Si William Frederickson necesitaba consuelo tras la decepción que se llevó cuando Lucille Castineau rechazó su propuesta de matrimonio, entonces no había ningún lugar mejor provisto para proporcionar ese consuelo que París.
Al principio no hizo ningún esfuerzo para dar con Pierre Ducos; en lugar de eso se limitó a sumirse en una orgía de diversión con el único fin de apartar a la viuda Castineau de su pensamiento. Paseó por las calles de la ciudad y admiró un edificio tras otro. Hizo bosquejos de Notre-Dame, de la Conciergerie, del Louvre y de su construcción favorita, la Madeleine. Su mejor dibujo, puesto que estaba teñido con su propio sufrimiento, fue el del abandonado Arco de Triunfo, que quería ser un sólido monumento a las victorias de Napoleón pero que en esos momentos no era nada más que los restos de unas paredes sin recubrir que descansaban como ruinas sobre un campo embarrado. Había unos soldados rusos acampados alrededor del monumento abandonado mientras sus mujeres colgaban la colada de su truncada mampostería.
Las tropas de los victoriosos aliados llenaban la ciudad. Los rusos estaban en los Campos Elíseos; los prusianos, en las Tullerías, e incluso había unas cuantas compañías de soldados británicos acampadas en la enorme plaza donde le cortaron la cabeza a Luis XVI. Una curiosidad lasciva hizo que Frederickson pagara unos preciosos cinco céntimos para ver la Souricière, la «ratonera», que era el subterráneo de la Conciergerie donde a las víctimas de la guillotina les habían hecho la «toilette» antes de subir a las carretas. La «toilette» era un corte de pelo que dejaba la nuca al descubierto para que la hoja no encontrara obstáculos, y el guía de Frederickson, un hombre jovial, afirmaba que la mitad de los colchones de París tenían por relleno las cabelleras de los aristócratas muertos. Frederickson investigó el delgado colchón de su barata casa de huéspedes y se llevó una decepción al no encontrar nada más que pelo de caballo. El propietario de la casa creía que herr Friedrich era un veterano de los ejércitos del emperador, uno de los muchos alemanes que habían combatido por Francia.
El día después de su visita a la Conciergerie conoció a la esposa de un sargento de caballería austríaco que había huido de su marido y estaba buscando un protector. Durante una semana creyó que había conseguido olvidar a Lucille, pero entonces la mujer austriaca regresó con su marido, y Frederickson volvió a sentir el dolor que producía el rechazo. Trató de borrarlo de su memoria caminando hasta Versalles, donde se sumergió en el esplendor del castillo. Se compró otro cuaderno de bocetos y durante tres días estuvo realizando bosquejos del gran palacio de una manera febril, pero durante todo ese tiempo, aunque trató de negárselo a sí mismo, no hizo más que pensar en madame Castineau. Por la noche intentó dibujar su rostro, hasta que, furioso por su obsesión, rompió el cuaderno de bocetos y emprendió el regreso a París para empezar la búsqueda de Pierre Ducos.
Los archivos del Ejército imperial todavía se guardaban en los Inválidos; se encontraban allí custodiados por un archivero de expresión avinagrada que admitió que nadie le había informado de lo que se esperaba que hiciera con los registros imperiales.
—Ya no le interesan a nadie.
—A mí sí —dijo Frederickson, y a costa de unas cuantas horas de escuchar con comprensión al archivero, se le permitió el acceso a los preciosos archivos. Al cabo de tres semanas todavía no había encontrado a Pierre Ducos. Había descubierto muchas más cosas fascinantes: escándalos con cuya investigación se podrían desperdiciar horas; pero no había ningún archivo sobre Ducos. Ese hombre bien podía no haber existido nunca.
El archivero, que percibió en Frederickson una amargura de espíritu amiga, se entusiasmó con la búsqueda que creía encaminada a encontrar al antiguo oficial al mando de Frederickson.
—¿Ha escrito usted a los otros oficiales con los que ambos sirvieron?
—Ya lo he intentado —afirmó, pero entonces una idea errante parpadeó en medio de sus pensamientos. Era una idea tan indirecta que casi la pasó por alto; sin embargo, como el archivero le estaba echando el aliento y el tipo había tomado una buena sopa de ajo para comer, Frederickson admitió que había un oficial con el que no se había puesto en contacto—. Un tal comandante Lassan Creo que estuvo al mando de un fuerte costero. No lo conocí, pero el comandante Ducos hablaba a menudo de él.
—Busquémosle. ¿Ha dicho usted Lassan?
