CAPÍTULO 1

—Naturalmente que el par lo sabía —el general de división Nairn hablaba del duelo—, pero, entre usted y yo, no creo que le desagradara la idea. La Marina lo ha estado molestando bastante últimamente.

—Esperaba que me arrestaran —dijo Sharpe.

—Si hubiera matado a ese sinvergüenza lo habrían hecho. Ni siquiera Wellington puede ignorar completamente la muerte de un capitán de Marina, pero fue ingenioso que se limitara a rayarle el culo. —Nairn soltó una alegre y rugiente carcajada al pensar en la herida de Bampfylde.

—Yo intenté matarle —confesó Sharpe.

—Fue mucho más inteligente por su parte dejarle el trasero dolorido. Y permítame decirle cuánto me alegro de verlo, mi querido Sharpe. Confío en que Jane esté bien.

—Ya lo creo, señor. El tono de Sharpe hizo que Nairn dirigiera una mirada divertida al fusilero.

—¿Es posible que su matrimonio esté pasando por un mal momento, Sharpe?

—El peor, señor.

Sharpe había tardado tres días en alcanzar al ejército que avanzaba y medio día más en encontrar a Nairn, cuya brigada se hallaba en el flanco izquierdo de la avanzada. Al final, había descubierto al escocés en lo alto de una colina que se alzaba sobre un vado que los británicos habían tomado esa mañana y a través del cual marchaba toda una división en esos momentos. De los franceses sólo se divisaban a lo lejos unos cuantos escuadrones de caballería que se retiraban, aunque una batería de artillería enemiga disparaba de vez en cuando desde un bosquecillo que había a unos dos kilómetros pasado el río.

—¿Ha traído consigo a Frederickson? —preguntó entonces Nairn.

—Sus soldados están al pie de la colina.

—¡Le rayó el culo! —Nairn se rió de nuevo—. ¿Puedo suponer, por su mal momento matrimonial, que Jane no está con usted?

—Zarpó hacia casa hace dos días, señor.

—Es el mejor sitio para una mujer. En realidad a mí nunca me pareció bien que los oficiales cargaran por ahí con sus mujeres como si se tratara de parte de su equipaje. Sin ánimo de ofender, por supuesto: Jane es una chica encantadora, pero sigue siendo equipaje para un ejército. ¡Pero bueno! ¡Cielo santo! —Esas últimas palabras eran un saludo a una bala de cañón francesa que cruzó el río con gran estruendo y rebotó colina arriba, lo que obligó a Nairn a realizar una frenética evasión que casi lo hizo caer de su montura—. Ya ve lo que ocurre, Sharpe: los malditos franceses tratan de detenernos en cada río; nosotros flanqueamos a esos hijos de puta y seguimos avanzando.

Al pie de la ladera, la brigada de Nairn esperaba pacientemente su turno para cruzar el vado. La brigada estaba compuesta de un batallón de Highlanders y dos del condado inglés.

—¿Qué quiere que haga exactamente? —le preguntó Sharpe a Nairn.

—No tengo ni idea. Diviértase. ¡Yo lo estoy haciendo! —y en efecto, el escocés, que había soportado durante años el espantoso trabajo del estado mayor a las órdenes de Wellington, se deleitaba con su nuevo mando. Sólo lamentaba que, de momento, no hubiese tenido lugar ninguna batalla en la que pudiera demostrar lo idiota que había sido Wellington al no darle una brigada mucho antes—. ¡Maldita sea, Richard! Ya no queda mucho de la guerra, y quiero tener la oportunidad de encontrarme con los que apestan a ajo.

