El capitán Peter D’Alembord estaba sentado en el salón de la casa de la calle Cork y se sentía sumamente incómodo. No era que D’Alembord no estuviera acostumbrado al lujo; de hecho había crecido en el seno de una familia acomodada con gustos de lo más exquisito. Sin embargo, esa misma familiaridad con la vida civilizada le hacía percibir algo vulgar en extremo en esa estancia de alto techo. Simplemente, consideró él, había demasiado de todo. Una enorme araña, demasiado grande para la habitación, colgaba de un ornamento de yeso, mientras que una docena de apliques de cristal abarrotaban las paredes. Los apliques, al igual que la araña, estaban llenos de goterones de cera de las velas que tendrían que haberse quitado raspando hacía mucho tiempo. La mayoría de los muebles estaban lacados en negro a imitación del estilo egipcio que había estado de moda diez años antes. Había tres divanes, dos escabeles y unas cuantas mesitas con patas de león desperdigadas por la habitación. Las pinturas de marco dorado parecían compradas en lote; todas ellas mostraban unas pastoras bastante inverosímiles que coqueteaban con unos jóvenes muy etéreos. Una caja de cerezas confitadas acumulaba polvo sobre una mesa y un cuenco de almendras sobre otra.
Todo estaba lleno de polvo, y D’Alembord dudó que la habitación se hubiera limpiado en días, tal vez incluso semanas. Las cenizas se amontonaban en la chimenea y la estancia olía de manera insoportable a polvos de tocador y a perfume pasado. Una sirvienta le había hecho una reverencia cuando D’Alembord le había entregado su tarjeta en la puerta, pero no había muchos indicios de que la muchacha limpiara nada. El capitán no pudo menos de suponer que Jane Sharpe se hallaba allí de paso, porque no podía creer que permitiera tanta negligencia en su propia casa.
D’Alembord esperó pacientemente. Sólo pudo encontrar un libro en la habitación: era la primera parte de una novela sentimental en tres volúmenes que narraba la historia de la hija de un clérigo que, secuestrada del seno de su familia por unos forajidos en Italia, fue vendida a los piratas de Berbería en Argel, donde se convirtió en el juguete de un terrible jefe musulmán. En la última página del libro, a la que D’Alembord pasó a toda prisa, ella todavía conservaba su virtud virginal, lo cual parecía un desenlace sumamente inverosímil considerando el conocido comportamiento de los piratas de Berbería; pero la verdad era que las cosas inverosímiles formaban debida parte de los libros. D’Alembord dudó que intentara encontrar los volúmenes restantes.
Un reloj negro y dorado que había sobre la repisa de la chimenea dio un zumbido y luego anunció el mediodía. D’Alembord se preguntaba si atreverse a descorrer las cortinas de terciopelo cuidadosamente colgadas y abrir una ventana, pero decidió que un acto así podría considerarse presuntuoso. En lugar de eso observó cómo una araña tejía una delicada tela entre las borlas de un mantel sobre el cual se marchitaban unas flores dentro de un jarrón.
El reloj dio el cuarto, luego la media, luego los tres cuartos. D’Alembord se había presentado en la casa sin avisar y por lo tanto ya había previsto que tendría que esperar, pero no se había imaginado que lo hicieran aguardar tanto tiempo. Si a la una seguían sin hacerle caso, se prometió, se marcharía.
Observó cómo el minutero de filigrana pasaba con una sacudida de la una menos cinco minutos a la una menos cuatro minutos. Entonces decidió que sería prudente dejar un mensaje escrito, y estaba a punto de hacer uso del tirador de la campanilla para pedirle papel y pluma a la sirvienta cuando la puerta de la sala se abrió de pronto y al girarse vio el rostro sonriente de la señora Jane Sharpe.
—¡Pero si es el capitán D’Alembord! —exclamó Jane con fingida sorpresa, como si no hubiera sabido quién la había estado esperando tanto rato—. ¡Es todo un placer! —Alargó la mano para que se la besara—. ¿Le han ofrecido té? ¿O algo más fuerte, quizá?
—No, señora.
—Esa chica es incorregible —dijo Jane, aunque D’Alembord se dio cuenta de que no tiraba de la campanilla para enmendar la situación—. No sabía que el batallón hubiera llegado a Inglaterra.
—Hace dos semanas, señora. Ahora están en Chelmsford, pero yo estoy de permiso.
—Un permiso bien merecido, estoy segura. ¿Quiere descorrer una cortina, capitán? No debemos estar aquí sentados en medio de una penumbra estigia.
D’Alembord echó a un lado el pesado terciopelo y luego, cuando Jane se hubo acomodado en un diván, se sentó frente a ella. Intercambiaron novedades, alabaron Londres por el buen tiempo que entonces hacía y estuvieron de acuerdo en lo bienvenida que era la llegada de la paz. Y todo ese tiempo, mientras surgía entre ellos el tintineo de esa conversación sobre asuntos triviales, D’Alembord intentó ocultar el asombro que sentía ante el cambio que se había producido en Jane. Cuando estuvo con el Ejército parecía una joven dulce y más bien tímida, pero entonces, apenas seis meses después, era una mujer vestida al último grito de la moda. Su vestido de raso color verde le caía en sencillos pliegues de la cintura a los tobillos. El escote era en verdad muy pronunciado, por lo que D’Alembord se vio ante el espectáculo de la amplia vista de unos pechos empolvados; unos pechos muy bonitos, decidió él, pero de alguna manera parecía inapropiado que la esposa de un hombre que le caía bien y al que admiraba se exhibiera de esa forma. Los hombros del vestido de Jane eran abombados y las mangas muy largas, muy apretadas y adornadas en las muñecas con volantes de encaje. No llevaba medias, de manera que dejaba ver unos tobillos desnudos que en cierto modo sugerían la vulnerabilidad de la inocencia. En los pies llevaba unas sandalias plateadas atadas con cordones también plateados que las hacía semejantes a las griegas. Llevaba su cabello dorado recogido por encima de las orejas, mostrando así un cuello largo y esbelto rodeado por un collar de rubíes que D’Alembord supuso que debía de ser parte del botín tomado a los franceses en Vitoria.
