12

Helena estaba sola e iba desarmada cuando Menelao finalmente la acorraló.

El día siguiente del funeral de Paris comenzó de forma extraña y se fue haciendo más extraño a medida que pasaban las horas. Olía a miedo y apocalipsis en el viento de invierno.

Esa mañana temprano, mientras Héctor llevaba los huesos de su hermano a su tumba, Helena fue convocada por una mensajera de Andrómaca. La esposa de Héctor y una criada esclava de la isla de Lesbos, sin lengua desde hacía muchos años, conjurada para servir a la sociedad secreta conocida como las Troyanas, retenían prisionera a Casandra en los apartamentos privados de Andrómaca, cerca de las puertas Esceas.

—¿Qué es esto? —preguntó Helena entrando en el apartamento. Casandra desconocía la existencia de aquella casa. Se suponía que nunca iba a enterarse de dónde estaba. Pero la hija de Príamo, la profetisa loca, estaba allí sentada en un banco de madera con los hombros encogidos. La criada, cuyo nombre de esclava era Hipsipila, como la madre de Jasón y esposa de Eumeo, blandía un cuchillo de larga hoja en su mano tatuada.

—Lo sabe —dijo Andrómaca. La esposa de Héctor parecía cansada, como si hubiera estado despierta toda la noche—. Sabe lo de Astianacte.

—¿Cómo?

Fue Casandra quien respondió, sin alzar la cabeza.

—Lo vi en uno de mis trances.

Helena suspiró. Habían sido siete en el momento culminante de su conspiración: Andrómaca, la esposa de Héctor, y su suegra, Hécuba, la reina de Príamo, habían urdido el plan. Luego Teano se había unido al grupo: era la esposa del jinete Antenor, pero también suma sacerdotisa del templo de Atenea. Luego la hija de Hécuba, Laódice, entró en el círculo secreto. Las cuatro habían confiado a Helena su secreto y su propósito: poner fin a la guerra, salvar las vidas de sus esposos, salvar las vidas de sus hijos, salvarse a sí mismas de la esclavitud a manos de los aqueos.

Helena había recibido el honor de convertirse en una de las Troyanas secretas, pese a no ser troyana, lo sabía, sino la fuente de las penas de las auténticas Troyanas. Como Hécuba, Andrómaca, Teano y Laódice, había trabajado durante años para encontrar una tercera vía: un final con honor para la guerra, sin tener que pagar un precio tan terrible.

No habían tenido más remedio que incluir en sus planes a Casandra, la más hermosa pero también la más rara de las hijas de Príamo. La joven había recibido de Apolo el don de la segunda visión, y ellas necesitaban sus visiones si querían planear y conspirar. Además, Casandra ya las había descubierto en uno de sus trances: ya farfullaba sobre las Troyanas y sus reuniones secretas en la cripta, bajo el templo de Atenea, así que la incluyeron para silenciarla.

La séptima y última y más vieja de las Troyanas era Herófila, «amada de Hera», la más anciana y más sabia sibila y sacerdotisa de Apolo Esminteo. Como sibila, Herófila a menudo interpretaba los sueños delirantes de Casandra con más precisión que ella misma.

Así que cuando Aquiles derrocó a Agamenón y el asesino de los pies alados dijo que Palas Atenea había asesinado a su mejor amigo, Patroclo, y luego dirigió a los aqueos contra los propios dioses en una violenta guerra, las Troyanas habían visto su oportunidad. Excluyendo a Casandra de sus planes (pues la profetisa era demasiado inestable en aquellos últimos días antes de su profetizada caída de Troya), habían llevado a cabo el asesinato del aya de Andrómaca y del hijo de esa aya. Luego Andrómaca había gritado histérica, sollozando, que habían sido Palas Atenea y la diosa Afrodita quienes habían sacrificado al joven Astianacte, hijo de Héctor.

Héctor, como Aquiles antes que él, había enloquecido de pena y de ira. La guerra de Troya terminó. Comenzó la guerra contra los dioses. Aqueos y troyanos marcharon a través del Agujero para asediar el Olimpo con sus nuevos aliados, los dioses menores, los moravecs.

Y en el primer día de bombardeo de los dioses (antes de que los moravecs protegieran Ilión con sus campos de fuerza), Hécuba había muerto. Y su hija Laódice. Y Teano, la más amada de las sacerdotisas de Atenea.

Tres de las siete Troyanas murieron el primer día de la guerra que ellas mismas habían provocado. Luego perecieron centenares de guerreros y civiles queridos para ellas.

«¿Otra?», pensó Helena, con el corazón en un puño, transida de pena. Se volvió hacia Andrómaca.

—¿Vas a matar a Casandra?

La esposa de Héctor volvió su fría mirada hacia Helena.

—No —dijo por fin—. Voy a mostrarle a su Escamandro, mi Astianacte.

