CAPÍTULO 7

Había sido bastante fácil escapar de la prefectura provocando un pequeño caos, pero abandonar la ciudad propiamente dicha iba a ser una tarea más ardua. Todas las salidas estaban vigiladas por un piquete de casacas rojas. Los soldados no estaban allí para proteger Burdeos de las bandas de maleantes de la campiña, sino más bien para detener a cualquier desertor que pudiera haber eludido a la policía militar de los muelles y tratara de llevarse a su mujer de vuelta a España o Portugal.

Sharpe se había servido de las estrellas para encontrar una ruta que atravesara la ciudad en dirección oeste, pero en esos momentos, tan cerca del campo abierto, se había visto obligado a detenerse. Miraba fijamente a un piquete de una docena de soldados cuyas siluetas se perfilaban alrededor de un brasero. Sharpe estaba demasiado lejos para poder distinguir sus rostros o para ver a qué regimiento podrían pertenecer. Maldijo en silencio haberse quedado sin catalejo.

—Si esperamos mucho más —advirtió Frederickson—, mandarán a los soldados tras nosotros.

—No irán a detener a unos oficiales que pasen por su lado —sugirió Harper.

—Esperemos que no. —Sharpe decidió que Harper tenía razón y que sólo con el rango debería bastar para poder dejar atrás a los aburridos centinelas. De todas formas se preguntó qué haría si el piquete resultaba obstinado. Una cosa era desnudar a policías militares borrachos, pero otra muy diferente era hacer uso de la fuerza contra un pelotón de casacas rojas—. Amartillen sus fusiles —dijo mientras avanzaban.

—¿Va usted a dispararles? —preguntó Frederickson con incredulidad.

—A amenazarlos por lo menos.

—Yo no voy a disparar a nadie. —Frederickson se dejó el fusil colgado del hombro. Harper no tenía tantos escrúpulos, y echó hacia atrás el percutor de su pistola de siete cañones. El escandaloso chasquido del pesado cerrojo hizo que el oficial al mando del piquete se volviera hacia los fusileros que se acercaban.

Entonces Sharpe estaba lo bastante cerca como para ver que el oficial del piquete era un hombre alto y con aspecto de dandi que, al igual que muchos oficiales de Infantería que aspiraban a la alta costura, llevaba encima del hombro un capote de soldado de Caballería ribeteado de piel. El oficial caminó tranquilamente hacia los fusileros con un aire lánguido, casi altanero. Los tres debían de tener un aspecto extraño, porque, en un ejército que se había acostumbrado a la paz con rapidez, ellos iban ataviados para la guerra. Llevaban unas pesadas mochilas, unas bolsas atiborradas e iban engalanados con armas. Fue al ver esas armas cuando el sargento del piquete dio una brusca orden a sus hombres y éstos se descolgaron los mosquetes, se dirigieron al otro lado del camino arrastrando los pies y formaron una burda línea. El oficial hizo un calmado gesto con la mano como para sugerir al sargento que no había necesidad de alarmarse. En esos momentos el oficial se había alejado a unos veinticinco metros del brasero. Allí se detuvo, cruzó los brazos y esperó a que los fusileros se acercaran a él.

—Si no disponen de un pase —les dijo en un tono de lo más suficiente y despectivo—, no tendré más remedio que arrestarlos.

—Dispare a ese hijo de puta —le dijo Sharpe a Harper con regocijo.

Pero Harper sonreía; el oficial se estaba riendo y la Fortuna, la veleidosa diosa de los soldados, también le sonrió a Sharpe. El oficial alto y desdeñoso era el capitán Peter D’Alembord, de los Voluntarios del Príncipe de Gales. Era un viejo amigo que una vez había servido a las órdenes de Sharpe y que entonces estaba al mando de su antigua compañía ligera. D’Alembord también conocía muy bien a Frederickson y a Harper y se alegró mucho de verlos a ambos.

—¿Cómo está usted, sargento mayor del regimiento? —le preguntó a Harper.

