La batalla, como por consentimiento mutuo, se detuvo para darse un respiro.
Beresford aprovechó la tregua para dividir su ataque. La división situada a su izquierda se alejaría entonces en sentido oblicuo con el fin de amenazar el territorio que quedaba entre las colinas y la ciudad, mientras que la de la derecha, en la que estaba la brigada de Nairn, avanzaría en dirección norte por la cima de las lomas. Iban a arrastrar la artillería montada cuesta arriba para compactar el ataque de Beresford. Transcurrió la mañana. Muchos de los soldados que esperaban se quedaron dormidos con las mochilas por almohada y con los rostros resguardados de la luz del sol por los mohosos chacós. Algunos comieron y unos pocos se limitaron a observar el cielo con la mirada perdida. Algunos observaban las colinas en que se hallaban las aterradoras defensas francesas. No pasaban muchos minutos sin que una bala de cañón perdida de los franceses atravesara a saltos las líneas soñolientas, provocando una irritada confusión a lo largo de su trayectoria de rebotes. A veces un proyectil de obús estallaba repentinamente sobre el césped, pero los disparos eran esporádicos y permitieron a la mayoría de los soldados en espera hacer caso omiso del enemigo. Sharpe vio que un fusilero martillaba pacientemente el maleable plomo de una bala de mosquete hasta convertirla en un cubo perfecto, tras lo cual marcó unos agujeros en las caras dando unos toques con una aguja de chimenea para hacer un dado. Nadie quería jugar con ese hombre, que, indignado, tiró el cubo de plomo.
A primera hora de la tarde, los batallones que habían roto las columnas gemelas de los franceses fueron trasladados a la retaguardia de las nuevas formaciones de Beresford. Entonces la brigada de Nairn formaba el flanco derecho de la primera línea. Tenía sus dos batallones ingleses delante y a los Highlanders de reserva. Los soldados de la Artillería montada apilaron la munición disponible junto a las posiciones avanzadas, mientras que los escaramuzadores se desplegaron a modo de cortina protectora más adelante todavía.
Sharpe avanzó dando un paseo para unirse a Frederickson, que le ofreció un pedazo de salchicha de ajo francesa.
—Supongo —Frederickson miraba fijamente hacia la meseta de las colinas— que éste sería un buen momento para renunciar al Ejército.
Sharpe sonrió ante esa broma macabra y luego sacó su catalejo para enfocar la fortificación más próxima. No dijo nada y su silencio no auguraba nada bueno.
—Esos malditos franceses deben de saber que la guerra está perdida —observó Frederickson con irritación—. Entonces, ¿por qué prolongan la matanza?
—Por orgullo —dijo Sharpe de manera cortante, aunque en realidad se preguntaba por qué se empeñaban sus propios compatriotas en tomar Toulouse si de verdad se creía que el emperador estaba condenado al fracaso. Tal vez la paz fuera una quimera. Tal vez fuera sólo un rumor que se desvanecería al igual que el hedor de la sangre y el humo de pólvora de ese campo de batalla.
Además, tal como Sharpe sabía muy bien, habría mucha más sangre y humo en esa alta cadena de colinas. Los franceses estaban esperando, preparados, y la infantería de Beresford debía avanzar entonces a través de una serie de poderosas fortificaciones que se extendían a lo largo de la espina dorsal de las lomas. Había baterías de cañones y trincheras, todos reforzados con baluartes de tierra que, coronados con empalizadas, se alzaban como pequeñas fortalezas de banda a banda de la línea de ataque. Uno de los bastiones, mayor que los demás, dominaba el centro de la colina y, al igual que sus hermanos pequeños, se encontraba frente a una zanja cuya empalizada de madera tenía troneras para la artillería.
No era de extrañar que la escalada de Beresford por la ladera sur no se hubiera encontrado con la oposición de la artillería pesada francesa, porque todos los cañones enemigos estaban entonces atrincherados en lugar seguro dentro de los pequeños fuertes.
Frederickson le tomó prestado el catalejo a Sharpe y estuvo observando las formidables defensas un buen rato.
—Se supone que la Pascua es un día para los milagros, ¿no es así?
Sharpe sonrió diligente y luego se volvió para saludar al sargento Harper.
—Hoy nos vamos a ganar los garbanzos, sargento.
—Sí, señor. —Harper aceptó el catalejo que le ofrecía Frederickson y realizó un rápido examen del enorme baluarte que había en el centro de la cresta—. ¿Por qué no nos limitamos a aplastar a esos cabrones a cañonazos hasta que queden hechos papilla?
—No podemos subir las armas grandes hasta aquí arriba —contestó Frederickson con buen humor—. Hoy sólo tenemos artillería montada.
—Cerbatanas —espetó Harper con desdén; luego le pasó el catalejo a Sharpe—. ¿Sabe dónde están nuestros muchachos, señor?
«Nuestros muchachos» eran los Voluntarios del Príncipe de Gales, el batallón en el que Sharpe y Harper habían luchado muchos años.
—Han salido hacia el este. —Sharpe señaló vagamente en esa dirección. Seguía sin poder ver la ciudad de Toulouse, que quedaba oculta tras un saliente de la montaña, pero el humo de las armas que se percibía a lo lejos revelaba el lugar donde los amagos de ataque de Wellington amenazaban la periferia al este de Toulouse.
—Entonces hoy no tendrían que recibir una gran paliza —dijo Harper esperanzado.
—Supongo que no. —De repente Sharpe deseó volver a estar con los Voluntarios del Príncipe de Gales, que, al mando de su nuevo coronel, no tenían que enfrentarse a esas colinas del diablo llenas de fuertes, trincheras y cañones. Ellos estarían a salvo mientras él era horriblemente consciente de los síntomas del terror. Notaba los latidos del corazón, el sudor frío que le cubría la piel y un músculo que temblaba en su muslo izquierdo. Tenía la garganta reseca, se notaba el estómago vacío y quería vomitar. Trató de sonreír e intentó encontrar algunas palabras informales que demostraran que no tenía miedo, pero no se le ocurrió nada.
Se oyó el ruido de cascos a su espalda y, al volverse, pudo ver al general de división Nairn que avanzaba a medio galope hacia la línea de escaramuza. El general frenó su caballo e hizo una mueca ante el paisaje que tenía delante.
—Nos encontramos en el flanco adecuado, así que atacaremos las baterías.
Ésa era una perspectiva más halagüeña que la de asaltar los bastiones mayores. Las baterías construidas en el borde de la colina eran las posiciones desde las cuales habían cañoneado a la larga marcha de acercamiento y las habían levantado simplemente para defender a los artilleros del fuego de contraataque de las baterías. Así que no había ninguna fortificación orientada hacia el centro de la colina, por lo que la brigada de Nairn sólo tendría que ocuparse de las trincheras de flanqueo y de los cañones de las baterías que habían sido arrastrados fuera de sus troneras y dispuestos como artillería de campaña normal y corriente. Esos cañones más próximos contaban con el apoyo de cómo mínimo dos batallones de la Infantería francesa que esperaban formados en tres anchas líneas para sumar su descarga cerrada a los disparos de los artilleros.
Nairn, pareció estremecerse al mirar hacia la cima de la colina; después le pidió prestado el catalejo a Sharpe, y a través de él observó largo rato y con atención las posiciones del enemigo. No dijo nada cuando cerró los tubos, aparte de expresar su sorpresa ante la evidente calidad del catalejo.
—¿Dónde lo consiguió?
—En Vitoria —respondió Sharpe. El catalejo había sido un regalo que el emperador Napoleón le había hecho a su hermano, el rey José de España, que lo había perdido cuando los británicos capturaron su bagaje tras la batalla de Vitoria[1]. Una pequeña placa de latón encastrada en el marfil del cilindro dejaba constancia del obsequio.
Nairn le tendió el catalejo a Sharpe.
—Detesto tener que estropear su disfrute, comandante, pero le necesito.
