Impaciente, furioso, caminando delante de sus mil mejores mirmidones en la costa situada en la base del Olimpo, esperando a que los dioses enviaran a su campeón del día para poder matarlo, Aquiles recuerda el primer mes de la guerra, una época que todos los troyanos y argivos seguían llamando «la cólera de Aquiles».
Ellos, estos dioses, habían TCeado desde las alturas del Olimpo por legiones, en aquel entonces, confiando en sus campos de fuerza y sus malditas máquinas, dispuestos a saltar a Tiempo Lento y escapar de cualquier ira mortal, sin saber que las pequeñas personas-reloj moravec, nuevos aliados de Aquiles, tenían sus propias fórmulas y encantamientos para contrarrestar esos trucos de los dioses.
Ares, Hades y Hermes habían sido los primeros en saltar, irrumpiendo en las filas aqueas y troyanas mientras el cielo explotaba. Las llamas iban detrás de las líneas de fuerza hasta que las filas olímpicas y las mortales se convertían en cúpulas y torres y titilantes oleadas de fuego. El mar hervía. Los hombrecillos verdes se dispersaban hacia sus faluchos. La égida de Zeus se estremecía y se hacía visible mientras absorbía megatones del ataque moravec.
Aquiles sólo tenía ojos para Ares y sus cohortes recién TCeadas, Hades, los ojos rojos, vestido de negro bronce, y Hermes, los ojos negros y la armadura roja de espinas.
—¡Enseñad a los mortales lo que es la muerte! —había gritado Ares, dios de la guerra, de cuatro metros de estatura, titilando, atacando las filas argivas sin dejar de correr ni un instante. Hades y Hermes le seguían. Los tres arrojaban lanzas divinas que no podían fallar su objetivo.
Lo fallaron. El destino de Aquiles no era morir ese día. Ni día alguno a manos de un inmortal.
Una lanza inmortal alcanzó el fuerte brazo derecho del asesino de los pies alados, pero no manó sangre. Otra se clavó en su hermoso escudo, pero la capa de oro polarizado forjada por los dioses la bloqueó. Una tercera rebotó en el casco dorado de Aquiles sin dejar marca.
Los tres dioses disparaban andanadas de energía con sus palmas. Los escudos nanoalimentados de Aquiles habían rechazado los millones de voltios como un perro se sacude el agua.
Ares y Aquiles se encontraron como montañas en colisión. El temblor de tierra derribó a cientos de troyanos y griegos y dioses mientras las filas de batalla se unían. Ares había sido el primero en retroceder. Alzó su espada roja y golpeó para tratar de decapitar al molesto mortal, Aquiles. Pero Aquiles esquivó la hoja y atacó al dios de la guerra. Atravesó la divina armadura hasta que el vientre de Ares se abrió y el icor dorado cubrió a mortal e inmortal por igual y las divinas entrañas del dios de la guerra se desparramaron sobre el rojo suelo marciano. Demasiado sorprendido para caer, demasiado furioso para morir, Ares contempló sus propias entrañas, que todavía se desenrollaban y caían a tierra.
Aquiles alzó la mano, agarró a Ares por el casco y lo obligó a agacharse hasta que su saliva humana salpicó los perfectos rasgos del dios.
—¡Prueba la muerte, efigie cobarde!
Entonces, actuando como un matarife al principio de un largo día de mercado, cortó las manos de Ares por las muñecas, luego sus piernas por encima de la rodilla y luego sus brazos.
La cabeza de Ares continuó girando y aullando incluso después de que Aquiles cercenara el cuello, mientras los otros dioses miraban boquiabiertos.
Hermes, horrorizado pero también ambidextro y letal, alzó su segunda lanza.
Aquiles saltó hacia delante tan rápidamente que todos supusieron que se había teletransportado. Agarrando la segunda lanza del dios, la arrojó hacia él. Hermes trató de retroceder. Hades intentó alcanzar con su negra espada las rodillas de Aquiles, que dio un salto evitando el destello de negro carbonoacero.
Renunciando a su lanza, Hermes retrocedió de un salto y trató de TCearse.
Los moravecs habían proyectado su campo alrededor. Nadie podía teletransportarse para entrar ni salir hasta que aquel combate hubiera terminado.
Hermes desenvainó su espada curva, mortífera. Aquiles cercenó el brazo del gigante asesino por el codo y, la mano, todavía con la espada sujeta, cayó al rico suelo rojo de Marte.
