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Las doce horas calculadas de trabajo continuo resultaron ser poco más de dieciocho. Los cuarenta y ocho misiles volcados y sus tubos fueron más difíciles de extraer, separar y cortar de lo que Orphu o Mahnmut habían imaginado. Algunas de las tapas metálicas de las cabezas se habían deteriorado por completo, dejando sólo las coberturas VRM de aleación plastoide y los campos de contención, cada uno brillando azul por su propia radiación Cerenkov.

Hubiese sido digno de ver si alguien aparte de los silenciosos moravecs de la Reina Mab hubiera estado mirando: el sumergible La Dama Oscura situado sobre el casco del letal submarino hundido, los reflectores de su vientre iluminando un mundo lleno de cieno, anémonas bamboleantes, cables pelados, alambres retorcidos y mortíferos misiles y cabezas nucleares cubiertos de verde. Más brillantes que la luz moteada del día que atravesaba la pared de la Brecha, más brillantes que los reflectores superhalógenos que enfocaban la zona de trabajo, más brillantes que el sol mismo eran los fuegos de los sopletes a diez mil grados Fahrenheit que tanto el ciego Orphu como Mahnmut, cegado también por el cieno, usaban con la delicadeza de escalpelos.

Vigas, cabrias, poleas y cadenas estaban todas en su sitio y a pleno rendimiento mientras los dos moravecs y la propia Dama Oscura supervisaban el transporte de cada cabeza nuclear a medida que las retiraban de los misiles. La bodega de carga del sumergible europano de Mahnmut nunca estaba completamente vacía: se llenaba con una fluidoespuma programable que se convertía en soportes internos para contrarrestar las terribles presiones si la bodega estaba vacía pero que podía rodear y sujetar cualquier carga… incluso a Orphu de Io cuando viajaba en el rincón. Ahora la fluidospuma se adaptaba para envolver y sostener cada cabeza nuclear mientras Mahnmut y Orphu atornillaban y maldecían colocándolas.

En un momento dado, poco después de hecho la mitad del agotador trabajo, Mahnmut fingió dar una palmadita a la brillante cabeza contenida en su campo mientras la fluidoespuma se cerraba a su alrededor, y dijo:

¿Cuál es tu sustancia, de qué estás hecha,

que millones de extrañas sombras te atienden?

—¿Tu viejo amigo Will? —preguntó Orphu mientras ambos moravecs volvían a la confusión de agitado cieno de abajo para empezar a cortar la siguiente cabeza.

—Sí —respondió Mahnmut—. Soneto cincuenta y tres.

Unas dos horas más tarde, justo después de haber asegurado otra brillante cabeza azulada en la bodega ya abarrotada (estaban separando los agujeros negros tanto como podían), Orphu dijo:

—Esta respuesta a nuestro problema te está costando tu nave. Lo siento, Mahnmut.

El europano asintió, confiando en que el radar profundo de su enorme amigo captara el movimiento. En cuanto Orphu había sugerido aquella estrategia, Mahnmut se había dado cuenta de que significaba perder su amada Dama Oscura para siempre: era imposible que pudieran extraer las cabezas del casco cubierto de fluidoespuma para pasarlas a una bodega diferente. La mejor posibilidad que tenían era que los moravecs se encontraran con otra nave en órbita baja que pudiera impulsar La Dama Oscura y su cargamento letal para el planeta lejos de la Tierra, al espacio profundo, lo más cuidadosa y rápidamente posible.

—Pienso que la recuperaré —dijo Mahnmut, oyendo el patético tono de su propia voz por radio.

—Te construirán otra algún día —dijo Orphu.

—No sería lo mismo —respondió Mahnmut. Había pasado más de siglo y medio en aquel pequeño sumergible.

—No —reconoció Orphu—. Nada será lo mismo después de esto.

Al final de las dieciocho horas, después de que el último grupo de nacientes agujeros negros fuera descargado, fluidoespumado en su sitio y las puertas de la bodega de carga de La Dama Oscura se hubiesen cerrado, ambos moravecs se hallaban en estado de agotamiento nervioso y físico casi absoluto mientras recorrían juntos los restos del naufragio.