Sharpe recuperó su caballo. Su tarea consistiría en transmitir las órdenes de Nairn una vez iniciado el avance. Los edecanes más jóvenes estarían haciendo lo mismo, pero el rango y la reputación de Sharpe le conferían una autoridad que podía serle útil a Nairn. En ocasiones, Sharpe ya lo sabía, tendría que hacer uso de su propio criterio y luego afirmar que su decisión fue una orden verbal de Nairn en persona.
Pasó otra hora más antes de que se diera la orden para avanzar. Los franceses habían bombardeado de manera irregular a los soldados que esperaban durante el prolongado retraso, pero la propia parvedad del cañoneo era una prueba de que la verdadera acción de la artillería no empezaría hasta que las tropas británicas y portuguesas se hubieran acercado más a los cañones. Algunos soldados protestaban por la espera; otros aseguraban que era necesaria para que los españoles pudieran reagruparse y atacar de nuevo desde el extremo más lejano de la cresta. Dos capellanes guiaban unas mulas cargadas con cantimploras de agua de repuesto entre las tropas que esperaban. Los irlandeses que había en las filas se santiguaban. El ruido más fuerte que se oía en las lomas, aparte del ocasional estallido de un cañón francés, era el de las gaitas de los regimientos de los Highlanders.
—Va a ser un asunto sangriento, seguro. Un asunto muy, muy sangriento —confió Nairn a Sharpe por cuarta o quinta vez. El escocés estaba nervioso. Sabía que ésa sería su única oportunidad de librar un combate con su brigada y temía que lo fueran a encontrar esperando.
Sin embargo, la verdadera responsabilidad no recaía en Nairn, ni siquiera en Wellington, que dirigía la batalla en el flanco del norte, sino en el soldado corriente. Era el casaca roja o el casaca verde el que tenía que avanzar con la certeza de que la mejor artillería de Europa estaba esperando para diezmar sus filas. Un chelín, un tercio de pinta de ron y dos libras de pan horneado dos veces eran la paga diaria en esos momentos, y a cambio tenían que marchar hacia el infierno y salir victoriosos.
—Ya falta poco —dijo Nairn, como si quisiera consolar a los ayudas de campo que se amontonaban a su alrededor.
Los edecanes de la división galopaban por el ramal sur de la cadena de colinas. Las bandas formaban en filas y se izaban las banderas. Los artilleros británicos daban un último ajuste al recorrido de sus cañones.
—Saludos del general, señor —un capitán de caballería detuvo su caballo cerca de Nairn—, y pregunta si está usted preparado.
—Salude de mi parte al general. —Nairn desenvainó su espada. No se había dado ninguna orden real de avanzar, ni tampoco era necesario, porque, en cuanto los batallones que iban en cabeza vieron llegar al edecán de la división, se les ordenó ponerse en pie. Lo que los esperaba en la colina era un anticipo del infierno, así que parecía mejor enfrentarse a él enseguida.
—Transmita mis saludos al coronel Taplow —le dijo Nairn a Sharpe— y dígale que no deje que sus hombres se vayan hacia la derecha.
—Por supuesto, señor. —Sharpe picó con las espuelas los ijares de Sycorax. La preocupación de Nairn por el flanco derecho era justificada, ya que, cuando el ataque encontrara oposición, los soldados de la derecha tendrían la tentación de ponerse a salvo bajo la ladera oeste de la colina.
Taplow no esperó la llegada de Sharpe, sino que ya había ordenado a sus hombres que avanzaran. Lo hicieron en dos líneas tras la cadena de escaramuzadores. La delantera estaba compuesta de cinco compañías y la trasera de cuatro. El batallón llevaba las bayonetas caladas y sus banderas se alzaban entre las dos líneas. Sharpe encontró a Taplow montado en un caballo gris justo delante del grupo que llevaba los estandartes.
—Saludos del general, señor.
—¡No nos va a encontrar esperando! —le atajó Taplow—. ¡Ya le dije que dependería de nosotros! —Estaba de muy buen humor.
—Está ansioso, señor, porque sus soldados no se desvíen demasiado hacia la derecha. —Sharpe expresó la advertencia de Nairn con todo el tacto que pudo.
—¡Maldito sea! ¿Cree que somos unos aficionados? —La ira de Taglow fue instantánea y abrumadora—. Dígale que marcharemos hacia los cañones. ¡Directo a los cañones! Moriremos como ingleses, no como escoceses que tratan de pasar desapercibidos. Maldito sea comandante, y que tenga un buen día.
El otro batallón inglés de la brigada de Nairn marchaba a la izquierda de Taplow, y detrás iban los Highlanders que avanzaban al son sobrecogedor de sus gaiteros. Se trataba de un batallón orgulloso y reservado que seguía al jefe de su clan hacia la guerra. Muchos de ellos no hablaban inglés: sólo gaélico. Podían ser terroríficos en combate, mientras que, fuera del campo de batalla, poseían una sería cortesía. En el lado izquierdo de la brigada de Nairn; extendiéndose por la espina dorsal de la cresta, avanzaba otra brigada.
Frederickson, con los escaramuzadores de los dos batallones ingleses, se encontraba mucho más adelantado que los batallones que iban en cabeza. Los artilleros franceses, que esperaban con los botafuegos humeantes, no hicieron ni caso de la línea de avanzada. Esperarían hasta que los objetivos más voluminosos de los batallones, en formación cerrada, se acercaran más.
La espera no fue muy larga. Sharpe, de vuelta junto a Nairn sólo a unos pasos por delante de los Highlanders vio que un artillero francés le daba una última vuelta a la clavija elevadora de su cañón y luego se apartaba de un salto mientras el botafuego bajaba y se quedaba en alto cerca del cebo.
—Que Dios nos ayude —dijo el agnóstico Nairn y entonces en voz mucho más alta, añadió—: ¡Aguanten, muchachos, aguanten!
—Tirez! —gritó el comandante de la batería.
La colina pareció estallar en cañonazos. Las llamas salían disparadas de los cañones de las armas y expulsaban un humo espeso como niebla que se alzaba por encima de la cumbre. La descarga rasgo los batallones que avanzaban. Sharpe vio que una bala abría un ensangrentado agujero en la primera línea de Taplow mataba a otro, soldado en la segunda, luego rozaba el césped y, con el rebote hacia arriba, derribaba una fila de Highlanders. Esa única bala había convertido a cuatro soldados en un amasijo de carne, sangre y hueso astillado. Los gritos de los heridos empezaron a competir con la música de las bandas y el estrépito de las armas enemigas. No era solamente esa batería más próxima la que disparaba, sino los artilleros del bastión central y también otros artilleros, situados a más distancia y altura en la colina, que podían lanzar sus proyectiles por encima de las cabezas de su propia infantería para que cayeran en picado, rebotaran y causaran destrozos entre las tropas británicas.
—Pobres muchachos. —Nairn observaba el batallón de Taplow, cuyos soldados se desplomaban muertos o heridos detrás de sus filas.
—¡Cierren filas! ¡Cierren filas! —gritaban los sargentos.
Un abanderado de quince años y orgulloso de estar en su primera batalla quedó destripado. Un sargento que iba por detrás en un flanco del chico muerto birló seis guineas del bolsillo del faldón del cadáver sin ni siquiera romper el paso.
—¡Cierren filas, cabrones! ¡Cierren filas!
Un proyectil de mortero aterrizó justo enfrente de la línea trasera de Taplow y, como la mecha todavía humeaba, los soldados que estaban más cerca se dispersaron. El proyectil explotó sin causar daños mientras Taplow reprendía a los soldados por ser unos cobardes.
Los fusileros de Frederickson habían avanzado bastante y en esos momentos trataban de eliminar a los artilleros enemigos, pero el humo creaba una cortina perfecta para esconder al contrario. Asimismo, la humareda servía para que el objetivo de la artillería francesa fuera menos claro, pero, mientras apuntaran recto hacia delante, difícilmente podían fallar. Los soldados de la escaramuza francesa, armados con mosquetes, amenazaban a los hombres de Frederickson, aunque hasta el enemigo más valiente se resistía a acercarse demasiado a esos mortíferos fusiles. Harper les cantaba objetivos a sus hombres:
—¿Ve a ese oficial, Marcos? Mate a ese hijo de puta.