—Ahora vuelvo a ser sólo un fusilero, señor.

—¡Bien hecho! Era usted demasiado insubordinado para que lo ascendieran. —D’Alembord volvió la vista hacia Sharpe—. Sólo por curiosidad, señor: ¿tiene usted un pase?

—Claro que no tengo ningún maldito pase, Dally. Esos cabrones quieren arrestarnos.

Sólo había sido cuestión de suerte lo que había llevado a Sharpe hacia ese piquete formado por soldados de su antiguo batallón. En ese momento se encontraba lo bastante cerca para reconocer a algunos de los hombres que se encontraba alrededor del brasero. Vio a los soldados Weller y Clayton, ambos buenos combatientes, aunque no era momento de saludar a antiguos camaradas ni de involucrarlos en la huida de aquella noche.

—Sáquenos discretamente de la ciudad, Dally, y olvide que nos ha visto.

D’Alembord se volvió hacia su piquete:

—¡Sargento! Volveré dentro de una hora más o menos.

El sargento tenía curiosidad. El servicio en el piquete había sido aburrido y por fin un poco de emoción rompía el tedio; pero se encontraba demasiado lejos de los tres fusileros para poder reconocerlos. Dio unos cuantos pasos hacia delante.

—¿Puedo decir dónde va a estar, señor? Si me lo preguntan.

—En un burdel, por supuesto. —D’Alembord suspiró—. El problema con el sargento Huckfield —le dijo a Sharpe— es que es condenadamente moral. Un buen soldado, pero terriblemente aburrido. Iremos por aquí. —Condujo a los tres fusileros hacia un fétido callejón oscuro que apestaba con insoportable hedor a sangre—. Me han puesto al lado de un matadero —explicó D’Alembord.

—¿Hay algún camino seguro para salir de la ciudad? —preguntó Sharpe.

—Hay docenas —respondió el sargento—. Se supone que tenemos que patrullar estos callejones, pero a la mayoría de los muchachos no le hace ninguna gracia arrestar a mujeres y niños. Por consiguiente, estos días tendemos a vigilar mucho más por el otro lado. La policía militar, como pueden imaginar, es más enérgica. —Alejó a los fusileros de la peste a carnicería y los condujo a otro callejón más ancho.

Los perros ladraban al otro lado de las puertas cerradas. En una ocasión se abrió un postigo de una ventana alta y una cara miró al exterior, pero nadie dio ninguna voz de alarma ni preguntó nada. El callejón daba unas vueltas incomprensibles, aunque al final iba a desembocar en un sendero lleno de rodadas bordeado de unos setos cubiertos de hollín donde el olor del campo abierto se mezclaba con el tufo maloliente de la ciudad.

—La carretera principal está en esa dirección —D’Alembord señaló hacia el sur, al otro lado de unos oscuros campos—, pero antes de que se vaya, señor, ¿querrá satisfacer mi curiosidad y decirme en nombre de Dios qué está ocurriendo?

—Es una larga historia, Dally —dijo Sharpe.

—Tengo toda la noche.

No llevó mucho tiempo, sólo unos diez minutos, describir los extraordinarios acontecimientos de ese día. Entonces, el ruido de cascos en un camino que se encontraba al norte obligó a otro retraso, que Sharpe aprovechó para averiguar cómo se las arreglaba su antiguo batallón sin él.

—¿Cómo es el nuevo coronel?

—Es un hombrecillo bastante asustado y quisquilloso que con mucha razón cree que todos somos extraordinariamente expertos y que él tiene mucho que aprender. Lo que más teme es que por algún motivo el Ejército lo vuelva a destinar a usted al regimiento y que así se pongan de manifiesto sus múltiples deficiencias. Por otra parte, no es mala persona, y con el tiempo tal vez se convierta en un buen soldado. Dudo que sea lo bastante bueno para poder vencer a los franceses, pero probablemente podría acallar un disturbio de luditas sin matar a demasiados inocentes.

—¿Los van a enviar a América? —preguntó Sharpe.