Puede que a Sharpe le hubiesen ordenado que se divirtiera, pero pronto descubrió que ser jefe del estado mayor en una brigada traía consigo unos días enormemente largos y unos problemas aparentemente interminables. Trabajaba allí donde resultara estar el cuartel general de Nairn, a veces en alguna granja confiscada, aunque por regla general, en un conjunto de tiendas que se montaban dondequiera que acampaba la brigada. A veces Sharpe oía el sonido de las armas en el este y sabía que una retaguardia francesa había entrado en acción, pero no tenía ni el tiempo ni la responsabilidad de unirse a la batalla. Lo único que sabía era que cada río que cruzaban y cada kilómetro de tierra capturado significaban más trabajo para los atribulados oficiales del estado mayor, que tenían que hacer coincidir los soldados con la comida, las armas con la munición y las órdenes del cuartel general de la división con una realidad más aciaga.

Era un trabajo beneficioso. Sharpe siempre había expresado un desprecio de soldado de combate hacia la mayoría de los oficiales del estado mayor, porque pensaba que tales criaturas arrogantes trabajaban poco y cobraban demasiado; pero cuando descubrió los problemas que conllevaba organizar una brigada, aprendió que era su trabajo, y no el de Nairn, solucionarlos. Así que un día típico, sólo dos semanas después de haber llegado a la brigada, empezó con la petición de un comandante de una batería de la artillería montada cuya carreta de suministros se había perdido en un laberinto de senderos franceses detrás del avance británico. Recuperar el carromato errante no habría formado parte de las obligaciones de Sharpe, de no ser porque los artilleros estaban destacados a apoyar las posiciones de vanguardia de Nairn, y Sharpe sabía que la artillería de campaña era inútil sin las descargas de las armas de fuego, por lo que ordenó que un edecán fuera en busca de los suministros perdidos.

A la hora del desayuno una patrulla de la caballería ligera de la legión del rey alemán trajo a una veintena de prisioneros franceses a la granja que hacía de cuartel general temporal de Nairn. El comandante de la caballería pidió a gritos un oficial competente y, cuando apareció Sharpe, señaló a los asustados soldados enemigos:

—¡No quiero a estos cabrones!

Él y sus soldados se alejaron al galope, y Sharpe tuvo que dar de comer a los franceses, vigilarlos y encontrar asistencia médica para la media docena de hombres que tenía la cara y los hombros rajados por los sables alemanes.

Llegó un mensaje de la división ordenando a Nairn que trasladara a su brigada unos cinco kilómetros al este. Se suponía que la brigada disfrutaba de un día de descanso mientras las divisiones del sur los alcanzaban, pero era evidente que las órdenes habían cambiado. Sharpe mandó a un ayuda de campo en busca de Nairn, que no había dejado escapar la oportunidad de ir a cazar patos, y entonces, cuando ya tenía a todos los secretarios, cocineros, prisioneros y criados de los oficiales listos para ponerse en marcha, otro mensaje anuló el primero. Se descargaron las mulas y se enviaron avisos urgentes para revocar las órdenes de marcha que hacía rato se habían mandado a los batallones. Se mandó a otro edecán para decirle a Nairn que podía continuar matando patos.

Luego, tres policías militares llevaron al cuartel general a un hombre de los Highlanders. Lo habían pillado robando un ganso de un aldeano francés y, aunque no había duda de que el escocés era culpable y el ganso estaba muerto, Sharpe supo que Nairn encontraría algún motivo para perdonarle la vida a un compatriota escocés. Llegaron dos oficiales españoles pidiendo instrucciones para la división del general Morillo y, como no tenían prisa y Wellington había hecho hincapié en que era fundamental tratar bien a los aliados españoles, Sharpe insistió en que se quedaran a compartir la comida que prometía ser cocinada a toda prisa con ganso robado y pan duro. Más tarde llegó el cura de un pueblo para que lo tranquilizaran con la noticia de que las mujeres de su parroquia iban a estar a salvo de verse molestadas por los británicos y a continuación mencionó que había visto a algunos miembros de la caballería del mariscal Soult al noroeste de su aldea. Sharpe no creyó esa información, que habría implicado que los franceses estaban intentando una marcha por los flancos; pero tuvo que informar de ello a la división, que luego no hizo nada al respecto.