La idea era muy vaga. En esos momentos Frederickson podía deambular con libertad entre los estantes de los archivos, pero antes de la rendición de Napoleón existían unas normas que controlaban de forma estricta el acceso a los archivos imperiales. Antes, cualquier oficial que sacara un archivo tenía que escribir su nombre y la fecha de ese día en la cubierta del mismo, y Frederickson se había estado preguntando si Ducos no habría descubierto a Lassan a través de aquellos registros polvorientos y, de haber sido así, si en el expediente del fallecido constaría la firma de Ducos en la cubierta. Si ése era el caso —la idea era muy poco fundada—, el encargado quizá recordara al hombre que había sacado ese archivo.
—Hay una dirección de Normandía. —El archivero había encontrado el fino expediente de Lassan—. El castillo Lassan. Dudo que sea una de las grandes casas de Francia. Nunca había oído hablar de él.
—¿Puedo verlo? —Frederickson cogió el expediente y sintió una punzada familiar al verla dirección de Lucille. Entonces miró la cubierta: sólo había una firma, la de un tal coronel Joliot, aunque la fecha que constaba junto a su nombre demostraba que ese expediente se había consultado justo dos semanas antes del asesinato de Lassan. La coincidencia era demasiado fortuita, por lo que a no ser que todo se debiera a una casualidad, el «coronel Joliot» tenía que ser Pierre Ducos.
—Joliot —dijo Frederickson—. Parece un nombre conocido, ¿no?
—¡Lo sería si llevara usted gafas! —El archivero tocó sus propias lentes con el dedo manchado de tinta—. Los hermanos Joliot son los fabricantes de gafas más acreditados de todo París.
Ducos llevaba lentes. Frederickson recordaba a Sharpe describiendo la ira furibunda del francés una vez que le había roto esas preciosas lentes en España. ¿Había consultado Ducos ese archivo y había garabateado un nombre conocido en la cubierta para ocultar su verdadera identidad? Frederickson tuvo que ocultar su repentina excitación, que era la de un cazador que divisa a su presa.
—¿Dónde podría encontrar a los hermanos Joliot?
—Están detrás del palacio de Chaillot, capitán Friedrich; ¡pero le aseguro que ninguno de ellos es un coronel! —El archivero dio unos golpecitos sobre la firma.
—De todas maneras me hace falta ver a un fabricante de gafas —señaló Frederickson—. Mi ojo, señor, a veces se me cansa al leer.
—Eso es cosa de la edad, mi capitán, nada más que la edad.
Ese diagnóstico fue ratificado por Jules Joliot, que recibió al capitán Friedrich en su elegante tienda situada detrás del palacio de Chaillot. Joliot llevaba una diminuta abeja de oro en la solapa como un discreto símbolo de su lealtad hacia el emperador.
—Todos los ojos se cansan con la edad —le dijo a Frederickson—; hasta el emperador se ve obligado a usar lentes para leer, así que no debe considerarlo una desgracia. Además, capitán, y perdone mi indiscreción, a su único ojo no le queda más remedio que hacer el trabajo de dos, por lo que, lamentablemente, se cansará con más facilidad. ¡Pero ha acudido usted al mejor establecimiento que hay en París! —El señor Joliot se vanaglorió de que sus talleres habían despachado catalejos a Moscú, monóculos a Madrid y anteojos a los oficiales franceses capturados en Londres y Edimburgo. Por desgracia, dijo, el fin de la guerra había sido malo para el negocio. Con los combates las buenas gafas no duran nada.
Frederickson le preguntó qué razones podía tener un oficial capturado para pedir que le enviaran unas gafas de París cuando, con toda seguridad, hubiera sido más rápido comprar lentes de repuesto en Londres.
—No si lo que quiere es un trabajo de calidad —replicó Joliot con altanería—. ¡Venga! —Condujo a Frederickson por delante de unas vitrinas con excelentes catalejos y abrió un cajón en el que guardaba algunos productos de la competencia—. Éstas son unas gafas de Londres. ¿Nota usted la deformación en los bordes de las lentes?
—Pero si un oficial pierde sus gafas —insistió Frederickson—, ¿cómo sabe usted qué es lo que tiene que mandarle para sustituirlas?
Joliot le mostró con orgullo a su visitante un inmenso arcón con unos cajones llanos parecidos a bandejas que contenían cada uno centenares de delicados discos de yeso. Todos los ojos humanos, según expuso Joliot, eran sutilmente diferentes, y hacía falta una gran experimentación para encontrar una lente que corrigiera la deficiencia propia de cada uno de ellos. Cuando se hallaba ese exclusivo cristal, se hacía una copia exacta en yeso y se guardaban los moldes en esos cajones.
