CAPÍTULO 5

—Este tribunal —entonó solemnemente el teniente coronel Wigram— ha sido convocado por y bajo la autoridad del ayudante del general. —Wigram leía de un manojo de papeles y al hacerlo no levantó la vista para encontrarse con la mirada del fusilero. Pasó a enumerar su propio nombramiento para presidir aquel tribunal y luego las distintas autoridades a las que representaba cada una de las demás personas que había en la habitación.

Se hallaban en una magnífica sala con el suelo revestido de mármol en la prefectura de Burdeos. Justo en el centro de la estancia se habían colocado cuatro mesas formando un cuadrado hueco. La mesa de la parte superior, donde se situaba el tribunal propiamente dicho, era una extraordinaria creación de patas talladas y doradas sobre las que descansaba una placa de brillante malaquita verde. A la izquierda había una modesta mesa de pino en la que dos secretarios anotaban afanosamente lo que iba ocurriendo; a la derecha se había dispuesto otra mesa para los funcionarios observadores y los testigos. Completando el cuadrado, frente a la espléndida mesa de malaquita, había otra ordinaria mesa de pino que había sido reservada para Sharpe y Frederickson. A los dos oficiales de los fusileros los habían hecho subir directamente las escaleras de la prefectura y entrar en la habitación. El capitán Salmon había informado a Wigram de que ya traían su equipaje y luego se había marchado. A Sharpe y a Frederickson todavía no les habían dado ningún indicio de por qué los habían hecho llamar o del motivo por el que había sido convocado ese pomposo tribunal.

Sharpe posó con aire malévolo sus ojos en Wigram, quien, ajeno al parecer a esa torva mirada, siguió adelante con su cantinela. Sharpe ya conocía a aquel hombre y sentía por él un profundo desagrado. Era coronel del estado mayor, un pelmazo mezquino y meticuloso; un oficinista con uniforme de oficial. También se acordaba perfectamente bien de que Wigram había sido un ferviente partidario del capitán Bampfylde antes de que zarpara la expedición hacia Teste de Buch. No podía ser que ese tribunal tuviera algo que ver con el hombre con el que Sharpe se había batido sobre un océano gris cierto amanecer. Sin embargo, parecía ser bien posible, puesto que uno de los funcionarios observadores que estaban a la izquierda de Sharpe era un oficial de la Marina.

Wigram presentó en tono apagado a los otros dos miembros del tribunal, ambos tenientes coroneles del departamento del ayudante del general. Uno de los dos era un abogado uniformado; el otro, un oficial de la policía militar. Tanto el uno como el otro tenían un semblante cetrino y poco amistoso. El oficial de la Marina les fue presentado a Sharpe y a Frederickson como el capitán Harcourt. El otro hombre sentado en la misma mesa que Harcourt era, curiosamente, un abogado civil francés.

—El propósito de este tribunal —Wigram llegó por fin a la sustancia del documento— es investigar ciertos sucesos ocurridos en el fuerte Teste de Buch, en la bahía de Arcachon, durante el mes de enero del presente año.

Sharpe tuvo una primera sensación de alivio. Tenía la conciencia totalmente tranquila en relación con la lucha en dicho fuerte, aunque ese alivio no tardó en desvanecerse, ya que la formalidad de ese tribunal era escalofriante. La mesa de los fusileros se había provisto de papeles y plumas, y Sharpe escribió una pregunta para Frederickson:

—¿Por qué un abogado francés?

—¡Sabe Dios! —garabateó Frederickson como respuesta.

—Empezaré —Wigram seleccionó otro manojo de papeles recapitulando los acontecimientos que tuvieron lugar en la fortaleza de Teste de Buch.

Wigram informó al tribunal de que se había decidido capturar el fuerte en un intento de hacer creer al enemigo que a eso podría seguir una invasión naval. La expedición estaba al mando absoluto del capitán de navío Horace Bampfylde. Las tropas de tierra estaban a las órdenes del comandante Richard Sharpe. En ese punto Wigram levantó la vista y se encontró mirando a los hostiles ojos de Sharpe. El oficial del estado mayor, que llevaba unas gafas de lentes redondas, volvió rápidamente la vista a su papel.

El fuerte se había capturado satisfactoriamente, siguió diciendo Wigram, aunque hubo desacuerdo entre el capitán Bampfylde y el comandante Sharpe respecto a la manera exacta en que se había logrado ese éxito.

—No es correcto —dijo Sharpe, y su interrupción asombró tanto a todos los que se hallaban en la habitación que nadie puso objeciones—. Cualquier desacuerdo entre el capitán Bampfylde y yo mismo —manifestó con aspereza— se zanjó con un duelo. Él perdió.

—Estaba a punto de señalar —explicó Wigram en tono glacial— que todos los indicios revelan que el mérito principal por la captura del fuerte debe otorgársele a usted, comandante Sharpe. ¿O es que desea que este tribunal investigue un caso de duelo a todas luces ilegal?

