PRÓLOGO

El comandante Richard Sharpe había hecho todo tipo de preparativos para su propia muerte. Su caballo, Sycorax, y su magnífico catalejo francés serían para el capitán William Frederickson; sus armas pasarían a ser de la propiedad del sargento Patrick Harper, y todo lo demás iba a pertenecer a su esposa, Jane. Es decir, todo excepto el uniforme con el que Sharpe luchaba siempre. Éste consistía en unas botas altas de montar, un capote de la caballería francesa y la desteñida casaca de color verde de los fusileros del XCV. Sharpe había pedido que lo enterraran vestido con ese uniforme.

—Si no fueran a enterrarle a usted con esos andrajos —observó Frederickson con desdén—, los quemarían de todos modos.

Era cierto que las botas de cuero tenían profundas marcas de cuchillos, bayonetas y sables, que el capote tenía tantos parches de tejido artesanal de color marrón que semejaba más a unos viejos bombachos de labrador que al uniforme robado a un coronel de cazadores de la Guardia imperial de Napoleón, y que la casaca verde estaba tan gastada y descolorida que ni siquiera una polilla hubiera podido sacar de ella una comida decente; pero seguían siendo las ropas con las que Sharpe combatía y, por lo tanto, significaban mucho para él. Tal vez pareciera un espantapájaros con el viejo uniforme, pero llevarlo puesto para la batalla era una de sus supersticiones obsesivas, lo cual era el motivo de que, en una fría mañana del mes de marzo de 1814 y a pesar de hallarse a kilómetros de distancia de cualquier soldado enemigo, Sharpe vistiera esas ropas viejas.

—Tendrá que quitarse la casaca. —Frederickson, que comprendía el supersticioso apego de Sharpe al uniforme, advirtió a su amigo.

—Ya lo sé. —No había ningún detalle de esa mañana que Sharpe no hubiera ensayado una y otra vez en su mente. Lo que iba a ocurrir aquella mañana se llamaba «césped antes de desayunar». Sonaba inofensivo, pero bien podía significar la muerte.

Los dos hombres se hallaban en un bajo acantilado cubierto de hierba encima de un gris y sombrío Atlántico. Un extenso y ondulante oleaje arreciaba desde el oeste para romper contra las rocas que había a sus pies. Al norte del acantilado se hallaba el puerto francés de San Juan de Luz, abarrotado de embarcaciones mercantes y barcos pesqueros, mientras que en el fondeadero más alejado del puerto estaba anclada una pequeña flotilla de la Armada británica. La flotilla estaba compuesta por tres balandros, dos fragatas y un enorme barco de guerra con los lados a cuadros como un damero, el Vengeance.

Era un amanecer que hacía temblar de frío, aunque se acercaba la primavera y con ella llegaría el resurgir de la batalla. El emperador Napoleón había rechazado los acuerdos de paz que le ofrecían sus enemigos, por lo que los ejércitos franceses tendrían que luchar para defender su patria. En esos momentos su enemigo era toda Europa. El ejército de británicos, españoles y portugueses de Wellington había tomado el extremo sudoeste de Francia y pronto atacaría avanzando aún más hacia el interior, mientras que, al norte, los prusianos, austriacos y rusos llevaban a cabo escaramuzas para atravesar las fronteras septentrionales de Napoleón.

Nada de eso le pareció de una importancia inmediata al comandante Richard Sharpe mientras empezaba a caminar sobre la helada hierba de la llana cumbre del acantilado. Soplaba un frío viento proveniente del océano y William Frederickson se guareció de él al abrigo de unos torcidos y raquíticos pinos. Sharpe, que caminaba de un lado a otro, hacía caso omiso del viento; en cambio, estaba obsesionado con la idea de su propia muerte. Decidió que lo más importante era que se ocuparan bien de Jane. Ella ya tenía ese trozo de papel que le otorgaba poderes sobre el dinero de Sharpe; ese dinero eran las ganancias del saqueo del bagaje francés que había realizado tras la batalla de Vitoria. Ese día hubo muchos soldados que se hicieron ricos, pero pocos se enriquecieron tanto como el comandante Richard Sharpe o el sargento Patrick Harper.

Sharpe dio unos pasos y se acercó a Frederickson.

—¿Qué hora es?

Frederickson intentó torpemente abrir la tapa de su reloj con las manos enguantadas.

—Las seis y veinte.

Sharpe gruñó y se dio la vuelta. El amanecer había dotado a las grises nubes de una pálida luminosidad, mientras que el mar estaba tan oscuro que parecía hecho de una pizarra líquida que se moviera sin prisa. A los pies de Sharpe, un pequeño barco de pesca de alta proa se había acercado peligrosamente a las rocas. Los pescadores echaban por la borda las langosteras. Sharpe pensó que tal vez su enemigo se estaría comiendo una de esas langostas esa misma noche mientras que él yacería frío como la piedra a dos metros bajo suelo francés. Césped antes de desayunar.

—¡Maldita sea! —dijo con repentina irritación—. ¿Por qué no podemos luchar con espadas?

—Porque Bampfylde eligió las pistolas. —Frederickson acababa de encender un puro y el viento se llevó rápidamente el humo en un remolino.

—Maldita sea. —Sharpe se dio la vuelta de nuevo. Estaba nervioso y no le importaba mostrar su nerviosismo ante Frederickson.

El capitán de los fusileros era uno de los mejores amigos de Sharpe y un hombre que sabía hasta qué punto podían los nervios convertir tu barriga en un nudo apretado y frío antes de una batalla. Frederickson, mitad inglés y mitad alemán, era un hombre de aspecto aterrador que había perdido la mayor parte de sus dientes y uno de sus ojos en los campos de batalla españoles. Sus soldados, con torpe afecto, lo llamaban como a una flor de su tierra, Dulce William, aunque en el campo de batalla lo era todo menos dulce. Era un soldado, tan duro como cualquier otro en el Ejército y lo bastante para comprender que un hombre valiente pudiera estar casi paralizado de miedo.

