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CONQUISTA DE LA PERSIA, SIRIA, EGIPTO, ÁFRICA Y ESPAÑA POR LOS ÁRABES O SARRACENOS - IMPERIO DE LOS CALIFAS O SUCESORES DE MAHOMA - ESTADO DE LOS CRISTIANOS BAJO SU GOBIERNO

Perenne se mantenía la índole de los árabes tras aquella revolución, pues la muerte de Mahoma fue la señal de toda independencia, y aquel encumbramiento atropellado de tantísimo poderío se estremeció en sus cimientos. Una cuadrilla escasa, pero leal, de sus discípulos primeros le sirvió de auditorio, terció en sus desventuras, huyó con él de las tropelías de la Meca, o bien lo albergó fugitivo en el recinto de Medina. Los miles y miles que se fueron más y más acrecentando y vinieron a reconocer por monarca y profeta a Mahoma, se doblegaron a sus armas o se embelesaron con sus logros. Hollados quedaron los politeístas con el concepto sencillísimo de un Dios invisible y solitario; mas la altanería de cristianos y judíos rechazó allá el yugo de un legislador mortal y contemporáneo. Mal hallados con el ejercicio de la fe nueva y atropelladora, muchos de los recién convertidos acudían desalados a la antigüedad venerable de la ley de Moisés; a los ritos y misterios del catolicismo, o a los ídolos, sacrificios y funciones alborozadas de sus antepasados paganos. Los intereses de suyo reñidísimos y enconos hereditarios entre las tribus árabes no habían llegado a hermanarse en un sistema único y subordinado, y aquellos bárbaros se desentendían disparados de leyes cariñosas y saludables que enfrenaban sus ímpetus y desdecían sus costumbres. Hacíanseles muy cuesta arriba aquellos preceptos religiosos del Alcorán, como la abstinencia del vino, el ayuno del Ramadán, y la repetición diaria de cinco rogativas; y luego los diezmos agolpados para tesoro de Medina, tan sólo en el nombre se diferenciaban del pago de un tributo perpetuo y afrentoso. Hervía todo, al remedo de Mahoma, en fanatismo e impostura, y varios competidores se arrojaban, aun en vida del profeta a seguir sus huellas y contrarrestar su predominio. El primer califa, capitaneando los fugitivos y auxiliares, quedó reducido a las ciudades de la Meca, Medina y Tayef, y aun quizá repusieron los koreishitas los ídolos de la Caaba, a no atajarlos la liviandad una reconvención terminante. «¿Cómo, vecindario de la Meca, con que has de ser el último en seguir, y el primero en orillar la religión del Islam?» Después de robustecer a los musulmanes su confianza en el amparo de Dios y de su apóstol, acordó Abubeker precaver ejecutivamente la incorporación de los rebeldes. Pónense mujeres y niños a buen recaudo por las escabrosidades de los riscos: tremolan los guerreros once banderas; aterran con sus armas, y escuadronadas las fuerzas restablecen y afianzan la lealtad de los fieles; las tribus, siempre volubles, se arrepienten, se humillan y se avienen a la plegaria, al ayuno y a las limosnas, y tras sonados y victoriosos escarmientos, los apóstatas más desmandados se postran ante el alfanje del Señor y de Caled. En la provincia pingüe de Yemanah,[1479] entre el Mar Rojo y el Golfo de Persia, en una ciudad igual a Medina, un caudillo poderoso, llamado Moscilama, ostentó también sus ínfulas de profeta, descollando bajo este predicamento en la tribu de Hanifa. Acudió a su nombradía una profetisa, y aquella pareja celestial, desentendiéndose de todo decoro y miramiento,[1480] se explayó por largos días en sus mutuas hablas y amoríos. Consérvase todavía allá una sentencia enmarañada[1481] de su libro o Alcorán, y en medio de las alas que les infundía su incumbencia, se allanó Moscilama a promediar la tierra. Menosprecio sumo mereció la propuesta a Mahoma, pero los medios ejecutivos del impostor causaron al sucesor suma zozobra. Junta Caled hasta cuarenta mil guerreros, que cifran toda su fe en un solo trance, rechazados al pronto con pérdida de más de mil hombres; pero luego prepondera la maestría venturosa del caudillo, y se desagravia del primer contraste con la matanza de diez mil infieles, y un esclavo etíope traspasa a Moscilama con el mismo venablo que había herido mortalmente al tío de Mahoma. El auge de la monarquía arrolla más y más a los rebeldes árabes sin capitán y sin objeto, y la nación entera volvió a profesar más aferradamente la religión del Alcorán. La ambición de los califas franqueó nuevo campo al denodado desasosiego de los sarracenos; hermanáronse para su guerra sacrosanta, y su entusiasmo ardió y se disparó igualmente con la victoria y el contrarresto.

Al presenciar aquel arrebato de conquistas en los sarracenos, se hace muy obvio el conceptuar que los califas acaudillaban personalmente sus fieles, desalados adalides tras la corona del martirio en la refriega. Acuchillado estaba con efecto el denuedo de Abubeker,[1482] Omar[1483] y Othman[1484] guerreando con el profeta, y aquella viva voz, afianzadora del Paraíso, no podía menos de amaestrarlos en el menosprecio de todo deleite y peligro en este mundo. Mas treparon al trono en edad ya madura y venerable, y antepusieron el afán casero de la religión y de la justicia, como el desempeño más urgente de un soberano, a todas las expediciones que, excepto la del sitio de Jerusalén por Omar, solían reducirse a romerías de Medina a la Meca, recibiendo inalterablemente los noticiones victoriosos, mientras seguían orando o predicando ante el sepulcro del profeta. Su método frugal y austero de vida era parte del pundonor y de la costumbre, y el engreimiento de tantísima sencillez afeaba el boato disparatado de los reyes de la tierra. Al posesionarse Abubeker del cargo de califa, dispuso que su hija Ayesha inventariase por menor el patrimonio solariego, para que se evidenciase si se había acaudalado o empobrecido sirviendo al Estado. Considerose acreedor al estipendio de tres piezas de oro y al mantenimiento suficiente de un camello y un esclavo negro; pero todos los viernes repartía el sobrante de su dinero particular y del público, primero a los más dignos, y luego a los más menesterosos de los musulmanes. El residuo de sus haberes, un vestido tosco y cinco piezas de oro pararon en manos del sucesor, que se lamentó suspirando modestamente de su torpeza para ser el remedo de tan sumo dechado. Sin embargo, el miramiento y la humildad de Omar corrían parejas con las virtudes de Abubeker, reduciendo su alimento a pan de cebada o dátiles; era agudo y solía predicar con una bata agujereada en doce partes, y un sátrapa persa que rendía su acatamiento al conquistador lo halló durmiendo con los mendigos en la gradería de la mezquita de Medina. La economía es madre de la liberalidad, y el auge de sus rentas proporcionó a Omar el plantear un galardón condigno para los servicios pasados y presentes de los fieles. Desentendiéndose de sus propios sueldos, señaló a Abás, tío del profeta, el situado primero y grandioso de veinticinco mil dracmas o piezas de plata. Cupieron cinco mil a cada veterano; residuos del campo de Beler, y los compañeros últimos e ínfimos de Mahoma disfrutaron la renta anual de tres mil piezas. Mil era el haber de los veteranos que habían peleado en las primeras batallas contra griegos y persas, y la paga menor hasta la reducción de cincuenta piezas, se iba adecuando al mérito respectivo y la antigüedad de los guerreros de Omar. En su reinado y el de su antecesor, los conquistadores de Oriente fueron los sirvientes leales de Dios y del pueblo: la masa del grande erario estaba vinculada en los desembolsos de paz y guerra, y un sistema entre justiciero y bondadoso fue conservando la disciplina de los sarracenos, hermanando peregrinamente la brevedad ejecutiva del despotismo con la igualdad comedida de un gobierno republicano. El denuedo heroico de Alí[1485] como la cordura consumada de Muawiyá,[1486] estimulaban la emulación de los súbditos, y la sabiduría ejercitada en la escuela de sus discordias civiles, se abocó más provechosamente a propagar la fe y el señorío del profeta. Los príncipes sucesores de la casa de Ommiyan, apoltronados vanagloriosamente en el alcázar de Damasco, yacieron igualmente destituidos del desempeño de estadistas y de místicos.[1487] Agolpábanse, sin embargo, a sus plantas despojos sin fin de naciones desconocidas, empapábanse en mirarlos como tarimas de su solio; y así el auge y la sobrepujanza del encumbramiento arábigo fue parte del ímpetu de los naturales y no del adocenado desempeño de sus caudillos. La endeblez de los enemigos tiene que entrar crecidamente en cuenta, pues el nacimiento de Mahoma acaeció en la temporada más revuelta y afeminada de persas, romanos y bárbaros de Europa. Rechazaron los imperios de Trajano, y aun de Constantino y Carlomagno, el embate de los desnudos sarracenos; y allá yaciera desconocido el raudal del fanatismo por los arenales de la Arabia.

Allá en los días victoriosos de la República Romana, asestaba el Senado vinculadamente sus intentos y sus legiones a una guerra, rematando de todo punto a un enemigo antes de enconarse en hostilidades con otro alguno; pero los califas árabes, a impulsos de su magnanimidad o de su entusiasmo, orillaban disparadamente máximas tan apocadas, embistiendo con la misma pujanza y prevalencia a los sucesores de Augusto y de Artajerjes, pues entrambas monarquías en un mismo trance, yacieron rendidas a un enemigo que en tantísimo grado habían estado siempre menospreciando. En los diez años del régimen de Omar lograron los sarracenos avasallar treinta y seis mil ciudades o castillos, volcar hasta cuatro mil iglesias o templos de incrédulos, y plantear mil cuatrocientas mezquitas para el culto de la religión mahometana. A los cien años de la huida del profeta, las armas de sus varios sucesores abarcaban desde la India hasta el océano Atlántico las dilatadísimas provincias que pueden comprenderse bajo los nombres de: I. Persia; II. Siria; III. Egipto; IV. África, y V. España. Bajo esta división general voy a ir historiando aquellos acontecimientos memorables; ciñendo con estrechez las conquistas lejanas y menos interesantes del Oriente, y explayándome luego por comarcas ya caseras, encajonadas en los ámbitos del Imperio Romano; mas tengo que sincerar mi escaso desempeño con la ceguedad e insuficiencia de mis guías. Los griegos tan decidores en sus contiendas, poquísimo afán dedicaron a decantar triunfos enemigos;[1488] y tras todo un siglo de idiotez, los primeros anales del mahometismo allá se fueron cuajando en gran parte con el eco de la tradicion.[1489] Entre los crecidos partos de la literatura persa y arábiga,[1490] nuestros intérpretes han ido entresacando los meros rasguños de temporadas más recientes,[1491] pues nunca los asiáticos alcanzaron el primor y el numen de la historia,[1492] ignorando todo asomo de criterio, y las crónicas monásticas de aquel mismo plazo pueden parangonarse a sus escritos más apreciados que carecen yertos de todo desahogo y filosofía. La librería oriental de un francés[1493] instruiría al mufti más aventajado, y quizás no hallarán los árabes en uno sólo de sus historiadores el pormenor de sus propias hazañas con el despejo y el ensanche que irán asomando por las páginas siguientes.

I. Al mando del primer califa, su lugarteniente Caled, el alfanje de Dios y el azote de los infieles, se asomó ya a las orillas del Éufrates (632 d. C.), y allanó las ciudades de Ambar y de Hira. Al poniente de las ruinas de Babilonia, una tribu de árabes fijos se había avecindado sobre el confín del desierto, siendo Hira el solar de una casta de reyes cristianos, que imperaron por setecientos años, a la sombra del solio de Persia.[1494] Derrotó Caled y dio muerte al postrer Mondas, enviando al hijo cautivo a Medina; doblegáronse los nobles ante los sucesores del profeta; siguió el pueblo en todo el ejemplar de sus paisanos; y aceptó el califa por primer fruto de una conquista extranjera el tributo anual de setenta mil piezas de oro. Atónitos quedaron los guerreros, y aun sus historiadores, con aquel albor de su encumbramiento venidero. «En un mismo año —dice Elmacín–, trabó Caled varias refriegas señaladas, matando inmensidad de infieles, y atesorando los victoriosos musulmanes innumerables despojos».[1495] Pero trasladaron luego al invicto Caled a la guerra de Siria; caudillos no tan eficaces o atinados capitanearon la invasión de la raya persiana, pues quedaron los sarracenos rechazados con quebranto en el tránsito del Éufrates; y aunque escarmentaron a los persas en su alcance indirecto, las fuerzas restantes permanecieron vagando por el desierto de Babilonia.

La ira y la zozobra de los persas enfrenó por una temporada sus desavenencias; y sentencia unánime de sacerdotes y nobles depuso a la reina Arzema, usurpadora sexta y transitoria de tantas cabezas como habían descollado en dos, tres o cuatro años que mediaron desde la muerte de Cosroes y la retirada de Heraclio (636 d. C.). Ciñeron su tiara en la sien de Yezdegerd, nieto de Cosroes, y la misma temporada que viene a coincidir con un período astronómico,[1496] recuerda el vuelco de la dinastía Safania y de la religión de Zoroastro.[1497] La mocedad y bisoñez del príncipe, pues era de quince años le hizo sortear un tránsito arriesgado; puso el estandarte regio en manos de Rustam, y un residuo de treinta mil hombres de tropa arreglada se robusteció hasta el número, efectivo o supuesto, de cien mil súbditos o aliados del gran rey. Los musulmanes, cuyo número había crecido desde doce hasta treinta mil, sentaron sus reales en las llanuras de Cadesia,[1498] y su frente aunque ofrecía menos hombres, encerraba más soldados que la hueste revuelta de los infieles. Apuntaré desde ahora y tendré que repetirlo otras veces, que la embestida de los árabes no era, como la de griegos y romanos, el empuje de una infantería cerrada e incontrastable; pues sus fuerzas militares se cifraban principalmente en caballería y flecheros, y así la refriega ya interrumpida ya renovada con peleas particulares y escaramuzas volanderas, podía irse dilatando por varios días, sin trance decisivo. En la batalla de Cadesia mediaron plazos que se fueron apellidando respectivamente. El primero con el asomo oportunísimo de seis mil hermanos sirios, se llamó el día del socorro. El del estrellón pudo expresar el desconcierto de un ejército, o tal vez de entrambos; el tercero, alboroto nocturno, se llamó disparatadamente la noche ladradora, por los alaridos disonantes, que pudieron parangonarse con los sonidos descompasados de horrendas alimañas; pero la madrugada siguiente redondeó la suerte de la Persia, con una ventura favorable que arrolló nubes y nubes de polvareda sobre los rostros incrédulos. Retumba el estruendo de las armas en la tienda de Rustam, quien, muy diverso del héroe antiguo del mismo nombre, estaba regaladamente recostado en una sombra sosegada y fresca, entre el pasaje de su campamento y en medio de infinitas acémilas cargadas de oro y plata. Se sobresalta al eco de tamaño peligro; huye, pero le alcanza y le ase por el pie un árabe esforzado, le cercena la cabeza, la tremola con el bote de su lanza, y volviendo ejecutivamente al campo de batalla, amedrenta y desbarata los tercios redoblados de la Persia. Confiesan los sarracenos una pérdida de siete mil quinientos hombres, y describen la refriega de Cadesia con los adjetivos de porfiada y honrosa.[1499] Yace el estandarte de la monarquía, y lo afianza en el mismo campo el delantal de un herrero, que allá en otro tiempo se encumbró a libertador de la Persia; pero aquella prenda de pobreza heroica estaba disfrazada con un sinnúmero de pedrería que cuasi la cuajaba por entero.[1500] Tras aquella victoria, las provincias riquísimas de Irak y de Asiria se rindieron al califa, afianzando ya sus conquistas con la fundación ejecutiva de Basora,[1501] plaza que está más y más señoreando el comercio y la navegación de los persas. A cinco leguas [11,11 km] del Golfo, se incorporan el Tigris y el Éufrates con corriente plácida y recia, nombrándose adecuadamente el río de los árabes. Al comedio de la confluencia y el desembocadero de aquellos ríos afamados, se planteó por la orilla occidental el nuevo establecimiento. Constaba la primera colonia de ochocientos musulmanes; pero el llamamiento de la situación agolpó en breve un vecindario populoso y floreciente. El ambiente, aunque en extremo cálido, es puro y saludable; retozan los ganados por las praderías a la sombra de las palmeras, y uno de los valles inmediatos se celebra como uno de los cuatro paraísos o jardines del Asia. Abarcaba con los califas la colonia arábiga las provincias meridionales de la Persia bajo su jurisdicción, túmulos de compañeros y de mártires han santificado la ciudad, y los bajeles de Europa están todavía frecuentando de arribada al puerto de Basora para el comercio de la India.

Tras la derrota de Cadesia, un territorio sajado todo con ríos y acequias, podía contrarrestar incontrastablemente la caballería victoriosa, y los murallones de Ctesifonte y de Madayo, que habían resistido a los arietes romanos, mal se allanarían con los flechazos del sarraceno; pero los persas en su fuga se postraron con la creencia de que era venido el día postrero de su religión y su imperio; traición y cobardía dejaron en total desamparo los puntos más inexpugnables, y el rey, con parte de su familia y tesoro, huyó a Holwan, a la falda de los cerros de la Media. A los tres meses de la batalla, Said, lugarteniente de Omar, atraviesa el Tigris sin contrarresto; toma la capital por asalto, y la resistencia desconcertada del vecindario afila más agudamente los alfanjes de los musulmanes, quienes prorrumpen con religioso arrebato: «Éste es el alcázar blanco de Cosroes, ésta es la promesa del apóstol de Dios…». Los salteadores en carnes del desierto se enriquecen repentinamente, sobrepujando la realidad a sus noticias y a sus esperanzas, pues a cada estancia salía a luz un nuevo tesoro, ya estudiadamente recóndito, ya patente en ostentoso alarde: oro y plata, alhajas y preseas se aventajaban, dice Abulfeda, a los alcances de la fantasía y del guarismo, y otro historiador regula aquella indecible y casi infinita mole por el cómputo fabuloso de tres mil millares de piezas de oro.[1502] Algunos hechos, aunque mínimos en sí, manifiestan curiosamente el extremo contrapuesto de riqueza y de ignorancia. Un acopio cuantioso de alcanfor[1503] se había traído de las islas lejos del océano Indio para mezclarlo con cera e iluminar los palacios del Oriente: ajenísimos del nombre y propiedades de aquella goma olorosa, y teniéndola por sal, la mezclaron con el pan y se pasmaron de su amargura. Una de las estancias del alcázar estaba realzada con una alfombra de seda de sesenta codos de larga y otros tantos de ancha; retrataba el suelo un jardín o paraíso; sus figuras en realce remedaban al vivo flores, frutas y matorrales de oro y hasta el matiz de piedras preciosas, abarcando una cerca verde y lozana todo el anchuroso recinto. La persuasiva del caudillo arábigo recabó de la soldadesca que se reservase tantísimo primor para regalar la vista del califa con aquel milagro de la naturaleza y el arte. El adusto Omar, desentendiéndose de todo su atractivo y del sumo boato regio, fue repartiendo la presa entre sus hermanos de Medina: se inutilizaron las labores, pero su valor intrínseco era tan subido, que Alí vendió su cupo en veinte mil dracmas. Cogieron en el alcance una acémila portadora de la tiara, coraza, tahalí y ajorcas de Cosroes y presentando el riquísimo trofeo al caudillo de los fieles, y hasta los hermanos más circunspectos prorrumpieron allá en una sonrisa, al mirar la barba cenicienta, brazos velludos y zompo figurón del veterano, revestido con los despojos del gran rey.[1504] Desalado Ctesifonte tras el saqueo, vino a menoscabarse en gran manera, pues los sarracenos, mal hallados con su ambiente y su situación, aconsejaron a Omar que trasladase el solar de aquel gobierno a la margen occidental de Éufrates. Facilísima ha sido en todos tiempos así la fundación como la ruina de las ciudades asirias, pues careciendo el país de sillares y de madera, y construyendo por suma solidez[1505] con adobes, se reduce la obra a irlas pegando con el betún solariego por todo el país. El nombre de Cufa[1506] está retratando una vivienda de cañizo y tierra; pero los auges de la nueva capital fueron siempre a más con el número, haberes y brío de una colonia de veteranos, a cuyo desenfreno se avenían los califas más advertidos con la zozobra que infundían las ínfulas de cien mil alfanjes, «Vecindario de Cufa —decía Alí ansioso de su arrimo–, siempre descollaste con vuestro denuedo; tú arrollaste al gran rey, aventando sus fuerzas y posesionándote de su herencia». Redondeose tan grandiosa conquista con las batallas de Jalula y de Nebavend. Tras el descalabro de la primera, Yezdegerd huyó de Holwan para emboscar su afrenta y su desesperación por los riscos de Farsistan, de donde allá Ciro se había descolgado con sus compañeros iguales y valerosos. Sobrevivió el espíritu de la nación al del monarca, y por las serranías al sur de Ecbátana o Hamadán, ciento cincuenta mil persas, se aferraron terca y rematadamente en defensa de patria y religión, y los árabes apellidaron la refriega decisiva de Nehavend, la victoria de las victorias. Si es cierto que una recua de acémilas y camellos cargada de miel se detuvo hasta alcanzarle el enemigo al general persa, el caso aunque trivial y extrañísimo está denotando la lujosa barahúnda de una hueste oriental.[1507]