D’Alembord negó con la cabeza.

—A Chelmsford. Tenemos que reclutar a gente que dé la talla y prepararlos para las funciones de acuartelamiento en Irlanda. Supongo que tendré el placer de golpear las cabezas de sus compatriotas unas contra otras, ¿no cree usted, sargento mayor del regimiento?

—Creo que debería asegurarse de que no le golpeen la suya, señor —replicó Harper.

—Trataré de evitar esa eventualidad. —D’Alembord levantó la cabeza de cara al viento nocturno, pero el misterioso ruido de cascos se había ido debilitando hacia el oeste—. ¿Está seguro de que no hay nada que yo pueda hacer para ayudar desde aquí? —le preguntó a Sharpe.

—¿Cuándo se van hacia Chelmsford?

—Cualquier día de éstos.

—¿Le deben algunos días de permiso?

—¡Por Dios que si me deben! Me deben la mitad de mi vida.

—Así que puede entregar un mensaje por mí.

—Con muchísimo gusto, señor.

—Busque a la señora Sharpe. La última dirección que me llegó era de la calle Cork, en Londres, pero podría ser que se hubiera mudado a Dorset desde entonces. Cuéntele todo lo que yo le he explicado esta noche. Dígale que iré a casa en cuanto pueda y que necesito a alguien con influencia de mi lado. Pídale que busque a lord Rossendale.

—Ésa es una buena idea, señor. —D’Alembord reconoció el nombre de Lord Rossendale porque estuvo con Sharpe durante el extraño paréntesis en Londres, cuando éste fue elegido como favorito del príncipe regente[3]. Una de las consecuencias de ese favoritismo fue que al antiguo regimiento de Sharpe le pusieron el nombre de los Voluntarios del Príncipe de Gales y la otra fue una lejana pero amigable relación con uno de los edecanes militares del príncipe, Lord John Rossendale. Si había algún hombre que pudiera utilizar todo el poder de las influencias para limpiar el nombre de Sharpe, ése era Rossendale. El comandante sabía que el mejor método para demostrar su inocencia era hallar a Lassan o a Ducos, pero si esa búsqueda no daba resultado, entonces iba a necesitar amigos poderosos en Londres, y Rossendale era el primero y el más accesible de todos ellos.

—Si no puede encontrar a mi esposa —añadió Sharpe—, trate de ver a Rossendale directamente. Él puede hablar con el príncipe.

—Lo haré con mucho gusto, señor. ¿Y cómo le mando de vuelta los mensajes?

Sharpe no había pensado en ese problema ni tampoco quiso considerarlo entonces. La noche empezaba a ser fría y él estaba impaciente por ponerse en camino hacia el oeste.

—Probablemente estaremos en casa dentro de un mes, Dally. No nos puede llevar más tiempo encontrar a un oficial francés. Pero ¿y si fracasamos? Entonces, por el amor de Dios, asegúrese de que Rossendale sepa que somos inocentes. Nunca hubo ningún oro.

—Pero si nos retrasamos —Frederickson era más prudente—, tal vez podamos mandarle un mensaje.

—Mándenlo a Greenwoods. —Se trataba de otra compañía de agentes militares—. Y tenga cuidado, señor. —D’Alembord le estrechó la mano a Sharpe.

—Usted no nos ha visto, Dally.

—Ni siquiera los he olido, señor.

Los tres fusileros atravesaron un agreste terreno de pastoreo y se dirigieron hacia la carretera construida sobre un terraplén. Ésta no era la ruta más directa hacia Arcachon, puesto que conducía más al sur que al oeste; pero era una vía en la que Sharpe y Frederickson habían tendido una emboscada pocas semanas antes y sabían que, en cuanto llegaran a ese preciso lugar, podrían encontrar el camino hasta el fuerte de Teste de Buch a campo traviesa.

—Había olvidado que tenía usted tan buenos contactos —observó Frederickson divertido.

—¿Se refiere a Lord Rossendale?

