XLVII

HISTORIA TEOLÓGICA DE LA DOCTRINA DE LA ENCARNACIÓN - LA NATURALEZA HUMANA Y DIVINA DE CRISTO - ENEMISTAD DE LOS PATRIARCAS DE ALEJANDRÍA Y DE CONSTANTINOPLA - SAN CIRILO Y NESTORIO - TERCER CONCILIO GENERAL DE ÉFESO - HEREJÍA DE EUTIQUES - CUARTO CONCILIO GENERAL DE CALCEDONIA - DISCORDIA CIVIL Y ECLESIÁSTICA - INTOLERANCIA DE JUSTINIANO - LOS TRES CAPÍTULOS - LA CONTROVERSIA MONOTÉLICA - ESTADO DE LAS SECTAS ORIENTALES - I. LOS NESTORIANOS - II. LOS JACOBITAS - III. LOS MARONITAS - IV. LOS ARMENIOS - V. LOS COPTOS Y ABISINIOS

Feneció el paganismo, y los cristianos ya pacíficos y devotos, pudieron disfrutar su triunfo solitario; mas vivía en su regazo el principio de la discordia, y ansiaban desentrañar la naturaleza más que practicar las leyes de su fundador. Apunté ya que a las doctrinas de la Trinidad siguieron las de la Encarnación, igualmente escandalosas para la Iglesia, perniciosas por igual para el Estado, mas inapeables en su origen y más duraderas en sus resultados. Es mi ánimo abarcar en este capítulo una guerra religiosa de dos siglos y medio, rasguear el cisma eclesiástico y político de las sectas orientales, y dar a luz sus contiendas estruendosas o sanguinarias, indagando recatadamente las doctrinas de la Iglesia primitiva.[976]

I. Un miramiento decoroso con los primeros prosélitos ha ido sosteniendo la creencia, la esperanza y el anhelo de que los ebionitas o los nazarenos se diferenciasen tan sólo por su tenacísima perseverancia en la práctica de sus ritos mosaicos. Desaparecieron sus iglesias, fenecieron sus libros; su libertad arrinconada les franqueaba ensanches en la fe, y la blandura de su símbolo reciente, se iba amoldando alternativamente con el afán o la cordura de tres siglos. Pero la crítica más avenible negará más y más a tales sectarios el menor conocimiento de la divinidad acendrada y peculiar de Jesucristo. Alumnos de la escuela de tanta profecía y vulgaridad judaica, no acabaron de encumbrar sus esperanzas allá sobre un Mesías humano y temporal.[977] Si les cabía denuedo para aclamar a su rey, al asomar en traje plebeyo, sus alcances rastreros eran inhábiles para deslindar a su Dios, que había disfrazado de intento su celestial esencia, bajo el nombre y la persona de un mortal.[978] Los compañeros familiares de Jesús Nazareno andaban conversando con su paisano y amigo, que en todos los actos de la vida racional y animal, se mostraba de la idéntica especie que ellos mismos. Sus medros, desde la niñez a la mocedad y edad varonil, se fueron manifestando en la estatura y la sabiduría, y tras una agonía congojosa de cuerpo y alma, expiró sobre la cruz. Vivió y murió en beneficio del linaje humano; mas la vida y muerte de Sócrates habían sido igualmente un holocausto por la religión y la justicia; y aunque un estoico y un héroe menosprecien las virtudes rendidas de Jesús, las lágrimas que fue derramando sobre amigos y patria, evidencian terminantemente su humanidad. No asombrarían milagros a un pueblo, que sostenía con fe más denodada los portentos, harto más esplendorosos, de la ley Mosaica. Allá los profetas antiguos curaron dolencias, resucitaron difuntos, zanjaron el mar, detuvieron el sol y se encumbraron al cielo en una carroza centellante, y el estilo metafórico de los hebreos podía apellidar a un santo y mártir, con el dictado adoptivo de hijo de Dios.

Pero en la creencia insuficiente de nazarenos y ebionitas, apenas asoma una escasa diferencia, entre los herejes que equivocaban la generación de Cristo, con el orden corriente de la naturaleza, y los cismáticos que reverenciaban la virginidad de la Madre, excluyendo el auxilio de todo padre terrenal. Robustecieron la incredulidad de los primeros las circunstancias patentes de su nacimiento, el enlace legal de los tenidos por padres José y María, y su derecho hereditario al reino de David y las pertenencias de Judah. Pero la historia recóndita y auténtica consta por los varios trasuntos del Evangelio, según san Mateo[979] que estaban allá conservando en su original hebreo[980] como testimonio único de su fe. Cuanto maliciase naturalísimamente el marido, muy satisfecho de su propia castidad, quedó aventado, con el desengaño (en sueños) de que la preñez de su esposa era obra del Espíritu Santo; y como no cabía al historiador el presenciar aquel portento íntimo y lejano, tuvo que estar oyendo la voz idéntica que entonó a Isaías la concepción venidera de una virgen; el hijo de una virgen allá engendrado por la operación inefable del Espíritu Santo, era un viviente sin ejemplar o semejanza, superior en todo género de atributos de cuerpo y alma a los hijos de Adán. Los judíos, al profesar la filosofía,[981] griega o caldea,[982] se empaparon en la preexistencia, trasmigración e inmortalidad de las almas, y sinceraron la Providencia suponiendo que estaban encarceladas en la prisión terrena, para purgar las manchas contraídas en un estado anterior.[983] Mas no cabe pauta para ir midiendo los grados de pureza o alteración, y por tanto se debía conceptuar, que lo más acertado y sublime de los espíritus humanos quedó refundido en el engendro de María y la Mente Sagrada,[984] que su humillación era parto de su propio albedrío, y que el objeto de su venida era purificar, no sus propios pecados, sino los del mundo. Al regreso a su nativo cielo, le cupo el galardón inmenso de su obediencia; el reino sempiterno del Mesías, predicho ya enmarañadamente por los Profetas, bajo los rasgos materiales de paz, conquistas y señorío; pues podía el Todopoderoso engrandecer las facultades humanas de Cristo, por los ámbitos de su celestial encargo. En lenguaje de los antiguos, no se ciñe terminantemente el dictado de Dios al primer padre, y su ministro incomparable, su Hijo unigénito, podía, sin desentono, reclamar el culto religioso, aunque secundario de un mundo avasallado.

II. Las semillas de la fe que habían ido brotando pausadamente en el suelo peñascoso e ingrato de Judea, se fueron luego trasplantando, ya en sazón, a climas allá más pingües de gentiles, y los extranjeros de Roma y Asia, que nunca presenciaron sus medros, se mostraban más propensos a abrazar la divinidad de Jesucristo. El politeísta y el filósofo, el griego y el bárbaro, estaban ya igualmente avezados a la procesión larguísima, a la cadena interminable de ángeles buenos y malos, o deidades, o emanaciones flechadas del solio de la luz. Ni debía parecer extraño o increíble, que el primero de estos dones, el verbo, o palabra de Dios, consustancial al padre, se apease en la tierra, para libertar el linaje humano de liviandades y desbarros, y guiarlo por el rumbo de la vida y la inmortalidad. Pero la doctrina preponderante de la eternidad, y la vileza inherente a la materia, contagió las iglesias primitivas del Oriente. Abundaban los prosélitos gentiles, descreyendo que un espíritu celeste, porción indivisa de la esencia primera, se amasase personalmente con un material impuro de carne gangrenada; y cuanto más desalados tras la divinidad, tanto más irreducibles se mostraban con la humanidad de Jesucristo. Mientras fresqueaba todavía su sangre en el monte Calvario[985] los docetes, secta crecida y erudita de asiáticos, idearon el sistema fantástico, que fue luego cundiendo con los marcionistas, maniqueos y los varios apellidos de la herejía gnóstica.[986] Negaban la certeza y autenticidad de los Evangelios, en cuanto refieren de la concepción de María, del nacimiento de Cristo y de los treinta años que antecedieron al ejercicio de su ministerio. Apareciose por las orillas del Jordán, en planta de varón ya cabal; mas era únicamente la estampa y no la realidad; figura humana, labrada por la diestra del Todopoderoso, para remedar las facultades y los actos de un hombre, y estar de continuo embelesando a amigos y enemigos. Sonaban al oído de los ilusos discípulos, ecos articulados, pero aquella imagen estampada en sus pupilas, se retraía de la palpable evidencia del tacto, y estaban disfrutando la presencia espiritual, mas no corpórea, del Hijo de Dios. La saña de los judíos se cebó en balde con un vestigio volandero, y todo aquel aparato místico de la pasión y muerte, de la ascensión tras la resurrección de Cristo, se estuvo representando en el teatro de Jerusalén para provecho del linaje humano. Si se les hacía cargo de que semejante pantomima y engaño perpetuo era indecoroso para todo un Dios de verdad, acudían los docetes con varios católicos a sincerar la patraña devota. En el sistema de los gnósticos, el Jehovah de Israel, el criador del mundo ínfimo, era un espíritu rebelde, o por lo menos idiota. Se apeó el Hijo de Dios en la tierra, para arrasar su templo y su ley, y en cumplimiento de objeto tan saludable, se apersonó con maestría, esperanzando y prediciendo un Mesías temporal.

Uno de los batalladores más agudos de la escuela maniquea, esforzó el peligro y la mengua de que el Dios de los cristianos, hecho un feto humano, se desprendiese a los nueve meses de un vientre femenino. Horrorizáronse devotamente sus antagonistas, y se arrojaron a orillar todo impulso sensual en la concepción y el alumbramiento, y a sostener que la divinidad pasó por el cuerpo de María, como un destello del sol por el ámbito de un cristal; que el sello de su virginidad quedó ileso, aun en el trance de ser madre de Cristo. Mas la temeridad de tales allanamientos redundó en otro dictamen más obvio de algunos docetes, quienes opinaban no que Cristo fuese un fantasma, sino que estaba revestido de un cuerpo macizo e incorruptible. Tal por lo menos le cupo, en el sistema católico acendrado tras la resurrección, y siempre debió poseerlo, si fuese dable el atravesar sin resistencia la materia intermedia, sin tropiezo y quebranto. Ajeno de sus propiedades fundamentales, debió eximirse de las propiedades y achaques de la carne. Un feto crecedero, desde un punto imperceptible hasta su cabal sazón, un niño que paró luego en varón robusto, sin el alimento ordinario, pudiera seguir viviendo sin reponer el menoscabo diario, con el suministro adecuado de abasto. Podía Jesús terciar con sus discípulos en sus comidas sin adolecer de sed ni hambre, y su pureza virginal jamás se mancilló con las demasías involuntarias de la concupiscencia sensual. Acerca de cuerpo tan peregrinamente complexionado, se atraviesa la cuestión de por qué medios y de qué materiales, se formó originalmente, y nuestra teología más acendrada se sobresaltó con una contestación que no era vinculadamente de los gnósticos y es que, tanto la materia como la forma, procedían de la esencia divina. El concepto de un espíritu absolutamente puro, es un acicalamiento de la filosofía moderna; la esencia incorpórea, atribuida por los antiguos a las almas humanas, a los entes celestiales, y a la misma Divinidad, no excluye la aprensión del espacio extenso, y su imaginación se pagaba con cierta naturaleza de aire, o fuego o éter, allá incomparablemente más subido y perfecto que toda la tosquedad del mundo material. Si deslindamos el sitio, tenemos que delinear la estampa de la Divinidad. Nuestra experiencia, y quizá nuestra presunción, está representando la racionalidad y la virtud bajo forma humana. Los antropomorfitas, que a enjambres asomaron entre los monjes del Egipto, y los católicos del África, alegaban el texto terminante de la Escritura, de que el Criador hizo al hombre a su imagen.[987] El venerable Serapis, uno de los santos del desierto de Nitria, orilló con lágrimas su aprensión predilecta, y se lamentaba con extremos de niño, de su conversión aciaga, que le defraudaba de su Dios y dejaba su espíritu sin objeto visible de fe o devoción.[988]

III. Tales fueron las sombras voladoras de los docetes; pero Cerinto de Asia,[989] ideó allá otra hipótesis de más entidad, y por tanto menos sencilla; estrellándose denodadamente con el último Apóstol. Encajonado entre el confín del mundo judaico y del gentilico, se afanó por hermanar a los gnósticos y los ebionitas confesando en el mismo Mesías el enlace sobrenatural de un hombre y un Dios, y Carpócrates, Basílides y Valentino,[990] herejes de la escuela egipcia, prohijaron aquella doctrina mística, con varios realces caprichosos. En su concepto, Jesús Nazareno era sola y meramente un mortal, hijo legítimo de José y de María, mas era también lo sumo en bondad y sabiduría de la casta humana, entresacado como instrumento digno para restablecer sobre la tierra el culto de la divinidad verdadera y suprema. Al bautizarlo en el Jordán, el Cristo, el primero de los eones, hijo del mismo Dios, se apeó sobre Jesús en forma de Paloma, para morar en su ánimo, y encaminar sus pasos durante el tiempo aplazado, para su ministerio. Puesto el Mesías en manos de los judíos, el Cristo, ser allá inmortal e impasible, desamparó su morada terrestre, se encumbró a su pleroma o mundo de los espíritus, y dejó solitario a Jesús para padecer, plañer y espirar. Pero caben argumentos muy recios contra la justicia y bizarría de tamaño desamparo, y el paradero de un mártir inocente, estimulado al pronto, y al fin abandonado por su compañero divino, pudiera motivar mucha lástima, y aun ira, entre los profanos. Tuvieron que enmudecer no obstante sus murmullos, pero los desvíos de aquellos sectarios que prohijaron y variaron el sistema duplicado de Cerinto. Se alegaba que al clavar a Jesús en la Cruz, quedó pertrechado con una insensibilidad milagrosa de cuerpo y alma, que le imposibilite realmente sus padecimientos. Se afirmaba que las ansias momentáneas, aunque efectivas, quedarían colmadamente remuneradas con el reinado temporal de mil años, reservado al Mesías, en su reino de la nueva Jerusalem. Se apuntaba también, que si estaba padeciendo, lo merecía así; que nunca la naturaleza humana es absolutamente cabal, y que la pasión y la cruz podían conducir para purgar las venialidades del hijo de José, antes de su enlace misterioso con el hijo de Dios.[991]

IV. Cuantos están creyendo en la inmortalidad del alma, concepto grandioso y esclarecido, tienen que confesar, por su experiencia actual, el enlace inapeable del espíritu y la materia. No es ajeno, sin embargo, de otro arcano mayor en sumo grado, cual es el de nuestras facultades intelectuales; la encarnación de un eón o arcángel, lo más perfecto de todo lo criado, no arguye contradicción positiva y desatinada. En el siglo de la libertad religiosa, que vino a quedar zanjada por el concilio de Niza, se pautó el señorío de Cristo por el juicio particular, con arreglo a la disposición indefinida de la escritura, el discurso o la tradición. Pero planteada ya su divinidad propia y acendrada, sobre los escombros del arrianismo, temblaba la fe de los católicos asomada al despeñadero de donde era imposible cejar, y expuestísimo el permanecer, y pavoroso el caer; y enmarañaban más y más su creencia con las sublimidades inapeables de su teología. Titubeaban al pronunciar que el mismo Dios, la segunda persona de una Trinidad igual y consustancial, se había manifestado en carne viva;[992] que un Ser abarcador del universo se había encajonado en el vientre de María; que su duración sempiterna se había ido desmenuzando en los días, meses y años de la existencia humana; que el Todopoderoso había sido azotado y crucificado; que su esencia impasible se había dolorido y acongojado; que su omnisciencia adoleció de ignorancia, y que el manantial de vida e inmortalidad falleció en el monte Calvario. Apolinario,[993] obispo de Laodicea, y una de las lumbreras de la Iglesia, afirmaba con sencillez serenísima tan pavorosas consecuencias. Como hijo de un gramático erudito, atesoraba las ciencias de la Grecia, y vinculó rendidamente, en servicio de la religión, la elocuencia y sabiduría que están descollando en sus escritos. Digno amigo de Atanasio, y antagonista de Juliano, batalló denodadamente con arrianos y politeístas; y aunque aparentaba la tirantez de las demostraciones geométricas, sus comentarios fueron desentrañando, ya el sentido literal, ya el alegórico, de las escrituras. Un arcano que allá yacía entre los vaivenes de una creencia popular, quedó zanjado con la eficacia aviesa de la forma facultativa, y fue el primer proclamador de aquellas palabras memorables: «Una naturaleza encarnada de Cristo», que están todavía resonando hostilmente en las iglesias de Asia, Egipto y Etiopía. Enseñó que la Divinidad estaba enlazada o revuelta con el cuerpo del hombre, que el Verbo, la sabiduría eterna, hacía con la carne las veces de alma humana; pero allá despavorido el doctor desalado con su propia temeridad, prorrumpió en algunos apocados acentos de disculpa y aclaración. Se conformaba con el deslinde antiguo de los filósofos griegos, entre el alma racional y la sensitiva en el hombre; a fin de reservar el Verbo, para el desempeño intelectual, y dedicar el empuje subordinado a las acciones ínfimas de la vida animal. Al par de los docetes comedidos, reverenciaba a María como la madre espiritual más que carnal de Jesucristo, cuyo cuerpo, o se apeó del cielo impasible e incorruptible, o quedó embebido, y como transformado, en la esencia de la Divinidad. Se dispararon contra el sistema de Apolinario los teólogos asiáticos y sirios, cuyas escuelas se realzan con los nombres de Basilio, Gregorio y Crisóstomo, y se desdoran con los de Diodoro, Teodoro y Nestorio. Mas ninguna tropelía padeció la persona, ni menoscabo tampoco su grandeza y señorío, y quizás sus contrarios, pues no hay que tildarlos con la tacha de tolerantes, quedaron atónitos con la novedad del argumento, y desconfiados de la sentencia definitiva, de la Iglesia católica. La determinación propendió al fin a su favor, pues quedó condenada la herejía de Apolinario y vedadas las congregaciones sueltas de sus secuaces, por las leyes imperiales. Pero los monasterios de Egipto abrigaron reservadamente sus principios, y sus enemigos padecieron el odio de Teófilo y Cirilo, patriarcas sucesivos de Alejandría.

