21

Mientras espoleaba a su caballo y alzaba la lanza de Atenea presta para el ataque, Pentesilea advirtió que había pasado por alto dos cosas que podían sellar su destino.

Primero se dio cuenta de que, increíblemente, Atenea nunca le había dicho, ni ella se lo había preguntado a la diosa, qué talón del asesino de hombres era su punto débil. Pentesilea había supuesto que se trataba del talón derecho (así se imaginaba a Peleo sacando al niño del Fuego Celestial), pero Atenea no había dado detalles sino dicho sólo que uno de los talones de Aquiles era mortal.

Pentesilea había imaginado la dificultad de alcanzar el talón del héroe, incluso con la lanza encantada de Atenea, sabiendo que Aquiles no huiría de ella, pero había instruido a sus camaradas amazonas para que abatieran a tantos aqueos en la retaguardia de Aquiles como fuera posible. Pentesilea planeaba golpear el talón del de los pies ligeros en el instante en que éste se volviera para ver quién había herido y quién muerto, como hubiese hecho cualquier capitán leal. Pero para que su estrategia funcionara, Pentesilea tenía que frenar su participación en el ataque, permitiendo que sus hermanas golpearan a los otros para obligar a Aquiles a volverse. No dirigir el ataque, no ser la primera en matar iba en contra de la naturaleza guerrera de Pentesilea, y aunque sus hermanas comprendían que aquel plan era necesario para abatir al asesino de hombres, la reina amazona se ruborizó de vergüenza cuando la línea de caballos se encontró con la línea de hombres y su enorme corcel los seguía unos pocos segundos por detrás.

Entonces se dio cuenta de su segundo error. El viento no estaba a su favor. Parte del plan de Pentesilea dependía de la confusión que creaba el perfume de Afrodita, pero el musculoso idiota masculino tenía que olerlo para que el plan funcionara. A menos que el viento cambiara o a menos que Pentesilea acortara la distancia hasta quedar literalmente encima del rubio guerrero aqueo, el olor mágico no sería un factor determinante.

«A la mierda —pensó la reina amazona cuando sus camaradas empezaron a disparar lanzas y flechas—. ¡Que los Hados se salgan con la suya y Hades se lleve al último! ¡Ares, padre, acompáñame y protégeme ahora!»

Casi esperó que el dios de la guerra se apareciera a su lado entonces, y quizás Atenea y Afrodita también, ya que era su voluntad que Aquiles muriera aquel día, pero ningún dios ni diosa apareció en los pocos segundos que transcurrieron antes de que los caballos se empalaran contra las lanzas alzadas a toda prisa y las arrojadas se estamparan contra los escudos levantados y las imparables amazonas chocaran contra los inamovibles aqueos.

Al principio, la suerte y los dioses parecieron acompañar a las amazonas. Aunque varios caballos quedaron empalados en las puntas de las lanzas, los grandes animales atravesaron las líneas argivas. Algunos de los griegos retrocedieron; otros simplemente cayeron. Las amazonas rodearon rápidamente a los cincuenta hombres que acompañaban a Aquiles y empezaron a golpearlos con sus espadas y sus lanzas.

Clonia, la lugarteniente favorita de Pentesilea y la mejor arquera de todas las amazonas vivientes, disparaba flechas con tanta rapidez como podía encajarlas y soltarlas. Todos sus objetivos estaban detrás de Aquiles, lo que obligaba al asesino a volverse cada vez que uno de sus hombres era herido. El aqueo Menipo cayó con la garganta atravesada por una larga lanza. El amigo de Menipo, el poderoso Podarces, hijo de Ificlo y hermano del caído Protesilao, saltó lleno de cólera, tratando de herir a Clonia en la cadera con la punta de su lanza, pero la amazona Bremusa rompió la lanza en dos y luego cortó el brazo de Podarces por el codo con un poderoso tajo descendente.

Las hermanas de armas de Pentesilea, Euandra y Termodoa, habían sido desmontadas: sus caballos de guerra se revolvían en el suelo, atravesados sus corazones por las largas lanzas aqueas. Pero las dos mujeres se pusieron de pie en un instante, espalda acorazada contra espalda acorazada, sus escudos de media luna destellando, mientras mantenían a raya a un círculo de griegos que gritaban y atacaban.

