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Incluso antes de atravesar la grieta en el casco del navío naufragado, Harman supo qué era. Los paquetes de datos proteínicos envueltos en ADN de su cuerpo tenían un millar de referencias a miles de tipos de barcos a lo largo de diez mil años de historia humana. Harman no podía hacer una comparación perfecta basándose solamente en la proa dañada, los restos a su alrededor y mirando las coberturas rotas del material elástico del sonar invisible que rodeaba el acero-inteligencia morfeable del casco en sí, pero quedaba bastante claro que estaba entrando en un submarino de un siglo de finales de la Edad Perdida: posiblemente de después de la liberación del rubicón pero de antes de que los primeros posthumanos hubieran sido creados genéticamente. Los tiempos de la demencia.

Una vez dentro, al abrirse paso por un pasillo sólo levemente ladeado y respirando por su máscara de ósmosis aunque esa parte de la nave hundida estaba seca, estuvo seguro de que se trataba de un submarino.

Harman se encontró en una sala que se inclinaba sólo diez grados de la vertical pero el antiguo impacto con el fondo del océano a solo sesenta metros bajo la superficie del mar (mucho antes de que existiera la Brecha Atlántica) había destrozado el metal y volcado media docena de largos contenedores de sus perchas. Harman no necesitaba la pistola que llevaba. No había nada vivo en aquel casco. Sujetó la pistola en el parche adhesivo de su cadera derecha y extendió un poco de elástica termopiel por encima, asegurándola con la misma fuerza que si llevara una de aquellas cartucheras que había visto en los libros gracias al armario de cristal.

Pasó la palma derecha alrededor del borde redondeado de uno de aquellos contenedores volcados, curioso por averiguar si su función buscadora de datos funcionaría a través de los guantes de fina termopiel molecular.

Funcionaba.

Harman se hallaba en la sala de torpedos de un submarino de guerra clase Mahoma. La IA del sistema de guía de aquel torpedo en concreto («torpedo» era una palabra y un concepto que nunca había encontrado hasta aquel preciso milisegundo) había muerto hacía más de dos mil años, pero había suficiente memoria residual en los microcircuitos muertos para que Harman comprendiera que su palma estaba a escasas pulgadas de una cabeza nuclear insertada en el extremo de un torpedo trazador autocavitante de 304.000 libras de alta velocidad. Esa cabeza nuclear («cabeza nuclear» era otro término que desconocía hasta ese instante) era una simple arma de fusión de 475 kilotones. La explosión de aquella esfera en forma de perla que tenía a pocos milímetros de su palma alcanzaría decenas de millones de grados en una millonésima de segundo. Harman casi podía sentir los letales rayos gamma y de neutrones agazapados allí, invisibles anguilas de muerte, dispuestos a saltar en todas direcciones a la velocidad de la luz para matar e infectar todo nervio o tejido humano que encontraran, destrozándolos como balas a través de la mantequilla.

Apartó la mano y se la frotó contra el muslo como si se limpiara algo sucio de la palma.

Todo el submarino era un instrumento diseñado para matar seres humanos. Su brevísimo encuentro con la IA guía de la cabeza nuclear muerta le había dicho que las cabezas del torpedo eran irrelevantes en comparación con la máquina y la verdadera misión de la tripulación. Pero para comprender en qué consistía esa misión tendría que salir de la sala de torpedos, subir por la cubierta inclinada, atravesar el vestuario y el comedor, subir una escalera y bajar por un pasillo dejando atrás el sonar y la sala de comunicaciones integradas, y luego subir otra escalera hasta el centro de mando y control.

Pero todo lo que había más allá de la mitad de la sala de torpedos estaba bajo el agua.

