26

Daeman sabía que debía faxear de vuelta al nódulo de Ardis para informar acerca de lo que había visto aunque tuviera que hacer en la oscuridad los dos kilómetros que separaban el pabellón del faxnódulo de Ardis Hall, pero no podía. Por importante que fuera su noticia sobre el agujero en el cielo, no estaba preparado para volver.

Faxeó a un nódulo anteriormente desconocido que había descubierto cuando exploraba seis meses antes, cartografiando los cuatrocientos nueve nódulos conocidos, buscando supervivientes de la Caída y destinos nuevos. El lugar era cálido y soleado. El pabellón se hallaba en medio de un grupo de palmeras que se agitaban con la suave brisa del mar. Justo colina abajo empezaba la playa, una media luna blanca que rodeaba casi por completo una laguna, tan clara que se veía el fondo arenoso a doce metros de profundidad, donde empezaba el arrecife. No había gente, ni humanos antiguos ni posthumanos, aunque Daeman había encontrado las ruinas de lo que antaño fuera una ciudad anterior al Fax Final, tierra adentro, en la parte norte de la playa en forma de media luna.

No había visto ningún voynix en la docena de ocasiones que había ido allí a sentarse y pensar. En un viaje, un saurio enorme, sin patas, con aletas, había salido del agua más allá del arrecife y luego se había zambullido con un tiburón de seis metros en la boca. Aparte de esa escena desconcertante, Daeman no había visto nada amenazador en aquel lugar.

Se acercó a la playa, dejó caer su pesada ballesta a la arena y se sentó. El sol era cálido. Se quitó la voluminosa mochila, el anorak y la camisa. Algo asomaba del bolsillo del anorak y lo sacó: el paño turín de la mesa de los cráneos. Lo tiró a la arena. Daeman se quitó los zapatos, los pantalones y la ropa interior y se acercó desnudo al borde del agua, sin mirar siquiera hacia la linde de la jungla para asegurarse de que se encontraba solo.

«Mi madre está muerta. —El hecho le golpeó como un golpe físico y pensó que iba a vomitar de nuevo—. Muerta.»

Daeman caminó desnudo hacia la orilla. Se detuvo al borde de la laguna y dejó que las cálidas olas le lamieran los pies, moviendo la arena bajo sus dedos. «Muerta.» Nunca volvería a ver a su madre ni oiría de nuevo su voz. Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca.

Se sentó pesadamente en la arena mojada. Creía que se había reconciliado con aquel nuevo mundo donde la muerte era una finalidad; creía haberse familiarizado con esta obscenidad cuando se enfrentó a su propia muerte ocho meses antes, allá arriba, en la isla de Próspero.

«Sabía que tenía que morir algún día… pero no mi madre. No Marina. Eso no es… justo.» Daeman reprimió una carcajada por lo absurdo de lo que estaba pensando y sintiendo. Miles de muertos desde la Caída… Sabía que había miles de muertos, porque había sido uno de los enviados de Ardis a los cientos de otros nódulos; había visto las tumbas, incluso había enseñado a algunas comunidades cómo cavarlas y dejar los cadáveres dentro para que se pudrieran…

«¡Mi madre!» ¿Había sufrido? ¿Había jugado con ella Calibán, la había atormentado, la había torturado antes de sacrificarla?

«Sé que ha sido Calibán. Los ha matado a todos. No importa si eso es imposible: es la verdad. Los ha matado a todos, pero sólo para llegar a mi madre, para dejar su cráneo en la cima de la pirámide de cráneos, con rizos de pelo rojo para que yo viera que era en efecto ella. Calibán. Maldito cabronazo chupapollas asesino repugnante hijo de puta…»

Daeman no podía respirar. El pecho se le cerró. Abrió la boca como para volver a vomitar, pero no pudo hacer que entrara aire ni que saliera.

«Muerta. Para siempre. Muerta.»

Se levantó, chapoteó en las aguas cálidas y luego se zambulló, nadando con fuerza hacia el arrecife donde las olas se alzaban blancas y había visto a la bestia gigantesca con el tiburón en las fauces, braceando con energía, sintiendo el picor del agua salada en los ojos y en las mejillas…

Nadar le permitió respirar. Nadó un centenar de metros hasta donde la laguna se abría al mar y luego sintió las frías corrientes tirando de él, vio las pesadas olas más allá del arrecife, escuchó la maravillosa violencia de su estrépito, casi se rindió entonces bajo la corriente que tiraba de él, más y más lejos… no había ninguna barrera como en el Atlántico, su cuerpo podría seguir a la deriva durante días. Pero se dio la vuelta y regresó a la playa.