Pentesilea se encontró abriéndose paso a través de los escudos argivos en la segunda oleada del ataque amazónico, con sus camaradas Alcibia, Dermaquia y Deríone al lado. Rostros barbudos se alzaron contra ellas y fueron abatidos. Una flecha, lanzada desde la retaguardia aquea, rebotó en el casco de Pentesilea enturbiándole un instante la visión.

«¿Dónde está Aquiles?» La confusión de la batalla la había desorientado momentáneamente, pero entonces la reina amazona vio al asesino de hombres a veinte pasos, a su derecha, rodeado por el núcleo de capitanes aqueos: los dos Áyax, Idomeneo, Odiseo, Diomedes, Esténelo, Teucreo. Pentesilea soltó un grito de guerra y acicateó los flancos de su caballo, urgiéndolo a acercarse hacia el puñado de héroes.

En ese segundo la turba se abrió un instante cuando Aquiles se volvió para ver a uno de sus hombres, Euenor de Duliquio, que caía con una flecha de Clonia en el ojo. Pentesilea vio claramente la pantorrilla descubierta de Aquiles bajo las correas de las grebas, sus tobillos polvorientos, sus talones callosos.

La lanza de Atenea pareció zumbarle en la mano cuando Pentesilea apuntó y la arrojó con toda su fuerza y su poder. La lanza voló recta y golpeó al de los pies ligeros en el talón derecho desprotegido… donde rebotó.

Aquiles volvió la cabeza y su mirada azul se centró en Pentesilea. Sonrió con una sonrisa horrible.

Las amazonas estaban enzarzadas en un combate grupal contra el núcleo de aqueos, y su suerte empezó a cambiar.

Bremusa arrojó una lanza a Idomeneo, pero el hijo de Deucalión alzó su redondo escudo de manera casi indolente y la lanza se quebró en dos. Cuando arrojó su lanza, más larga, ésta voló recta, atravesó a la pelirroja Bremusa por debajo del pecho izquierdo y le salió por la espina dorsal. La amazona cayó del caballo y media docena de argivos menores corrieron a despojarla de su armadura.

Gritando de cólera por la caída de su hermana, Alcibia y Derimaquia lanzaron sus caballos contra Idomeneo, pero los dos Áyax agarraron las riendas de los corceles y los obligaron a detenerse con su horrible fuerza. Cuando las dos amazonas desmontaron para seguir la batalla a pie, Diomedes, hijo de Tideo, las decapitó a ambas con un golpe de espada. Pentesilea vio horrorizada cómo la cabeza de Alcibia rodaba, todavía parpadeando, hasta detenerse en el polvo, sólo para ser levantada por los pelos por un risueño Odiseo.

Pentesilea sintió que un argivo sin nombre le agarraba la pierna y descargó su segunda lanza contra el pecho del hombre hasta que le perforó las entrañas. El guerrero cayó, boqueando, pero se llevó la lanza consigo. La amazona liberó su hacha de batalla y espoleó a su caballo, cabalgando sólo sujeta con las rodillas.

Derione, cabalgando a la diestra de la reina amazona, fue desarzonada por Áyax el Menor, hijo de Oileo. De espaldas, sin aliento, Derione echaba mano a la espada cuando Áyax el Menor se echó a reír y le atravesó el pecho con la lanza y la retorció hasta que la amazona dejó de agitarse.

Clonia disparó una flecha al corazón de Áyax el Menor. Su armadura la desvió. Fue entonces cuando Teucro, hijo bastardo de Telamón, maestro arquero entre todos los arqueros, disparó tres rápidas flechas contra la airada Clonia: una a la garganta, otra que atravesó la armadura en el estómago y una última tan profunda en su pecho izquierdo desnudo que sólo las plumas y cinco centímetros del extremo de la caña permanecieron visibles. La querida amiga de Pentesilea cayó sin vida de su sangrante caballo.