Eso Sharpe también lo entendía, pero aun así se sorprendió del temor que sentía esa fría mañana. Era soldado desde que se había alistado en el XXXIII como un recluta de dieciséis años. Durante los veintiún años que habían pasado desde entonces se había abierto camino a través de brechas defendidas, había estado en la línea de mosquetes y había negociado la muerte con un enemigo que se encontraba a menos de cuarenta pasos; había destrozado cargas de caballería con lluvia de balas, había llevado a cabo la lucha solitaria del escaramuzador delante de la línea de batalla, había visto cómo la artillería enemiga destrozaba a sus soldados dejando sólo unas rojas piltrafas y había hecho todas esas cosas más a menudo de lo que podía recordar. Había combatido en Flandes, la India, Portugal, España y Francia. Había empezado como soldado raso de casaca roja para convertirse en uno de los oficiales de su majestad. Había tomado un estandarte enemigo y había sido capturado. Lo habían herido. Había matado. Otros hombres se habían pasado la vida dominando las técnicas de la paz, pero Richard Sharpe se había convertido en un experto en la guerra. Pocos soldados habían luchado tan a menudo, pocos habían combatido tan bien, y en esos momentos, pensaba Sharpe, los agolpados recuerdos de tantas contiendas minaban su confianza. Sabía que la suerte de los largos años sangrientos no podía durar, o tal vez fuera que entonces era más consciente del peligro que la mayoría y, por tanto, lo temía. Que un soldado que había peleado en los campos de batalla más horribles pudiera morir a consecuencia de la hierba en ayunas parecía un apropiado giro del destino.

—¿Por qué lo llaman «césped antes de desayunar»? —le preguntó a Frederickson, quien, sabiendo que Sharpe ya conocía la respuesta y que la pregunta había surgido sólo a causa de la irritación de su amigo, no se molestó en contestar.

—Es un nombre ridículo —le había dicho Jane dos semanas antes—, un nombre de lo más estúpido.

«Césped antes de desayunar» no era otra cosa que un duelo que, según la tradición, se llevaba a cabo al amanecer y, por regla general, en algún prado de césped que proporcionaba espacio suficiente para que las pistolas o las espadas hicieran su trabajo.

—Si insistes en batirte en ese estúpido duelo volveré a casa. No permitiré que te destruyas, Richard.

—Entonces será mejor que te vayas a casa —había dicho Sharpe—, porque voy a batirme.

La discusión había empezado como una refriega, pero se transformó en una virulenta y agotadora pelea que había amargado las dos últimas semanas. Los motivos por los que Jane no quería que Sharpe comiera césped antes de desayunar estaban bien justificados. Para empezar, cabía la posibilidad de que lo mataran, lo cual haría de ella una viuda; pero incluso si vencía seguiría siendo un perdedor. En el Ejército se habían prohibido los duelos, y si Sharpe insistía en batirse, su trayectoria profesional se arruinaría en un solo instante. La carrera de su marido era algo que Jane valoraba mucho, y no quería verla peligrar, ni por un duelo, ni por las escaramuzas del final de una guerra. Jane dijo que era hora de que Richard regresara a Inglaterra y obtuviera los aplausos por sus hazañas. En Inglaterra, en opinión de ella, sería un héroe y podría tener la recompensa de un héroe. ¿No le había concedido una audiencia el príncipe de Gales? ¿Y no se aseguraría entonces ese príncipe de que el comandante Sharpe se convirtiera en sir Richard? Jane quería que Sharpe abandonara el Ejército, que se olvidara del duelo y que tomara un barco para volver a casa; pero en lugar de eso, como el tonto testarudo que era, él se quedaría para comer césped antes de desayunar, y Jane vio cómo todo ese prestigio futuro y todas esas recompensas principescas se desvanecían como el humo de una pistola en el viento. Por lo tanto, lo había intentado con su ultimátum: si Sharpe se empeñaba en batirse, ella lo avergonzaría públicamente yéndose a casa. Sharpe logró ponerla en evidencia, al precio de quince días de sufrimiento frío y silencioso.

Frederickson volvió a manosear su reloj.

—Las seis y media.

—Hace frío —Sharpe parecía notar la temperatura por primera vez.

—Dentro de una hora —dijo Frederickson— estaremos desayunando chuletas y budín de guisantes.

—Usted tal vez.

—Lo estaremos —insistió Frederickson pacientemente y luego se volvió para observar un pequeño carruaje negro que apareció al pie de la baja colina. El cochero fustigó los caballos, que subieron por el camino de tierra lleno de rodadas, y luego se dirigió hacia los torcidos pinos, donde se detuvo con un repiqueteo de las cadenas de los arreos y el chirrido de los frenos. El sargento Harper, con un aspecto desvergonzadamente jovial, salió del abarrotado interior y le dedicó a Sharpe una sonrisa confiada.

—¡Buenos días, señor! Un poco frescos.

—Buenos días, sargento.

—Traigo a ese granuja, señor —Harper señaló a un hombre vestido de negro que había compartido el carruaje.

—Buenos días, doctor —dijo Sharpe, educado.

El doctor hizo caso omiso del saludo. Era un francés magro y de edad avanzada que permaneció dentro del pequeño carruaje. Llevaba consigo una bolsa negra que sin duda contenía bisturíes, serruchos para cortar huesos, escoplos y pinzas. El doctor se había mostrado reacio a acudir a esa matanza al amanecer, y por eso Frederickson le había encomendado a Harper la misión de asegurarse de que ese hombre estuviera levantado y dispuesto. Ningún médico británico, ni de la Armada ni del Ejército, hubiera estado deseoso de servir en esa ceremonia ilegal que bien podría llevar a todos los implicados a un consejo de guerra.

—Anoche estaba bebido, señor —le confió Harper, que llevaba una casaca verde de los fusileros tan desteñida como la de Sharpe o la de Frederickson.

—¿Quién estaba bebido? ¿El doctor? —preguntó Sharpe.

—No, señor. El que estaba ebrio era el capitán Bampfylde. Se quedó en tierra, ¿sabe?, y lo vi en el patio de esa enorme posada que hay detrás de la cordelería. —Harper se rió con un placer desdeñoso—. Estaba borracho como una cuba. Me parece que está nervioso como un gato.

—Yo también estoy nervioso —espetó Sharpe—. Anoche apenas pude dormir. —Ni la noche anterior, porque la expectativa de ese duelo lo había tenido despierto mientras trataba de prever lo que podría ocurrir esa fría mañana. Entonces iba a descubrir lo que estaba predestinado, y la proximidad del descubrimiento no hacía más que sumarse al miedo. Confesó todo eso a Harper y se alegró de haberlo hecho, porque el irlandés era el amigo más íntimo de Sharpe y había compartido con él todas las batallas desde que el ejército de Wellington había desembarcado por primera vez en Portugal.