Enmarañadamente apuntan griegos y latinos la geografía de la Persia, pero su ciudad más descollante aparece anterior a la invasión de los árabes. Tomando a Hamadán, Ispahán, Caswin, Tauris y Rei se fueron asomando a las playas del mar Caspio, y los oradores de la Meca encarecían más y más el denuedo y los avances de los fieles, quienes habían llegado a perder de vista la Osa septentrional, y casi traspuesto el lindero del orbe habitable.[1508] Revolviendo luego hacia el Occidente y el Imperio Romano, despasaron luego el Tigris por el puente de Mozul, y en las provincias ya rendidas de Armenia y Mesopotamia se abrazaron con sus hermanos victoriosos del ejército sirio. El avance oriental no fue menos ejecutivo y dilatado desde el palacio de Madayo. Se fueron adelantando por las orillas del Tigris y del Golfo; calaron por las gargantas de los riscos hasta el valle de Estachar o Persépolis, y allí profanaron hasta el postrer santuario del imperio de los magos; y aun estuvieron a pique de sobrecoger al nieto de Cosroes entre las columnas caedizas y efigies desfiguradas, que estaban simbolizando la estrella antigua y presente de la Persia;[1509] huyó atropelladamente por el desierto de Kirman, imploró el arrimo de los sejestanes belicosos, y se acogió a humildísima guarida en el confín del dominio turco y chino. Pero es de suyo incansable toda hueste victoriosa; dividen los árabes su alcance en pos de un enemigo amedrentado, y el califa Othman brinda con el gobierno de Jorasán al primer caudillo que se interne por aquel país dilatado y populoso, el reino antiguo de Bactriana. Admítese el brindis, y queda el galardón devengado; tremola el estandarte de Mahoma en las almenas de Herãt, Meru y Balch, y el campeón triunfador ni para, ni sosiega hasta abrevar su caballería hijadeante en los raudales del Oxo. En aquella anarquía rematada, independientes ya los gobernadores de ciudades y castillos, van logrando sus respectivas capitulaciones, cuyos términos se otorgan e imponen a fuer del aprecio, cordura o lástima de los vencedores, y una mera profesión de fe deslinda al hermano del esclavo. Harmozan, príncipe o sátrapa de Ahwaz y Susa, tras gallardísima defensa, tiene que rendir persona y estados a discreción del califa, y su avistamiento está al vivo retratando las costumbres arábigas. El bárbaro galano, a presencia y de orden de Omar queda despojado de su ropaje de seda recamado de oro, y de su tiara tachonada toda de rubíes y esmeraldas. «¿Acabas de hacerte cargo —dice el vencedor a su cautivo desnudo–, de los juicios de Dios, y de la recompensa diversísima de la infidelidad y la obediencia?». - «¡Ay de mí! —contesta Harmozan–, harto lo estoy viendo. En los días de nuestra ignorancia general, peleábamos con las armas de la carne, mi nación prevalecía. Neutral era Dios a la sazón; pero después que se abanderizó con vosotros, habéis dado al través con nuestro reino y nuestra religión». Acongojado con tan doloroso diálogo, se queja el Persa de su sed insufrible, pero manifiesta recelos de que lo degüellen al sorber un poquillo de agua. «Buen ánimo —prorrumpe el califa–, en salvo tienes la vida hasta que hayas bebido el agua» admite el sátrapa sagaz aquel resguardo y estrella la vasija contra el suelo. Trata Omar de vengar el engaño, pero los compañeros le hacen cargo de que está juramentado, pero Harmozan se convierte y logra no sólo indulto, sino una pensión de dos mil piezas de oro. Se formalizó reseña del gentío, ganados y productos de toda la Persia[1510] que evidenciando el desvele de los califas, pudiera estar instruyendo a los filósofos de todos los siglos[1511] (651 d. C.).

Traspuso Yezdegerd, en alas de su pavor, el Oxo y llegó al Yaxartes, ríos ambos de nombradía en lo antiguo y en lo moderno,[1512] que despeñándose de las cumbres de la India van a parar al Caspio. Agasajole Tarkhan, príncipe de Fargana,[1513] provincia feraz sobre el Yaxartes; lamentos y promesas del monarca destronado, movieron al rey de Samarcanda con las tribus turcas de Sogdiana y Escitia, y luego con embajada rendidísima solicitó el arrimo más poderoso y fundamental del emperador de la China.[1514] El virtuoso Taitsong[1515] de la dinastía de los Tangres, puede cabalísimamente parangonarse con los Antoninos de Roma, pues disfrutaba su pueblo todo las dichas y prosperidades de la paz, y hasta cuarenta y cuatro rancherías de los bárbaros de Tartaria estaban reconociendo su señorío. Sus guarniciones fronterizas de Cashgar y Khoten, vivían relacionadas con sus vecinos del Yaxartes y el Oxo; una colonia reciente de persas había introducido en la China la astronomía de los magos, y pudo Taitsong asustarse con el avance disparado y la vecindad azarosa de los árabes. El influjo, y aun quizá los auxilios, de la China, resucitó las esperanzas y el afán de los adoradores del fuego, y volvió con una hueste turca a reconquistar la herencia de sus padres, pero venturosos en todo los musulmanes, sin desenvainar sus alfanjes estuvieron presenciando su exterminio y muerte. Vendió un sirviente y el vecindario desmandado de Meca insultó al nieto de Cosroes, hollado luego, derrotado y perseguido por sus aliados bárbaros. Llega el desventurado a un río, ofrece anillos y brazaletes por su tránsito ejecutivo en la barquilla de un molinero, quien ajeno de toda noticia o lástima del conflicto regio, contesta que el producto diario de su molino era de cuatro dracmas y no aprontándoselas le era imposible suspender su faena. En aquel trance del coloquio y la tardanza, sobreviene la caballería turca y degüella al último rey Sasán, a los diecinueve años de su infausto reinado.[1516] Su hijo Firuz, rendido ahijado del emperador chino, aceptó el cargo de capitán de su guardia, conservando allá una colonia de leales desterrados en culto de los magos en la provincia de Buhara. Heredó el nieto su regio nombre; pero tras endeble y malogrado intento, se volvió a la China y acabó sus días en el palacio de Sigan. Extinguiose la línea varonil de los sasánides; pero las cautivas, hijas de la Persia, pararon como siervas o esposas en manos de los vencedores, y así madres reales vinieron a ennoblecer con su sangre la alcurnia de los califas e imames.[1517] Tras el vuelco del reino persa, quedó el río Oxo por deslinde entre turcos y sarracenos; pero el denuedo arábigo traspuso luego aquella estrechez, pues los gobernadores del Jorasán fueron ensanchando más y más sus correrías, adornando uno de sus triunfos con el borceguí de una reina turca (710 d. C.), desprendiéndosele en su fuga atropellada allende la serranía de Buhara,[1518] pero la conquista cabal de la Transoxiana,[1519] como también la de España, se reservaba para el reinado esclarecido del apoltronado Walid; y el nombre de Catibah, el arriero de camellos, está patentizando el origen y merecimientos de su venturoso lugarteniente. Mientras uno de sus compañeros estaba tremolando el primer pendón mahometano por las orillas del Indo, las armas de Catibah fueron avasallando el ámbito anchuroso comprendido entre el Oxo, el Yaxartes y el mar Caspio, a la obediencia del profeta y del califa.[1520] Impuso un tributo de dos millones de piezas de oro a los infieles; quemó o estrelló sus ídolos; pronunció un sermón en la nueva mezquita de Carizmio; mediaron batallas y las rancherías turcas fueron arrolladas sobre el desierto, y los emperadores de la China solicitaron la amistad de los árabes victoriosos. Prosperó a su impulso en gran parte aquella provincia, la Sogdiana de los antiguos; pero ya los reyes macedonios se hicieron cargo de las ventajas de suelo y clima, y así antes de la invasión de los sarracenos, Carizmio, Buhara y Samarcanda florecían ricas y populosas bajo el yugo de los mayorales del Norte. Murallas cercaban el recinto, y la fortificación exterior abarcaba, con mucho mayor ámbito, las campiñas y huertas del distrito contiguo. Acudía la eficacia de los tratantes sogdianos a las urgencias mutuas de la India y de la Europa, y el arte imponderable de transformar el lienzo en papel, se fue extendiendo desde las fábricas de Samarcanda por todo el orbe occidental.[1521]

II. No bien logra Abubeker consolidar la unidad en la fe y en el gobierno, cuando expide una circular (632 d. C.) a las tribus árabes. «En el nombre de todo un Dios misericordioso, a los demás verdaderos creyentes. Salud, felicidad, cariño y bendición de Dios sea con vosotros. Alabado sea el Altísimo y roguemos por su profeta Mahoma. Ésta se reduce a participaros cómo voy a enviar los verdaderos creyentes a la Siria,[1522] para arrebatarla de manos de los infieles; y habéis de tener entendido, como el pelear por la religión es un acto de obediencia a Dios». Vuelven los mensajeros con la nueva del afán devoto y guerrero recién inflamado por todas las provincias, y allá se van agolpando en el campamento de Medina bandadas y remolinos de sarracenos, desalados por los trances y quejosísimos del ardor de la estación y de la escasez de abastos, reconviniendo más y más a voz en grito al califa por sus demoras. Se acabala su número, trepa Abubeker al cerro, va oteando gente, caballos y armas, y dispara el raudal de su plegaria fervorosa por el logro de la empresa. Marcha al pronto en persona y a pie, y si tal vez algún caudillo avergonzado trataba de apearse, avenía el califa sus escrupulillos voceando que jinetes e infantes se hacían igualmente merecedores en servicio de la religión. Sus instrucciones[1523] a los caudillos de la hueste siria, son parto de un fanatismo guerrero que se abalanza desaladamente a los objetos de ambición terrena que está aparentando menospreciar altísimamente. «Recordad —exclama el sucesor del profeta–, que os halláis a toda hora en presencia de Dios, asomados a la muerte, a la seguridad del juicio y a la puerta del Paraíso. Nada de injusticias ni tropelías; contad con vuestros hermanos, y esmeraos en afianzar el cariño y el concepto de la tropa. Al pelear en las refriegas del Señor, portaos varonilmente sin jamás volver la espalda; mas no hay que mancillar la victoria con sangre de mujeres o niños. No derribéis palmeras, ni queméis mieses, ni taléis frutales, ni dañéis al ganado, matando tan sólo el preciso para el mantenimiento. En ajustando algún convenio o pacto, conservadlo aferradamente, y cumplid siempre vuestra palabra. En vuestros avances vendréis a tropezar con varones religiosos que viven allá retirados en monasterios, dedicados a servir únicamente a Dios por aquel rumbo: dejadlos en paz, y no hay que matarlos ni derribar sus albergues.[1524] Hallaréis también otra ralea de gente que corresponde a la sinagoga de Satanás, con sus cabezas afeitadas en corona, rajadles sin falta los cascos[1525] sin darles jamás cuartel hasta que se hagan mahometanos, o paguen tributo.» Toda conversación profana e insustancial, y toda especie rencorosa de enemistad antigua estaban severísimamente vedadas entre los árabes; en medio del tráfago de un campamento se practicaban esmeradamente todos los ejercicios religiosos, y todos los intermedios de refriegas se dedicaban al rezo, a la meditación y al estudio del Alcorán. El exceso y aun el uso del vino se castigaba con ochenta palos en las plantas de los pies; y allá en los arranques del fervor primitivo, muchos pecadores recónditos revelaban su culpa y ansiaban su castigo. Tras alguna premeditación recayó el mando del ejército sirio en Abu Obeidah, uno de los fugitivos de la Meca y compañeros de Mahoma, cuyo afán y devoción amainaba, sin amortiguarse, con la templanza de su índole en extremo bondadosa; mas en asomando el trance clamaba la soldadesca por el numen descollante de Caled, y prescindiendo de la elección del príncipe el Alfanje de Dios, era en realidad y en nombradía el Adalid de los sarracenos. Obedecía sin repugnancia y se le consultaba sin emulación, y tal era su temple, o más bien el de aquella temporada, que Caled estaba siempre en ademán de pelear bajo las banderas de la fe, aun cuando tremolase en manos de un niño, o de algún contrario. Gloria, riquezas y señorío sonaban en los oídos del musulmán victorioso, mas estaba entrañablemente imbuido en el concepto, de que no mediando más incitativo que el de los bienes mundanos, tampoco le cabría otro galardón.

Encumbró la vanagloria romana al dictado de Arabia[1526] a una de las quince provincias de la Siria al oriente del Jordán, y así aquel equívoco de cierto viso o desecho nacional vino a sincerar los primeros conatos de los sarracenos. Fomentaba grandiosamente el comercio todo el país, acordonado ya por el afán de los emperadores con una línea de fortalezas, y los murallones de las ciudades de Jerasa, Filadelfia y Bosra,[1527] resguardaban su crecido vecindario por lo menos contra toda sorpresa. Asomaba la última a diez y ocho jornadas de Medina, derrota muy trillada por las caravanas de Irak y Hejaz, que solían frecuentar anualmente aquel mercado pingüe de la provincia y de todo el desierto. Los celos perpetuos de los árabes habían aguerrido a los habitantes, y hasta doce mil caballos podían desembocar por las puertas de Bosra, nombre que en sirio significa torreón de defensa. En alas de sus primeros logros contra los pueblos abiertos y las partidas fugitivas de la raya, un destacamento de cuatro mil musulmanes se arrojó a intimar y embestir la fortaleza de Bosra, y arrollados por el número de los sirios, debieron su salvamento a la presencia de Caled con mil quinientos caballos: vituperó la empresa, rehízo la batalla y rescató a su amigo, el venerable Serjabil, que en vano había estado invocando la unidad de Dios y las promesas del apóstol. Tras breve descanso practican los musulmanes sus abluciones con arena, por falta de agua,[1528] y entona Caled la plegaria de la mañana, antes de montar a caballo. El vecindario de Bosra, engreído con sus fuerzas, abre las puertas, se arroja a la llanura y jura morir en defensa de su religión; mas una religión de paz no alcanza a contrarrestar el alarido fanático de «Guerra, Guerra; Paraíso, Paraíso», que va resonando por las filas sarracenas; y luego el alboroto de la ciudad, el clamoreo de las campanas[1529] y las exclamaciones de clérigos y de monjes, aumentan el quebranto y el trastorno de los cristianos. Quedan los árabes, con la pérdida de doscientos treinta hombres, dueños del campo, y las almenas de Bosra, cuajadas de cruces sacrosantas y de pendones consagrados, están esperando el auxilio divino o humano. Aboga el gobernador Romano por una rendición pronta; pero menospreciado por el vecindario y apeado de su cargo, abriga en acecho el afán de la venganza. Se avista de noche con el enemigo y le manifiesta un tránsito subterráneo desde su morada por debajo de la muralla; el hijo del califa con cien voluntarios se confía en manos del nuevo aliado, y su arrojo venturoso franquea entrada expedita a los compañeros. Después que Caled impone la ley de tributo y servidumbre, el renegado o convertido ostenta ante el consejo su traición como meritoria. «Renuncio a vuestra asociación —dice Romano–, tanto en este mundo como en el venidero, y reniego del crucificado y de cuantos le adoran; escojo a Dios por mi dueño y Señor, el Islam por mi fe, la Meca por templo, los musulmanes por hermanos, y Mahoma por mi profeta, enviado para encaminarnos por el rumbo derecho y para ensalzar la religión verdadera, a pesar de cuantos quieren igualarse con el mismo Dios».

La conquista de Bosra a cuatro jornadas de Damasco,[1530] enardece a los árabes para sitiar aquella capital de la Siria,[1531] (633 d. C.) y acampando a corta distancia de sus murallas, entre las arboledas y manantiales de aquel terreno delicioso,[1532] proponen la alternativa de tabla en el sistema musulmán, de tributo o guerra, el vecindario resuelto y recién reforzado con cinco mil griegos. En la caduquez, como en el embrión del arte militar, solían mediar con frecuencia retos entre los mismos caudillos;[1533] quebráronse repetidamente lanzas por la llanura de Damasco, y descolló la bizarría de Caled desde la primera salida de los sitiados. Tras lid reñidísima vuelca por fin y rinde a un caudillo cristiano, agigantado y digno contrincante. Muda ejecutivamente de caballo, que era regalo del gobernador de Palmira, y encabeza la vanguardia. «Descansa un tanto —le vocea el amigo Derar–, y déjame reemplazarte por ahora, pues cansadísimo has de estar por la lid con aquel can». «¡Ha, Derar! —lo replica el sarraceno incansable–, ¡allá lograremos reposo en el mundo venidero! Quien hoy se afane, descansará mañana». Caled, más y más denodado, acude, lidia y vence a segundo campeón, arrojando luego a la ciudad las cabezas de entrambos cautivos que se aferraron en conservar su religión. Sobrevienen peleas más o menos considerables que van siempre estrechando a los damascenos; mas un mensajero descolgado de las almenas vuelve con el aviso de socorro pronto y poderoso, y la gozosa algazara comunica la noticia al campamento de los árabes. Deliberan un rato y acuerdan los caudillos levantar, o más bien suspender, el sitio de Damasco, hasta después de batallar con las fuerzas del emperador. Ansía Caled, en la retirada, el punto más arriesgado de retaguardia, pero se aviene modestamente a los deseos de Abu Obeidah. Pero sobreviene el trance y vuela al rescate de su compañero acosado en una salida de seis mil caballos y diez mil infantes, y poquísimos son los cristianos que llegan a Damasco para individualizar las circunstancias de su derrota. La suma entidad del trance estaba requiriendo la incorporación de cuantos sarracenos andaban dispersos por la raya de Siria y Palestina, y voy a trasladar uno de los mandatos circulares enviado a Amrú, el conquistador venidero del Egipto. «En el nombre de Dios todo misericordioso, de Caled a Amrú, salud y felicidades. Sabe cómo tus hermanos los musulmanes tratan de marchar a Aiznadin, donde hay una hueste de setenta mil griegos, que intentan venir sobre nosotros, a fin de apagar la luz de Dios con sus bocas; pero Dios está conservando su luz, a pesar de los infieles.[1534] Por tanto, apenas ésta mi carta llegue a tus manos, acude con cuantos estén contigo a Aiznadin, donde nos hallarás, si place así al Altísimo». Obedécese gozosamente el llamamiento, y los cuarenta y cinco mil musulmanes, que se agolpan en un mismo día y sitio, atribuyen a las bendiciones de la Providencia el efecto de su afán y actividad.

A los cuatro años de los triunfos de la guerra pérsica, padecen Heraclio y el Imperio todo nuevos vaivenes por un enemigo, cuyo poderío religioso atropella de todo punto a los cristianos, sin que acaben de alcanzar en todo el Oriente su aciaga trascendencia. La invasión de Siria, la pérdida de Bosra y el peligro le sobresaltan en su palacio de Constantinopla o de Antioquía. Junta una hueste de setenta mil veteranos, o reclutas, en Hems o Emesa, al mando de su general Werdan,[1535] y consistiendo aquellas fuerzas principalmente en caballería, pudieran igualmente apellidarse sirias, griegas o romanas; sirias por su naturaleza y el teatro de la guerra, griegas por la religión y el idioma de su soberano y romanas por el dictado grandioso que estaban todavía profanando los sucesores de Constantino. Al andar Werdan por las llanuras de Aiznadin, cabalgando en una mula tordilla, condecorado con cadenas de oro y cercado de insignias y pendones, quedó atónito con el encuentro de un guerrero desnudo y adusto que había tomado a su cargo el reconocer al enemigo. El entusiasmo de su país y de su siglo enardeció, o tal vez recargó, el denuedo anovelado de Derar. El osado sarraceno era todo codicia, todo ojeriza a los cristianos y menosprecio de los peligros; y al presenciar la muerte no decayó un punto su confianza religiosa, ni su sosegado arrojo, ni aun la jocosidad marcial de su temple. En el trance más desahuciado descollaban su atrevimiento, su tino, y su ventura; tras innumerables trances, después de hallarse tres veces prisionero en manos de los infieles, sobrevivió todavía para andar historiando las proezas y disfrutar las recompensas de la conquista de Siria. En aquel encuentro su lanza sola sostuvo una pelea de escape contra treinta romanos destacados por Werdan, y después de matar o desmontar a diecisiete, llegó Derar sano y salvo a recibir los aplausos de sus hermanos. Al reconvenirle el general cariñosamente por su temeridad, se disculpó con sencillez soldadesca: «En verdad que no fui el agresor, pero viniendo a cogerme temí que Dios me viese volver la espalda, y eché seguramente el resto en la pelea, y por tanto me ayudó Dios contra ellos; y a no recelar el cargo de mi desobediencia a tres órdenes, no me retirara como lo hice: pero desde ahora estoy viendo que han de caer en nuestras manos». Al encararse los ejércitos se adelanta un griego venerable con ofrecimientos garbosos de paz, y se feriaba el desvío de los sarracenos con un regalo a cada soldado de un turbante, un ropaje y una pieza de oro; diez ropas y cien piezas de oro al caudillo, cien ropajes y mil piezas al califa. En la sonrisa airada de Caled va cifrado su desvío. «Ea, perros cristianos, sabida es la alternativa, el Alcorán, el tributo o la espada. Somos gente que nos saboreamos con la guerra más que con la paz; menospreciamos allá esas limosnillas baladíes, puesto que luego va a ser dueño de vuestras riquezas, familias y personas». En medio de aquel desprecio aparente se hacía muy bien cargo del sumo peligro, pues cuantos habían estado en Persia y presenciado los ejércitos de Cosroes confesaban que jamás habían visto formación más formidable. Aquella superioridad del enemigo fogueaba más y más el denuedo del astuto sarraceno. «Ahí tenéis —prorrumpe–, a los romanos todos; no hay arbitrio ya para sortearlos; pero también podéis en un solo día avasallar la Siria y el éxito se cifra todo en vuestra disciplina y sufrimiento. Reservaos; por la tarde solía vencer el profeta». Aguanta su tesón reportado los dos embates sucesivos acosado por las arrojadizas del enemigo y el susurro de los suyos. Por fin exhaustos ya los ímpetus y las aljavas de la línea contraria, tremola Caled la señal del trance y de la victoria. Huyen los restos de la hueste imperial a Antioquía, Cesárea y Damasco, y la muerte de cuatrocientos setenta musulmanes queda más que compensada con el concepto de haber internado más de cincuenta mil infieles. Inestimable es el despojo de banderas y cruces de plata y oro, cadenas de lo mismo, pedrería y repuestos interminables de armaduras y galas peregrinas. Se dilata su reparto hasta después de la toma de Damasco, pero el surtimiento oportunísimo de armas proporciona nuevas victorias. Vuela el notición esclarecido al solio del califa y aun aquellas tribus árabes más tibias y aun contrapuestas al profeta son ya las más sedientas y desaladas tras los productos de la Siria (15 de julio de 633 d. C.).