Euranda y Termodoa seguían en pie luchando espalda contra espalda, aunque heridas y sangrantes y casi cayéndose de cansancio, cuando la presión de aqueos a su alrededor remitió y Meriones, hijo de Molo, amigo de Idomeneo y segundo al mando de los cretenses, arrojó dos lanzas a la vez, una con cada mano. Las pesadas lanzas atravesaron todas las capas de la liviana armadura amazónica y Termadoa y Euranda cayeron muertas a tierra.

Todas las demás amazonas habían caído ya. Pentesilea tenía un centenar de arañazos y cortes, pero ninguno era mortal. Las hojas de su hacha estaban cubiertas de sangre y restos argivos, pero el arma era tan pesada que ya no podía blandirla, así que la dejó caer y desenvainó su espada corta. La distancia entre Aquiles y ella aumentó.

Como si la diosa Atenea lo hubiera ordenado, la lanza que había arrojado contra el talón derecho de Aquiles estaba en el suelo, intacta, cerca del casco derecho de su agotado caballo. Normalmente, la reina amazona hubiera podido agacharse desde un corcel al galope para recoger la mítica arma, pero estaba demasiado agotada, la armadura le resultaba demasiado pesada y su animal herido no tenía fuerzas para moverse, así que Pentesilea desmontó de la silla y se agachó para recoger la lanza justo cuando dos de las flechas de Teucro zumbaban sobre su cabeza.

Cuando se incorporó, no veía más que a Aquiles. El resto de la turba de aullantes aqueos eran bultos difuminados y poco importantes.

—Lanza de nuevo —dijo Aquiles, todavía con su horrible sonrisa.

Pentesilea puso toda su energía en arrojar la lanza, disparándola hacia donde los musculosos muslos desnudos de Aquiles eran visibles, bajo el círculo de su hermoso escudo.

Aquiles se agazapó, rápido como una pantera. La lanza de Atenea golpeó su escudo y se quebró.

Pentesilea sólo pudo continuar allí de pie y agarrar de nuevo el hacha mientras Aquiles, todavía sonriendo, alzaba su propia lanza, la legendaria lanza que el centauro Quirón había hecho para su padre, Peleo, la lanza que nunca fallaba el blanco.

Aquiles la arrojó. Pentesilea alzó el escudo de media luna. La lanza lo atravesó limpiamente, penetró en su armadura, le hirió el pecho derecho, asomó por su espalda y continuó hasta el caballo que tenía detrás, al que atravesó también el corazón.

La reina amazona y su corcel de guerra cayeron juntos al suelo, los pies y las piernas de Pentesilea volando por los aires con el impulso de la lanza en el pecho. Al ver que Aquiles se acercaba, espada en mano, Pentesilea luchó por enfocar su visión, que se oscurecía. El hacha cayó de sus dedos inermes.

—¡Joder! —susurró Hockenberry.

—Amén —replicó Mahnmut.

El ex escólico y el pequeño moravec estuvieron junto a Aquiles durante toda la refriega. Avanzaron cuando Aquiles se inclinaba sobre el cuerpo de Pentesilea, que se estremecía.

Tum saeva Amazon ultimus cecidit metus —murmuró Hockenberry. «Entonces cayó la salvaje amazona, nuestro mayor temor.»

—¿Otra vez Virgilio? —preguntó Mahnmut.

—No, Pirro en la tragedia Troades, de Séneca. Entonces sucedió algo extraño.

Mientras los aqueos se disponían a desnudar a las muertas o la moribunda Pentesilea de sus armaduras, Aquiles se cruzó de brazos y permaneció sobre ella, las aletas de la nariz dilatadas como si absorbiera el olor de la sangre y el sudor del caballo y la muerte. Entonces el de los pies ligeros se llevó las enormes manos al rostro, se cubrió los ojos y empezó a sollozar.

Áyax el Grande, Diomedes, Odiseo y otros capitanes que se habían acercado a ver a la reina amazona muerta dieron un paso atrás, sorprendidos. Tersites, el de la cara de rata, y algunos aqueos menores ignoraron al sollozante hombre-dios y persistieron en su intento de despojar a Pentesilea de su armadura y le quitaron el casco de la cabeza ladeada, permitiendo que los rizos dorados de la reina muerta se desparramaran.