—¡Dígale a Taplow que cambie de dirección y avance hacia la batería! —le gritó Nairn a Sharpe por encima del ruido de los cañones enemigos—. ¡Yo pondré a los Highlanders detrás de él!
Sharpe volvió a espolear a Sycorax. La yegua estaba nerviosa a causa de los horribles ruidos. Los cañones provocaban un estallido grave y percutor que rompía los tímpanos mientras que el paso de las balas por encima de la cabeza hacia el mismo ruido que unos pesados toneles rodando por un suelo de madera. Una bala de cañón que se acercara demasiado sonaba como a tela rasgada, pero con un chasquido mucho más repentino y abrumador, que hacía que los contendientes se estremecieran una vez repuestos de la estupefacción que provocaba al surcar el aire. Por detrás de todos los ruidos estaba el sonido de las bandas y la música desgarradora de las gaitas. Los soldados chillaban, los sargentos gritaban y entonces un nuevo ingrediente se sumó a esa cacofonía: el traqueteo estruendoso de una descarga de infantería. Era una descarga de los franceses. El enemigo no se veía a causa del humo de los cañones, pero mientras Sharpe cabalgaba hacia Taplow observó que la humareda se dispersaba a medida que la atravesaban las balas provenientes del centro de la colina.
—¡Cuidado ahora! ¡Cuidado! —Taplow iba sobre su montura justo detrás de su línea de frente. Su caballo se apartó de un soldado herido que vomitaba sangre y Taplow golpeó con la fusta la grupa del animal para mantenerlo firme y obediente. Detrás de él, las banderas del batallón se agitaban cuando eran alcanzadas por las balas de los mosquetes.
—Saludos del general de división Nairn, señor… —empezó a decir Sharpe.
—¡Maldito Nairn!
—Si cambiara de dirección, señor, hacia la batería…
—Cuando lo considere oportuno, señor; cuando lo considere oportuno. Maldito sea. —Taplow hizo girar a su caballo y se alejó de Sharpe—. ¡Bien hecho! —animaba a sus soldados—. ¡Cierren filas, muchachos! ¡Manténganse firmes ahora! ¡Ya llegará nuestro turno! ¡Acabaremos con esos cabrones en un minuto! ¡Cierren filas! ¡Aguanten, aguanten!
Cuando la línea de ataque estuvo a unos cien pasos de los cañones franceses, el enemigo cambió las rondas de disparos por los botes de metralla. Los botes recubiertos de estaño se abrían por la mitad con el fuego expulsado por la boca del arma y esparcían una carga de bolas de plomo como perdigones. En vez del golpe quirúrgico de las balas, cada una de las descargas hacía un agujero enorme y desigual en las filas que avanzaban. La línea de Taplow se estaba viendo rápidamente reducida e iba sembrando su ancho recorrido con un desparramamiento de muertos y heridos. Al final, la matanza y el ruido frenaron el avance del batallón y esa prueba del miedo de sus soldados alentó a Taplow a atravesar las filas con su caballo.
—¡A la carga, cabrones! ¡A la carga por Inglaterra!
Liberados, los soldados del batallón fueron a la carga. Gritaban de miedo, pero corrieron hacia delante y el humo de los cañones sirvió para esconderlos de sus enemigos. Una pequeña hondonada en el terreno les ayudó a que se libraran de lo peor de las descargas de metralla cuando se arrastraban hacia el humo y la línea de cañones enemiga.
—¡Venga, bastardos! ¡Maten a esos hijos de puta! —Taplow iba delante de sus hombres, cargando como un soldado de caballería con su espada en alto, cuando dos botes le explotaron de lleno en la cara de manera que tanto hombre como caballo se convirtieron al instante en pedazos de carne ensangrentada que con el estallido del arma salló despedida hacia atrás hecha jirones y salpicó a las tropas que seguían.
—¡Al ataque! —Fue un abanderado quien retomó el grito.
De Taplow no quedó nada más que sangre, huesos y trozos de carne esparcidos por toda la colina. Sus soldados cargaron pasando por encima de los restos destrozados de su coronel y su caballo y se adentraron en la humareda. Un proyectil disparado desde la parte más alta de la colina explotó a unos diez metros por detrás de Sycorax y la yegua, aterrorizada, salió disparada hacia delante y se metió entre la niebla del humo de los cañones.
El humo era acre. Sharpe quería desenvainar su espada, pero necesitaba las dos manos para dominar el pánico de Sycorax. El caballo atravesó la humareda a toda velocidad y Sharpe vio un tumulto de casacas rojas dando machetazos y estocadas a los artilleros franceses. Era una venganza, y ninguno de los fusileros aceptaría la rendición de un enemigo. Los artilleros iban a pagar por el daño que habían hecho, así que las bayonetas destripaban y se clavaban.
Sycorax se detuvo, temblando, porque una trinchera francesa le impedía el paso. La zanja era poco profunda, como si estuviera a medio terminar. Un casaca roja y dos franceses yacían muertos en su interior. Sharpe desenvainó la espada y trató de sacar algo en claro del caos que había al otro lado de la trinchera. Los hombres de Taplow peleaban, acuchillaban y se abrían camino como podían a través de la batería al tiempo que, a sólo unos setenta pasos a su izquierda, un batallón de refresco enemigo marcha a entre la humareda. El único hombre que se dio cuenta de esa amenaza fue Frederickson, que había dispersado a sus escaramuzadores en una endeble línea para bloquear la aproximación del enemigo; pero un puñado de fusileros no podía tener ninguna esperanza de detener el decidido ataque de un batallón al completo. Los soldados de Taplow se encontraban en un desorden total, buscando únicamente venganza; sin embargo, en cualquier momento el contraataque enemigo caería encima de ellos como un trueno.
—¡Formen compañías! —gritó Sharpe a los fusileros. Espoleó a Sycorax para cruzar al otro lado de la poco profunda trinchera y entonces se sirvió de la cara de la hoja para avisar a los soldados que daban caza a los últimos artilleros, los cuales intentaban encontrar refugio bajo los calientes tubos de sus cañones—. ¡Formen compañías! —Encontró a un comandante—. ¿Está usted al mando ahora?
—¿Al mando? —El hombre se quedó aturdido.
—Taplow está muerto.
—¡Dios santo! —El comandante se quedó boquiabierto al escuchar a Sharpe.
—¡Por el amor de Dios, haga formar a sus soldados! Están a punto de ser atacados.
—¿En serio?
Sharpe se volvió hacia la izquierda y vio que el batallón francés había detenido su avance mientras calaba las bayonetas, aunque, a pesar del pequeño retraso, no podía quedar más de medio minuto antes de que los franceses avanzaran sobre la batería capturada, donde harían picadillo a los casacas rojas. Sharpe gritó a los soldados que formaran y unos cuantos sargentos se dieron cuenta del peligro y retomaron la llamada; pero Sharpe sabía que era imposible: los hombres de Taplow estaban ajenos a todo lo que no fuera la batería capturada y su pequeño saqueo. En menos de un minuto los aplastarían. Soltó una maldición entre dientes: ni siquiera se le había ocurrido a nadie clavar los cañones enemigos, y Sharpe deseó haberse acordado de poner un martillo y unos cuantos clavos en la bolsa de su montura.
Entonces, afortunadamente, oyó el estrépito de una descarga y vio a los Highlanders que salían de entre la masa de humo. Nairn los había llevado hacia la izquierda de la carga de Taplow, por lo que los escoceses cayeron sobre el flanco del batallón francés que avanzaba. Bastaron dos descargas cerradas por parte de los escoceses para que los franceses renunciaran al contraataque.
Sharpe encontró al primer comandante de Taplow.
—¡Forme su Batallón!
—No puedo…
—Hágalo. ¡Ahora! Si no, haré que lo arresten. ¡Muévase!