—Pero usted no estaba borracho, señor. Esta mañana Bampfylde va a sufrir esos malditos tembleques. Lo van a atiborrar de huevos; eso es lo que harán. —Harper, diez centímetros más alto que el metro ochenta de Sharpe, parecía divertido ante el inminente enfrentamiento. No tenía ninguna duda de que Sharpe mandaría la odiosa alma de Bampfylde a la condenación eterna.

Y Sharpe no tenía ninguna duda de que se merecía esa suerte. Bampfylde era un oficial de Marina, capitán del gran Vengeance, que estaba anclado en el fondeadero más distante, y apenas unas semanas antes había dirigido una expedición al norte para tomar un fuerte costero francés. Sharpe había sido el oficial de alto rango en tierra y, en cuanto se capturó el fuerte, marchó tierra adentro para emboscar la ruta de suministros de los franceses. Había vuelto al conquistado fuerte Teste de Buch para encontrarse con que Bampfylde se había ido. A Sharpe, con dos compañías de fusileros y fuerzas de la Infantería de marina, lo habían dejado varado en el fuerte, donde fue sitiado por una brigada francesa al mando de un general llamado Calvet. Gracias a Dios, a la suerte de los fusileros y a la ayuda de un corsario americano, Sharpe había salvado a sus hombres. Pero no a todos; en el fuerte habían muerto demasiados, y la culpa era de Bampfylde. Sharpe, al volver de la ferocidad de la batalla contra Calvet con un espíritu destructor a causa de la indignación, había desafiado al Oficial de Marina a ese enfrentamiento.

—Ojalá fuéramos a pelear con espadas.

—Espadas o pistolas, ¿a quién le importa? —dijo Harper alegremente.

—A mí me importa.

—Sea como sea, es un cabrón muerto.

—Es un cabrón difunto. —Frederickson balanceó los brazos para entrar en calor y entonces, aparentemente ajeno a las tensiones que carcomían a Sharpe, le preguntó a Harper si la compañía estaba lista para iniciar la marcha.

—Sí, señor.

—Bien. —Porque en cuanto se batiera ese duelo, Frederickson llevaría a su excelente compañía de fusileros del LX hacia el este para unirse al ejército. El sargento Harper iría con Frederickson, porque, al igual que Sharpe, se había distanciado de su antiguo batallón. Éste, el de los Voluntarios del Príncipe de Gales, tenía un nuevo coronel que había nombrado a sus propios comandantes y a un nuevo brigada del regimiento, lo cual dejó a Sharpe y Harper a la deriva.

Harper fue reclutado con entusiasmo por Frederickson, quien, a su vez, fue reclamado con el mismo entusiasmo por el general de división Nairn, un escocés a quien por fin le habían dado su propia brigada de combate y quería que los soldados de Frederickson añadieran un mortífero aguijón a su línea de escaramuza. Nairn también quería a Sharpe, no para esa línea de avanzada, sino para que fuera jefe de su estado mayor.

—Pero yo nunca he sido oficial del estado mayor —había protestado Sharpe.

—Y yo nunca he estado al mando de una brigada —había replicado Nairn alegremente.

—Debo hablarlo con Jane —había dicho Sharpe, y entonces había vuelto a su alojamiento para romper el frío silencio de una semana; pero su discusión sobre la oferta de Nairn no había sido más afortunada que las riñas con lágrimas y arrebatos de ira sobre el duelo. Jane seguía insistiendo en que se fueran a casa y en esa ocasión añadió un nuevo motivo para que Sharpe abandonara el Ejército: cuando llegara la paz, se dispararía el precio de la propiedad en Inglaterra, lo cual hacía aún más sensato poner rumbo a casa en esos momentos y encontrar un hogar en Londres. Sharpe protestó enérgicamente ante la idea y aseguró que él nunca viviría en Londres, que era una ciudad vil, corrupta, sucia y abarrotada de gente y que, aunque no tenía ningún reparo en comprar una casa, ésta tenía que estar en el campo. Sin ningún buen motivo para ello, quería vivir en Dorset. Una vez alguien había encomiado ese condado, y esa idea se le había grabado irreversiblemente en la cabeza.

Al final, tras agotadoras discusiones, habían llegado a regañadientes a un mutuo acuerdo: Jane se iría a casa para aprovecharse del precio de la propiedad en esos momentos, pero buscaría una casa de campo en Dorset. Mientras tanto, y si sobrevivía al duelo, Sharpe entraría al servicio del general de división Nairn.

—Pero ¿por qué? —había suplicado Jane con lágrimas en los ojos—. Tú mismo dijiste que tenías miedo de luchar en más contiendas. ¡No puedes combatir y vivir para siempre!

En realidad, Sharpe no podía decirle por qué se negaba a volver a casa antes del final de la guerra. Por supuesto que no quería ser un oficial del estado mayor, y no tenía reparos en reconocer su reticencia a enfrentarse a más batallas; pero había una razón más profunda que se oponía a esos ruegos y que arrastraba su alma como una corriente oscura y torrencial: sus amigos estarían en la brigada de Nairn (el propio Nairn, Frederickson y Harper). Habían muerto muchos compañeros, y quedaban muy pocos, y Sharpe sabía que si abandonaba a esos buenos amigos en las últimas semanas de una larga guerra no se lo perdonaría nunca. Se quedaría y combatiría; pero primero mataría a un oficial de Marina, si es que no moría él.

—Ya veo a esos cabrones —dijo Frederickson alegremente.

Por el camino que iba a la ciudad se acercaban tres jinetes a buen paso. Llevaban todos capas de la Marina de color azul oscuro y sombreros tricornios. Sharpe dirigió la mirada más allá de los tres oficiales de Marina para ver si venía a caballo desde la ciudad algún policía militar para detener el duelo y arrestar a los participantes. El desafío no era exactamente un secreto; de hecho, la mitad de los oficiales de suministros en San Juan de Luz le habían deseado suerte a Sharpe, así que podía suponer que la policía militar había optado por ser sorda y ciega ante la ilegalidad del duelo.

Los oficiales de Marina subieron la colina a lomos de sus caballos y, sin dirigir apenas la mirada hacia Sharpe, desmontaron a unos cincuenta metros de distancia. Uno de los oficiales sostuvo las riendas de los caballos, otro empezó a caminar nervioso de un lado a otro y el tercero se acercó a los tres fusileros.

