A Patrick Harper le gustaba el caos alegre y vigoroso de Londres. Aunque tenía unos parientes en Southwark, ni se le habría pasado por la cabeza vivir allí; pero había disfrutado de sus dos visitas anteriores y una vez más encontró entretenimiento sin fin en los vendedores ambulantes y los cantantes callejeros. También había suficientes acentos irlandeses en la capital para hacer que un hombre de Donegal se sintiera cómodo.
Sin embargo, no estaba cómodo en aquella ocasión. Debería haberlo estado puesto que estaba sentado en una taberna con una jarra de cerveza, un filete y pastel de ostras, pero un desdichado capitán D’Alembord amenazaba con volver del revés el bien ordenado mundo de Harper.
—Creo poder entender por qué ha ocurrido —observó D’Alembord apenado—. Simplemente no quiero creer que sea cierto.
—No es cierto, señor —afirmó Harper con contundencia y a total despecho de todas las pruebas del capitán D’Alembord—. La señora Sharpe es una santa, sí que lo es. Lléveme allí, señor, y se pondrá contenta como un niño al verme.
El capitán se encogió de hombros.
—Ella se ha negado en rotundo a recibirme otra vez, y lord Rossendale no ha hecho caso de ninguna de mis cartas. Al final fui a ver a sir William Lawford. ¿Se acuerda de él?
—Por supuesto que me acuerdo de Willy el Manco, señor. —Sir William Lawford, que entonces era un miembro del Parlamento, había estado al mando del regimiento de los Voluntarios del Príncipe de Gales hasta que los franceses le arrancaron un brazo en Ciudad Rodrigo.
D’Alembord sacudió la cabeza tristemente.
—Sir William me aseguró que la señora Sharpe y lord Rossendale tienen relaciones… —El capitán hizo una pausa y luego dijo la palabra maldita— íntimas. Claro que únicamente podía tratarse de chismes maliciosos.
—No deben de ser nada más que chismes. —El mundo de Harper estaba delimitado por certezas, una de las cuales era que una promesa de amor no se podía romper de ninguna manera, y era por eso por lo que, aunque se había sentido muy incómodo por aquellas especulaciones sobre Jane Sharpe, seguía negándose a creerlas—. Me imagino que sólo están intentando ayudar al señor Sharpe, señor, por lo que es lógico que tengan que pasar juntos algunos ratos. Y ya sabe usted cómo empiezan a agitarse las malas lenguas cuando un hombre y una mujer pasan algún tiempo juntos. ¿Y por qué no vamos andando hasta allí y le doy la carta del comandante? Le aseguro que se pondrá contenta como unas pascuas cuando la lea. Primero me terminaré el pastel, si puede ser. ¿Está seguro de que no quiere un poco?
—Termíneselo usted, sargento mayor.
—Ya no soy un soldado, señor —repuso Harper con orgullo y tiró del dobladillo de su nuevo abrigo como prueba de ello. Se había desecho de las ropas viejas que madame Castineau le había dado y las había sustituido por un traje de lana tupida, unas botas fuertes, unas polainas y un pañuelo para el cuello que había comprado con parte del dinero que había dejado en Londres, donde, al igual que Sharpe, había vendido sus joyas de Vitoria. Era evidente que estaba muy contento con sus compras, que le daban el aspecto de un próspero granjero venido a la ciudad. La única arma que poseía entonces era un grueso garrote deslucido—. Todavía no tengo los papeles —confesó a D’Alembord—, pero en cuanto el señor Sharpe salga de este atolladero me imagino que los conseguiré.
—Tenga cuidado de que no lo arresten.
—¿Quién se atrevería? —Harper esbozó una sonrisa burlona e hizo un gesto señalando el garrote.
En cuanto se terminó el pastel y se bebieron la cerveza, los dos hombres fueron andando despacio hacia el oeste. Era una preciosa tarde de primavera. El cielo se hallaba delicadamente veteado con estrechas nubes más allá del tul de la cortina de humo londinense; las hojas nuevas en las plazas y calles anchas todavía no se habían oscurecido debido al hollín, por lo que ofrecían un aspecto brillante, primaveral y lleno de esperanza. La belleza de la tarde llenó a Harper de un optimismo bastante injustificado.
—Todo va a salir bien, señor, ya lo creo —insistió—. ¡Espere a que la señora Sharpe me vea! ¡Será magnífico volver a ver a la muchacha! —Tiró una moneda dentro del chacó vuelto hacia arriba de un mendigo sin piernas. D’Alembord no tuvo valor para contarle que la inmensa mayoría de indigentes heridos, a pesar de los restos de uniformes del Ejército que llevaban, no eran veteranos de guerra, sino que simplemente se estaban aprovechando de la generosidad de los oficiales que habían vuelto de Francia—. ¿Ha pensado usted —siguió diciendo Harper—, en escribir al Entrometido?
El Entrometido era en recién nombrado duque de Wellington, a quien, a falta de cualquier puesto mejor en el Gobierno de Londres, habían acabado de designar embajador en París.
—Le he escrito, pero no he obtenido respuesta.
—El Entrometido no dejará al señor Sharpe en la estacada, señor.
—No lo va a defender si piensa que es un asesino.
—Pues tendremos que demostrar que no lo es. —Harper tiró otro penique, esta vez a un hombre con las cuencas de los ojos vacías.
Torcieron por la calle Cork, donde Harper resopló mostrando su desprecio por las elegantes viviendas.
—El señor Sharpe nunca va a vivir aquí, señor. Ella tendrá que cambiar de parecer y despabilar un poco, ¡vaya si no! Él está decidido a vivir en el campo, sí que lo está.
—Y yo le digo que ella ha puesto su corazón en Londres.
