Pierre Ducos murió en la zanja de un fuerte a manos de un pelotón de fusilamiento del Ejército monárquico francés. Nadie lamentó su muerte, ni siquiera aquellos soldados del pelotón de fusilamiento que en secreto seguían siendo leales al emperador exiliado. Ducos había traicionado al emperador de la misma manera que había traicionado a Francia, por lo tanto, le dispararon como a un perro y lo enterraron como a un suicida en una tumba sin nombre al otro lado del glacis del fuerte.
En Londres, un ayuda de campo del príncipe regente se enteró de la muerte de Ducos y, como consecuencia, pasó unas cuantas noches en blanco. La ejecución del francés era un triunfo para un fusilero que había salido de la ignominia para recobrar su reputación, y cualquier día ese hombre cruzaría el canal. Lord Rossendale consideró la posibilidad de huir hacia lo que quedaba de las fincas irlandesas de su familia, pero su orgullo lo obligó a quedarse y a dar muestras de un coraje que no sentía. Todas las mañanas iba a ver a un maestro de esgrima de la calle Bond y todas las tardes tiraba al blanco con pistolas de duelo de cañón largo en el patio de Clarence House. Afirmaba que sólo estaba afinando sus habilidades militares, pero toda la sociedad sabía que estaba practicando para la dura prueba de la hierba en ayunas.
—Ha salido de París —le dijo Rossendale a Jane una mañana de otoño.
A Jane no le hizo falta que le dijera a quién se refería.
—¿Cómo lo sabes?
—Ayer llegó un correo de la embajada. Los tres se dirigieron a caballo hacia Calais.
A Jane le dieron escalofríos. Al otro lado de la ventana la lluvia caía en forma de cortinas grises por todo el parque.
—¿Qué va a pasar? —preguntó, aunque ya sabía muy bien cuál era la respuesta.
Rossendale sonrió.
—Lo llaman césped antes de desayunar.
—No —protestó Jane.
—Él me desafiará, yo elegiré las armas y nos batiremos. —Rossendale se encogió de hombros—. Me imagino que perderé.
—No. —Jane recordó las terribles discusiones que habían precedido al duelo de Sharpe con Bampfylde. Había perdido aquellas discusiones, pero ahora perdería al hombre al que había llegado a amar.
—No soy ningún espadachín —dijo Rossendale compungido—, y soy un desastre con una pistola.
—¡Entonces no pelees! —exclamó Jane con ferocidad.
Él sonrió.
—No hay otra elección, mi amor. Ninguna. Se le llama honor.
—¡Entonces acudiré a él! —repuso Jane en tono desafiante—. ¡Le suplicaré!
—¿Y qué tiene eso de honorable? —Rossendale sacudió la cabeza—. No se puede burlar al honor —añadió, aunque durante meses él había hecho poco más que eso, lo cual no hacía más que demostrar que el honor se podía burlar pero que su precio tendría que pagarse de todas formas antes de desayunar una mañana húmeda y gris.
Por lo tanto, lord Rossendale y Jane no podían hacer más que esperar, puesto que el honor no dejaría que se escaparan, mientras que el hombre al que aguardaban llegaba a Calais.
A Sharpe y a Frederickson les habían restituido el cargo y les habían asegurado que mantenían la pureza de su honor y la integridad de su rango. Les habían pedido disculpas y en esos momentos, en Calais, desayunaban en el reservado de una taberna del puerto. Sus platos estaban colmados de costillas de cordero añojo, huevos, salchichas de ajo y pan negro.
—Primero irá usted a Londres, claro. —Frederickson sirvió café.
—¿Ah, sí? —le preguntó Sharpe.
—Asuntos pendientes —dijo Frederickson en tono grave—. ¿O no debería mencionarlo?
—Se refiere a lord Rossendale. —Sharpe dio un sorbo al café recién servido—. ¿Debo matarle?