Frederickson, que era el padrino de Sharpe, se dirigió al encuentro del oficial de Marina que se aproximaba.

—¡Buenos días, teniente!

—Buenos días, señor. —El teniente Ford era el padrino de Bampfylde. Llevaba un estuche de madera en su mano derecha—. Me disculpo por el retraso.

—Nos alegramos de que hayan llegado —Frederickson miró hacia donde estaba el capitán Bampfylde, que seguía caminando de un lado a otro de manera nerviosa por detrás de los tres caballos—. ¿Está dispuesto su apadrinado a presentar sus excusas, teniente?

La pregunta se hizo con diligencia y con la misma diligencia fue contestada.

—Por supuesto que no, señor.

—Lo cual es lamentable. —Frederickson, cuya compañía había sufrido las consecuencias de la cobardía de Bampfylde en el fuerte Teste de Buch, no parecía lamentarlo en lo más mínimo. De hecho, su voz estaba llena de alegría por la expectativa de la muerte de Bampfylde—. ¿Damos comienzo al acto, teniente? —Sin esperar respuesta, le hizo una seña a Sharpe a la vez que Ford se la hacía a Bampfylde.

Los dos duelistas se pusieron frente a frente sin mediar palabra. A Sharpe le pareció que Bampfylde estaba pálido, pero bastante sobrio. Lo cierto es que no temblaba. Tenía un aspecto enojado, aunque no se podía esperar menos de cualquier hombre que hubiera sido acusado de flagrante cobardía.

Ford abrió el estuche de madera y sacó dos pistolas especiales para batirse en duelo. Como Bampfylde había sido el desafiado, se le había ofrecido la elección de las armas, y había escogido un par de pistolas de percusión de cañón largo fabricadas en Francia. Frederickson las sopesó en sus manos, examinó los percutores, luego tiró de la baqueta de una de las pistolas y sondó ambos cañones. Estaba comprobando que ninguna de las dos pistolas tuviera un estriado oculto en la parte trasera de sus cañones. Ambas eran de poco calibre. En la medida en que la enorme destreza de un artesano podía conseguirlo, eran armas idénticas.

El doctor estaba inclinado hacia delante dentro del carruaje para observar los cuidadosos preparativos. Su cochero, envuelto en una capa, permanecía junto a las cabezas de los caballos. Harper esperó junto a los pinos.

Ford cargó ambas pistolas mientras Frederickson lo observaba con atención. El teniente utilizó una fina pólvora negra que se administró con una pequeña taza para medir. Ford estaba nervioso, le temblaba la mano y el viento se llevó un poco de pólvora; pero él tomó un pellizco de más con cuidado para compensar la pérdida. Apretaron la pólvora con la baqueta y luego envolvieron cada una de las bolas de plomo en un parche de cuero engrasado. Las balas, por cuidadosa que fuera su fundición, nunca acababan de ser de un calibre perfecto, pero el parche de cuero hacía que encajaran lo más certeramente posible y, de ese modo, proporcionaba a las pistolas una precisión añadida. Se habría logrado una aún mayor si los cañones de las armas hubiesen sido estriados, pero eso se consideraba poco deportivo. Introdujeron las bolas en los cañones y luego golpearon la baqueta con un martillo de latón para asegurarse de que los proyectiles estuvieran bien colocados contra la carga de pólvora.

Una vez cargados los cañones, Ford abrió la cajita de hojalata que contenía los pistones. Cada pistón consistía en una lámina de cobre delgada como el papel que encerraba una diminuta carga de pólvora negra. Cuando el percutor de la pistola golpeaba la lámina de cobre, la pólvora escondida explotaba y lanzaba una llama minúscula por la chimenea hacia la carga comprimida del cañón. Las armas como ésas eran elaboradas, caras y mucho más fiables que los anticuados fusiles de chispa, tan propensos a humedecerse. Ford apretó con cuidado los pistones al colocarlos en los pequeños huecos bajo los dos percutores y después bajó estos últimos para asegurar las armas. Entonces, con un curioso aire de poca seguridad, ofreció las dos culatas a Frederickson.

El capitán, ante la elección que de ese modo se le ofrecía, miró a Sharpe.

—Cualquiera —dijo Sharpe de manera cortante. Era la primera palabra que pronunciaba uno de los duelistas desde que se habían encontrado. Bampfylde miró a Sharpe cuando el fusilero habló y luego desvió rápidamente la mirada. El oficial de Marina era un joven regordete de tez suave, mientras que Sharpe tenía una piel morena cubierta de cicatrices y unos huesos angulosos. Una cicatriz en la mejilla izquierda del fusilero le deformaba la boca y le daba a su rostro un involuntario aspecto de burla que sólo desaparecía cuando sonreía.

Frederickson eligió el arma de la derecha.

—Los abrigos y los sombreros, señores, por favor —dijo en tono solemne.

Sharpe había previsto ese ritual, pero aun así no dejó de parecerle extraño y burdo mientras se sacaba el chacó y después se desprendía de la raída casaca de fusilero. En la manga de la casaca había una sucia insignia de tela, una corona de hojas de roble que demostraba que una vez había dirigido un destacamento de asalto hacia una brecha que había sido atacada salvajemente con fuego y acero. Le dio la chaqueta a Frederickson, quien tendió a cambio la pistola cargada a Sharpe. El viento agitó el cabello negro de Sharpe y él lo apartó de sus ojos con irritación.

Bampfylde se desprendió de la capa marinera que llevaba sobre los hombros y después se desabrochó los botones de la casaca azul y blanca. Debajo llevaba una camisa de seda blanca metida en la faja que rodeaba la pretina de los pantalones blancos del uniforme. Se decía que era más fácil, y por lo tanto mucho más seguro, sacar trozos de seda de una herida de bala, motivo por el cual muchos oficiales insistían en vestir de seda en la batalla. La camisa de Sharpe era de lino manchado.

Ford cogió el sombrero, la capa y la casaca del capitán Bampfylde y se aclaró la garganta.

—Darán diez pasos, señores, según yo los vaya contando —Ford estaba muy nervioso; tragó flema y se aclaró la garganta una vez más—, tras lo cual se darán la vuelta y dispararán. Si no se da una satisfacción al primer intercambio pueden insistir en disparar una segunda vez y así sucesivamente.

—¿Está satisfecho con su posición? —le preguntó Frederickson a Bampfylde, que dio un respingo cuando se le dirigieron de ese modo. Después echó un vistazo por el acantilado como si buscara un lugar más seguro para combatir.