—¿Hay algo que tengamos que investigar o recuperar de La espada de Alá? —preguntó Orphu.

—En este momento no —envió el Integrante Primero Asteague/Che desde la Reina Mab. La nave había permanecido sospechosamente silenciosa durante las últimas dieciocho horas.

—No quiero volver a ver esta maldita cosa —dijo Mahnmut, demasiado agotado para preocuparse por estar hablando por el canal común—. Es una obscenidad.

—Amén —dijo el centurión líder Mep Ahoo desde la nave de contacto que sobrevolaba las alturas.

—¿Hay algo que queráis decirnos sobre lo que ha estado pasando ahí arriba con Odiseo y su chica estas últimas dieciocho horas o así? —preguntó Orphu.

—En este momento no —dijo de nuevo el Integrante Primero Asteague/Che—. Subid las cabezas nucleares. Tened cuidado.

—Amén —repitió Mep Ahoo, y no parecía decirlo con ninguna ironía.

Suma IV era un piloto condenadamente bueno, eso había que reconocérselo… y Orphu y Mahnmut lo hacían. Suma IV bajó la nave de contacto hasta que La Dama Oscura estuvo plenamente sumergida y las puertas de la nave mucho mayor se cerraron bajo ella. Entonces Suma IV vació despacio el agua de mar, pero sólo a medida que la fluidoespuma de la nave de contacto la iba sustituyendo, rodeando el sumergible y su cargamento azul con otra capa de envoltorio.

Orphu de Io ya habían usado cables para conectarse y auparse al techo de la nave de contacto antes de que La Dama Oscura fuera ingerida, pero Mahnmut dejó su puesto sólo en el último momento, permitiendo a la Dama que se fijara y controlara sola durante el delicado izamiento y colocación. Mahnmut se sentía obligado a decir algunas palabras cuando salió de su nave para siempre, pero aparte de un adiós que tensorrayó sin obtener respuesta a la IA del sumergible, no dijo nada.

La nave de contacto salió del agua, expulsando océano por los tubos de ventilación, y Mahnmut usó sus últimas fuerzas, mecánicas y orgánicas, para auparse a ella y luego bajar por la más pequeña de las dos compuertas de acceso hasta la bodega donde viajaban los soldados.

En cualquier otra circunstancia, la confusión en esa sección le hubiese parecido cómica, pero en ese momento no había muchas cosas que le parecieran cómicas a Mahnmut. Replegando todos sus manipuladores y antenas, Orphu apenas había podido entrar por la más grande de las dos compuertas y la masa del ioniano ocupaba casi todo el espacio de los asientos de los veinte rocavecs. Los soldados se repartían por el estrecho corredor de acceso que conducía a la cabina. Había rocavecs negros y picudos con sus armas por todas partes, así que Mahnmut tuvo que arrastrarse por encima de sus formas quitinosas para reunirse con Mep Ahoo y Suma IV en la abarrotada cabina.

Suma IV pilotaba la nave manualmente, usando el omnicontrolador constantemente para equilibrar el vuelo y su carga, manejando los impulsores como los pianistas humanos debieron usar una vez sus instrumentos queridos.

—No hay más arneses de sujeción —le dijo Suma IV a Mahnmut sin volver la cabeza—. Hemos usado el último para sujetar a tu amigo el grandullón en la bodega de transporte de tropas. Extiende el último asiento eyector y pégate al casco, por favor, Mahnmut.

Mahnmut hizo lo que le decían. Advirtió que estaba demasiado cansado para ponerse otra vez en pie (la gravedad de la Tierra era terrible, después de todo) y tenía ganas de llorar para liberar componentes químicos después de las últimas dieciocho horas de esfuerzo y tensión.

—Agarraos —dijo Suma IV.

La nave de contacto se alzó lenta, verticalmente, aparentemente metro a metro, sin sobresaltos, sin sorpresas, hasta que Mahnmut vio por la ventanilla principal de la cabina que habían alcanzado una altura de unos dos kilómetros y empezaban a inclinarse levemente mientras los motores pasaban de impulso vertical a delantero. Nunca hubiese imaginado que una máquina pudiera manejarse con tanta delicadeza.