Llega la infausta nueva a Damasco en alas del pavor y el desconsuelo, y el vecindario está ya presenciando desde las almenas el regreso de los héroes de Aiznadin. Amrú, el adalid de la vanguardia, asoma con nueve mil caballos; redóblanse en pos bandadas formidables de sarracenos, cerrando allá personalmente la retaguardia y tremolando el estandarte del águila negra. Acaudilla Derar desveladamente dos mil caballos, que patrullan, despejan y atajan las llanuras, desahuciando a la ciudad de todo auxilio y comunicación; y los demás jefes árabes se acuartelan respectivamente contra las siete puertas de Damasco, renovando el sitio con desalado ahínco y gallarda confianza. El arte, el afán y la maquinaria militar de griegos y romanos, por maravilla vienen a aparecer en las faenas sencillas pero acertadas de los sarracenos; bastábales el cercar una ciudad pero sin trincheras, el rechazar las salidas de los sitiados, el entablar un ardid o un asalto o estarse aguardando las resultas del hambre o del alboroto. Allanárase Damasco al trance de Aiznadin como sentencia final y terminante entre el emperador y el califa, a no enardecer sus ánimos el ejemplo y el predominio de Tomás, griego de suyo esclarecido y más por su entronque con el mismo Heraclio.[1536] El bullicio y las luminarias de la noche están pregonando el intento de salida a la madrugada y el héroe cristiano despreciador del entusiasmo arábigo acude al recurso de otra superstición parecida. Encumbra sobre la puerta principal y a la vista de entrambas huestes allá un grandioso crucifijo, acompañan la marcha obispo y clero depositando el Nuevo Testamento ante la imagen de Jesús y las partes contrapuestas quedan escandalizadas o edificadas con la rogativa para que el Hijo de Dios amparase a sus sirvientes y desagraviase a la verdad. Se batalla rabiosa y aferradamente y la maestría de Tomás,[1537] flechero sin igual, es harto aciaga para los prohombres sarracenos hasta que su muerte queda vengada por una heroína. La esposa de Abán, siguiendo al marido en la guerra santa, lo abraza al expirar. «¡Dichoso, dichosísimo! —prorrumpe–, pues vuelas al Señor que nos había juntado y que ahora nos desvía. Voy a vengar tu muerte y echar el resto de mis alcances para acudir al sitio donde te hallas. Ya no ha de haber hombre que me toque pues me vinculo toda en el servicio de Dios». No llora ni suspira pero lava y relava el cadáver y luego lo entierra con los debidos ritos. Empuña luego las armas varoniles, que estaba hecha en manejar desde su patria, corre denodadamente en pos del sitio, donde en medio de lo más empeñado de la refriega está peleando el matador. Su primer flechazo traspasa la diestra del alférez, el segundo mal hiere un ojo a Tomás, y desmayan los cristianos careciendo de la insignia de su caudillo. No se aviene el bizarro campeón de Damasco a emparedarse en palacio; le vendan la herida en la muralla; anochece peleando y permanecen los sirios sobre las armas. A deshora la campana mayor suena con un golpe en señal de abrir las puertas, y cada una desemboca y dispara su columna sobre el campamento adormecido de los sarracenos. Ya está armado Caled, capitanea cuatrocientos caballos, se abalanza al arriesgado trance, y baña con lágrimas su rostro atesado al exhalar su jaculatoria fervorosa. «Oh Dios que nunca duermes, mira a tus siervos y no los entregues a manos de sus enemigos». El alfanje de Dios ataja el denuedo y la victoria de Tomás; los musulmanes enterados ya del peligro acuden a sus filas y embisten a sus asaltadores por costado y retaguardia. Gime y se desespera el caudillo cristiano, y tras la pérdida de miles, tiene que retirarse alejando a los sarracenos con las máquinas de la muralla.

Alárgase el sitio hasta setenta días,[1538] se apuran el sufrimiento y acaso los abastos doblegándose ya sus caudillos más esforzados al crudo imperio de las necesidades (634 d. C.). En los vaivenes de paz y guerra, habían estado experimentando los ímpetus desaforados de Caled y las prendas halagüeñas de Abu Obeidah. Llegan a deshora cien diputados escogidos del clero y del vecindario a la tienda del caudillo venerable; los recibe y despide cortésmente y vuelven con un convenio por escrito sobre la fe de un compañero de Mahoma, diciendo que cese toda hostilidad; que los emigrados voluntarios se retirarán a su salvo, cargando con cuanto puedan llevar consigo de sus pertenencias, y que los súbditos tributarios disfrutarán sus casas y haciendas con el uso y posesión de siete iglesias. Bajo estos pactos se le entregan esclarecidos rehenes franqueándole la puerta más inmediata a su campamento, muéstrase al par comedida la soldadesca, y logra paladear el agradecimiento rendido de un vecindario que acaba de rescatar de su exterminio. Pero al irse ya disponiendo el tratado amaina la vigilancia, y asaltan entretanto y afianzan el barrio contrapuesto de la ciudad y luego una partida de cien árabes abre la puerta oriental a otro enemigo más inexorable. «Nada de cuartel —clama el robador y sanguinario Caled–, no hay cuartel para los enemigos del Señor». Suenan sus clarines y corre la sangre cristiana a ríos por las calles de Damasco. Llega a la iglesia de Santa María, ve el sosegado ademán de sus compañeros y se enfurece; una muchedumbre de clérigos y monjes anda entre la tropa que tiene envainados los alfanjes. Saluda Abu Obeidah al caudillo y dice: «Dios ha puesto la ciudad rendida en mis manos y excusa a los creyentes el afán de la pelea». «¿Por ventura no soy yo —replica airado Caled–, el lugarteniente del comandante de los fieles? ¿No he tomado la ciudad por asalto? Mueran los infieles a los filos de este alfanje. Allá va». Los árabes hambrientos e inhumanos están ya obedeciendo el halagüeño mandato, y Damasco yaciera a no acompañar Abu Obeidah su bondad entrañable con entereza decorosa y entonada. Arrójase entre el vecindario trémulo y los bárbaros más desaforados, les amonesta en el nombre sacrosanto de Dios para que respeten la promesa que les tiene ya hecha, enfrenen su saña y esperen el acuerdo de los superiores. Se juntan los caudillos en la iglesia de Santa María y tras recios debates, se allana Caled al talento y predominio de su compañero, quien le hace cargo de la santidad de un convenio, de las ventajas y blasones que han de redundar a los musulmanes del cumplimiento puntualísimo de su palabra y de la resistencia pertinaz que van a experimentar luego con la desconfianza y desesperación de las demás ciudades sirias. Es el acuerdo, que se envainen los aceros, que la parte de Damasco rendida a Abu Obeidah es desde luego acreedora a los términos de la capitulación y que la disposición definitiva se reservase a la equidad y sabiduría del califa.[1539] Una mayoría crecida del vecindario se avino a los pactos de la tolerancia y el tributo, y subsisten todavía hasta veinte mil cristianos en Damasco. Pero el valeroso Tomás y los patriotas voluntariosos que habían peleado bajo su bandera, anteponen la escasez y el destierro al extremo contrapuesto; y en la pradera inmediata se forma un campamento de clérigos y seglares, de soldados y vecinos, de mujeres y niños; van recogiendo atropellada y despavoridamente sus alhajas más preciosas y desamparan con agudos alaridos o congojoso silencio sus albergues solariegos y las márgenes placenteras del Farfor. El alma empedernida de Caled prescinde allá de tan lastimero conflicto: alterca con los damascenos sobre un almacén de trigo y se empeña en excluir la guarnición del beneficio del ajuste; se aviene con repugnancia a que cada fugitivo se arme con espada, lanza o arco, y prorrumpe ferozmente en que a los tres días de tregua se les ha de perseguir y acosar como enemigos de los musulmanes.

La pasión de un mancebo sirio atropella el exterminio de los desterrados de Damasco. Un noble de aquella ciudad, llamado Jonás,[1540] estaba apalabrado con una señorita acaudalada, pero los padres iban dilatando el desposorio, y el novio recabó de la niña que se fugase con él. Sobornan al vigilante de la puerta Keisan: marcha delante el galán y lo cerca una partida de árabes, y entonces prorrumpe en griego, «El pájaro está preso», para avisar a su querida que al punto se vuelva atrás. En presencia de Caled y la muerte, el amante desventurado confiesa su creencia en un solo Dios y su apóstol Mahoma, y sigue, hasta el paradero de su martirio, desempeñando las incumbencias de un musulmán gallardo y entrañable. A la toma de la ciudad huye al monasterio donde Eudoxia se había retirado, pero queda el enamorado pospuesto y menospreciado el apóstata, pues la dama antepone la religión a su patria, y Caled como justiciero, aunque ajeno de compasión, se niega a detener a viva fuerza varón ni mujer del vecindario de Damasco. Afánase cuatro días en acudir a los quehaceres de la ciudad en cumplimiento del tratado; y aunque sediento de sangre y robo, amainan aquellos ímpetus regulando ya desahuciadamente el tiempo y la distancia, mas quiere dar oídos a las amonestaciones encarecidas de Jonás, quien le asegura que los fugitivos cansadísimos son todavía asequibles en el alcance, y así Caled lo emprende capitaneando cuatro mil jinetes disfrazados de árabes cristianos. No se hace más alto que el de la plegaria, y el guía estaba muy enterado de todo el país. Por larga tirada van rastreando a las claras a los damascenos, mas de repente desaparecen sus huellas, mas aseguran a los sarracenos que la caravana se ha ladeado para encumbrarse por los riscos, y que en breve va a caer en sus manos. Imponderables fueron sus penalidades al tramontar los despeñaderos del Líbano, pero el enardecimiento del amante foguea más y más el afán ya quebrantado de los veteranos fanáticos. Un campesino les participa cómo el emperador ha enviado orden a la colonia de los desterrados para que se adelanten por las playas del mar hasta Constantinopla; tal vez con la zozobra de que la guarnición y el vecindario de Antioquía desmayasen al presenciar y oír el extremo de sus padecimientos. Atraviesan los sarracenos el territorio de Gabala[1541] y de Laodicea, recatándose siempre de las ciudades; incesante es la lluvia, lóbrega la noche; una sola cumbre los está separando del ejército romano, y Caled más y más desatado por el salvamento de sus hermanos, secretea con su compañero un sueño infausto que acaba de tener. Amanece, despeja y están viendo en un valle ameno las tiendas de los damascenos. Descansan un rato y rezan, y divide Caled su caballería en cuatro porciones, encargando la primera a su fiel Derar y reservándose la última. Allá se van sucesivamente abalanzando a la muchedumbre revuelta, rendida ya de cansancio y desconsuelo. Excepto un cautivo, a quien perdonan y despiden, se empapan los árabes en el regalo de pasar a degüello por entero a los cristianos. Oro y plata, todo yace desparramado por el suelo, y un repuesto regio de trescientas cargas de seda alcanza a vestir una hueste de bárbaros desnudos, Jonás en la barahúnda del trance corre acá y acullá en pos del objeto de sus ansias, quien está ahora más horrorizado con los últimos pasos de su alevosía, y forcejeando Eudoxia contra sus odiosísimos extremos, se traspasa el corazón con una daga; conservan y devuelven sin rescate a otra dama, la viuda de Tomás, mas aquel rasgo de Caled es un aborto de su menosprecio, y el engreído sarraceno insulta con un reto al solio de los Césares. Cincuenta leguas [111,1 km] está Caled internado por la provincia romana, y regresa a Damasco en igual diligencia y con la misma reserva. Remueve Omar en su ensalzamiento al Alfanje de Dios, de todo mando, pero vituperando la temeridad tiene que encarecer su denuedo y desempeño en la empresa.

Descuella igualmente en otra expedición el afán y el menosprecio de riquezas mundanas. Saben que el producto de las manufacturas del país se está anualmente agolpando en la feria de Abyla,[1542] a diez leguas [22,2 km] de la ciudad, que con aquel motivo, muchedumbre de peregrinos acude a la celdilla de un ermitaño devotísimo, y que la festividad comercial y superticiosa va a realzarse con los desposorios de la hija del gobernador de Trípoli. Toma Abdalah, hijo de Jaafar, a su cargo la incumbencia mística y provechosa de saltear a los infieles. Al irse acercando a la gran feria queda atónito al presenciar la atropellada concurrencia de judíos y cristianos, de griegos y armenios, de naturales de la Siria y de extranjeros de Egipto, hasta el número de diez mil, fuera de la guardia de quinientos caballos que van escoltando a la novia. Hacen alto los sarracenos: «Por mi parte —exclama Abdalah–, no me atrevo a cejar: muchísimos son los enemigos y sumo es el peligro, pero también es el galardón esplendoroso en esta vida o en la venidera, y así cada cual, según su inclinación, es árbitro de seguir o de retirarse». Ni un musulmán desampara su estandarte. «Guíanos —dice Abdalah a su conductor cristiano–, y verás cuánto pueden ejecutar los compañeros del profeta». Se abalanzan en cinco escuadrones, pero tras la primera ventaja del sobrecogimiento, quedan acorralados y casi hundidos con la muchedumbre de los enemigos parangonando allá idealmente la valerosa bandada a una pinta blanca sobre la piel negra de un camello negro.[1543] Al trasponerse el sol, cuando ya las armas se les desprenden de las manos, cuando se asoman ya palpitantes a la orilla de la eternidad, divisan una gran polvareda que se va acercando, oyen el eco halagüeño del techir,[1544] y al fin distinguen el estandarte de Caled, quien acude a escape a socorrerlos. Arrolla aquel avance a los cristianos, y los siguen matando en su fuga hasta el río de Trípoli. Van dejando a la espalda toda la riqueza de la feria; las mercancías patentes para su venta, el caudal traído para las compras, las galas rozagantes para el desposorio, y la hija del gobernador con cuarenta sirvientes. Cargan los devotos salteadores solícitamente frutos, abastos, alhajas, dinero, vajilla y joyas sobre sus acémilas, y se vuelven triunfantes a Damasco. El ermitaño, tras breve y colérica contienda con Caled, se desentiende allá de la corona del martirio, y se queda vivo en aquel campo solitario de sangre y asolación.

La Siria,[1545] uno de los países más tempranos en punto a civilización y cultivo, se hace muy acreedora a toda preferencia.[1546] Su cercanía a la marina y a las serranías, y la abundancia de aguas y arbolados templan los ardores del ambiente, y la feracidad del suelo apronta la subsistencia y favorece la cría de hombres y de ganados. Ciudades populosas descollaron por sus vegas desde el siglo de David hasta el de Heraclio: hervía de habitantes y riquezas, y tras los estragos pausados de la superstición y el despotismo, y tras los quebrantos recientes de la guerra pérsica, podía aun la Siria atraer y galardonar a las tribus salteadoras del desierto. Va el Orontes sesgando y bañando toda una llanura de diez jornadas por la orilla occidental desde Damasco hasta Alepo y Antioquía. Corre de norte a sur la serranía del Líbano y Ante-Líbano, entre el Orontes y el Mediterráneo; y apellidaron hueco (Celesiria) a un valle pingüe y dilatado, encajonado sobre el mismo rumbo entre dos riscos nevados.[1547] Suenan entre las ciudades conquistadas nombres griegos y orientales de la geografía contemporánea; es con sobresalencia Emesa, o Hems, y Heliópolis o Balbec, la primera como metrópoli de la llanura; y la segunda por capital del valle. Descollaron con los Césares; centellaban a lo lejos sus torreones; cuajaban su anchuroso recinto edificios públicos y privados, y resplandecía su vecindario con su gallardía, o por lo menos su soberbia, y con sus riquezas, o a lo menos con su lujo. Allá con el paganismo, al par Emesa y Heliópolis eran afectísimas al culto de Baal, o del Sol; pero acompañaron extraños vaivenes de bien o mal estar a la decadencia de su esplendorosa superstición. No asoma rastro del templo de Emesa, parangonado poéticamente con las cumbres del Líbano,[1548] al paso que los escombros de Balbec, desconocidos a los escritores de la Antigüedad, están todavía asombrando al viajante europeo.[1549] La tirada del templo es de doscientos pies, y su anchura la mitad; un pórtico doble de ocho columnas realza la fachada; por cada costado se cuentan hasta catorce, y cada columna de cuarenta y cinco pies de altura se compone de tres sillares grandiosos berroqueños o de mármol. Se patentiza la arquitectura griega con sus proporciones y adornos de orden corintio, y como nunca fue Balbec solar de algún monarca, no se alcanza como el rasgo de algún particular, o los fondos de su ayuntamiento pudieron aprontar tamaños desembolsos.[1550] Los sarracenos tras la conquista de Damasco, se arrojan a Heliópolis y Emesa, pero voy a omitir toda repetición de salidas y peleas que se han historiado ya muy por extenso. No menos sistemáticos que batalladores para la guerra, con treguas breves y separadas van deshermanando al enemigo; acostumbran los sirios a cotejar su alianza con su enemistad; los familiarizan con la traza de su idioma, religión y costumbres, y desabastecen y desarman por medio de compras encubiertas, las ciudades que luego se abalanzan a sitiar. Recargan más y más el rescate del pudiente o del reacio cabiéndole a sólo Calcis cinco mil onzas [143,5 kg] de oro y otras tantas de plata, dos mil alcaiceles de seda y luego cuantos higos y aceitunas se podían cargar en cinco mil asnos. Cúmplense por ápices los tratados, y el lugarteniente del califa, que ha ofrecido no atravesar los umbrales de Balbec rendida, se mantiene inmoble en su tienda hasta que los estrellones de los bandos precisan al vecindario a acudir a una potencia extraña. Redondean la conquista de la llanura y el valle de Siria en dos años, pero el caudillo de los fieles zahiere la pausa en sus adelantos, y los sarracenos llorosos se arrepienten rabiosamente, clamando con alaridos descompasados por que los lleven atropelladamente a batallar por el Señor. En una refriega reciente bajo los muros de Emesa, prorrumpe un mancebo árabe, primo de Caled. «Ya estoy viendo a las lindas oji-negras que me clavan sus miradas, y si una sola asomase acá por el mundo, todo el linaje humano ardería en pasión por ella; ya estoy viendo en la diestra de una de ellas un pañuelito de seda verde, y un sombrerito cuajado de pedrería que me seña y me vocea»: «Ven acá al vuelo porque estoy prendada de ti». Dice, embiste a los cristianos, los arrolla a diestro y siniestro, hasta que lo acecha y lo traspasa con su venablo el gobernador de la ciudad.