—Estoy conforme —dijo tras una pausa.

—¿Comandante? —le preguntó Frederickson a Sharpe.

—Conforme. —La culata de la pistola estaba hecha de madera de nogal sombreada. La pistola parecía pesada y desequilibrada en la mano de Sharpe, pero eso se debía sólo a que no estaba acostumbrado a ese tipo de armas. No había duda de que era una pistola de gran precisión.

—Si se dan la vuelta, señores… —A Ford le temblaba la voz.

Sharpe se volvió de forma que quedó mirando al mar. El viento, que soplaba más fuerte, había empezado a salpicar el pizarroso oleaje con riachuelos de espuma blanca. El viento, observó él, venía directo a su rostro, de manera que no tendría que apuntar mal la pistola para compensar la fuerza transversal de la brisa.

—Pueden amartillar las armas —dijo Frederickson. Sharpe tiró del percutor y notó que encajaba en su lugar. Le abrumó una repentina preocupación de que el pistón pudiera caerse de su hueco, pero cuando miró vio que los extremos de las láminas de cobre estaban ondulados de tan bien encajados y que el pistón estaba adecuadamente apretado.

—Diez pasos, señores —anunció Ford—. Uno. Dos…

Sharpe caminó con su paso normal. Mantenía la pistola bajada. No creía haber demostrado ningún miedo ante Bampfylde, pero su barriga era como de hielo nudoso y le temblaba un músculo en el muslo izquierdo. Tenía la garganta seca como el polvo. Podía ver a Harper por el rabillo del ojo.

—Siete. Ocho. —Ford había subido la voz para que se oyera por encima del sonido del viento del mar. Sharpe se encontraba lo bastante cerca del borde del acantilado para ver a los pescadores de langosta franceses impulsando unos largos remos para evitar la engullidora resaca del recortado pie del acantilado.

—Nueve —gritó Ford. Siguió una perceptible y nerviosa pausa antes de la última palabra—. Diez.

Sharpe dio el último paso y volvió la espalda al viento del Atlántico. Bampfylde ya levantaba su pistola. Daba la impresión de estar muy cerca de Sharpe, quien de pronto parecía incapaz de levantar su brazo derecho. Estaba pensando en Jane: sabía que ella esperaba con una horrible incertidumbre; luego movió el brazo con una sacudida, porque la pistola de Bampfylde ya no era nada más que un agujero redondo y negro que apuntaba directamente entre sus ojos.

Observó el agujero negro y de pronto sintió la cálida calma de la batalla. Ese sentimiento de seguridad fue tan inesperado, aunque tan familiar, que sonrió.

Y Bampfylde disparó.

La llama atravesó la nube de humo en dirección a Sharpe, pero él ya había oído cómo la bala pasaba junto a su cabeza con un chasquido como el de un látigo de cuero sacudido con fuerza. La bala no podía haber pasado a más de quince centímetros de su oído izquierdo, y Sharpe se preguntó si las dos pistolas se desviaban hacia la derecha. Esperó; quería que el viento disipara el humo de la pistola de Bampfylde. Seguía sonriendo, aunque él no lo sabía. Bampfylde, sin duda a causa de los nervios, había abierto fuego demasiado deprisa, desperdiciando así su disparo. Entonces Sharpe tenía todo el tiempo que necesitaba para venganza los soldados que habían muerto en la fortaleza de Teste de Buch.

El viento diseminó el humo y dejó al descubierto a Bampfylde, de perfil ante Sharpe. El capitán de la Marina escondía el estómago para hacer de su cuerpo un blanco más pequeño. La mira de la pistola de Sharpe se recortaba contra la blanca camisa de seda. Entonces alineó la muesca trasera con el punto de mira, movió la pistola ligeramente hacia la izquierda por si acaso el arma tendía hacia la derecha. Apuntaría bajo, ya que la mayoría de las pistolas disparaban alto. Si ésa no disparaba alto, entonces le haría una herida en el vientre a Bampfylde. Eso le mataría, pero despacio, tan despacio como habían muerto algunos de los soldados de Sharpe después de que Bampfylde los hubiera abandonado tras las líneas enemigas.

Su dedo rodeó el gatillo. En esos momentos el humo ya se había alejado completamente de Bampfylde y no era más que un tenue retal de distante neblina que se arremolinó en lo alto del borde del acantilado antes de dirigirse tierra adentro.

—¡Dispare, maldita sea! —Bampfylde espetó las palabras en voz alta, y Sharpe, que había estado a punto de disparar, vio que el capitán de la Marina temblaba visiblemente.

—¡Dispare, maldito sea! —gritó Bampfylde de nuevo, y Sharpe supo que había ganado completamente, porque había reducido a ese hombre orgulloso a un cobarde que se estremecía. Sharpe había acusado a Bampfylde de cobardía y en ese momento demostraba su acusación.

—¡Dispare! —Bampfylde pronunció la palabra con desesperación.

Sharpe bajó la boca de la pistola para compensar el tirón hacia arriba y disparó.

La pistola de Sharpe no se desvió hacia arriba en absoluto, pero tenía una ligera tendencia a disparar hacia la izquierda más que hacia la derecha, y como resultado, en lugar de un tiro en el vientre, la bala rasgó las dos nalgas de Bampfylde, le desgarró los pantalones blancos de la Marina y le hizo unos boquetes sangrantes en la carne. Bampfylde chilló como un cerdo atrapado y se tambaleó hacia delante. Soltó la pistola y cayó de rodillas, y Sharpe sintió el júbilo de un trabajo bien hecho. Vio la sangre que brillaba en los blancos bombachos. El doctor corría torpemente con su bolsa de color negro, pero Ford ya se había arrodillado junto al herido Bampfylde.

—No es más que una herida superficial, señor.

—¡Me ha roto la espalda! —Bampfylde pronunció las palabras entre dientes como prueba de su dolor.

—Le ha rayado el culo. —Frederickson esbozaba una sonrisa burlona.

Ford levantó la mirada hacia Frederickson.

—¿Estáis de acuerdo en que se ha satisfecho el honor, señor?

A Frederickson le estaba costando no reírse.

—Sumamente de acuerdo, teniente. Que tenga un buen día.

El doctor se arrodilló al lado del capitán de Marina.

—Una herida superficial, nada más. Sólo será necesario un vendaje. Quedará contusionada y dolerá, Es usted un hombre afortunado.