El capitán de la Marina esbozó una sonrisa y luego se apresuró a adoptar un aspecto más solemne al tiempo que Wigram continuaba. Entre aquellas personas capturadas en el fuerte, según recordó, había un corsario americano, el capitán Cornelius Killick. El capitán William Frederickson había prometido a Killick que recibiría un buen trato y, cuando pareció que Bampfylde incumplía esa promesa, el comandante Sharpe liberó al americano y a su personal.

—¿Es eso exacto, comandante? —Fue el teniente coronel de la policía militar quien formuló la pregunta.

—Sí —respondió Sharpe.

—Sí, señor —le corrigió Wigram.

—Sí, es exacto —dijo Sharpe agresivamente.

Se hizo un silencio y al parecer Wigram decidió no insistir en el asunto.

Posteriormente el comandante Sharpe, —siguió diciendo Wigram—, se había dirigido hacia el interior con todas las tropas del Ejército aparte de un contingente de la Infantería de marina al mando del capitán Neil Palmer.

—¿Puedo preguntar —fue el abogado del Ejército el que entonces interrumpió a Wigram— por qué no se encuentra aquí para prestar declaración el capitán Palmer?

—Al capitán Palmer lo han enviado a hacer una travesía hacia Tasmania —replicó Wigram.

—Era de esperar —dijo Frederickson en voz lo bastante alta para que lo oyeran en toda la sala.

El abogado no hizo caso de Frederickson.

—No obstante, ¿tenemos una declaración jurada del capitán Palmer?

—No hubo oportunidad de conseguir una. —Wigram estaba claramente desconcertado por esas preguntas.

—Era de esperar —dijo Frederickson sarcástico.

Sharpe rió en voz alta. Se preguntó cómo se las había arreglado Bampfylde de manera tan conveniente para hacer que mandaran a Palmer hasta Australia y cómo había conseguido que se estableciera ese tribunal. ¡Maldito imbécil! Había perdido un duelo, pero de alguna forma había seguido la lucha. ¿Cómo? El tipo había mentido, se había comportado como un cobarde y sin embargo allí, en esa prefectura conquistada, eran Sharpe y Frederickson los que estaban siendo cuestionados.

Durante la ausencia de Sharpe del fuerte, Wigram siguió adelante con su versión, las condiciones climatológicas eran tales que el capitán Bampfylde juzgó prudente alejar sus barcos de la costa. Su decisión se hizo más fácil al recibir una información que afirmaba que el comandante Sharpe y todos sus hombres habían sido vencidos y apresados. Más tarde se demostró que esa información era falsa.

Posteriormente, el comandante Sharpe volvió al fuerte Teste de Buch, lo defendió contra el ataque de los franceses y finalmente escapó gracias a la intervención del americano, Killick. Wigram hizo una pausa.

—¿Es una descripción exacta, comandante Sharpe?

Sharpe que quedó pensando unos segundos y luego se encogió de hombros.

—Es exacta. —En realidad, lo era hasta un extremo sorprendente. La naturaleza de su cuasi arresto esa tarde había convencido a Sharpe de que ese tribunal se había creado únicamente para exonerar a Bampfylde, aunque tenía que admitir que hasta ese momento los procedimientos habían sido escrupulosamente justos y los hechos no beneficiaban en absoluto la reputación de Bampfylde. ¿Era posible que ese tribunal estuviera estableciendo los hechos para presentarlos en el consejo de guerra de Bampfylde?

Más tarde, narró Wigram, el capitán Bampfylde había acusado al comandante Sharpe de aceptar un soborno del americano, Killick. Sharpe, que era la primera vez que oía esa acusación, se puso derecho en su asiento, pero Wigram se anticipó a su indignación preguntando si se había aportado alguna prueba que corroborara la acusación.

—Absolutamente ninguna —dijo con firmeza el capitán Harcourt.

En esos momentos Sharpe ya estaba erguido. ¿Sería ese tribunal, en efecto, el sino fatal de Bampfylde? Frederickson debió de haber tenido la misma esperanza, porque hizo un rápido bosquejo de un oficial de Marina colgando de una soga sobre un cadalso. Empujó el dibujo hacia Sharpe, que sonrió.

El esbozado pronóstico del destino de Bampfylde parecía acertado, puesto que en esos momentos invitaron a Harcourt a que presentara ante el tribunal un resumen de la propia investigación de la Marina. Esa investigación, realizada en Portsmouth a principios de abril, había encontrado a Bampfylde culpable de negligencia en el cumplimiento del deber. Concretamente se le culpaba del abandono precipitado del fuerte capturado y de no volver cuando amainó la tormenta en busca de alguna información sobre el grupo que estaba en la costa.

—Por lo tanto, deberían someterlo a un consejo de guerra —propuso Sharpe severamente.