Un soldado de la artillería francesa, herido de una docena de cuchilladas, se desplomó junto al caballo de Sharpe. Los casacas rojas se estaban bebiendo el agua sucia de pólvora de los cubos que había junto a las armas, en los que se mojaban los escobillones de los cañones entre disparo y disparo. A los ingleses heridos los dejaron apoyados contra los cestos de mimbre llenos de tierra que formaban las troneras de los cañones. Uno de esos cestos pareció explotar en sucias trizas bajo el impacto de una carga de disparos, y Sharpe se dio cuenta de que las armas francesas que había en lo más alto de las colinas habían empezado a disparar hacia la batería capturada.
—¡Ahora usted es la reserva! —gritó Sharpe al comandante—. ¡Divida a sus hombres y formen filas detrás de los Highlanders!
No esperó para ver si le obedecía, sino que salió tras los escoceses que marchaban hacia delante. A la izquierda de éstos, más allá de donde se encontraba el segundo batallón de Nairn, había otra brigada que avanzaba. Al parecer, el ataque había roto la corteza exterior de los franceses, pero, con ese avance, los británicos harían que los franceses se apretujaran en una defensa aún más gruesa e impenetrable.
Sharpe pasó junto a un fusilero muerto y se sintió aliviado al ver que no era Harper. El ataque de Nairn, ardiente y sangriento, iba bien. La compañía de granaderos de los Highlanders se encontraba dentro de una trinchera enemiga, dirigida por un grupo de oficiales y sargentos que utilizaban sus enormes espadas tradicionales escocesas para abrirse paso entre los franceses. Los tiradores de primera de Frederickson eliminaron al enemigo que huía. Dos gaiteros, aparentemente ajenos a ese horror, tocaban sus instrumentos con calma. Sharpe creyó que había algo en esa música que la hacia apropiada para un campo de batalla. El ruido era el mismo que haría un hombre al que estuvieran despellejando vivo, pero parecía llenar de terror al enemigo al mismo tiempo que inspiraba ferocidad en los escoceses. Un caballo sin jinete, con el cuello cubierto de sangre, galopaba presa del pánico hacia las líneas enemigas.
—¡Taplow ha muerto! —Sharpe encontró a Nairn. Nairn se quedó mirándolo de hito en hito como si no lo hubiera oído y suspiró.
—¡Tanto rezar antes de la batalla…! Pobre hombre.
La brigada vecina había tomado por asalto un pequeño bastión y Sharpe vio que sus fortificaciones eran un hormiguero de soldados de infantería británicos y portugueses. Las bayonetas se alzaban y caían. A su juicio, el ataque había llegado a un punto en el que la habilidad de un soldado ya no podía controlarlo; entonces ya no era más que una multitud de soldados enloquecidos librados al combate, y siempre que pudieran seguir avanzando, la victoria era posible.
Sharpe perdió la noción del tiempo. El miedo había desaparecido; siempre parecía desvanecerse en cuanto el peligro estaba presente. Los soldados de Nairn, mermados y manchados de sangre, avanzaron en medio de los disparos. El humo se hizo más espeso. Los contendientes yacían a puñados, cubiertos de sangre, allí donde los habían alcanzado los botes de metralla. Los heridos se arrastraban en busca de ayuda, o vomitaban, o gritaban, o se limitaban a quedarse tumbados sin hacer ruido para dejar que les llegara la muerte. El orden parecía haberse esfumado. En lugar de batallones marchando orgullosos hacia el ataque, a Sharpe le pareció entonces que el asalto consistía en pequeños grupos de soldados que avanzaban unos pocos metros como una exhalación y luego reunían el valor suficiente para realizar otro avance rápido. Algunos de los hombres buscaban refugio y tuvieron que ser reconducidos de vuelta a la avanzada. En algunos lugares se divisaba un estandarte entre la humareda. De vez en cuando, una ovación anunciaba que se había tomado una trinchera enemiga. Un cañón de la Artillería montada se puso en posición y disparó con rapidez contra la cegadora niebla.
La defensa se concentró. El fuego del enemigo, que había sido tremendo al comenzar el asalto, pareció doblarse en intensidad. Los soldados de Nairn, divididos en unidades que nadie dirigía, se echaron al suelo. Él trató de forzarlos a seguir adelante, pero la brigada estaba exhausta. Sin embargo, la división calculó el momento a la perfección, porque en el preciso instante en el que Nairn se dio cuenta de que no podía pedirles más a sus hombres, una brigada de reserva apareció por detrás se desplegó junto a los soldados que quedaban de los tres batallones del general.
El escocés tenía lágrimas en los ojos, tal vez por los muertos, tal vez de orgullo: sus soldados lo habían hecho bien.
—Enhorabuena, señor —repuso Sharpe, y lo decía en serio, porque los hombres de Nairn habían penetrado profundamente en las horribles defensas.
Nairn negó con la cabeza.
—Tendríamos que haber llegado más lejos. —Frunció el ceño al tiempo que escuchaba el sonido de la batalla—. Aunque algunos pobres bastardos le están dando duro.
—El bastión grande, señor. —Sharpe señaló al frente y a la izquierda, donde, entre la cambiante cortina de humo de los cañones, se distinguía una humareda blanca más espesa que delataba la posición del gran bastión central. Las descargas de los mosquetes chasqueaban en sus paredes de tierra.
—Si tomamos ese fuerte —observó Nairn—, la batalla está ganada.
Pero eran otros soldados los que tendrían que asaltar el bastión. Eran soldados de refresco, hombres de los Highlanders de la brigada de reserva, que se dirigieron hacia la vorágine al son de sus gaitas. Nairn no podía hacer nada más que observar. Envainó su espada como si supiera que no la iba a necesitar más, ya no en esa batalla, sino en esa guerra.
—Avanzaremos siguiendo el ataque, Sharpe.
—Sí, señor.
Sharpe se alejó a caballo para reorganizar los dispersos batallones. Las balas pasaban silbando junto a él; un proyectil cayó justo por encima de su cabeza y hubo un momento en que le pareció que el agudo silbido de un bote de metralla lo había elegido como objetivo, aunque, de alguna manera, él podía considerarse un hombre muy afortunado. Un ejército se desangraba a su alrededor, pero él estaba vivo. Pensó en Jane, en Dorset y en todos los placeres que le aguardaban con la paz, y rezó para que la victoria se alcanzara pronto y sin ningún percance.
* * * *
Los artilleros franceses abrieron unas sangrientas brechas en las filas de los Highlanders que atacaban el bastión. Los botes de metralla estallaban a quemarropa, reforzados por las descargas de los mosquetes de la Infantería que se alineaba en la empalizada y disparaba contra el enjambre de soldados que cruzaban como podían la seca zanja pasando por encima de los cuerpos de los hombres de su clan.
—¡Menos mal que son ellos y no yo! —El sargento Harper estaba de pie junto al caballo de Sharpe.
La compañía de Frederickson había salido bastante bien parada de ese horror. Sólo había perdido a seis soldados. El batallón de Taplow se había resentido mucho más: cuando Sharpe lo había vuelto a formar, parecía tener la mitad de soldados que cuando se empezó el ataque, y éstos estaban tan aturdidos que daban la impresión de haber entrado en trance. Algunos incluso lloraban porque Taplow había muerto.
—Les caía bien —le había explicado a Sharpe el capitán de la compañía ligera—. Los azotaba y los maldecía, pero les caía bien. Con él sabían dónde estaban.
—Era un hombre valiente —dijo Sharpe.
—Le atemorizaba la paz. Creía que sería aburrida.
Los Highlanders escarbaron en la pared de tierra. Los mosquetes franceses trataban de destrozarlos, pero, de un modo u otro, los escoceses subieron y clavaron las bayonetas por encima de la barricada. Un soldado trepó hasta la parte más alta y se cayó; otro se puso en su lugar y, de pronto, los escoceses ya estaban haciendo pedazos la empalizada y entraban en tropel por las brechas. Los vítores de los atacantes sonaron débiles a través del humo. Las compañías de apoyo cruzaron la zanja llena de muertos y tomaron el bastión.
