La brigada de Nairn ya no existía. Desbaratados por la batalla y sin adalid, sus diezmados batallones se agregaron a otras brigadas. La razón fue puramente administrativa, porque entonces el Ejército lo iban a dirigir burócratas en lugar de soldados combatientes, y a esos burócratas les habían ordenado que disolvieran el Ejército que había combatido desde las costas portuguesas hasta lo más profundo de Francia. Frederickson tenía curiosidad por descubrir hasta dónde había llegado a marchar el Ejército, y encontró su respuesta con la ayuda de algunos mapas que descubrió en la tienda de un librero de Toulouse.
—En línea recta —le dijo a Sharpe en tono ofendido— sólo son mil sesenta y dos kilómetros, y hemos tardado seis años.
O dieciséis mil kilómetros tal como los calculaba un soldado, en forma de pésimos caminos que se helaban en invierno, se tornaban cenagales en primavera y llenaban la garganta de polvo en verano. Los kilómetros de los soldados eran los que se recorrían bajo el peso de mochilas capaces de destrozar la espalda del más avezado. Eran kilómetros que se recorrían una y otra vez en avance y retirada, en medio del caos y el miedo. Los kilómetros de los soldados conducían a batallas y asedios y a la muerte de amigos, pero ésos ya estaban hechos entonces, y al Ejército sólo le restaba desplazarse ciento treinta kilómetros de los otros hacia Burdeos, donde había barcos esperando a sus miembros para llevárselos. A algunos de los batallones los estaban enviando a plazas situadas al otro lado de los océanos; a otros los mandaron a la guerra que se libraba en América, y a unos cuantos los enviaron a casa, donde, con el deber cumplido, los licenciarían.
A la compañía de Frederickson la mandaron a Inglaterra para ser disuelta junto con el resto de su batallón. A los soldados los enviarían a unirse a otros batallones del LX. La mayoría de españoles que se habían alistado en la compañía durante la guerra ya habían desertado. Se habían sumado a los casacas verdes sólo para matar franceses y, como ese trabajo ya se había realizado de manera eficiente, Frederickson hizo con mucho gusto la vista gorda frente a su partida. Sharpe, sin un batallón propio y sin trabajo siquiera, recibió permiso para viajar de vuelta a Inglaterra con los fusileros y así, tres semanas después de la rendición francesa, se encontró trepando a una de las barcazas de río de fondo plano que se habían alquilado para transportar al Ejército por el Garona hacia los muelles de Burdeos.
Unos segundos antes de que la barcaza se alejara del embarcadero impulsada por la pértiga, llegó un mensajero del cuartel general de la división con una saca de correo para la compañía de Frederickson. La saca era pequeña, puesto que la mayoría de los soldados de la compañía no sabía leer ni escribir y, entre los que tenían esta habilidad, había pocos a cuyos familiares se les ocurriera escribir cartas. Había una misiva dirigida a un soldado que había muerto en Fuentes d’Onoro pero cuya madre, que se negaba a creer la noticia, seguía empeñada en escribir cada mes exhortando a su hijo muerto hacía tiempo a que fuera un buen soldado, un cristiano ferviente y un orgullo para su familia.
También había un paquete para el comandante Richard Sharpe, remitido desde Londres por sus agentes militares. Lo habían mandado primero a los Voluntarios del Príncipe de Gales y luego al cuartel general, y de ahí, al de la división, por lo que había tardado más de un mes en llegarle a Sharpe.
—Así que no hacía falta que se preocupara —dijo Frederickson— Jane escribió, después de todo.
—Ya lo creo. —Sharpe siguió adelante con el paquete para tratar de encontrar una parcela de intimidad en la proa de la barcaza, donde arrancó la oblea del sello y, con una expectación totalmente ridícula y propia de muchachos, rasgó el paquete para encontrar dos cartas.