Por la tarde hubo una docena de normas nuevas que los administrativos copiaron y mandaron a los tres batallones de Nairn. Sharpe se preguntó si tendría tiempo entonces para unirse a los españoles, que habían alargado la sobremesa, pero se le vino encima el problema del ganado de la brigada.

—No están nada bien, señor. —El jefe de los arrieros, un hombre de Yorkshire, miró con pesimismo a las bestias que habían conducido hasta un prado detrás del cuartel general. A los animales los habían mandado como despensa andante de la brigada y se suponía que el hombre de Yorkshire arriaba la manada a medida que la brigada avanzaba.

—Eso lo ha hecho la humedad, señor.

—Se las ve gordas —observó Sharpe con la esperanza de que el optimismo alejara el problema.

—Están rollizas, tiene razón —reconoció el hombre de Yorkshire—; pero debería ver sus pezuñas, señor. Es muy cruel hacerle eso a un animal.

Sharpe se agachó junto a la vaca que tenía más cerca y vio que la pezuña se le había separado de la piel. El espacio que quedaba entre ésta y aquélla estaba lleno de una secreción lechosa y espumosa.

—Cuando empiezan a supurar de ese modo —dijo el arriero en tono grave—, ya no hay nada que hacer. Han caminado su último kilómetro, señor, y no puedo comprender la naturaleza de un hombre que le haga esto a una criatura. Las reses no pueden caminar igual que los soldados, señor; tienen que descansar. —El hombre de Yorkshire estaba amargado y resentido.

Doscientas cabezas de ganado clavaron sus miradas llenas de reproche en Sharpe cuando se alzó.

—¿Están todas así?

—Todas menos unas cuantas, señor, y eso significa que habrá que matarlas. No hay otra solución.

Así que hubo que ir a buscar a los carniceros, conseguir la autorización para la munición y encontrar barriles y sal para conservar la carne. Durante toda la tarde, el sonido de los bramidos y de los disparos de mosquete mezclados con la fetidez de la sangre y el humo de la pólvora inundaron el cuartel general. Al menos, los sonidos y los olores sirvieron para echar a los dos españoles, que parecían resueltos a agotar ellos solos el preciado tesoro de brandy requisado de Nairn. Llegó un ayuda de campo de la división a pedir explicaciones sobre los disparos y Sharpe mandó al soldado de vuelta con una queja cortante sobre la calidad del ganado. De la queja, ya lo sabía, no iban a hacer ni caso.

Al final del día y a pesar de la actividad incesante, Sharpe tenía la sensación de que la mayor parte de su trabajo estaba todavía sin terminar. Se lo dijo a Nairn cuando se encontraron antes de la cena en el salón de la granja. El escocés, como siempre, estaba lleno de vida.

—¡Cuatro pares de patos! Casi tan satisfactorio como una buena batalla.

—Yo ya tengo suficiente trabajo sin combatir —refunfuñó Sharpe.

—Ya habló el verdadero oficial del estado mayor. —Nairn estiró las piernas para que su criado pudiera sacarle las botas llenas de barro—. ¿Alguna novedad importante? —le preguntó.

Sharpe decidió no preocupar a Nairn con el asunto del ganado.

—El único aspecto notable del día de hoy, señor, es que el coronel Taplow no causó problemas.

El teniente coronel Taplow estaba al mando de uno de los dos batallones ingleses de Nairn. Era un hombre bajito y colérico con unos modales asombrosamente descorteses y que en cada orden percibía un desaire a su dignidad. A Nairn le caía bastante bien ese asqueroso.

—No es nada difícil entender a Taplow. Piense en él como el típico inglés: testarudo, tonto y serio. Como un pedazo de carne de cerdo poco hecha.

—O de ternera en salazón. —Sharpe no iba a caer en la trampa del escocés—. Espero que le guste la carne de ternera salada, señor, porque va a acabar harto de ella.