Harcourt miró a los fusileros y se encogió de hombros.

—Se ha decidido que, por el bien del servicio, no habrá un consejo de guerra. De todos modos, pueden estar seguros de que el capitán Bampfylde ha abandonado la Marina y de que todavía tiene problemas para hacer de vientre.

La pequeña broma que hacia referencia al duelo pasó desapercibida. Si no iba a realizarse un consejo de guerra, se preguntó Sharpe, ¿por qué diablos estaban allí? La Marina había decidido echar tierra sobre un incidente embarazoso y, aun así, ese tribunal del Ejército volvía a abrir el saco de culebras y al parecer lo hacia con la complicidad de la propia Marina.

Se daría por supuesto, continuó diciendo Wigram, a juzgar por las pruebas ya presentadas ante el tribunal, que las acusaciones del capitán Bampfylde contra el comandante Sharpe habían sido infundadas. De hecho, el Ejército ya lo había decidido así. El comandante Sharpe se había visto enfrentado a una brigada francesa al mando de] conocido general Calvet, una brigada a la que había derrotado de manera aplastante. Una acción como ésa no podría conllevar nada más que elogios. El capitán Harcourt, que parecía sentir simpatía por los fusileros, aplaudió dando palmadas contra la mesa. El abogado francés, que difícilmente podría suponerse que compartiera las simpatías de Harcourt, sonrió contento no obstante.

«Tal vez nos quieran dar una espada conmemorativa a cada uno», escribió Frederickson en su pedazo de papel.

—Ahora, sin embargo —la voz de Wigram adoptó un tono más firme—, se han recibido nuevas pruebas en la oficina del ayudante del general. —Wigram dejó a un lado los papeles de los que había estado leyendo y dirigió una mirada sabionda a su derecha—. Monsieur Roland, ¿sería usted tan amable de resumir esa prueba?

De pronto la sala se quedó expectante y silenciosa. Sharpe y Frederickson no se movieron. Incluso los dos secretarios, que habían estado atareados escribiendo, se quedaron completamente quietos. El abogado francés, como si disfrutara de esos momentos de mala fama, echó la silla hacia atrás lentamente antes de ponerse en pie.

Monsieur Roland era un hombre rollizo de aspecto alegre. Era completamente calvo excepto por unas opulentas patillas que le daban a su benévolo rostro una apariencia jovial. Tenía el aspecto de un padre de familia, totalmente digno de confianza, que estaría más a gusto en el salón de su casa rodeado de sus hijos. Cuando habló lo hizo en un inglés fluido. Agradeció al tribunal la cortesía demostrada al permitirle hablar. Entendía que los recientes acontecimientos en Europa tal vez hicieran suponer a personas ignorantes que nunca más podrían fiarse de un francés, pero monsieur Roland representaba la ley, y ésta trascendía todas las fronteras. Hablaba de esa forma, dijo Roland, con la autoridad que le otorgaba la ley, y dicha autoridad surgía de un firme respeto por la verdad. A continuación, en un tono más prosaico, añadió que era un abogado que trabajaba para el Tesoro Público francés y que por lo tanto tenía el honor de representar los intereses del recientemente restaurado rey de Francia, Luis XVIII.

—¿Se podría suponer —el abogado del departamento del ayudante del general tenía una voz sedosa, casi felina— que hasta hace unas pocas semanas, señor, erais forzosamente un abogado defensor del emperador?

Roland hizo una ligera inclinación y una mueca insulsa.

—En efecto, señor; también tuve ese honor. Los miembros del tribunal sonrieron para demostrar que comprendían el cambio de lealtad de Roland, al parecer realizado sin ningún esfuerzo. Las sonrisas sugerían que el tribunal estaba compuesto de hombres de mucho mundo que estaban por encima de cosas tan insignificantes como el ir y venir de emperadores y reyes.

—El mes de diciembre del pasado año —Roland había arreglado sus papeles y pudo entonces empezar su perorata—, se convenció al emperador para que contemplara la posibilidad de la derrota. No lo hizo por voluntad propia, sino presionado por su familia, principalmente por su hermano José, a quien ustedes, caballeros, recordarán como el otrora rey de España. —Había una delicadeza en el tono de Roland que ridiculizaba a José Bonaparte y adulaba a los británicos. Wigram, cuya contribución a la caída de José había sido acumular papeleo, sonrió modestamente en respuesta al cumplido. La expresión de Sharpe era inescrutable. Frederickson estaba dibujando dos oficiales de los fusileros.

—El emperador —Roland se agarró las solapas de la chaqueta con los dedos— decidió que, en caso de que fuera derrotado, tal vez podría zarpar hacia los Estados Unidos, donde tenía la seguridad de recibir una cálida bienvenida. No puedo decir que estuviera muy entusiasmado con un plan como aquél; de todas formas, su hermano se lo pidió con insistencia y alarmó al emperador con cuentos sobre la ignominia que sufriría la familia si sus miembros se veían obligados a rendirse ante sus enemigos. Afortunadamente, la generosidad de esos enemigos ha hecho que tales vaticinios no tengan ningún valor —Roland había vuelto a halagar a sus anfitriones—, y ahora es evidente que el emperador puede tener la segura confianza de que los que le vencieron lo tratarán con la adecuada dignidad.