V. Docetes encaramados y ebionitas rastreros quedaron al par desechados y traspuestos; el afán redoblado contra los desbarros de Apolinario allanó cierto convenio aparente entre los católicos y la naturaleza doble de Cerinto; pero en vez de hermanarse temporal y oportunamente, ellos plantearon, y nosotros aún seguimos creyendo en la unión sustancial, indisoluble y sempiterna, de un Dios perfecto, con un hombre cabal, y la segunda persona de la Trinidad con una alma racional de carne humana. Al principio del siglo V, la unidad de entrambas naturalezas era la doctrina dominante de la Iglesia. Confesábase a una voz, que el modo de su existencia ni cabía en nuestros alcances, ni en nuestros idiomas. Pero se abrigaba una desavenencia recóndita e incurable entre los temerosos de barajar, y los más reacios en deslindar la divinidad y la humanidad de Cristo. A impulsos de sus disparos encontrados, huían a carrera del extravío que conceptuaban más dañino a la verdad y a su salvación. Estaban por ambas partes ansiando, guardar y sostener la unión y la distinción de ambas naturalezas, y de inventar expresiones y emblemas de doctrina, que dejasen menos cabida a la duda y la equivocación. La escasez de conceptos y de voces, los arrojaba a ir salteando el arte y la naturaleza en busca de símiles que los iban descaminando más y más, en el desentrañamiento de cada misterio. Al microscopio contencioso un átomo se agiganta, y cada partido andaba siempre abultando más y más las conclusiones disparatadas e impías, que podían exprimir de los principios de sus contrarios. Al ir mutuamente huyendo se emboscaban por malezas densas y extraviadas, hasta que vinieron a quedar atónitos con los vestigios espantosos de Cerinto y de Apolinario, de plantón, en los desemboques encontrados, del teológico laberinto. En vislumbrándose para ellos lo sensual y la herejía, se sobresaltaban, revolvían sobre sus huellas, y se empozaban de nuevo en la lobreguez del catolicismo inapeable. Para descargarse del delito y reconvención de un desvío condenable, descartaban las consecuencias, desmenuzaban sus principios, y entonaban en coro, con mil discípulos, los cantares de la concordia y de la fe. Yacía sin embargo allá, bajo las cenizas de la contienda, cierta pavesa oculta, y casi invisible, y al soplo de la vulgaridad y del acaloramiento, brotaba luego la llamarada, y las disputas verbales[994] de las sectas del Oriente, llegaron a estremecer las columnas de la Iglesia del Estado.

Suena, ante todos, el nombre de Cirilo de Alejandría, en la historia controversista, y su dictado de santo está diciendo que sus opiniones y su bando, han sido por fin los gananciosos. Se estuvo empapando, en las lecciones acendradas de afán y predominio, en casa de su tío, el arzobispo Teófilo, aprovechando indeciblemente en cinco años de su mocedad por los monasterios inmediatos a Nitria (28 de octubre de 412 d. C.-27 de junio de 444 d. C.). Dedicose, bajo el amparo del abate Serapis, a los estudios eclesiásticos, con afán tan eficaz, que en una sola trasnochada repasó los cuatro Evangelios, las Epístolas católicas, y la escrita a los romanos. Detestaba a Orígenes, pero traía siempre en las manos los partos de Clemente y Dionisio, de Atanasio y Basilio; se robusteció en la fe, y aguzó más y más su entendimiento, con su teórica y práctica de contiendas, su celda venía a estar entapizada con las telarañas de la teología escolástica, y cavilaba sin cesar obras alegóricas y metafísicas, cuyos restos, empozados en siete macizos tomos en folio, yacen pacíficamente dormidos junto a sus competidores.[995] Oraba y ayunaba Cirilo en el desierto, pero su pensamiento (tal es la reconvención de su amigo)[996] estaba siempre clavado en el mundo; y el llamamiento de Teófilo que lo aplazó para el bullicio de las ciudades y concilios, quedó cumplido con sobrado ahínco, por el ansioso ermitaño. Se encargó, con aprobación de su tío, siguió la carrera, y se granjeó la nombradía de un predicador popular. Su aspecto vistoso realzaba el púlpito, resonaba en la catedral su voz armoniosa, se repartían amigos para encabezar o reforzar el aplauso de los congregantes[997] y la nota expedita de los amanuenses conservaba sus discursos, que en los efectos, no en la composición, podían parangonarse con los partos de los oradores atenienses. La muerte de Teófilo dio vuelo y realidad a las esperanzas del sobrino. Estaba dividido el clero de Alejandría, la soldadesca, con su general, sostenía el arcediano, más una muchedumbre irresistible con sus voces y sus manos esforzaba la causa de su predilecto, y tras un plazo de treinta y nueve años sentose Cirilo en el solio de Atanasio.[998]

No era el premio indigno de su ambición. Lejos de la corte, y al frente de una capital inmensa, el patriarca, pues tal se titulaba, de Alejandría, había ido más y más usurpando el boato y la autoridad de un magistrado civil. Disponía a su albedrío de las limosnas públicas y privadas de la ciudad; su habla enardecía o amansaba los ímpetus del vecindario; los muchos y fanáticos parabolarios[999] obedecían a ciegas sus mandatos, ejercitando a diestro y siniestro su destreza matadora, y la potestad temporal del prelado enfrenaba o disparaba las iras del prefecto. Desalado en su persecución de la herejía, entabló Cirilo venturosamente su reinado, persiguiendo a los novacianos sectarios en extremo sencillos e inculpables. Conceptuó como acto justísimo y aun meritorio, el vedarles su culto religioso, y confiscó sus vasos sagrados sin escrupulizar en su sacrilegio. La tolerancia y aun los fueros de los judíos, que habían ido creciendo hasta cuarenta mil, estaban afianzados por las leyes de los Césares y de los Tolomeos, y la posesión de siete siglos desde la fundación de Alejandría. Sin mediar sentencia legal ni mandato regio, el patriarca acaudilló al amanecer una asonada, para saltear sus sinagogas. Desarmados y desprevenidos, mal podían resistirle los judíos; quedaron arrasados sus oratorios y el caudillo mitrado, tras recompensar a su hueste con el saqueo de los bienes, arrojó de la ciudad lo restante de la nación incrédula. Quizás le disonaba el descoco de su prosperidad y su encono mortal contra los cristianos, cuya sangre acababan de derramar en un alboroto estudiado, o casual. Al magistrado tocaba el escarmiento de tamaña demasía, pero en aquella revuelta desastrada, se barajaron los inocentes con los culpados, y quedó Alejandría menoscabada con el malogro de una colonia industriosa y opulenta. Exponíase Cirilo enfervorizado, a las penas de la ley Julia, pero un gobierno endeble, y en siglo tan supersticioso, se erguía con su impunidad y sus alabanzas. Querellose Orestes, mas quedaron luego olvidadas sus quejas, por los ministros de Teodosio; pero encarnaron hondamente en el interior de un sacerdote que aparentaba indultar y siguió aborreciendo al prefecto de Egipto. En medio de la calle una gavilla de quinientos monjes de Nitria asaltó su carruaje; huye la guardia, de aquellas fieras del desierto; contestan a sus protestas, con una apedreada que le lastima el rostro; acude a su rescate el vecindario honrado: queda desagraviado de los monjes agresores, y muere Amonio bajo los azotes de un lictor. Manda Cirilo alzar el cadáver y llevarlo en procesión a la catedral; truécase el nombre de Amonio en el de Taumasio, el Portentoso; condecórase su túmulo con los trofeos del martirio, y se encarama el patriarca al púlpito, para decantar la magnanimidad de un asesino y un rebelde. Estimulan tamaños blasones a los fieles, para morir bajo las banderas del santo, y aprontó luego o admitió el sacrificio de una doncella secuaz de la religión griega e íntima de Orestes. Hipasia, hija de Teon el matemático[1000] estaba impuesta en los estudios del padre; despejó con sus glosas eruditas la geometría de Apolonio y Diofanio, y estuvo enseñando públicamente ya en Atenas, ya en Alejandría, la filosofía de Platón y de Aristóteles. Hermosa y lozana, y cabal en su sabiduría, su recato se desentendió de amadores y se prendó de discípulos; los sujetos más visibles ansiaban visitar a la filósofa, y envidiaba Cirilo el boato de la comitiva que se agolpaba con caballos y esclavos a los umbrales de aquella academia. Cundió la hablilla entre los cristianos, de que la hija de Teon era quien deshermanaba al prefecto con el arzobispo, y quedó luego despejado el tropiezo. En día aciago de Cuaresma, arrebatan a Hipasia del carruaje, la desnudan, la arrastran a la iglesia, las manos de Pedro el lector y de una gavilla de fanáticos forajidos la atenacean y la descuartizan, raspan la carne de sus huesos, con cantos agudos de conchas de ostras,[1001] y arrojan sus miembros palpitantes a las llamas. Se procedió debidamente a pesquisas y escarmientos, mas los cohechos atajaron el proceso, y el asesinato de Hipasia, dejó mancillado para siempre el concepto y la religión de Cirilo de Alejandría.[1002]

La superstición acudiría más al desagravio de una doncella martirizada, que al regreso de un santo, y Cirilo había acompañado a su tío al sínodo inicuo de la Encina. Sincerada y consagrada la memoria de Crisóstomo, el sobrino de Teófilo, acaudillando un partido moribundo, seguía sosteniendo más y más la justicia de su sentencia, y mediaron pesadísimas demoras y pertinaz resistencia antes que se allanase a la concordia de todo el mundo católico.[1003] Ímpetu era de interés y no de arrebato, su enemiga a los pontífices bizantinos,[1004] envidiaba su encubrada esfera allá entre los resplandores de toda una corte imperial, y temía su disparada ambición, que arrinconaba a los metropolitanos, de Europa y Asia, salteaba las provincias de Antioquía y Alejandría, y medía su diócesis por los ámbitos del Imperio. El comedimiento dilatado de Ático, usurpador apacible del solio de Crisóstomo, suspendió los enconos de los patriarcas orientales; pero Cirilo se alborotó al fin con el ensalzamiento de un competidor en realidad más acreedor a su concepto y su aborrecimiento. Tras el reinado breve y revuelto de Sisino, obispo de Constantinopla, aplacó los bandos del clero y de la plebe la elección del emperador, quien por entonces se atuvo a la nombradía y a los merecimientos de un advenedizo. Nestorio, natural de Germanicia[1005] y monje de Antioquía, se recomendaba con la austeridad de su vida, y la elocuencia de sus sermones; pero a la primera homilía que predicó ante el devoto Teodosio, ya se disparó con la acedia y el arrebato de sus fervores. «Dadme, oh Cesar —exclamó— dadme la tierra purgada de herejes, y yo os brindo en cambio con el reino de los cielos. Exterminad conmigo a los herejes, y voy con vos a exterminar los persas». Al quinto día (10 de abril de 428 d. C.) como si estuviera ya firmado el convenio, el patriarca de Constantinopla descubrió, sobrecogió y embistió a un conventículo de arrianos; antepusieron la muerte al rendimiento, las llamas que encendió su desesperación corrieron, se comunicaron luego a las casas contiguas, y el triunfo de Nestorio quedó tiznado con el apodo de incendiarios. Su pujanza episcopal abarcó ambas orillas del Helesponto para imponerles un formulario tirante de fe y de disciplina, un yerro cronológico sobre la festividad de la Pascua, se castigaba como delito contra la Iglesia y el Estado. La Lidia, la Caria, Sardes y Mileto quedaron purificadas con la sangre de los Cuartodecimanos, y el edicto del emperador o más bien del patriarca, va deslindando hasta veintitrés grados y denominaciones, en el delito y castigo de la herejía.[1006] Mas aquella misma espada de la persecución que estuvo esgrimiendo Nestorio tan desaforadamente, se volvió luego contra su propio pecho. Pretextaban religión, mas en el concepto de un santo contemporáneo, el verdadero motivo de aquella guerra episcopal no fue más que ambición.[1007]

Aprendió Nestorio en la escuela siria a horrorizarse con las dos naturalezas, y a deslindar por átomos la humanidad de su dueño Jesucristo, de la divinidad de su Señor Jesús.[1008] Reverenciaba a la bienaventurada Virgen, como madre de Cristo; pero el dictado temerario y reciente de Madre de Dios,[1009] prohijado imperceptiblemente desde la controversia arriana, lastimaba sus oídos. Desde el púlpito de Constantinopla, un amigo del patriarca, y él mismo luego, estuvieron predicando contra el uso y abuso de una voz[1010] desconocida de los apóstoles, desautorizada por la Iglesia, y que sólo podía propender a sobresaltar a los aprensivos, descarriar a los sencillos, entretener a los profanos, y sincerar con una semejanza aparente la alcurnia antigua del Olimpo.[1011] Confesaba Néstor en sus ratos bonancibles, que podía allá disimularse o disculparse, con el enlace de ambas naturalezas y la comunicación de sus idiomas,[1012] pero la contradicción lo destemplaba, hasta el punto de esquivar el culto de una divinidad niña y recién nacida, de sacar símiles impropios de las parentelas conyugales y civiles de la sociedad, y retratar el humanamiento de Cristo como el venido, el instrumento y el tabernáculo de la suma Deidad (425-454 d. C.). Estremeciéronse las columnas del santuario al eco de tamañas blasfemias. Los competidores chasqueados de Nestorio, desfogaron su encono devoto o personal, el clero bizantino estaba allá interiormente malhadado con los advenedizos e intrusos; abrigan siempre los monjes lo más desatinado y supersticioso, y el vecindario se interesaba en la gloria de su patrona la Virgen.[1013] El alboroto supersticioso perturbó los sermones del arzobispo, y el servicio del altar; congregaciones separadas se desentendieron de la autoridad y doctrinas del predicador; cada ráfaga aventaba por todo el Imperio la hojarasca de la contienda, y las voces de los contrincantes, desde aquel teatro retumbante, resonaba hasta las celdillas del Egipto y de la Palestina. Incumbía a Cirilo el iluminar el fervor y la ignorancia de sus monjes innumerables: se había empapado, estudiando en la escuela misma de Alejandría, y profesado siempre la encarnación y una sola naturaleza, y a impulsos de sus engreimiento y ambición, se armó contra un nuevo Arrio, más formidable y criminal, en el solio segundo de la jerarquía mitrada. Tras breve correspondencia, en que los prelados encontrados estuvieron disfrazando su encono, en lenguaje estudiado de miramiento y atención, el patriarca de Alejandría delató al príncipe y al pueblo, a todo levante y poniente, los desbarros condenables del pontífice bizantino. Del Oriente, y con especialidad de Antioquía, logró dictámenes enmarañados de tolerancia y silencio, encaminados a entrambos partidos, pero favorables a Nestorio; mas el Vaticano abrió los brazos para recibir a los mensajeros de Egipto. La apelación halagaba la vanagloria de Celestino; y el concepto parcial de un monje recabó el voto del papa, quien al par de su clero latino, ignoraba el idioma, los ardides, y la teología de los griegos. Encabezando un sínodo italiano, Celestino se estuvo haciendo cargo del contenido de los alegados, aprobó el credo de Cirilo, condenó los dictámenes y la persona de Nestorio, lo apeó como hereje de su dignidad episcopal, le concedió el plazo de diez días para su palinodia y penitencia, y encargó a su enemigo la ejecución de aquella sentencia temeraria e ilegal. Pero el patriarca de Alejandría al desembarazar los rayos de todo un Dios, puso de manifiesto los yerros y demasías de un mortal, y los doce anatemas están todavía[1014] martirizando a los esclavos católicos que adoran la memoria de un santo, sin desentenderse de su homenaje el sínodo de Calcedonia. Empaña todavía indeleblemente a los arrojados asertos el tinte de la herejía Apolinaria, al paso que las protestas formales, y acaso entrañables de Nestorio cuadran en gran manera a los teólogos más atinados y menos parciales del día.[1015]

