pero su eminencia estaba muy acostumbrada a la arrogancia francesa, y ya iba siendo hora, pensaba el cardenal, de castigarla.
—¿Viene con un mandado —el cardenal habló en buen francés—, del emperador de Elba?
—En misión conciliadora —replicó Calvet con mucha presunción—. El emperador de Elba está ansioso por vivir en paz con todos sus compañeros monarcas.
—El emperador siempre dijo eso —el cardenal sonrió—, incluso cuando estaba matando a los soldados de esos compañeros monarcas.
—Su eminencia es muy amable al corregirme —afirmó Calvet, aunque, en realidad, los insultos de ese encuentro lo afectaron profundamente. Tal vez entonces Napoleón se viera reducido a ser el soberano de una pequeña e insignificante isla, pero incluso durmiendo, el emperador había sido un monarca mucho más grande que el gobernante de pacotilla de ese maltrecho cuasi-estado Joaquín Murat, rey de Nápoles y por su título señor de ese gordo cardenal, no había sido nadie hasta que Napoleón lo subió a su trono de juguete.
El cardenal se revolvió en el cojín adornado con borlas de su propio trono para ponerse cómodo.
—Me siento inclinado a expulsarle del reino, general, a menos que pueda usted convencerme de lo contrario. Su señor le ha causado enormes molestias a Europa, y me parece inquietante que ahora mande a hombres armados, aunque sean pocos, a nuestro feliz reino.
Calvet dudó de la felicidad del reino, pero no tuvo razones para dudar de que el cardenal lo expulsaría. Puso un tono muy humilde en su voz y explicó que él y sus hombres habían acudido a Nápoles para buscar a un viejo camarada del emperador.
—Se llama Pierre Ducos —dijo Calvet—, y el emperador, consciente de sus servicios en el pasado, sólo quiere ofrecerle un puesto en su casa privada.
El cardenal consideró la petición. Sus espías no habían permanecido ociosos durante esos meses en los que el conde Poniatowski había fortificado la Villa Lupighi, y hacía tiempo que el cardenal había descubierto la identidad de Ducos y se había enterado de la existencia de la enorme caja fuerte con su aparentemente inagotable suministro de piedras preciosas. Fuera lo que fuera lo que el general Calvet pudiera afirmar sobre el deseo de Napoleón de ofrecer a Ducos un nombramiento, el cardenal sabía perfectamente que era una cuestión de dinero lo que había traído al general Calvet a Nápoles. El cardenal esbozó una sonrisa inocente.
—No conozco a ningún Pierre Ducos en el reino.
Calvet era demasiado astuto para fiarse de esa afirmación anodina.
—El emperador agradecerá enormemente la colaboración de su eminencia.
El cardenal sonrió.
—Elba es una isla muy pequeña. Hay olivos y marisco, poco más. ¿Allí crecen las moreras? —Le preguntó esto a un sacerdote de nariz aguileña que estaba sentado en una mesa lateral. El clérigo le ofreció a su señor una sonrisa aduladora. El cardenal, que se estaba divirtiendo, volvió a mirar a Calvet—. ¿Qué clase de gratitud debemos esperar de su señor? ¿Un cargamento de enebrinas, quizás?
—El emperador demostrará su gratitud con cualquier cosa que esté en sus manos ofrecer —repuso Calvet con aire terco.
—La gratitud —la voz del cardenal se endureció— es una enfermedad de los perros.
El insulto era palpable, pero Calvet se armó de valor para no hacerle caso.
—Simplemente le pedimos ayuda, su eminencia.
El cardenal se estaba empezando a aburrir con ese francés tan poco sutil.
—Si ese tal Pierre Ducos se encuentra en el reino, general, no nos ha causado ningún problema y no veo ningún motivo por el que tuviera que prestar mi ayuda vendiéndolo a su señor.
Ése fue el momento en el que el general Calvet jugó la carta del emperador, y la jugó muy bien. Puso un simulado aspecto de asombro.
—¿Venderlo, su eminencia? ¡No buscamos al comandante Ducos por ninguna otra razón que no sea ofrecerle un empleo! Aunque, para ser sinceros, sabemos que los ingleses están buscando al comandante Ducos e incluso van a enviar soldados para hacerle daño. No puedo decir por qué quieren hacerlo, pero por la vida de mi señor que es cierto. ¡Incluso puede ser que los ingleses ya estén aquí! —Calvet dudaba si Sharpe habría llegado ya a Nápoles, puesto que monsieur Roland se había movido con una rapidez ejemplar; pero sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que los fusileros aparecieran en la ciudad.