—Por supuesto. —Wigram no pudo abstenerse de realizar tan pedante interrupción.

Frederickson, que siempre había tenido una gran facilidad para hacer bocetos, estaba rodeando en esos instantes a sus dos oficiales de los fusileros con una batería de artillería de campaña. Todos los cañones estaban encarados hacia los dos casacas verdes. Roland hizo una pausa para beber agua.

—Sin embargo —reanudó su discurso—, por instigación de José, se hicieron los preparativos para una huida de emergencia de Francia. De esa forma, a todas horas había un coche de caballos de viaje dispuesto para el emperador. En el equipaje del coche había ropa, uniformes y condecoraciones. No obstante, el emperador vio que no podían cargar demasiado el carruaje, o de lo contrario el peso sería un impedimento para su huida. Por lo tanto dispuso, en el más solemne secreto, que guardaran su bagaje pesado en un fuerte costero, desde el cual, en caso de realizarse la huida, podría cargarse rápidamente a bordo de un barco y trasladarse a los Estados Unidos de América. El oficial elegido para transportar el bagaje hasta la costa atlántica era un tal coronel Maillot. Aquí tengo copias de sus órdenes, firmadas por el propio emperador. —Roland cogió las hojas de papel y se las llevó a los tres miembros del tribunal.

—¿Dónde se encuentra ahora este coronel? —preguntó de pronto el abogado británico. A pesar de su cara de pocos amigos, parecía aplicado a la hora de formular cualquier pregunta que pudiera ayudar a Sharpe y a Frederickson.

—Al coronel Maillot lo están buscando —contestó Roland de manera engolada—. Lamentablemente, la confusión que en el presente reina en Francia hace que su paradero sea un misterio. Por desgracia es posible incluso que al coronel Maillot lo mataran durante las últimas semanas de combate.

Se hizo un silencio mientras el tribunal le echaba un vistazo a los papeles. Frederickson abandonó su sombrío dibujo y escribió una rápida pregunta.

—¿Ha oído usted hablar de Maillot?

—No —garabateó Sharpe como respuesta.

Roland había regresado a su mesa y cogió otra hoja de papel.

—El coronel Maillot entregó el bagaje a un oficial de confianza aquí en Burdeos. Ese oficial era el comandante Pierre Ducos.

Sharpe soltó una maldición entre dientes. Ahora entendía por qué se encontraba en esa habitación. No sabía cómo lo había logrado Ducos, pero sabía quiénes eran sus enemigos y ninguno de ellos era más implacable que Pierre Ducos. Sintió que le habían tendido una emboscada. Estaba preparado para vencer el torpe y falso ataque del desacreditado capitán Bampfylde, y durante todo ese tiempo había sido el mucho más peligroso y mucho más astuto Pierre Ducos quien había estado buscándole la ruina.

—Conozco a Ducos —escribió.

—El comandante Ducos —siguió diciendo Roland de manera insulsa— transportó el bagaje en el más estricto secreto hasta el fuerte Teste de Buch, el cual protege la entrada a la bahía de Arcachon.

—¡Está mintiendo! —interrumpió Sharpe.

—¡Silencio! —Wigram dio un golpe en la mesa.

—Fue esa fortaleza, por supuesto —Roland no se inmutó en absoluto con la interrupción de Sharpe—, la que, gracias a la enorme gallardía del comandante Sharpe —en ese punto hizo una leve inclinación hacia el enojado fusilero—, fue capturada poco después de que el bagaje hubiera sido trasladado allí. Éste consistía en cuatro grandes embalajes de madera que se habían escondido en el interior del fuerte.

—¿Cómo estaban escondidos los embalajes? —preguntó Frederickson, pero lo hizo en un tono tan respetuoso que nadie lo reprendió por interrumpir.

—Aquí tengo el informe del comandante Ducos —Roland alzó las hojas de papel— que pone de manifiesto que los cuatro embalajes de madera se tapiaron en el polvorín principal del fuerte. El trabajo lo realizaron soldados totalmente leales al emperador. No estaba presente ningún miembro de la guarnición del fuerte cuando se hizo el trabajo y sólo se informó de la existencia del bagaje al comandante del mismo. El tribunal ya tiene copias de este informe del comandante y del informe del comandante Ducos, pero ahora presento los documentos originales de ambos.

Los papeles se pasaron debidamente por encima de la mesa y de nuevo reinó el silencio mientras el tribunal los examinaba. Fue el abogado del ayudante del general quien rompió el silencio con una petulante queja de que la letra del comandante era casi ilegible.