Sharpe envainó su espada. Observó, sorprendido, que no tenía ni una gota de sangre. Pensó que tal vez no habría de matar en esta última batalla, y entonces una certeza supersticiosa le sugirió que sólo sobreviviría si no intentaba matar a nadie. Se pasó la mano por la barbilla sin afeitar y se olvidó de los augurios de la vida y la muerte cuando una enorme descarga cerrada martilleó en el lado más apartado del bastión capturado.
—Dios salve a Irlanda. —La voz de Harper era de sobrecogimiento.
Los franceses lanzaron un contraataque contra el bastión, igual de desesperado que el asalto de los Highlanders, y Sharpe vio con horror cómo el enemigo de casaca azul despejaba las murallas recién conquistadas. Los soldados luchaban cuerpo a cuerpo, pero los franceses tenían la ventaja de ser más numerosos y estaban ganando por la simple fuerza del ímpetu.
Los supervivientes del regimiento escocés saltaron para escapar del fuerte; los franceses les dedicaron unos desdeñosos vítores, y entonces los batallones de reserva, formados por más soldados escoceses, avanzaron gruñendo con las bayonetas extendidas.
—¡Formaremos como reserva! —le gritó Nairn a Sharpe.
—¡Adelante escaramuza! —gritó éste a su vez.
La brigada de Nairn había marchado con una fuerza de tres batallones, pero entonces formaron en sólo dos. Los reducidos Highlanders se hallaban a la izquierda, y lo que quedaba de los dos batallones ingleses formó en bloque a la derecha. Los soldados se pusieron en cuclillas y rezaron para que no se les necesitara. Tenían el rostro ennegrecido por los residuos de pólvora sobre los que el sudor trazaba unas sucias líneas blancas.
El segundo ataque escocés entró como pudo en el bastión. De nuevo las bayonetas se alzaron y cayeron sobre el parapeto y de nuevo los escoceses echaron a los franceses. El humo cambió de rumbo y no permitía ver la lucha, pero las gaitas seguían sonando y las exclamaciones volvían a ser en gaélico.
Sharpe dejó su espada envainada mientras se dirigía hacia Nairn a lomos de Sycorax. Sobre su cabeza se alzaron dos alondras por encima de la humareda, algo incongruente en ese día de lucha. La yegua se alejó dando un respingo de un sargento escocés muerto. La batalla se había vuelto tranquila, o eso le parecía a Sharpe. Los soldados peleaban y morían a menos de doscientos pasos hacia el norte y los cañones que los rodeaban, inmersos en una nube de humo, no dejaban de tronar con la amenaza de golpear las entrañas que encontrarán al paso de sus proyectiles, pero eso a él no le parecía amenazador. Se acordó de los restos de la ternera en salazón que tenía en la bolsa y se quedó asombrado al encontrarse con que una bala de mosquete de los franceses se había alojado en la carne correosa y llena de cartílago. Extrajo la bola de plomo y le hincó el diente a la comida.
—Hay otra brigada a unos cuatrocientos metros por detrás de nosotros —observó Nairn—. Si cae el fuerte van a seguir adelante hasta el extremo de la cresta.
—Bien.
—Gracias por todo lo que ha hecho —le dijo el escocés.
Sharpe, turbado por el elogio, movió la cabeza en señal de negación.
—Ni siquiera mojé mi espada, señor.
—Yo tampoco. —Nairn dirigió la mirada al cielo.
Una bala de cañón francesa disparada a ciegas desde el flanco izquierdo y dirigida a los escoceses que habían tomado el baluarte se desvió y le cortó la cabeza al caballo de Sharpe con un estallido de sangre tibia. Durante un segundo Sharpe se quedó sentado sobre la yegua decapitada; entonces el cuerpo cayó hacia delante y él sacó los pies de los estribos y se echó a un lado con desesperación, porque el cadáver de su montura amenazaba con caérsele encima.
—¡Maldita sea! —Sharpe se quedó tumbado sobre un charco de sangre de caballo aún caliente y luego se puso en pie con dificultad—. ¡Maldita sea!
Nairn dominó su impulso de reírse de la indecorosa caída de Sharpe. En lugar de eso le dijo:
—Lo siento.
—Era un regalo de Jane. —Sharpe se quedó mirando a ese amasijo de muerte que había sido Sycorax. El cuerpo descabezado todavía temblaba.
—Era un buen caballo —dijo Nairn—. Guárdese la silla.
Se dio la vuelta en su montura para ver si alguno de sus caballos de reserva estaba a la vista, pero una repentina descarga de mosquetes lo obligó a volverse de nuevo.
Otro contraataque de los franceses avanzó rápidamente, esta vez flanqueando y asaltando el baluarte, y de nuevo un mayor número de soldados obligó a los escoceses a retroceder. La infantería de casacas azules se apiñó por las paredes del bastión, retumbaron los mosquetes y por segunda vez los franceses retomaron el fuerte. Se escucharon los gritos de los Highlanders a los que estaban dando caza en el interior del patio.
—Hoy están luchando bien esos malditos franceses —el tono de Nairn hacia evidente su desconcierto.
El enemigo corría por la empalizada matando con la bayoneta a los soldados escoceses heridos. En efecto, esos franceses combatían con un brío que en el ataque anterior, realizado en columna, no habían demostrado. Un estandarte con un águila brillaba en medio del humo, y bajo su brillo Sharpe vio a un general francés. El hombre estaba de pie con las piernas ampliamente separadas sobre el parapeto sur del fuerte. Era una pose arrogante que sugería que el francés era el señor de ese campo de batalla y que podía igualar con creces cualquier cosa que los británicos le echaran encima. Los fusileros de Frederickson debían de haber visto al general enemigo, porque pudieron oírse los disparos de una docena de ellos; pero ese día el francés tuvo mucha suerte.
—¡Ése es Calvet! —Sharpe había enfocado al francés con el catalejo y reconoció la figura rechoncha y baja del hombre con el que había luchado en Teste de Buch—. ¡Es el maldito Calvet!
—Démosles una lección a esos cabrones. —Nairn desenvainó su espada. Era evidente que con la última expulsión de los escoceses no había tropas de refresco que pudieran lanzarse contra el baluarte reconquistado. Si le daban a Calvet más de unos minutos, reorganizaría sus defensas y redoblaría la dificultad de tomar el fuerte. Ése era el momento de contraatacar, y la brigada de Nairn era la que se encontraba más próxima.
—¡Rápido, Sharpe! ¡Acabemos con esto!
Calvet se apartó imperiosamente. Sus hombres avanzaban desde ambos flancos del bastión. La trinchera del fuerte estaba repleta de soldados muertos y agonizantes.
—¡En pie! —Nairn se había situado en el espacio entre sus dos batallones—. ¡Calen las bayonetas! —Esperó a que las cuchillas estuvieran colocadas y después agitó su sombrero tricornio—. ¡Adelante! ¡Que se oigan las gaitas!
Los dos batallones avanzaron. Hasta entonces habían pasado desapercibidos. Los franceses despejaban sus troneras y las cornisas a las que se subían para disparar por ellas mientras uno de los batallones de Calvet formaba en tres filas frente a la empalizada hecha pedazos y la zanja empapada de sangre. Fue un oficial de ese batallón el primero que se dio cuenta de la amenaza de Nairn y dirigió un grito de advertencia al parapeto del fuerte.
A nadie se le había ocurrido clavar los cañones para inutilizarlos, y los soldados de la artillería francesa los cargaron entonces con botes de metralla y dispararon estrépitos de muerte hacia el ataque de Nairn. Sharpe, que se apresuraba para alcanzar al escocés a caballo, vio caer a Nairn, pero sólo era su caballo el que había resultado herido. El viejo escocés, sin el sombrero y por completo despeinado, se levantó y blandió su espada.
—¡Adelante!