Al día siguiente continuó el avance. Todas las aldeas recibían a los británicos con una hosca curiosidad que después se convertía en asombrada aprobación cuando los lugareños descubrían que, a diferencia de sus propios ejércitos, éste pagaba por la comida que se llevaba de los graneros y los almacenes. Los soldados encontraron a muchachas francesas, que se unieron a las esposas españolas o portuguesas que seguían rezagadas el avance de los batallones. Las mujeres causaban más problemas que los soldados, ya que muchas de las esposas españolas tenían un odio a las francesas imposible de erradicar y que podía conducir rápidamente a salvajes peleas con cuchillos. En una ocasión Sharpe tuvo que separar a dos mujeres a golpes y entonces, cuando la chica española dejó de lado a su enemiga francesa e intentó apuñalar a Sharpe, él la dejó sin sentido con la culata de su fusil antes de espolear a su caballo para que siguiera adelante.

El sargento Harper, antes de partir para San Juan de Luz, había mandado a casa a su esposa española. Ella y el bebé habían ido a Pasajes, justo al otro lado de la frontera con Francia, con órdenes de esperarlo allí.

—Le irá bien, señor —le había dicho Harper a Sharpe—. Ella es más feliz con su propia gente.

—¿No está preocupado por ella?

La pregunta asombró a Harper.

—¿Por qué debería estarlo? Le di dinero, y sabe que iré a buscarlos a ella y al bebé cuando sea el momento.

Tal vez Harper no se preocupara por su Isabel, pero a Sharpe se le hacía difícil de soportar la ausencia de Jane. Se convenció a sí mismo de que era poco razonable esperar que alguna carta le hubiera llegado ya desde Gran Bretaña, pero él seguía buscando ansioso en cada nueva saca de correo que llegaba a la brigada. Otras veces trataba de imaginarse dónde estaba Jane y qué hacía. Construyó un sueño en su cabeza de la casa que ella compraría: una elegante casa de piedra situada en una campiña tranquila y llana. Habría un lugar en la casa donde podría colgar su fea y pesada espada y otro sitio para su maltrecho fusil. Se imaginaba las visitas de los amigos y unas largas conversaciones a la luz de las velas en las que recordarían esos días de primavera cada vez más largos en que perseguían a un ejército a lo largo y ancho de su propia patria. Pensaba en una habitación para los niños, donde sus hijos crecerían lejos del hedor del humo de la pólvora.

Eran los sueños de paz de un soldado, y la paz se respiraba en el ambiente al igual que el aroma de la flor del almendro. Cada día llegaban nuevos rumores sobre el final de la guerra; llegaron a decir con toda seguridad que Napoleón se había envenenado; después, un rumor contradictorio afirmó que el emperador había abatido a un ejército ruso al norte de París, pero al día siguiente un coronel español juró por las seis heridas sangrantes de Jesucristo que los prusianos habían derrotado de forma aplastante a Bonaparte y habían echado su cuerpo a los perros de caza para que se lo comieran. Un desertor italiano del Ejército del mariscal Soult informó de que el emperador había huido hacia los Estados Unidos, mientras que el capellán de los fusileros del coronel Taplow estaba completamente seguro de que Napoleón negociaba una paz personal con el príncipe regente de Gran Bretaña; al capellán se lo había contado su mujer, cuyo hermano era el maestro de baile de una amante del príncipe de la que éste se había desentendido.

Avivadas por tales rumores, las habladurías en el Ejército cada vez giraban más en torno a la misteriosa condición de época de paz. La mayoría de los hombres no había conocido nunca una época de paz entre Francia y Gran Bretaña excepto durante unos pocos meses en 1803. Esos hombres eran soldados, se dedicaban a matar a los franceses, y para ellos la paz era más una amenaza que una promesa. Las amenazas de paz eran muy reales: desempleo y pobreza, mientras que las promesas de paz eran más infundadas y, para la mayoría de los hombres del Ejército, inexistentes. Un oficial podía renunciar a su puesto, coger su media paga y probar suerte en la vida civil, pero la mayor parte de los soldados se había alistado de por vida, y para ellos la paz significaría simplemente su dispersión por diferentes plazas alrededor del mundo. Licenciarían a unos cuantos, pero sin pensión y con un futuro sombrío en un mundo donde otros hombres habían aprendido oficios útiles.