Los rubíes le quedaban muy bien, a juicio del visitante. Eran unas joyas poco comunes para una mujer indudablemente hermosa. Vio que ella sonreía ante su examen y se violentó al darse cuenta de que Jane había notado su admiración y la estaba saboreando.
Él cambió de tema rápidamente y se refirió al motivo de su visita. Le había traído, dijo D’Alembord, un mensaje del comandante Sharpe. Se disculpó por no tener ninguna carta, pero le explicó las precipitadas circunstancias de su encuentro en Burdeos
—¿Así que usted no sabe dónde está ahora el comandante? —preguntó Jane ansiosa.
—Pues no, señora; sólo sé que ha ido a buscar a un oficial francés que puede atestiguar su inocencia.
La ansiedad pareció disminuir en Jane, que se puso en pie, caminó hacia la ventana y fijó la mirada en la calle iluminada por el sol. Le contó a D’Alembord que ya sabía algo del aprieto en el que se encontraba su marido y le explicó que la habían ido a ver dos hombres de la oficina del auditor general con unas exigencias indignantes.
—Desde entonces no he sabido nada más de ellos —señaló—, y hasta su visita, capitán, ni siquiera sabía si mi marido estaba vivo.
—Entonces me alegro de ser portador de buenas noticias, señora.
—¿Son buenas noticias? —Jane se volvió de espaldas a la ventana—. Claro que lo son —se apresuró a añadir—, pero me, parece todo extrañísimo. ¿Cree usted que mi marido robó el oro del emperador?
—¡No, señora! —protestó D’Alembord—. ¡Las acusaciones contra él son monstruosas!
Jane volvió a su asiento, permitiendo así que él hiciera otro tanto. Tiró de los pliegues de su vestido y frunció el ceño.
—Hay algo que no entiendo, capitán: si mi marido es inocente, y por supuesto lo es, ¿por qué no deja que el Ejército descubra que no es culpable? Un hombre inocente no huye de un juicio justo, ¿no?
—Lo hace, señora, si las únicas pruebas contra él son falsas. El comandante Sharpe está tratando de demostrar esas falsedades. Y necesita nuestra ayuda.
Jane no dijo nada. En lugar de eso se limitó a sonreír e indicó a D’Alembord que siguiera hablando.
—Lo que tenemos que hacer, señora, es aprovechar todas las influencias que podamos para evitar que el mecanismo de la acusación vaya a más. Y si el comandante no pudiera encontrar la verdad en Francia, entonces necesitará la ayuda de amigos influyentes.
—Muy influyentes —dijo Jane secamente.
—¿Le mencionó a lord Rossendale, señora? —D’Alembord se preguntaba por qué Jane se mostraba tan indiferente, pero siguió adelante de todas formas—. Lord Rossendale es un edecán de su alteza real, el príncipe…
—Conozco a lord Rossendale —espetó Jane— y ya he hablado con él.
D’Alembord se sintió aliviado. Esa entrevista le había inquietado, tanto por la nueva y lánguida sofisticación de Jane como por su aparente falta de preocupación por el destino de su marido; pero parecía ser que ella ya había hecho lo que debía por éste.
—¿Puedo preguntarle, señora, si lord Rossendale se mostró dispuesto a ayudar al comandante? —insistió.
—Su señoría me aseguró que haría todo lo que estuviera en sus manos —respondió ella con aire remilgado.
—¿Eso incluiría presentar el problema del comandante Sharpe ante el príncipe regente, señora?
—No podría decírselo, capitán, pero estoy segura de que lord Rossendale será diligente.
—¿Sería de alguna ayuda el que yo uniera mi voz a la suya, señora?
Jane pareció considerar la propuesta y frunció el ceño.
—Por supuesto yo no puedo impedirle que intente ver a su señoría, aunque estoy segura de que es un hombre ocupado.
—Claro que sí, señora. —D’Alembord se quedó desconcertado de nuevo por el enigmático decoro de Jane.
Jane se volvió para mirar el reloj.
—Es evidente que todos haremos lo que podamos, capitán, aunque sospecho que lo mejor que se puede hacer es dejar que mi marido esclarezca el asunto por sí mismo. —Soltó una risita nada divertida—. Eso él lo sabe hacer muy bien, ¿no es cierto?
—Claro que sí, señora; lo hace muy bien, pero…
—Y mientras tanto —Jane hizo caso omiso de lo que fuera que D’Alembord había querido decir— mi deber es tenerlo todo dispuesto para cuando venga. —Extendió la mano e hizo un gesto abarcando la habitación—. ¿Le gusta mi nueva casa, capitán?
—Muchísimo, señora. —D’Alembord ocultó su sorpresa, así como su verdadera opinión. Se había imaginado que Jane sólo se alojaba en esa casa y de pronto descubría que era suya.
—El comandante quería comprar una casa en el campo —afirmó ella—, pero cuando volví a Inglaterra no pude soportar la idea de enterrarme en la rústica ignorancia. Por otra parte, es más conveniente ocuparse de los asuntos del comandante en Londres que desde el campo.
—Por supuesto, señora. —D’Alembord hubiera querido saber más detalles sobre la manera en que Jane se ocupaba de los asuntos de Sharpe, pero intuyó que hacer más preguntas no revelaría nada. Había algo inquietante en la situación y D’Alembord no quería provocarla.
—Así que compré esta casa. ¿Cree usted que al comandante le gustará?
D’Alembord estaba convencido de que Sharpe la aborrecería, pero él no era quién para decirlo.
—Parece una muy buena casa, señora —afirmó con toda la diplomacia de la que fue capaz.
—Claro que de momento la comparto —Jane estaba ansiosa por recalcar lo correcto de su situación— con una viuda. De lo contrario no sería muy decoroso, ¿no es verdad?
—Estoy seguro de que usted no haría nada indecoroso, señora.