—Éste es un monóculo para el mariscal Ney; éste, para el ojo izquierdo del almirante Suffren, y aquí están —Joliot no pudo resistirse a alardear de ello— las gafas de leer del emperador. —Abrió una caja forrada de terciopelo en la que descansaban dos discos de yeso. Explicó que, utilizando los indicadores y calibradores más delicados, un experto cualificado podía pulir una lente y darle exactamente la misma forma que uno de esos discos de yeso—. No hay ninguna otra firma que sea tan sofisticada como nosotros, aunque por desgracia, con el final de la guerra andamos flojos de trabajo. Pronto tendremos que empezar a hacer lupas baratas para divertimento de los niños y las mujeres.
Frederickson estaba impresionado, pero no tenía manera de descubrir si los hermanos Joliot habían pulido una lente en su vida o si se limitaban a suministrar las mismas lentes venecianas que utilizaba cualquier otro fabricante de gafas. Los discos de yeso, con su promesa de precisión científica, no eran más que una maravillosa estratagema para aumentar las ventas.
—Y ahora —observó Joliot— debemos experimentar con su ojo cansado, capitán. ¿Tal vez quiera tomar asiento?
Frederickson no tenía ningún deseo de que experimentaran con él.
—Tengo un amigo —dijo— que tenía unas gafas provenientes de su tienda, y noté que sus lentes se adaptaban perfectamente a mi ojo.
—¿Su nombre?
—Pierre Ducos. Comandante Pierre Ducos.
—Veamos. —Joliot pareció un poco decepcionado al no poder deslumbrar a Frederickson con su despliegue de lentes experimentales. En lugar de eso, llevó a Frederickson a un despacho privado donde descansaba sobre una larga mesa el libro de pedidos de la firma—. ¿Pierre Ducos, dice usted?
—Así es, señor. La última vez que lo vi fue en Burdeos, pero, lamentablemente, no sabría decirle dónde se encuentra ahora.
—Entonces veamos si podemos ayudar. —El señor Joliot se ajustó sus propios lentes y recorrió las páginas con el dedo. Tarareó mientras leía rápidamente las listas, y mientras tanto Frederickson, que no se atrevía a tener esperanzas pero que temía perderlas, observó la habitación, horriblemente decorada con enormes modelos en yeso de ojos humanos diseccionados.
El tarareo cesó de repente. Frederickson se volvió y vio que el señor Joliot tenía el dedo puesto encima de una entrada del gran libro de contabilidad.
—¿Ducos, dice usted? —El señor Joliot deletreó el nombre y lo repitió—. ¿Comandante Pierre Ducos?
—Así es, señor.
—Debe de tener usted muy mala vista, mi capitán, si sus lentes le van bien a su ojo. Veo que le proporcionamos sus primeras gafas en 1809 y que mandamos un repuesto a España con carácter de urgencia en enero de 1813. ¡Es un hombre muy corto de vista!
—En efecto, pero muy leal al emperador. —De esa manera Frederickson intentó mantener la cooperación del señor Joliot.
—No veo ninguna dirección de Burdeos —afirmó el óptico, y acto seguido, sonrió satisfecho—. ¡Ah! ¡Veo que llegó un nuevo pedido la semana pasada!
Frederickson apenas se atrevía a realizar la siguiente pregunta por temor a verse defraudado.
—¿Un nuevo pedido?
—¡Nada menos que de cinco pares de gafas! Y tres de esos pares tienen que hacerse con cristal verde para reducir el resplandor del sol. —Entonces, de repente, Joliot sacudió la cabeza—. ¡Ay, no! El pedido no es del comandante Ducos, sino de un amigo suyo. El conde Poniatowski. Al igual que usted, capitán, el conde ha descubierto que las gafas de Ducos le van bien. Ocurre con frecuencia que uno se da cuenta de que las lentes de su amigo le van bien y encarga un par similar para él.
O, pensó Frederickson, que un hombre no quería que lo encontraran, por lo que utilizaba otro nombre tras el cual pudiera esconderse.
—Le estaría de lo más agradecido, señor, si quisiera darme la dirección del conde Poniatowski. Quizás él sepa dónde puedo encontrar al comandante. Tal como le dije, éramos muy amigos y desgraciadamente el fin de la guerra nos ha separado.
—Por supuesto. —El señor Joliot no tuvo ningún escrúpulo en revelar la dirección de un cliente, o tal vez sus escrúpulos se disiparon al pensar que podría perder a aquel otro si no accedía—. Se encuentra en el Reino de Nápoles. —Joliot anotó la dirección de la Villa Lupighi y luego le preguntó al capitán Friedrich si se acordaba de cuál de las dos lentes era la que le iba bien.