Salió del agua ajeno a su desnudez, pero no a su seguridad. Alzó la mano izquierda, salada, e invocó la función lejosnet. Se encontraba en aquella isla del Pacífico Sur: Daeman casi se echó a reír cuando lo pensó, porque hacía nueve meses, antes de conocer a Harman, ni siquiera conocía los nombres de los océanos, ni sabía siquiera que el mundo era redondo, ni los nombres de las masas de tierra, ni que había más de un océano. ¿Y de qué le había servido saber todas esas cosas? De nada.

Pero la función lejosnet le mostró que no había humanos antiguos ni voynix cerca. Se acercó a la ropa y se dejó caer sobre el anorak, usándolo como toalla de playa. Las piernas bronceadas se le llenaron de arena.

Justo cuando se arrodillaba, una ráfaga de viento levantó el paño turín y lo hizo revolotear sobre su cabeza, hacia el agua. Actuando por puro reflejo, Daeman extendió el brazo y lo atrapó. Sacudió la cabeza y usó los bordes del paño elaboradamente bordado para secarse el pelo. Luego se tumbó de espaldas, el paño arrugado todavía en la mano, y contempló el inmaculado cielo azul.

«Está muerta. Tuve su cráneo en mis manos. —¿Cómo había sabido con seguridad que precisamente aquel cráneo entre un centenar (incluso con la obscena pista de los rizos de pelo corto y rojo) pertenecía a su madre? Estaba seguro—. Quizá debería de haberlo dejado con los demás.» No con Goman, cuya tozudez por quedarse en Cráter París la había matado. No, con él no. Daeman recordó claramente el pequeño cráneo blanco cayendo hacia el ojo rojo del cráter.

Cerró los ojos, estremeciéndose. El dolor de aquella noche era algo físico que acechaba como flechas detrás de sus ojos.

Tenía que volver a Ardis para contarle a todo el mundo lo que había visto, el regreso de Calibán a la tierra y el agujero en el cielo nocturno y aquella cosa enorme que había salido de allí.

Imaginó las preguntas de Harman o de Nadie o de Ada o de cualquiera de los otros. «¿Cómo puedes estar seguro de que era Calibán?»

Daeman estaba seguro. Lo sabía. Había una conexión entre él y el monstruo desde que los dos se habían enfrentado casi en gravedad cero en la gran catedral del espacio en ruinas que era la isla orbital de Próspero. Había sabido desde la Caída que Calibán seguía vivo, que probable, imposible, ciertamente había escapado de algún modo de la isla y había regresado a la Tierra.

«¿Cómo puedes saberlo?» Lo sabía.

«¿Cómo podía una criatura, más pequeña que un voynix, matar a un centenar de supervivientes de Cráter París, la mayoría de ellos hombres?»

Calibán podía haber usado los clones de la Cuenca Mediterránea, los calibani que Próspero había creado siglos atrás para mantener a raya a los voynix de Setebos… pero Daeman sospechaba que el monstruo no lo había hecho. Sospechaba que Calibán había asesinado a su madre y todos los demás él solo para enviarle un mensaje.

«Si Calibán quiere enviarte un mensaje, ¿por qué no vino a Ardis Hall y nos mató a todos, dejándote a ti para el final?»

Buena pregunta. Daeman creía saber la respuesta. Había visto a la criatura-Calibán jugar con los seres-lagarto sin ojos que sacaba de los charcos y lagunas estancadas bajo la ciudad orbital… lo había visto jugar con ellos y torturarlos antes de tragárselos enteros. También había visto a Calibán jugar con ellos mismos, con Harman, Savi y con él… burlándose antes de saltar con velocidad cegadora para morder el cuello de la anciana y arrastrarla bajo el agua para devorarla.

«Está jugando conmigo. Con todos.»