El fuerte había sido capturado dos veces y dos veces lo habían vuelto a tomar. Ese burdo cuadrado de tierra con sus maltrechas empalizadas parecía arrastrar a los soldados hacia el horror de su interior; era casi como si ambos ejércitos hubieran acordado que quien capturara el fuerte ganaría también la batalla. Sharpe se dio cuenta de que a su derecha el terreno estaba despejado, un terreno que debía de flanquear la humeante fortificación; pero la serenidad, la única que podría haber sugerido que se ocupara ese terreno, había sido reemplazada por un orgullo salvaje que no iba a permitir que el general Calvet tuviera la satisfacción de mantener el baluarte. Nairn, a quien durante tanto tiempo se le había negado la oportunidad de mostrar sus habilidades, se erigió en el maestro de esa batalla. No eran sólo los cañones del bastión a los que tenía que enfrentarse, puesto que en el batallón de la Infantería francesa los soldados cargaban sus mosquetes a la espera del asalto de Nairn.
—¡Aguanten, muchachos, aguanten! —Nairn había lanzado su ataque llevado por un impulso y se dio cuenta de que tenía que tomárselo con más calma para que a sus soldados no los traicionara el miedo o la impaciencia—. ¡Vigilen la alineación! —Le sonrió a Sharpe cuando se unió a él—. ¡Un último esfuerzo, Sharpe, sólo un último esfuerzo!
Una de las banderas de los Highlanders cayó, aunque la recuperaron y la izaron de nuevo. Una bala de cañón le cortó la pierna a un sargento a la altura de la rodilla. Las gaitas avivaban el fervor en los corazones que decaían. La Infantería francesa había cargado y alzado los mosquetes. No había ni rastro de Calvet, que debía de haberse quedado dentro del bastión. Sharpe observó que los franceses amartillaban los mosquetes.
—¡Destrozaremos a esos cabrones! —gritó Nairn—. ¡Los destrozaremos!
La Infantería francesa disparó y el aire se llenó de la escindida descarga y del ensordecedor silbido de sus balas. De las cañoneras brotó un humo espeso como la sangre y Sharpe vio que el terreno que había ante él se revolvía al ser alcanzado por los botes de metralla. Nairn se tambaleó hacia atrás y Sharpe se volvió alarmado hacia él.
—¡No es más que la pierna, muchacho! ¡No es nada! ¡Siga! ¡Siga! —Nairn estaba herido, aunque seguía eufórico. Cojeaba, pero no dejó que Sharpe se quedara con él—. ¡Deles una descarga cerrada, Richard, ésta es su oportunidad!
—¡Brigada! —la voz de Sharpe sonó tremenda—. ¡La brigada se detendrá! ¡Presenten armas!
Los casacas rojas se detuvieron. Alzaron sus pesados mosquetes. El batallón de los franceses sabía lo que se avecinaba e intentó desesperadamente volver a cargar. Sharpe levantó su espada, se detuvo un instante y luego la bajó de golpe.
—¡Fuego!
Siguió una descarga atronadora y una exhalación de humo acre no había tiempo para preguntarse el daño que habían hecho las balas.
—¡Carguen!
—¡Lleve a los muchachos hacia el objetivo, Richard! —le gritó Nairn—. ¡Llévelos hacia el objetivo!
—¡Carguen! —Sharpe sintió que aumentaba la furia, la irrazonable furia de la batalla, la ira que sólo disminuía con la victoria. Eran esa misma ira y ese orgullo los que habían hecho que Taplow apretara el paso delante de sus soldados hacia una muerte certera y los que hicieron que Nairn condujera a sus hombres hacia ese caldero que era el territorio asesino de la fortificación.
—¡Carguen! —Una bala de mosquete le pasó justo por delante de la cara. En esos momentos Sharpe podía distinguir los rostros de los soldados de la Infantería francesa, que tenían un aspecto sumamente joven y desesperadamente asustado.
—¡Carguen! —Ése era Nairn, que estaba entonces detrás de Sharpe, y la palabra pareció arrojar a lo que quedaba de la brigada hacia el hedor de los cuerpos y la sangre entre los que se situaba el enemigo. Los Highlanders se abalanzaron contra la Infantería francesa, que no tenía donde batirse en retirada. El enemigo vaciló y estuvo perdido. El batallón inglés de Nairn se acercaba a su flanco.
Las bayonetas de los escoceses avanzaron y regresaron ensangrentadas. Los hombres de los clanes tenían mucha experiencia en la guerra y en luchar contra reclutas. Sharpe, situado en uno de sus flancos, vio correr al enemigo, pero, presas del pánico, los franceses se abalanzaron sobre los ingleses que se aproximaban. Había un chico que corría derecho hacia Sharpe; entonces, al ver al oficial inglés, el muchacho alzó su bayoneta para atacar. Sharpe se hizo a un lado con desdén y le puso la zancadilla. Lo dejó tendido en el suelo para que uno de los soldados de Frederickson lo desarmara o lo matara.
Un cañón disparó botes de metralla hacia el tumulto de soldados que peleaban y mató tanto a escoceses como a franceses.
—¡Abran fuego! —gritó Frederickson, y sus escaramuzadores dispararon hacia las troneras. Un artillero salló despedido hacia atrás. Un francés gritaba a voz en cuello desde la empalizada. Los Highlanders de Nairn ya estaban destrozando la inclinada pared de tierra de la cara sur del fuerte.
—¡A la derecha! ¡A la derecha! —le gritó Sharpe al provisional batallón inglés para que torciera su avance y le siguiera hacia la pared oeste del baluarte.
Sharpe saltó por encima de la zanja y trató de alcanzar la empalizada. Un mosquete le tiró un fogonazo; entonces resbaló en la tierra mojada y cayó de espaldas al pie de la trinchera al tiempo que los soldados de Frederickson saltaban por su lado. El sargento Harper había sacado su pistola de siete cañones del portafusil. La disparó al azar hacia arriba e hizo retroceder a tres soldados franceses, que dejaron un espacio por donde los fusileros pudieron alcanzar la parte superior. Sharpe fue tras ellos. La sangre de un soldado le empapó la cara, un cuerpo le cayó encima, pero lo apartó para ayudar a otro soldado a tirar de la empalizada. Una astilla de madera le rasgó la mano al tirar pero entonces el parapeto se resquebrajó, cedió hacia el exterior y dejó un espacio por el que podía pasar un hombre. Una bayoneta francesa trató de alcanzarlos, pero Sharpe clavó su espada y le rajó el antebrazo al soldado, que dejó caer el mosquete y la cuchilla.
Un casaca verde entró por la brecha, le dispararon y otro soldado lo apartó a un lado. Harper estaba arrancando otra parte de la barricada, sacando un cesto de mimbre lleno de tierra que causó el desmoronamiento de toda una sección de las defensas encima de un casaca roja herido. Harper gritaba su propio desafío en gaélico. Los casacas rojas se mezclaban con los casacas verdes y toda esa masa de soldados escarbaba y rompía el montículo de barro y la empalizada de madera. Pisoteaban a los heridos y se abrían paso a la fuerza hacia donde los mosquetes franceses martilleaban y las bayonetas se clavaban. Un francés alargó demasiado su cuchillada, le agarraron el arma y el hombre grito al tiempo que lo arrastraban hacia las dagas que le aguardaban. En esos momentos, Sharpe estaba encajado en una brecha de la empalizada y trataba desesperadamente de esquivar una bayoneta cuando de repente toda una sección de la pared que había tras él se vino abajo hacia adentro bajo el peso de los atacantes. Se oyeron gritos de victoria y de pronto los británicos cayeron sobre la estrecha cornisa bajo las troneras luego bajaron de un salto al patio donde el general Calvet trataba de alinear a sus soldados formando un grupo sólido; pero los Highlanders de Nairn ya habían atravesado la pared sur, y en esos momentos los primeros de esos escoceses dirigían sus bayonetas hacia los asustados soldados de Calvet. El patio había quedado igual que un matadero a raíz de los dos ataques previos.
—¡Acérquense a ellos! ¡Acérquense! —gritó Sharpe y acto seguido bajó de un salto al patio.