Aquiles echó la cabeza atrás y gimió como había hecho la mañana del asesinato y secuestro de Patroclo por Hockenberry disfrazado de Atenea. Los capitanes se apartaron un paso más de la mujer muerta y el caballo.

Tersites usó el cuchillo para cortar las correas del peto de Pentesilea y su cinturón, e hirió la hermosa piel de la reina muerta en su prisa por ganarse sus inmerecidos despojos. Pentesilea ya estaba casi desnuda: sólo una greba, el cinturón de plata y una única sandalia permanecían sobre su cuerpo arañado y magullado pero en cierto modo todavía perfecto. La larga lanza de Peleo la mantenía unida al cadáver del caballo y el hijo de éste no hizo ningún intento por retirarla.

—Apartaos —ordenó Aquiles. La mayoría de los hombres obedecieron de inmediato.

El feo Tersites, con la armadura de Pentesilea bajo un brazo y el casco ensangrentado de la reina en el otro, se rió por encima del hombro mientras continuaba despojándola del cinturón.

—¡Qué necio eres, hijo de Peleo, para llorar por esta puta caída y sollozar por su belleza! Ahora es pasto de gusanos y no vale más que eso.

—Apártate —dijo Aquiles con una frialdad glacial. Las lágrimas continuaban cayendo por su rostro manchado de polvo.

Envalentonado por la muestra de debilidad femenina del asesino de hombres, Tersites ignoró la orden y tiró del cinturón de plata para sacarlo de las caderas de Pentesilea alzando su cuerpo levemente para liberar la inapreciable banda y haciendo un gesto obsceno con sus propias caderas como si copulara con el cadáver.

Aquiles avanzó un paso y golpeó a Tersites con el puño desnudo, aplastándole la mandíbula y el pómulo, arrancándole de la boca al hombre-rata todos los dientes amarillos y enviándolo volando por encima del caballo y la reina muerta hasta caer en el polvo, vomitando sangre por la boca y la nariz.

—Ninguna tumba ni túmulo para ti, bastardo —dijo Aquiles—. Una vez te burlaste de Odiseo y Odiseo te perdonó. Acabas de burlarte de mí y te he matado. Con el hijo de Peleo no se bromea. Ve ahora, baja al Hades y búrlate de las sombras con tu sarcasmo.

Tersites se ahogó en sangre y vómito y murió.

Aquiles sacó la lanza de Peleo lenta, casi amorosamente, del suelo, el cadáver del caballo y el cuerpo de Pentesilea, que se movía suavemente. Todos los aqueos dieron un nuevo paso atrás, sin comprender los llantos y sollozos del asesino de hombres.

Aurea cui postquam nudavit cassida frontem, vicit victorem candida forma virum —susurró Hockenberry para sí—. «Cuando la hubieron desnudado de su dorado casco de metal y quedó expuesta su frente, su espléndida forma conquistó al hombre… Aquiles… el vencedor.» —Miró a Mahnmut—. Propercio, Libro Tercero, poema once de sus Elegías.

Mahnmut tiró de la mano del escólico.

—Alguien va a escribir una elegía sobre nosotros si no nos largamos de aquí. Y me refiero a ahora mismo.

—¿Por qué? —preguntó Hockenberry, parpadeando mientras miraba alrededor.

Sonaban sirenas. Los soldados rocavec se movían entre las filas de aqueos en retirada, urgiéndolos con alarmas y voces amplificadas a atravesar el Agujero de inmediato. Había una retirada en marcha, con carros y hombres a la carrera dirigiéndose al Agujero y atravesándolo, pero no eran los altavoces moravec los que incitaban a la retirada: el Olimpo estaba en erupción.

La tierra… bueno, la tierra marciana… se estremeció y vibró. El aire se llenó del hedor a azufre. Tras los ejércitos aqueo y troyano en retirada, la distante cima del Olimpo brillaba roja bajo su égida y columnas de llamas saltaban kilómetros al aire. Ya se veían ríos de lava en las zonas superiores del monte Olympus, el volcán más grande del sistema solar. El aire estaba lleno de polvo rojo y olía a muerte.

—¿Qué está pasando? —preguntó Hockenberry.