—No sea obtuso. Por supuesto que debe matarle. Yo seré su padrino, si me permite el honor. Naturalmente el duelo tendrá que ser secreto. Ahora ambos debemos pensar en nuestras carreras. —Frederickson sonrió. Aún tenía el rostro oscurecido por las magulladuras, aunque la hinchazón ya hacía tiempo que le había bajado—. Supongo que ya no contempla la posibilidad de un retiro en Dorset.
Sharpe se reclinó en la silla. A través de la ventana podía ver el paquebote cargando junto al muelle. El barco zarparía con la marea al cabo de dos horas y, si él quería, lo llevaría al horrible lío de una mujer infiel y de las pistolas al amanecer.
—¿Y Jane? —le preguntó a Frederickson—. ¿Qué tengo que hacer con Jane?
—Darle un buen rapapolvo, por supuesto, y luego abandonarla. Si no soporta enfrentarse a ella, con mucho gusto se lo diré yo mismo. Puede darle algo de dinero, si es que debe hacerlo; pero no sea demasiado generoso. Ella puede hacerse institutriz o dama de compañía.
O puta, pensó Sharpe con tristeza, pero no lo dijo.
—Es usted muy amable, William.
Frederickson rechazó el cumplido encogiéndose de hombros y luego rebañó la yema del huevo del plato con un trozo de pan.
—No estará pensando todavía en retirarse a Dorset, ¿verdad?
—El campo tiene un cierto atractivo.
—¡Por el amor de Dios, Sharpe! ¡Ya oyó usted al duque! Habrá una indemnización. Por Dios, hombre, ¡podría tener un batallón!
—¿En tiempos de paz?
Frederickson hizo una mueca.
—No tenemos muchas alternativas, ¿no? No podemos encargar otra guerra cuando nos venga bien.
—No. —Y de hecho el duque de Wellington iba a ir desde su embajada en París a un gran congreso en Viena para asegurarse de que no habría otra guerra. El duque, reconoció Sharpe, había sido la amabilidad personificada en París, incluso después de que su embajada hubiera sido invadida por tres fusileros fugitivos que llevaban al contusionado y aterrorizado Pierre Ducos. A las autoridades monárquicas francesas las había perturbado el hecho de que el general Calvet hubiera llevado una fortuna a Elba y la embajada napolitana había realizado una dura protesta contra unos ladrones uniformados que trastornaban la paz de su reino; pero el Duque arremetió con desdén contra aquellas continuas quejas diplomáticas. Se perdonó todo. Hubo incluso una promesa implícita de ascenso para Sharpe y Frederickson, aunque era difícil imaginarse cómo se iba a cumplir tal promesa si no había batallas que crearan vacantes.
—Así que primero, a Londres —Frederickson planeaba su futuro conjunto con deleite—; luego exigiremos un batallón propio. Usted estará al mando, por supuesto, aunque yo seré el segundo comandante y le aseguro que pediré una serie de permisos tan pronto como estemos instalados.
—¿Permiso? —sonrió Sharpe—. ¿Tan pronto?
Frederickson adoptó un aspecto tímido.
—Sabe muy bien por qué quiero un permiso. Puede que usted haya perdido la ilusión en el matrimonio, pero yo no he abandonado todas las esperanzas. ¡Al contrario! Primero me instalaré, por supuesto. Un ascenso, quizás, un poco de dinero y un uniforme nuevo. —Sonrió, como si la consecución de aquellas cosas le fuera a garantizar el éxito de su cortejo—. Sé que no le tiene mucho cariño a madame Castineau, pero en muchos sentidos es la mujer ideal para mí. Es viuda, ya lo ve, por lo que no creo que espere demasiado del matrimonio… Y una vez la haya convencido para vivir en Inglaterra, estoy seguro de que será muy feliz. Que conste que no me disgusta su propiedad. Valdrá una considerable suma de dinero en el futuro.
—No —dijo Sharpe crudamente.
Frederickson frunció el ceño.
—¿No?