—El comandante Lassan explica en el último párrafo de su informe que perdió dos dedos de la mano derecha durante la defensa del fuerte. —Roland disculpó los garabatos prácticamente indescifrables—, pero no obstante se dará cuenta de que su copia es una transcripción exacta de sus palabras.

—Me imagino —el abogado del ayudante del general alineó los extremos de los papeles delante de él— que, si se considerara necesario, esos oficiales podrían presentar pruebas.

—Por supuesto —Roland inclinó la cabeza como reconocimiento a ese punto—, pero en estos momentos no estaban dispuestos a viajar a territorio dominado por los británicos.

—Tenemos suerte —dijo Wigram con exagerada efusión— de que usted no mostrara la misma renuencia, señor Roland.

Roland hizo una reverencia ante el cumplido y luego explicó que había viajado con un grupo de oficiales británicos hasta Londres y allí había llevado el asunto al auditor general en Whitehall. Dicho funcionario había ordenado al ayudante del general que creara un tribunal investigador y ordenó a la Marina británica que llevara a monsieur Roland a Burdeos. El francés volvió a coger sus papeles.

—Se darán cuenta, caballeros, de que en la última página de su informe, el comandante Lassan explica que cuando la fortaleza fue finalmente reocupada por los franceses, el bagaje ya no estaba. —Roland hizo una pausa para mirar su copia del informe—. Observarán también que, según su declaración, antes de que los británicos evacuaran el fuerte el comandante Lassan vio cómo se transportaban unos objetos pesados desde el bastión que daba al mar hasta el navío de los americanos.

El abogado del ayudante del general frunció el ceño:

—¿Tenemos alguna otra prueba que confirme que el bagaje se ocultó en la fortaleza? ¿Y qué me dice de ese general… —ojeó sus papeles— Calvet? Al final volvió a ocupar el fuerte; por tanto, ¿no podría haber conocido su existencia?

—Al general Calvet nunca se le informó de su presencia —afirmó Roland—; las instrucciones del emperador fueron categóricas en cuanto a que se informara al menor número posible de hombres de los preparativos para el exilio. Francia todavía estaba combatiendo, caballeros, y al emperador no le habrían servido de mucho si los soldados hubieran sabido que ya estaba pensando en la derrota y en huir.

—Pero las pruebas de Calvet serían instructivas —insistió el abogado inglés—. ¿Podría, por ejemplo, confirmar si el bagaje fue trasladado al barco americano o no?

Roland hizo una pausa y luego se encogió de hombros.

—El general Calvet, caballeros, ha proclamado una lealtad inquebrantable hacia el derrocado emperador. Dudo que quisiera cooperar con este tribunal.

—Yo hubiera pensado que, en cualquier caso, ya teníamos suficientes pruebas —dijo Wigram.

Roland le dio las gracias a Wigram por su ayuda con una sonrisa y luego continuó hablando.

—Lo que se deduce del informe del comandante Lassan, caballeros, es que el bagaje del emperador se lo llevaron las fuerzas británicas que estaban al mando del comandante Sharpe. Claro está que tenían todo el derecho a hacerlo, ya que el bagaje, para ser exactos, era un botín de guerra.

—Entonces, ¿por qué está usted aquí? —preguntó el policía militar con voz afligida.

Roland sonrió.

—Permítame recordarle que estoy aquí en nombre de su cristiana majestad Luis XVIII. La opinión de los asesores legales de su majestad, entre los cuales me encuentro yo mismo, es que si la confiscación del bagaje imperial fue un acto de guerra legítimo y, como tal, fue debidamente comunicado a las autoridades adecuadas, entonces ahora pertenece al Gobierno de Gran Bretaña. Si, de lo contrario —en ese momento Roland se volvió para mirar a los dos fusileros—, la confiscación se realizó en beneficio privado y no se informó de ello, entonces nuestra opinión mantiene que dicho bagaje es ahora propiedad del sucesor político del emperador, que es la Corona francesa, y que la Corona francesa tendría motivos justificados en cualquier intento por recuperarlo.

El teniente coronel Wigram mojó una pluma en tinta.

—Tal vez sería de ayuda para el tribunal, señor Roland, si nos explicara el contenido del bagaje del emperador.

—Con muchísimo gusto, coronel. —Roland cogió otra hoja de papel—. Había algunos artículos personales que no se inventariaron como es debido ya que se empacaron a toda prisa, pero sabemos que había algunos uniformes, condecoraciones, retratos, cajas de rapé, espadas, candelabros y otros recuerdos de carácter sentimental. También había una maleta llena de ropa interior con monograma. —Mencionó el último artículo con una sonrisa de desprecio y se vio recompensado por unas risas de apreciación. Roland estaba haciendo sus revelaciones con la habilidad innata de un abogado, aunque, a decir verdad, el más burdo de los oradores hubiera podido dejar embelesadas a las personas que había en la sala. Durante años, el emperador Napoleón había sido un enemigo aparentemente sobrenatural dotado de una maldad exótica y fascinante; sin embargo, en esos momentos, en aquella magnífica estancia, el tribunal escuchaba a un hombre que podía proporcionarles una visión íntima de ese ser extraordinario—. Algunas de esas posesiones —siguió diciendo Roland— pertenecían a José Bonaparte, pero, en conjunto, el bagaje era del emperador, y la mayor parte de ese bagaje eran monedas. Había veinte cajas de madera, cinco en cada embalaje, y cada caja contenía diez mil francos de oro.