—¿Me conseguirá papeles? —le preguntó una noche Harper a Sharpe de todas formas.

—Le conseguiré papeles, Patrick, se lo prometo. —Los «papeles» eran el certificado de baja que garantizaría que al sargento Patrick lo habían retirado por las heridas recibidas—. ¿Qué hará entonces? —inquirió Sharpe.

Harper no tenía ninguna duda.

—Ir a buscar a mi esposa, señor, e irme con ella a casa.

—¿A Donegal?

—¿Dónde si no?

Sharpe estaba pensando que Donegal se encontraba bastante lejos de Dorset.

—Vamos a echar de menos a nuestros amigos —dijo entonces.

—Ésa es la verdad, señor.

Sharpe había hecho una visita a la compañía del capitán William Frederickson, que había tomado un molino de viento situado en una baja colina sobre un ancho arroyo flanqueado de árboles. La cena de los fusileros consistió en cerdo asado, un plato por el que el capitán Frederickson tenía debilidad, lo cual significaba que no había cerda ni lechón que estuviera a salvo cerca de su línea de marcha. A Sharpe le ofrecieron una generosa ración de la carne robada, después de lo cual Frederickson lo condujo por el vertiginoso armazón de escaleras que subían hasta la parte más alta del molino. Allí Frederickson abrió una puertecita y los dos oficiales avanzaron a gatas para salir a una diminuta plataforma que permitía el acceso al enorme eje del molino. El aire del este aventaba la llovizna.

—Allí —Frederickson señaló hacia el este.

Al otro lado del arroyo, pasado el oscuro entramado de un bosque que había más allá, se divisaba un débil punto de luz en el cielo nocturno. Sólo había una cosa que pudiera desprender una luz como aquella: las llamas de las fogatas del campamento de un ejército que se reflejaban en las nubes bajas. Los dos oficiales de los fusileros estaban dirigiendo su mirada hacia los franceses.

—Están acampados alrededor de Toulouse —dijo Frederickson.

—¿Toulouse? —repitió Sharpe con aire distraído.

—Es una ciudad francesa, aunque no es de esperar que alguien tan encumbrado como un oficial del estado mayor lo sepa. También es el lugar donde el mariscal Soult espera detenernos, a menos que la guerra termine antes.

—Quizá nos estemos haciendo ilusiones. —Sharpe tomó la botella de vino que Frederickson le ofrecía—. Boney ya se ha salvado otras veces del desastre.

—Habrá paz —dijo con firmeza Frederickson—: todo el mundo está harto de luchar. —Hizo una pausa—. Me pregunto qué diablos haremos todos durante la época de paz.

—Descansar —dijo Sharpe.

—¿En su casa de Dorset? —A Frederickson, que sabía que Jane había regresado para adquirir una propiedad en el campo, le hacía gracia—. Y al cabo de un mes deseará endemoniadamente volver a estar aquí bajo la lluvia, preguntándose lo que estarán planeando esos cabrones y si tendrá suficiente munición para pasar la mañana.

—¿La tiene usted? —preguntó Sharpe con inquietud profesional.

—Le robé cuatro cajas de cartuchos al intendente de Taplow. —El Dulce William se quedó callado al tiempo que una ráfaga de viento agitaba las aspas del molino, plegadas y amarradas.

Sharpe dirigió la mirada hacia el campamento francés.

—¿Es una ciudad grande?

—Bastante.

—¿Fortificada?

—Supongo que sí. —Frederickson volvió a coger la botella de vino y se la llevó a la boca—. Y me figuro que será una ciudad muy jodida de tomar.

—Todas lo son —replicó Sharpe con sequedad—. ¿Se acuerda de Badajoz?

—Dudo que lo olvide algún día —respondió Frederickson, aunque ningún soldado que hubiera luchado en esa acequia de sangre podría hacerlo.