Ford traducía sus palabras para el consternado Bampfylde, pero el capitán no escuchaba. En lugar de eso miraba fijamente a través de lágrimas de ira y vergüenza al fusilero de cabello negro que se había acercado y estaba de pie junto a él. Sharpe no dijo nada: se limitó a bajar la humeante pistola y se alejó. No había conseguido matar al individuo, lo cual le enojaba, pero se había restablecido el honor de los muertos en Teste de Buch. Se había comido su césped antes de desayunar, y entonces Sharpe debía consolidar su frágil paz con Jane, mandarla lejos con todo su amor y regresar después al lugar que mejor conocía y más temía: el campo de batalla.

* * * *

Burdeos todavía pertenecía al emperador, aunque nadie podía decir por cuánto tiempo. Los embarcaderos del río estaban vacíos, los almacenes desnudos y las arcas de la ciudad secas. Había unos cuantos soldados que todavía proclamaban su lealtad a Napoleón, pero la mayoría anhelaba la paz que reactivaría el comercio, y como símbolo de ese vivo deseo se hacían escarapelas blancas, insignia de la casa real francesa. Al principio las mantenían escondidas, pero, a medida que pasaban los días, cada vez las llevaban más como un abierto desafío a las tropas bonapartistas que quedaban. Esos defensores imperiales eran pocos y lastimosamente débiles. Algunos veteranos lisiados y pensionistas guarnecían los fuertes del río y medio batallón de jóvenes soldados de infantería custodiaba la prefectura, aunque o mejor de las tropas se había dirigido hacia el sur y el este para servir de refuerzo a mariscal Soult y, animada por su ausencia, la hambrienta ciudad mostraba su desafección y rebeldía.

Una mañana de marzo, fresca a causa del frío viento y húmeda por la lluvia que provenía del Atlántico, un único carro llegó a la prefectura de la ciudad. El carromato llevaba cuatro pesados embalajes e iba escoltado por un escuadrón de soldados de caballería que, por extraño que parezca, estaban al mando de un coronel de infantería. El carro se detuvo en el patio de la prefectura, y los miembros de su escolta de dragones, montados en unos caballos cansados y llenos de barro, se inclinaron sobre sus sillas con la mirada perdida. Llevaban el pelo peinado con cadenettes, unas pequeñas trenzas que les colgaban junto a las mejillas y que eran señal de su condición de élite.

El coronel de infantería, entrado en años y lleno de cicatrices, se apeó despacio de su montura y se dirigió al pórtico de entrada, donde un centinela presentó su mosquete. Estaba demasiado cansado para responder al saludo del centinela, por lo que se limitó a empujar la pesada puerta. La escolta de caballería quedó al mando de un sargento de los dragones que tenía un rostro con la textura del cuero rajado por un cuchillo. Estaba sentado con su pesada espada de hoja recta apoyada sobre el arco de la montura, y el nervioso centinela, que intentaba que la mirada hostil del sargento no se posara en él, vio que el filo del embotado acero tenía intensas muescas como resultado de un combate reciente.

—¡Eh, cara de cerdo! —El sargento se había dado cuenta del furtivo interés del centinela.

—¿Sargento?

—Agua. Traiga un poco de agua para mi caballo.

El aludido, que tenía órdenes de no moverse de su puesto, trató de no hacer caso del mandato.

—¡Cara de cerdo! He dicho que traiga un poco de agua.

—Se supone que no debo moverme… —El centinela se calló al ver la estropeada pistola que había sacado el sargento de una vaina de la montura.

El sargento echó hacia atrás el pesado percutor de la pistola con el pulgar.

—¿Cara de cerdo?

El centinela miró fijamente la negra boca del arma y se fue corriendo a buscar un cubo de agua mientras, en el piso de arriba, al coronel de infantería le habían indicado el camino hacia una estancia grande y tenebrosa que en su día había sido refinada con paredes de mármol, un techo con molduras de yeso y un pulido suelo de madera de boj, pero que entonces estaba sucia, desordenada y fría a pesar del pequeño fuego que ardía en la ancha chimenea. Un hombre menudo con gafas era el único ocupante de la habitación. Se sentaba encorvado sobre una mesa de malaquita verde en la que había un montón de papeles ondulados entre los gruesos cabos de las velas apagadas.

—¿Es usted Ducos? —preguntó el soldado de infantería por todo saludo.

—Soy el comandante Pierre Ducos —repuso él sin levantar la vista de su trabajo.

—Yo soy el coronel Maillot. —Maillot parecía estar demasiado cansado incluso para hablar mientras abría la alforja y sacaba un mensaje sellado que colocó sobre la mesa. Maillot dejó deliberadamente el despacho encima del papel en el que Ducos escribía.

Pierre Ducos no hizo caso del insulto. En lugar de eso, cogió el mensaje y se fijó en el sello rojo en que se veía la insignia de una abeja. Tal vez otros hubieran mostrado asombro al recibir una misiva con el sello privado del emperador, pero la actitud de Ducos pareció expresar la irritación de que el emperador tuviera que cargarlo con más trabajo. Ducos no abrió el mensaje inmediatamente como hubieran hecho otros, sino que, en lugar de eso, se empeñó en terminar el trabajo que el coronel había interrumpido.

—Dígame, coronel —Ducos tenía una voz extraordinariamente profunda para ser un hombre tan enclenque—, ¿cuál sería su opinión sobre un general de brigada que permite que un puñado de vagabundos derrote a su mando?

Maillot estaba demasiado cansado para expresar opinión alguna, así que no dijo nada. Ducos, que estaba escribiendo su informe confidencial al emperador sobre los acontecimientos ocurridos en el fuerte Teste de Buch, mojó la pluma en la tinta y siguió escribiendo. Pasaron cinco minutos enteros antes de que se dignara cerrar su tintero y abriera el despacho del emperador. Éste contenía dos hojas de papel, que leyó en silencio, y acto seguido, obedeciendo las instrucciones reflejadas en una de las hojas, tiró la otra al fuego.

—Le ha costado bastante localizarme.

Las palabras eran descorteses, pero Maillot no mostró resentimiento mientras se acercaba al fuego y sostenía sus manos heladas sobre el ínfimo calor que desprendía la página ardiendo.