Mas ni el emperador ni el primado del Oriente propendían a obedecer el mandato de un clérigo italiano, y se pidió a una voz un sínodo de la Iglesia católica, o más bien griega, como único remedio para aplacar y poner fin a aquella contienda eclesiástica.[1016] Escogiose para sitio de aquella reunión Éfeso, accesible de donde quiera por mar y por tierra, y para su celebración la festividad de Pentecostés; se expidieron las convocatorias a los metropolitanos, y se colocó guardia para escudar y tener a raya a los padres, hasta que deslinda en los misterios del cielo y la fe de la tierra. Apareció Nestorio, no como reo, sino como juez; confiaba en la trascendencia más que en el número de sus prelados, y sus forzudos esclavos de los baños de Zeuxipo iban pertrechados para toda ocurrencia de asalto o de resguardo. Pero le aventajaba su contrario Cirilo en armas de cuerpo y alma. Desobedeciendo a la letra, o lo menos el concepto del llamamiento real, iba acompañado de cincuenta obispos egipcios, que estaban colgados de la anuencia de su patriarca para entonar la inspiración del Espíritu Santo. Era íntimo de Memnon, obispo de Éfeso, y aquel primado despótico del Asia disponía del auxilio ejecutivo de treinta o cuarenta votos episcopales; agolpose un tropel de campesinos en la ciudad, para sostener como esclavos de la Iglesia, de palabra y obra un argumento metafísico, y el vecindario se afanaba por el pundonor de la virgen, cuyo cuerpo estaba descansando en el recinto de Éfeso.[1017] (junio-octubre de 431 d. C.). Rebosaban las riquezas de Egipto por la escuadra que había trasladado de Alejandría a Cirilo, quien fue desembarcando un sinnúmero de marineros, esclavos y fanáticos, alistados a ciegas bajo las banderas de san Marcos y la Madre de Dios. Sobrecogió a los Padres, y aun a la misma guardia del concilio, aquella comitiva escuadronada; iba insultando por las calles o amagando por las casas, a los contrarios de Cirilo y de María, reforzaban su elocuencia y sus agasajos diariamente su parcialidad, y reguló desde luego el egipcio, que podía contar con el séquito y los votos de doscientos obispos.[1018] Mas el disparador de los doce anatemas, estaba receloso de Juan de Antioquía, quien con una comitiva escasa pero respetable de metropolitanos y teólogos, se iba adelantando a jornadas cortas, desde la lejana capital del Oriente. Mal hallado con aquella demora que tachaba de voluntaria y culpable,[1019] anunció Cirilo la apertura del sínodo; a los dieciséis días de la festividad de Pentecostés. Nestorio que confiaba en la llegada próxima de sus amigos orientales, se aferró como su antecesor Crisóstomo, en declinar la jurisdicción y desobedecer al llamamiento de sus enemigos, atropelló el procedimiento y su acusador estuvo presidiendo el juzgado. Sesenta y ocho obispos, veintidós de jerarquía metropolitana, defendieron su causa con protestas templadas y comedidas, pero quedaron excluidos de los consejos de sus hermanos. Requirió Candidiano, en nombre del emperador, una tregua de cuatro días: arrojaron con desacatos e improperios al magistrado profano de la junta santa. Todos los trámites de aquel trance tan sumamente trascendental, se atropellaron en un solo día (22 de junio), los obispos fueron entregando sus votos separados, pero la uniformidad del estilo patentiza el influjo de la mano de un maestro, a quien se tilda de haber pervertido el testimonio público de sus actas y sus firmas.[1020] Reconocieron sin discrepancia en las cartas, el Credo Niceno y la doctrina de los Padres, pero los extractos parciales de las cartas y homilías de Nestorio, se fueron interrumpiendo con maldiciones y anatemas, y el hereje quedó apeado de su dignidad episcopal y eclesiástica. La sentencia, malvadamente apropiada al nuevo Judas, se pregonó y encarteló por las esquinas de Éfeso; al saber tras tanto afán, los prelados de la iglesia de la madre de Dios fueron aclamados como sus campeones, y se festejó la victoria con iluminaciones, cantares y alboroto de toda la noche.

El quinto día nubló todo aquel triunfo con la llegada y el enojo de los obispos orientales. En un cuarto de la posada, polvoroso todavía del camino, dio Juan de Antioquía audiencia al ministro imperial Candidiano, quien le enteró de sus conatos infructuosos, para atajar o anular la tropelía del egipcio. Con el mismo atropellamiento y violencia el sínodo oriental de cincuenta obispos (27 de junio) apeó a Cirilo y a Memnon de sus timbres episcopales, condenó, en los doce anatemas, la ponzoña refinada de la herejía Apolinaria, y retrató al primado Alejandrino, como allá un monstruo, nacido y criado para el exterminio de la Iglesia.[1021] Lejano e inaccesible se hallaba su solio, pero se dispuso al golpe pastorear la grey de Egipto con mayoral más fiel y benéfico. Desvelose Memnon, cerró las iglesias y guarneció poderosamente la catedral. La tropa, capitaneada por Candidiano, se adelantó al asalto, arrolló a las avanzadas y las fue acuchillando, pero la fortaleza era inexpugnable; retíranse los sitiadores, les persigue una salida disparada, les mata los caballos hiriendo a muchos soldados gravemente a pedradas y mazazos. Saña y vocería, asonada y sangre, están mancillando a Éfeso, la ciudad de la Virgen; fulmínanse anatemas y excomuniones mutuamente los sínodos contrapuestos, con su maquinaria espiritual, y queda la corte de Teodosio confusísima, con las relaciones opuestas y contradictorias, de los bandos sirio y egipcio. Afánase el emperador por tres meses con mil arbitrios, mas no acude al más eficaz que era el de la indiferencia y, el menosprecio, para aquietar el alboroto teológico. Trata de alejar o arredrar a los caudillos, con una sentencia igual de indulto o de condena; reviste a sus representantes en Éfeso de potestades amplias y fuerza militar; cita ocho diputados selectos de cada partido a una conferencia libre y candorosa, en las inmediaciones de la capital, lejos del contagio de aquel frenesí popular; pero los orientales se niegan a todo ajuste, y los católicos, engreídos con su número y el de los aliados latinos, se desentienden allá de tolerancias y concordias. El sufrimiento del apacible Teodosio se apura, y disuelve sañudo aquel alboroto episcopal, que a los tres siglos se entona con el aparato grandioso de tercer concilio ecuménico.[1022] «Pongo a Dios por testigo —exclama el devoto emperador–, que no soy el causador de tamaño trastorno. Su providencia deslindará y castigará a los reos. Volveos a vuestras provincias, y así vuestras virtudes privadas reparen el quebranto y el escándalo de vuestra reunión». Regresaron, pero los mismos disparos que desencajaron el sínodo de Éfeso, fueron cundiendo por todo el Oriente. Después de tres campañas iguales y reñidísimas, Juan de Antioquía y Cirilo de Alejandría, se allanaron a explicarse y abrazarse; más allá ciertos miramientos, y no la racionalidad, acarrearon aquella concordia aparente, entre patriarcas ya mutuamente quebrantados, pero ajenos de hermandad cristiana.

El prelado bizantino había ido vertiendo en los oídos imperiales preocupaciones ponzoñosas, contra la índole y conducta de su competidor egipcio. Una carta de reconvención[1023] y amenaza, que acompañaba a la citación (431-435 d. C.), lo tachaba de sacerdote alborotador, desmandado y envidioso, enmarañador de la sencillez religiosa, atropellador de la paz de la Iglesia y del Estado, y sembrador de tiranía en la familia imperial, con sus memoriales astutos y separados a la esposa y a la hermana de Teodosio. Tuvo que acudir Cirilo a Éfeso, por mandato del soberano, donde se le enfrenó, amenazó y encerró por los magistrados afectos a Nestorio y los orientales; juntando tropas de Lidia y Jonia para soterrar la comitiva desmandada y fanática del patriarca. Sin esperar el real permiso, sorteó la guardia, se embarcó atropelladamente, dejó el sínodo descabalado, y se guareció en su fortaleza episcopal de salvamento e independencia. Sus emisarios mañosos se afanaban a diestro y siniestro por la corte y la ciudad, tras aplacar las iras y granjearse la privanza del emperador. El hijo apocado de Arcadio, alternativamente avasallado por su mujer o su hermana, por los eunucos o las damas del palacio, siempre en el vaivén de la superstición o la codicia, allá se esmeraban los caudillos católicos en sobresaltar la una, y halagar la otra. Hallábanse Constantinopla y sus arrabales santificados con infinitos monasterios, y los santos abades Dalmacio y Eutiques,[1024] se habían vinculado ansiosamente en la causa de Cirilo, el culto de la Virgen y la unidad de Jesucristo. Desde el momento de su profesión, ya no asomaron por el mundo ni hollaron el piso profano de la ciudad. Pero en aquel trance pavoroso del peligro de la Iglesia, orillaron su voto, a impulsos de otro arranque más sublime y absolutamente indispensable. Acaudillando larguísima procesión de monjes y ermitaños, con antorchas encendidas en las manos, cantando letanías a la madre de Dios, marcharon desde sus monasterios al palacio. Espectáculo tan peregrino estuvo edificando y enardeciendo al vecindario, y el monarca trémulo se puso a escuchar las plegarias y jaculatorias de los santos, quienes sentenciaron denodadamente, que nadie esperanzase salvación, sin abrazar la persona y el Credo del acendrado sucesor de Atanasio. Al mismo tiempo el oro iba asaltando todas las cercanías del solio. Bajo el nombre decoroso de elogios y bendiciones, cohechan palaciegos de ambos sexos, según su privanza o su capacidad. Pero sus peticiones incesantes iban saqueando los santuarios de Constantinopla y Alejandría, y la autoridad del patriarca no alcanzaba a atajar el susurro fundado de su clero, de que una deuda de trescientos mil duros se había contraído ya, para acudir al desembolso de cohecho tan escandaloso.[1025] Pulqueria, que estaba descargando a su hermano de los afanes de un imperio, era la columna más incontrastable del catolicismo, y se entabló hermandad tan íntima entre los rayos del sínodo y los requiebros de la Corte, que Cirilo quedaba afianzado en sus logros, si alcanzase a desbancar un eunuco, y sustituirle otro en la privanza de Teodosio. Mas no le cabía al Egipcio el blasonar de una victoria esclarecida y decisiva, pues el emperador se atenía con tesón inesperado a su promesa de escudar la inocencia de los obispos orientales; y Cirilo embotó sus anatemas y confesó con repugnancia y en bosquejo, la naturaleza doble de Jesucristo, antes que le cupiese el saciar su venganza contra el desventurado Nestorio.[1026]

Éste, más y más reacio, antes que se cerrase el sínodo, quedó acosado por el concilio, vendido por la Corte, y desmayadamente sostenido por sus amigos orientales. Iras y zozobras lo arrebataron, cuando todavía estaba a tiempo (435 d. C.) para ostentar el blasón de una renuncia voluntaria.[1027] Cumpliósele sin tardanza el deseo o sea la petición, conduciéndolo honoríficamente desde Éfeso a su monasterio de Antioquía, y tras breve intermedio sus dos sucesores Maximiniano y Proclo, quedaron reconocidos por obispos legítimos de Constantinopla. Pero el apeado Patriarca, arrinconado ya en su celda no fue árbitro de reducirse a la inocencia y sosiego de un llano cenobita. Echaba menos lo pasado, le desazonaba lo presente, y debía temer lo venidero; los obispos orientales se fueron descartando del compromiso de un individuo malquisto, y por instantes iba menguando el número de cismáticos que reverenciaban a Nestorio, por confesor de la fe. Tras cuatro años de residencia en Antioquía, firmó la diestra de Teodosio un edicto[1028] que lo igualaba con Simón Mago, prohibía sus opiniones y su secta, condenaba sus escritos al fuego, y lo desterraba primero a Petra en Arabia, y después al Oasis, una de las islas del desierto de Libia.[1029] Desviado de la Iglesia y del mundo, el desterrado se vio todavía acosado por la saña del fanatismo y de la guerra. Una ranchería vagarosa de los blemies o nubios, asaltó su cárcel solitaria: en la retirada fueron despidiendo a varios cautivos inservibles, pero al asomar Nestorio a las orillas del Nilo, quisiera gustosísimo huir de una ciudad romana y católica, por una servidumbre más llevadera entre aquellos bozales. Castigose su fuga como delito nuevo: el alma del patriarca estaba enardeciendo las potestades civil y eclesiástica del Egipto; magistrados, soldadesca y monjes, estaban devotamente martirizando al enemigo de Cristo, y de san Cirilo, y hasta el mismo confín de Etiopía, fueron alternativamente arrastrando y retrayendo al hereje, hasta que su cuerpo anciano vino a quebrantarse con las penalidades y tropiezos de tan repetidos viajes. Pero se engreía, y gallardeaba todavía su ánimo; sus cartas pastorales embargaron al presidente de la Tebaida, sobrevivió al tirano católico de Alejandría, y después de dieciséis años de destierro, quizás el sínodo de Calcedonia le devolviera los honores o al menos la comunión a la Iglesia. Murió al ir a obedecer al llamamiento halagüeño,[1030] y su dolencia pudo dar algún viso a la hablilla escandalosa, de que los gusanos se habían cebado en su lengua blasfemadora. Se enterró en una ciudad del alto Egipto, conocida con los nombres de Chemnis, o Panópolis o Akmim;[1031] pero la iniquidad perpetua de los jacobitas, ha perseverado por siglos en apedrear su sepulcro, y fomentar la tradición desatinada, de que nunca lo bañasen las lluvias del cielo, que suelen bajar igualmente sobre el justo y el malvado.[1032] Corresponde a la humanidad el enternecerse con la suerte de Nestorio, pero la justicia debe advertir que vino a padecer la idéntica persecución que estuvo aprobando y ejerciendo.[1033]

La muerte del primado de Alejandría, tras un reinado de treinta y dos años (448 d. C.), desenfrenó a los católicos en su afán y su abuso de la victoria.[1034] La doctrina monofisita (una sola naturaleza encarnada) se estaba predicando en su rigor por las iglesias de Egipto y los monasterios de Oriente; la santidad de Cirilo escudaba el credo primitivo de Apolinario, y el nombre de Eutiques, su amigo venerable, ha venido a aplicarse a la secta más contrapuesta a la herejía siria de Nestorio. Su contrincante Eutiques era abad, archimandrita o superior de trescientos monjes, pero las opiniones de un enclaustrado sencillo y lego, fenecieran tal vez allá en la celdilla donde durmiera por más de setenta años, si el encono o la indiscreción de Flaviano, el prelado bizantino, dejara de escandalizar con ellas el mundo cristiano. Junta el Sínodo, maquina y alborota, y arrebatan al hereje ancianísimo una confesión aparente, de que el cuerpo de Jesucristo no dimanaba de la sustancia de la Virgen María. Apela Eutiques de aquel decreto parcialísimo a un concilio general, y su causa logra el ánimo poderoso de su ahijado Crisafio, el eunuco más valido del palacio, y su cómplice Dióscoro que sucedía en el solio, el Credo, la travesura y los devaneos del sobrino de Teófilo. Convoca Teodosio determinadamente el segundo sínodo de Éfeso (8-11 de agosto de 449 d. C.) compuesto atinadamente de diez metropolitanos y de diez obispos de cada una de las seis diócesis del Imperio oriental; ciertas excepciones de privanza o merecimiento, fueron alargando el número hasta ciento treinta y cinco, y el sirio Barzumas, como caudillo y representante de los monjes, mereció asiento y voto con los sucesores de los apóstoles; pero el despotismo del patriarca Alejandrino, vuelve a coartar el desahogo deliberativo: allá el arsenal de Egipto reparte las mismas armas efectivas y espirituales: manda Dióscoro una porción de asiáticos flecheros veteranos, y los monjes más batalladores, ajenos todos de razón y de lástima, están sitiando las puertas de la catedral. El general, y sin duda los padres independientes, aceptaron la fe y los anatemas de Cirilo, y la herejía de las dos naturalezas quedó formalmente condenada en las personas y escritos de los orientales más ilustrados. «¡Así!, ¡quien divida a Cristo sea dividido con la espada, sajado, y quemado vivo!», tales fueron los anhelos caritativos de un sínodo cristiano.[1035] Nadie titubeó en reconocer la inocencia y santidad de Eutiques, mas los prelados, con especialidad los de Tracia y Asia, se desentendieron de proceder a la deposición del patriarca, por el uso o abuso de su jurisdicción legítima. Abrazaron las rodillas de Dióscoro, quien se erguía airadamente sobre el umbral de su solio, amonestándole a que disimulase los agravios y acatase la dignidad de aquel hermano. «¿Tratáis de mover una asonada? —prorrumpe el tirano empedernido—. ¿Dónde están los oficiales?». A este alarido, una muchedumbre desaforada de soldadesca y monjes con garrotes, espadas y cadenas, se disparan al interior de la iglesia; tiemblan los obispos, se esconden tras los altares o debajo de los bancos, y como no les atosigaba el afán del martirio, fueron sucesivamente firmando, en blanco, un papel que luego se cuaja, con la condena del pontífice bizantino. Queda inmediatamente Flaviano entregado a las fieras de aquel anfiteatro espiritual; Barsumas con su voz y su ejemplo, enardece a los monjes para desagraviar a Cristo: dícese que el patriarca de Alejandría denostó, abofeteó, holló y pateó a su hermano de Constantinopla;[1036] pero es positivo que la víctima, antes que llegase al paraje de su destierro, falleció al tercer día, del tundimiento y las heridas que recibió en Éfeso. Tiznose justísimamente a este segundo sínodo, como a una zahurda de salteadores y asesinos, pero los acusadores de Dióscoro tratan de abultar sus tropelías, para cohonestar la cobardía e inconsecuencia de su propia conducta.