No pueden menos ya los árabes de echar el resto de su denuedo y entusiasmo en contrarresto de las fuerzas del emperador, quien por fin con tantísimo descalabro está palpando que los salteadores del desierto han emprendido y se hallan en ademán de redondear en breve una conquista premeditada y permanente. Hasta ochenta mil soldados se agolpan desde las provincias de Europa o de Asia por mar y por tierra a Cesárea y Antioquía, llevando una hueste de sesenta mil guerrilleros árabes cristianos de la tribu de Gasan. Iban a vanguardia bajo las banderas de Jabalah, su último príncipe; y llevan los griegos por máxima que para cortar un diamante, era otro diamante el más ejecutivo. Retrae su persona Heraclio de las contingencias de la guerra, pero su engreimiento o quizás su desconfianza le hace prorrumpir en la disposición terminante de que en una sola lid se ha de tranzar la suerte de toda la contienda. Afectos eran de suyo los sirios al estandarte de Roma y a su cruz; pero nobles, ciudadanos y campesinos se enconan con las tropelías y crueldades de una hueste que los desangra como súbditos y los menosprecia como extraños.[1551] Llega el eco de tan grandioso preparativo a los sarracenos en el campamento de Emesa, y los caudillos, aunque desde luego prontos a pelear, juntan su consejo; quisiera la fe de Abu Obeidah esperar allí mismo la gloria del martirio: la maestría de Caled opina por una retirada decorosa a las faldas de la Palestina y la Arabia, donde les cabe esperar los auxilios de sus amigos y contrarrestar el embate de los incrédulos. Vuelve por la posta un mensajero del solio de Medina, con las bendiciones de Omar y de Alí, con las rogativas de las viudas del profeta y un refuerzo de ocho mil musulmanes. Vuelcan sobre su marcha un destacamento de griegos; y al incorporarse en Yermuk con el campamento de sus hermanos, se regocijan con la noticia de que Caled tiene ya vencidos y aventados a los árabes cristianos de la tribu de Gasan. Despéñanse, por las cercanías de Bosra, los manantiales del monte Hermon en un raudal sobre la llanura de Decápolis, o diez ciudades; y el Hieromejo, nombre que ha parado estragadamente en el de Yermuk, se empoza tras breve carrera en el lago de Tiberias.[1552] Refriega reñida y sangrienta realzó las orillas de aquel arrinconado riachuelo (noviembre de 636 d. C.). En aquel sumo trance la voz pública y la modestia de Obeidah devuelven el mando al más acreedor de todos los musulmanes. Va Caled como adalid a vanguardia, su compañero a la zaga, para que todo fugitivo desmandado quede atajado al golpe con su aspecto venerable y la vista del pendón amarillo que tremoló Mahoma ante los muros de Chaibar. Cierra las últimas líneas la hermana de Derar con las arábigas alistadas para la guerra santa, amaestradas en manejar el arco y la lanza, y que en un trance de cautiverio habían ofendido su recato y cautiverio contra los atropelladores incircuncisos.[1553] Lacónico y pujante es el exhorto de los caudillos: «Ahí delante estáis viendo el paraíso, y Luzbel con su infierno queda a la espalda». Pero el empuje de la caballería romana aportilla la derecha de los árabes y desvía toda el ala del cuerpo principal; retíranse por tres veces atropelladamente, y otras tantas tienen que volver sobre el enemigo arrojados por los baldones y aun palos de sus mujeres. En los intermedios de la refriega va Abu Obeidah visitando las tiendas de sus hermanos, dilata su descanso repitiendo de una vez el rezo de dos horas diferentes; les venda las heridas con sus propias manos y los iba confortando con la reflexión entrañable de que el enemigo alterna en los quebrantos sin terciar con ellos en el galardón. Yacen cuatro mil treinta musulmanes en el campo de batalla, y la maestría de los flecheros armenios proporciona a setecientos el lauro de haber perdido un ojo en aquel servicio tan recomendable. Los veteranos de la guerra de Siria están reconociendo que el trance es el más arduo y azaroso de cuantos han presenciado; mas también es el más decisivo, pues guadañan los alfanjes arábigos largos miles de griegos y sirios, degüellan a muchos tras la derrota por los bosques y cerros: muchos equivocan el vado y se ahogan en el raudal del Yermuk, y por muchísimo que se abulte la pérdida,[1554] confiesan los escritores cristianos y lamentan el castigo sangriento de sus pecados.[1555] El general romano Manuel o fenece en Damasco, o se refugia en el monasterio del monte Sinaí. Jabala, desterrado en la corte bizantina, lloraba las costumbres de Arabia, y su aciaga preferencia del bando cristiano[1556] tuvo sus arranques a favor del Islam, pero en su romería a la Meca descargó provocado un golpe a uno de sus hermanos, y huyó asombrado del ceñudo y justiciero califa. Victoriosos, los sarracenos paladean por un mes el descanso y regalo de Damasco, y Obeidah va repartiendo discreta y equitativamente los despojos, agraciando igualmente al caballo y al jinete, y duplica la porción a los alazanes castizos de la Arabia.

Tras la batalla de Yermuk ya no asoma hueste romana en campaña, escogiendo los sarracenos a su salvo entre las ciudades fortificadas de Siria para su embate la que más les conviniera (637 d. C.). Consultan con el califa, si se han de encaminar a Cesárea o a Jerusalén, y el dictamen de Alí fijó su rumbo para la última. Jerusalén es para todo profano la capital primera o segunda de Palestina, pero tras la Meca y Medina logra ser visitada y reverenciada, como templo de la Tierra Santa, consagrado con la revelación de Moisés, de Jesús y del mismo Mahoma. Llega el hijo de Abu Sofian con cinco mil árabes y entabla tratos después de intentar una sorpresa, pero a los once días se agolpan sobre la plaza las fuerzas todas de Abu Obeidah. Envía su intimación acostumbrada al jefe supremo y al vecindario de Ælia.[1557] «Salud y felicidad a cuantos siguen el acertado rumbo. Os requiero que atestigüéis como no hay más que un Dios y que Mahoma es su apóstol; no mediando esto, tenéis que allanaros a pagar tributo y vivir en lo sucesivo bajo nuestro mando. Si os desentendéis, traeré contra vosotros quien apetece la muerte aun más que vosotros ansiáis el empinar copas y comer cerdo; ni me moveré de acá, queriéndolo Dios, hasta que acabe con cuantos pelean por vosotros y esclavice a vuestros hijos». Resguardaban no obstante la ciudad por donde quiera barrancos y cerros cubiertos; se habían restablecido desaladamente murallas y torreones desde la invasión de Siria; los fugitivos más esforzados de Yermuk habían acudido al primer apeadero, y en defensa del sepulcro de Cristo naturales y advenedizos podían abrigar en sus pechos tal cual chispazo de aquel entusiasmo que estaba abrasando el interior de los sarracenos. Cuatro meses dura el sitio de Jerusalén; no amanece día sin refriega de asalto o de salida; estalla la maquinaria con disparos incesantes desde las almenas; y la intemperie del invierno causa todavía mayor angustia y estrago en los árabes; pero su tesón doblega por fin a los cristianos. Asoma sobre la muralla el patriarca Safronio, y pide, por boca de un intérprete, una conferencia. Se aferra sin fruto en disuadir al lugarteniente del califa de aquel intento impío, y luego propone, en nombre del vecindario, una capitulación decorosa con la cláusula extraña de que el mismo califa Omar con su autoridad y presencia ha de afianzar el cumplimiento de los artículos. Ventilase al punto en el consejo de Medina, y la santidad del sitio y el dictamen de Alí persuaden al califa que se avenga a los anhelos del enemigo y de su soldadesca y la sencillez de su viaje se hace más esclarecida que todo el boato regio de la vanagloria y el atropellamiento. El conquistador de la Persia y la Siria cabalga un camello rojo con un costal de trigo, otro de dátiles, un plato de madera y un pellejillo de agua. En haciendo alto iba brindando a todos los presentes sin distinción para terciar con él en su parquísimo sustento; consagrando luego el banquete con el rezo y la exhortación del caudillo de los fieles.[1558] Pero en aquella expedición o romería va también ejerciendo su poderío justiciero, pues reforma la poligamia desenfrenada de los árabes, resguarda a los tributarios contra toda crueldad o tropelía y castiga el lujo de todos quitándoles sus ropajes de seda, y metiéndolos a su presencia en un lodazal. Al avistar a Jerusalén, prorrumpe el califa a voces. «Dios es victorioso, oh Señor, franqueadnos una conquista llana»; planta su tienda de pelo burdo, y se sienta sosegadamente en el suelo. Firma la capitulación, entra en la ciudad sin zozobra ni cautela, y razona cortésmente con el patriarca acerca de sus antigüedades religiosas.[1559] Sofronio rinde su acatamiento al nuevo dueño, y reservadamente está allá rumiando las palabras de Daniel. «La abominación del exterminio está plagando el lugar santo».[1560] A la hora del rezo, se hallan juntos en la iglesia de la Resurrección, pero el califa no quiere cumplir con sus devociones, contentándose con rezar en la gradería de la iglesia de Constantino. Manifiesta en seguida al patriarca su motivo cuerdo y decoroso, diciéndole: «Si cediera yo a tus instancias, los musulmanes de siglos venideros quebrantarán el tratado, socolor de seguir mi ejemplo. Dispone que se habilite el solar del templo de Salomón para fundar una mezquita,[1561] y en su residencia de diez días arregla el estado actual y posterior de la conquista de Siria. Se estaba acaso encelando Medina de que el califa endiosado con la santidad de Jerusalén y los primeros de Damasco quedase propuesto, mas el regreso voluntario y ejecutivo al túmulo del apóstol aventó desde luego toda zozobra.[1562] El califa para coronar aquella conquista divide el ejército en dos cuerpos, el uno más selecto queda con Amrú y Yecid en el campamento de Palestina, al paso que el mayor (638 d. C.) bajo las banderas de Abu Obeidah y Caled, se interna hacia el Norte en pos de Antioquía y Alepo. No descollaba la última, la Berœa de los griegos, como capital de provincia o reino, y su vecindario, brindando con rendimiento y alegando escaseces logran un convenio conservando sus vidas y su religión; pero el castillo de Alepo,[1563] inconexo con el recinto se encumbra allá sobre un erguido malecón artificial. Despeñaderos son sus costados revestidos de mampostería, con foso anchísimo que se llena con el agua de manantiales inmediatos. La guarnición, tras la pérdida de tres mil hombres, acude adecuadamente a la defensa, y su caudillo valeroso y hereditario, deja sin vida a un hermano suyo, monje virtuoso, por tener la osadía de articular el nombre de paz. Fenece un sin número de sarracenos, sin los muchísimos heridos, en aquellos cuatro o cinco meses del sitio más trabajoso de toda la guerra siria; retíranse a media legua, mas no se adormece Yukina, ni la ejecución de trescientos cautivos degollados ante los muros del castillo amedrenta a los cristianos. El silencio y luego las lamentaciones de Abu Obeida enteran al califa de que yacen aburridos y desahuciados al pie de aquella fortaleza inexpugnable». «Me conduelo más o menos —contesta Omar–, según el mayor o menor costo de vuestros logros; pero no hay que levantar el sitio de ese castillo; pues con esa retirada menguará la nombradía de nuestras armas, y brindará a los infieles para embestiros por diestro y siniestro. Permaneced sobre Alepo hasta que Dios disponga del acontecimiento, y forrajead con la caballería por toda la comarca». Robustece el caudillo de los fieles su exhorto con un refuerzo de voluntarios de todas las tribus de Arabia, que van acudiendo al campamento en caballos o en camellos; descuella entre todos Damés, de nacimiento ruin, pero de corpulencia agigantada y de incontrastable denuedo. Al mes y medio de su llegada propone hacer, con solos treinta hombres, una tentativa sobre el castillo. Caled, aguerrido y oficioso, recomienda aquel arranque, y Abu Obeidah amonesta a sus hermanos para que no menosprecien la humilde cuna de Damés, puesto que él mismo tan sólo por no desatender el desempeño público, deja de seguir la bandera del esclavo. Aparentan, para encubrir su intento, ir de retirada y plantear su campamento a una legua [2,22 km] de Alepo. Los treinta aventureros se emboscan por la maleza al pie del cerro, y por fin Damés sale certero con sus pesquisas, aunque desesperado con la torpeza de los cautivos griegos: «¡Malhayan —prorrumpe–, estos canes, qué habla tan extraña y bárbara están usando!». Muy a deshora de la noche trepa por la parte más accesible que tenía estudiadamente registrada, paraje por donde la fábrica está menos cabal, o el pendiente menos empinado y la guardia no tan vigilante. Hasta siete sarracenos membrudos se van encaramando mutuamente sobre los hombros, y la espalda maciza del agigantado esclavo está sosteniendo la mole de aquella columna. Alcanza el más encumbrado a afianzarse en la almena inferior, van calladamente degollando y derribando centinelas, y los treinta hermanos repitiendo su jaculatoria devota: «Oh apóstol de Dios, ven, acude a ayudarnos»; van subiendo sucesivamente colgados de los tiros de sus turbantes desceñidos, Damés arrojado y cauto logra descubrir la morada del gobernador que está solemnizando con festejo plancentero su ansiado rescate. Ceja a sus compañeros y asaltan la entrada en el castillo por el interior; se apoderan de la guardia, franquean la puerta, apean el puente levadizo, y defienden el tránsito angosto hasta la llegada de Caled que al amanecer, los liberta del peligro y afianza la conquista. Yukino, antes enemigo formidable, para en celosísimo y provechoso alumno, y el general de los sarracenos, manifestando su aprecio del más ínfimo merecedor; detiene el ejército en Alepo hasta quedar Damés cabalmente restablecido de sus honoríficas heridas. El castillo de Aazaz y el puente de hierro sobre el Orontes, siguen todavía cubriendo la capital de Siria. Perdidos luego aquellos dos puntos importantes, y derrotada la última hueste romana, tiembla la lujosa Antioquía,[1564] y se avasalla. Rescata su exterminio con trescientas mil piezas de oro; pero el solio de los sucesores de Alejandro, el solar del gobierno romano en Oriente, condecorado allá por César con los dictados de libre, sagrada e inviolable, queda apeado bajo el yugo de los califas a la jerarquía de segunda ciudad de provincia.[1565]

El asomo y el rescate de Heraclio anublan los timbres de su guerra pérsica, pues al desenvainar los sucesores de Mahoma sus alfanjes guerreros y religiosos, otea despavorido allá la perspectiva descomunal de afán y de peligro, y más para un emperador de suyo apoltronado, y como yerto con la edad para reentablar tamañas empresas (638 d. C.). Ruboroso no obstante y acosado por los sirios permanece casi a viva fuerza en el teatro de los acontecimientos; mas ya no hay héroe, los malogros sangrientos de Damasco, Jerusalén, Aiznadia y Yormuk deben hasta cierto punto achacarse a la ausencia y desgobierno del soberano. En vez de escudar el sepulcro de Cristo, engolfa la Iglesia y el Estado en una contienda metafísica sobre la unidad de su albedrío, y mientras Heraclio está coronando la prole de su segundo desposorio, queda rendidamente despojado de lo más pingüe de su herencia. En la catedral de Antioquía, a presencia de los obispos y al pie del Crucifijo está llorando los pecados del príncipe y del pueblo, pero aquella confesión pregona al mismo tiempo cuán infructuoso y aun impío es todo contrarresto a los juicios de Dios. Invencibles ya los sarracenos en la aprensión, lo habían de ser en el hecho, y deserción de Yukina; su mentido arrepentimiento y redoblada alevosía, parece que está sincerando el recelo del emperador, conceptuándose acorralado por traidores y apóstatas, conjurados todos para entregar su persona y la patria a los enemigos de Cristo. En el terremoto de la adversidad, agüeros y sueños de una corona al caer están acibarando más y más su destemple supersticioso, y despidiéndose para siempre de Siria, se embarca reservadamente con escasa comitiva y descarga a los súbditos de toda obligación de lealtad.[1566] Hállase acuartelado su primógenito Constantino con cuarenta mil hombres en Cesárea, capital civil de las tres provincias de Palestina, pero intereses privados le están llamando a la corte bizantina, y tras la fuga del padre se conceptúa un adalid muy desproporcionado contra las fuerzas agolpadas del califa. Embisten denodadamente a su vanguardia trescientos árabes y mil esclavos negros quienes trepando en la crudeza del invierno por los riscos nevados del Líbano, encabezan los escuadrones victoriosos del mismo Caled. Adelántanse por el Norte y el Sur las tropas de Antioquía y de Jerusalén, asombrando las playas marítimas, para tremolar luego al par sus banderas bajo los muros de las ciudades fenicias: traidores venden a Tiro y Trípoli, y una escuadra de cincuenta velas apostando sin zozobra por las bahías rendidas, pertrecha oportunísimamente y abastece el campamento sarraceno. La entrega inesperada de Cesárea corona su carrera: embárcase de noche el príncipe romano,[1567] y el vecindario indefenso implora su indulto con la oferta de doscientas mil piezas de oro. Lo restante de la provincia, Tolemaida o Acre, Siquem o Nápoles, Gaza, Ascalón, Berito, Sidon, Gabala, Laodicea, Apamea, Hierápolis no intentan ya contrastar el albedrío del conquistador, y la Siria se doblega al cetro de los califas, a los siete siglos de haber Pompeyo apeado del solio al último rey Macedonio.[1568]

Fenecieron largos miles de musulmanes en los sitios y refriegas de seis campañas; pero morían todos con la nombradía y el júbilo de mártires, y la sencillez de su fe se patentiza en las palabras de un mancebo árabe, al abrazar por despedida a su madre y hermana: «No son —les dice–, los primores de la Siria, ni los deleites deleznables de este mundo, los estímulos que me hacen sacrificar la vida por mi religión, pues ando en pos de las finezas de Dios y de su apóstol, y he oído de boca de un compañero del profeta que el espíritu de los mártires se ha de albergar en el camarín de los pajarillos verdes empapados en los frutos y los arroyos del paraíso. A Dios mil veces, que ya nos veremos allá por las arboledas y manantiales que Dios tiene dispuestos para sus escogidos». Los cautivos fieles tenían que arrostrar conflictos más arduos y trabajosos, y se elogió a un primo de Mahoma por desentenderse después de tres días de ayuno del vino y el cerdo con que únicamente le brindaba la malignidad de los infieles. La fragilidad de tal cual hermano endeble enconaba más y más los ímpetus del fanatismo, y el padre de Amer estuvo llorando en lamentaciones entrañables el malogro y la condenación de un hijo apóstata, que orillaba las promesas de Dios y la intercesión del profeta para empozarse en las mazmorras ínfimas del infierno, con presbíteros y diáconos. Ni aun cabía a los árabes bienhadados que perseverando en la fe sobrevivían a la guerra, el soltar la rienda a sus ínfulas de prosperidad, enfrenándolos siempre su observantísimo caudillo. Abu Obeidah a los tres días de ensanche arrebata su tropa del contagioso lujo y devaneo de Antioquía, asegurando al califa que su virtud y religión podían sólo conservarse con la adusta disciplina, el afán y la pobreza; pero la entereza de Omar, severísima para sí mismo, se ablandaba graciablemente con sus hermanos. Prorrumpe en alabanzas y aun gracias, pero se enternece compasivamente, y sentado en el suelo extiende una contestación en que reconviene cariñosamente a su lugarteniente por su excesiva tirantez. «No vedó allá Dios —dice el sucesor del profeta–, el uso de lo bueno en este mundo a los fieles y a cuantos han obrado honradamente, por tanto debieras franquearles el goce de algún descanso y de cuanto exquisito apronta el país. El sarraceno soltero puede casarse en la Siria, y quien apetezca esclavas es árbitro de feriarse cuantas se le rodeen». Tratan los conquistadores de disfrutar aquel ensanche con desenfreno; pero reina en el mismo año de su triunfo mortandad horrorosa de gente y de irracionales, y hasta veinticinco mil sarracenos yacen de improviso en la huesa. Muere Abu Obeidah y se conduelen los cristianos, pero sus hermanos recuerdan que es uno de los diez escogidos por el profeta para herederos del Paraíso.[1569] Sobrevive Caled tres años a sus hermanos, y se está todavía viendo en Emesa el túmulo del Alfanje de Dios. Su denuedo, fundador del Imperio de los califas en Arabia y Siria, se enardecía con el concepto de una providencia especialísima, y en llevando el sombrero bendecido por Mahoma se daba por invulnerable, en medio de las descargas de los infieles.

Reemplazan a los conquistadores nuevas generaciones de hijos y de paisanos; es ya la Siria el solar y la columna de la casa de Omiyah; y rentas, soldadesca y naves de aquel reino poderoso se abocan por dondequiera en el Imperio de los califas; pero menosprecian los sarracenos el aura de la nombradía y apenas se allanan sus historiadores a mentar las conquistas subalternas traspuestas, al esplendor y atropellamiento de su victoriosa carrera. Por el Norte de Siria tramontan las cumbres del Tauro y avasallan la provincia de Cilicia, con Tarso, su capital, monumento antiquísimo de los reyes asirios. Tras la segunda cordillera de los propios montes, abrasan con la guerra más bien que iluminan con su religión, hasta las playas del Euxino y las cercanías de Constantinopla. Por el Oriente se adelantan a las orillas y manantiales del Tigris y del Éufrates;[1570] el deslinde tan batallado de Roma y Persia queda allanado; los murallones de Edesa y Amida, de Dara y Nisibis, que habían burlado las armas y la maquinaria de Sapor o Nushirvan yacen por el suelo, y la ciudad sagrada de Abgaro ostenta en vano la carta o imagen de Cristo a un conquistador incrédulo. Ciñe el mar al Ocaso el reino de Siria, y el exterminio de Arado, islilla o península de la costa, queda rezagado por diez años. Pero las cumbres del Líbano rebosan de madera y el tráfico fenicio hierve de marinería, y los naturales del desierto habilitan una escuadra de mil setecientos leños. Huye de ellos la armada imperial desde los peñascos de Pamfilia hasta el mismo Helesponto; pero un sueño y un equivoquillo habían dado al través con el ánimo del emperador, nieto de Heraclio, sin pelea.[1571] Surcan y señorean el piélago los sarracenos, salteando las islas de Chipre, Rodas y las Cícladas. Tres siglos antes de la era cristiana, el sitio memorable aunque infructuoso de Rodas por Demetrio,[1572] había suministrado a aquella república marítima los materiales y el motivo de un triunfo. Una estatua agigantada de Apolo, o el Sol, de setenta codos de altura, descollaba al emboque del fondeadero, monumento de la libertad y de las artes de la Grecia. Un terremoto vuelca el coloso de Rodas a los cincuenta y seis años de su construcción, pero la mole de su tronco y los trozos descomunales yacen ocho siglos por el suelo, y se describen con asombro como una de las maravillas del mundo antiguo. Recógelos la diligencia de los sarracenos, cargando, dicen, con su bronce hasta novecientos camellos: enormísimo peso; aun comprendiendo las cien figuras colosales,[1573] y las tres mil estatuas que estaban pregonando la prosperidad del pueblo y del Sol.