—La izquierda —respondió Frederickson al azar, y entonces se vio obligado a dejar una preciosa moneda en depósito para el monóculo que el señor Joliot prometió engarzar en una montura de concha y tener listo en seis semanas—. Me temo que un trabajo de calidad requiere ese tiempo.
Frederickson le dio las gracias con una inclinación de cabeza. Al dejar la tienda descubrió que la pasión por la búsqueda había hecho que no pensara en Lucille Castineau durante casi una hora, aunque en el instante en que se convenció de que estaba libre de la obsesión, ésta regresó con toda su antigua y familiar tristeza. De todas formas, los perros habían encontrado un rastro y había llegado el momento de avisar a Sharpe para emprender el largo camino hacia el sur.
* * * *
La ignorancia era lo peor, decidió Ducos; la maldita, maldita ignorancia.
Durante años se había movido en el mundo privilegiado de un oficial imperial de confianza; había recibido informes secretos de París, había leído despachos interceptados, había estado tan enterado del funcionamiento del Imperio y las maquinaciones de sus enemigos como cualquiera; pero en esos momentos estaba sumido en la oscuridad.
Llegaban algunos periódicos a Villa Lupighi, en la costa al norte de Nápoles, pero eran viejos y, como muy bien sabía Ducos, poco fidedignos. Leyó que una gran conferencia decidiría el futuro de Europa y que se celebraría en Viena. Vio que Wellington, recién nombrado duque, sería el embajador de Gran Bretaña en París, pero no era ésa la noticia que buscaba. Ducos quería enterarse de que un oficial de los fusileros británicos había sido sometido a un consejo de guerra. Quería estar seguro de que Sharpe fuera desacreditado porque entonces no podrían culpar a nadie más de la desaparición del oro del emperador. A falta de esa noticia, los temores de Ducos se incrementaron hasta que el fusilero se convirtió en la Némesis que acechaba en sus pesadillas.
Ducos se armó para protegerse de sus peores miedos. Hizo que el sargento Challon quitara la maleza de la colina sobre la que se situaba la deteriorada Villa Lupighi, de modo que, cuando se terminó el trabajo, la vieja casa parecía estar encaramada en lo alto de un montículo de tierra raspada en el que ningún intruso podía esperar esconderse.
La villa propiamente dicha era una enorme ruina. Ducos había restaurado las dependencias del extremo oeste del edificio, donde ocupaba una habitación que daba a una gran terraza desde la cual podía contemplar el mar. No podía usar la terraza a partir del mediodía porque se encontró con que la brillante luz del sol que se reflejaba en el mar le dañaba la vista y, hasta que los hermanos Joliot no le mandaran las lentes tintadas, se veía obligado a pasar las tardes dentro.
El sargento Challon y sus hombres ocupaban las habitaciones que estaban detrás de la suite más palaciega de Ducos. Sus dependencias daban a un patio interior construido en forma de claustro. Una vieja higuera había partido una esquina de éste. Cada uno de los dragones tenía su propia mujer viviendo en la casa, puesto que Challon había insistido a Ducos en que sus hombres no podían vivir como monjes mientras esperaban que llegara el día en que pudieran abandonar el refugio sin peligro. A las mujeres las encontraron en Nápoles y les pagaron con plata francesa.
La mitad este de la villa, que estaba orientada al interior y daba a los olivares y las altas montañas, no era más que un ruinoso caos de derrumbada mampostería y columnas rotas. Algunas de las estropeadas paredes tenían tres pisos de alto, mientras que otras no se levantaban a más de treinta centímetros del suelo. Por la noche, cuando los miedos de Ducos culminaban, soltaban a dos perros salvajes para que deambularan por las piedras caídas.
El sargento Challon intentó aliviar los temores del comandante. Nadie los encontraría en la Villa Lupighi, dijo, puesto que el cardenal era amigo suyo. Ducos asentía con la cabeza, pero cada día exigía que hicieran otra aspillera más en alguno de los muros exteriores.
El sargento tenía sus propios temores:
—Los muchachos están bastante contentos por ahora —le aseguró a Ducos—, pero esto no durará. No pueden esperar aquí para siempre. Se aburrirán, señor, y usted sabe que los soldados aburridos pronto se convierten en alborotadores.
—Ya tienen a las mujeres.
—Con eso se solucionan las noches, señor, pero ¿de qué sirve una mujer durante el día?