La primera era de un hombre de Lancashire que afirmaba haber inventado unas balas encadenadas que se podían disparar con cualquier mosquete o fusil normal y que si se disparaban bajo contra las patas de los animales de la caballería podían ser fatales. Le rogaba al comandante Sharpe que lo ayudara a persuadir al director general de Armamento y Material para que comparara el artefacto, que se llamaba «Quebrador de Patas de Caballos patentado por Armbruster». Sharpe hizo una pelota con la carta y la tiró por encima de la borda de la embarcación.
La segunda era de los agentes militares de Sharpe. Saludaban al comandante Sharpe y pedían permiso para informarle de que, de acuerdo con sus instrucciones escritas para conceder a la señora Jane Sharpe autoridad sobre su cuenta, habían vendido todos sus bonos al cuatro por ciento y habían transferido las sumas a cargo de la señora Jane Sharpe, de la calle Cork en Westminster. Le daban las gracias al comandante Sharpe por la confianza y el privilegio de manejar sus asuntos y esperaban que si alguna vez volvía a necesitar de tales servicios, no se olvidaría de sus humildes y seguros servidores, los señores Hopkinson e Hijo, agentes militares, de la calle San Albans en Londres. Los humildes servidores añadían que los gastos de la venta de los bonos al cuatro por ciento y el trabajo requerido en el libro de contabilidad para el cierre de su cuenta ascendían a dieciséis libras, catorce chelines y cuatro peniques, y que esa suma se había deducido en la minuta que habían presentado a la señora Jane Sharpe. Deseaban recordarle al comandante Sharpe que todavía tenían su espada conmemorativa donada por el Fondo Patriótico y suplicaban poder conservarla, etcétera.
La tripulación de la barcaza izó una vela burda aparejada con unos garfios que hizo crujir de forma alarmante los alquitranados obenques. Sharpe se quedó mirando la carta con estupor, sin ser consciente de que la embarcación se movía. Una niña pequeña que había en la lejana ribera se chupaba el dedo y observaba con aire de gravedad a esos extraños soldados a los que alejaban de ella.
—Confío en que serán buenas noticias. —Frederickson trepó a la proa e interrumpió la abstracción de Sharpe.
Sharpe, sin decir palabra, le pasó la carta a Frederickson, que la leyó con rapidez.
—No sabía que tuviera una espada de presentación —dijo alegremente.
—Fue por capturar el águila en Talavera. Creo que era una espada de cincuenta guineas.
—¿Era buena?
—Muy ornamentada. —Sharpe se preguntó cómo había podido Frederickson malinterpretar por completo la importancia de la carta y limitarse a mostrar curiosidad por una espada dorada y azulada—. La hoja es una Rinkfiel-Solingen, y la vaina es Kimbley. No serviría en una batalla.
—Aunque quedaría muy bien colgada en la pared. —Frederickson le devolvió la carta—. Me alegro por usted. Es una noticia espléndida.
—¿Ah, sí?
—Jane ha cobrado el dinero, por lo que supongo que se ha ido a comprar su casa en Dorset. ¿No es eso lo que quería oír?
—¿Dieciocho mil guineas? Frederickson se quedó mirando a Sharpe fijamente. Parpadeó. Por fin respondió:
—¡Por el amor de Dios!
—Verá, encontramos diamantes en Vitoria —confesó Sharpe[2].
—¿Cuántos?
—Cientos de esas malditas cosas. —Sharpe se encogió de hombros—. En realidad fue el sargento Harper quien los encontró, pero los compartió conmigo.
Frederickson soltó un silbido bajito. Había oído que gran parte de las joyas de la Corona española había desaparecido cuando se capturó el bagaje francés en Vitoria y sabía que a Sharpe y a Harper les había ido muy bien en el saqueo, pero nunca se había atrevido a unir las dos historias. La fortuna de Sharpe era enorme. Un hombre podría vivir como un príncipe durante cien años con tamaña fortuna.
—Podía comprar una casa espléndida por cien guineas —dijo Sharpe enfurruñado—; ¿por qué necesita dieciocho mil?
Frederickson se sentó en el cabo del bauprés. Todavía trataba de imaginarse a Sharpe como un hombre inmensamente rico.
—¿Por qué le concedió los poderes? —preguntó al cabo de un rato.