Ahora se trataba de sangre, hedor y hojas de acero en un espacio muy reducido. Un oficial francés trató de batirse en duelo con Sharpe, pero el fusilero no tenía tiempo para tamañas heroicidades y se limitó a echarse hacia delante con el fin de evitar la arremetida del soldado y golpearle en la cara con la guarnición de su espada. El francés cayó de espaldas y Sharpe le dio una patada en las costillas. Hubiera dejado allí al soldado, pero el oficial francés hurgó en su cinturón para sacar una pistola y Sharpe se olvidó de su superstición acerca de matar y le clavó la espada. Otro soldado se acercó a Sharpe con una bayoneta, pero dos fusileros con bayonetas de espada corta lo alcanzaron primero un oficial de los Highlanders destripó a un artillero con un golpe de espada escocesa; luego le dio en la cabeza para asegurarse de su muerte.
Calvet insultaba a sus hombres, tiraba de ellos para que se alinearan, maldiciéndolos por ser unos cabrones con hígado de pollo. Un oficial escocés se acercó lo bastante al general para amenazarlo con su espada, pero Calvet esquivó el golpe casi con indiferencia y luego arremetió con su espada contra el vientre del escocés antes de volverse hacia sus soldados para gritarles que fueran rápidos y echaran a esos malditos bastardos. Los soldados de Calvet eran en su mayoría jóvenes reclutas que ese día habían luchado como demonios, pero el ataque de Nairn había consumido el coraje que les quedaba. A pesar de lo que decía su general, ellos retrocedieron.
Hubo unos cuantos que siguieron luchando. Un artillero francés balanceaba un ariete como si se tratara de un enorme garrote. Sharpe se agachó bajo el vaivén y le lanzó una estocada. El francés puso cara de estar extrañamente sorprendido cuando el acero le perforó el vientre. Un soldado de los Highlanders terminó el trabajo por Sharpe. Había un gaitero sobre la muralla del lado sur que con su música desenfrenada compelía a los escoceses a seguir adelante.
El mango de la espada de Sharpe estaba resbaladizo debido a la sangre. Los soldados de Calvet rompieron filas y echaron a correr. Los primeros ya estaban saltando por encima de la pared que daba al norte. Sharpe buscó a Calvet con la mirada y lo vio en medio de unos cuantos veteranos con bigote, bajo el brillante estandarte del águila.
—¡Calvet! —Sharpe gritó su nombre en un tono desafiante—. ¡Eh, Calvet!
El francés vio a Sharpe. Curiosamente, en vez de molestarse por el reto, levantó su espada imitando un saludo. Sharpe se abrió camino como pudo para acercarse a él, pero una repentina avalancha de Highlanders se interpuso ante el grupo de franceses. Las banderas de tres batallones británicos se encontraban entonces en la fortificación, el tropel de soldados era incontenible y los últimos defensores incondicionales de Calvet tuvieron que ceder. Habían combatido bien, pero en esos momentos lo único que querían era salir de ese patio sangriento. Se retiraron con calma, disparando sus mosquetes para mantener a los escoceses a raya; luego rompieron filas y salieron como pudieran por el parapeto del lado norte.
—¡Guarnezcan las cornisas! —Sharpe fue corriendo hacia el parapeto norte.
—¡Claven esos malditos cañones! —Ése era el coronel de los escoceses.
Los soldados de Frederickson estaban en el parapeto del lado norte y disparaban contra los franceses que se batían en retirada. Sharpe se unió a ellos, sacó el fusil de la correa y buscó a Calvet. Vio que el general se alejaba caminando, sin molestarse en correr; simplemente iba cortando la maleza con su espada como si estuviera dando un paseo por el campo. Sharpe lo apuntó con su arma justo en la parte baña de la espalda pero no pudo apretar el gatillo. Movió el cañón hacia arriba y a un lado antes de disparar, de manera que la bala pasó zumbando junto a la oreja derecha del general francés.
Calvet se dio la vuelta y vio a los fusileros alineados en el parapeto. Ninguno disparó contra él porque su porte calmado traslucía una valentía que ellos podían admirar. Era un soldado vencido pero valiente. Se quedó mirando fijamente a los fusileros durante un segundo y luego se inclinó haciendo una reverencia irónica. Al tiempo que se enderezaba hizo un gesto obsceno y después siguió andando con parsimonia. Sólo empezó a correr cuando las tropas británicas, que se agolpaban a ambos lados del baluarte, amenazaron con cortarle el paso. Por delante de Calvet brotó el humo cuando los españoles reanudaron su asalto en el extremo norte de la colina. Ese asalto y la caída del enorme fuerte quebrantaron lo que le quedaba de espíritu al ejército del mariscal Soult.
Los franceses corrían. Bajaron a la carrera por la pared este de la montaña hacia los puentes que cruzaban el canal y pusieron rumbo a la ciudad. Sharpe, de pie en la cornisa que habían capturado, pudo por fin contemplar los chapiteles, torres, pináculos y tejados de Toulouse. Vio el semicírculo de humo que señalaba las posiciones británicas al este y sur de la ciudad. Era como mirar un grabado de un asedio sacado de algún viejo libro sobre las guerras de Marlborough. Se quedó mirando fijamente, ajeno al repentino silencio que extendía por la colina, y lo único en lo que pudo pensar fue en que estaba vivo.
Sharpe se dio la vuelta dejando la ciudad a sus espaldas y vio al sargento Harper sano y salvo. El corpulento irlandés estaba cortando una cantimplora para desprenderla del cinturón de un soldado francés. Un clarín anunció la victoria. Un francés herido maldijo su dolor y trató de ponerse en pie. Un sargento de los Highlanders admiraba la espada de un oficial francés que se había quedado como trofeo. Los soldados cogían agua de los cubos de los cañones con cazos y se la tiraban por la cara. Un perro corría con un trozo de intestinos en la boca. Un teniente francés agonizaba al pie del vacío mástil francés. El hombre pestañeaba desesperadamente, como si supiera que si dejaba que se le cerraran los párpados se deslizaría hacia la noche eterna.
Llegó Frederickson, que se quedó junto a Sharpe, y los dos oficiales se volvieron para observar desde lo alto la ciudad enemiga.
—Supongo que mañana tendremos que asaltar ese maldito lugar —dijo Frederickson.
—No lo haremos nosotros, William. —Sharpe sabía que ese sangriento trabajo se lo darían a otros batallones. Los soldados que habían tomado la colina ya se habían ganado la paga y la prueba estaba en el espanto que reinaba a su alrededor. Soldados muertos, heridos, caballos que agonizaban, cureñas rotas, humo, desperdicios; era el campo tras la batalla, la última batalla. Sin duda, pensó Sharpe, tenía que ser la última batalla.
Encontró un trapo para limpiar los cañones y lo usó con su espada. Había mojado la hoja después de todo, pero pronto, pensó, colgaría esa larga espada de una pared en el campo, y él dejaría que acumulara polvo. Al norte de donde se encontraba, las banderas británicas avanzaban por la colina mientras los batallones de refresco daban caza a los últimos nidos de tenaces defensores. El humo se hacía menos espeso y daba lugar a una bruma borrosa. Sobre la cima más alejada de las colinas se divisaban los estandartes españoles, lo cual demostraba que la batalla de ese día estaba ganada aunque la ciudad en si todavía tuviera que caer. De repente Sharpe soltó una carcajada.
—De pronto me han entrado ganas de hacerme con el águila de Calvet. ¿Lo ha reconocido?
—Sí. —Frederickson ofreció su cantimplora a Sharpe—. Debe alegrarse de no haber intentado quitarle el pájaro: no estaría vivo si lo hubiera hecho.
De repente sonó una gaita y algo plañidero en sus notas hizo que Sharpe y Frederickson se volvieran.
—¡Oh, Dios! —dijo Frederickson en voz baja. Cuatro Highlanders llevaban una camilla hecha con casacas enemigas anudadas a unos mosquetes franceses. Tendido sobre la camilla, con el pelo blanco que le colgaba, estaba Nairn.
Sharpe bajo de un salto a la tierra empapada en sangre del patio. Cruzó hacia donde estaba el cuerpo justo cuando los Highlanders lo bajaban al suelo.
—Está muerto, señor. —Uno de los soldados vio la cara de Sharpe y se ofreció a darle la funesta noticia.