Otra buena pregunta: «¿Qué has visto atravesar el agujero sobre Cráter París? —¿Qué había visto? Había mucho polvo, el aire estaba lleno de escombros debido a los vientos huracanados y la luz del agujero era cegadora—. ¿Un enorme cerebro mocoso impulsándose con las manos?» Daeman imaginaba la reacción de todos los demás en Ardis Hall, en cualquiera de las comunidades de supervivientes, cuando se lo contara.

Pero Harman no se reiría. Harman había estado allí con Daeman (y con Savi, que sólo vivió unos minutos más) cuando Calibán cloqueó y siseó y recitó su extraña letanía para y sobre su padre-perro, Setebos: «¡Setebos, Setebos y Setebos! —había exclamado el monstruo—. Creo que Él habita en el frío de la Luna. —Y más tarde—: Pienso que Setebos, con tantas manos como un pulpo, al hacerse temido por lo que hace, alza la cabeza primero, y percibe que no puede volar a lo que es tranquilo y feliz en la vida, pero hace este mundo-burbuja para imitar el mundo real, estas buenas cosas para imitar las cosas reales como las pasas imitan las uvas.»

Daeman y Harman habían llegado más tarde a la conclusión de que el «mundo-burbuja» era la isla orbital de Próspero, pero era en el dios Setebos de Calibán en quien pensaba en aquellos momentos: «Con tantas manos como un pulpo.»

«¿Qué tamaño tenía esa cosa que has visto atravesar el agujero?»

¿Qué tamaño tenía, en efecto? Era mayor que los edificios más pequeños. Pero la luz, el viento, la montaña que brillaba detrás de aquella cosa que se escurría… Daeman no tenía ni idea de su tamaño.

«Tengo que volver.»

—Oh, Jesucristo —gimió Daeman. Sabía que aquel nombre que tantos habían usado desde la infancia se refería a algún dios remoto de la Edad Perdida—. Oh, Jesucristo.

No quería volver a Cráter París aquella noche. Quería quedarse donde estaba, al calor y la luz del sol y la seguridad de la playa.

«¿Qué ha hecho el pulpo gigante cuando ha entrado en la ciudad de Cráter París? ¿Iba a reunirse con Calibán?»

Tenía que regresar y explorar antes de faxear de regreso a Ardis. Pero todavía no. No en aquel momento.

A Daeman le dolía la cabeza por las puñaladas de pena y agonía que sentía tras los párpados. El maldito sol era demasiado brillante. Primero se cubrió los ojos con la mano izquierda (luz carnosa, demasiado) y luego se puso el paño turín sobre la cara como había hecho tantas veces. Nunca le había interesado mucho el drama turín (seducir jovencitas y coleccionar mariposas eran sus dos intereses en la vida), pero lo había empleado más de una vez por aburrimiento o por simple curiosidad. Por costumbre, aunque sabía que todos los turines estaban tan muertos e inoperativos como los servidores y las luces eléctricas, alineó los microcircuitos bordados del paño con el centro de su frente.

Las imágenes, voces e impresiones físicas fluyeron.

Aquiles está arrodillado junto al cadáver de la amazona Pentesilea. El Agujero se ha cerrado, el rojo Marte se extiende hacia el este y el sur a lo largo de la costa del Tetis sin que quede ningún rastro de Ilión ni de la Tierra, y la mayoría de los capitanes que combatieron a las amazonas con Aquiles han escapado a tiempo. Los dos Áyax se han ido, y Diomedes, Idomeneo, Estiquio, Esténelo, Euríalo, Teucro… incluso Odiseo ha desaparecido. Algunos de los aqueos (Euenor, Pretesilao y su amigo Podarces, Menipo) yacen muertos entre los cadáveres de las amazonas derrotadas. En la confusión y el pánico, mientras el Agujero se cerraba, incluso los mirmidones, los más fieles seguidores de Aquiles, han huido con los demás, pensando que su héroe, Aquiles, iba con ellos.

Aquiles está solo con los muertos. El viento marciano sopla desde los empinados acantilados de la base del Olimpo y aúlla entre las huecas armaduras dispersas, sacudiendo los penachos ensangrentados de las lanzas que clavan los cadáveres al rojo suelo.