—¡Piedad! —chilló Hermes, arrodillándose y abrazando a Aquiles por la cintura—. ¡Piedad, te lo suplico!
—No hay piedad —dijo Aquiles, y acuchilló al dios hasta convertirlo en titilantes pedazos de sangre dorada.
Hades se apartó de la masacre, sus ojos rojos atemorizados. Más dioses caían a centenares en la trampa preparada por los humanos, y Héctor y sus capitanes troyanos y los mirmidones de Aquiles y todos los héroes de los griegos les salieron al paso. Los campos de fuerza de los moravecs no permitían a los dioses TCearse para escapar una vez llegados. Por primera vez que nadie recordara, en aquel campo de batalla, dioses y héroes, semidioses y mortales, leyendas y soldados de infantería, todos lucharon en términos no demasiado distintos.
Hades pasó a Tiempo Lento.
El mundo dejó de girar. El aire se espesó. Las olas se detuvieron en su carrera hacia la orilla rocosa. Los pájaros se pararon y quedaron suspendidos en pleno vuelo. Hades jadeó y experimentó una oleada de alivio. Ningún mortal podía seguirlo a aquel lugar.
Aquiles pasó a Tiempo Lento tras él.
—Esto… no… es… posible —dijo el señor de los muertos a través del aire denso como jarabe.
—Muere, muerte —gritó Aquiles y clavó la lanza de Peleo, su padre, en la garganta del dios, justo por debajo de donde los negros protectores se curvaban hacia las mejillas de Hades. El dorado icor brotó a cámara lenta.
Aquiles apartó el negro escudo ornamentado de Hades y atravesó con su hoja el vientre y la espalda del dios de la muerte. Moribundo, Hades devolvió el golpe con un revés que habría derribado una montaña. La negra hoja resbaló en el pecho de Aquiles como si no lo hubiera tocado. No era el destino de Aquiles morir ese día, ni nunca, a manos de un inmortal. Era el destino de Hades morir ese día… aunque fuera de modo temporal para los cánones humanos. Cayó pesadamente y la negrura revoloteó a su alrededor mientras desaparecía dentro de un ciclón de ónice.
Manipulando la nueva nanotecnología sin ningún esfuerzo consciente, creando caos con los campos de probabilidad cuántica ya debilitados, Aquiles salió de Tiempo Lento para reincorporarse a la batalla. Zeus había dejado el campo. Los otros dioses huían, olvidando en su pánico alzar la égida tras de sí. Más magia moravec, inyectada esa misma mañana, permitió a Aquiles atravesar los campos de energía menores y perseguirlos por las faldas del Olimpo hasta los baluartes inferiores.
Luego el exterminio de dioses y diosas empezó realmente.
Pero todo esto fue en los primeros días de la guerra. Hoy, el día después del funeral de Paris, ningún dios baja a combatir.
Así, sin la presencia de su aliado Héctor y los troyanos tranquilos en su zona del frente, y con Eneas, el hermano menor de Héctor, a cargo de los miles de troyanos, Aquiles se reúne con sus capitanes aqueos y los expertos artilleros moravec para planear un ataque inminente al Olimpo.
El ataque será simple: mientras la energía moravec y las armas nucleares activan la égida en las faldas inferiores, Aquiles y quinientos de sus mejores capitanes y aqueos en treinta moscardones de transporte atravesarán una sección inferior del campo de energía casi a mil leguas al otro lado del Olimpo, se lanzarán hacia la cima, y prenderán fuego a los dioses en sus hogares. A los aqueos que sean heridos o pierdan el valor luchando en la misma ciudadela de Zeus y los dioses, los recogerán los moscardones una vez agotado el factor sorpresa. Aquiles planea quedarse hasta que la cima del monte Olimpo se haya convertido en un osario y todos sus blancos templos y las moradas de los dioses sean escombros ennegrecidos. Después de todo, se dice, Heracles derribó una vez las murallas de Ilión, él solo, cuando se enfureció, y tomó la ciudad con las manos desnudas. ¿Por qué deberían ser sacrosantas las mansiones del Olimpo?