—Los dioses han provocado una especie de erupción ahí arriba y el Agujero Brana va a desaparecer de un momento a otro —dijo Mahnmut, apartando a Hockenberry de donde Aquiles se había arrodillado junto a la reina amazona caída. Las otras amazonas muertas también habían sido despojadas de sus armaduras y, a excepción del núcleo de héroes-capitanes, la mayoría de los hombres corrían hacia el Agujero.

Tenéis que salir de ahí, dijo la voz de Orphu de Io a través del tensorrayo.

, envió Mahnmut, vemos la erupción desde aquí.

Peor que eso, contestó Orphu. Las lecturas indican que el espacio Calabi-Yu está plegándose hacia un agujero negro y un agujero de gusano. Las vibraciones de cadena son totalmente inestables. El monte Olympos puede o no volar en pedazos esa parte de Marte, pero tenéis minutos, como máximo, antes de que el Agujero Brana desaparezca. Trae a Hockenberry y Odiseo a la nave.

Tras buscar entre las armaduras en movimiento y los muslos polvorientos, Mahnmut vio a Odiseo hablando con Diomedes, a treinta pasos de distancia. ¿Odiseo?, envió. Hockenberry no ha tenido tiempo de hablar con él, mucho menos de convencerlo para que venga con nosotros.

¿De verdad necesitamos a Odiseo?

Según los análisis del Integrante Primero sí, envió Orphu. Y por cierto, has tenido el vídeo en marcha durante toda la pelea. Ha sido un espectáculo colosal.

¿Por qué necesitamos a Odiseo?, envió Mahnmut. El suelo rugía y se estremecía. El plácido mar ya no era plácido: grandes olas chocaban contra las rocas rojas.

¿Cómo quieres que lo sepa?, murmuró Orphu de Io. ¿Te parezco un Integrante Primero?

¿Alguna sugerencia de cómo voy a persuadir a Odiseo de que deje a sus amigos y camaradas y la guerra con los troyanos para unirse a nosotros?, envió Mahnmut. ¿Cómo voy a conseguir la atención de Odiseo en un momento como éste?

Ten un poco de iniciativa, envió Orphu. ¿No son famosos por eso los conductores de submarinos europanos? ¿Por su iniciativa?

Mahnmut sacudió la cabeza y se acercó al centurión líder Mep Ahoo, que usaba su altavoz para urgir a los aqueos a atravesar de inmediato el Agujero Brana. El bramido del volcán y el golpeteo de los cascos y las sandalias de los humanos que corrían para alejarse del Olimpo conseguían amortiguar incluso su voz amplificada.

¿Centurión líder?, envió Mahnmut, conectando directamente a través de canales tácticos. El rocavec negro, de dos metros de altura, se volvió y se puso firmes. Sí, señor. Técnicamente, Mahnmut no tenía ningún rango militar en el Ejército moravec, pero a efectos prácticos, los rocavecs comprendían que Mahnmut y Orphu tenían el nivel de comandantes como el legendario Asteague/Che.

Diríjase a mi moscardón y espere nuevas órdenes. Sí, señor.

Mep Ahoo dejó los gritos de evacuación a otro rocavec y corrió hacia el moscardón.

—Tengo que llevar a Odiseo al moscardón —le gritó Mahnmut a Hockenberry—. ¿Me ayudarás?

Hockenberry, que estaba contemplando las convulsiones en la cima del Olimpo y el titilante Agujero Brana, le dirigió al pequeño moravec una mirada distraída pero asintió y lo acompañó hasta el puñado de capitanes aqueos.

Mahnmut y Hockenberry dejaron rápidamente atrás a los dos Áyax, Idomeneo, Teucreo y Diomedes y se acercaron a Odiseo, que contemplaba a Aquiles con el ceño fruncido. El estratega parecía perdido en sus pensamientos.

—Llévalo al moscardón —susurró Mahnmut.

—Hijo de Laertes —dijo Hockenberry. Odiseo volvió la cabeza.

—¿Qué ocurre, hijo de Duane?

—Tenemos noticias de tu esposa, señor.

—¿Qué? —Odiseo hizo una mueca y se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. ¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de tu esposa, Penélope, madre de Telémaco. Te ha enviado un mensaje a través de nosotros, transmitido por la magia moravec.