—Fue antes del duelo. —Sharpe se encogió de hombros a modo de disculpa—. Creía que iba a morir, y quería que ella tuviera seguridad.
Frederickson trató de tranquilizar a su amigo.
—Probablemente haya encontrado una inversión mejor.
—Pero ¿por qué no ha escrito? —Ése era el verdadero problema, la llaga que de forma tan insidiosa le escocía a Sharpe. ¿Por qué no había escrito Jane? Su silencio aún era peor a causa de aquella prueba atormentadora que sugería que su mujer era una mujer rica que vivía en la calle Cork de Londres—. ¿Dónde está la calle Cork?
—En algún lugar cerca de Picadilly, creo. Es una buena dirección.
—Se lo puede permitir, ¿no?
Frederickson se volvió en su improvisado asiento para observar a un aguilucho lagunero que planeaba hacia el este y luego se encogió de hombros.
—Estará usted en casa dentro de tres semanas; ¿qué importancia tiene entonces?
—Supongo que ninguna.
—Eso es lo que le hacen a uno las mujeres —observó Frederickson con filosofía—. Te obstruyen el cañón y te parten el pedernal. Lo cual me recuerda que algunos de esos cabrones creen que sólo porque estamos en tiempo de paz ya no tienen que limpiar sus fusiles. ¡Sargento Harper! ¡Pase revista a las armas, ahora!
De ese modo iban flotando de vuelta a casa.
* * * *
Ese mismo día, más tarde, cuando la barcaza se bamboleaba entre los prados soleados, el sargento Harper se hallaba sentado con Sharpe en la proa.
—¿Qué va a hacer ahora, señor?
—Renunciar a mi grado de oficial, supongo. —Sharpe miraba a dos pescadores. Llevaban blusas blancas y anchos sombreros de paja, y tenían un aspecto muy pacífico. Se hacía difícil imaginar que un mes antes ése fuera un país en guerra—. Y me imagino que usted se dirigirá a España a buscar a Isabel, ¿verdad?
—Si me lo permiten, señor.
Ése era el problema de Harper: él, al igual que Sharpe, era un hombre rico, y también un hombre casado. Patrick Harper ya no tenía ninguna necesidad de llevar la insignia del rey, que únicamente había asumido a causa de la pobreza y el hambre. Quería sus preciosos papeles de baja, y Sharpe no había podido conseguirlos. Éste había reunido todos los formularios requeridos, pero le hubiera hecho falta conseguir las firmas de un oficial médico del estado mayor, de un cirujano de regimiento del LX y de un oficial general. Habría necesitado también la impronta con el sello del regimiento del LX. Sharpe había supuesto despreocupadamente que conseguiría todo eso con facilidad, pero las normas del Ejército lo habían hecho fracasar. Éste ya no estaba dirigido por hombres que comprendían que un favor se correspondería con la victoria en el campo de batalla, sino que, en su lugar, había personas que sólo sabían leer la letra pequeña del reglamento. Esos burócratas entendían muy bien la cantidad de soldados que intentarían abandonar las filas y se estaban tomando unas extraordinarias precauciones para evitar tales deserciones. Así que Harper se veía obligado a permanecer en el Ejército.
—Hay otra manera —dijo Sharpe con poca seguridad en sí mismo.
—¿Señor?
—Conviértase en mi criado. Harper frunció el ceño, no ante la perspectiva de una servidumbre de baja categoría, sino porque no veía cómo conseguiría con eso lo que ambicionaba.
Sharpe se lo explicó:
—Mientras yo esté en la reserva activa se me permite tener un criado. Ese criado puede desplazarse según mi criterio. Así que tan pronto como lleguemos a Inglaterra iremos a Dorset, informaré de que un caballo lo coceó y acabó con su vida, y entonces se va donde quiera. El Ejército lo tachará de la lista y no necesitaremos un cirujano de regimiento que testifique que está usted muerto, porque habrá fallecido fuera de las líneas del regimiento. Necesitaremos un médico civil, y puede que hasta un juez de instrucción, pero seguro que no faltan borrachos en Dorset dispuestos a dejarse sobornar.