—Me refiero al príncipe regente. ¿Cree que nos ayudará?

—Estoy seguro de que nos ayudará. —Sharpe lo dijo con fervorosa convicción porque recordaba los asiduos detalles del príncipe en Londres—. Siempre que Jane pueda contactar con Lord Rossendale.

—Entonces le deseo buena fortuna a su esposa. —Frederickson trepó por el montículo cubierto de césped y estampó los pies contra el suelo de sílice de la carretera. Esperó a que sus dos compañeros subieran por el terraplén y los tres cambiaron el rumbo hacia el sudoeste.

De ese modo, de noche por una carretera, Sharpe se alejó del Ejército. Entonces era un fugitivo buscado por las autoridades británicas, por los franceses y sin duda por su antiguo enemigo, Ducos. Los fusileros se habían convertido en vagabundos, expulsados de su propia sociedad, de la que se marchaban para vengarse.

* * * *

Jane Sharpe se sentía herida.

Su resentimiento vino con la llegada de la paz y cuando, poco a poco, se fue dando cuenta de que su marido era un hombre totalmente desprovisto de las ambiciones de aquella paz. Jane nunca había dudado de su determinación durante la guerra, cuando el soldado Richard Sharpe había ascendido gracias a sus propios méritos y energía, pero sabía que su marido no tenía ningún deseo de transmutar esa reputación de tiempos de guerra por el éxito en tiempos de paz. Sólo quería enterrarse en las profundidades de la Inglaterra rural y quedarse allí para hacer de agricultor y vegetar. Jane había pasado la mayor parte de su vida en la Inglaterra rural, en las tierras pantanosas de fría arcilla de Essex, y no tenía ningún deseo de volver a vivir con tan pocas comodidades. Podía entender que su marido pudiera disfrutar de una vida como aquélla, pero le aterraba la posibilidad del exilio rural y preveía que las únicas visitas que tendrían en su casa de campo serían antiguos compañeros del Ejército como el sargento Harper.

A Jane le gustaba Harper, pero no creía que debiera mencionarle esa simpatía a lady Spindacre, porque era evidente que a ésta no le parecería bien que la esposa de un comandante le tuviera cariño a un simple sargento, a un sargento irlandés, además. Lady Spindacre se movía exclusivamente en los círculos más elevados, y el sentimiento de agravio de Jane se avivó cuando se dio cuenta de que entonces ella tenía las puertas abiertas para entrar en esos círculos, aunque sólo si Sharpe renunciaba al campo y estaba dispuesto a utilizar las distinguidas amistades que había hecho en Londres.

—Pero no lo hará —se lamentó ante la tal lady Spindacre.

—Debes obligarlo, querida. Te ha dado instrucciones para que compres una casa, ¡pues cómprala en Londres! ¿No dices que te ha dado poderes sobre el dinero?

El recuerdo de ese gesto de confianza provocó en Jane unos segundos de remordimiento, pero entonces ese remordimiento fue vencido por su reciente y plena convicción de que únicamente ella sabía lo que era mejor para la carrera de Richard Sharpe. La guerra había terminado, pero todavía podía conseguir un ascenso, aunque no si renunciaba al servicio y se enterraba en alguna aldea de Dorsetshire. La tal lady Spindacre, impresionada de que a Jane la hubieran presentado en una ocasión al príncipe regente y convencida de que esa presentación había sido el resultado del genuino interés del príncipe por su marido, opinaba que había multitud de empleos en época de paz que estaban en manos de la realeza y que tales puestos, ocupados por militares, no exigían mucho tiempo y sin embargo la paga, los ascensos y el prestigio eran generosos.

—No puede retirarse como comandante —dijo lady Spindacre en tono mordaz.

—Comandante honorífico, en realidad —confesó Jane.