—Dijo que era la pierna. —Sharpe miró con el ceño fruncido al anciano que había sido su amigo.
—También el pulmón, señor.
—¡Oh, Dios! —Las lágrimas se agolparon en los ojos de Sharpe y cayeron por su mejilla ensangrentada—. Iba a cenar con él esta noche.
—Lo siento, señor.
Enterraron a Nairn en el centro de la fortificación que los escoceses habían capturado. Una gaita tocó un treno por él, un capellán rezó una plegaria en gaélico y sus queridos Highlanders dispararon una descarga hacia las estrellas del norte en su honor.
Y por la mañana, cuando Sharpe se despertó con la boca reseca y el corazón dolorido por el recuerdo de la muerte del escocés, se descubrió que el mariscal Soult había abandonado Toulouse. Había marchado a través de la brecha en el cerco británico y se había ido de la ciudad que en esos momentos hacia alarde de banderas blancas para dar la bienvenida a sus enemigos. Toulouse se había rendido.
* * * *
El capitán William Frederickson, que se había vuelto a poner la dentadura postiza y el parche en el ojo para darle a su rostro surcado de cicatrices un semblante de respetabilidad, descubrió a Sharpe en una bodega próxima a la prefectura de Toulouse. El lugar estaba abarrotado de gente, pero había algo en el marcado rostro de Sharpe que había disuadido a todo el mundo de compartir su mesa. Acababa de anochecer y habían pasado dos días desde que Soult había abandonado la ciudad para dejaría en manos de los británicos.
—¿Le ha dado por beber solo? —le preguntó Frederickson.
—Nunca he abandonado ese hábito. —Sharpe empujó la botella de vino hacia el otro lado de la mesa—. Tiene usted un aspecto de lo más alegre.
—Estoy de lo más alegre —Frederickson hizo una pausa, porque se oyó un fuerte y prolongado hurra desde la prefectura de al lado. El mariscal de campo lord Wellington daba una cena para celebrar la toma de la ciudad. Todos los ciudadanos prominentes de Toulouse estaban presentes, todos llevaban la escarapela blanca de la monarquía francesa y todos juraban que nunca habían apoyado al advenedizo tirano corso.
—Hace que uno se pregunte contra quién hemos estado luchando todos estos años. —Frederickson se sentó a horcajadas en una silla con el respaldo delante y le dio las gracias por el vino con un movimiento de la cabeza—. Pero ya no lucharemos más contra ellos, porque el emperador ha abdicado. Ese condenado y maldito emperador se ha dado por vencido. Permítame que brinde por su excelente salud, Sharpe, ahora que está totalmente a salvo.
Frederickson había hablado en un tono de completa naturalidad, tanto fue así que en realidad Sharpe no comprendió lo que su amigo acababa de decir.
—La guerra, mi querido amigo, ha terminado —insistió Frederickson.
Sharpe lo miró de hito en hito sin decir nada.
—Es tan cierto —repuso Frederickson— como que vivo y respiro, y que me maldigan si miento, pero ha venido desde París un oficial británico. ¡Piense en ello! ¡Un oficial británico desde París! ¡De hecho, han venido desde allí un montón de oficiales británicos! ¡Bonaparte ha abdicado, París ha caído, la guerra ha terminado y nosotros hemos ganado! —Frederickson no pudo contener más su entusiasmo. Se puso en pie y, haciendo caso omiso del origen francés de la mayoría de clientes, se subió a la silla y gritó la noticia a todos los que había en la taberna—: ¡Boney ha abdicado! ¡París ha caído, la guerra ha terminado y nosotros hemos ganado! ¡Por Cristo, hemos ganado!
Hubo un momento de silencio y entonces empezaron los vítores. Los oficiales españoles y portugueses buscaron una rápida traducción y luego añadieron su propia algarabía a la celebración. Los únicos que no gritaron su entusiasmo fueron los veteranos franceses con bigote, vestidos de civil, que fijaron la vista en sus copas de vino con resentimiento. Uno de esos hombres, cuando le tradujeron la noticia, se echó a llorar.
Frederickson gritó a una de las chicas que servían que quería champán, puros y brandy.
—¡Hemos ganado! —exultó Frederickson ante Sharpe—. ¡Se ha terminado el maldito asunto!
—¿Cuándo abdicó Boney? —preguntó Sharpe.
—Ni idea. ¿La semana pasada? ¿Hace dos semanas?
—¿Antes de la batalla? —insistió.
Frederickson se encogió de hombros.
—Antes de la batalla, sí.
—¡Por Dios! —Sharpe cerró los ojos por un momento. ¿Así que la muerte de Nairn había sido en vano? ¿Toda la sangre derramada en la alta cresta de las colinas había sido inútil?
Entonces, de repente, una abrumadora y asombrosa oleada de alivio hizo que se olvidara de esa ironía. Las campanas de Europa podían repicar porque la guerra había terminado. No habría más peligro. No habría que reunir de nuevo el valor necesario para atacar una muralla en poder del enemigo, ni que quedarse quieto como una roca mientras un batallón enemigo apuntaba. Se acabaron los cañones, los lanceros, las líneas de tiradores, las muertes. Se había terminado. Adiós a las caminatas nocturnas envueltos en sudor pensando en la amenaza de la hoja de una espada. La guerra había terminado y se habían cerrado las últimas filas, y todo el maldito asunto estaba acabado. Europa se había enjuagado con sangre, pero por fin se había terminado. Ahora viviría para siempre, y esa idea hizo reír a Sharpe, que se encontró de pronto estrechando la mano de los oficiales aliados que se amontonaban alrededor de la mesa para oír los detalles de la noticia de Frederickson. Napoleón, el ogro, el tirano, el azote de Europa, el maldito corso, el advenedizo, la bestia, estaba acabado.
Alguien empezó a cantar mientras algunos oficiales bailaban entre las mesas donde permanecían sentados los veteranos del emperador ocultando sus pensamientos.
Llegaron el brandy y el champán. Frederickson, sin preguntar, vertió el vino tinto de la copa de Sharpe en el suelo cubierto de serrín y lo sustituyó por champán.
—¡Un brindis! ¡Por la paz!
—¡Por la paz!
—¡Por Dorset! —exclamó Frederickson con una sonrisa.
—¡Por Dorset! —Sharpe se preguntó si habría llegado carta de Inglaterra y acto seguido se olvidó de la idea para saborear la increíble noticia. ¡Se había terminado! No habría más botes de metralla, ni más bayonetas, ni más tiritones durante las largas marchas nocturnas, ni más hedor de la caballería francesa, ni más sables cortantes, ni más balas. La Pascua había triunfado y la muerte estaba derrotada—. Tengo que escribir a Jane —repuso, y se preguntó si ella estaría celebrando la noticia en algún pueblo de Dorset. Habría bueyes asándose, toneles de cerveza, las campanas de la iglesia repicando. Se había terminado.
—Puede escribirle a Jane mañana —ordenó Frederickson—; esta noche nos emborrachamos.
—Esta noche nos emborrachamos —asintió Sharpe.
A la una de la madrugada estaban encima de las murallas de la ciudad, donde cantaron tonterías y gritaron su triunfo hacia las fogatas del campamento británico situado al oeste de la ciudad. A eso de las dos iban en busca de otra bodega, aunque en lugar de eso se encontraron con un grupo de sargentos de caballería que se empeñaron en compartir con los oficiales fusileros un poco de champán de los saqueos. A las tres de la mañana, cogidos del brazo para mantenerse derechos, Sharpe y Frederickson atravesaron tambaleándose las fortificaciones francesas abandonadas y cruzaron el puente de madera sobre el canal, donde dos centinelas amigos impidieron que se cayeran al agua. A las cuatro arrestaron al sargento Harper con la acusación de estar sobrio y a las cinco lo declararon inocente porque ya no lo estaba. A las seis de la mañana el comandante Richard Sharpe estaba vomitando y a las siete fue tambaleándose hacia la tienda vacía de Nairn y dio instrucciones de que no se le despertara nunca más. Nunca.
Porque la guerra había terminado, se había ganado y por fin, por fin, había paz.