Harper lo pensó y luego asintió.
—A mí me parece bien, señor.
—Hay un pequeño problema.
—¿Señor?
—El tono de Harper fue de cautela.
—El reglamento del rey, sargento, con respecto a la economía interna de un regimiento, insiste en que a ningún suboficial se le permite, bajo ningún concepto, ser el criado de un oficial.
—Ha consultado las normas, ¿verdad, señor?
—Sólo se las he citado.
Harper sonrió. Entonces enganchó sus enormes dedos manchados de pólvora en el dobladillo deshilachado de su insignia de sargento.
—Para empezar nunca quise los galones.
—Me parece recordar que me costó una barbaridad hacer que los llevara.
—No tendría que haber gastado saliva, señor. —Harper se arrancó la insignia de la manga. Miró con arrepentimiento el sucio pedazo de tela durante unos instantes y luego lo tiró por la borda—. Degradado a soldado raso de nuevo —afirmó antes de soltar una carcajada.
Sharpe miró los galones, que se movían empujados por la corriente, y pensó en los difíciles años que habían pasado desde que convenció a Harper para que se pusiera ese trozo de tela blanca. Todo estaba llegando a su fin, pensó; todo aquello que él había tenido en más estima y que mejor había conocido.
Y delante de él, más allá de ese plácido río con sus pescadores, sus garzas, sus pollas de agua y sus juncos, ¿qué? El futuro era como una enorme neblina en medio de la cual incluso Jane era una forma poco definida. Sharpe tocó la arrugada carta que tenía en el bolsillo y se convenció a sí mismo de que cuando encontrara a su esposa todo estaría bien. Descubriría que sus cartas se habían extraviado, nada más.
Frederickson se acercó y vio el trozo de tela desnudo en la manga de Harper.
—He degradado al fusilero Harper —explicó Sharpe.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Por ser irlandés —repuso el comandante; entonces pensó en lo mucho que echaría de menos la amistad de Patrick Harper, aunque se consoló con la idea de que Jane le esperaba y que por tanto dispondría de toda la felicidad del mundo, de la que podría disfrutar a sus anchas.
Así que siguieron flotando.
* * * *
En los muelles de Burdeos había más movimiento del que había habido durante años. Los embarcaderos que el bloqueo de la Marina británica había mantenido vacíos se llenaron de pronto de mástiles y palos. Los panzudos barcos mercantes hacían cola en el río esperando su turno en los muelles de piedra, donde los soldados esperaban entre montones de provisiones metidos en redes. Los tubos de los cañones se arrojaban a las bodegas, mientras que las cureñas se desarmaban y se apilaban contra los mamparos. A los caballos, que protestaban, los bajaban metidos en unos compartimentos flotantes. A un Ejército británico renovado por la victoria lo hacían salir rápidamente de Francia.
—Lo menos que podían haber hecho —se quejó Harper— era dejarnos marchar sobre París.
Este hecho constituía una pequeña desavenencia comparado con las mayores tragedias que en ese tiempo eran moneda corriente en los muelles de Burdeos. Esas tragedias las ocasionaba un decreto del Ejército que dictaminaba que sólo llevarían de vuelta a casa a aquellas esposas de soldados que pudieran demostrar que se habían casado con el permiso de los comandantes de sus maridos. Todas las demás mujeres, con sus hijos, iban a ser abandonadas en Burdeos.
La mayoría de mujeres abandonadas eran portuguesas y españolas que habían dejado sus pueblos de origen cuando el Ejército entró en ellos. Algunas de ellas habían sido vendidas por su familia a algún soldado. Sharpe se acordaba de cuando por sólo cinco guineas uno podía comprarse una chica joven y fuerte para casarse con ella. La mayor parte de esas mujeres había pasado por una boda de campamento, la cual no era un matrimonio a ojos de la Iglesia; pero muchas habían convencido a algún párroco de pueblo para que bendijera su unión. Eso no importaba entonces, puesto que, a menos que los registros del regimiento confirmaran el permiso de un coronel, el matrimonio se consideraba falso. De ese modo, sacaron por la fuerza a miles de mujeres de los muelles y les impidieron volver con sus hombres mediante un cordón de policías militares armados con mosquetes cargados. El llanto de las mujeres y sus pequeños era incesante.