Se hizo un largo silencio después de que Calvet mencionara la participación de los ingleses. Puede que el cardenal despreciara al derrotado Napoleón, pero los ingleses con su desenfrenada victoria aún le desagradaban más. Se había visto obligado a proteger a su flota en el Mediterráneo y a halagar a su embajador hereje, pero temía sus ambiciones territoriales. Sus tropas habían ocupado Malta y habían expulsado a los franceses de Egipto; ¿en qué otros lugares de la costa mediterránea optarían por tomar tierra los casacas rojas? Incluso en esos momentos, mientras el cardenal y el general hablaban, había nada menos que seis barcos de guerra británicos en el puerto de Nápoles. Su flota utilizaba el puerto como si fuera suyo y, pese a que afirmaban que el motivo de su presencia era únicamente disuadir a la escoria de la costa de Berbería, el cardenal temía igualmente a los ingleses, aunque no revelaría sus miedos al general Calvet.
—Los ingleses nunca han expresado ningún interés por ese hombre —dijo no obstante el cardenal, bien que en un tono mucho más suave.
—Ni lo harán, su eminencia. Son lo bastante insolentes para creer que pueden ignorarle. De todas formas, por mi honor le aseguro que un grupo de ingleses están ya en el reino o de camino hacia aquí. —Por supuesto Calvet no iba a revelar que sólo habría tres ingleses y que, lejos de estar llevando a cabo un asunto oficial, no eran más que fugitivos.
—¿Lo ha enviado el emperador para que mate a esos ingleses? —El cardenal se empezaba a preguntar si ese francés campechano no le iba a ser, después de todo, de alguna utilidad.
—Sólo estoy aquí para disuadirlos, su eminencia. No estoy aquí para hacer uso de la violencia, puesto que el emperador no tiene ningún deseo de perturbar la paz de vuestro feliz reino.
—Pero es usted un hombre acostumbrado a la muerte, ¿no es así, general?
—Es mi único oficio. —Calvet no pudo resistirse a alardear—. Lo aprendí combatiendo contra los austríacos, que se dejan matar con facilidad, y luego lo perfeccioné contra los rusos, que aguantan mucho, la verdad. —Calvet había terminado la guerra como general de brigada, pero la había empezado como un soldado corriente. En realidad, era uno de los queridos chuchos de Napoleón, un veterano de las reyertas y de las peleas en las alcantarillas que había ascendido desde soldado raso por su habilidad para embestir a los soldados en la batalla. No era inteligente, pero tenía suerte y era fuerte como un mosquete maltrecho. Campaña tras campaña, había atacado como un animal salvaje a los enemigos del emperador. Incluso había sacado de Rusia a toda una brigada intacta porque sus soldados le tenían más miedo al ordinario general que a los cosacos o al invierno moscovita. De hecho, Calvet sólo había conocido una derrota personal, que ocurrió cuando su brigada trató de expulsar a las fuerzas de fusileros y de infantes de marina de Sharpe del fuerte Teste de Buch. Era el recuerdo que Calvet tenía de esa derrota lo que le daba una gracia especial a su actual búsqueda de los fusileros.
El cardenal no hizo caso de aquella belicosidad.
—¿Cómo voy a reconocer a esos ingleses?
Calvet había visto a Sharpe y a Frederickson una vez y había divisado al primero entre el humo del campo de batalla de Toulouse. No estaba seguro de poder reconocerlos a ambos de nuevo, pero monsieur Roland también había proporcionado una completa descripción de los dos oficiales de los fusileros. Calvet era demasiado astuto para desperdiciar inmediatamente la pequeña ventaja de esas descripciones.
—Estoy a la espera de recibir detalles sobre su aspecto, su eminencia.
El cardenal aceptó la observación de Calvet.
—¿Y qué es lo que los ingleses planean hacer aquí, general?
Calvet se encogió de hombros.
—Matar al comandante Ducos, pero no le sabría decir por qué. ¿Quién puede explicar la ira de los ingleses?
¿Quién, en efecto?, pensó el cardenal, ¿y quién no podía ver a través de las burdas mentiras de un general francés? No obstante, en medio de su decepción, el cardenal pudo percibir un beneficio muy real para él mismo y para el reino: estaba claro que los ingleses iban tras la caja fuerte del conde Poniatowski, lo mismo que el emperador de Elba; pero ésta interesaba en igual medida al cardenal. Sus espías en Villa Lupighi le habían informado de que Ducos y sus hombres tenían planeado abandonar el reino a finales de año, y cuando se fueran, la caja fuerte se marcharía con ellos. Se acabarían los espléndidos sobornos y los alquileres abusivos. La gallina de los huevos de oro se iría volando hacia el norte. Sin embargo, con la llegada del general Calvet el cardenal vio como caída del cielo una manera de evitar esa huida. Sonrió al general.