—Como mínimo tendría que conseguir el grado de coronel. Podría hacerse cargo de una sinecura en la Torre o en Windsor. Mi querida Jane, ¡él tendría que perseverar para que le nombraran sir! ¡Mira a cuántos hombres con logros mucho menores les llueven las recompensas! Lo único que tu marido tiene que hacer, querida, es cultivar esas elevadas relaciones. Tiene que presentarse en la corte, debe mostrarse perseverante con las personas que allí conozca y tendrá éxito.

Aquello sonaba como una música dulce y sensata a oídos de Jane, quien, recién liberada de una juventud embrutecedora, veía el mundo como un lugar fabuloso y emocionante en el que podría remontar el vuelo. Sabía que Sharpe ya había tenido sus aventuras, pero no iría a negarle a ella las oportunidades de ascender socialmente, ¿no?

Y Juliet, lady Spindacre, se encontraba en una posición ideal para aconsejarla sobre tal ascenso. No era mayor que Jane: sólo tenía veinticinco años, aunque había protagonizado un inteligente matrimonio con un general de división de mediana edad que había muerto a causa de las fiebres en el sur de Francia. Jane conoció a la reciente viuda lady Juliet en el barco que las llevó a ambas de vuelta a Inglaterra y las dos chicas se hicieron amigas de inmediato.

—No debes seguir llamándome lady Spindacre —había dicho Juliet, y Jane se había deleitado con esa intimidad, que se consolidó gracias a las similitudes entre las dos muchachas. Ambas eran mujeres que atraían las miradas lascivas de los oficiales del barco, compartían una fascinación por los accesorios femeninos tales como la ropa y los cosméticos, los hombres y las intrigas, y las dos ambicionaban triunfar en sociedad—. Por supuesto —explicó la tal lady Spindacre—, tendré que ser reservada durante una temporada por la muerte del querido Harold; pero será por poco tiempo. —Lady Spindacre no llevaba luto, porque, decía ella, su querido sir Harold no lo hubiera querido—. Lo único que siempre quiso es que fuera un espíritu en libertad, que disfrutara.

El disfrute de la vida por parte de lady Spindacre estaba amenazado no obstante por su delicada salud y por sus constantes preocupaciones sobre el testamento del fallecido sir Harold.

—Tenía hijos de su primera esposa —le contó a Jane—, ¡y son unos monstruos! Sin duda tratarán de robarme la herencia, y hasta que el caso no esté cerrado estoy sin un céntimo.

Esa miseria no era un problema inmediato, porque Jane Sharpe podía recurrir a la enorme fortuna que su marido le había quitado al enemigo en Vitoria.

—Como mínimo —aconsejó lady Spindacre— deberías establecerte en Londres, hasta que regrese tu marido. De esa forma, querida, podrás al menos tratar de asistirle en su carrera y si cuando vuelva es tan desagradecido como para empeñarse en vivir en el campo, entonces podrás tener la tranquilidad de haber hecho todo lo posible.

Todo aquello le parecía sumamente razonable a Jane, que, al llegar a Londres y siguiendo los consejos de la querida lady Spindacre, retiró todo el dinero de su marido. No le gustaban los señores Hopkinson de la calle San Alban; la primera vez que se dirigió a ellos, habían tratado de evitar por todos los medios que cancelara la cuenta del comandante Sharpe. Cuestionaron la firma de su marido, dudaron de su autoridad y fue sólo la visita del abogado de lady Spindacre lo que al final los convenció para transferir una carta de crédito que Jane sensatamente depositó en un banco apropiado donde un hombre joven y elegante pareció encantado de conocerla.

No todo el dinero estaba protegido con tanta sensatez. La tal lady Spindacre tenía mucho que enseñarle a Jane sobre las costumbres de la sociedad y esas lecciones eran caras. Había que comprar una casa en la calle Cork, que estaba de moda, había que encontrar nuevos sirvientes y se tenía que comprar mobiliario. Los sirvientes tenían que ir uniformados, y a esto había que sumar los vestidos necesarios para Jane y lady Spindacre. Les hacían falta ropajes para ponerse por las mañanas, para las recepciones, para las comidas, para los almuerzos, para las cenas, y tales eran las restricciones de la nueva y ajetreada vida de Jane que ni un solo vestido podía llevarse más de una vez, al menos, aseguraba lady Spindacre, no delante de las personas que las dos amigas tenían intención de ganarse. Había que grabar tarjetas de visita, alquilar carruajes y hacer contactos, y Jane se convenció a sí misma de que todo lo hacía por el bien de su marido.