—Pero ella es la mujer, ¿no es verdad? Pues tendrá que hacer lo que él quiera. —Ésa era otra de las certezas inquebrantables de Harper.
—Un momento. —D’Alembord le puso la mano en el brazo a Harper—. Ésa es la casa, ¿la ve? —Señaló hacia el otro extremo de la calle, donde había un faetón con el barniz reluciente estacionado en el exterior de la casa de Jane. En las barras del carruaje había un par de caballos zainos a juego y un golfillo se ganaba unas monedas sujetando las riendas—. ¿La ve a ella? —El capitán fue incapaz de ocultar la indignación que sentía.
Jane bajaba los peldaños de la mano de un hombre joven muy alto y delgado que vestía el fastuoso uniforme de coronel de caballería. Llevaba unos bombachos color azul pálido, una casaca azul oscuro y un capote ribeteado en piel que le colgaba del hombro. Jane iba con un vestido blanco y llevaba encima una capa de color azul oscuro. El soldado de caballería la ayudó a subir al alto y peligroso asiento del faetón, que era un carruaje ligero descubierto que gozaba de mucha popularidad entre los ricos e insensatos.
—Ése es lord Rossendale —señaló D’Alembord en tono grave.
Por primera vez desde que se encontró con el capitán, Harper pareció preocupado. Había algo en el regocijo de Jane que se contradecía con su teoría preferida de que, en el peor de los casos, ella y Rossendale eran meros aliados en su intento por ayudar a Sharpe. De todas maneras, Harper había ido a Londres para encontrarse con Jane, así que sacó la carta de Sharpe de un bolsillo de su abrigo nuevo y se dirigió a la calzada con confianza para cortarle el paso al carruaje.
Era el mismo lord Rossendale quien conducía el faetón. Al igual que muchos jóvenes aristócratas, sentía un respeto reverencial por los conductores de carruajes profesionales y le encantaba emular sus habilidades. Rossendale le tiró una moneda al golfillo, subió al lado de Jane y cogió su larga fusta. Hizo restallar la tralla por encima de las cabezas de los caballos, y Jane dio un asustado grito fingido y adulador cuando la bien entrenada y briosa pareja empezó a andar. Las ruedas del carruaje se desdibujaron sobre los adoquines.
Harper, de pie en la calzada, levantó la mano derecha para llamar la atención de Jane. Sostenía en alto la carta de Sharpe.
Ella lo vio. Por un instante no se lo creyó, luego supuso que si Harper estaba en la calle Cork, su marido no podía estar muy lejos. Y si su marido estaba en Londres, su amante se vería amenazado con un duelo. Esa posibilidad le hizo dar un grito de verdadero espanto.
—¡John! ¡Deténlo!
Lord Rossendale vio a un hombretón que llevaba un garrote. Era muy temprano para que un asaltante de caminos estuviera en las calles más de moda de Londres; no obstante, Rossendale supuso que ese hombre grandote trataba de tenderles una torpe emboscada. Sacudió las riendas con la mano izquierda y dio un grito a los caballos para animarlos a ir más deprisa.
—¡Señora Sharpe! ¡Señora! ¡Soy yo! —Harper gritaba y agitaba las manos. El carruaje estaba a unos veinte metros y aceleró rápidamente en su dirección.
—¡John! —chilló Jane asustada.
Lord Rossendale se puso en pie. Era algo muy peligroso en un vehículo tan poco seguro, pero se afirmó en el asiento y sacudió el látigo hacia delante de manera que la tralla se onduló por encima de la cabeza de los caballos.
—¡Sargento! —gritó D’Alembord desde la acera.
La tralla del látigo restalló y la punta hirió a Harper en la mejilla. Con que le hubiese golpeado sólo una pulgada más arriba lo hubiera dejado ciego del ojo derecho, pero en lugar de eso simplemente le hizo un corte hasta el hueso en su cara bronceada. Cayó a un lado al tiempo que los cascos de los caballos pasaban por su lado con estrépito. Harper rodó desesperado para alejarse, y aun así, las ruedas del faetón estaban tan cerca que vio que las llantas metálicas sacaban brillantes chispas del pedernal de los adoquines. Oyó un grito de alegría.
Era Jane quien había soltado esa exclamación de triunfo.
Harper se incorporó, se quedó sentado en la calle y vio que ella miraba hacia atrás, y pudo observar, también, el entusiasmo que había en sus ojos. A Harper le salía sangre de la cara y le estaba mojando el pañuelo y el abrigo nuevos. Lord Rossendale se había vuelto a sentar, mientras que Jane, con su rostro vuelto hacia Harper y mostrando todavía una mezcla de alivio y alegría, se agarraba del brazo de su amado.
El herido se puso en pie y se sacudió las boñigas de caballo de la calle que se le habían pegado a los pantalones.
—Dios salve a Irlanda. —Más que enfadado estaba decepcionado y asombrado.
—Ya se lo advertí. —D’Alembord recogió el garrote y se lo devolvió al irlandés.
—Dulce Madre de Dios. —Harper se quedó mirando fijamente al carruaje hasta que dio la vuelta en Burlington Gardens. Entonces, todavía con una expresión de incredulidad en su rostro, se agachó para coger del suelo la carta de Sharpe, que estaba salpicada con su sangre.
—Lo siento, sargento mayor —dijo D’Alembord con tristeza.
—El señor Sharpe matará a ese cabrón. —Harper miró en la dirección que había tomado el carruaje—. ¡El señor Sharpe lo crucificará! ¿Y ella? —Sacudió la cabeza atónito—. ¿Es que esa mujer ha perdido el juicio?
—Todo esto me hace pensar —el capitán condujo a Harper hacia la acera— que esos dos esperan que el comandante no regrese nunca. Les iría muy bien si lo arrestaran y lo ejecutaran por asesinato en Francia.