A pesar de todo había sacudidas y, a cada una de ellas, Mahnmut contenía la respiración y sentía latir su corazón orgánico mientras esperaba que los agujeros negros que había en el vientre de la nave de contacto pasaran a estado crítico. Con que lo hiciese uno, todos los demás se colapsarían sobre sí mismos una millonésima de segundo más tarde.

Mahnmut trató de imaginar la consecuencia inmediata: los miniagujeros negros mezclándose al instante y zambulléndose a través del casco de La Dama Oscura y la nave, la masa acelerando hacia el centro de la Tierra a diez metros por segundo, sorbiendo consigo toda la masa de las dos naves moravecs, y luego las moléculas del aire, después el mar, luego el fondo del mar, luego la roca, luego la corteza de la Tierra misma mientras los agujeros negros corrían hacia el centro.

¿Durante cuántos días o meses el gran miniagujero negro, compuesto de los setecientos sesenta y ocho agujeros negros de las cabezas nucleares, rebotaría de un lado para otro por todo el planeta y saltaría al espacio —¿hasta qué altura?— en cada rebote? La parte computadora electrónica de la mente de Mahnmut le dio la respuesta, aunque no la quería, aunque la parte física de su cerebro estaba demasiado cansada para asimilarla. Lo bastante lejos para que los agujeros negros absorbieran el más de millón de objetos de los anillos orbitales en el primer centenar de rebotes a través del planeta, pero no lo suficiente para alcanzar la Luna.

No habría ninguna diferencia para Mahnmut, Orphu, y los otros moravecs, incluso aquellos que estaban a bordo de la Reina Mab. Los moravecs de la nave de contacto se desintegrarían casi instantáneamente, sus moléculas se extenderían hacia el centro de la tierra con el miniagujero cuando éste cayera, y luego más allá, elasticándose (¿existía esa palabra?, se preguntó el cansado Mahnmut) a través de sí mismos mientras el agujero negro volvía a subir a través del núcleo del planeta.

Mahnmut cerró sus ojos virtuales y se concentró en respirar, en sentir la nave acelerar suave pero constantemente mientras ascendía. Era como si estuvieran en una suave rampa de cristal que se elevaba hasta los cielos. Suma IV era muy bueno.

El cielo cambió del azul de la tarde al negro del vacío. El horizonte se curvó como un arco. Las estrellas parecieron explotar a la vista.

Mahnmut activó su visión para mirar por la ventanilla de la cabina además de a través del suministrador de imágenes de la conexión umbilical de su puesto.

No ascendían hasta la Reina Mab, eso estaba claro. Suma IV niveló la nave de contacto a una altura de no más de trescientos kilómetros (apenas por encima de la atmósfera) y cambió los impulsores para volver la cabina de modo que la luz solar cayera de lleno sobre las puertas de la bodega de carga. Los anillos y la Mab estaban más de treinta kilómetros más arriba y la nave atómica moravec se hallaba al otro lado de la Tierra en ese momento.

Mahnmut desconectó la alimentación visual un segundo, sintiendo la gravedad cero como una liberación física de la gravedad de su trabajo de las últimas dieciocho horas, y contempló a través las mamparas transparentes lo que una vez había sido Europa, las aguas azules y las blancas masas de nubes del océano Atlántico (la marca de la Brecha no era ni siquiera una fina línea desde aquella altura o desde aquel ángulo), y no por primera vez en las últimas dieciocho horas, Mahnmut el moravec se preguntó cómo una especie viva dotada de un mundo natal tan hermoso podía armar un submarino (armarse, armar cualquier máquina) con misiles sin inteligencia de destrucción total. ¿Qué cosa de ningún universo mental justificaba el asesinato de millones, mucho menos la destrucción de un planeta entero?