—¿Cómo se supone que van a volver a sus casas? —preguntó Harper.
—Andando —respondió Frederickson con aspereza.
—Que Dios salve a Irlanda —dijo Harper—, pero odio este Maldito Ejército.
La mañana en la que los fusileros de Frederickson se unieron al caos que había en los muelles, tres soldados de los batallones de los casacas rojas intentaron desertar para reunirse con sus esposas. Uno de ellos consiguió huir nadando río arriba con su cabeza oscura rodeada constantemente por las salpicaduras de las balas de los mosquetes. Los soldados que ya estaban en los barcos lo animaban. Un bote de la Marina al que se le ordenó que le cortara el paso se las arregló de alguna manera para enredar los remos, y Sharpe se imaginó que los marineros no habían tenido estómago para realizar su trabajo y que hicieron de un modo deliberado que él intento resultara absurdo. A otros dos casacas rojas los atraparon cuando trataban de trepar por una de las paredes de las dársenas y los acusaron de intento de deserción.
Frederickson estaba atareado garabateando pedazos de papel que servirían como certificados de matrimonio para los seis soldados de su compañía que de otro modo podrían perder a sus mujeres. Sharpe, como oficial superior, añadió gustosamente su propia firma y luego escribió su nombre con la descripción de comandante de brigada provisional. Dudaba que los papeles sirvieran, pero había que intentarlo.
Sharpe y Frederickson llevaron los papeles junto con otras bajas, devoluciones y libros de pedidos de toda la compañía a una oficina custodiada por policías militares y administrada por funcionarios civiles de la compañía de transportes. Sharpe quería desafiar esa autoridad con su reputación, pero cuando llegó a la oficina, los múltiples relojes de las iglesias de la ciudad repicaron sucesivamente para anunciar e mediodía con una cacofonía de horas que sonó como una celebración de victoria. También era la señal para que los funcionarios de la compañía de transportes cerraran sus libros de contabilidad para ir a almorzar. Volverían, según dijeron, a las tres. Hasta entonces los fusileros debían esperar, aunque si los oficiales deseaban tomar el almuerzo en la ciudad, en ese caso se les permitiría cruzar el piquete de la policía militar.
Sharpe y Frederickson dejaron a la compañía al mando del fusilero Harper y, por curiosidad, fueron en busca de su almuerzo a la ciudad. Sin embargo, en cuanto los dos oficiales cruzaron la barrera, se vieron rodeados de mujeres que lloraban. Una de ellas sostenía a un bebé en alto, como si el ruego sin palabras de la criatura tuviera que bastar para cambiar la cruel decisión de las autoridades. Sharpe trató de explicar que él no estaba en situación de poder hacer nada sobre el asunto. Las mujeres de ese grupo eran españolas. No tenían dinero y no se les permitía ver a sus hombres: simplemente se daba por hecho que tenían que irse caminando a su casa. No le importaban a nadie. Algunas de ellas habían pasado cinco años con el Ejército británico llevando mochilas y mosquetes igual que sus maridos y ahora se deshacían de ellas.
—¿Vamos a tener que convertirnos en putas? —le gritó una de ellas a Sharpe—. ¡Él quiere que seamos putas! —La mujer señaló a un civil que se encontraba a pocos metros. Según parecía era un francés que había acudido a los muelles a buscar mujeres para su casa. El hombre, al ver que Sharpe lo miraba, sonrió e hizo una reverencia.
—No me gusta ese hombre —dijo Frederickson en tono suave.
—A mí tampoco. —Sharpe miró fijamente al francés bien vestido, quien, bajo ese escrutinio, fingió aburrimiento—. ¿Le hacemos saber lo mucho que nos disgusta?
—Probablemente ambos nos sentiríamos mucho mejor si lo hiciéramos. ¿Le cortará usted la retirada?