—Ayúdenos a encontrar a esos ingleses entrometidos, general, y acaso entonces podamos descubrir que, en efecto, hay un Pierre Ducos escondido en el reino.
Calvet dudó.
—¿Y qué pasa cuando los encuentre?
—Los trae aquí y veremos si una temporada en una prisión napolitana satisface su curiosidad.
—Y entonces —insistió Calvet—, ¿me dirá usted dónde se encuentra el comandante Ducos?
—Sí. —El cardenal habló como si se estuviera dirigiendo a un niño pertinaz—. Se lo prometo. —Trazó una imprecisa bendición y luego observó cómo se alejaba ese francés rechoncho y bajo—. ¿Opina usted —preguntó el cardenal en cuanto se cerró la puerta— que me ha creído? —El padre Lippi, el sacerdote de nariz aguileña, se encogió de hombros para sugerir que no podía contestar a esa pregunta. Ese gesto irritó al cardenal—. ¿Se cree usted la historia del francés, entonces?
—No, su eminencia.
—Usted no es idiota del todo. Así que aconséjeme.
El padre Lippi, cuya carrera entera dependía del favor del cardenal, se encogió de hombros.
—El conde Poniatowski es un valioso contribuyente al tesoro de su eminencia.
—¿Y qué?
Lippi se frotó las rojas manos mientras consideraba detenidamente el asunto.
—Que el conde Poniatowski, su eminencia, debería ser advertido acerca de sus enemigos. Sin duda lo agradecerá.
El cardenal soltó una carcajada.
—Debe usted aprender inteligencia, padre Lippi. La futura fuerza de la Madre Iglesia no siempre se basa en hacer lo que es obvio. ¿Qué cree usted que ocurrirá cuando el general Calvet descubra a esos ingleses?
—¿Nos los entregará en custodia?
—¡Claro que no! —Al cardenal le enfureció la estupidez de Lippi—. El general es un hombre de guerra, no un diplomático. No lo han mandado aquí para hacer la paz, sino para luchar, y cuando encuentre a esos ingleses, si es que existen, intentará descubrir si saben cómo encontrar a Pierre Ducos. Y si lo saben, y se lo dicen, entonces Calvet abandonará su promesa de entregárnoslos en custodia y atacará él mismo la villa. ¡Su señor va detrás del dinero, Lippi, del dinero! Y cuando Calvet ataque la villa, ¿qué?
El padre Lippi frunció el ceño:
—Habrá derramamiento de sangre.
—Exactamente, y será nuestro deber arrestar a los malhechores e incautar las pruebas de sus fechorías. ¿Y si, por casualidad, esos criminales matan al conde? Bueno, pues entonces nos veremos obligados a entregar su fortuna a la Iglesia para que la ponga a buen recaudo —con lo que el cardenal se refería a su propio tesoro, pero era casi la misma cosa—. Y si por casualidad ese general Calvet no consigue capturar al conde Poniatowski, entonces podremos arrestarlo de todos modos por alteración del orden público, lo cual complacerá al conde y sin duda provocará la gratitud que usted mencionó. En cualquier caso, padre Lippi, la Iglesia saldrá ganando.
El sacerdote hizo una inclinación de cabeza como reconocimiento de la perspicacia del cardenal.
—¿Y los ingleses? ¿Cómo los encontraremos?
—Ayudando al general, por supuesto. Nos facilitará su descripción, pero dejaremos que sea él quien se ocupe de ellos. —Si Nápoles mataba a los ingleses, surgirían protestas de lo más presuntuosas y amenazadoras por parte de Londres, por lo que era mejor dejar que el idiota del general Calvet corriera ese riesgo. El cardenal esbozó una sonrisa—. Y una vez Calvet se haya encargado de los ingleses, nuestras fuerzas se ocuparán de él.
Los políticos eran muy simples, pensó el cardenal, siempre que uno no creyera en nadie, traicionara a todo el mundo, guardara todo un tesoro y persuadiera con engaños a los demás para que hicieran el trabajo sucio. Bajó del trono andando como un pato, se enfundó la capa y se fue a por un poco de cena.