Roland hizo una pausa para dejar que cada uno de los presentes calculara la fabulosa suma.

—Tal como dije antes —continuó de manera insulsa—, su cristiana majestad no tendrá derecho sobre esa propiedad si resulta que fue un botín de guerra. Si, de lo contrario, todavía no se han dado explicaciones sobre qué sucedió con el bagaje, nos tomaremos un interés de lo más denodado en recuperarlo.

—¡Por Dios! —exclamó Frederickson entre dientes. Había escrito la suma de doscientos mil francos debajo de su dibujo de los atribulados fusileros y en esos momentos, al lado, escribió el equivalente bruto en libras inglesas: ochenta y nueve mil libras pendientes de pago y al descubierto. Era una suma exorbitante; hasta hacía parecer pequeña la fortuna de Sharpe. Frederickson pareció no contentarse con ese simple total, porque siguió sumando otras cifras febrilmente.

Las lentes gemelas de Wigram se volvieron hacia Sharpe.

—Creo que no me equivoco al decir que usted no informó de ninguna captura de dinero a su vuelta de la expedición de Teste de Buch, comandante.

—No lo hice porque no hubo ninguna.

—Si la hubiera habido —interrumpió el teniente coronel de la policía militar—, ¿estaría usted de acuerdo en que hubiera sido su obligación entregarla a las autoridades competentes?

—Por supuesto —respondió Sharpe, aunque nunca había visto a ni un solo soldado que renunciara al oro enemigo que llovía del cielo de esa forma. Ni Sharpe ni Harper habían declarado las fortunas que se habían llevado del bagaje francés en Vitoria.

—Pero ¿insiste en que no encontró ningún dinero en el fuerte? —le reiteró el policía militar a Sharpe.

—No encontramos ningún dinero —respondió él con firmeza.

—¿Y negará —el tono del teniente coronel se endureció— haber repartido tal botín con el americano, Killick, y que, en realidad, el único motivo para retrasar la salida del fuerte, retraso que, debo decir, ocasionó muchas muertes entre sus soldados, respondió únicamente al tiempo necesario para hacer los preparativos pertinentes para sacar el oro?

—Eso es mentira —Sharpe se puso de pie.

Frederickson puso la mano en su brazo, como para calmarlo.

—Según mis cálculos —dijo Frederickson con calma—, esa cantidad de oro debía de pesar algo más de seis toneladas. ¿Sugiere usted que dos compañías de fusileros y un puñado de infantes de marina se las arreglaron de alguna manera para sacar seis toneladas de oro, sus soldados heridos y todo su equipaje personal estando bajo fuego enemigo?

—Eso es precisamente lo que se está sugiriendo —dijo el policía militar con mucha frialdad.

—¿Alguna vez ha estado bajo fuego enemigo? —le preguntó Frederickson con una frialdad aún mayor.

Wigram, a quien no le gustó el giro que tomaban las preguntas, dio un golpe sobre la mesa y miró fijamente a Frederickson.

—¿Se enriqueció usted con el oro capturado en el fuerte Teste de Buch, capitán?

—Niego rotundamente haber hecho tal cosa, señor —Frederickson habló con dignidad—, y puedo manifestar con seguridad que el comandante Sharpe es igualmente inocente.

—¿Lo es, comandante? —le preguntó Wigram a Sharpe.

—No me llevé dinero alguno —Sharpe trató de igualar la calmada dignidad de Frederickson.

En el rostro de Wigram se dibujó una sonrisa, como si estuviera a punto de exponer algo muy revelador.

—No obstante, hace menos de un mes, comandante, su esposa retiró más de dieciocho mil libras…

—¡Maldito sea! —Por un instante, todo el tribunal pensó que Sharpe iba a desenvainar su gran espada, subir a la mesa y hacer una carnicería—. ¡Maldito sea! —gritó de nuevo Sharpe—. ¡Tiene la osadía de sugerir que dejé morir a los soldados por avaricia y ha espiado a mi mujer! Si fuera un hombre, Wigram, le pediría que saliera ahora mismo y lo cortaría en filetes. —Era tal la fuerza de las palabras de Sharpe y tan evidente la ira en su rostro que el tribunal se atemorizó. Monsieur Roland frunció el ceño, no con desaprobación, sino ante la idea de enfrentarse en la batalla a un hombre como Sharpe. Frederickson, sentado al lado de éste, observó los rostros del aterrado tribunal y creyó que su amigo, con su violento enfado, había desinflado por completo las ridículas acusaciones. Wigram, acostumbrado al servilismo de los oficinistas, no pudo articular palabra.