Los rayos de luz de las lámparas de su pecho le mostraron dónde empezaba la pared de la Brecha, apenas a cuatro metros de distancia. El submarino llevaba muchos siglos hundido bajo la superficie, lleno de agua, antes de que lo que quiera que crease la Brecha sorbiera el océano de sus compartimentos de proa, pero nada vivía ya en él, ni una concha seca quedaba de la rica vida submarina que debió existir durante siglos, y no había signos de huesos humanos ni de otros restos de la tripulación. El campo de fuerza que contenía el Océano Atlántico no cortaba físicamente el metal morfeable del casco del submarino ni su estructura metálica (las lámparas metálicas detectaban la línea sólida e ininterrumpida de la cubierta de arriba), pero Harman podía visualizar la masa ovalada de océano dentro del casco de la nave. La pared norte del campo de fuerza de la Brecha contenía el negro mar en todos los espacios abiertos, pero un paso más allá de eso… Harman imaginaba la presión a seiscientos pies y veía la muralla de oscuridad por delante de sus reflectores reflejándose como si procediera de una superficie oscura pero todavía espejada.

De repente Harman se sintió lleno de un temor enfermizo y terrible. Tuvo que agarrarse al despreciable torpedo para no resbalar y caer sobre las corroídas placas de la cubierta. Quiso salir corriendo de esa antigua nave de guerra hacia el aire y la luz del sol, quitarse la máscara de ósmosis y vomitar si era necesario para deshacerse del veneno que de pronto se había apoderado de su cuerpo y de su mente.

Era un simple torpedo en lo que se estaba apoyando, diseñado para destruir otros barcos, una bahía como máximo, sin embargo su potencia termonuclear era tres veces más poderosa que la de Hiroshima (otra palabra, otra imagen que acababa de entrar en la mente de Harman), capaz de destruirlo todo en un área de cien kilómetros cuadrados.

Harman, siempre bueno a la hora de juzgar distancias y tamaños incluso en esa época suya que no requería esas habilidades, imaginó un área de diez por diez kilómetros en el corazón de Cráter París, o Ardis Hall en el centro de su diana. En Ardis, un estallido semejante desintegraría no sólo la mansión y el nuevo edificio exterior en un nanosegundo, sino que arrasaría las empalizadas y su bola de fuego se llevaría por delante el pabellón del faxnódulo situado a casi dos kilómetros de distancia carretera abajo menos de un segundo más tarde, convertiría en vapor el río en la base de las colinas y el bosque en cenizas y en fuego un círculo expansivo de destrucción instantánea que llegaría más al norte que la Roca Hambrienta donde había visto en su visión del paño turín a Ada y los demás.

Harman activó las funciones dormidas de biofeedback (demasiado tarde) y recibió el mensaje que temía. La sala de torpedos estaba llena de radiación latente. Las cabezas nucleares dañadas habían caído por debajo de los niveles letales hacía mucho tiempo, pero en el proceso habían contaminado la parte de proa del submarino.

No, los sensores le dijeron que la radiación era aún peor más adelante, más allá de la sala de torpedos, en la dirección que tenía que ir si quería saber más de ese instrumento de muerte. Quizá el reactor de fusión que había impulsado aquel obsceno navío había tenido filtraciones durante todos esos siglos. Tenía por delante un infierno radiactivo.

Harman sabía lo suficiente sobre sus nuevas funciones biométricas para darse cuenta de que podía preguntar a los monitores de datos. Lo hizo ahora, pero sólo con la pregunta más sencilla posible: «¿Me protegerá adecuadamente la termopiel de esta radiactividad?»

La respuesta fue con la voz de su propia mente, inequívoca: «No.» Era una locura continuar. Tampoco tenía el valor para proseguir a través de aquella negra pared de agua y entrar en el infierno de radiación, recorrer el resto de la sala de torpedos sumergida, subir por el oscuro y frío vestuario y el comedor donde antiguos contadores Geiger se habrían vuelto locos, las agujas arrancadas de sus propios diales, y luego subir y bajar de nuevo por el pasillo dejando atrás el sonar y la sala de comunicación, y luego subir otra escalera y recorrer aquella imposible, aterradora distancia que helaba los huesos y mataba las células hasta el centro de mando y control sumergido.

Era literalmente una locura quedarse en aquel pernicioso casco, mucho más internarse en él. Era la muerte: la muerte para sí mismo, para las esperanzas de su especie, para la confianza de Ada en su regreso, para la necesidad de su hijo por nacer de un padre en aquellos tiempos terribles y peligrosos. La muerte para todos los futuros.