* * * *
Joliot, el óptico, le había revelado a Frederickson la dirección de Ducos, pero faltaba localizar Villa Lupighi, y el fusilero tardó dos días enteros en descubrir que el edificio no se encontraba en el mismo Nápoles y todo un día en encontrar a un mensajero que, a cambio de la última moneda de oro de Harper, le indicase el camino de mala gana. La villa estaba a un día de marcha hacia el norte, cerca del mar y segura en lo alto de una empinada colina.
—Estará custodiada —observó Sharpe.
—¡Pues claro que estará custodiada! —replicó bruscamente Frederickson.
—Así que nos aproximaremos por la noche. —Sharpe no hizo caso del mal genio de su amigo.
—¿Y cuándo nos vamos? —Harper aborrecía el resentimiento que notaba entre los dos oficiales. Habló con suavidad, tratando de actuar de conciliador.
—Esta noche —respondió Sharpe. La tarde estaba ya bien entrada—. Tendríamos que llegar al amanecer; podemos pasarnos el día observando y atacar mañana por la noche. ¿Está de acuerdo, William? —lo preguntó sólo para apaciguar a Frederickson.
—Parece una manera lógica de actuar. Sí, estoy de acuerdo.
Abandonaron la taberna al caer la noche. Hubo un momento de nerviosismo cuando pasaron por delante de los desaliñados guardias de uniforme azul que había en las afueras de la ciudad, pero ninguno de los soldados miró dos veces a los tres viajeros. No obstante, Sharpe no se sintió seguro hasta que, al cabo de un buen rato de haber dejado atrás las últimas casas de la ciudad, estuvieron solos en una seductora campiña. Era bueno estar marchando de nuevo, sentir el camino silíceo bajo las suelas de las botas y saber que al final de la ruta aguardaba un cometido. No se trataba de una tarea que se viera complicada por las exigencias de la paz, sino que era un trabajo propio de soldados: algo que era mejor hacer rápida y brutalmente. Y cuando hubieran terminado el trabajo, pensó Sharpe, y su enemigo estuviera condenado, tendría que afrontar los asuntos complicados: Jane y Lucille. Los nombres le resonaban en la cabeza con cada roce y crujido de sus botas sobre el camino. ¿Y si Jane quería que regresara? ¿A cuál de las dos mujeres quería él? No tenía ninguna respuesta; sólo preguntas.
Era una noche cálida, totalmente despejada y sin viento. Una brillante luna se alzaba sobre el Vesubio. Al principio estaba cubierta de neblina a causa del humo del volcán, pero enseguida empezó a cruzar el mar, nítida, y mostró el camino hacia el norte como una franja ondulada que resaltaba contra los oscuros prados. Un millón de estrellas aguijoneaban el cielo mientras que una reducida espuma blanca se agitaba en las playas y rompía brillante contra los cabos cubiertos de árboles. Un búho pasó a muy poca distancia por encima de los tres hombres, y Sharpe vio que Patrick Harper se santiguaba. El búho era el pájaro de la muerte.
Una hora antes de medianoche abandonaron el camino y treparon unos cien pasos para refugiarse en un encinar. Allí, en silencio, desataron los fardos que todos llevaban. Por fin, después de semanas escondiéndose, podían desprenderse de la ropa de civil y ponerse las casacas verdes. Sharpe había considerado si cambiarse entonces o esperar hasta la misma víspera de su ataque, pero el hecho de vestir de verde los obligaría a moverse silenciosos como fantasmas a través de aquella desconocida campiña. Se abrochó la espada y luego la sacó rozando el cuello de madera de la vaina de manera que el acero brilló a la luz de la luna.
—Esto está mejor, ¿no? —Frederickson se abrochó su espada.
—Mucho mejor —dijo Sharpe con fervor.
Frederickson desenfundó su espada y la blandió de un lado a otro.
—Me temo que quizás haya estado un poco quisquilloso últimamente.
Inmediatamente Sharpe se sintió incómodo.
—En absoluto.
—Pido disculpas. Lo siento con toda el alma.
Sharpe sintió una oleada de alegría al ver que la situación violenta entre ellos se terminaba, pero enseguida la siguió una punzada de culpabilidad por Lucille.
—Mi querido William… —empezó a decir, aunque se detuvo, porque realmente aquel no era el momento de realizar la temida confesión. Vio reflejada en el rostro de Harper la satisfacción porque la mala sangre entre los dos oficiales parecía haber terminado y se dio cuenta de que no podía estropear ese instante—. Estoy seguro de que mi comportamiento ha empeorado las cosas —declaró en tono humilde.
Frederickson sonrió.
—Pero ahora podemos luchar. Nuestra verdadera misión en la vida, me temo. No estamos hechos para la paz, así que ¡a la guerra, amigos míos! —Saludó a Sharpe poniendo su espada vertical con un movimiento rápido.