—Es una lástima que lady Spindacre todavía esté en cama, pero la salud de la querida Juliet no es de las mejores. Debe usted visitarnos, capitán, una tarde a las ocho. Normalmente recibimos en el piso de abajo a esa hora, aunque si no hay ninguna tea encendida fuera entonces sabrá que no estamos en casa. Pero si el farol está encendido, debe usted presentarse, ¡aunque debo advertirle que Londres está totalmente harto de las historias de soldados! —Jane sonrió como si supiera que sus encantos mejorarían la grosería de sus palabras.
—No se me ocurriría castigarla a usted con historias de soldados, señora. —El tono de D’Alembord fue de frialdad.
—En Londres uno puede permitirse muchas otras cosas fascinantes aparte de las últimas guerras. Creo que el venir aquí será bueno para el comandante. Especialmente con los altos contactos que hizo durante su última visita, y sería imposible conservar esos contactos si se esconde en Dorsetshire.
—¿Se refiere usted al príncipe? —dijo D’Alembord con la esperanza de poder saber más cosas sobre la conversación de Jane con lord Rossendale.
—Pero ninguno de esos contactos, creo yo, se molestará en viajar hasta las regiones más remotas del país para escuchar historias de la guerra —fue la única respuesta de Jane. Miró otra vez el reloj y extendió la mano para indicar que la conversación se había terminado—. Gracias por la visita, capitán.
—Ha sido un placer, señora. —D’Alembord se inclinó hacia la mano que ella le ofrecía—. Servidor de usted, señora.
Una vez fuera de la casa, se apoyó un instante en la negra reja y sacudió la cabeza. Tenía la sospecha de que no había conseguido nada, pero no podía precisar del todo por qué. Aunque había una cosa por la que estaba sumamente agradecido, que era el no tener ninguna dirección con la que pudiera ponerse en contacto con Sharpe. ¿Qué diablos hubiera podido escribir? Suspiró, se preguntó si había alguien más a quien pudiera pedir ayuda y se alejó.
* * * *
La pistola de caballería estaba cargada con tres pequeñas balas. La primera había entrado en la parte superior del brazo izquierdo de Sharpe, donde primero le hizo pedazos la articulación del hombro y luego rebotó y le fracturó el hueso de la paletilla. La segunda bala le arrancó la mitad superior de su oreja izquierda y le hizo un corte profundo en el cuero cabelludo, que sangraba de una forma horrorosa aunque la herida en sí era bastante leve. El impacto de esa segunda bala había sumido a Sharpe en una instantánea y compasiva inconsciencia. La tercera bala le fracturó el fémur de la pierna derecha, justo por encima de la rodilla, y le rasgó la femoral. Se hizo un charco de sangre en el umbral de la cocina.
Lucille Castineau, una vez disparado el tiro, bajó el arma humeante y lanzó una mirada retadora a Frederickson, que se levantaba del barro que había fuera en la puerta.
—Ahora, máteme —dijo, y aunque sus palabras le sonaron dramáticas incluso a ella, no pudo menos de sentir que su desafío encarnaba una postrada y vencida Francia. En realidad, aunque nunca se lo confesó a nadie más que a ella misma, en ese orgulloso instante se sintió como la mismísima Juana de Arco.
—¡Ni siquiera tenemos armas! —Frederickson soltó bruscamente esas palabras en francés y luego gritó pidiendo agua y trapos—. ¡Rápido, mujer! —Se sacó rápidamente el cinturón con hebilla en forma de serpiente y lo enrolló a modo de torniquete en el muslo derecho de Sharpe—. ¡Vamos, mujer! ¡Ayúdeme, maldita sea!
—¿Por qué tendría que ayudarle? —A Lucille le estaba costando mantener el porte de Juana de Arco, pero logró poner un magnífico desprecio en su voz—. ¡Ustedes mataron a mi hermano!
Frederickson apretó el torniquete lo más fuerte que se podía y luego se quedó mirando impresionado a esa mujer alta y extrañamente calmada.
—¿Su hermano está muerto?
—¡Ustedes lo mataron! ¡Ahí afuera! —Señaló al patio.
—Madame, es la primera vez que estoy aquí. —Frederickson se dio la vuelta, agarró al chico, que había reunido el coraje para arrastrarse hasta casi llegar a la puerta, y luego se volvió otra vez hacia Lucille—. Tiene usted mi palabra de honor, madame, como oficial británico, de que ninguno de nosotros ha estado aquí antes ni ninguno de nosotros mató a su hermano, cuya muerte, créame, lamento en lo más profundo de mi alma. Ahora, madame, ¿me hará el favor de darme vendas y agua? Necesitamos un médico. ¡Dese prisa! —Se volvió hacia la puerta—. ¡Sargento Harper! —gritó a voz en cuello a la noche—. ¡Sargento Harper! ¡Venga aquí! ¡Rápido!
—Dios mío. —Lucille se santiguó, se quedó mirando el gran charco de sangre y al final sospechó que su certeza sobre quién había asesinado a su familia podría estar equivocada. Entonces, porque era una mujer práctica y porque las recriminaciones tendrían que esperar, rasgó en tiras una tela de lino y mandó al chico a buscar al médico.
Mientras tanto Sharpe, con el rostro pálido y el pulso acelerado, no hacía más que dar quejidos.
* * * *
Lord Rossendale se consideraba un hombre honorable; un hombre decente, privilegiado y justo. Lo que más lamentaba era que nunca se le hubiera permitido abandonar el servicio con el príncipe para combatir en la guerra porque sospechaba que en tiempos de paz se concedería una envidiable reputación a esos hombres que habían traído sus cicatrices y sus espadas de vuelta desde España y Francia. Había pedido con bastante frecuencia que le dejaran unirse al ejército de Wellington, pero el príncipe de Gales, regente de Inglaterra durante los lapsos de locura de su padre, declaró que necesitaba la compañía de Rossendale.