—Al carajo tu magia moravec —despreció Odiseo, mirando con desdén a Mahnmut—. Márchate, Hockenberry, y llévate contigo a esa pequeña abominación antes de que os abra a ambos desde la ingle a la barbilla. En cierto modo… no sé cómo, pero en cierto modo… siempre he tenido la impresión de que estas nuevas desgracias vienen contigo y estos malditos moravecs.

—Penélope dice que recuerdes tu lecho —dijo Hockenberry, improvisando y esperando recordar correctamente sus estudios. Él solía enseñar la Ilíada; el catedrático Smith se encargaba de la Odisea.

—¿Mi lecho? —Odiseo frunció el ceño, apartándose de los otros capitanes—. ¿De qué estás hablando?

—Me dice que te diga que una descripción de tu lecho matrimonial será nuestra forma de hacerte saber que este mensaje es verdaderamente suyo.

Odiseo desenvainó su espada y colocó el plano de la hoja contra el hombro de Hockenberry.

—No me hace gracia. Descríbeme el lecho. Por cada error en tu descripción, te cortaré un miembro.

Hockenberry contuvo las ganas de orinarse encima.

—Penélope dice que te diga que el marco está labrado en oro, plata y marfil, con hilos de piel de buey extendidos para contener las muchas suaves pieles y colchas.

—Bah —dijo Odiseo—, eso describe el lecho de cualquier gran hombre. Márchate.

Diomedes y Áyax el Grande se habían acercado para instar a Aquiles, todavía arrodillado, a abandonar el cadáver de la reina amazona e ir con ellos. El Agujero Brana vibraba visiblemente, los bordes estaban borrosos. El rugido del Olimpo era tan fuerte que todos tenían que gritar para hacerse oír.

—¡Odiseo! —exclamó Hockenberry—. Esto es importante. Ven con nosotros para oír el mensaje de la bella Penélope.

El hombre bajo y barbudo se volvió para mirar con ira al escólico y el moravec. Su espada estaba todavía alzada.

—Dime dónde trasladé el lecho después de que mi esposa y yo nos mudáramos, y puede que te deje conservar los brazos.

—No lo trasladaste —dijo Hockenberry, en voz alta y firme a pesar del martilleo de su corazón—. Penélope dice que cuando construiste tu palacio dejaste un olivo fuerte y recto donde hoy está el dormitorio. Dice que cortaste las ramas, colocaste en el árbol un techo de madera, tallaste el tronco y lo dejaste para que fuera uno de los postes de vuestro lecho. Estas fueron las palabras que me dijo que te dijera para que supieras que era en efecto ella quien enviaba el mensaje.

Odiseo se lo quedó mirando un buen rato. Luego volvió a enfundar la espada.

—Dime el mensaje, hijo de Duane. Rápido.

El hombre miró al cielo cada vez más oscuro y al rugiente Olimpo. De repente un escuadrón de veinte moscardones y naves de transporte salió volando por el Agujero para llevar a los técnicos moravec a lugar seguro. Una serie de estampidos sónicos estremecieron el suelo marciano e hicieron que los hombres que corrían se agacharan y alzaran los brazos para cubrirse la cabeza.

—Acerquémonos a la máquina moravec, hijo de Laertes. Es un mensaje que será mejor entregar en privado.

Caminaron entre los hombres que gritaban y corrían hasta el negro moscardón, que se sostenía sobre sus insectoides trenes de aterrizaje.

—Ahora habla, y deprisa —dijo Odiseo, agarrando el hombro de Hockenberry con su poderosa mano.

Mahnmut tensorrayó a Mep Ahoo. ¿Tienes tu táser? Sí, señor.

Dispárale con él a Odiseo y súbelo al moscardón. Toma los controles. Vamos a subir a Fobos inmediatamente.

El rocavec tocó a Odiseo en el cuello, saltó una chispa y el barbudo guerrero se desplomó en los afilados brazos del soldado moravec. Mep Ahoo deslizó al inconsciente Odiseo en el moscardón, subió y encendió los repulsores.