—Tenemos un acuerdo —insistió Ducos, y Challon reconoció que, en efecto, tenían un acuerdo; pero quería alterar los términos del mismo. Ahora, sugirió, los dragones que quedaban sólo permanecerían junto a Ducos hasta finales de año. Insistió en que era tiempo suficiente; después, cada uno de ellos sería libre de irse y de llevarse su parte del oro y las joyas.
Ducos, al verse ante el ultimátum, accedió. Todavía faltaba mucho para final de año, y tal vez Challon tuviera razón al creer que para Año Nuevo los peligros habrían desaparecido.
—Debe usted divertirse, señor —señaló el sargento Challon con picardía—. Tiene dinero, señor, ¿y para qué otra cosa sirve el dinero?
Y Ducos trató de divertirse. Hubo una semana, tras el descubrimiento de un cometa, en la que tuvo veleidades de astrónomo y encargó que le trajeran desde Nápoles globos celestes y catalejos. El entusiasmo se apagó para ser reemplazado con un ardiente deseo de escribir la historia de las guerras de Napoleón, pero ese proyecto se esfumó tras cuatro noches de febril escritura. Ideó un plan para irrigar los campos altos de detrás del pueblo que se extendían entre la villa y el mar, luego empezó a pintar y se empeñó en que el sargento Challon le trajera las chicas más guapas del pueblo para que posaran ante su caballete. Practicó problemas matemáticos de forma obsesiva, intentó aprender a tocar la espineta, encontró fascinación en mapas sobre los que volvió a realizar los combates de las campañas de dos décadas y, al hacerlo, llevó los límites del Imperio mucho más lejos de lo que nunca había hecho Napoleón. Dio en ponerse los uniformes que habían pertenecido al bagaje del emperador, y los habitantes del pueblo hablaban del loco y medio ciego mariscal francés que recorría la inmensa casa vestido con galones de oro y con una enorme espada curva colgando junto a sus piernas flacuchas. Tal vez Ducos se hiciera llamar conde Poniatowski y afirmara ser un enfermizo refugiado polaco, pero los aldeanos sabían que era francés al igual que su propio rey, que en su día había sido un verdadero mariscal francés.
El sargento Challon toleró todos aquellos entusiasmos puesto que las ventajas de la indulgencia eran diversas. Realmente había tanto dinero para repartir que aquel exilio temporal era soportable. Challon sabía que Ducos podía seguir gastando el dinero como si fuera agua y todavía quedaría una fortuna a final de año. A pesar de ello, cuando Ducos insistió en contratar a más guardias, se sintió obligado a brindar una nota de advertencia.
—A los muchachos no les hará mucha gracia tener que pagarles, señor.
—Ya les pagaré yo. —Esa generosidad era fácil de ofrecer porque Ducos se había empeñado en custodiar él mismo el tesoro, almacenado en un enorme arcón de hierro sujeto con cemento al suelo de sus propias dependencias. Ni siquiera Challon estaba seguro de cuánto dinero había en la caja, aunque sabía hasta el último céntimo que se le había prometido a cada uno de los hombres a final de año. Para cumplir su palabra con los dragones, Ducos sólo tenía que asegurarse de que las partes correspondientes se pagaran religiosamente cuando llegara el momento, y mientras tanto, el resto era todo suyo para gastárselo. Sabía, aunque no así Challon, que el resto era el rescate de un emperador, mucho más de lo que incluso ese avaricioso del cardenal podía imaginarse.
Challon trató de nuevo de hacer cambiar de opinión a Ducos.
—Puede que haya problemas, señor, entre mis muchachos y esos tipos nuevos.
—Usted es sargento, Challon; sabe cómo salir al paso de los problemas.
Challon suspiró.
—Los nuevos querrán mujeres.
—Pueden tenerlas.
—Y armas, señor.
—Pero sólo las mejores.
De manera que Challon se dirigió a los muelles de Nápoles y encontró a veinte hombres que antes habían servido como soldados. Eran escoria, según advirtió a Ducos, pero eran una escoria que sabía pelear. Eran desertores, delincuentes habituales, asesinos y alcohólicos, aunque le serían leales a un hombre que pudiera pagar un buen sueldo.