—Johnny me divierte —explicó el príncipe, y trató de compensar la decepción de Rossendale ofreciendo un ascenso al joven soldado de Caballería. Rossendale era entonces un coronel de pleno derecho, aunque no tenía que desempeñar más funciones militares que la de llevar con elegancia su deslumbrante uniforme, labor que realizaba a la perfección.
Rossendale era, en efecto, privilegiado, pero no indiferente hacia esos oficiales menos exaltados a los que la guerra contra Napoleón había castigado más. Por eso, cuando le llegó la carta de Jane Sharpe sintió una punzada de culpabilidad y un sobresalto de compasión. También se fijó en lo bonita que era la caja de rapé, aunque el regalo era totalmente innecesario, porque Rossendale se acordaba perfectamente del comandante Sharpe y conservaba una gran admiración por el fusilero. Por lo tanto, había devuelto a Jane la caja de rapé y con ella había mandado una nota encantadora en la que pedía a la señora Sharpe que hiciera el honor de visitar a lord Rossendale cuando a ella le viniera bien.
Aunque lord John se acordaba muy bien de Sharpe, no tenía un recuerdo preciso de su mujer. Sí que recordaba vagamente haber conocido a una chica rubia una tarde, pero Rossendale conocía a muchas chicas rubias, y no podía esperarse que se acordara de todas. Estaba convencido de que iba a encontrar aburrida a la señora Jane Sharpe, puesto que la mujer acudía a él como peticionaria, lo que significaba que lord Rossendale tendría que verse obligado a soportar el tedio de su patética petición; no obstante, por su marido, haría lo que pudiera por complacerla.
La señora Sharpe demostró una desesperación que no presagiaba nada bueno al visitar a lord Rossendale la mañana siguiente a la devolución de la caja de rapé. La noche anterior lord Rossendale había estado jugando y había perdido mucho dinero. Esto último era algo que no podía permitirse, por lo que acabó ahogando su desilusión en alcohol; eso hizo que se levantara muy tarde, y de esa forma hizo esperar dos horas enteras a la inoportuna señora Sharpe. Masculló una disculpa al tiempo que entraba en su salón y, habiéndose excusado, se quedó completamente quieto.
Porque no podía negarse que la inoportuna señora Sharpe era encantadora.
—¿Es usted la señora Sharpe? ¿Tengo ese honor? —Lord Rossendale no podía imaginarse cómo había podido olvidar que había conocido a esa mujer.
Ella hizo una reverencia.
—Sí, milord.
Y a partir de ese momento, como el hombre justo y decente que él se consideraba, intentó ayudar a la señora Sharpe con sus problemas. Y lo hizo de la forma más satisfactoria, arrancándose la promesa de que el Gobierno no volvería a interesarse más por las finanzas de la señora Sharpe. Durante el cumplimiento de esa decente y justa obligación se encontró atraído por ella, lo cual no era nada sorprendente, ya que era una chica con un aspecto de lo más provocativo, y si pareció que ella correspondía a esa atracción, eso tampoco era de extrañar, porque lord Rossendale era un joven de lo más elegante, atractivo y divertido, aunque había que reconocer que estaba muy endeudado. Jane, reconociendo su propia deuda de gratitud a su señoría, tuvo muchísimo gusto en pagar sus deudas de juego, aunque los dos insistieron en que sus pagos serían solamente préstamos.
Hubo cotilleos, por supuesto, pero las habladurías no afectaban a Rossendale. La conquista de la señora Sharpe, si es que era una conquista, fue vista por la sociedad como un acto de gran valentía, porque sin duda su marido exigiría una terrible venganza. Londres sabía que a cierto oficial de la Marina le seguía siendo imposible sentarse cómodamente y se preguntaba cuántas semanas viviría lord Rossendale en cuanto el comandante Sharpe volviera de la guerra. El libro de apuestas del club de lord Rossendale no le daba a su señoría más de tres meses antes de que se viera obligado a comer césped antes de desayunar.
—Ése va a ser su fin —aseguró un amigo—, y es una verdadera lástima, porque Johnny es un tipo divertido.
No obstante, a pesar de la amenaza, ni Jane ni lord John trataron de acallar las habladurías con circunspección. Ya medida que su popularidad aumentaba en sociedad, la gente sentía más lástima por Jane Sharpe. Se decía que su marido era un ladrón que había desertado del Ejército. Estaba claro que ese hombre no servía para nada, y era perfectamente justificable que Jane buscara consuelo en otra parte.
La propia Jane nunca se quejó de que el comandante Sharpe fuera una mala persona. Le contó a lord Rossendale que su marido era poco ambicioso y demostró esa opinión diciendo que la arrastraría a un pueblo en el campo donde sus sedas y sus rasos quedarían abandonados a las polillas. Reconoció que había sido un magnífico soldado, pero, por desgracia, también era un hombre aburrido, y en la sociedad en la que Jane se movía entonces con tanta seguridad, el aburrimiento era un pecado peor que el asesinato. Lord Rossendale, aunque con frecuencia no tenía ni un céntimo, nunca resultaba aburrido, sino que parecía moverse en un relumbrante torbellino de oportunidades brillantes como el cristal.
Aun así, como un bastión inoportuno que resiste la fuerza de un ejército victorioso, permanecía el hecho inconveniente de que el comandante Sharpe continuaba con su aburrida existencia, y la visita de Peter D’Alembord a casa de Jane fue un repentino y poco grato recordatorio de esa existencia. Tras ese encuentro, a Jane ya no le fue posible seguir haciendo como si el comandante hubiera desaparecido sin más para dejar a Jane con su dinero y a Rossendale con Jane.
Así que, esa misma tarde, mandó a un sirviente a buscar un carruaje y, con un manto sobre sus hombros desnudos, recorrió la corta distancia que la separaba de la casa que lord Rossendale tenía en la ciudad y que daba al parque de Saint James. Los sirvientes la hicieron pasar con una reverencia y luego le trajeron una cena ligera y una copa de champán. Le dijeron que esperaban que su señoría volviera pronto a casa de sus obligaciones reales.