Prevaleció la fe de Egipto, mas sostenía a los vencidos el mismo papa que arrostrara, ya sin zozobra, la saña asoladora de Atila y Genserico. La teología de León, su decantado tomo o carta sobre el misterio de la Encarnación, quedó desatendida en el sínodo de Éfeso; se insultó a su autoridad y a toda la Iglesia latina en sus legados, que pudieron salvarse de esclavitud o muerte, para referir la historia tristísima de la tiranía de Dióscoro y el martirio de Flaviano. Su sínodo provincial anuló las actas irregulares de Éfeso, mas como lo era también el paso, solicitó la convocación de un concilio general en las provincias libres y acrisoladas de Italia. El obispo de Roma decía y obraba sin reparo, desde su solio independiente, encabezando a la cristiandad; y Placidia y su hijo Valentiniano copiaban obsequiosamente sus disposiciones, y oficiando a su compañero oriental, para que restableciese la paz y la unidad de la Iglesia. Mas la diestra del eunuco movía allá con igual maestría el boato de la corte oriental, y pronunció sin titubear Teodosio, que se hallaba ya en la iglesia pacífica y triunfante, pues la llamarada última quedaba ya apagada con el digno escarmiento de Nestorio y secuaces. Quizás se encenagaran más y más los griegos en la herejía de los monofisitas, a no tropezar dichosamente el caballo del emperador; muere Teodosio, le sucede su hermana católica, Pulqueria, entronizando a un marido nominal queman a Crisafio, arrinconan a Dióscoro, llaman a los desterrados, y los obispos orientales forman el tomo de León. Frústarsele a éste sin embargo su intento predilecto de un concilio latino; esquiva la presidencia del sínodo griego, que se junta ejecutivamente en Niza de Bitinia; requieren sus legados desenfadadamente la presencia del emperador, y los padres acosados se trasladan a Calcedonia, bajo la inspección inmediata de Marciano y del Senado de Constantinopla (8 de octubre-1 de noviembre de 451 d. C.). Descollaba la iglesia de santa Eufemia sobre un cerro empinado, pero de suave ascenso, a pocos pasos del Bósforo de Tracia. Se celebraba como portento del arte su estructura triple, y la perspectiva interminable de mar y tierra no podía menos de sublimar el pensamiento de un iluso a la contemplación de Dios y del universo. Hasta seiscientos treinta obispos se fueron colocando por su orden competente en la nave de la iglesia, pero antecedían los legados, de los cuales el tercero no era más que sacerdote, a los patriarcas orientales; reservando asientos distinguidos a veinte seglares de jerarquía consular o senatoria. Estaba patente en el centro con ostentación el Evangelio, y el cuerpo de ministros pontificios e imperiales que arbitraron en las trece sesiones del concilio de Calcedonia.[1037] Enmudeció a su presencia la gritería y desenfreno que solía desdorar la gravedad episcopal, pero al formalizar los legados su acusación, tuvo Dióscoro que apearse de su solio y ponerse en el banquillo, como reo ya sentenciado, en el concepto de sus jueces. Los orientales menos opuestos a Nestorio que a Cirilo, recibieron a los romanos a fuer de libertadores; la Tracia, el Ponto y el Asia, estaban airados contra el matador de Flaviano, y los nuevos patriarcas de Constantinopla y Antioquía afianzaron sus destinos con el sacrificio de su bienhechor. Los obispos de Palestina, Macedonia y Grecia, eran adictos a la fe de Cirilo; pero en medio del sínodo, en el acaloramiento de la contienda, los caudillos, con sus comitivas atentas, anduvieron pasando del lado derecho al izquierdo, y así tranzaron la victoria con su deserción oportuna. De los diez y siete sufragáneos venidos de Constantinopla, cuatro se retrajeron de su empeño, y hasta trece, postrándose por el suelo, estuvieron implorando la conmiseración del concilio con gemidos y sollozos, exclamando llorosamente que iban a ser degollados al volver a Egipto por el pueblo enfurecido. Se les concedió aquel tardío arrepentimiento, en descargo de su yerro o delito, como cómplices de Dióscoro, pero sus demasías vinieron a recaer en aquella cabeza; él ni pidió, ni esperó indulto, y el comedimiento de cuantos abogaron por la amnistía general, quedó ahogado por los gritadores de victoria y venganza. Para poner en salvo a sus parciales últimos, se entresacaron mañosamente agravios personales; su excomunión temeraria e ilegal del papa, y su resistencia contumaz (estando preso) en comparecer a la cita del sínodo. Sobraron testigos para comprobar sus demasías de orgullo, codicia y crueldad; y se horrorizaron los Padres, al oír que las limosnas de la Iglesia se repartían entre danzarinas, que su palacio y aun su baño se franqueaban a las rameras de Alejandría, y que la infame Pamofia o Irene, estaba mantenida públicamente como manceba del patriarca.[1038]

Por maldades tan escandalosas quedó Dióscoro depuesto por el sínodo, y desterrado por el emperador; mas la pureza de su fe se declaró en presencia y con la aprobación tácita de los Padres. Su cordura dio más bien por supuesta, que pronunció la herejía de Eutiques, a quien jamás se citó ante su tribunal, y enmudecieron sonrojados, cuando allá un denodado monofisita, arrojando a sus pies un tomo de Cirilo, los estuvo retando a excomulgar en su persona la doctrina del santo. Si nos enteramos desapasionadamente de las actas de Calcedonia cuales las recuerda el partido católico,[1039] hallaremos que la gran mayoría de los obispos se atenía a la mera unidad de Cristo; y en la concesión enmarañada de que se componía de o con dos naturalezas, se podía sobreentender la preexistencia o el enlace posterior, o cierto plazo intermedio y azaroso entre la concepción del hombre y la refundición del Dios. La teología romana, más deslindada y terminante, prohijó la voz más lastimadora para los oídos de un egipcio, que existía Cristo con dos naturalezas, y aquella porcioncilla trascendental[1040] (que cabía más bien allá en la memoria que en el entendimiento) había casi abortado un cisma entre los obispos católicos. Firmose con acatamiento, y tal vez con sinceridad el tomo de León; pero protestaron en dos sesiones sucesivas, que ni era provechoso ni legal el traspasar los sagrados padrones, deslindados en Niza, Constantinopla y Éfeso, con arreglo a la norma de la Escritura y de la tradición. Se allanaron al fin a las instancias encarecidas de sus dueños, pero su decreto infalible fue al través (aunque deliberadamente decidido y aclamado) en la sesión inmediata, con la oposición de los legados y de los amigos orientales. En vano repitió en coro gran muchedumbre de voces episcopales: «La definición de los Padres es acrisolada e inalterable; están ya descubiertos los herejes; anatema a los nestorianos; vayan fuera del sínodo; que se marchen a Roma».[1041] Amenazaron los legados, era el emperador absoluto y una junta de diez y ocho obispos minutó un decreto que se expidió a la reunión desmandada. Anunciose al mundo católico, en nombre del cuarto concilio general, el Cristo en una persona y dos naturalezas: se corrió una línea imperceptible entre la herejía de Apolinar y la fe de san Cirilo; y el camino del Paraíso, un puente tan afilado como un cortaplumas, se encaramó sobre un abismo, con la maestría teológica. Por espacio de diez siglos de ceguedad y servidumbre, estuvo la Europa recibiendo sus opiniones religiosas del oráculo del Vaticano, y la misma doctrina enmohecida de puro añeja, tuvo cabida, sin contienda, en el Credo de los reformadores, que se desentendían del predominio del pontífice romano. Triunfa todavía el sínodo de Calcedonia en las iglesias protestantes; mas el hervidero de las contiendas amainó, y los cristianos más devotos del día ignoran, o desentienden su propia creencia, en punto al misterio de la Encarnación.

Era muy diverso el destemple de egipcios y griegos, bajo el reinado purísimo de León y Marciano. La religiosidad de entrambos emperadores acompañaba con armas y edictos el símbolo de su fe,[1042] y la conciencia o el pundonor de quinientos obispos declaró, que los decretos del sínodo de Calcedonia podían legítimamente sostenerse, aun con derramamiento de sangre. Reparaban ufanísimos los católicos que el mismo sínodo se hacía al propio tiempo odioso a los nestorianos y a los monofisitas;[1043] pero los nestorianos se mostraban menos enojadizos, como menos poderosos, y el fervor terquísimo y sanguinario de los monofisitas traía desencajado todo el Oriente. Un ejército de monjes tenía avasallado a Jerusalén, y andaban saqueando, encendiendo y matando, en nombre de una sola naturaleza encarnada; la sangre estaba mancillando el sepulcro de Jesucristo, y las puertas de la ciudad se guardaban en rebeldía alborotada, contra las tropas del emperador. Depuesto y desterrado Dióscoro, los egipcios seguían echando menos a su padre espiritual, y abominaban del sucesor enviado por los padres de Calcedonia. Una guardia de doscientos soldados escudaba el solio de Proterio; estuvo guerreando cinco años con el pueblo de Alejandría, y al saber la muerte de Marciano, fue víctima de su fervor, pues la antevíspera de Pascua, sitiándolo en la catedral, lo mató en el bautisterio; quemó luego el cadáver descuartizado, y aventó sus cenizas; atrocidad inspirada por la visión de un ángel supuesto, un monje ambicioso, que bajo el nombre de Timoteo de Cat,[1044] sucedió en empleo y en opiniones a Dióscoro. La práctica de las represalias era, por entrambas partes, el móvil inflamador de superstición tan infernal, y así en el vaivén de una contienda metafísica fenecieron largos miles,[1045] careciendo los cristianos de todos temples del goce fundamental de la vida y de los dones invisibles del bautismo y de la comunión sagrada. Tal vez una patraña estrambótica de aquel tiempo encubrirá un retrato alegórico de tales fanáticos, que se andaban mutua e incesantemente martirizando. «Bajo el consulado de Venancio y Celer —refiere un obispo circunspecto— el pueblo de Alejandría y de todo el Egipto enloqueció con un frenesí extraño y diabólico: pudientes y menesterosos, esclavos y ciudadanos, monjes y clérigos, los naturales del país opuesto al sínodo de Calcedonia, enmudecieron y se alelaron, y ladrando como perros, se despedazaban con sus propios dientes la carne de sus manos y brazos».[1046]

Por fin los trastornos de treinta años acarrearon el famoso Henoticon[1047] del emperador Zenón (482 d. C.) que en su reinado y el de Atanasio se firmó por todos los obispos del Oriente, so pena de degradación y destierro, si rechazaban o contravenían a ley tan saludable y fundamental. Podrá el clero sonreírse, o desentonarse, por las ínfulas de un seglar deslindador de artículos de fe, mas si se allana a tarea tan desengañada, no estará su pecho tan contagiado con vulgaridades o intereses, y tan sólo la concordia del pueblo todo, alcanza a conservar la autoridad del magistrado. En lo que menos despreciable aparece allá Zenón es en la historia eclesiástica, y no me cabe desentrañar culpa alguna maniquea o eutiquiana, en el arranque gallardo de Anastasio, a saber, que era indecoroso para un emperador el andar persiguiendo a los devotos de Cristo y ciudadanos de Roma. Agradó en extremo el Henoticon a los egipcios; pero el menor lunar no asomó a la vista celosa o dañada de nuestros escolares acendrados, y así va describiendo por puntos la fe católica sobre la Encarnación, sin prohijar, ni descartar, los conceptos o las voces propias de la secta contraria. Se pregona solemne anatema contra Nestorio y Eutiques, y contra cuantos herejes dividen, trastruecan o reducen a un trasgo a Jesucristo. Sin deslindar el número, ni el artículo, de la voz naturaleza, se revalida acatadamente el sistema castizo de san Cirilo, la fe de Niza, de Constantinopla y de Éfeso; pero en vez de doblegarse al eco del cuarto concilio, queda orillado el asunto, censurando todas las doctrinas contrarias, si con efecto se enseñaron en Calcedonia, o cualquier otro punto. Bajo este concepto en bosquejo, amigos y enemigos del último sínodo podían estrecharse, en silencioso abrazo. Aviniéronse los cristianos más atinados en este género de tolerancia; mas sus alcances eran endebles y variables, y su obediencia se despreciaba como servil y medrosa, por sus hermanos más denodados. Empapados todos de palabra y obra en el asunto único del día, mal podían mantenerse equilibradamente neutrales; un libro, un sermón, una plegaria, reencendía la llamarada de la contienda, y los vínculos de hermandad se desataban o anudaban alternativamente por el encono personal de los obispos. El intermedio desde Nestorio a Eutiques, se cuajaba de infinitos matices de idiomas y opinión; asoman los Acéfalos[1048] de Egipto y los pontífices romanos, de igual entidad, pero de diversa pujanza, a los dos extremos de la escala teológica. Los acéfalos, sin rey ni obispo, vivieron separados más de tres siglos de los patriarcas de Alejandría, quienes habían aceptado la comunión de Constantinopla, sin empeñarse en la condena terminante del sínodo de Calcedonia, al paso que los papas excomulgaron a los patriarcas de Constantinopla, por aceptar la comunión de Alejandría, sin formalizar su aprobación del mismo sínodo. Su despotismo arrollador allá volcaba a los griegos más castizos, en aquella constelación espiritual, negaba o dudaba de la validez de sus sacramentos,[1049] y estuvo fomentando treinta y cinco años el cisma de levante y poniente, hasta que terminantemente abolieron la memoria de cuatro prelados bizantinos, que osaron oponerse al predominio de san Pedro.[1050] Antes de aquel plazo, el fervor de los mitrados contrarios había quebrantado la tregua volandera de Constantinopla y el Egipto. Macedonio indiciado de herejía nestoriana, abogaba, desde su arrinconado destierro, por el concilio de Calcedonia, mientras el sucesor de Cirilo feriara ufano su vuelco, a costa de un cohecho de dos mil libras de oro.

En aquella temporada calenturienta, el sentido, y aun el eco, de una sílaba era suficientísimo, para alterar la paz del Imperio. El Trisagio[1051] (tres veces santo) «Santo, santo, santo, Señor, Dios de los ejércitos» suponen los griegos que es el himno idéntico que los ángeles y los querubines están repitiendo sempiternamente ante el solio de Dios, y que a mediados del siglo V, fue revelado milagrosamente a la iglesia de Constantinopla. La devoción de Antioquía añadió luego «que fue crucificado por nosotros» y esta jaculatoria halagüeña, ya sea a Jesucristo solo, ya a toda la Trinidad, queda sincerada por las reglas teológicas, y se ha ido sucesivamente prohijando por los católicos de Oriente y Occidente. Pero allá un obispo monofisita[1052] fue su inventor, y fue desechada como blasfemia y don de un enemigo mortal, y tan temeraria innovación estuvo a pique de costar al emperador Anastasio trono y vida.[1053] Carecía el vecindario de Constantinopla de racionalidad, en punto a verdadera independencia, y por tanto conceptuaban motivo suficiente de rebeldía el viso de una librea en las carreras y el de un misterio en las escuelas. Entonábase el Trisagio, solo o con el aumento climatérico, en la catedral por dos coros encontrados, y al postrarse ya sus pulmones, solían acudir a los argumentos más sólidos de piedras y garrotes, castigaba el emperador y defendía el patriarca a los agresores, y la corona y la mitra iban por apuesta, en el resultado de contienda tan grandiosa. Hombres, mujeres, y niños acudían a enjambres, y se atropellaban por las calles; legiones de monjes marchaban en formación, y voceaban y peleaban al frente. «Cristianos, éste es el día del martirio; no hay que desamparar a nuestro padre espiritual; anatema al tirano maniqueo, que es indigno de reinar». Éste era el alarido católico, y las galeras de Anastasio estaban ya con los remos alzados, ante el palacio, hasta que el patriarca había perdonado y absuelto a su penitente, y despedía allá la oleada de la revuelta muchedumbre. Quedó contrarrestado el triunfo de Macedonio con un destierro ejecutivo; pero el fervor de su grey se enconaba de nuevo con la misma pregunta de «si uno de la Trinidad había sido crucificado». En tan sumo trance, los bandos verde y azul de Constantinopla suspendieron sus discordias, y las potestades civil y militar quedaron exánimes a su presencia. Se depositaron las llaves de la ciudad y los estandartes de la guardia, en el foro de Constantino; paradero y campamento principal de los fieles. Andaban día y noche afanados en cantar himnos de alabanza a Dios, y en saquear y matar a los sirvientes de su príncipe. Llevaban allá empinada a la punta de una lanza la cabeza de su monje predilecto, íntimo del que llamaban enemigo de la santísima Trinidad, y los tizones arrojados a las casas de los herejes iban extendiendo sus llamas a los edificios más católicos. El emperador, al ver estrelladas sus estatuas, se ocultó en un arrabal, hasta que al terecer día, se determinó a implorar la compasión de sus propios súbditos. Sin diadema y en ademán rendido, se deja ver Anastasio en su solio del circo; entonan los católicos a su presencia el Trisagio castizo, se engríen con su oferta, hecha a voz de pregón, de orillar la púrpura, escuchan la advertencia de que puesto que todos no pueden reinar, debían convenirse antes en la elección de soberano; admiten la ejecución de dos ministros malquistos, a quienes el dueño condena, sin titubear, a los leones. El éxito de Viteliano fomentaba aquellas asonadas violentas, pero volanderas, pues con un ejército de hunos y búlgaros, los más idólatras, se declaró el campeón de la fe católica. En su rebeldía devota, vino asolando la Tracia, sitió a Constantinopla, exterminó a sesenta y cinco mil cristianos como él, hasta que consiguió el llamamiento de los obispos, el desagravio del papa, y el establecimiento del concilio de Calcedonia, tratado católico, firmado con repugnancia por el moribundo Anastasio, y cumplido más fielmente por el tío de Justiniano. Tal fue el paradero de la primera guerra de religión ejercida en nombre, y por los alumnos de un Dios de paz[1054] (514 d. C.).