—A la guerra. —Y ese grito de batalla animó a Sharpe de una manera inesperada. Durante un momento pudo olvidarse de Jane, olvidarse de Rossendale, olvidarse de Lucille… Pudo olvidarse de todo menos del trabajo que tenía entre manos y que era el más antiguo de los trabajos: el de castigar a un enemigo.
Abandonaron el encinar. Tuvieron que bordear un pueblo de casas diseminadas sin orden ni concierto, aunque los perros debieron de olfatear su presencia, porque los ladridos resonaron con fuerza mientras los tres fusileros atravesaban fugazmente un olivar. Una vez pasados los olivos, en unos prados que descendían hacia el mar, había unos pilares de mármol blanco que Frederickson dijo que se habían caído en los tiempos del Imperio romano. Sharpe no le creyó, y la discusión amistosa les duró hasta bien pasada la medianoche. El camino atravesaba el campo abierto, pero de madrugada, cuando la pálida luna se encontraba al otro lado del horizonte más occidental, llegaron a la entrada de una quebrada tan ensombrecida como el negro Hades.
Se detuvieron allí donde las paredes de piedra empezaban a estrecharse.
—Un lugar perfecto para una emboscada —Frederickson clavó los ojos en la oscuridad.
Sharpe gruñó. No tenía ni idea de lo que podrían tardar en rodear la quebrada. Dar un rodeo como aquél significaría trepar a las montañas y avanzar reconociendo el terreno por una zona agreste. Tan sólo estaba seguro de una cosa: desviarse les llevaría horas, y el amanecer los sorprendería varados lejos de la villa.
—Yo digo que tendríamos que atravesarla.
—Yo también —sugirió Harper.
—¿Por qué no? —observó Frederickson.
Los muros de roca se cerraban sobre ellos. Las cuestas del barranco no eran peladas, sino que estaban densamente cubiertas de pequeños y resistentes arbustos. Sharpe trató de trepar por una de las faldas para ver si podía vislumbrar lo que había más adelante, pero desistió cuando las zarzas le arañaron las manos. Se podía haber ahorrado la molestia, ya que, justo al girar la siguiente curva, una amplia perspectiva les mostró el lugar donde terminaba la quebrada unos tres kilómetros más adelante. El camino surgía de entre sus muros de roca para deslizarse suavemente colina abajo y adentrarse en unas extensas y desnudas tierras bajas bordeadas por la amplia curva de una larga playa iluminada por la luz de la luna. La visión de aquel paisaje vacío y la evidente soledad en la que se encontraban en el camino desierto proporcionó a los tres fusileros un sentimiento de seguridad. Eso no era España, donde podía aguardarles una emboscada, sino un adormilado país del sur donde podían caminar en paz. Más allá de esas tierras bajas, oscuros en el horizonte al norte, se hallaban unos picos recortados que la luna rozaba. Sharpe estaba seguro de que la Villa Lupighi tenía que estar entre las estribaciones de aquellos picos, y esa idea hizo que señalara las lejanas montañas.
—El final del trayecto —dijo.
De alguna manera esas palabras sumieron en la nostalgia a los tres fusileros. Harper, al pensar en el destino final de sus viajes, empezó a cantar una triste elegía irlandesa. Frederickson sonrió en privado a Sharpe.
—¿Cree usted que será feliz fuera del Ejército?
—Creo que Patrick tiene el gran don de contentarse casi en cualquier lugar donde se encuentre.
Los dos oficiales se habían quedado unos pasos detrás del alto irlandés.
—Entonces es un hombre afortunado —aseguró Frederickson—, porque en ocasiones dudo si yo encontraré nunca la verdadera satisfacción.
—¡Vamos, vamos! Eso no puede ser cierto —protestó Sharpe.
Frederickson hizo una mueca.
—La mujer cerdo lo hizo, por lo que tal vez yo tenga alguna esperanza. —Caminó en silencio unos pasos. Harper seguía cantando y su fuerte voz resonaba de manera extraña e inquietante en los riscos de la quebrada. Frederickson movió el hombro para acomodarse mejor el portafusil—. Harper está felizmente casado, ¿verdad?
A Sharpe le dio un vuelco el corazón al intuir la inminente conversación.
—Son muy felices. Isabel es una criaturita fuerte a pesar de su bonito rostro.
Frederickson halló la oportunidad que quería.
—¿Usted cree que madame Castineau es fuerte?
—Mucho.
—Yo también lo creo. No puede haber sido una vida fácil para ella.