Lord Rossendale, que entró en la habitación iluminada por la luz de las velas una hora más tarde, pensó que nunca había visto a Jane tan hermosa. La perturbación, a su entender, la hacía parecer muy frágil y vulnerable.
—¡John! —Ella se puso en pie para saludarlo.
—Lo he oído, querida mía; lo he oído. —Lord Rossendale cruzó rápidamente la habitación, ella lo fue a encontrar a medio camino y se abrazaron. Jane se aferró a él y lord Rossendale la apretó con fuerza—. Me he enterado de las horribles noticias —dijo— y lo siento muchísimo.
—Vino esta mañana. —La voz de Jane surgió apresurada y entrecortada—. ¡Apenas podía creer que pidiera tu ayuda! ¡Cuando dijo tu nombre casi me ruborizo! Dice que intentará verte y no pude disuadirle. ¡Quiere que hables de ello con el príncipe!
—¿Quién vino? —Lord John temía la respuesta. Mantuvo a Jane a un brazo de distancia y en su rostro había una mirada de verdadero miedo—. ¿Tu marido ha vuelto?
—¡No, John! —Hubo un deje de aspereza en la voz de Jane ante el malentendido de lord Rossendale, aunque su señoría no se mostró contrariado por su tono—. Era un oficial amigo de Richard —explicó—, un tal capitán D’Alembord. ¡Dice que se encontró con Richard en Burdeos y él lo envió a Londres para buscar tu ayuda! Richard espera que le supliques al príncipe.
—¡Dios mío! ¿Así que no te has enterado? —Lord John desestimó la noticia de Jane sobre la visita de D’Alembord y entonces, con mucha delicadeza, la llevó hasta un banco que había junto a la ventana abierta. Una brisa cálida hizo temblar las llamas de las velas que con tanta gracia iluminaban su rostro—. Yo tengo que darte otra noticia, y me temo que es una noticia penosa.
Jane levantó la mirada hacia su señoría.
—¿Y bien?
Lord John le sirvió primero un vaso de vino blanco y luego se sentó a su lado. Le cogió una mano y la retuvo entre las suyas.
—Hoy hemos tenido noticias de París, querida mía, y parece ser que había un oficial francés que podía probar la culpabilidad de tu marido. O su inocencia, por supuesto —añadió esto último a toda prisa—. Ese oficial ha sido asesinado —Rossendale se detuvo un instante—, y todo apunta a que ha sido obra de tu marido. Los franceses han requerido formalmente nuestra ayuda para encontrar al comandante Sharpe.
—No. —Jane pronunció esa palabra en un suspiro.
—Yo rezo para que las acusaciones no sean ciertas. —Lord John, al igual que Jane, sabía lo que era apropiado decir en momentos como aquéllos.
Jane retiró la mano de entre las suyas, se puso en pie y caminó hacia el otro extremo de la habitación, donde se quedó mirando la chimenea vacía con expresión ausente. Lord John la observó y, como siempre, se maravilló ante su belleza. Al final ella se dio la vuelta.
—No debiéramos asombrarnos tanto por esa noticia, John. Me temo que Richard es un hombre muy cruel.
—Tu marido es un soldado —replicó Rossendale aparentemente de acuerdo.
Jane respiró hondo.
—Yo no tendría que estar aquí, milord —dijo con una repentina formalidad.
—Querida mía… —Lord John se puso en pie.
Jane alzó la mano para contener su protesta.
—No, milord. Debo pensar en su reputación. —Lo dijo de una manera muy apropiada y con mucha gracia, y el noble sufrimiento que se infería de sus palabras le llegó al corazón a lord John, tal como se suponía que debía hacer.
Él cruzó la habitación y estrechó en sus brazos a una Jane momentáneamente poco dispuesta. Ella insistió en que su nombre de casada estaba entonces mancillado y en que lord John debía protegerse conservando su propio buen nombre. Él la hizo callar.
—Tú no lo entiendes, querida mía.
—Yo entiendo que mi marido es un asesino —repuso ella con el rostro apoyado en la chaqueta del uniforme de él.
Él la abrazó con fuerza.
—Y cuando lo capturen, querida mía, porque lo van a capturar, ¿entonces qué?
Jane se quedó en silencio.
—Estarás sola —dijo él entonces, por si no se había dado cuenta por ella misma de la suerte que correría un asesino convicto—, y serás una viuda.
—No. —Ella murmuró la protesta apropiada.
—Así que yo creo que sólo mi reputación saldría perjudicada —observó lord John con aire noble— si te ofreciera mi protección. —Y atrajo su hermoso rostro manchado de lágrimas hacia el suyo y le dio un beso en la boca.
Jane cerró los ojos. No era una mujer mala, aunque sabía muy bien que lo que hacía entonces estaba mal a ojos del mundo. También sabía que se había comportado muy mal cuando Peter D’Alembord la había visitado en la calle Cork, pero se había asustado cuando le recordaron de esa manera la existencia de su marido y, al mismo tiempo, tenía muchas ganas de impresionar a D’Alembord con su nueva sofisticación. También era consciente de que su marido no era el hombre cruel y aburrido que ella describía, pero su comportamiento requería una excusa más allá de la de sus propios deseos, de manera que tenía que culpar a Sharpe del hecho de que en esos momentos ella amara a otro hombre.
Y Jane estaba enamorada, igual que lo estaba lord Rossendale. No estaban simplemente enamorados, sino consumidos de amor, impulsados por él, empapados de él y ajenos al resto del mundo por su obsesión con él. Y el comandante Sharpe, al asesinar a un francés, había eliminado a todas luces el último obstáculo que tenían para llegar a él. De ese modo, en una noche cálida que hacía temblar la luz de las velas, los amantes pudieron al menos esperar su felicidad.