Toda la mañana Aquiles ha estado esperando a que aparezcan Agamenón y su siniestro hermano, Menelao, liderando una multitud de hombres leales para intentar recuperar el control de las fuerzas aqueas y empujar la guerra hacia mortales contra mortales, amigos de los traicioneros y asesinos dioses de nuevo; pero hasta el momento el antiguo comandante en jefe de ojos de perro y corazón de ciervo no ha mostrado su rostro. Aquiles ha decidido que lo matará cuando intente liderar la revuelta. A él y a su barbudo y pelirrojo hermano Menelao y a todos cuantos sigan a los dos atridas. La noticia de que las ciudades donde se encuentran sus hogares están vacías de toda vida es (Aquiles está seguro) simplemente una patraña urdida por Agamenón para incitar a los aqueos inquietos y cobardes a la revuelta.
Así que cuando el centurión líder moravec Mep Ahoo, el espinoso rocavec que dirige la artillería y el bombardeo energético, alza la vista del mapa que están estudiando bajo la seda de un toldo y anuncia que su visión binocular ha detectado un ejército de extraño aspecto que viene por el Agujero procedente de Ilión, Aquiles no se sorprende.
Al cabo de unos minutos sí que se sorprende, cuando Odiseo, el de más aguda vista de sus comandantes cobijados bajo el dosel, le informa:
—Son mujeres. Mujeres troyanas.
—¿Amazonas, quieres decir? —pregunta Aquiles, saliendo al sol del Olimpo. Antíloco, hijo de Néstor, viejo amigo de Aquiles de incontables campañas, ha llegado en su carro al campamento hace una hora para contar a todos la llegada de las trece amazonas y el juramento de Pentesilea de matar a Aquiles en combate singular. El de los pies alados se ha reído con ganas, mostrando sus dientes perfectos. No ha combatido y derrotado a diez mil troyanos y a docenas de dioses para dejarse asustar por las baladronadas de una mujer.
Odiseo niega con la cabeza.
—Debe de haber unas doscientas mujeres, todas mal equipadas con armaduras, hijo de Peleo. No hay ninguna amazona. Son demasiado gordas, demasiado bajas, demasiado viejas, algunas casi cojas.
—Parece que cada día el grado de locura aumenta —gruñe el agrio Diomedes, hijo de Tideo, señor de Argos.
—¿Hago avanzar a los guardias del campamento, noble Aquiles? —pregunta Teucro, el bastardo, maestro arquero y hermanastro de Áyax el Grande—. ¿Les ordeno interceptar a estas mujeres, sea cual sea la locura de la misión que las trae aquí, y hacerlas volver corriendo a sus telares?
—No —responde Aquiles—. Veamos por qué las mujeres se aventuran a atravesar el Agujero al Olimpo camino del campamento aqueo.
—Tal vez buscan a Eneas y sus maridos troyanos, que están situados a nuestra izquierda —dice Áyax, hijo de Telamón, jefe del ejército de Salamina, que apoya el flanco izquierdo de los mirmidones en esta mañana marciana.
—Tal vez. —Aquiles parece divertido y levemente irritado, pero no convencido. Sale a la luz olímpica, guiando al grupo de reyes, capitanes, lugartenientes y leales guerreros aqueos.
Es en efecto una turba de mujeres troyanas lo que se acerca. Cuando están a cien metros, Aquiles, con su contingente de cincuenta héroes, espera a que la ruidosa tropa de mujeres gritonas se aproxime más. Le parecen un puñado de gansos.
—¿Ves a alguien de noble cuna entre las mujeres? —le pregunta Aquiles a Odiseo mientras esperan a que la horda recorra los últimos cien metros de suelo rojizo que los separan—. ¿Alguna esposa o hija de héroes? ¿Andrómaca o Helena o la enloquecida Casandra o Medesicasta o la venerable Castianira?
—Ninguna de ésas —responde Odiseo rápidamente—. Nadie de valor, ni por nacimiento ni por matrimonio. Sólo reconozco a Hipodamia, la grande de la lanza y el escudo largo antiguo como el que lleva Áyax el Grande, y eso sólo porque me visitó en Ítaca una vez con su marido, el viajero troyano Tisífono. Penélope la llevó a nuestros jardines, pero dijo más tarde que la mujer era tan agria como una granada verde y que no encontraba ningún placer en la belleza.
—Bueno, desde luego, ella tampoco es ninguna belleza en la que encontrar placer —dice Aquiles, que ahora distingue a las mujeres claramente—. Filoctetes, adelántate, detenlas y pregúntales qué están haciendo en nuestro campo de batalla con los dioses.
—¿He de hacerlo, hijo de Peleo? —gime el viejo arquero Filoctetes—. Después de la infamia arrojada sobre mí ayer en el funeral de Paris, creo que no debería ser yo quien…
Aquiles se vuelve y hace callar al hombre con una mirada de advertencia.