—¡Nunca lo hubiera creído! —Harper todavía pensaba en el grito de triunfo de Jane al alejarse—. ¡Siempre se portó muy bien conmigo! ¡Era una santa, vaya si lo era! ¡Nunca se dio aires, nunca vi que lo hiciera!
—Estas cosas pasan, sargento mayor.
—¡Oh, Dios! —Harper se apoyó en la reja de un cercado—. ¿Y quién diantre se lo va a decir al señor Sharpe?
—Yo sí que no —dijo D’Alembord con fervor—. ¡Ni siquiera sé dónde está!
—Ahora sí que lo sabe, señor. —Harper abrió la carta y se la entregó al oficial—. La dirección tiene que estar ahí escrita, señor.
Pero D’Alembord no tenía intención de coger la carta.
—Escríbale usted, sargento mayor. Le tiene mucho más cariño a usted que a mí.
—¡Por Dios! Yo no soy más que un zoquete irlandés de Donegal, señor; no sabría escribir una carta ni para salvar mi propia alma. Además, me voy a España a buscar a mi esposa para traerla a casa.
D’Alembord tomó la carta de mala gana.
—No puedo escribirle. No sabría qué decirle.
—Usted es un oficial, señor. Ya se le ocurrirá algo, ya lo verá. —Harper se volvió de nuevo a mirar la esquina de la calle, vacía—. ¿Por qué hace esto? Por el amor de Dios, ¿por qué?
D’Alembord ya había reflexionado sobre la cuestión. Se encogió de hombros.
—Es como un pájaro cantor enjaulado al que se le ha dado la libertad. El comandante la sacó de esa horrible casa, le dio alas y ahora ella quiere volar a su antojo.
Harper desdeñó ese comprensivo análisis.
—Está corrompida hasta la médula, señor, igual que su hermano. —El hermano de Jane había sido un oficial del batallón de Harper. Éste lo había matado, aunque nadie más que él y Sharpe sabían la verdad sobre esa muerte—. ¡Por Dios, señor! —A Harper se le había ocurrido algo desagradable—. Esto va a matar al señor Sharpe cuando lo descubra. ¡Él cree que es maravillosa!
—Ésa es la razón por la que no quiero escribir para contarle la noticia, sargento mayor. —D’Alembord metió la carta en el bolsillo del faldón de su abrigo—. Así que tal vez sea mejor para él que siga sin saberlo.
—¡Por Cristo en la cruz! —Harper se tocó la sangre de la cara—. No quiero ser yo quien tenga que decírselo, señor.
—Pero usted es amigo suyo.
—Si que lo soy, que Dios me ayude. —Harper empezó a andar despacio calle abajo. Le aterró pensar en el momento en que tuviera que volver a Francia y verse obligado a dar la noticia—. Será como darle una puñalada en el corazón; ya lo creo, en pleno corazón.
* * * *
A finales de mayo Sharpe ya podía ir andando hasta el molino del castillo y volver. Se había fabricado una muleta, aunque seguía empeñado en apoyar todo su peso en la pierna derecha. Tenía el brazo izquierdo agarrotado y no podía levantarlo del todo. Insistió con obstinación en ejercitarlo, forzando la articulación un poquito más cada día. El ejercicio era terriblemente doloroso, tanto que hacia que se le saltaran las lágrimas; pero él no abandonaría.
Ni tampoco abandonó la esperanza de la llegada de Jane.
Le gustaba sentarse bajo el arco de entrada del castillo y fijar la mirada hacia la calle que iba hasta el pueblo. Un día apareció allí un carruaje impresionante y las esperanzas de Sharpe aumentaron, pero sólo se trataba de un dignatario de la Iglesia que iba a visitar al sacerdote. No llegó ningún mensaje de Harper ni de D’Alembord, que seguramente debía de haberse enterado del paradero de Sharpe por boca del irlandés.
—Quizás han arrestado a Harper —insinuó Sharpe a Frederickson.
—Es un hombre muy difícil de arrestar.
—Entonces, ¿por qué…? —empezó a decir Sharpe.
—Habrá una explicación —interrumpió Frederickson de manera cortante. Sharpe frunció el ceño ante el tono de su amigo. Durante las últimas semanas Frederickson parecía estar muy contento y feliz, enfrascado sin duda en hacerle la corte a Lucille Castineau. Sharpe los había visto a los dos caminar por los invernáculos o pasear junto al arroyo y se había dado cuenta de lo mucho que ambos parecían disfrutar de la compañía del otro. Aunque estaba abrumado de preocupación por Jane, se había alegrado por su amigo. Pero en esos momentos, con la luz de la tarde, mientras los dos fusileros se entretenían un rato bajo el arco de entrada al castillo, surgió un conflictivo eco de la antigua acritud de Frederickson—. Habrá una explicación de lo más simple —reiteró Frederickson—, pero de momento estoy más preocupado por Ducos.
—Yo también lo estoy. —Sharpe estaba rompiendo el borde de la irregular escayola que todavía le recubría el muslo. El médico insistía en que tenía que llevarla otro mes más, pero Sharpe estaba impaciente por quitársela.
—Usted no debería pensar en Ducos —dijo Frederickson como quien no quiere la cosa—, al menos mientras vaya todavía con la pata de palo. Tiene que concentrarse en su recuperación, nada más. ¿Por qué no deja que sea yo quien me preocupe por ese cabrón?
—Yo más bien pensaba que tenía otras preocupaciones —comentó Sharpe con prudencia.
Frederickson, de forma deliberada, no hizo ni caso del comentario. Se encendió un cigarro.