—La tomamos por Pascua —dijo Sharpe—, y la semana que viene es Pascua.

—¡Por Dios! ¿Ya es Pascua? —preguntó Frederickson—. Por Dios que lo es.

Se quedaron los dos en silencio, preguntándose ambos si esa iba a ser su última Pascua. Si la paz era una promesa, se veía sin duda obstaculizada por esa enorme mancha de luz roja, puesto que, a menos que los franceses se rindieran en los próximos días, tendría que librarse una batalla. La última.

—¿Y usted qué hará, William? —Sharpe tomó la botella y bebió.

Frederickson no necesitó que le explicara la pregunta.

—Quedarme en el Ejército. No conozco otra forma de vida y no creo que fuera un buen comerciante. —Manipuló el pedernal y el eslabón, prendió una chispa en la caja de la yesca y se encendió un puro—. Me parece que tengo talento para la violencia —dijo en tono divertido.

—¿Eso es bueno? —preguntó Sharpe.

Frederickson se desternilló de risa ante esa pregunta.

—¡La violencia solucionó su problema con el maldito Bampfylde! Si no se hubiera batido con ese cabrón puede estar seguro de que incluso ahora le estaría dando dolores de cabeza en Londres. Tal vez la violencia no sea buena, amigo mío, pero tiene una cierta eficiencia a la hora de resolver algunos problemas que de otra forma no tendrían solución. —Frederickson cogió la botella—. No puedo decir que me entusiasme el ejército en tiempos de paz, pero probablemente haya otra guerra dentro de poco.

—Debería casarse —le dijo Sharpe tranquilamente. Frederickson adoptó una actitud despectiva ante la idea.

—¿Por qué los hombres condenados animan a los demás para que se unan a ellos en la horca?

—Eso no es cierto.

—El matrimonio es un apetito —dijo ferozmente Frederickson—, y cuando se ha disfrutado de la carne lo único que queda es una carcasa de huesos secos.

—No —protestó Sharpe.

—Espero que no sea verdad —Frederickson brindó por Sharpe con la botella de vino medio vacía—, y por encima de todo espero que no sea verdad por todos mis queridos amigos que han depositado sus esperanzas de felicidad en tiempos de paz en algo tan deliberadamente frágil como una esposa.

—No es cierto —insistió Sharpe, y acarició la esperanza de encontrar una carta de Jane cuando volviera al cuartel general.

Pero no había ninguna. Se acordó de las discusiones que habían tenido antes del duelo y se preguntó si su propia felicidad en tiempos de paz se habría echado a perder por culpa de su tozudez.

Y por la mañana a la brigada se le ordenó avanzar hacia el este. Hacia Toulouse.

* * * *

Al encontrar al sargento Challon, el comandante Pierre Ducos, sin ser consciente de ello, había dado con su instrumento perfecto. A Challon le gustaba tener una mujer en su cama, comida en su mesa y vino en su panza, pero lo que más le gustaba era que alguien tomara las decisiones por él, y estaba dispuesto a recompensar a aquel que quisiera hacerlo con una lealtad emperrada.

No se trataba de que Challon fuera tonto ni mucho menos, pero el sargento de los dragones pensaba que había otros hombres más inteligentes que él y enseguida descubrió que Pierre Ducos se encontraba entre los hombres más listos que había conocido nunca. Eso lo reconfortaba, puesto que si iba a sobrevivir a su traición, a la causa del emperador necesitaría inteligencia.