Pero tenía que saber. Los restos cuánticos de la IA de la cabeza nuclear del torpedo le habían contado lo suficiente para que tuviera que conocer la respuesta a una única y terrible pregunta. Así que continuar fue exactamente lo que hizo Harman, paso a paso.

Después de tres días con sus noches en la Brecha, era la primera vez que Harman atravesaba la pared del campo de fuerza. Era un campo semipermeable, como los que había atravesado en la isla orbital de Próspero (y ahora Harman sabía que «semipermeable» significaba que estaba diseñado para permitir a los seres humanos antiguos o a los posthumanos atravesar lo que de otro modo era un escudo infranqueable), pero esta vez pasaba del aire y el calor al frío, la presión y la oscuridad.

Harman confiaba en que la termopiel lo mantuviera vivo contra los efectos de la profundidad si no de la radiación, y eso hizo; se negó incluso a convocar los datos que tenía sobre el funcionamiento de la termopiel, sobre qué la hacía funcionar. No le importaba cómo funcionaba para mantener a raya el océano… sólo que lo hacía.

Las lámparas de su pecho aumentaron inmediatamente su brillo para contrarrestar los reflejos y la densa agua llena de partículas.

Las partes sumergidas del submarino eran tan gruesas como organismos vivos, mientras que las partes secas de la sala de torpedos eran estériles. Lo que vivía allí no sólo sobrevivía en la densa radiación, sino que se atiborraba de ella, vivía de ella. Cada superficie de metal había quedado oculta bajo capas de hongos coralinos mutados y masas de materia viviente y brillante de colores verdes, rosas, grises y azulinos, sus palpos y tentáculos agitándose lentamente con corrientes invisibles. Cosas parecidas a cangrejos escaparon de la luz. Una anguila rojo sangre asomó desde un agujero en lo que antes era la escotilla de la sala de torpedos de popa y luego retiró la cabeza, dejando sólo sus hileras de dientes brillando en la oscuridad. Harman procuró no acercarse mientras pasaba junto a la desgastada escotilla.

La IA muerta de la cabeza nuclear le había dado un burdo esquema de la nave (al menos suficiente para guiarlo hasta el centro de control y mando), pero la escalerilla que tenía que seguir hasta el vestuario y el comedor había desaparecido. La mayor parte del submarino había sido construida con superaleaciones que durarían otros dos mil años, incluso bajo el mar, pero la escalerilla (la plancha, según le dijeron que se llamaba sus paquetes de proteínas) se había corroído hacía mucho tiempo.

Tras hundir los dedos en el reborde y los desgastados tramos de cada lado de la escalera, esperando no estar metiendo los dedos en la boca de otra anguila, Harman se izó trabajosamente por la verde sopa marina. Partículas y paquetes de partículas radiactivas vivas se aferraron a su termopiel y tuvo que limpiarlas de sus lentes y su máscara de ósmosis.

Cuando llegó al nivel del vestuario estaba a punto de hiperventilar. Sabía por experiencia que la máscara de ósmosis seguiría suministrándole oxígeno bueno y fresco, pero su sentido de la presión sobre cada centímetro cuadrado de su cuerpo le hacía rebullirse. No tuvo que acceder a ningún módulo de memoria para saber que la termopiel lo protegería también del frío y la presión: el mismo tipo de traje lo había mantenido con vida en la presión cero del espacio, pero el espacio exterior le había parecido más limpio.

«Me pregunto si esta mugre que cubre mis lentes fue una vez parte de los hombres y mujeres que tripularon este barco.»

Descartó ese tipo de pensamientos. No sólo eran fantasmales, sino absurdos. Si la tripulación se había hundido con el submarino, los siempre hambrientos habitantes del océano habrían limpiado sus huesos en sólo unos años y luego se habrían comido o descompuesto los huesos mismos en pocos años más.