—Yo diría que aquí no hago más que perder el tiempo. A menos que creamos que Ducos va a bajar andando por ese camino y pedir que lo arrestemos sin más.
—Claro que no lo hará. —Sharpe se preguntó qué sería lo que había ido mal entre su amigo y la viuda, porque estaba claro que algo le había salido muy mal a Frederickson para que estuviera hablando con tanta brusquedad.
—Uno de nosotros tendría que empezar a buscarlo. Usted no puede, pero yo sí. —Frederickson seguía hablando con rudeza.
No miraba a Sharpe sino que, con una actitud distante, mantenía la mirada fija en dirección al pueblo.
—¿Dónde podría buscar?
—En París, por supuesto. Sobre cualquier cosa importante de Francia se tendrá constancia en París. Los archivos del emperador se guardarán allí. No puedo decir que me entusiasme la idea de ponerme a buscar entre viejos libros de contabilidad, pero si tiene que hacerse, entonces que así sea. —Frederickson soltó una voluta de humo, que se alejó dando vueltas hacia el otro lado del foso—. Además, será mejor que quedarse aquí vegetando. ¡Necesito hacer algo! —Lo dijo con una ferocidad repentina.
—¿Y me va a dejar aquí solo?
Frederickson le dirigió una mirada desdeñosa a Sharpe.
—¡No sea pusilánime!
—No me importa estar solo —entonces Sharpe empezaba a mostrar su propia irritación—, ¡pero aquí nadie habla inglés! Aparte de mí.
—¡Pues entonces aprenda francés, maldita sea!
—No quiero hablar en ese condenado idioma.
—Es un idioma perfectamente civilizado. Además, madame Castineau habla un poco de inglés.
—No conmigo, conmigo no lo hace —observó Sharpe en tono grave.
—Es porque le tiene miedo. Dice que siempre pone mala cara.
—Entonces es muy poco probable que me quiera aquí a mí solo, ¿no?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Frederickson indignado—. ¿Quiere encontrar a Ducos o no?
—Claro que sí.
—Entonces será mejor que me vaya a París, maldita sea —dijo Frederickson en un tono de herida irrevocabilidad—. Me iré mañana.
Sharpe, que de verdad no quería que lo dejaran solo en casa de la viuda, trató de encontrar otra razón para disuadir a su amigo.
—¡Pero prometió escoltar a Jane desde Cherbourg!
—Ella todavía no ha requerido ese servicio —replicó Frederickson con mordacidad, sugiriendo lo que Sharpe no quería creer: que Jane no aparecería—. Pero si viene —continuó diciendo— puede hacer lo que hacen los demás: contratar una escolta.
Sharpe probó otra táctica.
—Las autoridades francesas todavía deben estar buscándonos, y usted es un hombre que no pasa muy desapercibido.
—¿Lo dice por esto? —Frederickson se tocó la punta del mohoso parche que llevaba en el ojo—. Debe de haber unos veinte mil ex soldados heridos en París. Uno más apenas lo notarán. Además, no voy a ser tan idiota de viajar con el uniforme. Lo dejaré aquí, y me lo puede traer usted a París cuando mande a buscarlo. Eso si consigo olfatear el rastro de Ducos.
—¿Qué quiere decir? ¿Llevarlo a París?
—Hubiera dicho que era un inglés perfectamente coherente, pero si necesita una traducción significa que puede traerme la casaca cuando venga a París. —Frederickson se quedó mirando a los pájaros que revoloteaban en el campanario de la iglesia—. Quiero decir que cuando haya descubierto algún rastro de Pierre Ducos le mandaré un mensaje y, si se encuentra lo bastante recuperado y si el sargento Harper ha vuelto, pueden venir a reunirse conmigo. ¿Es eso tan difícil de entender?
Sharpe no dijo nada hasta que Frederickson se volvió hacia él y le miró. Entonces, con la vista clavada en ese único ojo malhumorado, formuló la temida pregunta.
—¿Por qué no va a volver aquí, William?
Frederickson apartó la mirada con enojo. Chupó su cigarro. Durante un buen rato no dijo nada y luego, al final, cedió.
—Esta tarde le pedí a madame Castineau que me hiciera el honor de concederme su mano.
—Ah —dijo Sharpe con impotencia; sabía el resto de la historia y sintió un profundo pesar por su orgulloso amigo.
—Estuvo totalmente encantadora —siguió diciendo Frederickson—, tal como se podría esperar de una dama como ella; pero también fue del todo firme en su negativa. ¿Me pregunta por qué no voy a volver? Porque me iba a ser extremadamente violento seguir con una relación que ha importunado tanto a Lucille.
—Estoy seguro de que no ha sido usted inoportuno —repuso Sharpe y, al ver que Frederickson no respondía, lo intentó de nuevo—. Lo siento muchísimo, William.
—No puedo imaginar por qué tendría que sentirlo. A usted no le gusta esa mujer, así que es de suponer que debería alegrarse de que no vaya a convertirse en mi esposa.
Sharpe no hizo caso de aquella grandilocuencia.
—De todas maneras, William, lo siento de verdad.
Frederickson pareció encogerse. Cerró los ojos unos instantes.
—Yo también —dijo con calma—. Quiero echarle a usted la culpa en algunos sentidos.
—¡A mí!
—Me aconsejó que saltara. Lo hice. Parece ser que fallé.
—Usted salta antes de proponer. Por el amor de Dios, William, ¿no ve que a las mujeres les gusta que las persigan antes de que las atrapen? —Frederickson no dijo nada y Sharpe trató de darle algo más de ánimos—. ¡Inténtelo de nuevo!
—El fracaso no se reafirma. ¿No es esa la primera lección para ser un buen soldado? Además, su rechazo fue del todo claro. Hice el ridículo y no tengo intención de quedarme aquí y soportar la vergüenza de ese recuerdo.