* * * *
No había habido ningún Centinela en la torre, le explicó Lucille a Frederickson, porque la madera del tejado estaba podrida. Así que, una semana después de su drástica llegada al castillo, Harper y Frederickson repararon el tejado de la torre con madera de roble curada por la intemperie que cogieron de los compartimentos en desuso de las cuadras del castillo. Alisaron los maderos con una azuela para dejarlos a medida, los aseguraron muy bien a la mampostería y luego extendieron unas capas de arpillera empapada de alquitrán sobre los tablones.
—Debería hacer un emplomado ahí arriba, señora —señaló Frederickson.
—El plomo es caro —replicó Lucille con un suspiro.
—Sí, señora. —Pero Harper hurgó entre las generaciones de escombros que se habían amontonado en los graneros, descubrió un viejo tanque de agua de dicho material que llevaba el escudo de armas de la familia Lassan y él y Frederickson lo fundieron e hicieron unas láminas delgadas con el metal que fijaron entre las hiladas de piedra de modo que al final la torre tuvo un tejado a prueba de agua.
—No sé por qué diablos se molesta —refunfuñó Sharpe esa noche.
—No tengo nada mejor que hacer —dijo Frederickson con suavidad—, así que, ¿qué menos que ayudar a la señora por ahí? Además, me gusta trabajar con las manos.
—Deje que el maldito lugar se venga abajo. —Sharpe yacía envuelto en tiesas sábanas de lino sobre el colchón de plumas de ganso de una enorme cama de madera. Tenía la pierna derecha recubierta con una escayola, bajo la cual le picaba la carne y le dolía de forma punzante; también le dolía la cabeza, y su hombro izquierdo era un persistente nido de víboras de dolor. El médico había sido de la opinión de que le tenían que cortar todo el brazo, ya que si no, dudaba que pudiera mantener limpia la carne dañada; pero Sharpe había practicado su viejo truco de ponerse gusanos en la herida. Los gusanos se habían comido la carne podrida, pero no tocaron la limpia, y así había salvado el brazo. El médico pasaba cada día a verlo, escarificaba a Sharpe con la llama de las velas y recipientes de cristal, lo sangraba con sanguijuelas y husmeaba con desagrado las heridas donde los gusanos se retorcían en busca de cualquier indicio de putrefacción. No había ninguno. Sharpe, según dijo el médico, podría volver a andar antes del verano, aunque dudaba que el inglés recuperara alguna vez la completa movilidad del brazo.
—Condenada perra francesa de mierda —dijo entonces Sharpe de Lucille—. Espero que su maldita casa se le derrumbe alrededor de las orejas.
—Bébase la sopa —replicó Frederickson— y cállese.
Sharpe bebió obediente un poco de sopa.
—Es una sopa muy buena, ¿no es verdad? —le preguntó Frederickson.
Sharpe no dijo nada; sólo puso mala cara.
—Es usted un desagradecido. —El Dulce William suspiró—. Esa sopa está deliciosa. La señora la hizo especialmente para usted.
—Entonces lo más probable es que esté envenenada. —Sharpe apartó el cuenco de un empujón.
Frederickson sacudió la cabeza.
—Tendría que ser más amable con madame Castineau. Se siente muy culpable por lo que hizo.
—¡Tiene motivos de sobra para sentirse condenadamente culpable! Es una maldita perra asesina. Tendrían que colgarla, si no fuera porque la horca es algo demasiado bueno para ella.
Frederickson se quedó en silencio y luego se sonrojó.
—Le estaría profundamente agradecido, amigo mío, si se abstuviera de insultar a madame Castineau en mi presencia.
Sharpe se quedó mirando horrorizado a su amigo.
Frederickson puso los hombros rectos como si se preparara para hacer una confesión muy vergonzosa.
—Tengo que confesar que siento un cariño muy fuerte por la señora.
—¡Dios mío! —Sharpe no pudo añadir nada más. ¿Aquel misógino, que odiaba el matrimonio y despreciaba todo lo femenino, estaba enamorado?
—Por supuesto que comprendo lo que siente por madame Castineau —se apresuró a decir Frederickson—, y no puedo culparle; pero creo que debería saber que yo albergo el más afectuoso de los sentimientos hacia ella. Hacia… —Hizo una pausa, trató de encontrar la mirada de Sharpe y no lo consiguió, pero entonces, con la timidez de un enamorado, pronunció cariñosamente el nombre de pila de la viuda—: Hacia Lucille.
—¡Por todos los infiernos!
—Ya sé que no es una gran belleza como Jane —repuso con una inmensa pero frágil dignidad—, pero tiene una enorme calma interior. También es una mujer muy sensata. Y tiene sentido del humor. Si no la hubiera conocido, nunca hubiera creído que tantas excelentes cualidades pudieran haberse combinado en una mujer.
Sharpe sopló una cucharada de sopa e intentó acostumbrarse a la idea del Dulce William enamorado. Era como descubrir a un lobo ronroneando o enterarse de que la ocupación favorita de Napoleón Bonaparte era bordar.
—¡Pero si es francesa! —espetó por fin.
—¡Pues claro que es francesa! —replicó Frederickson de mal talante—. ¿Qué posible inconveniente puede haber en que lo sea?
—¡Nos hemos pasado veinte años matando a esos hijos de puta!
—Y ahora estamos en tiempos de paz. —Frederickson sonrió—. Incluso podemos hacer una alianza para celebrarla.
—¿Significa eso que quiere casarse con ella? —Sharpe miraba fijamente a su amigo—. Creo recordar que usted pensaba que el matrimonio era tirar el dinero. ¿No puede alquilar sus placeres por horas? ¿No es eso lo que dijo? Y si mal no recuerdo, ¿no me contó usted que el matrimonio es un apetito y que cuando se ha disfrutado de la carne lo único que queda es una carcasa de huesos secos?
—Puede que antes cuestionara la validez del matrimonio —replicó Frederickson con displicencia—, pero a un hombre se le permite reconsiderar su opinión, ¿no es cierto?
—¡Dios todopoderoso! ¡Está usted enamorado! —Sharpe estaba estupefacto—. ¿Sabe madame Castineau cuáles son sus sentimientos?