—No —repitió Sharpe. De alguna manera se había convencido a sí mismo de que Frederickson había abandonado sus esperanzas con madame Castineau con la agitación de los últimos días; pero en lugar de eso, su amigo estaba revelando aquellos sueños imposibles que ahora tenían que hacerse añicos cruelmente. Había llegado la hora de que Sharpe le contara aquello que tendría que haberle dicho semanas antes. Había llegado la hora de romper una amistad, y Sharpe se estremeció ante ese hecho, pero sabía que no podía echarse atrás.
—No voy a ir a Inglaterra. —Sharpe levantó la vista para mirar a su amigo—. Patrick sacó mi equipaje del barco hace una hora. Sólo estoy aquí para verlo partir a salvo, William, pero no voy a ir con usted. Me quedo aquí.
—¿En Calais? Perdone, pero es una elección inhóspita. —De repente Frederickson puso mala cara—. ¡Dios mío! Es por su maldito orgullo, ¿no es cierto? ¿Teme volver a Inglaterra por Jane y ese desgraciado? ¿Cree que se van a burlar de usted porque le han puesto los cuernos? —Frederickson menospreció ese temor quitándole importancia con una sacudida de su servilleta—. ¡Mi querido Sharpe! ¡Mate a ese hombre en duelo y nadie se burlará de usted!
—No. —Sharpe detestaba decirlo, pero tenía que hacerlo—. No tiene nada que ver con Jane y no me voy a quedar en Calais. Voy a volver a Normandía.
Frederickson se quedó mirando fijamente a Sharpe mucho, mucho rato. Y durante mucho, mucho rato, no dijo nada; pero entonces, como si le costara un gran esfuerzo, recuperó el habla.
—¿Con Lucille?
—Con Lucille —confirmó Sharpe.
—¿Y ella? —Frederickson titubeó. Su rostro magullado mostraba un verdadero dolor que era prueba de la dureza con la que sus sueños estallaron en sufrimiento—. ¿Accederá a su llegada al castillo?
—Creo que sí.
Frederickson cerró unos instantes su único ojo.
—¿Y puedo preguntar si tiene usted razones para creerlo?
—Sí —respondió Sharpe en voz muy baja—, las tengo.
—¡Oh, Dios! —Entonces parecía no haber nada más que odio en la mirada de Frederickson; si no, sentía un dolor tan intenso que sólo podía reflejarse en su rostro como si fuera odio.
Sharpe intentó explicarse. Se oyó a sí mismo balbucear al contar la vieja historia sobre cómo la antipatía que sentía hacia esa mujer se había convertido en amistad, y de cómo luego esa amistad se había convertido en amor, y recordó, pero no se lo dijo a Frederickson, cómo aquella noche oscura de truenos que rompían el cielo en la que él y Lucille se habían encontrado en el pasillo y no se habían dicho nada, ella había ido a su habitación y luego, mientras dormía, y mientras Sharpe escuchaba el ruido de la lluvia al bajar por los canalones, había pensado que nunca antes había conocido una paz semejante.
—Tendría que habérselo dicho hace semanas —reconoció con abatimiento—, pero no sé por qué…
Frederickson interrumpió las palabras de Sharpe levantándose bruscamente y alejándose. Caminó hacia la chimenea y se quedó mirando el fuego de carbón que chisporroteaba de manera sofocada en el hogar.
—No quiero oír nada más.
—Yo no quería hacerle daño —dijo Sharpe de manera poco convincente.
—¡Maldito sea! —Frederickson se volvió hacia él con una súbita ira ciega.
—Lo siento.
—¡No necesito su compasión de mierda! ¡Maldito sea! ¿Cuántas condenadas mujeres quiere?
—William…
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Espero que le rompa su asqueroso corazón igual que lo hizo la última! —Frederickson todavía tenía la servilleta, que, con irascible enojo, arrojó hacia Sharpe. Entonces, sin decir una palabra más, agarró rápidamente su sobretodo y su espada y abandonó airado la habitación.