Ya hemos estado presenciando a Justiniano, bajo los varios conceptos de príncipe, de conquistador, y de legislador; todavía queda el de teólogo[1055] que le desaira en gran manera, abultando esta monstruosidad desmedidamente en su retrato (517-565 d. C.). Terciaba el soberano con los súbditos, en su acatamiento supersticioso a los santos, vivos y difuntos; su Código, y con especialidad las Novelas, corroboran y amplian las prerrogativas del clero; y aun en las mismas contiendas, entre monje y seglar, el juez parcialísimo propende a fallar, que la verdad, la inocencia y la justicia, estaban siempre por la parte de la Iglesia. Ejemplarísimo y puntual era el emperador en sus devociones públicas y caseras; monje parecía en la austeridad de sus penitencias, con plegarias, ayunos y desvelos, se embelesaba su fantasía con la esperanza, o la creencia, de inspiraciones personales, logró afianzar el amparo de la Virgen y del Arcángel san Miguel, y se atribuyó su recobro de una dolencia gravísima, al auxilio milagroso de los santos mártires Cosme y Damián. Los monumentos de su religiosidad,[1056] estaban condecorando las provincias del Oriente, y aunque la grandísima parte de aquellas construcciones costosísimas, se debe achacar a su afición ostentosa, es muy probable que el cariño y agradecimiento a sus bienhechores invisibles enardeciese entrañablemente el afán del arquitecto purpurado. El dictado de religioso era el más halagüeño para los oídos de su grandeza imperial; clavaba su ahínco en acrecer los intereses, tanto espirituales como temporales de la Iglesia, y solía sacrificar su instituto de padre de la patria al de defensor de la fe. Congeniábanle en gran manera las controversias de su tiempo, y los catedráticos de teología se estarían mofando allá en su interior de la eficacia de un advenedizo, que desatendía su profesión propia, y se engolfaba en la ajena. «¿Qué podéis temer —decía un conspirador denodado–, de ese tirano beato? Desvelado e indefenso está pasando noches enteras en su aposento ventilando con reverendos barbicanos, y hojeando las páginas de volúmenes eclesiásticos».[1057] El fruto de sus tareas salió a luz en repetidas conferencias, donde Justiniano voceaba y sutilizaba, cual el más pujante de los disputadores, y luego en varios sermones, llamados edictos, o sea epístolas, que estaban pregonando al Imperio toda la teología de su dueño. Mientras los bárbaros se internaban por las provincias, mientras las legiones victoriosas iban marchando bajo las banderas de Belisario, o de Narsés, el sucesor de Trajano, desconocido en sus reales, se satisfacía con vencer al frente de un sínodo. Si convidara a tales juntas a un auditorio imparcial y despejado, podía Justiniano enterarse de que toda contienda religiosa, es aborto de arrogancia y devaneo; que toda religiosidad se cifra más propiamente en el silencio y el rendimiento; que el hombre, de suyo ignorante, no debe arrojarse a escudriñar la naturaleza de todo un Dios; y que nos basta saber que el poderío y la benevolencia, son los sumos atributos de la Divinidad.[1058]

Ni descollaba por entonces la tolerancia, ni blasonaban los príncipes de indulgentes con los rebeldes. Mas en avillanándose el príncipe con el papel ruin y descontentadizo de caviloso, suele luego acudir a los alcances de su poderío, para suplir la endeblez de sus argumentos, castigando sin lástima la ceguedad reacia de cuantos adrede están cerrando los ojos a los destellos de la demostración. Fue el reinado de Justiniano un campo perpetuo, pero variable, de persecución, y sobresalió al parecer entre todos sus antecesores apoltronados, así en el contexto como en la ejecución de sus leyes. Fijose el plazo cortísimo de tres meses para la conversión, o el destierro de todos los herejes,[1059] y si se dasentendía de su permanencia insubsistente, quedaban defraudados bajo su férreo yugo, no sólo de los bienes de la sociedad, sino aun del derecho común de naturaleza, como hombres y como cristianos.

Los montanistas de Frigia tras cuatro siglos,[1060] brotaban todavía aquel entusiasmo cerril de perfección y de profecía que habían estado adquiriendo con sus apóstoles varones y hombres, como órganos particulares del Paracleto. Al asomar los sacerdotes católicos y su soldadesca, se abalanzaron desaladamente a la corona del martirio, su junta o congregación feneció en las llamas, mas no se habían exterminado aquellos fanáticos primitivos, a los trescientos años de la muerte de su tirano. La iglesia de los arrianos en Constantinopla había arrostrado, al resguardo de los confederados godos, la violencia de las leyes: igualaba su clero al Senado en riquezas y magnificencia, y cuanto oro y plata afianzó la diestra apresadora de Justiniano, podía quizás pertenecerles, como despojo de las provincias y trofeos de los bárbaros. Encubríanse allá unos restos recónditos de paganos en la clase más culta y en la más montaraz del linaje humano, y encendieron las iras de los cristianos, mal hallados tal vez, con que algún extraño presenciase sus contiendas intestinas. Nombrose a un obispo con ínfulas de inquisidor de la fe, y sus pesquisas fueron luego descubriendo en la corte y en la ciudad, magistrados, legistas, médicos y catedráticos, amantes todavía de la superstición griega. Se les notificó ceñudamente que sin demora escogiesen entre el desagrado de Júpiter y el de Justiniano, y su ojeriza al Evangelio no se debía disfrazar más bajo la máscara escandalosa de la indiferencia o la impiedad. El patricio Focio fue tal vez el único resuelto a vivir o morir como sus antepasados; se libertó a sí mismo con una estocada y dejó al tirano el mezquino logro de patentizar, con afrenta, el cadáver de aquel fugitivo. Sus hermanos, más apocados, se doblegaron ante el monarca terrestre, aguantaron el ceremonial del bautismo y se afanaron en aventar desaladamente toda sospecha, o todo recuerdo de idolatría. La patria de Homero y el teatro de la guerra Troyana, estaban todavía conservando las últimas pavesas de su mitología, mas a impulsos del obispo descubridor, se convirtieron hasta setenta mil en Asia, Frigia, Lidia y Caria; edificáronse noventa y seis iglesias para tantísimo novicio, aprontando la devota munificencia de Justiniano, ropas de lino, biblias, rituales y vasos de oro y plata.[1061] Los judíos, ya despojados por puntos de sus inmunidades, se vieron más y más acosados por una ley que les precisaba a guardar la festividad de la Pascua en el mismo día que la celebraban los cristianos.[1062] Quejábanse con tanto más fundamento, cuanto los mismos católicos no estaban acordes, con el cómputo astronómico de su soberano: el pueblo de Constantinopla dilataba el principio de su cuaresma toda una semana después de la disposición superior, y lograban el regalo de ayunar siete días después que los abastos estaban de venta por mandato del emperador. Los samaritanos de Palestina[1063] formaban una ralea revuelta y una secta inapeable, desechada, como judaica por los paganos, como cismática por los judíos, y por los cristianos como idólatra. Se les había plantado la cruz, su abominada, en su monte sagrado del Garizim,[1064] pero la persecución de Justiniano les intimó la alternativa del bautizo, o la rebeldía. Se atuvieron a la última; se armaron bajo la bandera de un caudillo desesperado, y por desagravio atropellaron vidas, haberes y templos de un vecindario indefenso. Acudieron las fuerzas regimentadas del Oriente, y sojuzgaron a los samaritanos; quedaron muertos veinte mil, y otros tantos fueron vencidos por los árabes a los infieles de la Persia y la India, y lo restante de aquella nación desventurada se descargó de su delito de traición con el pecado de hipocresía. Se regularon en cien mil los romanos fenecidos en la guerra samaritana,[1065] que trocó aquella provincia, antes tan pingüe, en maleza montaraz y adusta. Mas para la fe de Justiniano, no cabía el concepto de homicidio en la matanza de incrédulos, y se afanó devotamente en plantear a fuego y sangre la unidad de la creencia cristiana.[1066]

Con tan extremados arranques, le correspondía a lo menos el acertar a todo trance. Desde los primeros años de su reinado, descolló, como discípulo y adalid celosísimo del bando católico: el hermanamiento de griegos y latinos deslindó el tomo de san León, por credo del emperador y del Imperio; por ambas partes, y a diestro y siniestro acosados los nestorianos y eutiquistas, con la persecución, el católico y legislador[1067] ratificó allá con su código, los cuatro sínodos de Niza, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. Pero mientras Justiniano se afanaba por conservar la unidad en la fe y en el culto, su mujer Teodora, que sabía hermanar la devoción con sus devaneos, estaba oyendo a los doctores monofisitas, y la sonrisa de tan graciable abogada resucitó y multiplicó los enemigos patentes y encubiertos de la Iglesia. La discordia espiritual desavenía la ciudad, el palacio y el tálamo nupcial, mas estaba tan desconceptuada la sinceridad de los consortes imperiales que su discordancia aparente se achacaba por muchos, a una confederación solapada, contra la religión y el bienestar del vecindario.[1068] La contienda sonada de los tres capítulos,[1069] que cuajó más volúmenes que líneas merece, asoma con accidentes muy señalados de aquel torpe sistema. Hacía tres siglos que los gusanos habían consumido el cadáver de Orígenes;[1070] su alma, cuya preexistencia le constaba hallarse en el gremio del Criador, pero los monjes de Palestina andaban releyendo desaladamente sus escritos. En ellos descubrió la vista perspicaz de Justiniano, más de diez errores metafísicos, y el doctor primitivo fue sentenciado, al par de Pitágoras y Platón, por el clero a la eternidad del fuego infernal, que había tenido el arrojo de negar. Al resguardo de este antecedente, se estaba asestando un tiro mortal al concilio de Calcedonia. Habían los Padres escuchado con calma las alabanzas de Teodoro, de Mopsuestia,[1071] y su justicia, o su condescendencia, habían restablecido a Teodoreto de Cirso, y a Ibas de Edesa, a la comunión de la Iglesia. Mas la reputación de aquellos obispos orientales adolecía de ciertos visos de herejía; el primero había sido maestro y los dos segundos amigos de Nestorio; tildábanse sus pasos más sospechosos bajo el título de los tres capítulos, y condenada su memoria trascendía al pundonor de un sínodo, cuyo nombre se pronunciaba con acatamiento entrañable o afectado, por el mundo católico. Si aquellos obispos venían a anonadarse, inocentes o criminales, en el letargo de la muerte, probablemente que no se despertarían, con los clamores que, tras un siglo, se exhalaban sobre su sepulcro. Parando ya en las garras de Luzbel, ningún afán humano alcanzaría a encrudecer o aliviar sus tormentos; si estaban disfrutando en compañía de los santos y de los ángeles, el galardón de su religiosidad, no podían menos de sonreírse con la saña disparatada de los insectillos teológicos, que zumbían rastreramente por la haz de la tierra. El adalid de tales gusanillos, el emperador de los romanos, flechaba su aguijonazo y derramaba su ponzoña, quizás sin calar los motivos verdaderos de Teodora y de su bando eclesiástico. Su poderío no alcanzaba ya a las víctimas, y el estilo vehemente de sus edictos, tan sólo podía pregonar su condenación, y convidar al clero de Oriente, para reforzar el coro de sus maldiciones y anatemas. El Oriente se avino con algún reparo al eco de su soberano: celebrose el quinto concilio general de tres patriarcas y ciento sesenta y cinco obispos, en Constantinopla (4 de mayo-2 de junio de 555 d. C.) y los autores, y al par los defensores de los tres capítulos, quedaron separados de la Comunión de los santos, y entregados con toda solemnidad al príncipe de las tinieblas. Pero las iglesias latinas volvieron ansiosas por el pundonor de León y del sínodo de Calcedonia; y si pelearan, como siempre, bajo el estandarte de Roma, quizás prevalecieran en la causa de la racionalidad y de la compasión. Mas yacía su caudillo preso en manos del enemigo, y el solio de san Pedro, ajado ya con las simonías, quedó vendido con la cobardía de Vigilio, que se postró, tras largo e inconsecuente conato, ante el despotismo de Justiniano y la sofistería de los griegos. Movió su apostasía la ira de los latinos, y sólo dos obispos se allanaron a poner las manos sobre su diácono y sucesor Pelagio. Mas perseveraron los papas, y al fin fueron descargando sobre sus contrarios el apodo de cismáticos; las iglesias italiana, ibérica y africana yacieron acosadas por las potestades civil y eclesiástica, con algún conato también de la milicia;[1072] los bárbaros lejanos copiaban el Credo del Vaticano, y en el término de un siglo, el cisma de los tres capítulos vino a fenecer en un distrito arrinconado de la provincia veneciana.[1073] Pero el desabrimiento religioso había ido ya fomentando las conquistas de los lombardos, y los mismos romanos estaban ya acostumbrados a maliciar la doblez, y a detestar el gobierno de su tirano bizantino.

Carecía Justiniano de tesón y consecuencia en el escrupuloso esmero en despejar sus opiniones volanderas y las de sus propios súbditos. Se destemplaba de mozo al menor desvío del sendero rectísimo; de anciano atropelló el deslinde con la herejía, y no menos los jacobitas que los católicos quedaron escandalizados con su declaración, de que era incorruptible el cuerpo de Cristo, y que de adulto, no adoleció de las urgencias e indisposiciones, achaque inherente a nuestra carne mortal. Los últimos edictos de Justiniano pregonaron esta opinión soñada, y en su trance oportunísimo y postrero, el clero se desentendía, el príncipe se aparejaba a precisar, y el pueblo estaba dispuesto a padecer o contrarrestar. Un obispo de Tréveris, escudado con la lejanía de su poderío, se encaró con el monarca del Oriente en tono de autoridad y de afecto (564 d. C.). «Benignísimo Justiniano, recordad vuestro bautismo y vuestro Credo; y no mancille la herejía esas canas. Llamad a vuestros padres de sus destierros, y vuestros secuaces de su extravío y perdición. No podéis ignorar que la Italia y la Galia, la España y el África, se están ya condoliendo de vuestro vuelco, y excomulgando vuestro nombre. A menos que sin demora revoquéis cuanto habéis enseñado, a menos que prorrumpáis en alaridos de, erré, pequé, anatema a Nestorio, anatema a Eutiques, allá arrojáis vuestras almas a las mismas llamas, en que ellos estarán ardiendo eternamente». Murió sin demostración alguna.[1074] Su muerte restableció hasta cierto punto la paz en la Iglesia, y los reinados de sus cuatro sucesores, Justino, Tiberio, Mauricio y Focas, se particularizan con un vacío extraño y venturoso, en la historia eclesiástica del Oriente.[1075]