Los recién contratados se trasladaron a las habitaciones medio en ruinas del centro de la villa. Llevaron mujeres, pistolas, sables y sus mosquetes. No hubo ningún problema, puesto que reconocieron la autoridad natural de Challon y eran bien recompensados por muy poco esfuerzo. No se les permitía la entrada a la terraza del oeste, que era el dominio privado de su nuevo patrón, el cual rara vez aparecía en otro lugar fuera del edificio porque decía que el sol le dañaba la vista, aunque a veces alcanzaban a verlo pasear por el enorme patio interior vestido con uno de sus magníficos uniformes. Se rumoreaba que pocas veces llevaba a una mujer a su habitación, aunque una vez que lo hizo, la chica explicó que el conde Poniatowski no había hecho nada más que mirar al norte, donde, mucho más allá del horizonte, otro exiliado imperial tenía su pequeño reino en el Mediterráneo. Los guardias recién contratados opinaban que el conde Poniatowski estaba loco pero pagaba bien, les proporcionaba comida y vino en abundancia y si una chica del pueblo se quejaba de que la habían violado, no hacía de ello un problema: se limitaba a encargarse de que pagaban a la chica o a sus padres una cantidad en oro y luego animaba a sus hombres a que practicaran con sus armas y que estuvieran bien alerta ante los desconocidos que aparecieran en el caluroso y árido paisaje.
—Deberíamos tener un cañón —le dijo a Challon un día.
El sargento, al verse ante esa nueva prueba de los temores del comandante Ducos, dio un suspiro.
—No es necesario, señor.
—Sí que es necesario. Es indispensable. —Ducos había decidido que su seguridad dependía de la artillería, y nada lo haría cambiar de opinión. Demostró al sargento que un pequeño cañón de campaña, montado en la pared sur de la villa, dominaría el camino que conducía a la colina.
—Vaya a Nápoles, Challon. Alguien sabrá dónde se puede conseguir uno.
Así que el sargento tomó el dinero y volvió al cabo de tres días con un anticuado cañón saltamontes. Se trataba de una pequeña pieza de artillería de campaña que, cincuenta años antes, había sido distribuida a los batallones de infantería de algunos ejércitos. Se consideraba un cañón lo bastante pequeño para poder ser llevado entre dos personas, lo cual no hacía más que demostrar que su inventor nunca había tenido que marchar por un terreno agreste con el tubo de bronce de casi un metro de largo amarrado al hombro. En el tubo se encajaban cuatro patas resistentes que hacían de cureña, y cuando se disparaba, todo el artefacto daba un salto en el aire, lo que había hecho al arma merecedora de su sobrenombre. Casi siempre se volcaba después de cada convulsión, pero se podía volver a poner en pie fácilmente.
—Es todo lo que pude conseguir, señor. —Challon parecía un tanto avergonzado por el pequeño y anticuado cañón saltamontes.
Ducos, en cambio, estuvo encantado, y durante una semana resonaron en el paisaje los golpes amortiguados de los disparos del cañón. Se necesitaban menos de doscientos gramos de pólvora para la carga y aun así conseguía disparar una bola de dos libras y media a más de quinientos metros de distancia. Durante una semana, consolado por su nuevo juguete, el comandante pudo olvidarse de sus miedos; pero cuando dejó de ser una novedad su terror volvió y un hombre vestido de verde empezó otra vez a rondar sus sueños. Con todo, él estaba armado hasta los dientes, tenía unos soldados leales y nada podía hacer sino esperar.
* * * *
El día que Sharpe abandonó el castillo, Lucille Castineau halló un pedazo de papel detrás del espejo que había sobre la cómoda de su habitación. Sharpe había garabateado el nombre de ella en el papel, que, una vez desdoblado, resultó contener doce guineas inglesas de oro.
Lucille Castineau no quería aceptar las monedas. Las piezas de oro olían de alguna manera a caridad, y de ese modo ofendían su aristocrático sentido del decoro. Se imaginó que el irlandés grandote había traído el dinero. Su primera reacción fue devolver las guineas, pero no tenía ninguna dirección donde poder mandar un cheque por la cantidad. Sharpe había escrito un breve mensaje en un apresurado y espantoso francés en la hoja de papel que envolvía las monedas, pero el mensaje tan sólo contenía un exagerado agradecimiento por la amabilidad de madame Castineau, una esperanza de que aquella pequeña donación cubriera los gastos de la convalecencia de Sharpe y una promesa de informar a la señora Castineau de lo que ocurriera en Nápoles.
Lucille toqueteó las gruesas monedas de oro. Doce guineas inglesas eran una pequeña fortuna. La lechería del castillo requería con urgencia dos vigas para el tejado, había que hacer cientos de esquejes si querían reponer el invernadero de manzanos y Lucille tenía un acuciante deseo de poseer un pequeño carro de dos ruedas del que pudiera tirar un dócil poni. Las monedas comprarían todas esas cosas y todavía sobraría bastante dinero para pagar una lápida apropiada para su madre y su hermano. Así que, dejando a un lado el decoro aristocrático, Lucille reunió las monedas con la mano y las deslizó en el bolsillo de su delantal.