Sharpe se agachó, recuperó la arrugada servilleta y la alisó encima de la mesa. Pensó en seguir a Frederickson afuera, pero sabía que no serviría de nada. En lugar de eso se quedó un buen rato sentado, con la mirada vacía, observando el mar.
Harper entró muy silenciosamente en la habitación, miró a Sharpe y luego extendió las manos hacia el débil fuego.
—¿Así que se lo ha dicho, señor?
—Se lo he dicho.
—Dios salve a Irlanda —dijo Harper por nada en particular. Luego se agachó y empujó los carbones con un atizador hecho con una vieja bayoneta francesa—. No hubiera funcionado, por supuesto —afirmó al cabo de un rato—, pero supongo que él nunca se va a convencer de ello.
—¿Qué es lo que no habría funcionado, Patrick?
—Lo del señor Frederickson y la señora. A él no le gustan las mujeres, ¿sabe? Quiero decir que le gustan bastante pero que ahora nunca podría hacer que una mujer se convirtiera en su amiga, ¿no es verdad? No basta con llevárselas a la cama. La verdad es que también hay que quererlas.
—¿De veras, señor Harper? —Sharpe sonrió.
—Ahora es señor Harper, ¿no? —El irlandés se rió. En el bolsillo llevaba sus papeles de baja firmados por el mismísimo duque de Wellington. Entonces el señor Harper era un hombre libre que se dirigía a Inglaterra, donde cogería un barco rápido hacia España, tras lo cual, con Isabel y el bebé, volvería a su hogar en Irlanda. Volvería a su hogar para bien, decía él, a un hogar donde la lluvia caía en unos endebles campos de los que una gente pobre arrancaba el pan de cada día.
Sharpe se puso en pie y lo acompañó fuera al muelle. No había ni rastro de Frederickson en la cubierta del paquebote, aunque su equipaje, junto a la pesada mochila de Harper, estaba apilado al lado de una escotilla abierta. Sharpe se alejó de la pasarela y fue andando con Harper hacia el lugar donde el bauprés del paquebote se erguía, negro como el alquitrán, contra las nubes sombrías.
—No sé qué decir, Patrick.
—Ni yo tampoco, señor —Harper hablaba en voz baja—; pero hemos pasado muy buenos momentos, señor, sí que lo hemos hecho.
—Y también hemos tenido otros condenadamente terribles. —Sharpe soltó una carcajada—. ¿Se acuerda de aquel día que se peleó conmigo en la nieve?
—Hizo trampas, señor, de lo contrario le hubiera abierto la cabeza.
—No le hubiera ganado sin hacer trampas.
Se quedaron en silencio. Había un montón de gaviotas que chillaban y daban vueltas por encima del muelle de pesca. La lluvia caía en forma de intensos aguijones oblicuos.
—Si algún día va a Normandía… —sugirió Sharpe.
—Por supuesto, señor. Y si algún día quiere venir usted a Donegal sabrá que le espera una bienvenida excepcional. Vaya a Derry, siga hacia el oeste y alguien sabrá dónde encontrar al compatriota grandote que ha vuelto de la guerra.
—Claro que iré. Usted sabe que lo haré.
Harper metió la mano hasta el fondo del bolsillo de su excelente sobretodo de civil.
—Ahora está bien de dinero, ¿no?
—Ya sabe que sí. —Sharpe se había embolsado algunas monedas de oro cuando cargaba el cañón saltamontes, de la misma manera que Harper había afanado unos puñados de piedras preciosas de la gran caja fuerte—. De todas maneras le debo dinero —observó.
—Páguemelo cuando venga a Irlanda —observó.
El contramaestre del paquebote gritó llamando a los últimos pasajeros. Ya estaban izando una vela del trinquete y había llegado el momento de que Harper se marchara. Miró a Sharpe y ninguno de los dos supo qué decir. Habían marchado juntos todos los kilómetros de soldado y ahora sus caminos se separaban. Prometerían volver a reunirse, pero tales promesas muy raramente se cumplían. Sharpe trató de decir lo que sentía, pero no le salió, así que en lugar de eso abrazó a su amigo.