II. Queda descifrada la conquista de Egipto con la estampa del sarraceno victorioso, uno de los más descollantes de su nación, aun en aquel siglo cuando el ínfimo de los hermanos dejaba allá en zaga a la naturaleza entera en alas de su entusiasmo. Esclarecida y ruin asoma a un mismo tiempo la cuna de Amrú, pues su madre, ramera de profesión, no acertó a sentenciar entre cinco koreishitas; pero ateniéndose a la semejanza se prohijó el niño a Alí, el decano de sus galanes.[1574] La parentela de Amrú le traspasó sus ímpetus y sus vulgaridades; explayose su numen poético en satíricos partos contra la persona y doctrina de Mahoma, y la facción dominante se valió de su maestría para acosar a los desterrados religiosos guarecidos en la corte del rey de Etiopía.[1575] Pero al volver de su embajada es ya alumno encubierto; su racionalidad o su interés le retraen del culto de los ídolos; huye de la Meca con su amigo Caled, y logra el profeta de Medina la complacencia de estrechar en un mismo abrazo a entrambos campeones más desalados por su causa. Ataja Omar los ímpetus de Amrú por acaudillar huestes de los fieles con la reconvención de recordarle no aspire al mando y señorío pues el súbdito de hoy puede ser un príncipe mañana; mas no se trasponen sus merecimientos a los dos primeros sucesores de Mahoma; sus armas fueron las conquistadoras de Palestina, y en todas las refriegas de la Siria hermanó la templanza de un caudillo con el denuedo de un aventurero. En una visita de Medina apeteció el califa mirar la espada degolladora de tantísimos guerreros cristianos; desenvaina el hijo de Aasi un alfanje corto y adocenado, y al ver la extrañeza de Omar, «¡Ay de mí! —prorrumpe el vergonzoso sarraceno–, el alfanje de suyo, sin el brazo de su dueño, no es ni más agudo ni más pesado que el espadín de Farezdak el poeta».[1576] Los celos del califa Othman lo retiraron de Egipto después de su conquista, pero en las turbulencias inmediatas la ambición de un soldado, un estadista y un orador se encumbró sobre la esfera vulgar. Su arrimo poderoso en el consejo y en campaña planteó el solio de los Omíades; el agradecimiento de Muawiyá con un amigo y ensalzador sobre su estado llano le devolvió el régimen y los productos del Egipto; y Amrú acabó sus días en la ciudad y el alcázar que había fundado sobre la orilla del Nilo. Encarecen los árabes como dechado de elocuencia y sabiduría su despedida moribunda a los hijos; mas si el arrepentido estaba todavía adoleciendo de vanagloria poética, abultaba tal vez la trascendencia ponzoñosa y voleadora de sus composiciones impías.[1577]

Amrú, desde su campamento en Palestina, arrebata o presupone la anuencia del califa para la invasión del Egipto (junio de 638 d. C.).[1578] Confía magnánimamente Omar en Dios y en su alfanje voleador de solios ya de Cosroes, ya de los Césares, mas al parangonar la escasa fuerza musulmana con la grandiosidad de la empresa, culpa su propia temeridad, y da oídos a sus apocados compañeros. Están leyendo en el Alcorán el boato orgulloso de faraón, y un redoble incesante de portentos había apenas bastado para realizar, no la victoria, sino la huida de seiscientos mil hijos de Israel; populosas y muchísimas son las ciudades de Egipto; su arquitectura es sólida y maciza; el Nilo, con sus crecidos brazos, es de suyo una valla incontrastable, y el poderío romano echaría el resto en resguardar el granero de la ciudad imperial. En este vaivén de impulsos, el caudillo de los fieles, se pone en manos del acaso, y en su concepto, de la Providencia. El mensajero de Omar alcanza al denodado Amrú, salido de su apostadero de Gaza capitaneando tan sólo cuatro mil árabes. «Si te hallas todavía en Siria —dice la orden ambigua–, alto y en retirada; pero si al recibo de este pliego estás ya sobre la raya de Egipto, adelanta sin zozobra y cuenta con el arrimo de Dios y de tus hermanos». La práctica, o el tino natural de Amrú, le habían enseñado a maliciar la insubsistencia de las cortes, y sigue marchando hasta plantar indudablemente sus reales en territorio egipcio. Junta allí su oficialidad, rompe el sello, lee la carta, se entera con toda formalidad del nombre y situación del paraje, y pregona su obediencia prontísima a las órdenes del califa. A los treinta días de sitio, se posesiona de Farmah o Pelusio, y aquella gran llave del Egipto, como adecuadamente se apellida, le franquea la entrada en el país, hasta las ruinas de Heliópolis y las cercanías del actual Cairo.

Sobre la orilla occidental del Nilo, a levante y a corta distancia de las pirámides, hacia el Sur, no lejos del Delta, Memfis, con su recinto de cinco o seis leguas [11,11-13,33 km], está todavía ostentando la magnificencia de los reyes antiguos. Trasladaron los Tolomeos y los Césares el solar del gobierno a la costa; Alejandría con sus artes y opulencia desbancó a la capital decantada; cuyos palacios y luego los templos desfallecían desatendidos y ruinosos, pero en el mismo siglo de Augusto, y aun en el de Constantino, sonó siempre Memfis entre las ciudades de provincia más crecidas y populosas.[1579] Las orillas del Nilo, ancho allí de más de mil varas, se enlazaban con dos puentes de treinta y de sesenta barcas, estribando en el centro sobre la islilla de Roda, cuajada toda de viviendas y jardines.[1580] El extremo oriental del puente desembocaba sobre el pueblo de Babilonia, y el campamento de una legión romana, resguardando el tránsito del río y la segunda capital de Egipto. Aquella fortaleza grandiosa, que venía a ser parte de Memfis o Misrah, queda sitiada por las armas del lugarteniente del califa: refuérzanle luego cuatro mil sarracenos, y las máquinas militares que están batiendo las murallas pueden achacarse al afán y al ingenio de los aliados sirios. Dilátase no obstante el sitio hasta siete meses, y la inundación del Nilo acorrala y amaga a los invasores temerarios.[1581] Arrójanse acertadamente al último asalto: atraviesan el foso salpicado de chuzos, arriman las escalas; entran en la fortaleza con el alarido: «Dios es victorioso», y arrollan el residuo de los griegos sobre sus barcos y la isla de Roda. Luego el vencedor se hace cargo de la ventaja del sitio para la comunicación expedita con el golfo y la península de Arabia; pero Memfis queda yerma, y los árabes plantean de asiento sus aduares, realzando la presencia de ochenta compañeros de Mahoma la primera mezquita.[1582] Asoma con su campamento ciudad nueva a la orilla oriental del Nilo, y los barrios inmediatos de Babilonia y Fostal se equivocan en su actual menoscabo con el nombre del antiguo Misrah o Cairo, formando en él un arrabal dilatado. Pero la denominación del Cairo, ciudad de la victoria, corresponde propiamente a la capital moderna, fundada en el siglo X por los califas fatimitas.[1583] Se ha ido después desviando del río; pero toda vista perspicaz puede ir rastreando la seguida de los edificios desde los monumentos de Sesostris hasta los de Saladino.[1584]

Mas tuvieran los árabes que reengolfarse en su desierto, tras aquella empresa esclarecida y provechosa un arrimo poderoso en el mismo corazón del reino (638 d. C.). Favoreció para la conquista velocísima de Alejandro la superstición y la rebeldía de los naturales; pues abominaban de sus opresores persas, discípulos de los magos, abrasadores de los templos de Egipto, regalándose en sacrílego banquete con las lonjas del dios Apis.[1585] A los diez siglos se repite la misma revolución por un móvil idéntico; pues el afán de los cristianos coptos es igualmente desalado por una creencia inapeable. Tengo ya desentrañados el origen y progresos de la contienda monofisita, con la persecución del emperador que trocó en nación una mera secta y malquistó el Egipto con su religión y gobierno. La iglesia jacobita recibe los árabes a fuer de libertadores, y durante el sitio de Memfis se entabla y ajusta reservadamente un tratado efectivo entre una hueste victoriosa y un pueblo esclavo. Un egipcio noble y acaudalado, cuyo nombre es Mokawkas, encubre su creencia para lograr el manejo de una provincia: aspira, con los trastornos de la guerra pérsica, a constituirse independiente: la embajada de Mahoma lo encumbra a la jerarquía de príncipe; mas con regalos y agasajos enmarañados se desentiende allá de toda propuesta de nueva religión.[1586] Su alevosía le acarrea el encono de Heraclio; engreimiento y zozobra le retraen de todo rendimiento y allá se arroja interesada y entrañablemente al partido de su nación y de los sarracenos. En su conferencia primera con Amrú oye sosegadamente la alternativa corriente del Alcorán, tributo o refriega. «Los griegos —replica Mokawkas–, están aguardando el trance de la espada; pero no apetezco hermandad con ellos ni para este mundo ni para el otro, y reniego desde ahora del tirano bizantino, de su sínodo de Calcedonia y de sus esclavos melquitas». «Tanto yo como mis hermanos estamos resueltos a vivir y morir profesando el Evangelio y la unidad de Cristo. No cabe en nosotros el avenirnos a las revelaciones de vuestro profeta, pero ansiamos la paz y nos allanamos a pagar tributo y obediencia a sus sucesores temporales». El pago convenido es de dos piezas de oro por cabeza cristiana; pero se exceptúan monjes, ancianos, mujeres, individuos de ambos sexos de menos de dieciséis años; los coptos de encima y debajo de Memfis juran acatamiento al califa y ofrecen hospedaje decoroso por tres días a todo viandante musulmán por su país. Con aquel fuero queda exterminada la tiranía civil y eclesiástica de los melquitas;[1587] todos los púlpitos fulminan los anatemas de san Cirilo, devolviendo los edificios sagrados con el patrimonio de la iglesia al gremio nacional de los jacobitas, que ostentaron descomedidamente su triunfo y venganza. Amrú intima ejecutivamente a su patriarca Benjamín a que salga a luz de su desierto, y tras breve avistamiento, cortesano el árabe aparentó manifestar que jamás había conversado con sacerdote cristiano de aspecto más venerable y de modales más candorosos.[1588] Marcha el teniente de Omar de Memfis a Alejandría entregado al agradecimiento y finezas de los egipcios; restablécense con eficacia puentes y caminos, y a cada paso va logrando más y más abastos y noticias. Los griegos de Egipto, cuyo número no llega al décimo de la casta nacional, quedan abrumados con aquel desvío incontrastable; se les odió siempre y ya no se les teme; huye el magistrado de su tribunal, el obispo de su silla, y las guaniciones descarriadas fenecen por sorpresa, o bien por hambre cercadas de infinita muchedumbre. A no proporcionar el Nilo escape obvio y seguro hacia el mar, ni se salvara un solo individuo que por naturaleza, nacimiento, idioma, empleo o religión tuviera el menor enlace con tan odiosa ralea.

Agólpanse los griegos, con su retirada del alto Egipto, en la isla de Delta, y los cauces ya nativos ya artificiales del Nilo van proporcionando una línea de puntos fuertes y defendibles, y los sarracenos siguen despejando su marcha trabajosamente con veintidós peleas parciales o completas. El sitio de Alejandría es quizás la empresa más ardua y grandiosa de sus anales de conquista.[1589] Rebosa aquel primer emporio del orbe en abastos y defensas. Pelea el crecido vecindario por los derechos más entrañables de la humanidad, haberes y religión, y la enemistad de los naturales los está al parecer excluyendo del beneficio universal de la paz y la tolerancia. Patente está la marina; y a estar Heraclio alerta sobre los conflictos públicos, huestes y huestes romanas y bárbaras desembocaran en aquella bahía, tras la salvación de la segunda capital del Imperio. Más de tres leguas [6,67 km] de recinto debían desparramar las fuerzas de los griegos, y abrigar los ardides de un enemigo travieso; pero el mar y el lago Marcotis ciñen dos costados del cuadrilongo, y cada uno de los dos extremos tan sólo ofrece como escasa media legua de frente. Proporciona el árabe su pujante conato a lo arduo del intento, y al valor de la recompensa. Clava Omar desde el solio de Medina sus ojos en el campamento y la ciudad; su voz clama por armas a las tribus árabes y a los veteranos de Siria, realzando allá los merecimientos de una guerra santa con la fertilidad y nombradía peculiar del Egipto. Ansiosos los naturales por el total exterminio de sus tiranos, extreman a porfía su afán en servicio de Amrú; inflámanse chispazos de bizarría con el ejemplo de sus aliados, y Mokawkas está denodadamente esperanzado de lograr su sepulcro en la iglesia de san Juan de Alejandría. Expresa el patriarca Eutiquio que los sarracenos pelean con el arrojo de leones; rechazan las salidas frecuentes y casi diarias de los sitiados, y asaltan luego en cambio muros y torres de la ciudad. El alfanje de Amrú centellea en todos los trances al par de su bandera, a vanguardia de los musulmanes. Su denuedo imprudente lo compromete en un día memorable; entra su comitiva en la ciudadela, de donde la arrojan; y el general, con un amigo y un esclavo cae prisionero en manos de los enemigos. Presentado Amrú ante el prefecto, recuerda su señorío y desatiende su situación; su ademán erguido y su habla impetuosa están retratando a todo un lugarteniente del califa, tanto que un soldado enarbola ya su arma para cercenar de un hachazo la cabeza al osado cautivo. Le salva la vida la travesura de su esclavo, descargando un bofetón a su amo y mandándole con desentono que enmudezca en presencia de los superiores. Cae en la trampa el griego inadvertido; da oídos a la oferta de un tratado; despiden a los prisioneros con la esperanza de mensajeros más condecorados, hasta que la algazara del campamento está pregonando el regreso de su general, y escarnece la torpeza de los infieles. Por fin, tras un sitio de catorce meses,[1590] y la pérdida de veintitrés mil hombres, campean los sarracenos, embarcan los griegos su gente escasa y acobardada, y tremola el estandarte de Mahoma sobre las almenas de la capital de Egipto. «Cayó en mis manos —dice Amrú al califa–, la gran ciudad del Occidente. No me cabe el ir apuntando sus muchas riquezas y primores, contentándome con expresar que abarca cuatro mil palacios, cuatro mil baños, cuatrocientos teatros o parajes de recreo, doce mil tiendas de comestibles, y cuarenta mil judíos tributarios. Las armas han avasallado el pueblo, sin mediar tratado o capitulación, y los musulmanes se muestran desalados por saborear los frutos de su victoria».[1591] Con entereza desecha el caudillo de los fieles todo asomo de saqueo, encargando a su lugarteniente que reserve los caudales y rentas de Alejandría para el servicio público y la propagación de la fe; empadronan y cargan tributo al vecindario; enfrenan el encono y afán de los jacobitas, franqueando a los melquitas que se doblegan al yugo arábigo el ejercicio arrinconado y pacífico de su culto. La nueva de aquel fracaso tan afrentoso atropella la salud quebrantada del emperador, y Heraclio fallece de hidropesía a las siete semanas de la pérdida de Alejandría.[1592] Clama el vecindario desabastecido, y en la minoría del nieto precisa a la corte bizantina a emprender el recobro de la capital de Egipto. En cuatro años escuadra y ejército romano se posesionan por dos veces del puerto y fortificaciones de Alejandría, y otras tantas los arroja el denuedo de Amrú, llamado por aquel peligro urgentísimo desde las guerras remotas de Trípoli y de Nubia. Pero la facilidad del intento, la repetición de tal desacato y el tesón de la resistencia, le incitan a jurar que si llega a lanzar por tercera vez al piélago a los infieles, ha de quedar Alejandría tan expedita como la casa de una ramera. En desempeño de su promesa, va en parte volcando murallas y torreones, pero indulta al vecindario en el escarmiento de la ciudad, y edifica la mezquita de la Compasión en el paraje donde el general victorioso atajó el ímpetu de su tropa.

Chasqueado quedaría el lector, si callase el paradero de la biblioteca Alejandrina, cual lo describe el sabio Abulfeda. Era más curioso y culto de suyo Amrú que todos sus hermanos, y en los ratos sobrantes se desahogaba conversando con Juan, el postrer discípulo de Amon, apellidado Filopono por su laboriosidad en los estudios de gramática y filosofía.[1593] con las alas de aquella continuada llaneza, se arroja Filopono a pedirle un don, inestimable en su opinión, y baladí para los bárbaros, a saber, la biblioteca real, exenta todavía del sello y visita del vencedor. Propenso se muestra éste a los anhelos del Gramático, pues su entereza justiciera le retrae de todo enajenamiento sin anuencia del califa; y sabida es la contestación de Omar, aborto de su idiotez fanática. «Si esos escritos griegos van acordes con el libro de Dios, se hacen inservibles y no hay para qué conservarlos; si van encontrados, son perniciosos y deben anonadarse». Ejecútase a ciegas la sentencia; repártense los pliegos o pergaminos por los cuatro mil barrios de la ciudad, y era tal su cúmulo, que apenas bastaron seis meses para el consumo de tan precioso combustible. Como las Dinastías de Abulfeda[1594] han cundido en una traducción latina, se ha ido repitiendo la patraña, y todos los eruditos están llorando airadamente aquel malogro y naufragio literario de los tesoros de la Antigüedad. Por mi parte me siento muy propenso a negar, tanto el hecho como las consecuencias, pues en efecto el trance es portentoso. «Lee y pásmate», dice el mismo historiador; y la relación aislada de un extraño, que a los seis siglos estaba escribiendo por los confines de la Media, queda preponderado con el silencio de dos analistas, que escribieron muy posteriormente, y entrambos cristianos y egipcios, el más antiguo, el patriarca Eutiquio refirió extensamente la conquista de Alejandría.[1595] El fallo tremendo de Omar se contrapone al precepto castizo y fundamental de los moralistas mahometanos; quienes pregonan expresamente que los libros religiosos de judíos y cristianos, deparados por el derecho de la guerra, jamás deben arrojarse a las llamas, y que los partos profanos de historiadores o poetas, de médicos y filósofos, pueden provechosamente avalorarse por los fieles.[1596] Mas asoladores se mostraron con efecto los primeros sucesores de Mahoma; mas en este lance muy en breve quedarán abrasados los materiales. No voy a reseñar los fracasos de la libertad Alejandrina, la quema involuntaria de César para su defensa,[1597] ni la aciaga mistiquez de los cristianos, empeñadísimos en acabar con todo rastro de idolatría;[1598] mas si vamos descendiendo desde el siglo de los Antoninos hasta el de Teodosio, nos enteraremos, eslabonando testigos contemporáneos, que ni el alcázar regio ni el templo de Serapis atesoraban ya los cuatro o setecientos mil volúmenes, reunidos por el afán y la magnificencia de los Tolomeos.[1599] Tal vez la iglesia y el solar del patriarca, tendrían su repuesto de libros: pero la mole crecidísima de la contienda arriana y monofisita, se abrasó realmente en los baños públicos,[1600] se sonreirá un filósofo graduándola de provechosa en su postrer paradero. Me apesadumbro entrañablemente con las bibliotecas más apreciables que allá yacieron en los escombros del Imperio Romano; mas al recapacitar con ahínco el dilatado plazo, los estragos de la idiotez y las plagas de la guerra, extraño todavía más nuestros tesoros que tantísimos malogros. ¿Cuántos hechos curiosísimos yacen para siempre en el olvido?