—Hay mucha gente que lo pasa peor —repuso Sharpe en tono agrio.
—Cierto, pero ella ha conservado ese castillo a pesar de todas las muertes en su familia. Yo diría que es una mujer muy fuerte.
Sharpe intentó desesperadamente cambiar de tema.
—¿Cuánto calcula que falta para que lleguemos a campo abierto? ¿Un kilómetro y medio?
Frederickson echó una ojeada rápida al camino que se extendía delante de ellos.
—Yo diría que menos. —Entonces, con un entusiasmo mucho mayor, le habló de los nuevos viajes que planeaba hacer—. Iré a Londres para enderezar mi carrera profesional y después, lo más pronto que pueda, volveré a Normandía. No se abandona un asedio sólo porque fracase el primer ataque, ¿no es verdad? He estado reflexionando mucho sobre ello. —Soltó una carcajada nerviosa—. En realidad, confieso que ésa es la causa de que no haya estado de muy buen humor últimamente, pero no creo que pueda fallar una segunda vez con madame. Seguro que necesita alguna prueba de mi seriedad. Mi primera proposición fue una mera declaración de intenciones, pero ahora la reafirmaré con una asidua devoción que tendrá que persuadirla. Las buenas mujeres, lo mismo que las malas, se rinden ante una guerra de asedio, ¿no?
—Algunas lo hacen —contestó Sharpe con sequedad.
—Entonces reanudaré mi asedio. De hecho, confieso que sólo es mi expectativa de tener éxito con ese asedio lo que me proporciona alguna posibilidad de felicidad futura. Quizá me estoy engañando. Los enamorados son muy propensos a tener ese defecto.
El momento era ineludible. Sharpe se detuvo.
—William.
—¿Querido amigo? —Frederickson, eufórico de esperanza, estaba comunicativo.
—Tengo algo que decirle. —Sharpe hizo una pausa, abrumado por el terror ante lo que estaba haciendo. Por un segundo estuvo tentado de olvidarse de su propia relación con madame Castineau, de abandonarla y dejar que Frederickson cabalgara hacia Normandía como don Quijote trotando hacia los molinos, pero no pudo hacerlo.
—¿Qué es? —le animó Frederickson.
—Las mujeres destruyen las amistades. —Sharpe buscó una manera diplomática de realizar una confesión que en ningún caso podía serlo, pues iba en contra de las grandes esperanzas que Frederickson alimentaba.
Frederickson se rió.
—¿Teme que nos veamos menos si tengo éxito? Mi querido Sharpe, usted siempre será un invitado bienvenido dondequiera que yo… —hizo una pausa— espero que dondequiera que Lucille y yo vivamos.
—¡William! —Sharpe espetó el nombre—. Debe comprender que yo…
El disparo los sobresaltó y acribilló la paz de la noche con una terrible y repentina violencia. Sharpe alcanzó a ver el fogonazo del cañón en lo alto de la falda derecha de la quebrada y luego se echó al suelo y rodó hacia el lado derecho del camino. Frederickson se había ido hacia la izquierda. Harper, que vio su canto brutalmente interrumpido, había desenfundado su pistola y miraba detenidamente hacia arriba. La bala no les había alcanzado a ninguno.
Un hombre al que los fusileros no veían se rió.
—¿Quién anda ahí? —gritó Sharpe en inglés. Nadie respondió—. ¿Puede ver a ese hijo de puta, Patrick?
—No veo un carajo, señor.
El hombre oculto empezó a silbar una melodía desenfadada y luego, de una manera muy despreocupada, como si supiera que no tenía nada que temer de los tres soldados que estaban agachados, salió de entre las sombras a unos veinticinco metros por delante de Harper. Vestía una larga capa y llevaba un mosquete en la mano derecha. Inmediatamente, Harper apuntó su pistola de siete cañones hacia el desconocido, pero, al mismo tiempo que lo hacía, todo un montón de formas oscuras se movió por las cuestas del barranco. Sharpe oyó los chasquidos de las llaves de sus mosquetes al armarlos.
—¿Bandoleros? —le sugirió Frederickson a Sharpe. Los dos oficiales tenían sus fusiles amartillados, pero ambos sabían que un solo disparo provocaría una descarga instantánea y destructiva. Sharpe no veía exactamente a cuántos hombres se enfrentaban, pero parecía haber al menos una docena.
—Cabrón. —Sharpe se había olvidado de la amenaza de robo. Se puso en pie como para mostrar que no tenía miedo—. ¿Puede usted hablar y sacarnos de ésta, William?