Menelao no tuvo ningún inconveniente para entrar en la ciudad con su tosco disfraz: el casco con colmillos de jabalí y la túnica de piel de león. Pasó por delante de los guardias de las puertas junto con docenas de otros bárbaros, aliados troyanos todos ellos, después de la procesión funeraria de Paris y justo antes de la anunciada llegada de las amazonas.

Todavía era temprano. Evitó la zona próxima al palacio bombardeado de Príamo, puesto que sabía que Héctor y sus capitanes estarían allí enterrando los huesos de Paris. Demasiados de aquellos troyanos podrían reconocer el casco de colmillos de jabalí o la piel del león de Diomedes. Escabulléndose por el abarrotado mercado y los callejones, salió a la pequeña plaza que había delante del palacio de Paris: la vivienda temporal del rey Príamo y todavía hogar de Helena. Había guardias de elite en la puerta, naturalmente, y en las murallas y en cada terraza.

Odiseo le había dicho una vez qué terraza recóndita era la de Helena. Menelao contempló aquellas cortinas hinchadas con terrible intensidad, pero su esposa no apareció. Había dos lanceros con armadura de brillante bronce, lo cual sugería que Helena no se encontraba en casa esa mañana: nunca había aceptado guardaespaldas en sus apartamentos privados, en su más modesto palacio de Lacedemonia.

Había una taberna al otro lado de la plaza, con burdas mesas colocadas en el soleado callejón. Menelao desayunó allí y pagó con piezas de oro troyanas que había tenido la previsión de sacar del arcón de Agamenón mientras se vestía. Permaneció allí durante horas, pagando monedas triangulares al tabernero para tenerlo contento durante su guardia, y escuchó las charlas y chismorreos de la gente de la plaza y los parroquianos de las otras mesas.

—¿Está Su Alteza en casa hoy? —preguntó una vieja a otra.

—Esta mañana ha salido. Mi Febe dice que Su Señoría se marchó a primera hora, sí, pero no para honrar los huesos de su maridito y ver si recibía adecuada sepultura, ni hablar.

—¿Para qué entonces? —rió la más desdentada de las dos arpías, royendo su queso. La vieja se inclinó hacia delante como si estuviera dispuesta a escuchar una respuesta en susurros, pero la otra bruja, tan sorda como la primera, respondió a gritos.

—Se rumorea que el viejo priápico de Príamo insiste en que Helenita, esa zorrita extranjera, se case con su otro hijo… no con uno de los soldados bastardos de Príamo, que no se puede tirar una piedra a un perro de mierda sin darle a un bastardo de Príamo, sino con ese gordo y estúpido hijo legítimo, Deífobo… y que se case pasadas cuarenta y ocho horas de la barbacoa de Paris.

—Pronto, entonces.

—Sí, pronto. Hoy, tal vez. Deífobo ha estado esperando turno para tirarse a la guarra feliz desde la semana en que Paris arrastró el culo por los suelos, los dioses maldigan ese día, así que probablemente estará ahora entretenido con los ritos de Dionisos, si no del matrimonio, mientras hablamos, hermana.

Las viejas arpías mordisquearon trozos de pan y queso.

Menelao se levantó de la mesa y enfiló la calle con su lanza en la mano izquierda, la derecha en el pomo de la espada.

«¿Deífobo? ¿Dónde vive Deífobo?»

Hubiese sido más fácil antes de que empezara la guerra contra los dioses. Todos los hijos e hijas solteros de Príamo (algunos cincuentones ya) vivían entonces en el enorme palacio situado en el centro de la ciudad. Los aqueos habían planeado realizar allí la matanza en cuanto franquearan las murallas de Troya, pero aquella bomba afortunada el primer día de la nueva guerra había repartido a los príncipes y sus hermanas por viviendas igualmente cómodas por toda la enorme ciudad.

Una hora después de salir de la taberna, Menelao seguía recorriendo las calles abarrotadas cuando la amazona Pentesilea y su docena de luchadoras pasaron a caballo entre el clamor de la multitud.

Menelao tuvo que apartarse para no ser arrollado por el caballo de batalla que iba en cabeza. La greba de la pierna de la mujer casi le rozó la túnica. Ella ni siquiera lo miró.

Menelao se quedó tan sorprendido por la belleza de Pentesilea que casi se sentó en el empedrado sucio de mierda de caballo. ¡Por Zeus, qué frágil belleza envuelta en tan hermosa y brillante armadura! ¡Esos ojos! Menelao (que nunca había ido a la guerra contra ni junto a las amazonas) jamás había visto nada parecido.

Como en trance, avanzó dando tumbos tras la procesión, siguiendo a la multitud y las amazonas de vuelta al palacio de Paris. Allí la amazona fue recibida por Deífobo. Helena no lo acompañaba, así que parecía que las viejas de la taberna estaban equivocadas. Al menos en lo que concernía al paradero de Helena.