—Pues márchese entonces —dijo Sharpe crudamente—. Pero yo iré con usted.
—¿Quiere ir dando saltitos hasta París? ¿Y qué pasa si Jane viene al castillo? ¿Y cómo lo encontrará Harper? —Frederickson tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con la punta de la bota—. Lo que estoy tratando de decirle, amigo mío, es que quiero estar únicamente en compañía de mí mismo una temporada. El sufrimiento no es nada divertido para los demás. —Se dio la vuelta y vio que la anciana Marie llevaba unos platos a la mesa del patio—. Veo que la cena está servida. Le estaría de lo más agradecido si esta noche intentara participar un poco más en la conversación.
—Por supuesto.
Seguía siendo una cena miserable, pero para Sharpe, igual que para Frederickson, aquélla se había convertido rápidamente en una época de miserias.
Harper había desaparecido, el silencio de Jane no presagiaba nada bueno y por la mañana un taciturno Frederickson partió hacia París. Madame Castineau se quedó en la casa mientras que bajo el arco de entrada del castillo estaba sentado Sharpe, solo y con el ceno fruncido.
* * * *
Mayo había sido un mes cálido, pero junio fue como un horno.
Sharpe se iba recuperando bajo el calor. Lucille Castineau lo observaba mientras ejercitaba el brazo izquierdo, sosteniendo la enorme espada de caballería extendida durante el mayor tiempo posible antes de que los músculos se quedaran laxos y, tras temblar un instante, se desmoronaran. No podía levantar mucho el brazo, pero cada día lo forzaba a subir un poco más. Se quedaba empapado en sudor cuando hacía los ejercicios. Desobedeció al médico y se quitó la quebradiza escayola de la pierna derecha y, aunque estuvo rabiando de dolor durante tres días, poco a poco éste fue disminuyendo. Iba de un lado a otro del patio obstinadamente para fortalecer los atrofiados músculos del muslo. Había dejado crecer su negro cabello muy largo para que ocultara el trozo de oreja que le faltaba en el lado izquierdo. Una mañana en que Sharpe se estaba mirando en el espejo de afeitarse para valorar si el vano disfraz daba resultado, vio un mechón gris en el largo pelo negro.
No llegó ninguna noticia de Londres y tampoco ninguna de Frederickson desde París.
Sharpe se buscó quehaceres en el castillo, y disfrutaba de una manera sencilla al realizarlos. Volvió a colocar en su sitio una puerta de la lechería, reconstruyó la base de la prensa para la sidra y reparó las sillas de la cocina. Cuando no encontraba ningún trabajo que hacer se iba a dar largos paseos, entre los manzanos o subiendo la empinada colina del norte, donde forzaba el paso hasta que el sudor le bajaba por el rostro debido al ejercicio y al dolor.
Aquella tarde Lucille percibió el dolor en su rostro.
—Debería intentar… —empezó a decir, pero no continuó porque su inglés no era lo bastante bueno.
Lo que más le gustaba a Sharpe era trepar hasta el tejado de la torre que Frederickson y Harper habían arreglado; allí se pasaba horas sin hacer nada más que mirar hacia los dos caminos que confluían ante la puerta del castillo. Esperaba el regreso de sus amigos o la llegada de su amada, pero no acudió nadie.
A finales de junio, no sin gran dificultad, limpió una acequia de zarzas y malas hierbas y luego reparó la compuerta que había estado mucho tiempo en desuso. El pastor se puso tan contento que mandó llamar a madame Castineau, y ésta aplaudió al ver que el agua bajaba sin obstrucciones desde el canal del molino para irrigar los pastos.
—El agua… ¿Cómo lo dicen ustedes? Hace años que no corría el agua, ¿sí?
—¿Cuántos años? —Sharpe se apoyaba en una podadera. Con el pelo largo y las ropas mugrientas hubieran podido confundirle con un trabajador de la granja—. Vingt, quarante?
A Sharpe le costó un poco aprender francés pero, noche tras noche, se veía obligado a comunicarse con madame Castineau. Hacia finales de junio podía mantener una conversación, aunque todavía con molestos malentendidos; pero a mediados de julio ya hablaba el idioma con más soltura de la que nunca había tenido en español. Lucille y él conversaban entonces sobre cualquier cosa: la última guerra, el tiempo, Dios, la máquina de vapor, la India, las Américas, Napoleón, jardinería, la milicia, los respectivos méritos de Inglaterra y Francia, cómo proteger los huertos de las babosas, cómo cultivar fresas, el futuro, el pasado, los aristócratas.
—En Francia había demasiados aristócratas —señaló Lucille con desdén. Estaba sentada bajo la luz de los últimos rayos de sol de la tarde, zurciendo una de las grandes sábanas de lino—. No era como en Inglaterra, donde sólo hereda el hijo mayor. ¡Aquí heredaba todo el mundo, por lo que generábamos aristócratas como si fueran conejos! —Mordió el hilo y remató las puntadas—. Henri nunca quería utilizar su título, lo cual irritaba mucho a mamá. A ella le daba igual que yo no hiciera caso del mío, pero mamá nunca consideró que las hijas importaran mucho.
—¿Posee un título? —preguntó Sharpe asombrado.
—Tenía uno, antes de que fueran todos abolidos durante la Revolución. Yo tan sólo era una niña, claro; no era más que una renacuaja, pero aun así, formalmente era la vizcondesa de Seleglise. —Lucille se rió—. ¡Vaya una tontería!
—Yo no creo que sea una tontería.