—Puedo intentarlo, pero lo menos que harán será robarnos las armas. —Frederickson miró al único hombre que bloqueaba el camino y le gritó en italiano—: ¿Quiénes son ustedes?
El hombre envuelto en la capa soltó una risita y luego caminó lentamente hacia los tres fusileros. Llevaba el mosquete sin mucho cuidado. Pasó de largo junto a Harper haciendo caso omiso de la amenaza de su enorme pistola y se aproximó a Sharpe.
—¿Se acuerda de mí, comandante? —habló en francés.
Sharpe ni siquiera podía ver bien al hombre que se acercaba y, además, estaba demasiado sobresaltado por el extraño saludo para pensar con coherencia, pero de pronto el hombre de la capa se echó sobre los hombros el manto que lo envolvía y dejó al descubierto un viejo uniforme azul con unas tiras de galones dorados hechos jirones.
—Bonsoir, comandante Sharpe. —Era un hombre bajito, rechoncho como un tonel y con un rostro tan lleno de cicatrices como la parte trasera de un cañón.
—General Calvet —dijo Sharpe estupefacto.
—¡Eso está muy bien! ¡Bien hecho! Soy, en efecto, el general Calvet, y ustedes son los denominados soldados que se pasean por los barrancos con la misma tranquilidad con que lo harían si fueran prostitutas buscando hacer negocio. ¡Hasta una compañía de babuinos podría haberles tendido una emboscada!
Sharpe no respondió, aunque sabía que Calvet tenía razón. Había sido descuidado y estaba a punto de pagar el precio de aquella despreocupación. Calvet se acercó a Sharpe. Lentamente el francés alargó la mano, desafiándolo a que se moviera, y empujó a un lado el cañón del fusil de Sharpe. Entonces, con una rapidez extraordinaria, le asestó una bofetada al fusilero. Sharpe se quedó tan pasmado por el repentino golpe que no hizo nada. Calvet adoptó un aire despectivo.
—Esto, ingleses, es por la cal en polvo. —Calvet recordaba la cal en polvo que Sharpe había diseminado desde las murallas del fuerte Teste de Buch. Los polvos habían quemando los ojos de los franceses que atacaban y convirtió su ataque en una retirada guiada por el pánico. Era evidente que aquel recuerdo aún le dolía a Calvet—. Sólo un inglés utilizaría un jodido truco como ése contra una panda de ingenuos reclutas de culo blando. Si hubiera tenido conmigo a mis veteranos, inglés, lo habría cortado en filetes.
Sharpe no dijo nada. Todavía trataba de entender cómo había aparecido en aquel remoto camino italiano un general francés al que él había visto por última vez en un campo de batalla del sur de Francia. Miró a izquierda y derecha e intentó contar los hombres que acompañaban al general.
Calvet soltó una carcajada.
—¿Piensa que necesito ayuda para matarle, Sharpe? Me hizo falta un poco de ayuda para encontrarle, pero no la necesito para liquidarle.
—¿Para encontrarme? —Sharpe habló por fin.
—Me enviaron para encontrarle. El emperador. Seguí siendo leal, ya lo ve. No como todos esos otros malditos franceses que le están lamiendo el culo a ese gordo del rey Luis. Pero no fue difícil localizarlos, comandante. Un hombre en París escribió al emperador y éste me mandó a Nápoles, donde un obeso cardenal quiere que los arreste. Son muy inteligentes estos napolitanos. Les dije que venían y los siguieron desde el mismo día en que desembarcaron. Y ahora —Calvet extendió los brazos como si fuera un anfitrión que daba la bienvenida a sus preciados invitados—, ¡aquí estamos!
—¿Por qué quería encontrarnos? —preguntó Frederickson.
—¡El monstruo tuerto tiene lengua! —se burló Calvet—. Porque tengo órdenes de matarlos, por eso. Son órdenes del emperador. Los quiere muertos porque ustedes robaron su oro.
—Nosotros no lo robamos —dijo Sharpe enojado.
—¡Pero lo van a hacer! —Calvet se rió bruscamente—. Ustedes todavía no lo han robado, comandante, ¡pero lo harán en cuanto encuentren a Pierre Ducos! —El general se apartó de Sharpe con desdén y gritó a sus hombres que salieran de sus escondites.
Los soldados franceses se abrieron camino entre las zarzas y dieron patadas en el suelo para aliviar los calambres de las piernas. Rodearon a los tres fusileros y Sharpe pudo ver, a pesar de la oscuridad, que todos esos hombres que sonreían llevaban el bigote de los queridos veteranos del emperador.