Mahnmut sabía que todavía no estaban fuera de peligro. En todos los aspectos técnicos, unos pocos cientos de kilómetros no cambiaban en absoluto la situación, podrían haber estado aún en el fondo del océano. Si alguno de los agujeros negros se activaba y disparaba los demás para convertirse en una singularidad, el rebote continuo a través del corazón de la Tierra sería igual de seguro. Estar en caída libre no era lo mismo que estar fuera del campo gravitatorio de la Tierra. Las cabezas nucleares tendrían que estar muy lejos (más allá de la órbita de la Luna ciertamente, ya que era obvio que la gravedad de la Tierra todavía reinaba allí), a millones de kilómetros de distancia, para que la amenaza terminara. La única diferencia en el resultado a esas alturas, Mahnmut lo sabía, sería que la tasa de desintegración de los moravecs aumentaría un pequeño tanto por ciento en los minutos iniciales.

Una nave espacial negro mate sin cobertura dejó su protección de invisibilidad, retiró su campo de fuerza, salió de su escondite (maldición, Mahnmut no tenía palabras para expresarlo), apareció a menos de cinco kilómetros de ellos por la parte del sol. La nave era obviamente de diseño moravec, pero de un diseño más avanzado que ninguna nave que Mahnmut hubiera visto jamás. Si la Reina Mab se parecía a algún artefacto del siglo XX de la Edad Perdida de la Tierra, esa nave recién aparecida parecía siglos por delante de todo lo que los moravecs tenían. La negra forma conseguía parecer a la vez rechoncha y letalmente estilizada, a la vez simple e imposiblemente complicada en sus geometrías fractales de ala de murciélago, y no había ninguna duda, eso pensaba Mahnmut, de que la nave llevaba armas espantosas.

Se preguntó durante unos segundos si los Integrantes Primeros iban a arriesgarse a perder una de sus naves invisibles pero… no, incluso mientras reflexionaba, Mahnmut vio una abertura formarse en el curvado vientre de la nave de guerra y un largo aparato parecido a la escoba de una bruja salió al espacio, rotó sobre su largo eje, se alineó con la nave de contacto y usó impulsores secundarios a cada lado de un motor acampanado absurdamente enorme para impulsarse silenciosamente en su dirección.

Orphu le tensorrayó: ¿Por qué nos sorprendemos? Los Integrantes Primeros han tenido más de dieciocho horas para idear algo y los moravecs siempre hemos criado buenos ingenieros.

Mahnmut estuvo de acuerdo. A medida que la escoba se acercaba, reduciendo la velocidad y rotando, frenando, manteniendo los impulsores lejos del vientre de la nave de contacto, Mahnmut vio que el aparato medía unos sesenta metros de largo y que tenía un pequeño nódulo cerebro IA en el centro de una masa que parecía la silla de montar de un jamelgo huesudo, montones de manipuladores plateados y tenazas de metal y un gran motor de impulsión superior, justo delante del enorme motor acampanado, además de docenas de diminutos impulsores.

—Voy a soltar el sumergible —dijo Suma IV por la banda común. Mahnmut vio a través de las cámaras del casco de la nave de contacto cómo las puertas de la bodega de carga se abrían y La Dama Oscura salía flotando lentamente, impulsaba por infinitésimas vaharadas de gas. Su amado sumergible empezó a rotar muy lentamente y como su propio sistema de estabilización estaba desconectado, ni siquiera intentó estabilizarse sola. Mahnmut pensó que nunca había visto nada más fuera de su elemento (otra vez) que la Dama en el espacio, a trescientos kilómetros por encima del brillante océano azul que había bajo ellos.

La nave robot en forma de escoba no permitió que el sumergible estuviera solo mucho tiempo. Se impulsó con cuidado, equiparó velocidades a la perfección, acercó a La Dama Oscura brazos manipuladores que se movían tan suavemente como los de un amante después de una larga ausencia de su amada, y luego cerró las sólidas tenazas. De nuevo con amoroso cuidado la IA de la escoba (o el moravec de la nave de guerra que la controlaba) extrajo una brillante manta molecular de estaño dorado y con mucha delicadeza envolvió en ella todo el submarino. Los ingenieros no querían que los cambios de temperatura dispararan los agujeros negros.