—¡Usted es inglés, lo cual significa que es tonto! —dijo ella sin darle importancia—. Era una tontería, comandante. Había nobles que en realidad no eran más que campesinos que se alimentaban únicamente de alubias, aunque se les seguía considerando aristócratas porque su tatarabuelo había sido un vizconde o un duque. ¡Mírenos! —Con un gesto señaló el patio donde se encontraban—. Lo llamamos castillo, pero en realidad no es nada más que una enorme granja sumida en la miseria con un foso muy poco práctico alrededor.
—Es una granja muy bonita —repuso Sharpe.
—Por supuesto. —A Lucille le gustaba que Sharpe elogiara la casa. Ella decía a menudo que todo lo que quería en esos momentos era vivir en el castillo para siempre. Hubo una época, admitió, en la que había pensado que le gustaría ser el centro de todas las miradas en París, pero entonces su marido murió y sus ambiciones murieron con él.
Una tarde Sharpe le preguntó por Castineau y Lucille fue a buscar su retrato. Sharpe vio a un hombre delgado, de facciones morenas, con un uniforme de coronel bien confeccionado que brillaba con sus ribetes dorados. Llevaba un casco bruñido bajo el brazo izquierdo y un sable en su mano derecha.
—Era muy apuesto —observó Lucille con nostalgia—. Nadie entendía por qué me eligió a mí. ¡Por el dinero seguro que no fue! —Se rió.
—¿Cómo murió?
—En combate —respondió Lucille de manera cortante y luego, encogiéndose de hombros como disculpa, añadió—: ¿Cómo mueren los soldados en combate, comandante?
—De una forma muy cruel. —Sharpe lo dijo en inglés.
—Muy cruel, seguro —repitió Lucille en el mismo idioma—. Pero ¿lo echa usted de menos, comandante?
Sharpe se apartó el pelo negro, con su mechón gris, de la frente.
—El día en que me enteré de que se había firmado la paz fue uno de los más felices de mi vida.
—¿En serio?
—En serio.
Lucille hizo una pausa para enhebrar una aguja. Esa tarde estaba bordando uno de sus viejos vestidos.
—Mi hermano me dijo que usted era un hombre que disfrutaba con la guerra.
—Tal vez.
—Tal vez. —Lucille hizo una imitación burlona de la mala cara de Sharpe—. ¿Qué quiere decir ese peut-être? ¿Le gustaba?
—A veces.
Ella dio un suspiro de exasperación ante su obstinada actitud evasiva.
—¿Y qué tiene de agradable la guerra? Cuénteme, me gustaría comprenderlo.
Sharpe tenía que buscar las palabras si quería ofrecer una explicación en ese idioma poco familiar.
—Todo está muy bien definido. Las cosas son o blancas o negras. Uno tiene un cometido y puede calcular perfectamente la manera de realizarlo con éxito.
—Un jugador diría lo mismo —dijo Lucille con desdén.
—Es cierto.
—¿Y los hombres que mató? ¿Qué pasa con ellos? ¿Sólo eran meros perdedores?
—Sólo meros perdedores —asintió Sharpe; recordó entonces que el marido de esa mujer había muerto en combate y se sonrojó.
—Lo siento, señora.
—¿Por mi marido? —Lucille comprendió al instante su arrepentimiento—. A veces pienso que murió como él quería. Se fue a la guerra con mucho entusiasmo; para él todo era gloria y aventuras. —Se detuvo a mitad de una puntada—. Era joven.
—Me alegro mucho de que él no fuera a combatir a España —dijo Sharpe.
—¿Porque eso lo hace a usted inocente de su muerte? —Lo desdeñó con una mueca—. ¿Por qué son tan románticos los soldados? ¡Está visto que no le daba ninguna importancia al hecho de matar franceses, pero sólo con conocer un poco a su enemigo ya siente compasión! ¿Nunca sintió compasión en combate?
—A veces. No con mucha frecuencia.
—¿Disfrutaba matando?
—No —respondió Sharpe, y se encontró hablándole de la batalla de Toulouse, en la que había decidido no matar a nadie, y de cómo había roto su promesa. Entonces le parecía tan lejana esa batalla como si formara parte de la vida de otro hombre, pero de pronto soltó una carcajada al acordarse de cuando vio al general Calvet en el campo de batalla y, puesto que tal vez ayudara a Lucille a comprenderlo, le describió lo que sintió en esos momentos, cómo se había olvidado del miedo y había intentado desesperadamente demostrar que era mejor combatiente que el aguerrido Calvet.
—A mí eso me suena muy infantil —dijo ella.
—¿Usted nunca se alegró cuando Napoleón lograba grandes victorias? —le preguntó Sharpe.
Lucille se encogió de hombros de una manera muy característica.
—Napoleón —pronunció su nombre en tono mordaz pero luego se aplacó—. Sí, nos sentíamos orgullosos. Tal vez no debíamos, pero era así. Aunque mató a muchos franceses para darnos ese orgullo. Pero —volvió a encogerse de hombros— yo soy francesa, por lo tanto sí, me alegre cuando conseguimos grandes victorias. —Sonrió—. No es que oyéramos hablar de muchas grandes victorias en España. Me va a decir que eso es porque fuimos lo bastante tontos para enfrentarnos a los ingleses, ¿no?
—Éramos un ejército muy bueno —afirmó Sharpe, y entonces, motivado por la continuada curiosidad de Lucille, le habló de España y de su hija, Antonia, que entonces vivía con unos parientes en la frontera con Portugal.
—¿No la ve nunca? —preguntó Lucille indignada.
Él se encogió de hombros.
—Es lo que tiene ser soldado.
—¿Y eso tiene preferencia antes que el amor? —preguntó ella, consternada.
—Su madre está muerta —dijo Sharpe de manera poco convincente, y trató de explicar que Antonia estaba mejor allí donde estaba.