Cercenadísimos han llegado a nuestras manos los tres grandes historiadores de Roma, y carecemos de infinitos partos griegos en la poesía lírica, yámbica y dramática; pero tenemos que recordar agradecidos que a tan repetidos fracasos del tiempo y la fatalidad, se sobrepusieron siempre las obras clásicas que merecieron ya en la Antigüedad[1601] remontarse a la cumbre del ingenio y de la gloria. Los maestros de la sabiduría antigua que todavía disfrutamos, habían ido estudiando y encareciendo los escritos de sus antecesores, ni cabe conceptuar que nos hallemos defraudados en lo moderno de verdades trascendentales, o descubrimientos provechosos del arte o la naturaleza.[1602]

Manejó Amrú el Egipto sabia y justicieramente,[1603] acudiendo a los intereses del pueblo escudado por la ley y por su Dios, y los de la gente allegada que debía apadrinarse por los hombres. En el vaivén de la conquista y del rescate el idioma de los coptos y el alfanje sarraceno eran apuestísimos al sosiego de la provincia. Manifestó a los primeros el caudillo que todo banderizo y alevoso sería ejemplarmente escarmentado, castigando a los acusadores como enemigos personales y diabólicos, y ensalzando a sus hermanos, perseguidos vilmente por la envidia, para desbancarlos. Estimuló a los suyos con los móviles de la religión y el pundonor para portarse caballerosamente, realzarse para con Dios y con el califa por medio de una conducta decorosa y ajusticiada, bienquistarse con un pueblo que había confiado en su buena fe, y contentarse con el galardón legítimo y esplendoroso de la victoria. En el sistema de hacienda desaprobó el método sencillo pero atropellador del personal, y antepuso fundadamente un impuesto proporcionado en todos los ramos sobre el producto líquido de la labranza y el comercio. Aprontó un tercio del tributo a los reparos anuales de los malecones y acequias, tan indispensables para el bienestar general. Con su régimen la feracidad del Egipto rebosaba sobre la aridez de la Arabia; y allá una recua interesante de camellos, cargados de trigo y demás abastos, estaba cuajando la distancia larguísima de Memfis a Medina.[1604] Mas el numen de Amrú renovó muy en breve la comunicación marítima ideada o concluida por los faraones, los Tolomeos y los Césares, abrió un canal de treinta leguas [66,7 km] de largo desde el Nilo hasta el Mar Rojo. La navegación interior para enlazar el Mediterráneo con el océano Índico, se desechó luego por inservible y expuesta; trasladose el solio de Medina a Damasco, y las escuadras griegas pudieron escudriñar un tránsito a las ciudades santas de la Arabia.[1605]

A ciegas estaba el califa Omar en cuanto a la nueva conquista por el eco de la nombradía y los apuntes del Alcorán. Encargó a su lugarteniente que le retratase al vivo el reino de Faraón y de los Amalecitas, y la contestación de Amrú está ofreciendo un cuadro expresivo y harto puntual de aquel país peregrino.[1606] «¡Oh caudillo de los fieles!, es el Egipto un conjunto de tierra negra y plantas verdosas, entre peñascales corridos y arenilla roja. La distancia de Siena al mar es el viaje de un mes a caballo. Allá se tiende por todo el valle un río, sobre el cual están mañana y tarde recayendo las bendiciones del Altísimo, y que sube y baja con los vaivenes del sol y de la luna. Cuando las finezas anuales de la Providencia franquean los manantiales y fuentes que están alimentando la tierra va el Nilo desarrollando sus majestuosos y sonoros raudales por el reino de Egipto; abarca la inundación benéfica las campiñas, y las aldeas se comunican mutuamente en sus barquillas pintadas. Retírase la riada y va depositando un légamo feraz para todo género de semillas: el tropel de labriegos que cuajan y ennegrecen los campos, son un símil de enjambres de hormigas industriosas, y el azote del capataz va desadormeciendo su poltronería, prometiéndoles flores y frutos en cosechón colmado. No queda burlada su esperanza, mas la riqueza del esquilmo de centeno, cebada, legumbres, arroz, frutales y rebaños, se reparte con desigualdad entre los operarios y los poseedores. Van y vienen las estaciones, y el país campea con plateadas olas, esmeralda verdosa y el amarillo vistoso de la mies dorada.[1607]». «Suele, sin embargo, alterarse aquel orden benéfico, y el rezago y la subida ejecutiva del río en el primer año de la conquista, pudiera, en cierto modo corroborar una fábula edificativa. Se cuenta que el sacro oficio anual de una virgen[1608] había sido vedado por la religiosidad de Omar, y que yacía el Nilo enojado y como yerto en su cauce superficial, hasta que la disposición del califa fue arrojada al raudal obediente, que subió en una noche hasta la altura de dieciséis codos. El embeleso de los árabes con su nueva conquista soltó la rienda a su anovelado temple. Estamos leyendo en autores muy formales, que veinte mil ciudades o aldeas cuajaban el Egipto;[1609] que fuera de los griegos y árabes, resultaron por el empadronamiento de coptos solos tributarios hasta seis millones o veinte millones de toda edad y sexo,[1610] y que ingresaban anualmente en el erario del califa trescientos millones entre oro y plata.[1611] La racionalidad se destempla con tamaños apuntes, y asoman todavía más disparatados tomando en cuenta la estrechez del solar habitable; un valle desde el trópico hasta Memfis, por lo más de cuatro leguas [8,89 km] de anchura, y el triángulo del Delta, un territorio llano de dos mil cien leguas [10265 km2] cuadradas, que vienen a componer el dozavo de la extensión de la Francia.[1612] Un cómputo esmerado aprontará un tanteo más atinado y terminante. Los trescientos millones fraguados por el yerro del amanuense se apocan hasta el rédito decoroso de cuatro millones y trescientas mil piezas de oro, de las cuales novecientos mil se abocaban al pago de la tropa.[1613] Hay dos estados uno del siglo actual y otro del siglo XII, que expresan el conjunto muy razonable de dos mil setecientas aldeas o poblaciones.[1614] Un cónsul francés tras su residencia de veinte años en el Cairo, se atreve a fijar unos cuatro millones de musulmanes, cristianos y judíos, para la suma grandiosa, mas no inverosímil, de la población de Egipto.[1615]»

IV. El califa Othman fue el emprendedor de la conquista de África desde el Nilo hasta el océano Atlántico.[1616] Caudillos de las tribus y compañeros de Mahoma encarecen al par el devoto intento, y allá se arrojan veinte mil árabes desde Medina, con los agasajos y bendiciones del jefe de los fieles (647 d. C.). Incorpóranseles otros veinte mil paisanos en la campiña de Memfis, y encabeza las operaciones Abdalah,[1617] hijo de Sair y hermano de leche del califa, desbancador del lugarteniente y conquistador de Egipto; pero ni sus merecimientos, ni su privanza con el príncipe, alcanzan a borrar el tiznón de su apostasía. Abdalah, convertido pronto, y luego pendolista primoroso, logró el cargo grandioso de copiante de las hojillas del Alcorán, pero estragó alevosamente el texto, se chanceó de sus propios desbarros, y huyó a la Meca para sortear la justicia y cacarear la idiotez del apóstol. Conquistada la Meca, se postra a las plantas de Mahoma, y sus lágrimas y las súplicas de Othman recaban el trabajoso indulto, pero manifestando el profeta que se había resistido tanto para dar campo a algún devoto de por fin desagraviarle con la sangre del apóstata. Aparenta lealtad, echa el resto de su ahínco, y sirve a la religión que le está ya interesando, nacimiento y desempeño lo encumbra entre los koreishitas, y en medio de aquella nación cabalgante descuella Abdalah en jinetear con maestría sobre toda la Arabia. Acaudilla cuarenta mil musulmanes y se interna desde el Egipto por las ignoradas regiones del Occidente. Intransitables son los arenales de Rarca para las legiones romanas, pero el árabe se acompaña con su fiel camello, y los naturales de un desierto están viendo sin pavor, igual suelo y clima. Trabajosa es su marcha, pero al fin plantan sus tiendas ante las murallas de Trípoli;[1618] ciudad marítima en la cual nombre, caudales y moradores de la provincia se habían ido consumando, y que conserva todavía su tercera clase entre los estados de Berbería. Sorprenden y destrozan un refuerzo de griegos en la misma playa; pero las fortificaciones de Trípoli contrastan sus conatos, y los sarracenos, al asomar el prefecto Gregorio,[1619] se avienen a levantar el sitio tras el peligro y la esperanza de una refriega decisiva. En el conjunto de ciento veinte mil hombres, los cuerpos arreglados del Imperio quedan allá traspuestos en el tropel desmandado de africanos y moros que constituyen la fuerza, o más bien el número de su hueste. Desecha airado Gregorio la alternativa del Alcorán o el tributo: y por varios días ambos ejércitos están batallando desde el amanecer hasta mediodía, en que el cansancio y el calor irresistible, los precisan a ir en busca de resguardo y refresco en sus reales respectivos. Cuentan que la hija de Gregorio, dama bizarra y lindísima, peleó junto al padre, pues se amaestró desde niña en jinetear, flechar y blandir el alfanje; y sobresalía entre las avanzadas por su vistoso y marcial arreo. Su diestra y cien mil piezas de oro, se ofrecen por la cabeza de caudillo árabe, y toda la juventud africana echa el resto en pos de galardón tan esclarecido. Cede Abdalah al encarecido empeño de sus hermanos, y se pone a buen recaudo; pero su retirada descorazona a los sarracenos, más y más acosados con el malogro de tantísima pelea.

Descolló ya en Egipto un árabe ilustre, que luego vino a ser el competidor de Alí, y padre de un califa, y aquel Zobeir[1620] había arrimado el primero su escala a las murallas de Babilonia. Milita allá destacado en la guerra africana; pero al eco de la batalla acude con doce compañeros, rompe por el campamento griego, y allá se arroja más y más sin tomar alimento ni descanso a terciar en las contingencias de sus hermanos. Tiende la vista por la línea. «¿Dónde para el general?», pregunta. «En su tienda». «¿Es por ventura la tienda el puesto de un caudillo de musulmanes?». Manifiéstale Abdalah sonrojado la trascendencia de su propia vida, y el cebo que está ostentando el prefecto romano. «Revuelve —exclama Zobeir–, sobre los infieles su ruin intento, y pregona por las filas que la cabeza de Gregorio se ha de galardonar con su muchacha cautiva, la cantidad igual de cien mil piezas de oro». Media un ardid a cargo del advertido y denodado Zobeir, y se tuerce el trance a favor de los sarracenos. Supliendo con la eficacia y la artería su desproporción en el número, permanece parte de las tropas retraída en sus tiendas, y las demás van escaramuzando larga y revueltamente con el enemigo, hasta muy subido ya el sol en su carrera. Retíranse por entrambas partes a pasos desmayados; desembridan los caballos; se desarman y tratan unos y otros, o aparentan acudir al desahogo de la tarde para reencontrarse a la madrugada. De repente suena el clarín, desemboca el campamento arábigo un enjambre de nuevos y desaforados guerreros, que sobrecogen asaltan y arrollan, con otros escuadrones de los fieles (ángeles recién apeados del cielo para su fanatismo) la dilatada línea de los griegos y africanos. Mata Zobeir con su mano al mismo prefecto, cercan y rinden a su hija, empeñada en intentos vengativos y mortales, y los fugitivos acarrean igual fracaso a Sufetula por guarecerse de los alfanjes y lanzas de los árabes. Cae Sufetula a cincuenta leguas [111,1 km] al sur de Cartago; baña un riachuelo la pendiente suave a la sombra de un enebral, y los curiosos pueden todavía encarecer la magnificencia romana en un arco triunfal, un pórtico y tres templos de orden corintio.[1621] Tras el vuelco de ciudad tan grandiosa, bárbaros y provinciales imploran por dondequiera la conmiseración del vencedor. Ofrecimiento de tributos y protestas de fe halagan su vanagloria y su religiosidad; pero sus menoscabos, sus afanes y los estragos de una epidemia imposibilitan todo establecimiento permanente, y los sarracenos, tras su campaña de quince meses tienen que retirarse al confín del Egipto, con los cautivos y las riquezas de la expedición africana. El califa traspasa su quinto a un privado, bajo el pago nominal de quinientas mil piezas de oro,[1622] pero es sumo el quebranto del estado en aquel convenio, habiendo cabido en el reparto efectivo de la presa, mil piezas a cada infante y tres mil a cada jinete. Conceptúase al matador de Gregorio acreedor a lo más selecto de la victoria: calla y se le supone caído en la batalla, hasta que los lloros y clamores de la hija del prefecto en presencia de Zobeir patentizan el denuedo y el recato del garboso guerrero. Ofrece y casi desecha como esclava el matador del padre a la doncella desventurada, expresando tibiamente que su alfanje se consagra al servicio de la religión, y que está afinando por otro galardón de mayor embeleso que toda beldad mortal y que los caudales de esta vida pasajera. Premio más genial para su índole es el encargo honorífico de participar al califa Othman los lauros de sus armas. Júntanse compañeros, caudillos y vecindario en la mezquita de Medina para oír el pormenor interesantísimo de Zobeir, y al expresarlo todo el orador excepto sus propios merecimientos en consejos y gestiones, los árabes aclaman el nombre de Abdalah al par de los nombres heroicos de Caled y de Amrú.[1623]

Medió plazo entre las conquistas de Occidente por veinte años, hasta que se ajustaron las desavenencias de los sarracenos con la plantificación de la alcurnia de los Omíades, y los africanos mismos estuvieron brindando a voces al califa Moawiyah (665-689 d. C.). Enterados los sucesores de Heraclio del tributo convenido a viva fuerza con los árabes, y en vez de condolerse y descargar sus impuestos, exigieron por equivalente o multa, segundo tributo de igual importe. Ensordecieron los ministros bizantinos a los lamentos por su desamparo y exterminio; y desesperados antepusieron el señorío de un solo dueño; y más con las tropelías del patriarca de Cartago, revestido de potestad civil y militar que redujo los sectarios y aun los católicos de la provincia a hollar la religión y la autoridad de sus tiranos. El primer lugarteniente de Moawiyah se granjeó suma nombradía, derrotó un ejército de treinta mil griegos, arrebató ochenta mil cautivos y enriqueció con despojos a los arrojados aventureros de Siria y Egipto.[1624] Pero el dictado de conquistador del África, corresponde más adecuadamente a su sucesor Akbah. Sale de Damasco acaudillando diez mil árabes sobresalientes, y aquella fuerza castiza de mahometanos se robustece con el auxilio, aunque mal seguro, y la conversión de largos miles de bárbaros. Arduo, fuera sin ser tampoco preciso, el andar despejando el rumbo y los adelantos de Akbah, pues los orientales han ido poblando las regiones interiores con ejércitos fingidos y ciudadelas sobadas. Hasta ochenta mil se juntan con armas en la provincia belicosa de Zab o de Numidia, pero el número de trescientas sesenta ciudades desdice del atraso o menoscabo de su labranza,[1625] y los escombros de Erba o Lambesa, la antigua capital de aquel país recóndito, no corresponden a las tres leguas [6,67 km] de su recinto. Sobre la marina, las ciudades ya sabidas de Bujía,[1626] y Tánger[1627] deslindan mejor las victorias sarracenas. Algún género de tráfico avalora todavía el fondeadero comodísimo de Bujía, que en temporadas más florecientes, dicen llegó a contener hasta veinte mil casas; y la abundancia de hierro que se extrae de las serranías inmediatas, debe haber suministrado a un pueblo valeroso hartos instrumentos para su defensa. Patrañas griegas y arábigas han ido engalanando la situación lejana y antigüedad venerable de Tinji o Tánger, pero las expresiones figuradas de los últimos sobre sus murallas de bronce, y sus artesonados de oro y plata, pueden interpretarse como simbolizando su fortaleza y sus tesoros. Los romanos descubrieron allá, y poblaron escasamente, la provincia de la Mauritania Tinjitana,[1628] que tomó el nombre de su capital, siendo reducido el ámbito de sus cinco colonias, muy retraídas de la parte meridional, a donde tan sólo acudía algún traficante de lujo en busca de marfil o de madera[1629] de citro y a las playas del océano tras las conchas de púrpura. El arrojado Akbah se engolfa allá por el corazón del país, atraviesa los yermos, donde luego los sucesores han de encumbrar las capitales esplendorosas de Fez y de Marruecos,[1630] y cala por fin hasta el extremo del gran desierto sobre el mar Atlántico. Despéñase el río Sus por las faldas occidentales del monte Atlas, va fertilizando como el Nilo el suelo inmediato y desagua en el piélago a cierta distancia de las Canarias o islas afortunadas. Moraban en sus orillas los postreros moros, ralea de bozales, sin leyes, disciplina ni religión; atónitos se quedan a la prepotencia extraña e irresistible de las armas orientales, y careciendo de oro y plata, el despojo principal se reduce a la lindeza de algunas cautivas, vendidas algunas luego hasta en mil piezas de oro. Aquel océano sin límites ataja la carrera mas no el afán de Akbah; aguija su caballo por las olas, alza los ojos al cielo, y exclama con el desentono de un fanático: «Gran Dios, si este piélago no zanjase mi rumbo, seguiría más y más a los ignorados reinos del Occidente, pregonando la unidad de tu sacrosanto nombre, y pasando a degüello a cuantas naciones rebeldes están adorando a otros dioses muy diversos de ti».[1631] Mas aquel Alejandro Mahometano que está suspirando por nuevos mundos, no acierta a conservar su conquista flamante. Se le alborotan griegos y africanos, y desde las playas del Atlántico, tiene que acudir adonde, acorralado por la muchedumbre, fenece decorosamente, realzando el trance postrero con un rasgo de garbosidad nacional. Osa un caudillo ambicioso competirle el mando, y tras el malogro de su intento, sigue preso en el campamento arábigo. Habían los sublevados confiádole sus miras de venganza, mas no aviniéndose a ellas las pone de manifiesto; llega el momento crítico, Akbah, agradecido, le quita los grillos y le encarga que se retire; pero el agraviado antepone el fenecer bajo las banderas de su competidor. Abrázanse como amigos y mártires, blanden sus alfanjes, rompen las vainas, sostienen la lid aferradamente y mueren de pareja con los últimos combatientes. Zubeir, caudillo o gobernador tercero del África, se empeña en vengar a su antecesor y le cabe la misma suerte; vence a los naturales en repetidos encuentros, pero lo vuelca un ejércilto poderoso enviado de Constantinopla en socorro de Cartago.

Solían las tribus moriscas incorporarse con los advenedizos, terciar en la presa, profesar la misma fe y sublevarse en pos de su estado bravío de independencia e idolatría, tras la primera retirada o fracaso de los musulmanes. Propone atinadamente Akbar el plantear una colonia arábiga en el corazón del África; ciudadela enfrenadora de la liviandad berberisca, y un arrimo o resguardo, contra los azares de la guerra, para las riquezas y familias de los sarracenos (670-675 d. C.). Con este intento y bajo el dictado modesto de parador de una caravana, funda su colonia a los cincuenta años de la Hégira; y aun en su actual menoscabo Cairuán,[1632] conserva todavía su segundo lugar en el reino de Túnez, de donde viene a distar veinte leguas [44,44 km] al Mediodía,[1633] y su situación interior a cuatro leguas de la marina, ha resguardado su recinto contra las escuadras griegas o sicilianas. Aventadas las fieras y serpientes, y despejada la maleza, asoman los rastros de ciudad romana en medio de un arenal; hay que abastecer de vegetales a Cairuán desde lejos, y el vecindario tiene que recoger y guardar en aljibes o cisternas el agua de lluvia a falta de manantiales y corrientes. Afánase Akbah y allana estos tropiezos; delinea un recinto de tres mil seiscientos pasos y lo amuralla de ladrillo; a los cinco años cercan el palacio del gobernador los albergues de un vecindario suficiente; hasta quinientas columnas berroqueñas, o de pórfido y mármol de Numidia, y entonces descuella Cairuán como solar de los estudios y del Imperio. Pero son posteriores tales timbres, pues la nueva colonia padece mil embates con las derrotas de Akbah y de Zabeir y las desavenencias civiles de la monarquía arábiga. Sostiene el hijo del esforzado Zobeir una guerra de doce años, y un sitio de siete meses contra la alcurnia de los Omíades; y dícese que hermanaba Abdalah con la braveza de un león la astucia de una zorra, mas heredando el denuedo careció de la generosidad de su padre.[1634] Remanece la paz interior y el califa Abdalmalek acude a la conquista de África (692-698 d. C.); tremola Hosan, el gobernador de Egipto, el estandarte y se abocan las rentas de aquel reino con cuarenta mil hombres a tan grandioso empeño. Las provincias internas, con los vaivenes de la guerra paran alternativamente en manos de sarracenos o de sus contrarios; pero siempre los griegos señorean la marina; siempre los antecesores habían respetado el nombre y los antemurales de Cartago, cuyos defensores se habían aumentado con los fugitivos de Cabes y de Trípoli.

Más osadas y certeras son los armas de Hosan, pues avasalla y saquea la capital de África, y sonando el nombre de escala se infiere que un asalto repentino zanjó las formalidades pausadas de un sitio arreglado; pero asoman auxilios cristianos y acibaran el júbilo de los vencedores. El prefecto y patricio Juan, general de experiencia y nombradía, embarca en Constantinopla las fuerzas del Imperio oriental;[1635] se le incorporan las naves y soldados de Sicilia y el monarca español medroso y devoto, apronta un refuerzo poderoso de godos.[1636] El empuje de la armada reunida destroza la cadena que cierra la entrada del puerto; retíranse los árabes a Cairuán o Trípoli; desembarcan los cristianos, el vecindario enarbola la insignia de la cruz y desperdician desatinadamente el invierno con soñados logros de victoria y de rescate. Mas perdiose irreparablemente el África: el afán y el enojo del caudillo de los fieles[1637] aparata la primavera siguiente armamento más grandioso de mar y tierra, y luego el patricio tiene también que evacuar el apostadero y fortificaciones de Cartago. Se traba segunda batalla junto a Utica; y quedando otra vez derrotados griegos y godos, se reembarcan y sortean el alfanje de Hosan, que allana el endeblillo parapeto de sus reales. Cuanto quedaba de Cartago, es pábulo de las llamas, y la colonia de Dido y César[1638] yace desamparada por más de dos siglos, hasta que una porción, quizás la veintena de su antiguo recinto, se repuebla por el califa primero de los fatimitas.