Y sin embargo…

Harman se concentró en abrirse paso a través de la basura de camastros desmoronados y cubiertos de mugre. Sólo deducía que en esa zona se encontraban los dormitorios de los seres humanos a través del esquema de las deterioradas células de memoria de la cabeza nuclear; parecía una cripta vencida por la vegetación, los estantes cubiertos de densos hongos grises alojaban seres parecidos a cangrejos y anguilas temerosas de la luz en vez de los cuerpos podridos de Montescos o Capuletos.

«Tengo que leer más de ese tal Shakespeare. Tantas cosas en los paquetes de datos conectan con sus pensamientos y escritos…», pensó Harman mientras atravesaba una escotilla abierta, apartando estalagmitas de limo, y entraba en lo que había sido un comedor. Lo que antaño fuera una larga mesa por algún motivo le recordó la mesa caníbal de Calibán en la isla de Próspero tantos meses atrás. Tal vez fuese porque los hongos y moluscos habían mutado hasta adquirir un color rosa sangre.

Al otro extremo de la caverna rosácea, Harman sabía que tenía que subir por una escalerilla vertical (una escalerilla de verdad esta vez, no una plancha) hasta la sala de comunicaciones integradas, antes de poder atravesar la cabina del sonar y llegar al centro de mando y control.

No había ninguna escalerilla. Y esta vez el estrecho tubo de un pasillo vertical estaba atascado con algas marinas verdes y azules que recordaron a Harman el relato que había hecho Daeman sobre Cráter París convertido en un nido de hielo azul.

Pero lo que había tejido esta red era la vida oceánica terrestre, aunque mutada, y Harman empezó a romperla, apartando siglos de lento enquistamiento y avance a grandes puñados, deseando tener un hacha consigo. El agua a su alrededor se llenó tanto de porquería que ni siquiera se veía las manos. Algo largo y resbaladizo (¿otra anguila o algún tipo de serpiente marina?) se deslizó por su cuerpo y desapareció debajo. Harman siguió arrancando trozos y puñados de densa y pegajosa sustancia radiactiva, abriéndose paso a través de la cegadora suciedad.

Sintió como si estuviera naciendo de nuevo, pero esta vez a un mundo mucho más terrible.

La pugna fue tan grande que, durante varios segundos después de haber terminado de abrirse paso y llegar al nivel de la sala de comunicaciones no supo que lo había hecho. Tentáculos verdes se aferraban a todas partes, el agua estaba tan llena de partículas flotantes que los rayos de su propio reflector lo cegaban y flotó en el limo primordial demasiado agotado para moverse.

Entonces, recordando que cada momento que pasaba en la carcasa muerta implicaba una posibilidad mayor de muerte, Harman se puso de rodillas, arrancó enredaderas y tentáculos de viejas plantas crecidas de sus hombros y espalda y se dirigió hacia popa.

La sala de comunicaciones estaba todavía viva.

Harman se detuvo al notarlo. Funciones de su cuerpo que ni siquiera había catalogado aún captaron la pulsante disposición de las máquinas ocultas bajo la viva alfombra verdigrís de esa sala para contactar y comunicarse. No con él. Las IAs de la sala no reconocían su presencia: su habilidad para interactuar con seres humanos había muerto hacía tiempo con el cambiante núcleo cuántico de sus ordenadores.

Pero querían comunicarse con alguien… sobre todo recibir órdenes de alguien, de algo.

Sabiendo que no encontraría allí lo que necesitaba saber, Harman medio caminando medio nadando dejó atrás la cabina abarrotada del sonar y el GPS. No sabía por qué sus memorias-paquete querían llamar cabina a aquel pequeño espacio y no quería saberlo.

Si alguna vez hubiera pensado en los submarinos, cosa que nunca había hecho, Harman probablemente habría sabido que tales barcos se construían para viajar bajo el agua (sabía que la IA de la cabeza nuclear había preferido una traducción de la palabra «barco» a la de «nave»), y que esos barcos submarinos estaban compuestos de muchos pequeños compartimentos, cada uno cerrado con una puerta, una escotilla, estanca, separada. Aquel submarino no. Los espacios eran grandes en comparación con el volumen del barco mismo, no todo era reducido ni estaba compartimentado al máximo. Si el océano encontraba un modo de entrar (y obviamente lo había hecho) la muerte de los hombres y mujeres de la tripulación no habría sido por lento ahogamiento, jadeando en busca de aire cerca de los techos, sino en una enorme e implosiva ola de presión que los habría matado a todos en cuestión de segundos. Era casi como si los humanos que habían trabajado en el submarino hubieran preferido la opción de una muerte instantánea en espacios grandes que ahogarse lentamente en espacios más pequeños.