—¿Su madre está muerta? —tanteó Lucille, y Sharpe describió a su primera esposa y cómo había muerto en las nieves de un paso de alta montaña.
—¿Y su hija no podría vivir con sus padres? —preguntó Lucille, y Sharpe tuvo que confesar que no tenía padres y que, en realidad, no era más que el hijo sin padre de una prostituta que había muerto hacía mucho tiempo. A Lucille le hizo gracia su avergonzada confesión—. Guillermo el Conquistador era bastardo —repuso—, y no era un mal soldado.
—Para ser francés —admitió Sharpe.
—Tenía sangre vikinga —dijo Lucille—. Eso es lo que significa normando: «hombre del norte». —Cuando Lucille le contaba hechos como aquéllos, Sharpe se sentía muy ignorante; pero le gustaba escucharla y hubo algunos días que incluso subió a la torre con uno de los libros de ella e intentó leer lo que le había recomendado. Lucille le dio uno de los favoritos de su hermano, uno que contenía los ensayos de un francés ya muerto llamado Montesquieu. Sharpe leyó la mayoría de los ensayos, aunque con frecuencia tenía que dar un grito hacia el patio para que le tradujeran una palabra difícil.
Una noche Lucille le preguntó por su futuro.
—Encontraremos a Ducos —dijo Sharpe—, pero ¿y después? Supongo que me iré a casa.
—¿Con su esposa?
—Si es que todavía la tengo —contestó Sharpe y, de esta forma, reconoció por primera vez que le acuciaba el miedo. Esa noche hubo una tormenta eléctrica igual de violenta que la que había interrumpido el largo viaje de Sharpe cuando atravesaba Francia hacia el norte. Los rayos golpeaban la cumbre de las colinas al norte del castillo, los perros aullaban en el granero y Sharpe, sin poder dormir, escuchaba cómo caía la lluvia por el tejado y gorgoteaba por los canalones. Intentó acordarse del rostro de Jane, pero de alguna manera sus rasgos no le venían claros a la memoria.
A la mañana siguiente, bajo la aclarada luz del día, llegó el correo desde Caen con una carta dirigida al señor Tranchant, que era el nombre que Frederickson había dicho que utilizaría si tenía noticias para Sharpe. La carta llevaba una dirección de París y contenía un mensaje muy sencillo: «Lo he encontrado. Esperaré aquí hasta que usted pueda venir. En la casa donde me alojo me conocen como herr Friedrich. París es un lugar maravilloso, pero tenemos que ir a Nápoles. Escríbame en caso de que no pueda venir dentro de la próxima quincena. Preséntele mis respetos a la señora». No había ninguna explicación sobre cómo había encontrado Frederickson el paradero de Ducos.
—El capitán Frederickson le manda sus respetos —le dijo Sharpe a Lucille.
—Es un buen hombre —repuso Lucille de manera insulsa. Estaba observando al fusilero que aguzaba su espada con una de las piedras que se usaban para afilar las hoces del castillo—. Así que nos deja, ¿no es así, comandante?
—Así es, señora; pero si no tiene usted inconveniente, me gustaría esperar unos días a ver si regresa mi sargento.
Lucille se encogió de hombros.
—D’accord.
Harper volvió una semana después, con todas sus felices novedades. Isabel seguía en su España nativa, pero entonces tenía la tranquilidad de estar provista de dinero y de tener una casa alquilada. El bebé se encontraba bien. A Harper le había costado más de lo previsto encontrar un barco que se dirigiera a Pasajes, por lo que de momento había abandonado sus planes de llevarse a Isabel devuelta a Irlanda.
—Pensé que primero debíamos terminar usted y yo con nuestro asunto.
—Es muy amable por su parte, Patrick. Me alegro de volver a verle.
—Y yo me alegro de verle a usted, señor. Tiene un aspecto magnífico, vaya si lo tiene.
—Me están saliendo canas. —Sharpe se llevó la mano al pelo de la frente.
—Sólo es un mechón, como el de un tejón, señor. —Harper había estado a punto de añadir que atraería a las mujeres, pero entonces se acordó de Jane y atajó el comentario justo a tiempo.
Los dos hombres caminaron siguiendo el arroyo que alimentaba el caz del molino. A Sharpe le gustaba sentarse junto a ese riachuelo con un sedal de pelo de caballo y algunos de los viejos cebos de Henri Lassan. Le habló a Harper de la carta de Frederickson. Le dijo que se pondrían en marcha por la mañana, primero rumbo a París y luego a Nápoles. Le dijo que casi se sentía completamente en forma y que a su pierna le faltaba poco para estar tan fuerte como siempre. Añadió un montón de información totalmente intrascendente y sólo después de un largo rato hizo la pregunta que el irlandés tanto temía. La hizo en un tono muy indiferente que no engañó a Harper en lo más mínimo.
—¿Consiguió ver a Jane?
—Así que el capitán D’Alembord no le escribió, ¿verdad, señor? —Harper había conservado la esperanza de que D’Alembord le hubiera dado la mala noticia a Sharpe.
—No me llegó ninguna carta. ¿Escribió?
—No lo sé, señor. Es sólo que vimos a la señora Sharpe los dos juntos, señor; eso es. —Harper no podía soportar decirle la verdad e intentó desesperadamente desviar la conversación hacia su inofensiva pauta anterior. Comentó que las vacas que había al otro lado del arroyo tenían un aspecto bueno y rollizo.
—Tampoco dan un mal rendimiento —dijo Sharpe con un entusiasmo sorprendente—. La señora hace que la lechera les frote las ubres con grasilla porque dice que así dan más leche.
—Tendré que acordarme de eso, señor. —Harper arrancaba las semillas de un tallo de hierba y las tiraba a una zanja de desagüe—. Y ésa debe de ser la compuerta que usted reconstruyó, ¿verdad, señor?