Los impulsores se encendieron y la forma de mantis religiosa de la nave robot con la masa envuelta de La Dama Oscura se apartó de la nave de contacto, el robot se alineó a lo largo de su eje para que el motor de campana apuntara hacia abajo, hacia el mar azul y las nubes blancas y el límite de iluminación que cruzaba visiblemente Europa.

—¿Qué van a hacer con los pequeños leucocitos láser? —preguntó Orphu de Io por la banda común.

Mahnmut se había preguntado también cómo iban a impedir que los atacantes láser robóticos de limpieza dispararan las cabezas nucleares, pero eso no era problema suyo, así que no había intentado resolverlo en las anteriores dieciocho horas.

—La Valkiria, la Indomable y la Nimitz van a acompañar la nave robot y destruirán todos los leucocitos que se acerquen —dijo Suma IV—. Mientras nuestras naves de guerra permanecen camufladas, por supuesto.

Orphu se rió en voz alta por la banda común.

—¿Valkiria, Indomable y Nimitz? —borboteó—. Vaya, los pacíficos moravecs nos volvemos más temibles a cada minuto que pasa, ¿no?

Nadie respondió. Para romper el silencio, Mahnmut dijo:

—¿Cuál es…? No, espera, se ha ido.

El murciélago fractal negro había vuelto a hacerse invisible. Ni siquiera una mancha difusa en el campo estelar o el campo de los anillos sugería su presencia.

—Esa era la Valkiria —dijo Suma IV—. Diez segundos.

Nadie los contó en voz alta. Todos lo hacían en silencio, Mahnmut estaba seguro.

A la cuenta de cero, el motor de campana de alta impulsión fue iluminado por un levísimo brillo azul que recordó a Mahnmut el de radiación Cerenkov de las cabezas nucleares. La mantis-escoba empezó a moverse, a ascender… con agónica lentitud. Pero Mahnmut sabía que cualquier cosa bajo impulso constante el tiempo suficiente adquiriría una velocidad asombrosa al cabo de poco, mientras salía del pozo gravitatorio de la tierra, y también sabía que la nave robot aumentaría ese impulso a medida que ascendiera. Probablemente, cuando la nave y el casco muerto envuelto en la manta térmica de La Dama Oscura llegaran a la órbita vacía de la Luna terrestre, el conjunto habría adquirido velocidad de escape. Aunque los agujeros negros se activaran llegados a ese punto, las singularidades serían un riesgo en el espacio, no la muerte de la Tierra.

La nave robot no tardó en desaparecer contra el campo en movimiento de los anillos. Mahnmut no vio ni un leve atisbo de fusión o de escapes iónicos en las tres naves moravec invisibles que presumiblemente escoltaban al robot.

Suma IV cerró las puertas de la bodega de carga.

—Muy bien, todo el mundo atento, por favor —dijo el piloto—. Algunas cosas extrañas han estado sucediendo mientras nuestros amigos estaban ocupados bajo la superficie de ese océano de ahí abajo. Tenemos que volver a la Reina Mab.

—¿Qué ha pasado con nuestra misión de reconocimien…? —empezó a decir Mahnmut.

—Podéis descargar los datos grabados mientras ascendemos —lo interrumpió Suma IV—. Ahora mismo los Integrantes Primeros nos quieren a bordo. La Mab va a retirarse durante un tiempo… retrocederá hasta la órbita lunar como mínimo.

—No —dijo Orphu de Io.

La sílaba resonó en la línea de comunicación como el tañido único de una enorme campana.

—¿No? —dijo Suma IV—. Esas son nuestras órdenes.

—Tenemos que volver a la veta Atlántica, a la Grieta o como se llame. Tenemos que volver ahora.

—Más vale que te calles y te agarres fuerte —dijo el gran ganimediano que estaba a los controles—. Voy a llevar la nave de contacto a la Mab, como nos han ordenado.

—Mira las imágenes que tomaste desde diez mil metros de altura —dijo Orphu, y suministró la imagen a todos los que había a bordo a través de su conexión umbilical.