La segunda capital del Occidente se reducía en el siglo VI a una mezquita, a un colegio sin estudiantes, a veinticinco o treinta tendezuelas y un aduar de quinientos campesinos, quienes en medio de su rastrero desamparo, ostentaban la arrogancia de los senadores cartagineses; y hasta la ruin aldea desapareció a manos de los españoles, aposentados por Carlos V en la fortaleza de la Goleta. Fenecieron las mismas ruinas de Cartago, y aún se ignoraría su solar a no guiar los trozos desmoronados de un acueducto al viandante averiguador y desolado.[1639]

Arrojados los griegos, no señorean todavía los árabes el territorio. En las provincias interiores los moros o bereberes,[1640] tan baladíes para los primeros Césares, como formidables para los príncipes bizantinos, estuvieron contrarrestando desconcertadamente a la religión y sucesores de Mahoma. Reuniolos hasta cierto punto con asomos de arreglo su reina Cabina, y por cuanto la morisma acata a las hembras con ínfulas de profetisas se arrojaron de igual a igual por el entusiasmo sobre sus enemigos. No alcanzan las escuadras veteranas de Hosan a resguardar el África, perdiéndose en un solo día las conquistas de un siglo, y el caudillo árabe, arrollado por tanto raudal, va a parar a la raya de Egipto, y está esperando hasta cinco años los auxilios prometidos por el califa. Desviados los sarracenos, la profetisa victoriosa junta a los caudillos moros y les encarga una disposición política tan extraña como bravía. «Nuestras ciudades —prorrumpe–, con el oro y plata que atesoran, son el cebo incesante de los árabes; metales tan viles no corresponden a nuestra ambición, contentándonos con los meros productos de la tierra. Fuera pues esas ciudades, y allá yazcan bajo sus escombros tesoros tan perniciosos, pues en careciendo la codicia enemiga de tales alicientes quizá dejará ya sosegar a este pueblo belicoso». Vitorean unánimes la propuesta, y desde Tánger a Trípoli se demuelen los edificios o por lo menos las fortificaciones, se arrasan los frutales, desaparecen los abastos, y un vergel feraz y populoso queda yermo, rastreándose en los historiadores modernos las muestras de la prosperidad y asolación de sus antepasados. Así lo novelan los árabes; mas yo malicio con grandes veras que su ignorancia de la antigüedad, el afán de los portentos y el flujo de encarecer la filosofía de los bárbaros, los indujo a describir como disposición voluntaria las desdichas de tres siglos desde el primer ímpetu de vándalos y donatistas. Luego la sublevación de Cabina fomentaría más y más el estrago, y el sobresalto de ruina universal debió aterrar e indisponer a las ciudades que se habían doblegado con repugnancia a un yugo indecoroso. Ni esperanzaban ya, ni tal vez apetecían, la vuelta de los soberanos bizantinos; ni sistema de arreglo y de justicia desamargaba la actual servidumbre, y así el católico más desalado antepondría las escasas verdades del Alcorán a la idolatría ciega y bozal de los moros. Reciben de nuevo al general sarraceno a fuer de salvador de la provincia: los amantes de la sociedad civil se hermanan contra los bravíos del país, y la profetisa regia fenece en la primera refriega, y queda por el suelo el desquiciado edificio de su imperio y superstición. Revive aquel destemple contra el sucesor de Hosan; pero la eficacia de Muza y sus dos hijos lo exterminan; pero el número de los rebeldes se colige por sus trescientos mil cautivos, cabiendo al califa por su quinto hasta sesenta mil, vendidos todos en beneficio del erario. Se alistan treinta mil moros de los bárbaros en la tropa, y el afán devoto de Muza, para empaparlos en el conocimiento y práctica del Alcorán, va acostumbrando los africanos a obedecer al apóstol de Dios y al caudillo de los fieles. Hermánanse los moros vagarosos con los beduinos del desierto, en clima, gobierno, vivienda y alimento, y se afanan en prohijar creencia, idioma, nombre y origen de los árabes; revuélvese la sangre de advenedizos y naturales, y la misma nación parece que se está tendiendo desde el Éufrates hasta el Atlántico, por las arenales dilatados de Asia, y África. No negaré, sin embargo que se trasladarían hasta cincuenta mil tiendas de árabes castizos sobre el Nilo para irse desparramando por los desiertos de Libia, y me consta que cinco tribus moriscas están todavía conservando su habla bozal, apellidándose y apareciendo africanos blancos.[1641]

V. Godos y sarracenos conquistando más y más siempre, desde el norte y el sur, vinieron a tropezarse al confín de Europa y África. Para los sarracenos en diferenciándose de religión ya hay harto cimiento para enemistarse y guerrear a todo trance.[1642] Desde el tiempo allá de Othman,[1643] sus cuadrillas anduvieron pirateando por las costas de Andalucía,[1644] teniendo muy presente el socorro de Cartago por los godos. Poseían desde entonces, como ahora, los reyes de España la fortaleza de Ceuta, una de las columnas de Hércules zanjada de la otra al pilar contrapuesto, o punta de Europa. Quedaba por conquistar en África una porcioncilla de la Mauritania; pero Muza, en medio de su ufanía victoriosa, fue rechazado de las almenas de Ceuta por la vigilancia y denuedo del conde don Julián, general de los godos. Yace confuso con aquel malogro, cuando inesperadamente se rehace con un mensaje del caudillo cristiano, brindándole con su plaza, su persona y su espada: y solicitando el blasón afrentoso de entrometer sus armas en el corazón de España.[1645] Al indagar el móvil de tamaña alevosía, repiten los españoles la historia popular de su hija Cava[1646] de una doncella seducida o atropellada por su soberano y de un padre, que sediento de venganza le sacrifica patria y religión. Suelen ser los ímpetus de príncipes desbocados y arruinadores, mas esta conseja, tan sabida y de suyo anovelada carece del arrimo de testimonios externos, y la historia de España está suministrando motivos de interés y de política más geniales para el pecho del estadista veterano.[1647] Al fallecimiento o sea deposición de Witiza, Rodrigo, ilustre y ambicioso godo, desbanca a entrambos hijos de aquel tirano matador del padre de Rodrigo siendo duque o gobernador de una provincia. La monarquía sigue siempre electiva; pero los hijos de Witiza, criados en las gradas del solio están mal hallados con su esfera privada. El embozo cortesano encona más y más su ojeriza, aguijando a sus secuaces con recuerdos de finezas y promesas de una revolución mientras su tío Opas, arzobispo de Toledo y Sevilla, es el primer personaje en la Iglesia y el segundo en el Estado. Se hace probable que Julián quedó arrollado en el tropel del bando inferior viviendo desesperanzado y medroso en el nuevo reinado, y que desatentado el monarca no acertó a trascordar y encubrir los agravios de Rodrigo y su familia (709 d. C.). El conde con sus méritos y su influjo descuella para el daño o beneficio de todos: grandiosas son sus haciendas, sus secuaces audaces y muchísimos, y luego quedó patente para la desventura común, que con su mando en Andalucía y Mauritania tiene en su diestra las llaves de la monarquía española. No alcanza sin embargo a habérselas de mano armada con su soberano, y acude al arrimo advenedizo de moros y árabes, y su brindis acarrea un mundo de fatalidades por espacio de ocho siglos. Manifiesta por escrito o de palabra la opulencia y el desabrigo de su patria, la endeblez de un príncipe malquisto, y la bastardía de un pueblo afeminado. No son ya los godos aquellos bárbaros victoriosos ajadores del orgullo de Roma, saqueadores de la reina de las naciones, y abarcadores desde el Danubio hasta el océano Atlántico. Desviados del orbe con las cumbres del Pirineo, los sucesores de Alarico se adormecen en una paz dilatada; los muros de las ciudades se desmoronan; la juventud depone las armas, y el engreimiento de su nombradía antigua los expusiera en el campo de batalla al primer embate de un enemigo. Enardécese el sarraceno ambicioso con la facilidad y la trascendencia de la empresa, pero dilata la ejecución hasta consultar con el caudillo de los fieles; y al fin vuelven los mensajeros con la anuencia de Walid para encargar los reinos desconocidos de Occidente con la religión y el solio de los califas. Reside Muza en Tánger y sigue encubierta y cautelosamente su correspondencia, adelantando más y más sus preparativos; y entretanto embota los remordimientos de los conjurados con la seguridad engañosa de aspirar únicamente a la gloria y los trofeos, sin asomo de plantear musulmanes allende el mar que deslinda el África, de Europa.[1648]

Muza, antes de aventurar un ejército de fieles en manos de traidores y desleales en territorio extraño, hace un ensayo menos azaroso de sus fuerzas y su veracidad. Cien árabes y cuatrocientos africanos transitan en cuatro naves de Tánger a Ceuta (julio de 740 d. C.); desembarcan en el punto apellidado todavía por su caudillo Tarif, y la fecha de acontecimiento tan memorable[1649] consta que fue en el mes de Ramadán, a los noventa y un años de la Hégira, esto es en julio de setecientos cuarenta y ocho de la era española de César,[1650] y a los setecientos diez del nacimiento de Cristo. Desde su apeadero, siguen seis leguas [13,3 km] por una serranía hasta el castillo y pueblo de Juliano[1651] al cual imponen (se llama todavía Algeciras) el nombre de Isla Verde, por un promontorio verdoso que se interna en el mar. El agasajo que logran, los cristianos que van acudiendo a sus pendones, sus avances por una provincia pingüe y desprevenida, lo rico de su presa, y el desahogo de su regreso, están mostrando a sus hermanos los plausibles anuncios de victoria. La primavera siguiente se embarcan cinco mil veteranos o voluntarios a las órdenes de Tarik, denodado y habilísimo guerrero, que sobrepujó a la expectativa de su caudillo, aprontándoles los bajeles competentes la diligencia de su harto fino aliado. Aportan los sarracenos,[1652] en la columna o punta de Europa (abril de 711 d. C.), pues el nombre estragado y corriente de Gibraltar (Gebel al Tarik) está diciendo la montaña o cumbre de Tarik, y el parapeto de su campamento es el primer bosquejillo de aquellas fortificaciones, que en manos de los nuestros, han venido a burlar el arte y el poderío de la casa de Borbón. Participan los gobernadores cercanos a la corte de Toledo, el desembarco y los adelantos de los árabes, y la derrota de su lugarteniente Edecon, encargado de prender y aherrojar a los engreídos advenedizos, advierte desde luego a Rodrigo lo sumo del trance. Acuden a la orden superior duques, condes, obispos y nobles de la monarquía goda, acaudillando a sus secuaces, y el dictado de rey de los romanos que usa un historiador arábigo merece disculparse, por la hermandad en idioma, religión, y costumbres entre las naciones de España. Compónese su hueste de noventa o cien mil hombres, tremenda mole si su lealtad y disciplina correspondiesen al número. Refuérzase Tarik hasta juntar doce mil sarracenos, pero el influjo de Julián atrae a los cristianos malcontentos, y un tropel de africanos se abalanza a paladear los beneficios temporales del Alcorán. Suena Jerez,[1653] a las cercanías de Cádiz, por el estrellón que tranzó la suerte del reino; deslinda el riachuelo Guadalete, que desagua en la bahía, entrambos campamentos, y por tres días sucesivos y sangrientísimos, ya avanzan, ya cejan unos y otros con sus escaramuzas (19-26 de julio). Al cuarto día se estrechan las huestes y formalizan el empeño; pero se sonrojara Alarico si presenciara a su indecoroso sucesor, ostentando en su sien la diadema perlada, embarazado allá con las oleadas de un manto grandioso y recamado de oro y seda, y recostado sobre una litera o carruaje de marfil, tirado por dos mulas tordillas. Arrolla la muchedumbre a los denodados sarracenos, cubriendo ya con diez y seis mil cadáveres las llanuras jerezanas. «Hermanos —clama Tarik a los compañeros restantes–, el enemigo está al frente, el mar a la espalda; ¿a dónde queréis huir? Seguid a vuestro caudillo, pues yo estoy resuelto a perder la vida, u hollar la cerviz al rey de los romanos». Además del ímpetu de su desesperación, confía en la correspondencia reservada y avistamientos nocturnos del conde Julián con los hijos y el hermano de Witiza. Ambos príncipes y el arzobispo de Toledo son los personajes más encumbrados: se pasan oportunamente, y aportillan la línea de los cristianos; el recelo y la zozobra arrebatan acá y allá a los guerreros fugitivos, y en los tres días siguientes queda la hueste goda dispersa y destrozada en la huida y el alcance. En medio de tantísimo descalabro, se arroja Rodrigo de su carro y cabalga el Orelia, su alazán más veloz, pero costea la muerte de un soldado para fenecer en las aguas del Betis o Guadalquivir. Su diadema, ropaje y alazán, se hallan a la orilla, mas como el cadáver del príncipe godo desaparece en los raudales, el orgullo y la torpeza del califa tuvo que pagarse con alguna cabeza vulgar, que se colocó triunfalmente ante el palacio de Damasco. «Y éste —continúa un historiador esforzado de los árabes–, viene a ser el paradero de todo rey que se aleja del campo de batalla».[1654]

Está ya el conde Julián tan engolfado en su maldad y afrenta, que cifra todas sus esperanzas en el exterminio de su patria. Tras la batalla de Jerez, sigue estrechando más y más a los sarracenos victoriosos, diciéndoles. «Falleció el rey godo, huyen los príncipes a vuestra presencia, el ejército queda derrotado, la nación yace despavorida; afianzad con destacamentos suficientes la Bética; pero marchad personal y ejecutivamente a la ciudad regia de Toledo, sin dar tregua ni sosiego a los cristianos desencajados para la elección de nuevo monarca». Tarik sigue su dictamen; un romano cautivo y luego renegado, libre por el mismo califa, se arroja sobre Córdoba con setecientos caballos, atraviesa el río a nado, sorprende la ciudad y encierra a los cristianos en la iglesia mayor, donde se están defendiendo más de tres meses; otro destacamento va sujetando las costas de la Bética, que en el postrer plazo del señorío morisco, ha venido a formar por una tirada angosta el reino populoso de Granada. Marcha Tarik del Betis al Tajo por Sierra Morena,[1655] que deslinda la Andalucía de la Castilla, hasta que se aparece escuadronado sobre Toledo.[1656] Los católicos más fervorosos están ya en salvo con las reliquias de sus santos; pero si se cierran las puertas al vencedor, es tan sólo hasta que firma una capitulación razonable y decorosa. Árbitro es todo desterrado voluntario de cargar con sus haberes; quedan siete iglesias para continuar el culto cristiano; el arzobispo y su clero son dueños de acudir a sus funciones, y los monjes de observar o desentenderse de sus reglas; siguiendo godos y romanos en los puntos civiles y criminales bajo la jurisdicción de sus propias leyes y magistrados. Resguarda Tarik por justicia a los cristianos, pero premia por agradecimiento y política a los judíos, a cuyo auxilio encubierto o patente es deudor de sus principales logros. Acosados por los reyes y concilios de España, que solían encajonarlos en la alternativa de bautismo o destierro, aquella nación aventada se arroja a la primera coyuntura de venganza; cotejan su estado actual con el anterior y se aferran en su fidelidad, y la hermandad entre los discípulos de Moisés, vino a conservarse hasta el trance de la expulsión de unos y otros. El caudillo arábigo desde el alcázar de Toledo va tendiendo la oleada de sus conquistas hacia el norte por los reinos modernos de León y de Castilla; y es por demás el ir expresando las ciudades avasalladas a su primer asomo, y pararse a describir la mesa de esmeralda,[1657] traída desde el Oriente por los romanos, adquirida por los godos en el saqueo de Roma, y presentada por los árabes ante el solio de Damasco. Tramonta el lugarteniente de Muza las cumbres asturianas hasta el pueblo marítimo de Jijón,[1658] y va ejecutando su marcha victoriosa, con la diligencia de un viandante, de más de doscientas leguas [444,4 km] desde el peñón de Gibraltar hasta la bahía de Vizcaya. Tiene que retirarse ya por falta de tierra, cuanto más que ha de acudir a Toledo para disculpar su arrojo de avasallar un reino en ausencia de su general. Aquella España, que en su estado bravío y revuelto, estuvo contrastando por dos siglos a las armas romanas, se deja recorrer en cortos meses por los sarracenos, y es tantísimo el afán de rendimiento y contratación, que tan sólo se cita al gobernador de Córdoba como caído prisionero en manos del enemigo, sin condición alguna. Queda irrevocablemente sentenciada la causa de los godos en las campiñas de Jerez, y en aquel abatimiento nacional, cada porción de la monarquía se va soslayando de una contienda con el batallador que arrolló las fuerzas agolpadas de todo el conjunto.[1659] Queda aún aquella fuerza menoscabada, con dos temporadas seguidas de epidemia y hambre, y los gobernadores ansiosos de rendirse, abultarían sus apuros para abastecer la plaza. Hasta la superstición aterradora contribuye para desarmar a los cristianos, y el árabe astuto fomenta hablillas de sueños, agüeros y profecías, y de retratos de los conquistadores de España, aparecidos al descerrajar una estancia del alcázar. Quedan sin embargo pavesas de la llama vividora, pues hay fugitivos invictos que anteponen a todo una vida desamparada y libre por los riscos asturianos; los montañeses adustos rechazan a los esclavos del califa, y la espada de Pelayo viene a trocarse en cetro de los reyes católicos.[1660]

Al eco de logros tan ejecutivos los aplausos de Muza degeneran en amargos celos, y su bastardía no se queja pero teme que nada le deje Tarik por avasallar. Acaudilla diez mil árabes y ocho mil africanos; vuela de Mauritania a España, encabeza ante todo a los koreishitas más esclarecidos; deja a su primogénito de comandante en África y los hermanillos menores gallardean con las ínfulas del padre. El conde Julián lo agasaja al desembarcar en Algeciras y abogando allá sus remordimientos acredita con palabra y obras que la victoria de los árabes no ha redundado en desafecto por su causa. Aún quedan enemigos para el alfanje de Muza, pues el arrepentimiento tardío de los godos ha ido cotejando su propio número con el de los advenedizos; las ciudades allá desviadas del rumbo de Tarik se conceptúan inexpugnables; y patriotas bizarros están defendiendo las almenas de Mérida y Sevilla. El ahínco de Muza las sitia y las rinde, trasladando sus reales del Betis al Anas, del Guadalquivir al Guadiana. Al presenciar aquellas moles de la magnificencia romana —puente, acueductos, arcos triunfales y teatro de la antigua capital de Lusitania–: «Estoy recapacitando —dice a sus cuatro compañeros–, que el linaje humano echó el resto de su arte y poderío fabricando esta ciudad ¡venturoso mil veces quien llegue a señorearla!». Aspira a tamaña felicidad, pero los meridanos vuelven por el pundonor de unos descendientes de las legiones veteranas de Augusto.[1661] Se desentienden bizarramente del encierro de sus antemurales y presentan batalla campal a los árabes; pero una calada oculta en unas centeras o escombros, escarmienta su indiscreción y les ataja la espalda. Arriman sus torres de madera al asalto de las almenas, pero se aferra y dilata la defensa de Mérida, y el castillo de los mártires permanece por testimonio perpetuo de las pérdidas de los musulmanes. Hambre y desesperación doblegan por fin el tesón de los sitiados, y cuerdo el vencedor encubre sus ímpetus con visos de clemencia y aprecio. Otórgase la alternativa de tributo o destierro; se promedian las iglesias entre ambas religiones confiscando los haberes de los fallecidos en el sitio o retirados a Galicia para premio de los fieles. En el comedio de Mérida y Toledo acude el segundo de Muza a saludarle como lugarteniente del califa, y luego lo aposenta en el palacio de los reyes godos. Tibio y despegado es el primer avistamiento tras de residenciarle por ápices sobre los tesoros de España, median sospechas y hablillas contra el pundonor de Tarik, y la pronta mano o la disposición de Muza encarcela con improperio y luego azota afrentosamente al héroe; pero es tan tirante la disciplina, tan acendrado el fervor, y tan rendido el temple de los musulmanes primitivos, que Tarik, tras aquel baldón horroroso sigue sirviendo, y se le confía el allanamiento de la provincia tarraconense. Los koreishitas con sus larguezas levantan una mezquita en Zaragoza, se franquea el puerto de Barcelona a las naves de Siria, y allá van aventados los godos por el Pirineo a parar a la provincia gálica de Septimania o Languerod.[1662] Halla Muza en la iglesia de Santa María de Carcasona hasta siete estatuas ecuestres de plata maciza que no cabe deje en su sitio; y desde el término o columna de Narbona revuelve sobre las playas gallegas o lusitanas del océano. Su hijo Abdelaziz, en ausencia del padre escarmienta a los sublevados de Sevilla, y va luego sojuzgando las costas del Mediterráneo desde Málaga hasta Valencia, y su tratado original con el valeroso Teodomiro,[1663] está retratando al vivo las costumbres y la política de aquel tiempo. Condiciones de paz convenidas y juramentadas entre Abdelaziz, hijo de Muza, hijo de Nassir, y Teodomiro, príncipe de los godos. En nombre de Dios todo misericordioso Abdelaziz ajusta la paz bajo los pactos siguientes: que no se incomodará a Teodomiro en su principado, ni se cometerá desafuero contra las vidas, haciendas, mujeres, niños, religión y templos de los cristianos: que Teodomiro entregará desde luego sus siete ciudades de Orihuela, Valentola, Alicante, Mola, Vacasora, Bijerra (ahora Béjar), Ora (u Opta) y Lorca: que no auxiliará ni abastecerá a los enemigos del califa, sino que antes bien participará lealmente cuanto sepa acerca de sus intentos encontrados: que tanto él mismo como cada noble godo pagará una pieza de oro, cuatro medidas de centeno, y otras tantas de cebada con cierta cuota de miel, aceite y vinagre, cargando a todos sus vasallos una mitad del mismo impuesto. Dado a cuatro de Rejeb, en el año de noventa y cuatro de la Hégira y firmado con los nombres de cuatro testigos musulmanes.[1664] Tratan a Teodomiro y a los súbditos con suma blandura, mas parece que la cuota del tributo subió o bajó del décimo al quinto según el rendimiento o la terquedad de los cristianos.[1665] En tamaña revolución los ímpetus carnales o religiosos de aquellos entusiastas se propasan con tropelías particulares profanando iglesias con el nuevo culto; equivocando reliquias e imágenes con ídolos, degollando rebeldes; y hay pueblo (lugar desconocido) entre Córdoba y Sevilla absolutamente arrasado. Mas si reparáramos la invasión de España por los godos o su recobro por los reyes de Castilla y Aragón, tendremos que encarecer la disciplina y el comedimiento de los conquistadores árabes.