En ese momento, la alta puerta dorada se abrió. El capitán Salmon, ajeno a la cargada atmósfera de la sala, entró con una bolsa de tela blanca que depositó sobre la mesa frente al coronel Wigram. Tras susurrarle algo, salió de la habitación con el paso servil de un criado.

Wigram, con las manos que casi le temblaban, abrió la bolsa blanca. De ella sacó el catalejo de Sharpe. Miró la placa grabada con ojos de miope y acto seguido, armándose de valor para el enfrentamiento, levantó la vista hacia el fusilero.

—Si es usted inocente, comandante, ¿cómo explica su posesión de este catalejo?

—Hace algunos meses que lo tengo —respondió Sharpe bruscamente.

—Puedo dar fe de ello —dijo Frederickson. Wigram le pasó el catalejo a monsieur Roland—. Tal vez, señor, pueda usted traducir la inscripción en beneficio del tribunal.

El francés tomó el catalejo, miró detenidamente la placa encajada en el tubo exterior y tradujo en voz alta:

«Para José Bonaparte, rey de España y las Indias, de su hermano, Napoleón, emperador de Francia.»

Se oyó un murmullo por la sala. Wigram lo acalló con otra pregunta más:

—¿Es ésta la clase de objeto personal, señor, que el emperador o su hermano pudieran haber guardado en su bagaje?

—Así es —dijo Roland.

Wigram hizo una pausa y luego se encogió de hombros.

—Debe informarse al tribunal que el catalejo fue descubierto en el equipaje del comandante Sharpe durante un registro autorizado que se realizó por orden mía hace una hora. —Wigram, animado por la prueba del catalejo, había recuperado su antigua confianza y miró directamente a Sharpe—. No es asunto de este tribunal juzgar los hechos, sino sólo decidir si tales hechos deben ponerse en manos de un consejo de guerra competente para que los juzgue. Ahora el tribunal tomará esa decisión y les informará de sus conclusiones mañana a las diez de la mañana. Hasta entonces se les prohíbe salir de este edificio. Descubrirán que el capitán Salmon se ha encargado adecuadamente de los preparativos para su alojamiento.

Frederickson reunió sus bosquejos y notas.

—¿Estamos arrestados, señor? Wigram no contestó enseguida.

—Todavía no, capitán. Pero están ustedes bajo disciplina militar y por lo tanto se les ordena permanecer confinados hasta que se anuncie su suerte mañana por la mañana.

Los otros oficiales que había en la estancia no miraron a ninguno de los dos fusileros. Había sido el descubrimiento del catalejo lo que los llevó de tener la certeza de la inocencia de Sharpe a estar seguros de que era culpable. El acusado los miró fijamente uno a uno, pero ellos no le devolvieron la mirada.

Frederickson agarró a Sharpe por el brazo y tiró de él hacia la puerta. El capitán Salmon y media docena de sus hombres esperaban fuera en el descansillo. Tal vez Sharpe y Frederickson no fueran prisioneros, pero no había duda de que sólo era cuestión de tiempo que los acusaran formalmente y les quitaran las espadas.

Salmon estaba azorado.

—Hay una habitación reservada para usted, señor —le dijo a Sharpe—. Su criado está esperando allí.

—No estamos arrestados —lo desafió Sharpe.

—La habitación está en el piso de arriba, señor —se obstinó Salmon, y la presencia de sus policías militares fue suficiente para persuadir a los dos fusileros a que lo acompañaran al piso de arriba y entraran en una habitación que daba a la plaza principal de la ciudad. Allí aguardaba un Patrick Harper muy indignado. También había un orinal, dos sillas de madera y una mesa con una barra de pan, un plato con queso y una jarra de hojalata llena de agua. A esto se sumaban unas cuantas sábanas y un montón de equipaje que Harper había traído del muelle: tres mochilas y tres cantimploras, pero nada de armas ni munición. Salmon vaciló, como si quisiera quedarse en la habitación con los tres fusileros; pero una mirada de Harper lo hizo volver bruscamente al pasillo.

—Ese cabrón de policía militar registró sus mochilas. —A Harper le seguía mortificando aquella humillación—. Traté de detenerle, pero me amenazó con azotarme.

—¿Se llevaron mi rifle? —preguntó Sharpe.

—Está en el maldito cuarto de guardia del piso de abajo, señor. —A Harper le indignaba que a él, igual que a Sharpe, también lo hubieran desarmado—. También tienen allí mi fusil y mi pistola. ¡Hasta mi bayoneta! —A Sharpe y a Frederickson, puesto que no habían sido arrestados de forma oficial, se les dio permiso para quedarse con sus espadas, pero ésas eran entonces sus únicas armas.