—Cuídese, Patrick.
—Lo haré. —Harper hizo una pausa—. ¿Está usted haciendo lo correcto, señor?
—Para el señor Frederickson no, no es lo correcto. —Sharpe sacudió la cabeza—. No lo sé, Patrick. Espero que sí. —Volver a Normandía era como la tirada de un dado o como el capricho de una acción en la batalla. No había ninguna racionalidad en ello, pero la vida no cedía ante la razón, sino ante el instinto—. Creo que es lo correcto. Lo deseo muchísimo, si es que eso es una respuesta. Y no estoy seguro de querer vivir en Inglaterra. Allí nunca me aceptarán. Para ellos no soy más que un cabrón advenedizo que sabe usar la espada, pero en tiempos de paz me escupirán como si fuera una migaja de carne podrida.
—¿Y si les vuelve a hacer falta su espada? —preguntó Harper.
Sharpe se encogió de hombros.
—Ya veremos. —Entonces el contramaestre volvió a gritar a voz en cuello su impaciente llamada, y los últimos pasajeros deshicieron sus abrazos de despedida y se apresuraron hacia la pasarela. Sharpe agarró fuertemente a Harper de las manos—. Le voy a echar de menos, Patrick. Es usted un tipo difícil, pero por Dios que lo voy a echar de menos.
—Sí. —Harper tampoco encontró las palabras adecuadas, por lo que se limitó a encogerse de hombros—. Que Dios le bendiga, señor.
Sharpe sonrió.
—Dios salve a Irlanda.
Harper soltó una carcajada ante la imitación de Sharpe.
—Lo buscaré y lo encontraré, señor, si no viene usted y me encuentra a mí.
—Espero que lo haga. Tal vez nos encontremos a medio camino.
Harper se dio la vuelta y se alejó. Sharpe observó cómo el irlandés embarcaba en el paquebote; agitó la mano una vez, pero luego se fue para no prolongar la despedida. Oyó el azote del viento atrapado en la enorme vela mayor cuando la izaban.
Sharpe volvió deprisa a la taberna y pagó su cuenta. Ató las alforjas a su nuevo caballo, pagó al mozo de cuadra y montó en la silla. Vestía un abrigo de color marrón tejido a mano sobre unos pantalones negros, pero llevaba colgada una larga espada de soldado de caballería en el costado y un fusil a la espalda. Rozó las ijadas del caballo con las espuelas de sus sencillas botas nuevas. El paquebote se estaba alejando del puerto, aunque Sharpe no se volvió para mirar. Cabalgó lejos del mar, lejos de Inglaterra, adentrándose en el país del enemigo, donde una mujer observaba un camino vacío. Era allí, decidió Sharpe, donde se encontraba su futuro; no en Dorset, ni en un ejército en tiempos de paz, sino en el trabajo de una granja normanda y tal vez, algún día, habría un hijo que hablara francés al que él y Lucille legarían una vieja espada inglesa y un rubí robado a un emperador.
Chasqueó la lengua y animó a su caballo al trote. Se sentía aturdido. No había más guerra, ni más soldados, ni más miedo. Ni más emperador, más Harper o más humo de cañón alzándose sobre un campo de sangre. Se acabaron el cerrar filas, los kilómetros de dolor y las líneas de escaramuza, así como la caballería al amanecer y los piquetes al anochecer. Sólo estaba Lucille y lo que Sharpe pensaba que era amor suficiente para las vidas de ambos. Siguió cabalgando hacia el interior de Francia, dando la espalda a todo aquello por lo que había luchado, porque entonces ya había terminado todo: la guerra, un matrimonio, una amistad y un enemigo; todo había terminado con la venganza de Sharpe.