Así que Jane estaba ocupada y, con todo su ajetreo, feliz.

Entonces, justo a las dos semanas de que las campanas de Londres hubieran repicado su venturoso mensaje de paz, cayó la bomba. Llegó en forma de dos hombres de traje oscuro que afirmaban poseer la autoridad de la oficina del auditor general. Jane se había negado a recibirlos en su nuevo salón de la calle Cork, pero los dos hombres entraron a la fuerza dejando atrás a la criada y, con firmeza aunque con cortesía, insistieron en hablar con la señora Jane Sharpe. Primero le preguntaron si era la esposa del comandante Richard Sharpe.

Jane, aterrorizada, se pegó al papel chino de las paredes que la querida Juliet se había empeñado en comprar y confirmó que sí lo era.

¿Y era cierto, preguntaron los dos hombres, que la señora Sharpe había retirado recientemente la suma de dieciocho mil novecientas sesenta y cuatro libras, catorce chelines y ocho peniques de los señores Hopkinson e hijos, agentes del Ejército, de la calle San Alban?

¿Y qué si lo había hecho?, preguntó Jane.

¿Tendría la señora Sharpe la bondad de explicar cómo era que su marido tenía tanto dinero en su posesión?

La señora Sharpe no iba a tener la bondad de explicárselo. Jane estaba asustada, pero encontró el coraje para lanzar su desafío. Además, vio que los dos hombres se sentían atraídos por ella y tuvo el tino de saber que los hombres como aquéllos nunca se mostrarían desagradables con una joven dama.

No obstante, los dos hombres de traje oscuro informaron de manera respetuosa a la señora Sharpe de que el Gobierno de su majestad, que estaba pendiente de una investigación sobre el comportamiento de su marido, buscaría la manera de que se devolvieran las sumas de dinero. Todas las sumas que, como no ignoraba Jane, suponían todo el dinero gastado en polvos de maquillaje, en encajes, en postizos, en satén, en champán y en la casa. ¡Hasta la casa! ¡Su casa!

Cuando los hombres se marcharon le entró el pánico, pero la querida lady Spindacre, que había estado en la cama con un poco de fiebre, se recuperó rápidamente y afirmó que ningún hombre con traje oscuro de la oficina del auditor general tenía derecho a molestar a una dama.

—El auditor general es un don nadie, querida. No es más que un civil pesado que necesita que alguien le baje los humos.

—¿Pero cómo? —Jane ya no parecía una belleza elegante y sofisticada; más bien se asemejaba a la chica tímida e inocente que había sido hacia un año.

—¿Cómo? —La tal lady Spindacre, al ver la amenaza que se cernía sobre la fuente del dinero de Jane, que también era la única fuente de ingresos que ella misma tenía en esos momentos, estaba lista para la batalla—. Utilizando esos contactos, por supuesto. ¿Para qué sirve la sociedad si no? ¿Cómo se llamaba el edecán del príncipe regente? ¿Ése que estuvo tan pendiente de tu marido?

—Lord Rossendale —dijo Jane—. Lord John Rossendale. —Hasta entonces había estado demasiado asustada para intentar aprovecharse de esa relación indirecta; daba la impresión de que era algo demasiado ambicioso y demasiado remoto, pero había surgido una emergencia y Jane comprendió muy bien que Carlton House, donde residía la corte del príncipe, se hallaba en un escalafón mucho más elevado que los monótonos buenos oficios del auditor general—. Pero sólo he visto a Lord Rossendale una vez —añadió tímidamente.

—¿Fue grosero contigo?

—De ninguna manera. Fue de lo más amable.

—Entonces escríbele. Tendrás que mandarle alguna tontería, claro está.