Nuestras potencias están de suyo imposibilitadas de internarse en sí mismas; los ojos son inaccesibles a la propia vista, como el alma al pensamiento, pero conceptuamos y percibimos, que un albedrío, un solo móvil es imprescindible a un ente racional y ensimismado. Al volver Heraclio de la guerra de Persia, consultó el héroe católico a sus obispos, sobre si Cristo, a quien estaba adorando, de una persona pero de dos naturalezas, constaba de una sola, o de dos, voluntades. Contestaron en singular, y esperanzó entonces ufano el emperador, que los jacobitas de Egipto y Siria, se pudieran hermanar profesando una doctrina positivamente sana y muy probablemente cierta, pues hasta los mismos nestorianos la estaban enseñando.[1076] Hízose infructuosamente el experimento, y los apocados o enardecidos católicos, ni por asomo quisieron cejar, ante un enemigo taimado y violento (629 d. C.). El partido católico (el dominante) anduvo ideando nuevos géneros de habla de argumentos, y de interpretación; iban dando apropiadamente a cada naturaleza de Cristo su pujanza deslindada y peculiar, pero se ocultaba aquella diferencia, afirmándose, en que la voluntad humana y divina era invariablemente la misma.[1077] El achaque se accidentaba como siempre, mas el clero griego, como ahíto con la interminable contienda de la Encarnación, fue apuntando una especie provechosa al oído del príncipe, y aun del pueblo. Declarose monotelita (defensor de la unidad en el albedrío), pero conceptuaron como nuevas las voces y las cuestiones como inservibles, recomendando un silencio religioso, por ser más propio de la cordura y de la caridad del Evangelio. Promulgose esta ley del silencio sucesivamente (639 d. C.) con la ectesis, o exposición del emperador Heraclio, y el tipo o dechado (645 d. C.) de su nieto Constantino[1078] y los cuatro patriarcas de Roma, Constantinopla, Alejandría y Antioquía, firmaron gustosísimos los edictos imperiales. Pero el obispo y los monjes de Jerusalén tocaron a rebato; las iglesias latinas fueron desentrañando una herejía encubierta, en el lenguaje y aun en el silencio de los griegos; y con más osada ignorancia, el sucesor del papa Honorio, retractó y censuró su obediencia a las disposiciones del soberano. Condenaron la herejía malvada y execrable de los monotelitas, que resucitaban los desbarros de Manes, Apolinario, Eutiques, etc., firmaron la sentencia de excomunión sobre el túmulo de san Pedro, se revolvió la tinta con el vino sacramental, la sangre de Cristo, y se echó el resto en las ceremonias, para horrorizar y estremecer a los ánimos supersticiosos. Como representantes de la Iglesia occidental, y su sínodo Lateranense, dispararon su anatema contra el silencio alevoso y criminal de los griegos: ciento cinco obispos de Italia, por lo más súbditos de Constante, se adelantaron a reprobar su malvado tipo y la ectesis impía de su abuelo, y a igualar a los autores y a sus adictos, con sus veintiún herejes notorios, apóstatas de la Iglesia y enviados de Satanás. No era disimulable tamaño desacato, ni en la mansedumbre de aquel reinado. El papa Martín acabó sus días en las playas montaraces del Quersoneso Táurico, y su oráculo el abad Máximo fue ajusticiado, inhumanamente, cortándole la lengua y la mano derecha.[1079] Mas aquellos arranques incontrastables retoñaron en los sucesores y los latinos se desagraviaron con su triunfo de la anterior derrota borrando el desaire de los tres capítulos. El sexto concilio general de Constantinopla confirmó los sínodos de Roma (7 de noviembre de 630 d. C.; 16 de septiembre de 652 d. C.), en el palacio y a presencia de un nuevo Constantino, descendiente de Heraclio. El convertido regio convirtió luego al pontífice bizantino, y una mayoría de los obispos;[1080] los disidentes con su caudillo, Macario de Antioquía, quedaron condenados a las penas espirituales y temporales de la herejía; allanose el Oriente a ser aleccionado por el Occidente, y quedó por fin planteado el Credo, que está enseñando a los católicos de todas las edades, que dos albedríos, o voluntades, se hermanan en la persona de Jesucristo. Fueron a representar la majestad del papa y el sínodo romano tres obispos, dos clérigos y un diácono; pero estos oscuros latinos carecían de armas para presionar, de tesoros para cohechar y de elocuencia para persuadir; y no alcanzo a comprender por qué arbitrios obligaron a un encumbrado emperador de los griegos al desprendimiento del catecismo de su niñez, y la persecución de la religión de sus padres. Tal vez los monjes y el vecindario de Constantinopla,[1081] eran propensos al Credo Lateranense, que a la verdad es el menos atinado, y robustece mi sospecha aquel descomedimiento general del clero griego, que al parecer en esta contienda, se hizo cargo de su propia endeblez. Mientras el sínodo estaba controvirtiendo, un fanático propuso decisión mucho más ejecutiva, resucitando un muerto. Acudieron los prelados a la prueba: pero su malogro está manifestando, que los arranques y vulgaridades de la muchedumbre no adolecían de monotelismo. En la generación siguiente, cuando el hijo de Constantino quedó depuesto y muerto por el discípulo de Macario, se empaparon regaladamente en su venganza y predominio: la figura o monumento del concilio sexto, quedó borrado y sus actas originales se arrojaron al fuego; pero al segundo año, su amparador fue derrocado del solio; quedaron los obispos del Oriente descargados de su volandera anuencia; el sucesor católico de Bardanes replantó la fe romana, y los problemas lindísimos de la Encarnación quedaron olvidados con la guerra más popular y patente de la adoración de las imágenes.[1082]

Hacia fines del siglo VII, el artículo de la Encarnación, deslindado en Roma y en Constantinopla, se predicó inalterablemente por las islas lejanas de Bretaña e Irlanda:[1083] cuantos cristianos celebraban el rezo en griego o en latín abrigaban los mismos conceptos, o más bien repetían las idénticas palabras. Su número y su escaso esplendor desmerecían el dictado de católicos; pero en el Oriente se apellidaban menos honoríficamente melquites o realistas,[1084] como hombres cuya fe, en vez de estribar sobre la Escritura, el raciocinio o la tradición, se había planteado, y se mantenía aún, con la potestad temporal y arbitraria de un monarca. Podían los contrarios citar las palabras de los Padres de Constantinopla, que se profesan esclavos del rey; y podrían referir, con gozo maligno, cómo el emperador Marciano y su consorte virgen habían inspirado y reformado los decretos de Calcedonia. La facción dominante se atiene, naturalmente, al deber de sumisión, y es igualmente natural que los disidentes abriguen y defiendan los principios de libertad. Despavoridos con el azote enarbolado los nestorianos y los monofisitas pararon en rebeldes y fugitivos, y así los aliados más antiguos y provechosos de Roma, vinieron a conceptuar al emperador, no como caudillo, sino como enemigo de los cristianos. El idioma, móvil eficacísimo que hermana o deshermana a los hombres, deslindó luego a los sectarios del Oriente, con la prenda especial y perpetua, que alejó todo roce y toda esperanza de reconciliación. La prepotencia dilatada de los griegos, sus colonias, y ante todo su elocuencia, habían ido derramando aquel idioma, el más cabal de cuantos ideó el arte humano; pero el conjunto de los pueblos, tanto de Siria como de Egipto, perseveraban siempre en el uso de sus hablas nacionales, con la sola diferencia, de que el copto estaba confinado a los campesinos toscos y poco ilustrados del Nilo, mientras que el sirio[1085] desde las sierras de la Asiria hasta el Mar Rojo, era adecuado para los tópicos elevados de la poesía y el raciocinio. La Armenia y la Abisinia se habían contagiado con el idioma y la instrucción de los griegos, y sus lenguas bárbaras, resucitadas ahora con los estudios de la Europa moderna, se hacían incomprensibles a los habitantes del Imperio Romano. El sirio y el copto, el armenio y el etiópico, están ya consagrados en el servicio de sus iglesias respectivas, y su teología se realzó con sus versiones caseras[1086] tanto de la Escritura como de los Padres más conceptuados. Tras el plazo de casi catorce siglos las pavesas encendidas con un sermón de Nestorio, están todavía ardiendo en el interior del Oriente, y las comuniones contrapuestas siguen aún conservando la fe y la disciplina de sus fundadores. Los nestorianos y monofisitas, en medio de su ignorancia, servidumbre y rastrero desamparo, desechan la supremacía espiritual de Roma, y se huelgan con la tolerancia de sus dueños turcos, que les franquea el abominar por una parte de san Cirilo y del sínodo de Éfeso, y por otra del papa León y del concilio de Calcedonia. El impulso que vinieron también a causar, para el vuelco del Imperio oriental, está pidiendo algún pormenor, y podrá el lector entretenerse con la varia perspectiva de I. Los nestorianos. II. Los jacobitas.[1087] III. Los maronitas. IV . Los armenios. V. Los coptos y VI. Los abisinios. Hablan sirio los tres primeros, pero los últimos se deslindan con sus idiomas particulares. Mas no les sería dable a los armenios y abisinios del día conversar con sus antepasados; y los cristianos de Egipto y Siria, desechando la religión, han prohijado la lengua de los árabes. La sucesión del tiempo ha ido favoreciendo a los amaños sacerdotales, y en levante así como en poniente, se encaran con la Divinidad en un idioma, ya arrinconado y desconocido a la mayoría de la congregación.

I. La herejía de aquel desventurado Nestorio vino luego a borrarse tanto en su provincia nativa, como en la episcopal. Los obispos orientales que habían contrarrestado, en su mismo rostro, a la arrogancia de Cirilo, fueron amainando, con sus concesiones tardías. Los mismos prelados vinieron a firmar, aunque con mil susurros, los decretos de Calcedonia: el poderío de los monofisitas los hermanó con los católicos en sus acaloramientos, en sus intereses y pausadamente en su creencia, y exhalaron sus postreros y dolorosos ayes en defensa de los tres capítulos. Sus hermanos disidentes, menos comedidos, o más ingenuos, se estrellaron contra las leyes penales, y ya desde el reinado de Justiniano, mal se podía hallar una iglesia de nestorianos en los ámbitos de todo el Imperio. Allende sus linderos, lograron descubrir un nuevo mundo, en el cual les cupo esperanzar la libertad y aun la conquista. En Persia, contra toda la oposición de los magos, se había ido arraigando hondamente el cristianismo, y las naciones del Oriente vivían sosegadas a su sombra benéfica. El católico, o primado, residía en la capital: en sus sínodos; y en las diócesis, sus metropolitanos, obispos y clero representaban el boato y el arreglo de una gradería entonada; se estaban ufanando con el aumento de prosélitos que se iban convirtiendo del Zendavesta al Evangelio, y de la vida seglar a la monástica, avivando sus afanes con la presencia de un enemigo artero y formidable. Los misioneros sirios, eran los fundadores de la Iglesia de Persia, y su habla, disciplina y doctrinas estaban muy salpicadas del primer origen. Eran elegidos los católicos por no propios sufragáneos, pero como ahijados de los patriarcas de Antioquía, están incluidos en los cánones de la iglesia oriental.[1088] En la escuela persa de Edesa[1089] las generaciones vinientes de los fieles se empapaban en su idioma teológico; estaban estudiando en la versión siria los diez mil volúmenes de Teodoro de Mopsuestia, y reverenciaban la fe apostólica y el santo martirio de su discípulo Nestorio, cuya persona y habla eran igualmente desconocidas a las naciones, allende el Tigris. La primera lección indeleble de Ibas, obispo de Edesa, les enseñaba a detestar al egipcio que, en el sínodo de Éfeso, había impíamente barajado las dos naturalezas de Cristo. Los maestros y discípulos huidos, o arrojados, por dos veces de la Atenas de Siria, fueron desparramando misioneros enardecidos con el afán duplicado de religión y de venganza; y la unidad acendrada de los monofisitas, que en los reinados de Zenón y de Anastasio arrebató las mitras del Oriente, estimuló a sus antagonistas, en un país de libertad, para confesar el enlace más bien moral que físico de las dos personas de Jesucristo. Desde la primera predicación del Evangelio, los reyes Sasanes maliciaron siempre contra una ralea de extraños y apóstatas, que profesaban la religión, y favorecían la causa de los enemigos hereditarios de su patria. Se les había vedado, por edictos reales, toda correspondencia con el clero sirio, el orgullo aprensivo de Peraces se complacía con los medros del cisma, y estuvo escuchando la elocuencia de un prelado artero, que retrataba a Nestorio como propicio a la Persia, y le amonestó a que afianzase la lealtad de los súbditos cristianos, no abrigando con su preferencia a las víctimas del perseguidor romano. Componían los nestorianos una mayoría crecida del clero y el pueblo; los halagaba y armaba el despotismo; pero muchos de sus hermanos timoratos se estremecían a los asomos de estrellarse con la comunión del mundo cristiano; y la sangre de siete mil y setecientos monofisitas o católicos, corroboró la uniformidad en la fe y la disciplina de las iglesias de Persia.[1090] Asoma en sus instituciones eclesiásticas cierta racionalidad y arreglo; se fue suavizando, y por fin quedó olvidada la austeridad claustral; se fundaron inclusas y refugios; desatendió el clero de Persia la ley tan imprescindible del celibato para griegos y latinos, y se fue multiplicando el número de los elegidos con las bodas, redobladas de clérigos, de obispos, y aun del mismo patriarca. Acudieron a millones fugitivos de todas las provincias del Imperio oriental, a una norma natural de libertad religiosa: la emigración de sus más industriosos súbditos castigó el apocamiento supersticioso de Justiniano, pues trasladaron a la Persia las artes de la paz y de la guerra, y un monarca atinado fue ensalzando a cuantos se mostraban acreedores a su privanza. Robustecían el poderío de Nushirvan las advertencias, los caudales y las tropas. Los sectarios desesperados que se estaban todavía encubriendo por las ciudades del Oriente, premiaban su fervor con los dones de las iglesias católicas; mas recobradas unas y otras por Heraclio, tuvieron que refugiarse como traidores y herejes por el interior del reino de su aliado extranjero. Mas peligraba siempre, y fracasaba a veces, aquel sosiego aparente de los nestorianos. Arrollábalos el despotismo oriental con sus tropelías, y su encono con Roma no los desquitaba de su apego excesivo al Evangelio; y allá una colonia de trescientos mil jacobitas, cautivos de Apamea y Antioquía, logró enarbolar un altar enemigo, encarado con el católico, y en el mismo regazo de la corte. Logró Justiniano entrometer en su último tratado ciertas condiciones, encaminadas a ensanchar y fortalecer la tolerancia del cristianismo en Persia. El emperador, ajenísimo de todo derecho de conciencia, lo era también de toda compasión con los herejes que negaban la autoridad de los sagrados sínodos; mas se lisonjeaba de que iría luego disfrutando los beneficios temporales de la concordia, entre el Imperio y la Iglesia de Roma, y si no acertó a merecer su agradecimiento, esperanzaba encelar a su caudillo. Después acá, los literatos se quemaban en París y se agasajaban en Alemania, por la superstición y la política del rey cristianísimo.

El anhelo de granjear almas a Dios y súbditos a Roma, ha fomentado más y más, y en todos tiempos la eficacia del clero cristiano. Desde la conquista de Persia fueron llevando sus armas espirituales al Norte, al Oriente y al Mediodía, y la sencillez del Evangelio, se amoldó y realzó con los matices de la teología siria. En el siglo VI, según refiere un viajero nestoriano,[1091] se predicó venturosamente el cristianismo a los bactrianos, hunos, persas, indios, persarmenios, medos y elamitas. Las iglesias de bárbaros, desde el golfo de Persia hasta el mar Caspio, eran casi infinitas, y descolló su fe reciente con el número y santidad de sus monjes y mártires. La costa de las especias de Malabar, y las islas del océano, Socotora y Ceilán, se poblaron más y más de cristianos, y los obispos y el clero de aquellas regiones recónditas recibían las órdenes del católico de Babilonia. En siglos posteriores, el fervor de los nestorios traspasó los linderos que atajaban el afán tanto de griegos como de persas. Los misioneros de Balch y Samarcanda iban sin zozobra siguiendo las huellas de los tártaros vagarosas, se entrometían en los campamentos y valles del Imaús, y por las orillas del Selinga. Iban desentrañando una creencia metafísica a unos vaqueros bozales, y recomendaban la humanidad y el sosiego a guerreros tan sanguinarios. Hasta un khan, cuyo poderío encarecían en vano, se dice que había recibido de sus manos los ritos del bautismo, y aun de las órdenes, y la nombradía del preste o presbítero Juan[1092] ha estado largo tiempo embelesando la credulidad de Europa. Se le franqueó al convertido regio el uso de un altar portátil, pero envió una embajada al patriarca, para enterarse de cómo en la temporada de cuaresma tendría que abstenerse de viandas, y cómo podía celebrar la eucaristía en un desierto improductivo de trigo y de vino. Los nestorianos, adelantando siempre, por mar y por tierra, entraron en la China por el puerto de Cantón y por la residencia septentrional de Sigan. Muy ajenos de aquellos senadores de Roma, que se sonreían al posesionarse de los cargos de sacerdotes o agoreros, los mandarines que blasonan de filosofar en público, se dedican en particular a todo género de superstición vulgarísima. Apetecían y equivocaban los dioses de Palestina y de la India; mas los medros del cristianismo encelaron al Estado, y tras breve alternativa de privanza y persecución, la secta forastera, se soterró bajo la ignorancia y el olvido.[1093] Explayábase la Iglesia nestoriana, bajo el reinado de los califas, desde la China hasta Jerusalén y Chipre, y su número, junto con los jacobitas se regulaba mayor que el de las comuniones griega y latina.[1094] Veinticinco metropolitanos o arzobispos componían su curia, pero muchos de éstos, a causa de la distancia y de los riesgos del camino, estaban dispensados de su residencia, bajo la condición, muy hacedera, de testimoniar de seis en seis años su fe y obediencia al católico o patriarca de Babilonia, dictado muy general, que se había ido aplicando a los sitios regios de Seleucia, Ctesifonte y Bagdad. Todo aquel ramaje lejano se ha ido agostando, y el tronco[1095] antiguo y patriarcal se divide ahora entre los elías de Mozul, representantes, a lo menos en su descendencia recta, de la sucesión primitiva y castiza, los josefes de Amida, hermanados ya con la iglesia de Roma[1096] y los simones de Van u Ormia, cuya rebelión, acaudillando cuarenta mil familias, promovieron los Sofis de Persia, en el siglo VI. Regúlase en globo el número de los nestorianos en trescientos mil, que bajo el nombre de caldeos o asirios, se equivocan con la nación más sabia, o más poderosa de la Antigüedad oriental.