Los nueve jinetes se habían desplazado en dirección este desde Burdeos. Su ruta los llevó más al norte de donde el mariscal Soult se retiraba ante el Ejército británico y más al sur de donde el emperador protegía París con un deslumbrante despliegue de maniobras defensivas. Ducos y sus hombres se adentraron en las desiertas tierras altas de la Francia central. Vivieron bien durante el viaje: había dinero para una habitación en una posada todas las noches, dinero para aquellos soldados que quisieran prostitutas, dinero para comida, dinero para caballos de repuesto y dinero para sustituir los uniformes de los dragones por buena ropa de civil, aunque Ducos se dio cuenta de que todos los soldados se quedaron con la chaqueta color verde del uniforme. Eso era orgullo, el mismo orgullo que hacía que los dragones llevaran el pelo tan largo que, un día, quizá tuvieran que volver a trenzarlo con las características cadenettes. El hecho de tener ese dinero en su poder también hacia que los nueve soldados cabalgaran con cautela, ya que los bosques estaban llenos de peligros, aunque evitaron los caminos principales y viajaron sin ningún percance rodeando los lugares donde los forajidos hambrientos tendían emboscadas desesperadas.

Ducos, el sargento Challon y tres de los soldados de caballería eran franceses. Uno de los otros dragones era alemán, un sajón descomunal con ojos del color de un cielo invernal y unas manos que, a pesar de la pérdida de dos dedos en la derecha, todavía eran capaces de romper el cuello de un hombre con facilidad. Había un polaco de aspecto sombrío y calmado, aunque parecía ansioso de complacer a Ducos. Los otros dos dragones eran italianos reclutados en esos primeros momentos emocionantes de la trayectoria de Napoleón. Todos hablaban francés, todos confiaban en Challon y, puesto que éste confiaba en Ducos, estaban encantados de ofrecer lealtad al pequeño comandante de las gafas.

Tras una semana de viajar hacia el este Ducos encontró una granja abandonada en las tierras altas donde los nueve hombres se recluyeron durante unos cuantos días. No se estaban ocultando, ya que Ducos no tenía ningún problema en dejar que los dragones se dirigieran a caballo hasta la ciudad más cercana siempre que le trajeran de vuelta cualquier periódico viejo que estuviera disponible.

—Si no nos escondemos —se quejó uno de los italianos a Challon—, entonces ¿qué estamos haciendo? —A los italianos no les gustaba eso de estar inmovilizados con las primitivas comodidades de una granja con el tejado de hierba, pero Challon les dijo que tuvieran paciencia.

—El comandante está olisqueando el viento que sopla —decía Challon y, en efecto, Ducos husmeaba los extraños vientos que soplaban por Francia y empezaba a detectar peligro en ellos. Tras dos semanas en la granja, contó sus temores a Challon. Los dos hombres descendieron a pie por el valle, cruzaron un prado sin cortar y pasearon a lo largo de un rápido arroyo.

—¿Se da cuenta —dijo Ducos— de que el emperador no nos perdonará nunca?

—¿Tiene eso alguna importancia, señor? —Challon, el perpetuo soldado, sujetaba una carabina con su mano derecha mientras sus ojos observaban el extremo del bosque al otro lado del arroyo—. Que dios bendiga al emperador, señor, pero no puede durar para siempre. Esos cabrones lo atraparán más tarde o más temprano.

—¿Conoció usted al emperador? —preguntó Ducos.

—Nunca tuve ese honor, señor. Lo veía con bastante frecuencia, por supuesto, pero nunca llegué a conocerlo, señor.

—Tiene un sentido del honor corso. Si hacen daño a su familia, sargento, Napoleón nunca lo perdonará. Mientras le quede aliento en el cuerpo perseguirá la venganza.

Esas sombrías palabras pusieron nervioso a Challon. Los cuatro embalajes que había escoltado hasta Burdeos contenían objetos que pertenecían al emperador y a su familia, y éste no iba a tardar en tener todo el tiempo libre del mundo para preguntarse qué le había ocurrido a ese valiosísimo envío.

—Aun así, señor, si está en la cárcel, ¿qué puede hacer?

—El emperador de Francia —dijo Ducos con pedantería— es el jefe del Estado francés. Si es derrocado, Challon, habrá otro jefe de Estado. Ese hombre, me imagino que el rey, se considerará el legítimo heredero de Napoleón. Supongo que le gustaría morir de una vejez tranquila en Francia; ¿me equivoco?