—¿Qué podría mandarle a un hombre como él?

—Una caja de rapé es algo habitual —apuntó lady Spindacre con indiferencia—. Tratándose de un favor respetable esperará una que cueste al menos cien libras. ¿Te gustaría que comprara una, querida? No me siento tan mal como para no poder acercarme a la calle Bond.

Tal como era debido, se compró una caja de rapé adornada con piedras preciosas, y esa misma tarde Jane escribió su carta. La escribió una docena de veces hasta quedar satisfecha con sus palabras y entonces, con el mismo cuidado con el que lo haría un niño bajo la severa mirada de su profesor, copió esas palabras en una hoja de su nuevo papel de carta perfumado.

A la mañana siguiente un criado llevó la carta y la valiosa caja de rapé a Carlton House.

Y Jane esperó.

* * * *

El curé de Arcachon estaba escuchando las confesiones cuando entró en su iglesia el feo soldado extranjero. El soldado llegó en silencio salido de la noche y, aunque no llevaba más armas que la espada que cualquier caballero llevaría, el parche que tenía en el ojo y su cara llena de cicatrices provocaron un estremecimiento de horror en los feligreses que esperaban su turno para el confesionario. Una de las parroquianas, una anciana soltera, le susurró la noticia al padre Marin a través de la muselina que servía de separación en el confesionario.

—Solamente tiene un ojo, padre, y una cara horrible.

—¿Va armado?

—Lleva una espada.

—¿Qué está haciendo?

—Está sentado en la parte de atrás de la iglesia, padre, cerca de la estatua de santa Genoveva.

—Entonces no hace ningún daño y no tiene usted que preocuparse.

Pasó una hora más antes de que el padre Marin hubiera terminado su tarea, y para entonces ya habían acudido a la iglesia otras dos feligresas para decirle que el soldado extranjero no estaba solo, sino que tenía dos compañeros que estaban bebiendo en la taberna que había junto a la tienda del talabartero. El padre Marin se había enterado de que los extranjeros llevaban unos uniformes verdes muy viejos y descoloridos. Una mujer estaba segura de que eran alemanes, mientras que otra aseguraba con igual convicción que eran británicos.

El padre Marin salió con cuidado del confesionario y a la luz de las velas votivas de santa Genoveva vio que el feo extranjero seguía sentado pacientemente en la parte de atrás de la iglesia entonces vacía.

—Buenas noches, hijo mío. ¿Ha venido para confesarse?

—Dudo que Dios tenga la paciencia de escuchar todos mis pecados —Frederickson habló en su idiomático francés—. Además, padre, soy un hereje protestante más que uno católico.

El padre Marin hizo una genuflexión ante el altar, se santiguó y luego se sacó la manchada estola por encima de su cabeza gris.

—¿Es un hereje alemán o uno británico? Mis feligreses sospechan las dos cosas de usted.

—Y tienen razón, en ambos sentidos, padre, porque llevo sangre de las dos gentes. Pero mi uniforme es el de un capitán británico.

—Lo que queda de su uniforme —dijo el padre Marin divertido—. ¿Tiene algo que ver con los ingleses que están explorando el fuerte Teste de Buch? —El viejo cura vio que había asombrado al extranjero.

—¿Explorando? —preguntó Frederickson con desconfianza.

—Unos marineros ingleses han estado ocupando el fuerte desde hace diez días. Han tirado abajo lo que quedaba de las paredes interiores y ahora están cavando en la tierra de alrededor como si fueran conejos. Corre el rumor de que están buscando oro.

Frederickson se rió.

—El rumor es cierto, padre, pero ahí no hay nada de oro.

—También se rumorea que el oro lo enterraron allí los soldados ingleses que capturaron el fuerte en enero. ¿Era usted uno de esos soldados, hijo mío?

—Sí, padre.