Harman dejó de nadar y permitió que sus pies se hundieran en las placas del suelo cuando advirtió que estaba en mitad del centro de mando y control.

Aquí había menos vegetación marina, más metal desnudo. Por el esquema de la IA de la cabeza nuclear Harman pudo distinguir los centros de control de armas y lanzamiento de torpedos, columnas verticales de metal que habrían proyectado una miríada de controles virtuales holográficos cuando la nave entraba en combate. Harman recorrió el lugar, tocando metal y plástico con la mano recubierta por la termopiel, permitiendo que los cerebros cuánticos muertos se embebieran del material para hablarle.

No había ninguna silla, asiento ni trono para el capitán. Aquel hombre permanecía de pie, cerca de la mesa central de mapas holográficos, directamente delante de una consola (virtual dadas las condiciones, proyectada desde dentro de los paneles plásticos LCD si el sistema virtual quedaba dañado) a la que se canalizaban y que mostraba todos y cada uno de los muchos sistemas y funciones del barco.

Harman pasó la mano enguantada por el limo verde e imaginó las pantallas del sonar apareciendo… allí. Las imágenes tácticas a la izquierda… ahí. Varios metros más atrás, por donde había venido, unos hinchados hongos grisáceos eran los asientos donde los tripulantes se habían agazapado delante de las imágenes virtuales en cambio constante que controlaban e informaban sobre lastre y rumbo, radar, sonar, transmisiones GPS, controles automáticos, disposición de torpedos y controles de lanzamiento, engranajes físicos para controlar las inmersiones…

Apartó la mano. Harman no necesitaba saber nada de esa basura. Sólo necesitaba saber…

Allí.

Era un monolito negro de metal situado tras el puesto del capitán. No había conchas, moluscos, coral ni mugre pegados a él. La cosa era tan negra que las lámparas de Harman no se reflejaron en ella en sus primeros pasos hacia esa parte del centro de mando.

Era la IA central del barco, construida para interactuar de cien maneras con el capitán y la tripulación del submarino. Harman sabía que un ordenador cuántico, incluso de esa Edad Perdida, incluso un ordenador muerto hacía más de dos milenios, estaría más vivo al uno por ciento de su capacidad que la mayoría de los seres vivos del planeta. Las mentes artificiales cuánticas eran duras de pelar y morían despacio.

Harman sabía que no tenía los códigos de acceso a los bancos centrales de la IA, quizá ni siquiera disponía del lenguaje para comprender los códigos que no conocía, pero también sabía que eso no importaba. Sus funciones habían sido desarrolladas y programadas nanogenéticamente en su ADN mucho después de que aquella máquina hubiera muerto. No tendría secretos para él.

El pensamiento lo aterrorizó.

Harman quería salir de aquella cripta inundada. Quería escapar de la radiación que debía estar rebotando por su piel, su cerebro, sus pelotas, sus entrañas y sus ojos mientras permanecía allí de pie, indeciso.

Pero tenía que saber.

Harman colocó la palma sobre el negro monolito de metal.

El submarino se llamaba La espada de Alá. Había zarpado el… Harman se saltó las entradas del cuaderno de bitácora, fechas, motivos para la antigua guerra. Se entretuvo sólo lo suficiente para confirmar que había sido después de que soltaran el rubicón, durante los años de la Demencia cuando el Califato Global se acercaba a su fin, las democracias de Occidente y Europa estaban ya muertas y la Nueva Unión Europea era una ficción de jadeantes estados vasallos bajo el khanato en alza…

Nada de eso importaba. Lo que había en la panza de aquel submarino, tan real como el feto que crecía en el vientre de su esposa Ada, era lo que importaba.