—Ahora la vida será mejor —le dijo Marie, la anciana cocinera que se había erigido en madre sustituta de la viuda Castineau.
—¿Mejor?
—Sin ingleses. —La sirvienta estaba despellejando un conejo que Harper y Sharpe habían atrapado la tarde anterior.
—¿No le gustaba el comandante, Marie? —Lucille pareció sorprendida.
Marie se encogió de hombros.
—El comandante es un hombre muy correcto, señora, y me cae bastante bien, pero lo que no me gusta son las malas lenguas del pueblo.
—Ah. —Lucille logró parecer calmada, aunque sabía muy bien lo que había ofendido a la fiel Marie. Inevitablemente los habitantes del pueblo habían cotilleado sobre la larga estancia del inglés en el castillo, y más de una persona ignorante había sugerido convencida que la señora y el comandante tenían que ser amantes.
—Las malas lenguas serán siempre malas lenguas —dijo Lucille distraída—. Una mentira no puede perjudicar la verdad.
Marie tenía la firme creencia campesina de que una mentira podía mancillar la verdad. Los del pueblo dirían que donde hay humo hay fuego y que el barro en el suelo de una cocina era señal de unas botas sucias, y todas esas insinuaciones maliciosamente burlonas disgustaban a la cocinera. Los habitantes del pueblo contaban mentiras sobre su señora, y Marie esperaba que ella compartiera su indignación.
Pero Lucille no parecía dispuesta a hacerlo. En lugar de eso, tranquilizó a la anciana y luego dijo que tenía que escribir y que no se la molestara. Añadió que estaría muy agradecida si pudieran ir a buscar al hijo del molinero para que llevara una carta al correo del pueblo.
La carta le llegó al transportista esa misma tarde. Iba dirigida a monsieur Roland, el abogado del Tesoro Público de París, a quien, finalmente, Lucille contó toda la verdad.
—Los ingleses no querían que se lo contara —escribió— porque temían que usted no les creyera ni a ellos ni a mí, pero, por mi honor, monsieur, yo creo en su inocencia. No se lo he explicado antes porque, mientras los ingleses estuvieron en mi casa, respeté el temor que tenían de que usted dispusiera su arresto si descubría su presencia aquí. Ahora ya se han ido y debo decirle que el sinvergüenza que asesinó a mi familia y robó el oro del emperador no es otro que el hombre que acusó a los ingleses de su crimen: Pierre Ducos. Ahora vive en algún lugar cerca de Nápoles, hacia donde se han dirigido los ingleses para obtener pruebas de su inocencia. Si usted, monsieur, puede ayudarlos, se ganará la gratitud de una pobre viuda.
La carta se envió y Lucille esperó. El calor del verano era cada vez más sofocante, pero la campiña era más segura ahora que las patrullas montadas de Caen echaban del bosque a todos los vagabundos que encontraban. Lucille utilizaba a menudo su nuevo carro con el poni para ir a los pueblos vecinos y las antiguas habladurías sobre ella desaparecieron cuando vieron entonces que el médico viudo era con frecuencia el conductor de la carreta. Sería una boda de otoño, insinuaron los aldeanos, y también era muy apropiada. Quizás el doctor fuera unos cuantos años mayor que la señora, pero era un hombre formal y bondadoso.
El doctor era, en efecto, un confidente de Lucille, pero nada más. Ella le habló al médico, y sólo a él, de la carta que había mandado y expresó su tristeza por no haber recibido respuesta.
—Al menos, no una respuesta adecuada. El señor Roland acusó recibo de mi carta, pero sólo fue eso, un acuse de recibo. —Hizo un gesto de indignación—. Tal vez el comandante Sharpe estaba en lo cierto.
—¿En qué sentido? —preguntó el médico. Había conducido el carro hacia la cresta de la colina, por donde se deslizó con facilidad a lo largo de un camino lleno de rodadas secas. A cada instante aparecían hermosas vistas que se divisaban entre el espesor de los árboles, pero Lucille no tenía ojos para el paisaje.
—El comandante no quería que escribiera. Dijo que sería mejor que encontrara él mismo a Ducos. —Se quedó unos segundos en silencio—. Creo que tal vez se enojaría si supiera que he escrito.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
Lucille se encogió de hombros.
—Porque es mejor que las autoridades pertinentes se ocupen de estos asuntos, n’est-ce-pas?
—El comandante Sharpe no pensaba eso.
—El comandante Sharpe es un hombre terco —repuso Lucille con desdén—, un idiota.