—¡Claro que no! —Frederickson se indignó profundamente con esa idea.
—¿Y por qué no?
—No tengo ningún deseo de violentarla con una precipitada declaración de mis sentimientos.
Sharpe se encogió de hombros.
—El amor es como la guerra, amigo mío. La victoria se la llevan aquellos que saltan primero y con más fuerza.
—No me imagino saltando —dijo Frederickson de mal humor, pero entonces, como tenía una necesidad desesperada de compartir sus sentimientos con un amigo, le preguntó tímidamente a Sharpe si su aspecto sería una barrera en su petición de mano—. Sé que soy feo —Frederickson se tocó el parche del ojo— y me temo que eso va a ser una dificultad insuperable.
—Acuérdese de la mujer cerdo —le aconsejó Sharpe.
—Mis sentimientos no se asemejan en nada a las transacciones de esa sórdida historia —repuso con dureza.
—¡Pero si no le confiesa lo que siente —le dijo Sharpe—, no irá a ninguna parte! ¿Intuye usted cuáles son los sentimientos de ella al respecto?
—Madame se comporta de una manera muy correcta conmigo.
Sharpe pensó que ese correcto comportamiento no era lo que su amigo buscaba, pero creyó mejor no decir nada. En lugar de eso se preguntó en voz alta si Frederickson querría llevarle una carta al correo que se exponía a los peligros rurales al viajar una vez a la semana hasta Caen.
—Por supuesto —accedió Frederickson—, pero ¿puedo preguntar por qué?
—Es una carta para Jane —explicó Sharpe.
—Claro. —Frederickson quería volver a desviar la conversación hacia Lucille Castineau, pero lo hizo dando muchos rodeos para que Sharpe no pudiera sospechar que era una maquinación deliberada.
—Se me ocurre, amigo mío, que ha habido ocasiones en las que tal vez me haya mostrado un pelín poco comprensivo hacia su matrimonio.
—¿De verdad? —Sharpe se estremeció cuando una punzada de dolor le bajó del hombro a las costillas.
Frederickson no se dio cuenta del malestar de Sharpe.
—Le aseguro que bromeaba. Ahora comprendo que el matrimonio es una situación afortunada para la humanidad.
—¡No me diga! —Sharpe se resistió a hablar de la nueva devoción de Frederickson por el estado del matrimonio—. Por eso me gustaría que Jane viajara hasta aquí.
—¿No correrá ningún peligro? —preguntó Frederickson.
—Había pensado que usted y Patrick podrían reunirse con ella en Cherbourg y escoltarla hasta aquí. —Sharpe había empezado a tomarse otra vez la sopa, que a pesar de su grosero veredicto anterior, estaba deliciosa—. Y cuando llegue quizá podríamos alquilar todos una casa mientras me recupero. ¿Tal vez en Caen?
—Tal vez. —Estaba claro que Frederickson no tenía ningunas ganas de abandonar el castillo, pero accedió a entregar la carta de Sharpe al correo del pueblo.
Sin embargo, dio la casualidad de que no fue necesario que la carta fuera a la oficina de correos de Caen, porque precisamente la noche siguiente Patrick Harper se ofreció para llevarla directamente a Londres.
—Usted no va a estar en plena forma, señor, hasta que pasen uno o dos meses, y estoy preocupado por Isabel. ¡Vaya si lo estoy!
—Ella no está en Londres —dijo Sharpe.
—El señor Frederickson cree que será más rápido coger un barco para España que zarpe de Inglaterra, señor, que uno que salga de Francia. Así que iré a Inglaterra, veré a la señora Sharpe y luego iré a buscar a mi chica a España y la traeré de vuelta. Entonces la llevaré a Irlanda. —Harper sonrió, y de pronto había lágrimas en sus ojos—. ¡Dios mío, señor, voy a volver a casa por fin! ¿Puede creerlo?
Por unos instantes Sharpe sintió pánico al perder a su hombre fuerte.
—¿Se va a casa para siempre?
—Volveré aquí, ya lo creo que sí. —Harper tiró la pistola de siete cañones encima de la cama de Sharpe—. Dejaré esto aquí y mi uniforme también. Probablemente sea mejor que no viaje de uniforme.
—Pero ¿volverá? —Sharpe trató ansiosamente de que se lo asegurara—. Porque si voy a buscar a Ducos le necesitaré.
—Así que va usted a buscarle, señor.
—Aunque tenga que ir al fin del maldito mundo, Patrick, encontraré a ese cabrón. —Entonces estaba claro, a juzgar por la prueba de los dos dedos que le habían cortado al cuerpo muerto de Lassan, que debía de haber sido Pierre Ducos el que había matado al hermano de madame Castineau. La propia Lucille había aceptado ese veredicto, y su aceptación no había hecho más que aumentar el remordimiento que sentía por haber disparado precipitadamente al fusilero. A Sharpe no le importaba si ella sentía remordimientos o no, y tampoco le importaba mucho que su hermano estuviera muerto, pero sí que le importaba encontrar a Ducos.
—Primero me pondré bien —le dijo entonces a Harper—, y luego iré a la caza de ese hijo de puta.
Harper sonrió.
—Volveré aquí para ayudarle, señor, se lo prometo.
—Sería más difícil sin usted —afirmó Sharpe, lo cual era su manera de decir que no podría soportar que Harper lo abandonara entonces. Sharpe siempre había sabido que la paz podría separar su amistad, pero la inmediata perspectiva de esa separación era asombrosamente difícil de soportar.
—Volveré antes del verano, señor.
—Siempre que no lo atrape la policía militar, Patrick.
—Mataré a esos cabrones antes de que me pongan la mano encima.
Harper se fue a la mañana siguiente. Se hacía extraño no oír su silbido poco melodioso o su fuerte voz alegre por el castillo. Por otro lado, Sharpe estaba contento de que el irlandés le llevara la carta a Jane, porque a ella siempre le había gustado Harper, y Sharpe tenía la certeza de que respondería al ruego del hombretón para que viajara rápidamente a Normandía, donde su marido yacía enfermo.