El de los pies ligeros acuna el cuerpo de Pentesilea, alzando su cabeza y hombros hasta su rodilla. Llora al ver lo que ha hecho: su pecho perforado, sus heridas que ya no sangran. Cinco minutos antes Aquiles se mostraba triunfal en su victoria y le había gritado a la reina moribunda:

—¡No sé qué riquezas te prometió Príamo, niña alocada, pero aquí tienes tu recompensa! Ahora los perros y las aves se alimentarán de tu blanca carne.

El recuerdo de sus propias palabras hace llorar todavía más a Aquiles. No puede apartar los ojos de la dulce frente, de sus labios aún sonrosados. Los rizos dorados de la amazona se agitan con la brisa y él contempla sus pestañas, esperando que aleteen y los ojos se abran. Sus lágrimas caen al polvo de su mejilla y su frente, y con el borde de la túnica le limpia la suciedad de su cara. Los párpados de ella no aletean. Sus ojos no se abren. La lanza ha atravesado su cuerpo y también el de su caballo, tan tremenda ha sido la fuerza de su tiro.

—Deberías haberte casado con ella, hijo de Peleo, no haberla asesinado.

Aquiles contempla a través de sus lágrimas la alta forma que se alza entre el sol y él.

—Palas Atenea, diosa… —empieza a decir el asesino de hombres, pero se calla y solloza. Saber que, entre todos los dioses, Atenea es su enemiga más jurada, que fue ella quien se apareció en su tienda diez meses antes y asesinó a su más caro amigo, Patroclo, que es ella a quien más ha ansiado matar mientras combatía y hería a docenas de otros dioses en los meses pasados. Pero Aquiles no puede encontrar cólera ninguna en su corazón ahora mismo, sólo una pena sin fondo ante la muerte de Pentesilea.

—Qué extraño —dice la diosa, alzándose sobre él con su armadura dorada, su alta lanza de oro reflejando la luz del sol—. Hace veinte minutos estabas dispuesto a…, no, ansioso por dejar su cuerpo a las aves y los perros. Ahora lloras por ella.

—No la amaba cuando la he matado —consigue decir Aquiles. Acaricia la suciedad que mancha el dulce rostro de la amazona muerta.

—No, y nunca habías amado así antes —dice Palas Atenea—. Nunca a una mujer.

—Me he acostado con muchas mujeres —dice Aquiles, incapaz de apartar los ojos del rostro muerto de Pentesilea—. Me he negado a luchar por Agamenón por amor a Briseida.

Atenea se echa a reír.

—Briseida era tu esclava, hijo de Peleo. Todas las mujeres con las que te has acostado, incluida la madre de tu hijo, Pirro, a quien los argivos llamarán algún día Neptolemo, eran tus esclavas. Esclavas de tu ego. Nunca has amado a una mujer antes de este día, Aquiles de los pies ligeros.

Aquiles quiere levantarse y luchar contra la diosa: ella es, después de todo, su peor enemiga, la asesina de su amado Patroclo, el motivo por el que su gente entró en guerra con los dioses, pero descubre que no puede apartar los brazos del cadáver de Pentesilea. La lanzada mortal de ella ha fallado, pero el corazón de Aquiles ha sido alcanzado de todas formas. Nunca (ni siquiera por la muerte de su querido amigo Patroclo) ha sentido el asesino de hombres una pena tan grande.

—¿Por qué… ahora? —jadea entre sollozos—. ¿Por qué… ella?

—Es un hechizo de la diosa bruja, Afrodita —dice Atenea, moviéndose alrededor de él y el caballo caído y la amazona para que pueda verla sin girar la cabeza—. Siempre fueron Afrodita y su incestuoso hermano Ares quienes confundieron tu voluntad, mataron a tus amigos y asesinaron tus alegrías, Aquiles. Fue Afrodita quien mató a Patroclo y se llevó su cuerpo hace ocho meses.

—No… Yo estaba allí. Vi…

—Viste a Afrodita tomar mi forma —lo interrumpe Palas Atenea—. ¿Dudas que los dioses podamos tomar la forma que deseemos? ¿He de tomar la forma y la hechura de la muerta Pentesilea para que puedas saciar tu lujuria con un cuerpo vivo en vez de con uno muerto?

Aquiles la mira, la boca abierta.

—Afrodita… —dice al cabo de un minuto, su tono el de una maldición mortal—. Mataré a esa puta.