Mahnmut miró. Era la misma imagen que había visto antes de empezar a trabajar en las cabezas nucleares: la sorprendente Grieta en el océano, la proa destrozada del submarino emergiendo desde la pared norte de aquella Grieta, un pequeño campo de escombros.

—Estoy ciego a las frecuencias ópticas —dijo Orphu—, pero sigo manipulando las imágenes de radar y ahí hay algo raro. Esta es la mejor ampliación y definición que he podido conseguir de la fotografía visual. Ya me dirás si hay algo interesante que merezca ser examinado más de cerca.

—Te diré ahora mismo que nada de lo que veamos ahí me hará volver —dijo llanamente Suma IV—. No os habéis enterado todavía, pero la isla asteroide (ese enorme asteroide donde desembarcamos a Odiseo) se marcha. Ya ha cambiado su eje y se ha alineado, y los impulsores de fusión están en marcha mientras hablamos. Y vuestro amigo Odiseo ha muerto. Y más de un millón de satélites de los anillos polar y ecuatorial (acumuladores de masa, los aparatos de faxteletransporte y otras cosas) han vuelto a cobrar vida. Nos marchamos.

—MIRA LAS MALDITAS FOTOGRAFÍAS —gritó Orphu de Io.

Todos los moravecs que iban a bordo, incluso aquellos que no tenían orejas, se llevaron las manos a la cabeza para cubrírselas.

Mahnmut miró la siguiente fotografía de la serie digital. No sólo había sido ampliada a partir de su tamaño original, sino que los píxeles se habían espaciado.

—Hay una especie de mochila en el suelo seco de la Brecha —dijo Mahnmut—. Y a su lado…

—Una pistola —dijo el centurión líder Mep Ahoo—. Un arma de fuego que dispara balas, si mi suposición es correcta.

—Y al lado parece que hay un cuerpo humano —dijo uno de los negros soldados quitinosos—. Algo que lleva muerto mucho tiempo… todo momificado y aplastado.

—No —dijo Orphu—. Comprobé las mejores imágenes de radar. Eso no es un cuerpo humano, sino una termopiel humana.

—¿Y? —preguntó Suma IV desde su puesto a los controles—. El naufragio del submarino expulsó a uno de sus pasajeros o algunas de las pertenencias de un humano. Son parte del campo de escombros.

Orphu bufó con fuerza.

—¿Y sigue ahí después de dos mil quinientos años estándar? Lo dudo, Suma. Mira la pistola. No hay óxido. Mira la mochila. No está podrida. Esa parte de la Brecha está a merced de los elementos, incluidos el viento y la luz, pero ese material no se ha degradado.

—Eso no demuestra nada —dijo Suma IV mientras tecleaba las coordenadas de encuentro con la Reina Mab. Los impulsores colocaron la nave de contacto para la alineación adecuada y la ignición—. En algún momento pasado un humano antiguo llegó aquí para morir. Ahora mismo tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.

—Mira en la arena —dijo Orphu.

—¿Qué?

—Mira la quinta imagen que he ampliado. En la arena. Yo no puedo verla, pero el radar llega hasta tres milímetros. ¿Qué ves ahí… con tus ojos?

—Una pisada —dijo Mahnmut—. Una pisada de un pie humano descalzo. Varias pisadas. Todas claras en el suelo húmedo y la arena blanda. Todas se dirigen hacia el oeste. La lluvia las borraría en unos cuantos días. Algún humano ha estado aquí en las últimas cuarenta y ocho horas o menos… quizá incluso mientras nosotros trabajábamos recuperando las cabezas nucleares.

—No importa —dijo Suma IV—. Nuestras órdenes son regresar a la Reina Mab y vamos a…

—Lleva la nave de vuelta a la Brecha Atlántica —ordenó el Integrante Primero Asteague/Che desde el otro lado de la Tierra, a treinta mil kilómetros de altura—. Nuestro estudio de las imágenes que tomamos apresuradamente en la última órbita muestran lo que puede ser el cuerpo de un ser humano en la Brecha, aproximadamente a veintitrés kilómetros al oeste del submarino naufragado. Id y recuperadlo de inmediato.