—Odio a la policía militar —dijo Frederickson con suavidad.

—¿Qué demonios está ocurriendo, señor? —le preguntó Harper a Sharpe.

—Sólo se nos acusa de robar la mitad del condenado oro de Francia. ¡Por Dios! ¡Es una maldita locura!

—¡Y tanto que lo es! —Frederickson cortaba tranquilamente la barra de pan en pedazos grandes.

—Lo siento, William.

—¿Por qué tendría que disculparse conmigo?

—Porque ésta es mi batalla. ¡Maldito Ducos!

Frederickson se encogió de hombros.

—No podían dejarme a mí de lado. Debieron de suponer que declararía que usted no sabía nada, lo cual sería embarazoso para las autoridades, así que es mucho más sencillo implicarme también en el delito. Por otro lado, si hubiese habido esa cantidad de oro en el fuerte, sin duda le hubiera ayudado a robarlo. —Cortó el queso con su cuchillo—. Aunque lo del catalejo es una lástima. Es justo la prueba que necesitaban para corroborar su versión.

—Lo que necesitan es el oro —dijo Sharpe—. ¡Y nunca ha existido!

—Si que ha existido, pero no en el fuerte —Frederickson frunció el entrecejo—. Estoy seguro de que habrá una batalla campal entre París y Londres respecto a quién es el verdadero propietario del dinero, pero en lo único que estarán de acuerdo es en que nosotros tenemos una maldita buena parte de él. ¿Y quién lo va a desmentir?

—¿Killick? —sugirió Sharpe.

Frederickson movió la cabeza en señal de negación.

—¿La palabra de un declarado pirata americano contra un abogado del gobierno francés?

—Ducos entonces —dijo ferozmente Sharpe—, y le voy a arrancar las entrañas.

—O Ducos —asintió Frederickson— o el comandante… —miró sus notas para encontrar el nombre del comandante— Lassan. El problema es que será muy difícil localizar a cualquiera de los dos si estamos arrestados, y yo me atrevería a afirmar que muy pronto nos pondrán bajo arresto.

Sharpe se dirigió hacia la ventana y se quedó mirando los mástiles de los barcos que asomaban por encima de los tejados.

—Tenemos que largarnos de aquí.

—Largarnos de aquí —Frederickson habló con mucha suavidad— se llama desertar. —Los dos oficiales se miraron horrorizados ante la barbaridad propuesta. La deserción traería consigo un consejo de guerra, la pérdida de rango y el encarcelamiento; pero ésa era exactamente la misma suerte que correrían si los declaraban culpables de robar el oro del emperador y ocultárselo a sus superiores—. Hay un montón de oro en juego —añadió Frederickson con delicadeza— y, a diferencia de usted, yo soy un hombre pobre.

—Usted no puede venir —Sharpe se volvió hacia Harper.

—¡Santa María, Madre de Dios! ¿Y por qué no?

—Porque a usted, si deserta y lo atrapan, lo fusilaran. A nosotros sólo nos destituirán porque somos oficiales, pero a usted lo matarán.

—Voy a ir de todos modos.

—¡Por el amor de Dios, Patrick! A mí no me importa asumir el riesgo, y el señor Frederickson está en el mismo barco que yo; pero no voy a consentir que usted…

—¿Por qué no deja de gastar saliva… —preguntó Harper, y luego, tras una pausa, añadió—: señor?

Frederickson sonrió.

—De todos modos, tampoco estaba disfrutando mucho la paz. Así que volvamos a la guerra, ¿de acuerdo?

—¿A la guerra? —Sharpe volvió la vista hacia los mástiles de los barcos. Tendría que estar a bordo de una de esas naves, listo para la travesía que lo iba a llevar a casa, junto a Jane, tras subir por el estuario del Garona, cruzar el golfo de Vizcaya y rodear la isla de Ouessant.

—Porque, si queremos librarnos de este problema —dijo Frederickson en voz baja—, tendremos que luchar, y somos mucho mejores peleando cuando estamos armados y en libertad. Así que larguémonos de aquí, encontremos a Ducos o a Lassan y hagamos alguna travesura… al tiempo que algo de dinero.

Sharpe miró a oeste. En algún lugar fuera de allí, bajo el sol que se ponía, se encontraba un enemigo que seguía escondido y tramaba algo. Así que su reencuentro con Jane y la paz tendrían que esperar, porque todavía había de librarse una última batalla. Pero después de eso, y él rezaba para que así fuera, encontraría su paz en la campiña inglesa.

—Nos iremos esta noche —afirmó, aunque de pronto, en lo más profundo de su corazón, deseó estar navegando rumbo al hogar. Pero un enemigo lo había decretado de otro modo y por lo tanto la guerra de Sharpe aún no había terminado.