Santo Tomás fue, según leyendas añejas, el predicador del Evangelio en la India.[1097] A fines del siglo IX, su sagrario, tal vez por las cercanías de Madrás, mereció visitarse devotamente por los embajadores de Alfredo (885 d. C.), y su regreso, con un cargamento de perlas y especias recompensó el fervor del monarca inglés, que abarcaba intentos grandiosos de comercio y descubrimientos.[1098] Al entablar los portugueses la navegación de la India, se hallaban aposentados de siglos en la costa de Malabar los cristianos de santo Tomás, y la diferencia de su tez y su índole atestiguaban el cruzamiento del linaje extranjero. Descollaron en armas, en artes, y tal vez en pundonor, sobre los naturales del Indostán, los labradores cultivaban las palmeras, los traficantes se enriquecían con el comercio de las especias; la soldadesca se sobreponía a los naïres, o nobles de Malabar, y el rey de Cochin y el Zamorin mismo acataban sus privilegios hereditarios. Reconocían un soberano gentil, pero los gobernaba, aun en lo temporal, el obispo de Angamala, quien se aferraba más y más en su dictado de patriarca, o metropolitano de la India, pero ejercitaba su jurisdicción efectiva en mil cuatrocientas iglesias, teniendo a su cargo doscientas mil almas. Su religión (1500 d. C. etc.) los predisponía para aliados entrañables y constantes de los portugueses, pero los inquisidores deslindaron al golpe en los cristianos de santo Tomás, el desbarro irremisible del cisma y la herejía. En vez de confesarse súbditos del pontífice romano, monarca espiritual y temporal del globo, se atenían al par de sus antepasados, a la comunión del patriarca nestoriano, y cuantos obispos ordenaba en Mozul, tenían que arrollar peligros de mar y tierra, para llegar a sus diócesis en la costa de Malabar. Se mencionaban devotamente en su rezo sirio los nombres de Teodoro y de Nestorio; juntaban la adoración de ambas personas en Cristo; lastimaba a sus oídos el dictado de madre de Dios, e iban escrupulizando, como avarientos, los blasones de la virgen María, a quien la superstición de los latinos había casi encumbrado a la jerarquía de Diosa. Al presentarles por la vez primera su efigie los discípulos de santo Tomás, prorrumpieron airadamente: «Somos cristianos, y no idólatras»; contentándose su devoción sencilla con la veneración de la cruz. Su desvío del mundo antiguo los tenía allá muy ajenos de las mejoras o estragos de mil años, y su arreglo a la fe y práctica del siglo V contrastarían igualmente las preocupaciones de un católico y de un protestante. Desvivíanse los dependientes de Roma por atajar toda correspondencia con el patriarca nestoriano, y varios obispos suyos fallecieron en las mazmorras del Santo Oficio. Aquella grey sin mayoral fue asaltada por el poderío de los portugueses, las arterías de los jesuitas, y el afán de Meneses, arzobispo de Goa, en su visita personal de la costa de Malabar. El sínodo de Diamper, al que estuvo presidiendo, consumó la empresa devota de la reunión e impuso imprescindiblemente la doctrina y sistema de la iglesia romana, sin olvidar la confesión secreta, como tramoya poderosísima del predominio eclesiástico. Condenose la memoria de Teodoro y de Nestorio, y quedó el Malabar reducido al señorío del papa, del primado y de los jesuitas, quienes saltearon la silla de Angamala o Cranganor. Se aguantaron sufridamente, hasta sesenta años de hipocresía y servidumbre (1596-1655); mas luego que el denuedo y la travesura de los holandeses vino a conmover el Imperio portugués, volvieron los nestorianos con pujanza y acierto por la religión de sus padres. No les cabía a los jesuitas el sostener la potestad que habían estragado; cuarenta mil cristianos estaban asestando sus armas contra los tiranos derrocados, y el arcediano indio se revistió del carácter de obispo, hasta que un nuevo desembarco de prohombres mitrados y misioneros sirios fue acudiendo desde el patriarcado de Babilonia. Arrojados por fin los portugueses, la creencia nestoriana se está profesando libremente en la costa de Malabar. Las compañías traficantes de Holanda e Inglaterra, son de suyo tolerantísimas; pero si la opresión amarga menos que el desprecio, motivos tienen los cristianos de santo Tomás para lamentarse de la indiferencia yerta y callada de sus hermanos europeos.[1099]

II. Escasea más e interesa menos, la historia de los monofisitas. En los reinados de Zenón y de Anastasio, sus caudillos arteros embelesaron los oídos del príncipe, usurparon las sillas del Oriente, y soterraron la escuela siria en su propio suelo. Severo, patriarca de Antioquía, deslindó con sumo despejo la regla y la fe de los monofisitas; condenó en el estilo del Henótico, las herejías contrapuestas de Nestorio y Eutiques, sostuvo contra el último la realidad del cuerpo de Cristo, y precisó a los griegos a confesar, que era un embustero verídico.[1100] Mas, con la cercanía en los conceptos, no amainaba el ímpetu del acaloramiento; todos los partidos se mostraban a cual más atónito, de que sus ciegos antagonistas se peleasen por diferencias tan baladíes; el tirano de Siria se ahincaba más y más en su creencia, y su reinado se mancilló con la sangre de trescientos cincuenta monjes, que fueron degollados, quizás no sin algún desacato o resistencia, contra los muros de Apamea.[1101] Reenarboló el sucesor de Anastasio el estandarte católico, en el Oriente; huyó Severo al Egipto, y su amigo el elocuente Xenayas[1102] que se había salvado de los nestorios de Persia, fue ahogado en su destierro por los melquites de Paflagonia. Arrebataron a cincuenta y cuatro obispos de sus solios, encarcelaron a ochocientos eclesiásticos;[1103] y a pesar de la privanza enmarañada de Teodora, la grey oriental, desamparada toda, tuvo que ir feneciendo de hambre o de veneno. En aquel conflicto espiritual, el afán de un monje, reanimó, hermanó y perpetuó el bando agonizante, y el nombre de Jaime Baracleo[1104] ha venido a conservarse con el dictado de jacobitas, eco muy familiar que conmueve el oído de todo lector inglés. Recibió de los santos confesores presos en Constantinopla, las facultades de obispo de Edesa y apóstol de Oriente, y aquel manantial inexhausto acarreó la ordenación de ochenta mil obispos, clérigos y diáconos. Los velocísimos dromedarios de un devoto caudillo de los árabes, daban más y más alas al fervoroso misionero, la doctrina y el régimen de los jacobitas se fueron planteando encubiertamente en los dominios de Justiniano, y todo jacobita tenía que contravenir las leyes y odiar al legislador romano. Los sucesores de Severo, aun arrinconados en conventos y aldeas, aun empozados en cuevas de ermitaños, para resguardar sus cabezas proscriptas, o caldeados en las tiendas de los sarracenos, estaban todavía esforzando, como lo hacen ahora mismo, su derecho incontrastable al dictado, la jerarquía y las prerrogativas de patriarca de Antioquía bajo el yugo más blando de los infieles, residen como a una legua de Merdin, en el monasterio amenísimo de Zafaran, realzado por ellos con celdas, acueductos y plantíos. Corresponde el segundo lugar, siempre honorífico, al mafrian, que en su residencia del propio Mozul, está como retando al católico Nestorio, con quien pleitea la supremacía del Oriente. Bajo el patriarca y el mafrian, ciento cincuenta arzobispos se han venido a contar en los diversos siglos de la Iglesia jacobita, pero toda aquella gradería de clases ha ido menguando y feneciendo, y las más de sus diócesis están reducidas a las cercanías del Éufrates y del Tigris. Las ciudades de Alepo y Amida, visitadas con frecuencia por el patriarca, contienen algunos traficantes acaudalados y artífices habilísimos; pero la muchedumbre cifra su mantenimiento en el trabajo diario, y la escasez al par de la superstición les suelen imponer ayunos excesivos, observando hasta cinco cuaresmas, en que tanto el clero como los seglares se abstienen, no sólo de carne y huevos, sino hasta del vino, del aceite y del pescado. Se regula su número actual de cincuenta a ochenta mil almas, resto de una Iglesia muy crecida, y menguada ya sucesivamente con una opresión de doce siglos. En tan dilatado plazo algunos extranjeros de mérito se han ido convirtiendo a la fe de monofisita, y un judío fue el padre de Abulfaragio,[1105] primado del Oriente, tan en extremo esclarecido en su vida y en su muerte. En vida fue un escritor elegante en sirio, y en árabe, poeta, médico, historiador, filósofo sutil y teólogo comedido. En su muerte, asistió a las exequias su competidor el patriarca nestoriano, con gran comitiva de griegos y armenios, que orillaron sus contiendas, y mezclaron sus lágrimas sobre el túmulo de un enemigo. Sin embargo la secta realzada con las prendas de Abulfaragio, parece que va desmereciendo respecto de la hermandad de Nestorio. Es más rastrera la superstición de los jacobitas, sus ayunos más descompasados,[1106] sus divisiones intestinas en mayor número, y sus doctores (en cuanto se alcanza a aquilatar sus extremos de ridiculez) se alejan más y más de los ámbitos de la racionalidad. Tal vez cabe alguna disculpa con la tirantez de la teología monofisita, y mucha más por el influjo de la clase monástica. Siempre sobresalieron, en la Siria, en el Egipto y en la Etiopía, los monjes jacobitas, con la austeridad de sus penitencias y el desvarío de sus leyendas. Se les adora vivos y muertos como los privados de la Divinidad; se reserva el báculo de obispo y patriarca, para sus manos venerables, y se encargan del gobierno de los hombres, cuando están todavía empapados en los ejercicios y preocupaciones del claustro.[1107]

III. En el habla de los cristianos orientales, los monotelitas de todos tiempos, se apellidaban maronitas,[1108] nombre que imperceptiblemente se ha ido trasladando de una ermita a un monasterio, y de éste a la nación entera. Maron, un santo, o bozal, del siglo V, descolló en Siria con su devaneo religioso; compitieron de muerte por sus reliquias las ciudades celosas de Emesa y Apamea; encumbrose majestuosa iglesia sobre su túmulo, y hasta seiscientos discípulos suyos juntaron sus celdillas solitarios a la orilla del Orontes. En la contienda de la Encarnación, fueron adelgazando la hebra para sesgar su línea entre las sectas de Nestorio y de Eutiques, pero la cuestión malhadada de un albedrío u operación, en las dos naturalezas de Jesucristo fue parto de su curiosidad ociosa. Su prosélito el emperador Heraclio, fue rechazado como maronita de los muros de Emesa; refugiáronle en un monasterio de sus hermanos, y les sobrepagó sus lecciones con el don de una heredad pingüe y dilatada. Cundieron el nombre y la doctrina de aquella escuela venerable entre griegos y sirios, y su fervor se patentiza por Macario, patriarca de Antioquía, quien declaró, ante el sínodo de Constantinopla, que antes de firmar las dos voluntades de Cristo, se avendría a que hiciesen de su cuerpo una pepitoria, para arrojarla al mar.[1109] Una persecución semejante, o menos desaforada, fue luego convirtiendo a los súbditos indefensos de las llanuras, mientras los naturales surtidos del monte Líbano seguían manteniendo esforzadamente el dictado esclarecido de mardaitas, o rebeldes.[1110] Juan Maron, uno de los monjes más populares y eruditos, se revistió de la dignidad de patriarca de Antioquía; su sobrino Abraham acaudillando a los maronitas, estuvo defendiendo la libertad civil y religiosa, contra la tiranía del Oriente. El hijo del católico sin par Constantino, se empeñó, con odio devotísimo, en acosar a un pueblo de soldados, que pudo atravesarse, por antemural de su Imperio, contra los enemigos comunes de Cristo y de Roma. Internose un ejército de griegos en Siria; el fuego asoló el monasterio de san Marón; los caudillos más valientes quedaron vendidos y degollados, y allá fueron trasladados doce mil de sus secuaces, a la raya lejana de Armenia y de Tracia. Sobrevivió sin embargo la nación humildilla de los maronitas al Imperio de Constantinopla, y están disfrutando ahora mismo una religión libre, y moderada servidumbre. Eligen sus gobernadores propios entre la nobleza antigua; su patriarca allá en el monasterio de Canobin, se está todavía conceptuando en el solio de Antioquía; nueve obispos componen su sínodo, y ciento cincuenta clérigos, conservando el ensanche del matrimonio, tienen a su cargo cien mil almas. Su país se extiende casi desde las cumbres del Líbano, hasta las playas de Trípoli; y la pendiente seguida proporciona, en trecho reducido, suma variedad de suelo y clima, desde los sagrados cedros erguidos bajo el peso de la nieve[1111] hasta el viñedo, el moreral, y el olivar de una vega pingüe. En el siglo XII, los maronitas, desprendiéndose del error del monotelismo se hermanaron con las iglesias latinas de Antioquía y de Roma,[1112] alianza renovada a menudo por la ambición de los papas y el desamparo de los sirios. Mas cabe en gran manera el dudar de que su enlace haya sido siempre cabal y entrañable, y los sabios maronitas del colegio de Roma se han afanado en vano por descargar a sus antepasados de la tacha de cisma y herejía.[1113]

IV. Los armenios[1114] desde el tiempo de Constantino se esmeraron en su apego a la religión y al Imperio de los cristianos. Los trastornos del país, y la ignorancia del griego, imposibilitaron a su clero el asistir al sínodo de Calcedonia, y luego por ochenta y cuatro años[1115] se mostraron indiferentes, o suspensos, hasta que acudió a embargar aquella fe vagarosa Julián de Halicarnaso,[1116] con sus misioneros, quienes desterrados a Egipto, habían quedado vencidos por los argumentos o el influjo de su competidor Severo, patriarca monofisita de Antioquía. Tan sólo son los armenios discípulos acendrados de Eutiques, padre infeliz, desamparado por la mayor parte de su prole espiritual. Perseveran solos en la opinión de que Cristo adulto fue criado, o existió sin creación, de sustancia divina e incorruptible. Sus contrarios les reconvienen con la adoración de un vestigio, pero rebaten el cargo, escarneciendo o execrando la blasfemia de los jacobitas, que achacan a toda una divinidad las dolencias viles de la carne, y aun los efectos naturales del nutrimento y de la digestión. Ni el poderío, ni la sabiduría de los moradores, son para dar realce a la religión de Armenia. Se desplomó su solio, desde el arranque de su cisma, y sus reyes cristianos, que asomaron y fenecieron, en el siglo XIII, por los confines de Cilicia, eran ahijados de los latinos, y vasallos del sultán turco de Iconio. Por maravilla ha disfrutado la nación, de suyo desvalida, el sosiego de la muchedumbre. Desde allá muy antiguo hasta ahora mismo, ha seguido la Armenia siendo teatro de incesante guerra; la política sañuda de los sofies despobló las tierras que median entre Tauris y Erivan, y fue trasladando largos millares de familias cristianas, para fenecer o propagar, por las provincias remotas de Persia. Bajo el azote enarbolado, arde y campea el fervor de los armenios; suelen anteponer la corona del martirio al turbante blanco de Mahometo; odian santamente el desbarro y la idolatría de los griegos, y su enlace voluble con los latinos es tan ajeno de verdad como los mil obispos que su patriarca ofreció a las plantas del pontífice romano.[1117] Reside el católico, o patriarca de los armenios, en el monasterio de Ekmiasin, a tres leguas de Erivan: consagra su diestra hasta cuarenta y siete arzobispos, con cuatro o cinco sufragáneos cada uno, pero por lo demás son unos prelados tutelares, que cohonestan con su presencia oficiosa la sencillez de aquella corte. Acabado el rezo están cultivando su huerta, y nuestros obispos extrañarán en gran manera, que la austeridad de su vida vaya siempre en aumento con los medros de su jerarquía. En los ochenta mil pueblos o aldeas de su imperio espiritual, va recogiendo el patriarca un impuestillo voluntario sobre todo individuo de quince años arriba pero el importe anual de un millón de reales es insuficiente; para acudir a las peticiones incesantes de limosna y tributo. Desde el principio del siglo anterior, tercian los armenios ventajosamente en el comercio de levante, por lo más su caravana al regreso de Europa hace alto en la cercanía de Erivan, engalanando los altares con el producto de su ahincada industria; y la fe de Eutiques se está predicando en sus nuevas congregaciones de Berbería y de Polonia.[1118]