—Hubiera llegado antes, pero los caminos no son precisamente seguros, comandante. Incluso llevando una escolta de caballería, uno ha de tener cuidado con los bandidos. —Pronunció con sorna la última palabra, pues ambos sabían que los «bandidos» eran desertores de los ejércitos de Napoleón, o bien jóvenes que habían huido al campo para evitar que los reclutaran. Lo que Maillot no dijo era que esos bandidos habían atacado su carromato. Habían muerto seis de los dragones, incluido el segundo al mando de Maillot, pero éste había contraatacado y luego había dejado que los dragones supervivientes persiguieran y castigaran a los forajidos. Maillot era un veterano de las guerras del emperador y no iba a permitir que unos simples vagabundos lo insultaran.

Ducos se desenganchó las gafas de las orejas y limpió las redondas lentes con un extremo de su casaca azul.

—¿El envío está a salvo?

—Abajo. Es un carro de artillería que hay aparcado en el patio. La escolta necesita comida y agua, y sus caballos también.

Ducos frunció el entrecejo para demostrar que él estaba por encima de tratar con unas necesidades tan rutinarias como la comida y el agua.

—¿Sabe la escolta lo que hay en el carro?

—Claro que no.

—¿Qué creen que es? Maillot se encogió de hombros.

—¿Importa eso? Sólo saben que han traído a Burdeos cuatro embalajes sin marcar.

Ducos levantó la hoja de papel que quedaba del despacho.

—Esto me da autoridad sobre la escolta, e insisto en saber si se puede confiar en ellos.

Maillot se sentó en una silla y estiró sus largas piernas, cansadas y salpicadas de barro.

—Están al mando de un buen soldado, el sargento Challon, y no hacen nada para contrariarle. Pero ¿se puede confiar en ellos? ¿Quién sabe? Es probable que a estas alturas se imaginen lo que hay en los embalajes, aunque hasta ahora se han mantenido leales. —Reprimió un bostezo—. Lo que más los preocupa ahora es la comida y el agua.

—¿Y a usted, coronel? —preguntó Ducos.

—Yo también necesito comida y agua.

Ducos hizo una mueca para demostrar que su pregunta había sido mal entendida.

—¿Qué hará usted ahora, coronel?

—Regresaré al lado del emperador, por supuesto. El envío es responsabilidad suya. Y, si me perdona, me alegraré muchísimo de quitármelo de encima. Un soldado debería estar luchando en estos momentos, no haciendo de jefe de bagajes.

Ducos, a quien le acababan de otorgar la responsabilidad de un jefe de bagajes, volvió a colocarse las gafas limpias en el rostro.

—El emperador me concede un gran honor.

—Confía en usted —dijo sencillamente Maillot.

—Igual que confía en usted —Ducos le devolvió el cumplido.

—Llevo muchos años con él.

Ducos miró al cano Maillot; sin duda había estado con el emperador durante muchos años, pero nunca lo habían ascendido por encima del rango de coronel. No faltaban los franceses que habían empezado como soldados rasos para llegar a comandar ejércitos enteros, aunque no era el caso de ese veterano alto, lleno de cicatrices y con ese rostro obstinadamente digno de confianza. En suma, decidió Ducos, ese Maillot era un idiota, uno de los leales mastines del emperador, un soldado para hacer recados; un hombre sin imaginación.

—Burdeos no es un lugar seguro —observó Ducos en voz baja, como si hablara consigo mismo—. El alcalde ha mandado un mensaje a los ingleses pidiéndoles que vengan. Él cree que no sé nada de ese mensaje, pero tengo una copia sobre esta mesa.

—Entonces arréstelo —soltó Maillot con toda tranquilidad.

—¿Con qué? En estos momentos la mitad de la guardia de la ciudad lleva la escarapela blanca, y la otra mitad haría lo mismo si tuviera suficientes agallas. —Ducos se levantó y se dirigió a una ventana que había en el otro lado de la habitación, desde donde observó la lluvia que caía en grandes franjas sobre la plaza de Saint Julien—. El carromato estará a salvo aquí esta noche —afirmó—, y sus soldados pueden quedarse en algunos de los alojamientos que hay vacíos. —Ducos se dio la vuelta y esbozó una inesperada sonrisa—. Pero usted, coronel, ¿me haría el honor de cenar en mis aposentos?

Lo único que Maillot deseaba hacer era dormir, pero sabía en qué consideración tenía el emperador a ese hombrecillo con gafas, así que, por cortesía y porque Ducos insistió calurosamente en su invitación, hubo de aceptar de mala gana. No obstante, para su sorpresa, Ducos resultó ser un anfitrión asombrosamente divertido, y Maillot, que por la tarde había podido dedicar un par de horas a un sueño exhausto, se encontró con que el hombrecillo que hablaba con tanta franqueza de sus servicios al emperador se había ganado su simpatía.

—Nunca he sido un soldado por naturaleza como usted, coronel —dijo Ducos con ademán modesto—. Mis habilidades se han usado para corromper, burlar y engañar al enemigo. —Esa noche Ducos no habló de sus antiguos fracasos, sino de sus éxitos, como el de esa ocasión en la que había atraído a unos guerrilleros españoles con el pretexto de negociar una tregua y de cómo los mataron salvajemente a todos cuando llegaron confiados. Ducos sonrió al recordarlo—. A veces echo de menos España.

—Nunca he luchado allí —Maillot se sirvió más brandi—, pero me han hablado de los guerrilleros. ¿Cómo se puede combatir contra soldados que no llevan uniforme?

—Matando a tantos civiles como sea posible, por supuesto —repuso Ducos, y luego añadió con añoranza—: Lo que sí echo en falta es el clima cálido.

Maillot se rió al oírlo.

—Es evidente que no ha estado en Rusia.

—No, no he estado. —Ducos se estremeció sólo de pensarlo, luego giró sobre su silla para observar la noche con detenimiento—. Ha dejado de llover, mi querido Maillot. ¿Quiere dar una vuelta por el jardín?

Los dos hombres caminaron por el empapado césped; el humo de sus cigarros se elevaba a través de las ramas de los perales. Maillot de la de estar acordándose todavía de la campaña rusa, porque de pronto soltó una corta carcajada y comentó lo listo que había sido el emperador en Moscú.

—¿Listo? —Ducos parecía sorprendido—. No nos pareció muy listo a los que no estábamos allí.