—No, señor.

—A mí también. —Ducos miraba fijamente por encima de la corriente y de los oscuros árboles hacia un alto peñasco de pálida roca que dos águilas sobrevolaban en círculo en medio del frío viento; pero no veía la roca, ni siquiera los hermosos pájaros, sino que recordaba el fuerte Teste de Buch donde, una vez más, un fusilero lo había humillado. Sharpe. Era curiosa, pensó Ducos, la frecuencia con la que Sharpe se había cruzado en su camino, y aún más curioso lo a menudo que ese ordinario soldado había logrado frustrar sus planes más meticulosos. Había ocurrido de nuevo en ese fuerte sumido en la ignorancia de la costa francesa, y Ducos, que buscaba un golpe inteligente que les proporcionara la libertad tanto a él como a Challon, se había dado cuenta de que pensaba cada vez más en el comandante Richard Sharpe.

Al principio a Ducos le había molestado esa intrusión de Sharpe en sus pensamientos, pero esos dos últimos días había empezado a comprender que había un posible propósito en esa intromisión. Tal vez Ducos tuviera la posibilidad de vengarse de su antiguo enemigo y al mismo tiempo ocultar el robo. Se trataba de un plan complicado, pero cuanto más lo analizaba Ducos, más le gustaba. Lo que entonces necesitaba era el apoyo de Challon, puesto que sin el coraje físico del sargento y sin la lealtad que los otros dragones sentían por él, la intriga estaba condenada al fracaso. Así que, mientras paseaban junto al arroyo, Ducos le habló al sargento en voz baja y tono apremiante, y lo que dijo sirvió para tender un puente dorado hacia un maravilloso futuro para el sargento Challon.

—Supondrá una visita a París —advirtió Ducos— y después un asesinato en algún lugar de Francia.

Challon se encogió de hombros.

—No parece demasiado peligroso, señor.

—Después de lo cual abandonaremos Francia, sargento, hasta que se calmen las cosas.

—Muy bien, señor. —Challon se contentaba con que sus obligaciones quedasen claras. Ducos podía planearlo todo y Challon sin duda se encargaría del asesinato. Su mundo había consistido siempre en eso: se conformaba con dejar que los oficiales idearan los planes de campaña; él cortaría y despedazaría con el acero para hacer que esos planes salieran bien.

En la ingeniosa mente de Ducos las ideas se agolpaban hacia delante y hacia atrás, intuyendo los peligros que entrañaban sus pensamientos y tratando de adelantarse a esos riesgos.

—¿Alguno de sus hombres sabe escribir?

—Herman es el único, señor. Es un granuja listo para ser sajón.

—Necesito escribir un informe oficial, pero no de mi puño y letra. —Ducos frunció el ceño de pronto—. ¿Cómo puede escribir? Le faltan dos dedos.

—Yo no he dicho que escribiera de forma legible, señor —dijo Challon con reprobación—, pero ha recibido cartas.

—No importa —pues Ducos vio que la ilegible caligrafía del sajón podía ser incluso una ventaja. Y se dio cuenta de que ése era el sello distintivo de un buen plan, cuando incluso sus aparentes debilidades se convertían en verdaderas ventajas.

Así que aquella noche, a la luz parpadeante de las velas, los nueve hombres hicieron un pacto solemne. Se trataba de un trato entre ladrones por el que se comprometían a seguir el cuidadoso plan de Ducos y, para promover ese plan, el sajón escribió laboriosamente un extenso documento al dictado de aquél. Después, mientras los dragones dormían, Ducos escribió su propio informe completo que pretendía explicar la suerte que había corrido el bagaje perdido del emperador. Luego, al día siguiente por la mañana, con las alforjas y las bolsas de sus monturas todavía repletas, los nueve soldados se dirigieron a caballo hacia el norte. Se enfrentaban a unas cuantas semanas de riesgo, unos cuantos meses en los que deberían mantenerse ocultos y, finalmente, el triunfo.