Una semana después de que Harper se hubiera ido, Frederickson llevó a Sharpe al piso de abajo para que pudiera comer en una mesa que habían colocado en el patio del castillo. Madame Castineau, consciente de no agradar a Sharpe, se había mantenido a una prudente distancia del fusilero desde la noche en la que había disparado contra él. Con todo, aquella noche le ofreció una nerviosa sonrisa de bienvenida y le dijo que esperaba que disfrutara de la comida. Había vino, pan, queso y un pequeño trozo de jamón que Frederickson colocó discretamente en el plato de Sharpe.
Éste miró el plato de Frederickson y luego a madame Castineau.
—¿Dónde está el suyo, William?
—A la señora no le gusta el jamón. —Frederickson se cortó un poco de queso.
—Pero a usted sí que le gusta. Le he visto matar por él.
—Usted necesita alimento —insistió Frederickson—. Yo no.
Sharpe frunció el ceño.
—¿Andan cortos de dinero en este lugar? —Sabía que madame Castineau no hablaba inglés, por lo que no tuvo ningún reparo en decirlo de esa manera delante de ella.
—Son más pobres que las ratas de sacristía, señor. Ricos en tierras, por supuesto, pero eso no sirve de mucho hoy en día y casi agotaron los fondos con la fiesta de compromiso de Henri.
—¡Diablos! —Sharpe cortó el jamón en tres porciones ridículamente pequeñas. Sus movimientos eran muy torpes porque todavía no podía hacer uso de su brazo izquierdo. Distribuyó la carne de manera equitativa entre los tres platos. Madame Castineau empezó a protestar, pero él la hizo callar con un gruñido.
—Dígale que mi esposa traerá algo de dinero de Inglaterra —dijo.
Frederickson lo tradujo y luego dio la respuesta de Lucille, en la que decía que no aceptaría caridad.
—Dígale a esa maldita mujer que tome lo que se le ofrece.
—No le voy a decir eso —protestó Frederickson.
—Pues maldito sea su orgullo igualmente.
Lucille palideció ante la ira de la voz de Sharpe y se apresuró a entablar una larga charla en francés con Frederickson. El primero puso mala cara y comió desganado. Frederickson trató de incluirlo en la conversación, pero como versaba sobre la historia del castillo y los estilos arquitectónicos que eran reflejo de dicha historia, Sharpe no tenía nada que decir. Inclinó la silla hacia atrás y rezó para que Jane llegara pronto. Se convenció a sí mismo de que seguramente su silencio anterior había sido una casualidad debido al inseguro reparto del correo en el Ejército. Ella ya habría hablado con D’Alembord y sin duda agradecería la llegada de Harper. De hecho, era probable que éste estuviera ya en Londres, y Sharpe sintió la grata y cálida esperanza de que podría ser que Jane llegara al castillo en menos de una semana.
De pronto Sharpe se dio cuenta de que Frederickson le había hecho una pregunta. Dejó caer la silla hacia delante y se vio recompensado con una terrible punzada de dolor en su enyesada pierna derecha.
—¡Mierda, por Dios! —maldijo, le lanzó una mirada de resentimiento a la viuda y luego añadió—: Lo siento. ¿Qué decía, William?
—Madame Castineau está preocupada porque le dijo al abogado de París que nosotros asesinamos a su hermano.
—¡Ya puede estar preocupada, maldita sea!
Frederickson hizo caso omiso del tono hosco de Sharpe.
—Se está preguntando si debería escribir al señor Roland y explicarle que somos inocentes.
Sharpe dirigió la vista hacia la viuda y se cruzó con su mirada, muy limpia y muy tranquila.
—No —dijo con contundencia.
—Non? —Lucille frunció el ceño.
—Creo que es mejor —de repente Sharpe se sintió incómodo bajo el escrutinio de sus ojos— que las autoridades francesas no sepan dónde encontrarnos. Todavía piensan que robamos su oro.
Frederickson lo tradujo, escuchó la respuesta de Lucille y miró a Sharpe.
—Madame dice que sin duda su carta convencerá de nuestra inocencia a las autoridades.
—¡No! —insistió Sharpe en voz demasiado alta.
—¿Por qué no? —preguntó Frederickson.
—Porque esos malditos franceses ya han falsificado pruebas contra nosotros, así que, ¿por qué tendríamos que fiarnos ahora de ellos? Dígale a la señora que no confío en la honestidad de sus compatriotas, por lo que le estaría de lo más agradecido si, mientras estemos en su casa, les ocultara nuestra presencia a los de París.
Frederickson hizo una diplomática traducción y luego proporcionó a Sharpe la respuesta de Lucille.
—La señora dice que le gustaría informar a las autoridades de quién fue el responsable del asesinato de su madre y su hermano. Quiere que el comandante Ducos reciba su castigo.
—Dígale que yo castigaré a Ducos. Dígale que será un placer para mí castigar a Ducos.
El tono de Sharpe hizo innecesaria cualquier traducción. Lucille observó su rostro, rajado por la cicatriz que le daba ese aspecto burlón, e intentó imaginarse a su hermano, su dulce y amable hermano, enfrentándose a ese hombre horrible en la batalla; luego trató de imaginar qué clase de mujer se casaría con un hombre así. Frederickson empezó a interpretar la respuesta de Sharpe, pero Lucille dijo que no con la cabeza.
—Lo he comprendido, capitán. Dígale al comandante que le estaré por siempre agradecida si puede llevar ante la justicia al comandante Ducos.
—No lo voy a hacer por ella —repuso Sharpe con cortante rechazo—, sino por mí.
Se hizo un incómodo silencio y Frederickson retomó deliberadamente la conversación sobre la historia del castillo. En unos minutos, Lucille y él volvieron a quedar absortos mientras que Sharpe, sintiendo la calidez del sol de la tarde, se sumergía en sus sueños de soldado, que eran de amor, hogar, felicidad y venganza.