Calvet levantó el mosquete para que el canon quedara debajo de la barbilla de Sharpe.
—Entregue su fusil, comandante, y diga a sus dos hombres que hagan lo mismo. —Vio que Sharpe vacilaba—. ¿Preferiría que los desarmaran mis soldados? A mí me da lo mismo, pero si quieren conservar sus espadas como caballeros sugiero que entreguen las armas.
Había quizás una pizca más de orgullo en dejar las propias armas en el suelo que en verse despojado de ellas por la fuerza, y así los tres fusileros se agacharon despacio y abandonaron ignominiosamente sus armas en la blanca calzada. Calvet esperó a que Sharpe volviera a estar de pie y puso de nuevo el mosquete en la garganta del fusilero.
—¿Sabe usted dónde está Pierre Ducos, comandante?
—Sí —respondió Sharpe con actitud desafiante.
—Pues yo no. —La confesión de Calvet lo desarmó—. Así que dígamelo.
—Váyase al infierno, general.
—Está decidido a morir como una rata acorralada, ¿no es cierto? Va a morir gruñendo, en actitud desafiante. Es una lástima que yo esté a las órdenes de un gordo cardenal para devolverlos a Nápoles. Tal vez sobreviva a ello, comandante, pero tan lisiado por la enfermedad, el hambre y la inmundicia que deseará no haber nacido nunca. Sin embargo, si me dice lo que quiero saber, inglés, consideraré el dejar que se vaya de este miserable reino. —Calvet dio una sacudida al mosquete y el frío cañón le golpeó la mandíbula a Sharpe—. ¿Dónde está Pierre Ducos, comandante?
—Tendría que haberle matado en Toulouse —dijo Sharpe.
—¿Así que aquél era usted? —Calvet se rió—. Todavía no ha nacido el inglés capaz de matarme, comandante, pero lo voy a abatir a tiros como a un perro rabioso si no me dice dónde se esconde Pierre Ducos. —Volvió a darle una sacudida al mosquete para que la mira golpeara al fusilero en el mentón—. Dígamelo, inglés.
Sharpe miró fijamente a los ojos del francés y entonces, con una velocidad que igualó la anterior rapidez de Calvet, abofeteó al general. El golpe sonó igual que un disparo.
Calvet ladeó la cabeza de la sacudida. Retrocedió, se llevó el mosquete al hombro y apuntó a Sharpe entre los ojos.
—Cabrón —gruñó.
—Váyase a la mierda —le dijo Sharpe en inglés.
Calvet apretó el gatillo.
Sharpe retrocedió dando un giro, agarró la empuñadura de su espada y ya tenía fuera de la vaina unos buenos treinta centímetros del acero cuando se dio cuenta de que el mosquete no estaba cargado. Calvet se rió.
—Ya puede dejar de mearse en los pantalones, comandante: el arma no estaba cargada. Así que recojan sus malditos fusiles y llévenme a donde está Ducos. —Se alejó de Sharpe y ordenó a sus hombres que formaran filas. Los bigotudos veteranos formaron obedientes dos filas irregulares, pero los tres fusileros no se movieron. Calvet se volvió hacia ellos con fingido asombro—. ¡No se queden ahí parados! ¡Muévanse!
Aun así, ninguno de los tres fusileros se meneó.
—¿Espera que le llevemos hasta Ducos? —preguntó Sharpe.
—Escúcheme, maldito imbécil —Calvet, que a todas luces se estaba divirtiendo, retrocedió y se plantó de lleno frente a Sharpe—: ¿por qué tendría que enviarlos ante el cardenal? Lo único que quiere es quedarse él con el oro. El emperador quiere recuperarlo y ése es mi trabajo, comandante, y para ayudarme a llevarlo a cabo le estoy ofreciendo una alianza. Usted me dice dónde se esconde Ducos y yo lo dejo con vida. En realidad, le ofreceré incluso el privilegio aún mayor de luchar a mis órdenes. Para variar, inglés, usted y yo estaremos en el mismo bando. Somos aliados, aunque yo soy un general de la Francia imperial y usted es un pedazo de mierda de sapo inglés, lo cual significa que yo doy las órdenes y usted las obedece como un recluta de culo inocente. ¡Así que deje de papar moscas como una monja novicia en los baños de los artilleros y dígame adónde nos dirigimos!
—No creo que tengamos muchas opciones —observó secamente Frederickson.
No las tenían. Y de ese modo Sharpe se encontró de nuevo cumpliendo órdenes, de vuelta a la disciplina militar, pero en aquella ocasión servía a un nuevo señor: el mismísimo emperador de Elba, Napoleón.