Descuella Muza con sus hazañas en la otoñada de su vida, por más que aparenta mocedad arrebolando su barba canísima; pero en el afán de empresas y timbres, hierve todavía su pecho con ímpetus juveniles, conceptuando la posesión de España como el primer escalón para el solio de la Europa entera (714 d. C.). Aparata grandioso armamento de mar y tierra para tramontar de nuevo el Pirineo, acabar en la Galia e Italia con los reinos ya menoscabados de francos y lombardos, y pregonar la unidad de Dios desde las aras del Vaticano. Desde allí, avasallando a los bárbaros de Germania, ha de ir siguiendo el cauce del Danubio, desde sus manantiales hasta el mar Euxino, ha de volcar el Imperio Griego o Romano, y revolviendo de Europa al Asia, enlazar sus nuevas posesiones con Antioquía y las provincias de Siria.[1666] Pero aquella empresa descomunal, pero llana tal vez en su ejecución, debía parecer disparatada a los ánimos vulgares, y el proyectista soñador, tiene luego que reconocer su dependencia y servidumbre. Los amigos de Tarik han despejado la reseña de sus servicios y agravios; vitupéranse los pasos de Muza en la corte de Damasco, se malician sus intentos, y tardando en cumplir el primer encargo se le castiga con intimación áspera y ejecutiva. Entrométese un mensajero denodado del Califa por sus reales de Lugo en Galicia, y a la vista de sarracenos y cristianos, afianza las riendas de su caballo. Tiene que obedecer por lealtad propia o ajena; pero se le alivia un tanto el sonrojo retirando también a su competidor y prometiéndole revestir de entrambos gobiernos a sus dos hijos Abdalah y Abdelaziz. Va luego ostentando triunfal y dilatadamente desde Ceuta a Damasco los despojos del África y los tesoros de España; descuellan cuatrocientos nobles godos ceñidos y coronados de oro, regulándose el número de cautivos y cautivas, entresacados por su hermosura o nacimiento, en dieciocho y aun en treinta mil individuos. A su llegada a Tiberios en Palestina le participan la dolencia y peligro del califa, por un mensajero directo de Solimán, su hermano y heredero presumptivo, quien está ansiando para su reinado la función de tamaña victoria. Su detención si Walid convalece, le acrimina, y así continua su rumbo y halla un enemigo en el solio. Se le procesa ante un juez parcial, contra una parte más popular, y queda convicto de vanagloria y falsedad, y una multa de doscientas mil piezas de oro, o le reducen al desamparo, o comprueban sus robos. Desagraviado queda Tarik de su indigna tropelía con otra de igual afrenta, pues azotan públicamente al caudillo veterano, lo caldean al sol por todo un día ante la puerta del palacio, hasta que alcanza un destierro decoroso bajo el nombre devoto de romería a la Meca. Arrinconado Muza, debía saciarse el encono del califa; pero sus zozobras claman por el exterminio de una alcurnia poderosa y agraviada. Encarga una sentencia de muerte con reserva y diligencia a los sirvientes leales del solio en África y España, y se ejecuta puntualmente, prescindiendo de formalidades. El alfanje de los confidentes degüella a Abdelaziz en la mezquita o el alcázar de Córdoba, acusándolo de aspirar a la soberanía y mostrándose escandalizados, al par de los cristianos, por su enlace con Egilona viuda de Rodrigo. Extreman la crueldad hasta el punto de presentar al padre la cabeza del hijo con la insultante pregunta de si conoce el rostro del rebelde. «Me hago cargo de sus facciones —prorrumpe indignado–, afirmo su inocencia, y ruego ¡ay Dios!, por igual, pero más justa suerte contra sus matadores». La edad y desesperación de Muza lo sobreponen a los reyes, y fallece en la Meca con agonías de un pecho traspasado. Tratan más propiciamente a su competidor, pues le perdonan sus servicios, y queda allá barajado con la chusma de la servidumbre.[1667] No me consta si cupo o no al conde Julián el premio tan debido del cadalso (aunque no por parte de los sarracenos); mas la patraña de mostrarse ingratos con los hijos de Witiza, queda desmentida con testimonios innegables; pues siguieron disfrutando el patrimonio peculiar del padre, pero muerto Eba el primogénito, Sisebuto su hermano usurpó a la sobrina sus pertenencias; aunque acudiendo al califa Hasshem le fueron devueltas, pero se enlazó con un árabe esclarecido, y sus dos hijos Isaac e Ibrahim merecieron en España el aprecio correspondiente a su cuna y haberes.

Tiene toda provincia que irse asemejando al estado victorioso, ya por los advenedizos ya por el remedo de los naturales, y la España, salpicada ya por la sangre cartaginesa, romana y goda, se fue en pocas generaciones empapando en relaciones y costumbres arábigas. En pos de los conquistadores y de los veinte lugartenientes sucesivos del califa, se fueron agolpando un sinnúmero de secuaces civiles y militares, que ansiaban fortuna, aunque lejana; se plantearon colonias y se fomentaron intereses públicos y privados, y las ciudades de España se engrieron ensalzando la tribu o el país de sus antepasados orientales. Las tropas victoriosas y revueltas de Tarik y Muza, alegaron bajo el nombre de españoles su derecho fundamental de conquistadores, franqueando a sus hermanos egipcios el plantear sus vecindades en Murcia y en Lisboa. Arraigose en Córdoba la legión regia de Damasco; la de Emesa en Sevilla; la de Kinniarin o Calcis en Jaén; la de Palestina en Algeciras y Medina Sidonia. Los naturales de Yemen y Persia se fueron desparramando por Toledo y las comarcas interiores, concediendo las vegas pingües de Granada a los diez mil jinetes de Siria y de Irak, hijos de las tribus más castizas y nobles de la Arabia.[1668] Aquellos bandos hereditarios abrigaban competencias a veces provechosas, por lo más aciagas, y a los diez años de la conquista presentaron al califa un mapa de la provincia, con expresión de mares, ríos, bahías, pueblos, vecindarios, climas, suelo y productos minerales del país.[1669] Su labranza fue realzando en el término de dos siglos los dones naturales,[1670] con manufacturas, industria y comercio; pero su fantasía vaga y soñadora ha ido abultando los partos de sus afanes. El primer Omíade que reinó en España acudió al arrimo de los cristianos, y en su bando de paz y padrinazgo se contenta con el corto impuesto de diez mil onzas [287 kg] de oro, diez mil libras [4590 kg] de plata, diez mil caballos, otras tantas mulas, mil corazas e igual número de celadas de lanzas.[1671] Después el sucesor más poderoso llegó a cobrar del mismo reino, el tributo anual de doce millones cuarenta y cinco mil dinares o piezas de oro, unos treinta millones de duros;[1672] suma que en el siglo X sobrepujaba al total de las rentas de los monarcas cristianos. Su solar regio de Córdoba contenía seiscientas mezquitas, novecientos baños y doscientas mil casas; estaba mandando a ochenta ciudades de primer orden y a trescientas de segundo y tercero; y doce mil aldeas o cortijadas realzaban las fértiles orillas del Guadalquivir. Cabe que los árabes abulten, pero fraguaron y describen la temporada más venturosa de las riquezas, cultivo y población de España.[1673]

Santifica el profeta las guerras musulmanas, pero entre los varios preceptos y ejemplos de su vida, entresacaron los califas las doctrinas de tolerancia conducentes a desarmar el contrarresto de los incrédulos. El templo y patrimonio del Dios de Mahoma se hallan en la Arabia, y mira con más tibieza y desvío las naciones de la tierra. Sus rendidos exterminan legalmente a los politeístas e idólatras que ignoran hasta su nombre,[1674] pero una política cuerda acudía a los vacíos de la justicia, y tras aquellos ímpetus de disparada intolerancia, los conquistadores mahometanos del Indostán se desentienden de las pagodas de aquel país devoto y populoso. La revelación más cabal de Mahoma fue brindando a los discípulos de Abraham, de Moisés y de Jesús, pero si anteponían el pago de un tributo equitativo, quedaban árbitros de su conciencia y culto.[1675] En el campo de batalla el profano rescataba su vida ya enajenada profesando el islam; las mujeres tenían que seguir la religión de sus dueños, y alumnas entrañables fueron encartando en manos de los cautivos. Pero aquellos millones de convertidos asiáticos y africanos, que tantísimo acrecieron las cuadrillas nativas de los fieles árabes, por halago, más que a viva fuerza, fueron pregonando su creencia en un sólo Dios y en su apóstol. En repitiendo alguna sentencia y cercenándose el prepucio, súbdito o esclavo, cautivo o reo; al golpe se erguía como compañero e igual a los mahometanos victoriosos. Todo pecado quedaba corriente, todo contrato disuelto; el voto del celibato se trasponía al impulso de la naturaleza; los ánimos briosos que yacían por los claustros se enardecían al clarín de los sarracenos, y en aquel vaivén universal, todo individuo de la nueva sociedad se encumbraba al temple natural de sus alcances y su denuedo. Las dichas invisibles y las temporales del profeta arábigo arrebataban al par los pechos de la muchedumbre, y se deja suponer que muchos de sus alumnos abrigaban un convencimiento cabal de la verdad y pureza de su revelación. Para un politeísta indagador debía aparecerse allá de una excelencia sobrehumana, pues más acendrada que el sistema de Zoroastro, más grandiosa que la ley de Moisés, la religión de Mahoma debe parecer más avenible con la racionalidad que la creencia monstruosa y fanática que en el siglo VII mancilló la sencillez del Evangelio.

La fe mahometana aventó la religión nacional en las provincias dilatadísimas de Persia y de África. Sola se erguía la teología allá inapeable de los magos entre las sectas del Oriente; pero los escritos profanos de Zoroastro[1676] venían a hermanarse bajo el nombre respetable de Abraham, eslabonados mañosamente con la revelación divina. El principio malvado, el diablo Ahiman, podía muy bien conceptuarse como competidor, o bien hechura, del Dios de la luz. Carecían de imágenes los templos de Persia: mas cabía el tildar de idolatría torpe y criminal el culto del sol y del fuego.[1677] La práctica de Mahoma y la cordura de los califas[1678] estuvieron siempre por la mansedumbre: alistaron a los magos o guebros con los judíos y los cristianos entre las gentes de la ley escrita[1679] y aun el siglo III de la Hégira la ciudad de Herãt está aprontando una contraposición extremada entre el desafuero privado y la tolerancia pública.[1680] En pagando su tributo anual quedaban afianzados los guebros de Herãt, bajo el resguardo de la ley mahometana, en sus libertades civiles y religiosas, pero la nueva y humilde mezquita yace allá como arrinconada junto al antiguo y esplendoroso templo del fuego. Laméntase un imam en sus sermones de vecindad tan escandalosa y acrimina a los fieles por su tibieza y apocamiento, y el vecindario a los estallidos de su voz se alborota y se arremolina, y abrasando entrambos edificios, para luego echar sobre el solar y plantear los cimientos de una nueva mezquita. Apelan los magos agraviados al soberano de Jorasán, ofrece justicia y desagravio, cuando ¡ay Dios!, cuatro mil vecinos de Herãt, de edad madura y de aspecto formal, juran a una voz que el idólatra santuario jamás existió; toda pesquisa queda atajada y sus conciencias satisfechas (dice el historiador Mirchond)[1681] con aquel perjurio sacrosanto y meritorio.[1682] Pero desiertan los devotos empedernidos y sus templos de Persia yacen por la mayor parte en el suelo; imperceptible sería aquel menoscabo; puesto que no suena acontecimiento ni persecución por aquella larga temporada y sería también general, ya que todo el reino desde Shira a Samarcanda se empapó en la fe del Alcorán; y la conservación del idioma antiguo está manifestando la descendencia de los mahometanos de Persia.[1683] Por los yermos y las serranías una ralea pertinaz de incrédulos se atuvo más y más a la superstición solariega, y asoma todavía una tradicioncilla de la teología maga en la provincia de Kirvan por las orillas del Indo entre los desterrados de Surate, y en la colonia planteada por Shaw Abás en el siglo anterior, a las puertas de Ispahán. Retirose el Sumo Pontífice al monte Erbuz, a dieciocho leguas [40 km] de la ciudad de Yerd; el fuego perpetuo (si es que sigue ardiendo) está inaccesible a los profanos; pero es su residencia la escuela, el oráculo y la romería de los guebros, cuyas fisonomías broncas y uniformes pregonan la castiza igualdad de su sangre. Los prohombres manejan ochocientas mil familias industriosas y vividoras, manteniéndose con ciertas manufacturas delicadas y un tráfico menudo, y cultivando la tierra con el afán de un ejercicio religioso. Contrastó su idiotez el despotismo de Shaw Abás, quien estuvo requiriendo con amagos y tormentos los libros de Zoroastro, y aquellos residuos arrinconados de los magos van subsistiendo con la moderación o el menosprecio de sus soberanos actuales.[1684]

La costa septentrional de África es el último territorio donde la luz del Evangelio, después de cabal y dilatado asiento, ha venido a apagarse por entero. Nubláronse las artes enseñadas por Cartago y Roma sin rastro ya de las doctrinas de Agustín y de Cipriano. El enfurecimiento de donatistas, vándalos y moros echó por tierra hasta quinientas sillas episcopales. Menguó el clero y amainó su fervor, y el pueblo, sin arreglo, luz, ni esperanza, se doblegó al yugo del profeta arábigo. A los cincuenta años de arrojados los griegos (743 d. C.), un lugarteniente de África participó al califa cómo el tributo de los infieles quedaba abolido con su conversión,[1685] y aunque trató de encubrir su engaño y rebeldía, fundó con boato su pretexto en los progresos rapídisimos e inmensos de la fe mahometana. Destacose al siglo siguiente una misión extraordinaria de cinco obispos desde Alejandría al Cairuán, pues el patriarca jacobita les encargó que avivasen las brasas moribundas del cristianismo;[1686] pero el entrometimiento de un prelado advenedizo, extraño para los latinos y enemigo del catolicismo, da por supuesto el menoscabo y vuelco de la clerecía africana. No era ya aquel tiempo en que un sucesor de Cipriano contrarrestaba de igual a igual a la ambición del pontífice romano. En el siglo XI el sacerdote desventurado sentándose sobre los escombros de Cartago estaba implorando las limosnas y el amparo del Vaticano, y lamentándose amargamente de que los sarracenos le habían azotado su cuerpo desnudo, y de que cuatro sufragáneos le disputaban los pilarcillos vacilantes de su solio. Encamínanse dos epístolas de Gregorio VII a embalsamar[1687] el quebranto de los católicos y halagar el engreimiento de un príncipe moro. Asegura el papa al sultán que entrambos están adorando el mismo Dios y viven esperanzados de juntarse en el seno de Abraham; mas la queja de no hallarse ya tres obispos para consagrar a un hermano está anunciando el vuelco atropellado e inevitable del orden episcopal (1053-1076-1146 d. C.). Hacía tiempo que los cristianos de África y España se habían allanado a practicar la circuncisión y abstenerse legalmente de vino y cerdo, y el nombre de mozárabe[1688] (árabes adoptivos) se aplicaba a los conformistas civiles y religiosos.[1689] Quedó abolido a mediados del siglo XII el culto de Cristo con la sucesión de los pastores por toda la costa de Berbería, y en los reinos de Córdoba y Sevilla, Valencia y Granada.[1690] El solio de los almohavides o unitarios estribaba en fanatismo rematado y su atropellamiento violentísimo era un contrarresto de las victorias recientes, y el afán intolerante de los príncipes de Castilla y de Sicilia, de Aragón y Portugal. El misionero del papa iba reviviendo la fe de los mozárabes, y con el desembarco de Carlos V (1535 d. C.) hubo familias cristiano-latinas que osaron alzar la cabeza en Argel y en Túnez. Mas la semilla del Evangelio quedó luego aventada, y la provincia larguísima desde Trípoli hasta el Atlántico perdió allá todo recuerdo del idioma y religión de Roma.[1691]

Mediaron once siglos, y judíos y cristianos están disfrutando en el Imperio turco la misma libertad de conciencia concedida por los califas arábigos. En la primera temporada de su conquista estuvieron recelosos contra la lealtad de los católicos, en cuyo nombre de melquitas se estaba rastreando su propensión al emperador griego; al paso que los nestorianos y jacobitas se estaban acreditando como enemigos mortales de los otros amigos entrañables y voluntarios del gobierno mahometano.[1692] Pero el tiempo fue embalsamando esta ojeriza parcial y a fuer de su rendimiento, participaron los católicos de las iglesias de Egipto[1693] y todas las sectas orientales. El magistrado civil estaba apadrinando la jerarquía; las inmunidades y la jurisdicción propia de los patriarcas, de los obispos y de todo el clero; con la ciencia se realzaban para los cargos de secretarios y de médicos; se enriquecían con la recaudación gananciosa de las rentas, y sus merecimientos solían ensalzarlos hasta el mando de ciudades y provincias. Un califa de la alcurnia de Abás llegó a manifestar que los cristianos se hacían muy acreedores por su desempeño al régimen de la Persia. «Los musulmanes —decía–, abusarán de su actual engrandecimiento: los magos echarán menos su predominio anterior y los judíos se muestran ansiosísimos por su redención inmediata».[1694] Mas todo esclavo se remonta o se postra con la privanza o el desvío del despotismo. Los árbitros del Oriente, a impulsos de su avaricia o devoción, han estado atropellando las Iglesias en todos los siglos, y el fervor o el engreimiento de los cristianos se lastimaba de las cortapisas más legales y corrientes.[1695] Como dos siglos después de Mahoma se deslindaban de los demás súbditos con un turbante o ceñidor de matiz más desairado, y en vez de caballos o mulas, tenían que cabalgar borricos a la mujeriega; ceñían escasa dimensión sus edificios públicos y privados; en las calles o baños tenían que ladearse o doblegarse ante el ínfimo del populacho, y quedaba desechado su testimonio en pudiendo parar perjuicio a algún verdadero creyente. Vedábanles todo boato en las procesiones, el clamoreo de las campanas, y hasta la canturia de los salmos para su culto; imponíaseles siempre decoroso miramiento en sermones y en conversación para con la fe nacional, castigando ejemplarmente el intento sacrílego de entrar en una mezquita o seducir a un musulmán. Sin embargo, en las temporadas de sosiego y equidad, jamás se precisó al cristiano a renegar del Evangelio y profesar el Alcorán; pero se castigaba de muerte a todo apóstata que abrazó y luego orilló la ley de Mahoma. Los mártires de Córdoba estuvieron provocando al Cadhi con su confesión pública y sus disparos violentos contra la persona y religión del profeta para sentenciarlos a la cuchilla.[1696]

A fines del primer siglo de la Hégira, son los califas los monarcas más poderosos y absolutos del globo (718 d. C.). De derecho y de hecho no había coto para los ámbitos de su albedrío, sin potestad en los nobles, sin ensanches para la plebe, sin privilegios en las iglesias, ni recuerdo de constitución alguna. El predominio de los compañeros de Mahoma falleció con ellos; y los caudillos, o emires de las tribus árabes, fueron dejando a la espalda por el desierto los arranques de su igualdad e independencia. Los sucesores de Mahoma tremolaron al par sus ínfulas regias y sacerdotales; y si era el Alcorán la norma de sus gestiones, también se erguían ellos como jueces supremos e intérpretes irreplicables de su libro divino. Estaban reinando por derecho de conquista en las naciones del Oriente, ajenísimas aun del mero nombre de libertad, y avezadas a vitorear en sus tiranos las tropelías irracionales que estaban ejercitando contra ellos. Con el último Omíade, el Imperio arábigo se explayaba por el ámbito de doscientas jornadas de levante a poniente, desde el confín de la Tartaria y la India hasta las playas del océano Atlántico; y en cercenando la manga del ropaje, como lo apellidan sus escritores, el señorio fundamental y populoso desde Fargana hasta Adén, desde Tarso a Surate, se va extendiendo a diestro y siniestro hasta la línea de cuatro o cinco meses de marcha para una caravana.[1697] No caben el enlace estrecho ni la obediencia rendida y arraigada en el gobierno de Augusto y de los Antoninos; mas el predominio de la religión mahometana fue derramando por tan anchurosos ámbitos cierta semejanza general en costumbres y opiniones. Desde Samarcanda hasta Sevilla, se estaban estudiando al par desaladamente el idioma y las leyes del Alcorán; abrazábanse como hermanos y compatricios el moro y el judío en su romería a la Meca, y prevaleció el habla arábiga, a fuer ya de popular en todas las provincias al poniente del Tigris.[1698]