Harman se detuvo lo suficiente para escuchar una versión acelerada del último testamento de los veintiséis tripulantes de La espada de Alá. El submarino de misiles balísticos clase Mahoma era tan automático que requería una tripulación de sólo ocho miembros, pero había habido tantos voluntarios que se permitió a veintiséis Elegidos ir en su última misión.

Todos eran hombres. Todos eran devotos. Entregaron sus almas a Alá mientras su perdición se acercaba: un cordón al ataque de submarinos, aviones, naves espaciales y naves de superficie del khanato por lo que Harman podía decir. Los hombres sabían que sólo les quedaban minutos de vida… que la Tierra estaba a sólo unos minutos de su destrucción.

El capitán había dado la orden de lanzamiento. La IA primaria la había secundado y transmitido.

¿Por qué no se habían disparado los misiles? Harman registró la IA hasta sus entrañas cuánticas y no pudo encontrar ninguna razón. La orden humana se había dado, los cuatro juegos de llaves físicas habían sido girados, las coordenadas de blanco de la IA y las órdenes de lanzamiento individual habían sido confirmadas y transmitidas, los misiles habían sido colocados en la secuencia de lanzamiento adecuada, los interruptores (virtuales y literales) se habían activado. Todas las enormes escotillas de metal de los misiles se habían abierto con éxito con redundante maquinaria hidráulica: sólo una fina cúpula azul de fibra de vidrio separaba los tubos de los misiles del océano, y cada uno de aquellos tubos de lanzamiento se había llenado de nitrógeno para igualar la presión e impedir que el océano entrara hasta el momento mismo del lanzamiento. Los cuarenta y ocho misiles habrían sido impulsados por generaciones de nitrógeno gaseoso, una carga de dos mil quinientos voltios que prendería la descarga de nitrógeno. El gas mismo habría producido más de cuarenta y cinco mil kilos por centímetro cuadrado de presión en menos de un segundo, enviando los misiles hacia arriba con sus propias burbujas de nitrógeno hasta que salieran del mar como corchos, y entonces el combustible sólido de cada misil los habría encendido en el momento en que los misiles alcanzaran el aire. Había iniciadores de lanzamiento e ignición redundantes y de doble redundancia. Los misiles tendrían que haber corrido hacia sus objetivos. Los indicadores de lanzamiento de la IA estaban todos en rojo. En cada uno de los cuarenta y ocho silos del vientre preñado de La espada de Alá la secuencia había pasado adecuadamente de ESPEREN a PREPARADOS a LANZAMIENTO a LANZAMIENTO CON ÉXITO.

Pero los misiles estaban todavía en sus tubos. La IA, muerta y deteriorada, lo sabía y comunicaba algo parecido a la vergüenza y el chasco a través de la palma cosquilleante de Harman.

El corazón le latía tan alocadamente y Harman respiraba con tanta dificultad que la máscara de ósmosis tuvo que bajar el nivel de oxígeno para que no hiperventilara.

Cuarenta y ocho misiles. Cuarenta y ocho plataformas con cabeza nuclear. Cada cabeza era teledirigida y llevaba dieciséis vehículos de entrada separados. Setecientas sesenta y ocho cabezas, todas armadas, preparadas, los seguros retirados, listas para saltar. Apuntaban a setecientas sesenta y ocho de las ciudades restantes del mundo, monumentos antiguos y menguados centros de población de supervivientes del rubicón.

Pero lo que llevaban los torpedos de La espada de Alá no eran simples cabezas termonucleares.

Cada una de las setecientas sesenta y ocho cabezas que aún había a bordo del submarino llevaba un agujero negro tenuemente contenido. El alma definitiva de la raza humana y el Califato Global en ese punto del tiempo… su detergente definitivo, pensó Harman con un ruido que era en parte sollozo en parte risa tonta.

Los agujeros negros eran pequeños. Cada uno no mucho más grande de lo que uno de los tripulantes muertos había descrito en su urgente y religioso discurso de despedida como «el balón de fútbol con el que crecí jugando en las ruinas de Karachi». Pero cuando escaparan de sus esferas de contención y cayeran sobre sus blancos, el resultado sería mucho más dramático que el de una mera arma termonuclear.