Sharpe mostró con orgullo a Harper cómo había sacado la herrumbre del engranaje y lo había embadurnado con grasa de ganso de manera que la pala reconstruida volviera a subir y bajar.
—¿Lo ve?
El engranaje todavía se resistía, pero Sharpe consiguió cerrar la compuerta para cortar el paso del agua.
—Es magnífico, señor. —Harper estaba impresionado.
Sharpe volvió a girar el mecanismo para abrir de nuevo la compuerta y luego se sentó pesadamente en la orilla del arroyo.
Apartó la mirada de Harper y la dirigió al otro lado del agua hacia las hayas que trepaban por el ramal norte de las montañas.
—Hábleme de Jane.
Harper seguía intentando evitar tener que decir la verdad.
—No hablé con ella, señor.
Sharpe pareció no haber oído la evasiva.
—No es difícil de explicar, ¿no?
—¿El qué, señor?
Sharpe arrancó una hoja de berro del borde de la orilla.
—Una vez vi una trampa para anguilas y me preguntaba si podría poner una allí abajo junto al canal de desagüe. —Señaló corriente abajo hacia el molino—. Pero no me acuerdo de cómo diablos funcionaba exactamente.
—Es como una jaula, ¿verdad?
—Algo así. —Sharpe escupió una brizna de la hoja—. Supongo que cogió el dinero y encontró a otro, ¿no?
—No sé lo que hizo con el dinero, señor —repuso Harper con abatimiento.
Sharpe se volvió y miró a su amigo.
—¿Pero ha encontrado a otro hombre?
La verdad estaba en manos de Harper. Dudó un instante y luego asintió con la cabeza sombríamente.
—Es ese cabrón llamado Rossendale.
—¡Por Dios! —Sharpe se dio la vuelta para que Harper no viera el dolor reflejado en su rostro. Durante una fracción de segundo, ese dolor fue como un látigo de acero al rojo vivo que le hendía el alma. Le hizo daño. En cierto modo se esperaba esa noticia y había creído estar preparado para ella, pero aun así le dolió más de lo que nunca hubiera podido imaginarse. Él era un soldado, los soldados tenían muchísimo orgullo y no había herida que doliera más que el orgullo malparado. ¡Dios si le dolió!
—¿Señor? —La voz de Harper estaba cargada de compasión.
—Será mejor que me lo cuente todo. —Sharpe era como un hombre herido que agravaba su sufrimiento con la vana esperanza de que no resultara tan malo como en un principio había temido.
Harper le contó que había intentado entregar la carta y que lord Rossendale le había hecho una marca con el látigo. Dijo que estaba seguro de que Jane lo había reconocido. Se le fue apagando la voz al describir el grito de triunfo de Jane.
—Lo siento, señor. ¡Dios! Tenía que haber matado yo mismo a ese hijo de puta, pero el señor D’Alembord amenazó con entregarme a la policía militar si lo hacía.
—E hizo muy bien, Patrick. Ésta no es su pelea. —Sharpe hundió los dedos en la blanda tierra que había junto a la madriguera de una rata de agua. Había observado a las nutrias en el arroyo y les envidiaba las ganas de jugar—. La verdad es que no me lo esperaba de ella —dijo en voz baja.
—Lo lamentará, señor. ¡Y él también!
—¡Dios! —Sharpe casi soltó esa palabra con una carcajada y entonces, tras otra larga pausa durante la cual Harper ni siquiera pudo soportar mirarle a la cara, habló de nuevo—: ¡Su hermano estaba corrompido hasta el fondo de su negro corazón!
—Sí que lo estaba, señor.
—No es que eso importe mucho, Patrick. No es que importe en absoluto —observó Sharpe con una voz muy extraña—. Me imagino que es eso de que si está bien que uno lo haga…
Harper no lo comprendió y tampoco le apetecía pedir una explicación. Intuía el dolor de Sharpe, pero no sabía qué hacer para aliviarlo, así que no dijo nada.
Sharpe dirigió la mirada hacia la colina situada al norte.
—Rossendale y Jane deben de pensar que estoy perdido, ¿verdad?
—Supongo que sí, señor. Creen que los franchutes lo arrestarán por asesinato y le cortarán la cabeza.
—Tal vez lo hagan. —Apenas seis meses antes, pensó Sharpe, había comandado su propio batallón, tenía una esposa a la que amaba y hubiera podido apelar al patrocinio de un príncipe. En esos momentos le habían puesto los cuernos y sería el hazmerreír de sus enemigos, pero no había nada más que pudiera hacer aparte de soportar el sufrimiento. Se puso en pie de un empujón—. No vamos a volver a mencionar este asunto, sargento.
—No, señor. —Harper se sentía inmensamente aliviado. Sharpe, pensó, se había tomado la noticia mucho mejor de lo que él había esperado.
—Y mañana nos marchamos a París —dijo Sharpe con brusquedad—. ¿Tiene usted dinero?
—Traje un poco de Londres, señor.
—Alquilaremos unos caballos en Caen. Si fuera usted tan amable, tal vez podría prestarme algo para que pueda pagarle sus servicios a la señora Castineau. Se lo devolveré en cuanto pueda. —Frunció el ceño—. Si es que puedo.
—Ni se le ocurra devolvérmelo, señor.
—¡Pues vayamos y matemos a ese hijo de puta! —Pronunció esas palabras con una extraordinaria malevolencia y Harper, de alguna manera, dudó que Pierre Ducos fuera el hombre al que se refería Sharpe.
A la mañana siguiente envolvieron las armas y, bajo una estival tormenta de lluvia, abandonaron el castillo de Lucille para ir a buscar a un enemigo.