Mahnmut miró a su alrededor (ningún aqueo parecía haber advertido el secuestro de uno de sus capitanes) y subió detrás de Mep Ahoo.

—Vamos —le dijo a Hockenberry—. El Agujero va a colapsarse en cualquier momento. Todo el que se quede a este lado permanecerá en Marte para siempre —miró al Olimpo—. Y ese para siempre pueden ser minutos si el volcán estalla.

—No iré con vosotros.

—¡Hockenberry, no seas loco! —gritó Mahnmut—. Mira. Todos los jefazos aqueos: Diomedes, Idomeneo, los dos Áyax, Teucro… todos corren hacia el Agujero.

—Aquiles no —dijo Hockenberry, inclinándose hacia delante para hacerse oír. Las chispas volaban a su alrededor, rociando el techo del moscardón como granizo caliente.

—Aquiles se ha vuelto loco —exclamó Mahnmut, pensando—: «¿Tendré que decirle a Mep Ahoo que aplique el táser a Hockenberry?»

Como si le leyera la mente, Orphu contactó por tensorrayo. Mahnmut había olvidado que todo aquello estaba siendo transmitido con sonido e imagen en tiempo real a Fobos y La Reina Mab.

No le dispares, envió Mahnmut. Se lo debemos. Que decida por su cuenta. Para cuando lo haga, estará muerto, envió Mahnmut.

Estuvo muerto un vez, respondió Orphu de Io. Tal vez quiera volver a estarlo.

—Vamos —le gritó Mahnmut a Hockenberry—. ¡Sube! Te necesitamos a bordo de la nave que va a la Tierra, Thomas.

Hockenberry parpadeó al oírlo emplear su nombre de pila. Entonces negó con la cabeza.

—¿No quieres volver a ver la Tierra? —gritó el pequeño moravec. El moscardón se estremecía sobre sus cojinetes mientras el suelo vibraba con los temblores del martemoto. Las nubes de azufre y cenizas revoloteaban en torno al Agujero Brana, que parecía hacerse más pequeño. Mahnmut advirtió que si conseguía que Hockenberry siguiera hablando un minuto o dos más el humano no tendría otro remedio que ir con ellos.

El humano se apartó un paso del moscardón e indicó al último de los aqueos en fuga, las amazonas muertas, los caballos muertos y las distantes murallas de Ilión y los ejércitos en guerra que apenas resultaban visibles a través del Agujero Brana, ahora vibrante.

—Yo creé este caos —dijo Hockenberry—. O al menos ayudé a crearlo. Creo que debería quedarme y tratar de arreglarlo.

Mahnmut señaló hacia la guerra que tenía lugar más allá del Agujero Brana.

—Ilión va a caer, Hockenberry. Los campos de fuerza de los vecs y las defensas aéreas y los campos antiTC han desaparecido.

Hockenberry sonrió mientras se protegía la cara de las cenizas y las ascuas.

Et quae vagos vincina prospiciens Scythas ripam catervis Ponticam viduis ferit excisa ferro est, Pergannum incubuit sibi —gritó.

«Odio el latín —pensó Mahnmut—. Y creo que odio a los eruditos clásicos.»

—¿Otra vez Virgilio? —gritó.

—Séneca —respondió Hockenberry—. «Y ella… —se refería a Pentesilea—, la vecina de los vagabundos escitas, montando guardia, guía a su tropa hacia las orillas pónticas tras haber sido herida por el hierro, Pérgamo…, ya sabes, Mahnmut, Ilión, Troya, destruida ella misma.»

—Mete el culo en el moscardón, Hockenberry —gritó Mahnmut.

—Buena suerte, Mahnmut —dijo Hockenberry, dando un paso atrás—. Saluda de mi parte a la Tierra y a Orphu. Los echaré de menos a ambos.

Se dio la vuelta y corrió hacia donde Aquiles estaba arrodillado, sollozando sobre el cadáver de Pentesilea. El asesino de hombres ya estaba solo con los muertos, pues todos los vivos habían huido. Entonces, mientras el moscardón de Mahnmut despegaba camino del espacio, Hockenberry corrió con todas sus fuerzas hacia el Agujero que empequeñecía a ojos vistas.