El agujero negro se hundiría en la tierra, creando un hueco del tamaño de un balón de fútbol en el centro de la ciudad que fuera su objetivo. Pero en el segundo en que llegara allí habría una explosión de plasma mil veces peor que una explosión termonuclear. El agujero negro, al descender, convertiría tierra, roca, agua y magma, todo lo que encontrara por delante, en una nube de vapor y plasma, y absorbería también las personas, edificios, vehículos, árboles y la estructura molecular de la ciudad que fuera su objetivo y cientos de kilómetros cuadrados a su alrededor.

El agujero negro que había creado el cráter de un kilómetro de anchura en el centro de Cráter París tenía menos de un milímetro de ancho y era inestable: se había comido a sí mismo antes de llegar al núcleo de la Tierra. Harman sabía ahora que once millones de personas habían muerto porque aquel antiguo experimento salió mal.

Esos agujeros negros no estaban diseñados para comerse a sí mismos. Estaban diseñados para rebotar de un lado a otro a través de la tierra, volver a salir a la atmósfera, zambullirse de nuevo en el planeta. Setecientos sesenta y ocho esferas de plasma y radiación ionizante de destrucción definitiva atravesando una y otra vez la corteza, el manto, el magma y el núcleo de la Tierra, continuamente, durante meses o años, hasta que todas descansaran en el centro de esta querida y buena Tierra y empezaran a comerse el tejido del planeta mismo.

Las voces de los veintiséis tripulantes que Harman había escuchado celebraban el resultado de su misión. Todos se reunirían en el Paraíso. ¡Dios sea loado!

Harman sólo quería vomitar dentro de la máscara de ósmosis, pero se obligó a no apartar la mano de la IA del negro monolito durante otro minuto entero, eterno, interminable. Tenía que haber alguna instrucción para encontrar un modo de desarmar los agujeros negros activados.

Los campos de contención de las cabezas nucleares habían sido muy potentes, diseñados para durar siglos si era preciso.

Habían durado más de dos milenios y medio, pero eran muy inestables. En cuanto uno de los agujeros negros escapara, lo harían todos. No importaba nada si iniciaban su viaje hacia el núcleo de la Tierra y más allá a partir de sus objetivos o si lo hacían desde aquel punto en la pared norte de la Brecha Atlántica. El resultado sería el mismo.

No había ningún procedimiento en la IA ni en ninguna parte de La espada de Alá para desarmarlas. Las singularidades existían (lo habían hecho durante casi doscientos cincuenta Cinco Veintes estándar de Harman) y, en un mundo donde la máxima tecnología de los humanos antiguos eran las ballestas, no había forma de fijar sus campos de contención.

Harman apartó la mano.

Más tarde no recordaba haber encontrado el camino de salida de las partes sumergidas del submarino, ni haber atravesado tambaleándose la seca sala de torpedos, ni el agujero del casco para salir a la soleada franja de arena fangosa que era la Brecha Atlántica.

Sí que recordaba haberse quitado la capucha y la máscara de ósmosis, haber caído a cuatro patas y vomitado largamente. Mucho después de haberse librado de lo poco que tenía en el estómago (las barras alimenticias eran nutritivas pero dejaban pocos residuos) continuaba teniendo arcadas.

Luego se sintió demasiado débil para seguir apoyándose en las manos y las rodillas, así que se arrastró para apartarse de su propio vómito, se desplomó, se puso de espaldas y contempló la larga y fina tira azul del cielo. Los anillos, débiles pero claros, giraban, se entrecruzaban, se movían como las pálidas manecillas de un reloj obsceno que descontaba las horas o días o meses o años hasta que las esferas de contención de las cabezas nucleares que esperaban apenas a unos metros de Harman se deterioraran y colapsaran.

Sabía que tenía que alejarse del pecio radiactivo, arrastrándose si era necesario, pero su corazón no tenía ninguna voluntad de hacerlo.

Finalmente, después de lo que tuvieron que ser horas (la franja de cielo se oscurecía al atardecer) Harman activó la función que interrogaba a sus propios biomonitores.