V. En lo demás del Imperio Romano enmudecían o espiraban los sectarios de creencia incómoda bajo el despotismo del príncipe; pero el temple reacio de los egipcios se aferró más y más contra el sínodo de Calcedonia, y la política de Justiniano tuvo que acechar y afianzar el trance de la discordia. Las contiendas de los corruptibles e incorruptibles estaban desquiciando la Iglesia monofisita de Alejandría,[1119] y a la muerte del patriarca, los dos partidos encumbraron sus respectivos candidatos.[1120] Gayan era discípulo de Juliano, y Teodosio alumno de Severo; favorecía al primero la concordancia de monjes y senadores, de la ciudad y la provincia; el segundo se atenía a la anterioridad de la ordenación, la privanza con Teodora y las armas de Narsés, que pudieran emplearse en campaña más honorífica (537-568 d. C.). El destierro del candidato popular a Cartago y Cerdeña, inflamó el hervidero de Alejandría, y tras un cisma de ciento setenta años, los gayanitas estaban todavía reverenciando la doctrina y memoria de su fundador. Medió un ensayo contra la pujanza del número y la disciplina, en refriega sangrienta y reñidísima, cuajando las calles de cadáveres del vecindario y tropa; las mujeres devotas, trepando a los terrados y techos de sus casas, diluviaban utensilios cortantes o pesados, a las cabezas enemigas; y por fin la victoria de Narsés fue debida al incendio, con que asoló la tercera capital del Imperio. Mas el teniente de Justiniano venció, no para un hereje, pues luego desviaron mansamente a Teodosio, y un monje católico, Pablo de Tanjis, fue el ensalzado al solio de Atanasio (538 d. C.). El Gobierno echó el resto de su poderío para sostenerle; podía nombrar o apear los duques o tribunos del Egipto; quitose el abasto otorgado por Diocleciano, se cerraron las iglesias, y aquella nación de cismáticos quedó a un tiempo destituida de su alimento material y espiritual. El vecindario, en desquite fervoroso, excomulgó al tirano y nadie más que el servil Melquites se allanó a saludarle como hombre, como cristiano, o como obispo. Mas ciega tanto la ambición, que estando Paulo lanzado por cargo de homicidio, llegó a solicitar con un cohecho de setecientas libras de oro su reposición en un asiento de afrenta y exterminio. Apolinar, sucesor suyo (551 d. C.), entró escuadronado en la ciudad enemiga, aparejado igualmente para orar, o pelear. Repartiéronse armadas sus tropas por las calles; se guardaban las puertas de la catedral, y un piquete selecto se colmó en el coro para custodiar al caudillo. Irguiose en su solio, y arrojando la vestidura superior de guerrero, se apareció a la muchedumbre en su ropaje de patriarca de Alejandría. Enmudecieron todos de asombro, mas apenas empezó Apolinar a leer el tomo de san León, una andanada de maldiciones, denuestos y piedras descargó sobre el ministro del emperador y del sínodo. Suena el clarín del sucesor de los apóstoles, la soldadesca se encharca de sangre hasta la rodilla, y caen hasta doscientos mil cristianos al filo de la espada: suma increíble aun abarcando los dieciocho años del reinado de Apolinar. Dos patriarcas seguidos, Eulogio[1121] y Juan[1122] (520-606 d. C.), se afanaron en convertir herejes, ya de mano armada, ya con argumentos más propios de su profesión evangélica. Lució Eulogio su ciencia teológica en varios tomos, abultando los desbarros de Eutiques y Severo, y se esmeró en concordar el lenguaje enmarañado de san Cirilo con el símbolo acendrado del papa León y los Padres de Calcedonia. Superstición, benevolencia o política eran los móviles de la diestra dadivosa de Juan el Limosnero. Costeaba el mantenimiento de siete mil quinientos menesterosos; halló a su entrada ocho mil libras de oro en el tesoro de la iglesia; recogió hasta diez mil de la liberalidad de los fieles, y sin embargo aquel primado pudo blasonar en su testamento, de que tan sólo venía a dejar el tercio de la moneda inferior de plata. Entregáronse a los católicos las iglesias de Alejandría, la religión de los monofisitas quedó vedada en el Egipto, y se revalidó una ley que excluía a los naturales de los honores y los sueldos del Estado.

Conquista de más entidad quedaba todavía, la del patriarca, oráculo y caudillo de la Iglesia egipcia. Había Teodosio arrostrado las amenazas y promesas de Justiniano con el denuedo de un apóstol y de un entusiasta. «Tales —contestó el patriarca–, eran las ofertas del tentador, cuando fue brindando con los reinos de la tierra. Pero el alma es para mí mucho más apreciable que la vida y el señorío. Las iglesias paran en manos de un príncipe que puede matar el cuerpo, pero mi conciencia me es propia, y desterrado, menesteroso y aherrojado, seguiré aferradamente la fe de mis sagrados antecesores, Atanasio, Cirilo y Dióscoro. Anatema para el tomo de León y el sínodo de Calcedonia; anatema para cuantos profesen su credo; anatema en ellos ahora y siempre. Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo bajaré a la huesa. Cuantos aman a Dios, síganme en busca de su salvación». Después de confortar a sus hermanos, se embarcó para Constantinopla, y en sus avistamientos sucesivos sostuvo el contraste tan irresistible de la presencia imperial. Sus opiniones merecían aceptación en el palacio y por la ciudad; el influjo de Teodoro le afianzó segura subsistencia y despido honorífico, y acabó sus días, no en el solio, pero sí en el regazo de su patria. Sabedor de su muerte, Apolinar, agasajó indecorosamente a los nobles y al clero, mas la noticia de nueva elección aguó su regocijo, y mientras estaba gozando de las riquezas de Alejandría, reinaban sus competidores por la Tebaida, en cuyos monasterios los mantenían las oblaciones voluntarias del pueblo. Brotó de las cenizas de Teodosio una sucesión perpetua de patriarcas, y se hermanaban las iglesias monofisitas de Siria y el Egipto, con el nombre de los jacobitas y la comunión de la fe. Pero aquella misma fe, vinculada en una secta escasa, abarcaba en globo a la nación egipcia y copta que desechaba casi unánimemente los decretos del sínodo de Calcedonia. Mediaban ya mil años desde que el Egipto dejó de ser un reino, desde que los conquistadores de Asia y Europa, habían hollado las rendidas cervices de un pueblo, cuya ciencia y poderío antiguo se engolfa allá, tras los recuerdos de la historia. El vaivén del fervor y de la persecución reencendió tal cual pavesa de su denuedo nacional. Abjuraron con herejía extranjera, las costumbres y el idioma de los griegos; todo melquita era para ellos un extraño, y todo jacobita ciudadano; el enlace del matrimonio, y los actos de humanidad se condenaban como pecados mortales; se desentendieron los naturales de todo homenaje al emperador; y sus órdenes, en alejándose algún tanto de Alejandría, se obedecían tan sólo bajo el apremio de la fuerza militar. Un conato gallardo rescatara la religión y la libertad del Egipto, y sus seiscientos monasterios pudieran desembocar millaradas de guerreros sagrados, para quienes la muerte no podía causar espanto, puesto que ningún aliciente ni deleite les acarreaba la vida. Mas está patente el desengaño, de que el denuedo activo nada tiene que ver con el tesón pasivo, pues fanático que aguanta mudamente el martirio del potro y de la estaca, huiría despavorido de un enemigo armado. El apocado templo de los egipcios esperanzaba tan sólo en la variación de dueños; las armas de Cosroes andaban despoblando las tierras, pero bajo su reinado, disfrutaron los jacobitas tregua breve y volandera. La victoria de Heraclio renovó y recrudeció la persecución, y el patriarca huyó otra vez de Alejandría al desierto. Oye Benjamín, en su escape, una voz que le envalentona para esperar diez años el auxilio de nación extraña, señalada, como los mismos egipcios, con el rito antiguo de la circuncisión (625-664 d. C.). Se desentrañaron luego, la índole de estos libertadores, y su género de redención; y tengo que tramontar once siglos, para apuntar el desamparo actual de los jacobitas del Egipto. La populosa ciudad del Cairo está abrigando la residencia de su patriarca menesteroso, y sus restos de diez obispos: sobreviven, hasta cuarenta monasterios, a las correrías de los árabes, y los progresos de la servidumbre y de la apostasía han venido a reducir la nación copta, al numerillo baladí de veinticinco a treinta mil familias;[1123] ralea de pordioseros idiotas, cuyo consuelo único se cifra en la desdicha, todavía más rematada, del patriarca griego y su congregación menguadísima.[1124]

VI. El patriarca copto, rebelde con los Césares, o esclavo de los califas, se engreía más y más con el rendimiento filial de los reyes de Nubia y de Etiopía. Correspondía a tanto acatamiento abultando sin término sus grandezas, afirmando sin reparo que podrían acaudillar hasta cien mil caballos y otros tantos camellos,[1125] que tenían en su mano el verter, o atajar, las aguas del Nilo,[1126] y la paz y la abundancia de Egipto, aun en este mundo, dependían de la mediación del patriarca. Desterrado Teodosio a Constantinopla, seguía recomendando a su patrona las naciones atizadas de la Nubia,[1127] desde el trópico de Cáncer hasta el confín de la Abisinia. Se malició el intento, y lo remedó el emperador católico. Embarcáronse al mismo tiempo los misioneros contrapuestos, un melquita y un jacobita; pero quedó por cariño o por temor, más puntualmente obedecida la emperatriz, y el sacerdote católico, fue detenido por el presidente de la Tebaida, mientras el rey de Nubia y su corte se estaban bautizando en la fe de Dióscoro. Se agasajó y despidió decorosamente al enviado tardío de Justiniano, mas al zaherir la herejía y la traición de los egipcios, el negro convertido estaba ya encarado para contestar que nunca desampararía a sus hermanos y verdaderos creyentes en manos de los perseguidores del sínodo de Calcedonia.[1128] Siguió el patriarca jacobita de Alejandría nombrando y consagrando por siglos a los obispos de la Nubia; prevaleció el cristianismo hasta el siglo XII, y quedan aún ritos y escombros patentes en las poblaciones bravías de Senaor y Dongola.[1129] Pero por fin los nubios cumplieron su amenaza, de volver al culto de sus ídolos; requería el clima la concesión de su poligamia, y últimamente antepusieron el triunfo del Alcorán al apocamiento de la Cruz. Religión metafísica es al parecer muy acicalada para la ralea negra, con sus escasos alcances; pero algún negro o algún loro puede enseñarse a repetir las palabras del símbolo de Calcedonia, o monofisita.

Arraigó más el cristianismo en el Imperio abisinio, y aunque se haya interrumpido a veces la correspondencia por más de setenta o de cien años (530 d. C. etc.), la iglesia metropolitana de Alejandría sigue reteniendo a su colonia en clase de alumna. Componían siete obispos el sínodo etiópico; si llegaran a diez, pudieran elegir un primado independiente, y uno de sus reyes abrigó la ambición de ascender a sus hermanos al solio eclesiástico; pero se antevió el intento, y se denegó la promoción; se ha ido reduciendo el cargo episcopal de Abuna,[1130] caudillo y autor del sacerdocio abisinio; el patriarca va reponiendo las vacantes con algún monje de Egipto; y la cualidad de extranjero aparece más venerable para los ojos del pueblo, y menos temible para los del monarca. En el siglo VI cuando fue a más el cisma del Egipto, los caudillos competidores, con sus amparadores Justiniano y Teodora forcejearon mutuamente por desbancarse en la conquista de una provincia lejana e independiente. Preponderó otra vez la maña de la emperatriz, y la devota Teodora estableció en aquella iglesia arrinconada, la fe y la disciplina de los jacobitas.[1131] Los etíopes acorralados en torno por los enemigos de su religión, se adormecieron por espacio de cerca de mil años, olvidadizos y olvidados del mundo entero. Fueron al fin sus despertadores los portugueses, quienes doblando el promontorio meridional del África (1525-1550 etc.), asomaron por la India y el Mar Rojo, como descolgados de algún planeta remotísimo. En el primer avistamiento repararon los súbditos de Roma y de Alejandría, más bien la semejanza que la diferencia de su fe, y ambas naciones esperanzaron crecidas ventajas con la hermandad de sus compañeros cristianos. Los etíopes, allá incomunicados, habían venido a reempozarse en su vida montaraz; sus bajeles, que habían comerciado hasta Ceilán, apenas se atrevían a navegar por los ríos del África; se habían despoblado los escombros de Axume; la nación vagaba dispersa por aduares, y el emperador, con este dictado campanudo, se daba por pagado con residir inalterablemente en su campamento. Hechos cargo de su propio desamparo, idearon los abisinios atinadamente avecindar el ingenio y las artes de Europa,[1132] y acudieron sus embajadores a Roma y a Lisboa, en demanda de una colonia de herreros, carpinteros, tejeros, albañiles, impresores, cirujanos y médicos, para el uso de su país. Mas el peligro público estaba clamando por auxilio eficaz y ejecutivo de armas y soldados, para resguardar a un pueblo desaguerrido, de los bárbaros que asolaban el interior, y los turcos y árabes que desde la costa se iban adelantando, con aparato más formidable. Salvaron la Etiopía, cuatrocientos cincuenta portugueses, que ostentaron en campaña el valor nativo de los europeos, y la potestad artificial del mosquete y de la artillería. El emperador, allá despavorido, prometió incorporarse él y los súbditos con la fe católica; un patriarca latino representaba la supremacía del papa;[1133] el Imperio abultado sin término, estaba atesorando más oro que todas las minas de América, y el fervor y la codicia esperanzaron descompasadamente logros soñados, con la sumisión voluntaria de los cristianos del África.

Mas los compromisos en que prorrumpió el doliente quedaron desmentidos a los asomos de la sanidad. Aferrados permanecieron los abisinios con tesón incontrastable a su fe monofisita (1557); el ejercicio de la contienda desaletargó su creencia; tiznaban a los latinos con los apodos de nestorianos y arrianos, y achacaban la adoración de cuatro dioses, a los separadores de las dos naturalezas de Cristo. Se avecindó para el culto, o más bien el destierro, de los misioneros jesuitas, el pueblo de Tremona. Su primor en las artes liberales y mecánicas, su sabiduría teológica y sus costumbres decorosas, infundían insustancial aprecio; mas como no les cabía el don de los milagros, acudieron,[1134] aunque en vano, a pedir un refuerzo de tropas. El aguante y las mañas de diez años lograron por fin acogida más favorable, y persuadieron a dos emperadores de Abisinia, que Roma tenía en su mano el afianzar la bienaventuranza, tanto temporal como sempiterna, a sus ahijados. Perdió el primero de estos convertidos regios cetro y vida, y el ejército rebelde quedó santificado por el Abuna, que disparó su anatema contra el apóstata, y descargó a los súbditos de su juramento de fidelidad. El denuedo y la suerte de Susneo desagraviaron el fracaso de Zadengher, entronizándose el vengador con el nombre de Segued, quien esforzó más ahincadamente la empresa devota de su pariente. Después de presenciar las escaramuzas desproporcionadas, entre los jesuitas y sus sacerdotes idiotas, se declaró el emperador prosélito del sínodo de Calcedonia; dando por supuesto que su clero y pueblo se aunarían en punto a religión con el príncipe. Tras la libertad de elección, se pregonó una ley, imponiendo con pena de muerte la creencia de las dos naturalezas en Cristo; mandose a los abisinios trabajar y jugar en los sábados; y Segued a la faz de Europa y del África, renunció a todo enlace con la Iglesia alejandrina. Un jesuita, Alfonso Méndez, como católico patriarca de Etiopía, recibió (1626), en nombre de Urbano VIII el rendimiento y la adjuración de su penitente: «Confieso —dijo el emperador arrodillado–, que el papa es Vicario de Cristo, sucesor de san Pedro y soberano del orbe. Le juro obediencia entrañable, y ofrezco a sus pies mi persona y reino». Repitieron el juramento, hijo, hermano, clero, nobles, y aun las damas de la corte; revistieron al patriarca latino de blasones y riquezas, y sus misioneros fueron edificando sus templos, o ciudadelas, en los parajes más aventajados del Imperio. Los mismos jesuitas vinieron a tildar amargamente el aciago desbarro de su caudillo, que trascordando la mansedumbre del Evangelio y la mónita de su orden, embocó atropelladamente el rezo de Roma y la inquisición de Portugal. Condenó la práctica antigua de la circuncisión, inventada menos por superstición que por sanidad en el clima de Etiopía.[1135] Se les impuso a los naturales un nuevo bautismo y nueva ordenación, y se horrorizaban con el desentierro de los difuntos más sagrados, con la excomunión de los difuntos más esclarecidos, por un sacerdote advenedizo. Desesperados los abisinios, se alborotaron en vano por la defensa de su religión. La sangre de revoltosos tuvo que apagar hasta cinco asonadas infructuosas, dos abunas murieron en las refriegas, legiones enteras perecieron en campaña, o empozadas en sus mazmorras, y ni merecimientos, ni jerarquía, ni sexo, rescataban de muerte afrentosa a los enemigos de Roma. Mas el tesón de la gente, de su madre, de su hijo, y de sus amigos más fieles, avasalló por fin al monarca. Dio Segued oídos a la compasión y a la racionalidad, y aun quizás el temor, y su edicto de libertad de conciencia puso inmediatamente de manifiesto la tiranía y la flaqueza de los jesuitas. Muerto el padre, arrojó Basílides al patriarca latino, devolvió a los anhelos de la nación la fe y la disciplina del Egipto. Resonaron cantares de triunfo por las iglesias monofisitas «de que el rebaño de Etiopía quedaba ya rescatado de las hienas de Occidente», y las puertas de aquel reino arrinconado vinieron a cerrarse para siempre (1652, etc.) contra las artes, las ciencias y el fanatismo de Europa.[1136]