El doctor sonrió. Guió el pequeño carro fuera del camino, lo hizo subir dando tumbos hasta una zona cubierta de hierba y luego frenó el poni en un lugar desde el cual él y Lucille pudieran dirigir la mirada hacia el sur. Las montañas estaban cargadas de follaje y cubiertas de calima a causa del calor. El médico hizo un gesto señalando el bonito paisaje.
—Francia —dijo con enorme satisfacción y cariño.
—Un idiota. —Lucille, ajena a toda Francia, repitió las palabras enojada—. ¡Su orgullo va a hacer que lo maten! ¡Todo lo que tenía que hacer era hablar con las autoridades indicadas! Yo hubiera viajado a París con él y hubiera hablado por él; pero no, tenía que llevar él mismo la espada a su enemigo. A veces no entiendo a los hombres. ¡Son como niños! —Ahuyentó a una avispa con la mano, de mal talante—. Quizá ya esté muerto.
El doctor miró a su acompañante. Ella tenía la mirada fija hacia el sur, y el médico pensó en el perfil tan delicado que tenía, tan lleno de carácter.
—¿Le preocuparía, señora —preguntó—, que el comandante Sharpe hubiera muerto?
Lucille se quedó un buen rato en silencio y luego se encogió de hombros.
—Pienso que ya hay bastantes niños franceses que han perdido a sus padres en estos últimos años. —El doctor no dijo nada, y su silencio debió de convencer a Lucille de que no había comprendido sus palabras, puesto que volvió hacia él un rostro muy desafiante—. Estoy esperando un hijo del comandante.
El médico no supo qué decir. Sintió una repentina envidia del comandante inglés, pero su cariño por Lucille no dejó que revelara ese innoble sentimiento.
Ella tenía de nuevo la mirada fija en aquel paisaje adormecedor, aunque era poco probable que fuera consciente de la espléndida vista.
—No se lo he dicho a nadie más. Ni siquiera me he atrevido a comulgar estas últimas semanas, por miedo a mi confesión.
Una curiosidad profesional motivó las siguientes palabras del doctor.
—¿Está usted completamente segura de que está embarazada, señora?
—Estoy segura desde hace tres semanas. Sí, estoy segura.
El médico se quedó otra vez callado y su silencio preocupó a Lucille, que de nuevo volvió sus ojos grises hacia él.
—¿Cree usted que es un pecado?
El doctor sonrió.
—No estoy capacitado para juzgar lo pecaminoso.
La insulsa respuesta hizo que Lucille frunciera el ceño.
—El castillo necesita un heredero.
—¿Y ésa es su manera de justificar que lleva dentro al hijo del inglés?
—Me digo a mí misma que es por eso, pero no. —Se volvió a mirar otra vez las distantes colinas—. Estoy esperando un hijo del comandante porque creo que estoy enamorada de él, sea lo que sea lo que quiera decir con eso y, por favor, no me pregunte. Yo no quería amarlo. Él ya tiene una esposa, pero… —Se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—¿Pero…? —tanteó el doctor.
—Pero no sé —dijo con firmeza—. Todo lo que sé es que un hijo bastardo de un soldado inglés bastardo va a nacer este invierno y le estaría muy agradecida, querido doctor, si quisiera asistir el parto.
—Por supuesto.
—Puede explicarle a la gente cuál es mi estado —afirmó con mucha naturalidad— y le agradecería que les dijera quién es el padre. —Había decidido que era mejor que la noticia se difundiera rápidamente, antes de que empezara a hinchársele el vientre, para que las lenguas maliciosas pudieran agotarse mucho antes de que el bebé naciera—. Yo misma se lo contaré a Marie —añadió.
Al médico, a pesar del cariño que sentía por la viuda, no le hacía mucha gracia la idea de divulgar ese jugoso chisme. Trató de prever las preguntas que le harían sobre el amante de la viuda.
—¿Y el comandante? ¿Volverá con usted?
—No lo sé —dijo Lucille en voz muy baja—. No lo sé.
—Pero ¿a usted le gustaría que volviera?
Ella asintió con la cabeza, y el doctor vio un brillo en su mirada; pero entonces Lucille se enjugó la lágrima con el puño, sonrió y dijo que ya era hora de que regresaran al valle.
Lucille se confesó esa semana y el domingo por la mañana asistió a misa. Algunos habitantes del pueblo dijeron que nunca la habían visto con un aspecto tan feliz, pero Marie sabía que esa alegría era una mera pose que había adoptado por el bien de la iglesia. Marie sí que lo sabía, porque veía la frecuencia con la que la señora dirigía la mirada al camino de Seleglise como si esperara ver a un jinete con el ceño fruncido acercándose desde el sur. De ese modo transcurrieron las cálidas semanas de un verano normando y no llegó ningún jinete.