—Iré contigo para sostenerte de la mano —murmura Áyax el Grande—. Teucro, acompáñanos. Dos arqueros y un diestro lancero deberían poder enfrentarse a estas mujeronas, aunque sean más feas que nosotros.
Los tres se adelantan.
Lo que sucede a continuación tiene lugar muy rápidamente.
Filoctetes, Teucro y Áyax el Grande se detienen a unos veinte pasos de las filas agotadas, desordenadas y jadeantes de mujeres armadas. El antiguo comandante de los tesalios da un paso adelante, sujetando el fabuloso cuerno de Heracles con la mano izquierda mientras alza la diestra en gesto de paz.
Una de las mujeres más jóvenes, situada a la derecha de Hipodamia, arroja su lanza. Increíble, sorprendentemente, alcanza a Filoctetes (superviviente diez años al veneno de una serpiente y la ira de los dioses) en el pecho, por encima de su liviana armadura de arquero, le corta limpiamente la espina dorsal y le hace caer sin vida al suelo rojo.
—¡Matad a la perra! —grita Aquiles, enfurecido, mientras corre hacia delante y desenvaina su espada.
Teucro, sometido ahora al bombardeo de las lanzas y una granizada de flechas mal apuntadas, no necesita más órdenes. Más rápido de lo que los ojos mortales pueden seguir, monta una flecha, tensa la cuerda y atraviesa la garganta de la mujer que ha abatido a Filoctetes.
Hipodamia y veinte o treinta mujeres se enfrentan a Áyax el Grande, adelantando vacilantes sus lanzas y tratando de blandir las enormes espadas de sus esposos o sus padres o sus hijos con torpes golpes de ambas manos.
Áyax, hijo de Telamón, mira a Aquiles sólo un instante y dirige a los otros hombres una mirada de algo parecido a la diversión. Luego desenvaina su larga hoja, aparta la espada y el escudo de Hipodamia con un gesto despectivo y cercena la cabeza de la mujer como si arrancara hierba del jardín. Las otras, locas de miedo, se abalanzan hacia los dos hombres. Teucro coloca flecha tras flecha en sus ojos, muslos, temblorosos pechos y, en cuestión de segundos, en sus espaldas a la fuga. Áyax el Grande acaba con las que son lo bastante estúpidas para quedarse, abriéndose paso entre ellas como un hombre alto entre niños, dejando una estela de cadáveres.
Cuando llegan Aquiles, Odiseo, Diomedes, Néstor, Cromio, Áyax el Menor, Antíloco y los demás, hay unas cuarenta mujeres muertas o agonizantes, unas cuantas gritan agónicamente en el suelo rojo empapado de sangre y las demás huyen de vuelta al Agujero.
—En nombre de Hades, ¿qué ha sido todo eso? —pregunta Odiseo mientras alcanza a Áyax el Grande y pisa entre los cadáveres caídos en todas las posturas, gráciles y sin gracia, de la muerte violenta, tan familiares.
El hijo de Telamón hace una mueca. Tiene la cara manchada y la armadura y la espada rojas de sangre de mujeres troyanas.
—No es la primera vez que mato a mujeres —dice el gigante mortal—, ¡pero por los dioses, ha sido la más satisfactoria!
Calcante, hijo de Téstor y su más fiable adivino, llega cojeando.
—Esto no está bien. Es malo. Esto no está nada bien.
—Calla —dice Aquiles. Se protege los ojos y mira hacia el Agujero por donde desaparecen las últimas mujeres, sólo para ser sustituidas por un pequeño grupo de figuras más grandes—. ¿Y ahora qué? —pregunta el hijo de Peleo y la diosa Tetis—. Parecen centauros. ¿Ha venido mi viejo amigo y tutor Quirón a unirse a nuestros esfuerzos?
—No son centauros —dice el sabio Odiseo—. Más mujeres. A caballo.
—¿A caballo? —dice Néstor, entornando sus viejos ojos para ver—. ¿No en carros?
—Montan a caballo como la fabulosa caballería de antaño —dice Diomedes, que ya las ve también. Nadie monta a caballo hoy en día; los caballos sólo se usan para tirar de los carros… aunque tanto Odiseo como el mismo Diomedes escaparon de un campamento troyano a medianoche, hace unos meses, antes de la tregua, montando a pelo y abriéndose paso entre el ejército medio dormido de Héctor.
—Las amazonas —dice Aquiles.