Sharpe se libró de las mujeres con delicadeza y entonces, dando un paseo, pasó junto al francés que se conformaba esperando a que las españolas hubieran terminado de importunar a los fusileros. El francés había observado a todos los oficiales británicos que eran asediados de esa forma y sabía que pronto las mujeres tendrían que abandonar sus súplicas desesperadas y que, después, las más guapas de entre ellas estarían encantadas con su oferta de empleo. Se encendió un puro, echó el humo hacia las gaviotas que chillaban entre los masteleros de los barcos y pensó que nunca antes habían sido tan baratas las prostitutas, y tal vez nunca lo volverían a ser. Entonces, de repente, vio a un fusilero sin dientes y con un solo ojo que se dirigía hacia él con paso rápido. El francés se volvió para echar a correr. Al hacerlo, se encontró frente a otro fusilero lleno de cicatrices.
—Buenas tardes —dijo Sharpe.
El francés intentó virar bruscamente para evitar a Sharpe, pero el fusilero alargó una mano, lo frenó, le dio la vuelta y lo empujó hacia Frederickson. Éste, que se había quitado el parche del ojo y la dentadura para la ocasión, dejó que el hombre se acercara y entonces le propinó un enorme patadón entre las piernas, que hizo que se desplomara. Frederickson se agachó y recuperó el cigarro que se le había caído al sujeto.
El francés estaba sin aliento sobre los adoquines y con las manos se aferró a un dolor que era como si un millar de balas de mosquete al rojo vivo estallaran hacia fuera desde su entrepierna. Durante unos segundos se quedó sin poder respirar, luego lo hizo con dificultad y después dio un grito tan fuerte que hasta pareció acallar a las gaviotas. Los policías militares hicieron ademán de dirigirse al lugar de donde procedía el sonido, pero entonces decidieron que era mejor dejar en paz a los dos oficiales fusileros.
—Cierra el maldito pico, chulo. —Sharpe le abofeteó la mejilla con la suficiente fuerza para aflojarle algunos dientes y luego empezó a abrirle los bolsillos y las costuras y a cortárselos como si el francés fuera un cadáver en el campo de batalla. Encontró unas cuantas monedas, que distribuyó entre las mujeres. Fue un pequeño gesto, un gesto que se quedó en nada ante la difícil situación de éstas. Fue también un gesto que no podía repetirse por cada mujer que abordara a los dos fusileros mientras cruzaban el puente de la ciudad.
Para escapar de los desesperados ruegos se escondieron en una bodega donde Frederickson, que hablaba un buen francés, pidió que les sirvieran jamón, queso, pan y vino. Fuera del establecimiento, un hombre sin piernas se deslizó rápidamente hacia el canal que flanqueaba la calle y extendió un chacó de la infantería francesa a modo de plato de las limosnas.
Las mujeres que lloraban y la imagen del mendigo que en otro tiempo había marchado orgulloso bajo el águila de su regimiento habían deprimido a Sharpe. Tampoco lo animaron mucho los patéticos letreros de papel colgados en las paredes de la bodega. Frederickson tradujo los pequeños avisos escritos a mano: «Jean Bianchard, del 106 de esta misma calle, busca a su esposa, Marie, que antes vivía en la calle Fishmongers. Si alguien sabe algo de ella, que por favor se lo diga al casero». La siguiente era una súplica que una madre realizaba a cualquiera que pudiera darle información sobre dónde podría encontrarse su hijo. Había sido sargento de artillería y hacía tres años que nadie lo había visto ni había sabido nada de él. Otra familia que se había mudado a Argentan habían dejado un aviso para sus tres hijos por si alguno de ellos volvía algún día de la guerra. Sharpe trató de contar las pequeñas notas, pero lo dejó al llegar a cien. Se imaginó que los porches de las posadas y las iglesias de Gran Bretaña estarían igualmente plagados de pequeños llamamientos como aquéllos. Cuando estaba en el campo de batalla nunca se le había pasado por la cabeza que un disparo de fusil pudiera rebotar hasta tan lejos.