Como sospechaba, la dosis que había recibido era letal. El mareo que sentía sólo empeoraría. Los vómitos y arcadas pronto regresarían. La sangre se agolpaba ya bajo su piel. En cuestión de horas (el proceso ya había empezado) las células de sus entrañas y sus tripas empezarían a descomponerse por billones. Luego vendría la diarrea de sangre, intermitente al principio pero constante a medida que su cuerpo empezara literalmente a cagar sus tripas disueltas. Luego la hemorragia sería principalmente interna, las paredes celulares se descompondrían por completo, todos los sistemas se colapsarían.

Harman sabía que viviría lo suficiente para ver y sentir todo eso. Dentro de un día estaría demasiado débil para moverse entre episodios de diarrea y vómitos. Estaría postrado en la Brecha, su quietud rota solamente por ataques involuntarios. Harman sabía que ni siquiera podría mirar al cielo azul y las estrellas cuando muriera: los biomonitores ya informaban de las cataratas inducidas por la radiación que se acumulaban en la superficie de sus dos ojos.

Sonrió amargamente. No era extraño que Próspero y Moira le hubieran proporcionado solamente barras alimenticias para unos pocos días. Debían saber que no necesitaría tantas.

«¿Por qué? ¿Por qué hacerme Prometeo de la raza humana con todas estas funciones, todo este conocimiento, toda esta promesa que dar a Ada y mi especie, sólo para dejarme morir aquí solo… de esta forma?»

Era lo bastante sabio para conocer la respuesta a su propia pregunta. Prometeo robó el fuego a los dioses. Adán y Eva probaron la fruta del conocimiento en el Edén. Todos los mitos antiguos de la creación contaban la misma historia, revelaban la misma terrible verdad: roba el fuego y el conocimiento a los dioses y te volverás algo distinto a los animales de los que has evolucionado, pero seguirás estando muy, muy por debajo de ningún Dios verdadero.

En ese instante Harman hubiese dado cualquier cosa por librarse de los veintiséis últimos testamentos religiosos y personales de los locos tripulantes de La espada de Alá. En aquellas apasionadas despedidas sentía todo el peso de la carga que había estado a punto de llevarles a Ada, a Daeman, a Hannah, a sus amigos, a su especie.

Cayó en la cuenta de que todo aquel último año: la historia del paño turín de Troya que había sido el pequeño regalo de broma que Próspero había hecho a los humanos antiguos, transmitido por Odiseo y Savi; sus diversas búsquedas locas; la terrible mascarada en la isla de Próspero allá en el anillo-e; su huida; el descubrimiento de la gente de Ardis Hall sobre cómo construir armas; el dar forma a los rudos comienzos de la sociedad; el descubrimiento de la política, incluso el avance hacia algún tipo de religión… Todo aquello los había vuelto a convertir en humanos.

La raza humana había regresado a la Tierra después de más de mil cuatrocientos años de coma e indiferencia.

Harman comprendió que el hijo de Ada sería completamente humano, quizá el primer verdadero ser humano que nacería después de aquellos cómodos, inhumanos siglos de ser vigilados por falsos dioses posthumanos, que afrontaría el peligro y la muerte a cada paso, que estaría obligado a inventar, que soportaría la presión de crear lazos con otros seres humanos sólo para sobrevivir a los voynix y los calibani y el propio Calibán y la cosa Setebos…

Habría sido excitante. Habría sido aterrador. Habría sido real.

Y todo habría conducido, podría haber conducido, de vuelta a La espada de Alá.

Harman se colocó de costado y volvió a vomitar. Esta vez el vómito consistió principalmente en sangre y mocos.

«Más rápido de lo que creía.»

Con los ojos cerrados contra el dolor (contra todas las variedades del dolor, pero sobre todo contra el dolor de aquel nuevo conocimiento), Harman se palpó la cadera derecha. La pistola seguía asegurada allí.

Soltó la tira, liberó el arma del recuadro adhesivo, usó la otra mano para amartillarla como le había enseñado Moira, preparando una de las balas, quitó el seguro y se llevó el cañón a la sien.