Atenea sonríe.

—Una acción muy digna y largamente merecida, asesino de los pies ligeros. Déjame que te entregue esto.

Le entrega una pequeña daga repujada.

Todavía acunando a Pentesilea con el brazo derecho, él acepta el regalo con la mano izquierda.

—¿Qué es esto?

—Un cuchillo.

—Sé que es un cuchillo —replica Aquiles, sin demostrar ningún respeto por una diosa, la tercera de todos los hijos engendrados por Zeus—. ¿Por qué, en nombre de Hades, querría este juguete de niña cuando tengo mi propia espada, mi propio cuchillo? Llévatelo.

—Este es distinto —dice la diosa—. Este cuchillo puede matar a un dios.

—He cortado a dioses con mi hoja.

—Cortado, sí —dice Atenea—. Matado, no. Esta hoja hace por la carne inmortal lo que tu espada humana les hace a tus débiles compañeros mortales.

Aquiles se levanta, cargando con facilidad el cuerpo de Pentesilea sobre su hombro derecho. Empuña la corta hoja en su mano derecha.

—¿Por qué me das una cosa así, Palas Atenea? Hace meses que nos enfrentamos en campos distintos. ¿Por qué me ayudas ahora?

—Tengo mis motivos, hijo de Peleo. ¿Dónde está Hockenberry?

—¿Hockenberry?

—Sí, ese antiguo escólico que se convirtió en agente de Afrodita —dice Palas Atenea—. ¿Sigue vivo? Tengo asuntos que tratar con ese mortal, pero no sé dónde buscarlo. Los campos de fuerza moravec han nublado nuestra visión divina.

Aquiles mira a su alrededor, parpadeando como si advirtiera por primera vez que es el único ser humano que queda en la roja planicie marciana.

—Hockenberry estaba aquí hace sólo unos minutos. Hablé con él antes de… matarla. —Empieza a sollozar de nuevo.

—Ansío ver de nuevo a ese Hockenberry —dice Atenea, murmurando como para sí—. Hoy es un día de rendir cuentas y él tiene que rendir la suya hace tiempo.

Toma la barbilla de Aquiles con su poderosa y esbelta mano, alzándole el rostro y mirándolo a los ojos.

—Hijo de Peleo, ¿deseas que esta mujer… esta amazona, viva de nuevo, para ser tu esposa? Aquiles se la queda mirando.

—Deseo ser liberado de este hechizo de amor, noble diosa.

Atenea sacude la cabeza cubierta por el casco dorado. El sol rojo resplandece en su armadura.

—No hay liberación posible de este hechizo concreto de Afrodita: las feromonas han hablado y su juicio es definitivo. Pentesilea será tu único amor en esta vida, bien como cadáver o como mujer viva… ¿La quieres viva?

—¡Sí! —exclamó Aquiles, acercándose con la mujer muerta en los brazos y un brillo de locura en los ojos—. ¡Devuélvela a la vida!

—Ningún dios ni diosa puede hacer eso, hijo de Peleo —dice Atenea con tristeza—. Como una vez le dijiste a Odiseo: «De posesiones, el ganado vacuno y las gordas cabras son cosas que tomar, y hay trípodes que conseguir, y las altas cabezas de los caballos, pero la vida de un hombre, y de una mujer, Aquiles, no puede volver, no puede tomarse, no puede conseguirse ni capturarse de nuevo por la fuerza, una vez ha cruzado la barrera de los dientes.» Ni siquiera el Padre Zeus tiene el poder de la resurrección, Aquiles.

—¿Entonces, por qué coño me lo ofreces? —ruge el de los pies ligeros. Siente la cólera fluir con el amor: aceite y agua, fuego y… no hielo, sino una forma distinta de fuego. Es muy consciente de su cólera y del cuchillo capaz de matar dioses que tiene en la mano. Para no hacer una locura, enfunda la hoja en su ancho cinturón de guerra.

—Es posible devolver a Pentesilea a la vida —dice Atenea—, pero yo no tengo ese poder. La rociaré con una clase de ambrosía que la preservará de todo deterioro. Su cuerpo muerto tendrá siempre color en las mejillas y el atisbo de calor evanescente que sientes ahora. Su belleza nunca la abandonará.