—A eso me refiero —dijo Maillot—. Nos enteramos del descontento que reinaba en Francia y ¿qué hizo el emperador? ¡Ordenó que las bailarinas del ballet de París actuasen sin faldas ni medias! —Maillot se rió al acordarse; entonces se volvió de cara a la alta pared de ladrillos y se desabrochó los bombachos. Siguió hablando mientras orinaba—. Más adelante oímos que París ya se había olvidado de las muertes en Rusia, porque sus habitantes no podían hablar de nada que no fueran los muslos desnudos de mademoiselle Rossillier. ¿Estaba usted en París en esa época?

—Estaba en España. —Ducos se hallaba justo detrás de Maillot. Mientras el más veterano hablaba, había sacado una pequeña pistola de su bolsillo trasero y sin hacer ruido echó hacia atrás su engrasado percutor. En esos momentos apuntaba a la base del cuello de Maillot—. Estaba en España —repitió, y con una mueca cerró los ojos con fuerza al tiempo que apretaba el gatillo. La bala destrozó una de las vértebras de Maillot y empujó hacia atrás su canosa cabeza en un sangriento paroxismo. El coronel pareció dar un suspiro arrepentido al derrumbarse. La cabeza se le fue hacia delante y golpeó contra el enladrillado; luego el cuerpo dio una sacudida y se quedó completamente inmóvil. El humo maloliente de la pistola se entretuvo entre las ramas de los perales.

A Ducos le vinieron arcadas, sintió náuseas y logró controlarse. Una voz gritaba desde una casa vecina: quería una explicación sobre el disparo, pero como Ducos no respondió ya no hubo más preguntas.

Al amanecer el cuerpo estaba escondido bajo el abono.

Ducos no había dormido. No fue la mala conciencia ni la repugnancia por la muerte de Maillot lo que le había mantenido despierto, sino la enormidad de lo que esa muerte representaba. Al apretar el gatillo, Ducos había abandonado todo aquello que una vez significó tanto para él. Lo habían educado para creer en el carácter inviolable de los ideales revolucionarios y luego se dio cuenta de que las ambiciones imperiales de Napoleón eran en realidad los mismos ideales, pero transmutados por la genialidad de un hombre en una única e irremplazable gloria. En esos momentos, cuando la gloria de Napoleón se había derrumbado, los ideales debían seguir vivos; sólo entonces fue consciente Ducos de que Francia en sí era la personificación de esa grandeza.

Así, esa húmeda noche Ducos se convenció a sí mismo de que la irrelevante parafernalia de la Francia imperial podía sacrificarse. Surgiría una nueva Francia y Ducos la serviría desde una posición de poderosa responsabilidad. Sin embargo, por el momento era necesario un tiempo de espera y seguridad. Así que, por la mañana, mandó llamar al sargento de los dragones Challon a la prefectura; allí hizo que el entrecano militar se sentase al otro lado de la mesa de malaquita verde y empujó hacia él la hoja que quedaba del despacho del emperador.

—Lea eso, sargento. Challon cogió el papel con confianza y entonces, al darse cuenta de que no podía engañar al oficial de las gafas, lo volvió a dejar.

—No sé leer, señor.

Ducos se quedó mirando fijamente esos ojos inyectados de sangre.

—Ese pedazo de papel lo pone a usted en mis manos, sargento. Está firmado por el emperador en persona.

—Sí, señor. —La voz de Challon sonó apagada.

—Significa que usted me obedece.

—Sí, señor.

Entonces Ducos se arriesgó. Desplegado encima de la mesa había un periódico y le ordenó a Challon que lo tirara al suelo. Al sargento le desconcertó esa orden, pero obedeció. Luego se quedó parado. En el periódico había escondidas las escarapelas blancas, dos grandes escarapelas de vistosa seda blanca.

Challon se quedó mirando los símbolos de los enemigos de Napoleón y Ducos observó al sargento con trenzas. Challon no era un hombre muy perspicaz, y su rostro curtido y lleno de cicatrices revelaba sus pensamientos con tanta claridad como si los expresase en voz alta. Lo primero que Ducos descubrió en su cara fue que el sargento Challon sabía lo que se ocultaba en los cuatro embalajes. Ducos se hubiese asombrado si Challon no lo hubiera sabido. La otra cosa que reveló el sargento fue que él, al igual que Ducos, deseaba hacerse con el contenido.

Challon levantó la vista hacia el pequeño comandante.

—¿Puedo preguntar dónde está el coronel Maillot, señor?

—El coronel Maillot ha contraído una fiebre repentina que mi médico cree que resultará ser fatal.

—Siento oír eso, señor —la voz de Challon era inexpresiva—, porque a algunos de los muchachos les caía bien el coronel, señor. —Por, un segundo, mientras miraba esos ojos duros, Ducos pensó que había calculado muy mal. Entonces Challon dirigió la mirada hacia las comprometedoras escarapelas—. Pero algunos aprenderán a vivir con su dolor.

Una sensación de alivio inundó a Ducos, aunque era demasiado listo para demostrar ni ese alivio ni el miedo que lo había precedido. Ducos supo entonces que Challon era su hombre.

—La fiebre —dijo Ducos suavemente— puede ser contagiosa.

—Eso he oído, señor.

—Y nuestra responsabilidad exigirá al menos seis hombres. ¿No está usted de acuerdo?

—Creo que serán más los que sobrevivirán a la fiebre, señor —replicó Challon igual de elíptico que Ducos. Entonces eran cómplices de traición y ninguno de ellos podía exponerlo abiertamente, aunque ambos se entendían a la perfección.

—Bien. —Ducos recogió una de las escarapelas. Challon dudó, cogió la otra y de esa forma su pacto quedó sellado.

Dos mañanas después hubo una niebla marina que provenía del estuario del Garona y que envolvió Burdeos con una humedad pegajosa a través de la cual nueve jinetes se dirigieron al este al amanecer. Pierre Ducos iba en cabeza, vestido con ropa de civil y con una espada y dos pistolas al cinto. El sargento Challon y sus hombres llevaban los vestigios de sus uniformes verdes, aunque todos los soldados de caballería se habían desecho de sus pesados cascos metálicos. Las bolsas de sus monturas estaban repletas, al igual que las alforjas de los caballos de carga que conducían tres de ellos.

El engaño, el timo, el disimulo y la burla; ésas eran las habilidades que Ducos le había ofrecido a su emperador, unas habilidades de las que entonces debía servirse para sus propios fines. Los caballos hicieron resonar los cascos a través de la puerta exterior de la ciudad, agitaron la niebla al pasar y se fueron.