—Y ahora está aquí, en mi humilde iglesia, mientras sus compañeros están bebiendo vino en la peor taberna de la ciudad. —El padre Marin disfrutó bastante al ver la turbación de Frederickson ante la eficiencia de los cotilleos de Arcachon—. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

—Venimos andando desde Burdeos. Nos ha llevado tres días.

El padre Marin cogió su capa de un perchero que había detrás de la estatua de la Virgen y se la puso sobre sus delgados hombros.

—¿No han tenido problemas por el camino? Constantemente oímos hablar de forajidos.

—Nos encontramos con una banda.

—¿Sólo ustedes tres?

Frederickson se encogió de hombros pero no dijo nada. El padre Marin extendió la mano hacia la puerta.

—Está claro que es usted un hombre competente, capitán. ¿Quiere acompañarme hasta mi casa? Le puedo ofrecer un poco de sopa y un vino bastante mejor del que sus compañeros están disfrutando en estos momentos.

A Frederickson le llevó tres horas de conversación y dos partidas de ajedrez perdidas convencer al anciano cura para que le diera la dirección de Henri Lassan. El padre Marin resultó tener mucho cuidado con su viejo amigo Lassan, pero después de dos partidas de ajedrez el viejo sacerdote estaba seguro de que ese capitán Frederickson era una buena persona, amén de tuerto.

—¿No pretenderá hacerle daño? —Marin quería estar seguro.

—Le prometo que no, padre.

—Le escribiré —advirtió el padre Marin— y le diré que se dirigen hacia allá.

—Le agradecería que lo hiciera —dijo Frederickson.

—Echo mucho de menos a Henri. —El padre Marin fue hacia una mesa antigua que hacia las veces de escritorio y empezó a rebuscar entre restos de libros y papeles—. Hay que reconocer que era muy mal soldado, pero sus hombres lo apreciaban mucho. Recuerdo que era muy benévolo con ellos. También le afligió mucho que ustedes lo vencieran.

—Me disculparé ante él por ello.

—No le guardará rencor, estoy seguro. Claro que no le puedo asegurar que vaya a estar en su casa, puesto que tenía la intención de entrar en el sacerdocio. Traté continuamente de disuadirlo, pero… —El padre Marin se encogió de hombros y luego retomó su lenta búsqueda entre los papeles enrollados y amarillentos que había sobre la mesa.

—¿Por qué trató de disuadirlo?

—Henri es una persona excesivamente piadosa para ser un sacerdote. Se creerá cualquier historia desgraciada que le cuenten y por lo tanto lo matará la compasión; pero si eso es lo que él desea, entonces que así sea. —El padre Marin encontró el pedazo de papel que buscaba—. Si le hace algo malo, capitán, lo maldeciré.

—No quiero hacerle ningún daño.

El padre Marin sonrió.

—Entonces le espera a usted una buena caminata, capitán. —La dirección se hallaba en Normandía. El castillo de Lassan, explicó el padre Marin, no se encontraba lejos de la ciudad de Caen, pero sí muy lejos de Arcachon—. ¿Cuándo se irán? —preguntó el cura.

—Esta misma noche, padre.

—¿Y los marineros?

—Deje que sigan cavando. No hay nada que encontrar.

El padre Marin se rió y luego acompañó a su misterioso visitante hasta la puerta. Una pálida luna en forma de cimitarra se alzaba no muy alta sobre el caballete del tejado de la iglesia.

—Vaya usted con Dios —dijo el padre Marin— y dele las gracias por habernos enviado la paz.

—Fuimos nosotros quienes trajimos la paz, padre —replicó Frederickson—, al vencer a ese bastardo de Napoleón.

—¡Váyase! —El cura sonrió y luego volvió adentro. Tenía toda la intención de escribir su carta de aviso a Henri Lassan esa misma noche; sin embargo, se quedó dormido y, por algún motivo u otro, en los días que siguieron nunca se puso a escribir. No es que eso importara mucho, puesto que estaba convencido de que Frederickson no quería hacerle ningún daño a su amigo el conde.

Y en las dunas de arena, al igual que conejos, los marineros siguieron cavando.