—Me temo que no tendríamos que haber venido a la ciudad. —Frederickson empujó su plato a un lado. El queso era rancio y el vino agrio, pero era el hedor de la desesperación de una ciudad lo que le había atenuado el hambre—. Espero que nos den uno de los primeros barcos.
A las tres de la tarde Sharpe y Frederickson volvieron a las oficinas de la compañía de transportes. Le dieron sus nombres a un oficinista que les pidió que esperaran en una contaduría vacía donde una gruesa capa de polvo cubría los altos escritorios. Bajo la ventana, a uno de los dos soldados a los que habían atrapado intentando reunirse con su esposa lo estaban amarrando a un triángulo para azotarlo. Sharpe, al recordar el día en que lo habían azotado a él, se dio la vuelta sólo para encontrarse con que un capitán de la policía militar alto, delgado y de ojos claros lo estaba mirando fijamente desde la entrada de la contaduría.
—Es usted el comandante Sharpe, ¿verdad, señor? —preguntó el capitán.
—Sí.
—Y usted debe de ser Frederickson.
—Capitán Frederickson —señaló el aludido.
—Me llamo Salmon. —El capitán sacó un trozo de papel del bolsillo—. Me han ordenado que los acompañe hasta la prefectura.
—¿Que nos acompañe? —Sharpe alargó la mano y cogió el trozo de papel, que no era más que una confirmación escrita de lo que Salmon acababa de decir. La firma no le dijo nada a Sharpe.
—Ésas son mis órdenes, señor. —Salmon hablaba de forma inexpresiva, pero había algo en su tono de voz que a Sharpe le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. O tal vez fuera al darse cuenta de que en el pasillo al que daba la contaduría Salmon tenía a un pelotón de policía militar armado con mosquetes y bayonetas.
—¿Estamos arrestados? —preguntó Sharpe.
—No, señor —pero ahí hubo una ligerísimo titubeo.
—Siga —ordenó Sharpe.
Salmon vaciló de nuevo y luego se encogió de hombros.
—Si se niegan a acompañarme, señor, entonces tengo órdenes de arrestarlos.
Por un momento Sharpe se preguntó si se trataba de una broma que les estaba gastando algún viejo conocido, pero el comportamiento de Salmon indicaba que aquello no era ninguna broma. Y desde luego, el hecho de que los mandaran llamar presagiaba problemas.
—¡Por el amor de Dios! —protestó Sharpe—. Sólo le hemos dado una patada en los huevos a un proxeneta.
—Yo no sé nada de eso, señor.
—Entonces, ¿a qué viene todo esto?
—No lo sé, señor.
—Pero ¿quién nos llama? —insistió Sharpe.
—No lo sé, señor. —Salmon seguía hablando de una manera inexpresiva—. Tienen que traer su equipaje los dos, señor. Todo. Haré que sus criados lo traigan a la prefectura.
—Yo no tengo criado —repuso Frederickson—, así que, tendrá que ir a buscar mi equipaje usted mismo, Salmon.
Salmon hizo caso omiso de la burla.
—Si están listos, señores…
—Antes necesito hablar con mi criado. —Sharpe se apoyó en uno de los escritorios para demostrar que no se movería hasta que trajeran a Harper.
Hicieron llamar al irlandés y le ordenaron que llevara el equipaje de los dos oficiales a la prefectura. Un policía militar le mostraría el camino. En cuanto Harper se fue, ordenaron a Sharpe y Frederickson que salieran de allí. Uno detrás del otro salieron de la habitación, bajaron unas escaleras y entraron en el patio de los azotes, donde el resuelto pelotón de Salmon los rodeó de cerca. Puede que los dos fusileros no estuvieran arrestados, pero daba toda la impresión de lo contrario. El soldado al que azotaban soltó un patético quejido y a los tambores se les volvió a ir la mano con los látigos. Al otro lado de la pared sollozaban la esposa y los hijos del soldado.
—Bienvenido al Ejército en tiempos de paz, señor —dijo Frederickson. Entonces se los llevaron.