—¿De qué me sirve eso? —ruge Aquiles—. ¿De verdad esperas que celebre mi amor con un acto de necrofilia?

—Eso es decisión tuya —dice Palas Atenea con una sonrisita que casi hace que Aquiles saque la daga de su cinturón—. Pero si eres un hombre de acción, espero que lleves el cuerpo de tu amor a la cumbre del monte Olimpo. Allí, en un gran edificio, junto a un lago, está nuestro divino secreto: un salón de tanques llenos de claro fluido donde extrañas criaturas curan nuestras heridas, reparan todo daño, aseguran que regresemos, como tú dijiste una vez, del otro lado de la barrera de los dientes.

Aquiles se vuelve y contempla la interminable montaña que brilla a la luz del sol. Se extiende hasta el infinito. La cumbre no se ve. Los acantilados verticales de su base, sólo el principio del gigantesco macizo, tienen más de cuatro mil metros de altura.

—Escalar el Olimpo… —dice.

—Había una escalera mecánica… una escalinata —dice Palas Atenea, señalando con su larga lanza—. Allí se ven las ruinas. Sigue siendo la forma más fácil de subir.

—Tendré que combatir a cada paso del camino —dice Aquiles, sonriendo horriblemente—. Sigo en guerra con los dioses.

Palas Atenea también sonríe.

—Los dioses están ahora en guerra unos contra otros, hijo de Peleo. Y saben que el Agujero Brana se ha cerrado para siempre. Los mortales ya no amenazan los salones del Olimpo. Imagino que subirás sin ser detectado, ni encontrar oposición. Pero cuando hayas llegado sin duda harán sonar la alarma.

—Afrodita —susurra el de los pies ligeros.

—Sí, ella estará allí. Y Ares. Todos los arquitectos de tu infierno personal. Tienes mi permiso para matarlos. Sólo te pido un favor a cambio de mi ambrosía, mi guía y mi amor.

Aquiles se vuelve hacia ella y espera.

—Destruye los tanques sanadores cuando hayan devuelto a tu amazona a la vida. Mata al Curador: un ciempiés grande y monstruoso con demasiados brazos y ojos. Destruye todo lo que hay en el Salón del Curador.

—Diosa, ¿no acabará eso con tu propia inmortalidad? —pregunta Aquiles.

—Yo me preocuparé de eso, hijo de Peleo —contesta Palas Atenea. Extiende los brazos con las palmas hacia abajo y la dorada ambrosía cae sobre el cuerpo ensangrentado de Pentesilea—. Ahora ve. Yo debo regresar a mis propias guerras. El asunto de Ilión se decidirá pronto. Tu destino se resolverá allí, en el Olimpo. —Señala hacia la montaña que se alza interminablemente sobre ellos.

—Me instas como si tuviera el poder de un dios, Palas Atenea —susurra Aquiles.

—Siempre has tenido el poder de un dios, hijo de Peleo —dice la diosa. Alza la mano libre en un gesto de bendición y se TCea. El aire llena el vacío con un suave trueno.

Aquiles coloca el cuerpo de Pentesilea entre los otros cadáveres sólo el tiempo suficiente para envolverlo en limpias telas blancas traídas de su tienda de batalla. Luego busca su escudo, su lanza, su casco y una única bolsa de pan y los odres que había traído horas antes. Finalmente, con sus armas aseguradas, se arrodilla, recoge a la amazona muerta y comienza a caminar hacia el monte Olimpo.

—Joder —dice Daeman, quitándose de la cara el paño turín. Ha pasado un buen rato. Comprueba el cercanet de su palma: no hay ningún voynix cerca. Podrían haberlo deshuesado como a un pescado mientras yacía bajo el hechizo del turín—. Joder —repite.

No hay respuesta, excepto las pequeñas olas que lamen la playa.

—¿Qué es más importante? —murmura para sí—. ¿Llevar este paño turín que funciona a Ardis lo más rápidamente posible y descubrir por qué Calibán o su amo lo han dejado para mí?

¿O volver a Cráter París para ver lo que hace el que tiene tantas manos como un pulpo?

Permanece arrodillado en la arena un minuto. Luego se pone la ropa, guarda el paño turín en la mochila, envaina la espada, recoge la ballesta y sube la colina hacia el faxpabellón que le espera.