Sin dejar de observar la puerta por la que había desaparecido Pentesilea, Menelao, como un joven pastorcillo enfermo de amores, finalmente se alejó y empezó a deambular de nuevo por las calles. Era casi mediodía. Sabía que tenía poco tiempo (Agamenón había planeado iniciar el alzamiento contra Aquiles a mediodía y librar las batallas al anochecer) y reconoció por primera vez lo enorme que era Ilión. ¿Qué posibilidad tenía de encontrar a Helena a tiempo de actuar?

Casi ninguna, ya que al primer grito de guerra entre las filas argivas, las grandes puertas Esceas se cerrarían y doblarían la guardia en las murallas. Menelao quedaría atrapado.

Se dirigía hacia las puertas Esceas, triplemente asqueado por el fracaso, el odio y el amor, casi corriendo, feliz a medias por no haberla encontrado y enfermo por no haberla matado, cuando se topó con una especie de tumulto cerca de la puerta.

Observó un rato, hizo preguntas, no pudo apartarse del espectáculo, aunque amenazaba con hacerlo pedazos cuando se desmandara.

Parecía que las mujeres de Troya habían sido de algún modo inspiradas por la mera llegada de Pentesilea y su docena de amazonas (todas dormían ahora, presumiblemente, en los más blandos divanes de Príamo), y se había corrido la voz del juramento de Pentesilea de matar a Aquiles… y a Áyax, si tenía tiempo, y a cualquier otro capitán aqueo que se interpusiera en su camino, ya que sus ojos de amazona nunca olvidaban el trabajo. Bueno, esto despertó algo dormido pero desde luego no pasivo en las mujeres de Troya (tan opuestas a las Troyanas supervivientes), y habían salido a la calle, a las murallas, a los parapetos donde los confundidos guardias habían cedido a los gritos de las esposas y las hijas y las hermanas y las madres.

Una mujer llamada Hipodamia, no la famosa esposa de Pinto, sino la esposa de Tisífono (un capitán troyano tan poco importante que Menelao nunca se había enfrentado a él en el campo de batalla ni había oído hablar de él en torno a los fuegos de campamento), acicateaba a las mujeres de Troya en un frenesí asesino con su perorata, gritando. Menelao se detuvo a curiosear y sonreír, pero en realidad lo hacía para escuchar y espiar.

—¡Hermanas! —gritaba Hipodamia, una mujer de brazos gruesos y anchas caderas, no carente de atractivo. El pelo que llevaba recogido se le había soltado y vibraba alrededor de sus hombros mientras gritaba y gesticulaba—. ¿Por qué no hemos estado luchando con nuestros hombres? ¿Por qué hemos llorado por el destino de Ilión, aullado por el destino de nuestros hijos y, sin embargo, no hemos hecho nada para cambiar ese destino? ¿Somos mucho más débiles que los muchachos lampiños de Troya quienes, en este último año, han salido a morir por su ciudad? ¿No somos tan obedientes y tan serias como nuestros hijos?

La multitud de mujeres rugió.

—Compartimos comida, luz, aire y nuestros lechos con los hombres de nuestra ciudad —gritó Hipodamia, la de las anchas caderas—, ¿por qué no hemos compartido sus destinos en el combate? ¿Tan débiles somos?

—¡No! —rugieron un millar de mujeres de Troya desde las murallas.

—¿Hay alguien aquí, alguna mujer, que no haya perdido un marido, un hermano, un padre, un hijo, un pariente en esta guerra contra los aqueos?

—¡No!

—¿Duda alguna de nosotras cuál sería nuestro destino, como mujeres, si los aqueos hubieran ganado esta guerra?

—¡No!

—Entonces no perdamos más tiempo —gritó Hipodamia por encima del rugido—. La reina amazona ha jurado matar a Aquiles antes de que el sol se ponga hoy, y ha venido de muy lejos para luchar por una ciudad que no es su hogar. ¿Podemos nosotras jurar menos, hacer menos, por nuestro hogar, por nuestros hombres, por nuestros hijos y por nuestra propia vida y nuestro futuro?

—¡No!

Esta vez el rugido continuó y continuó y las mujeres empezaron a salir corriendo de la plaza, saltando los escalones de la muralla, algunas casi arrollando a Menelao en su ansia.

—¡Armaos! —gritó Hipodamia—. ¡Arrojad vuestras ruecas y vuestras lanas, dejad vuestros telares, poneos armaduras, aprestaos y reuníos conmigo ante estas murallas!

Los hombres de las murallas y los que observaban, hombres que habían estado sonriendo y riendo durante la primera parte de la arenga de la esposa de Tisífono, se escabulleron ahora en los portales y callejones, apartándose del paso de la turba. Menelao hizo lo mismo.

Acababa de volverse para marcharse hacia las cercanas puertas Esceas (todavía abiertas, gracias a los dioses) cuando vio a Helena de pie en una esquina próxima. Miraba hacia otro lado y no lo vio. La miró besar a dos mujeres, despidiéndose, y ponerse a caminar calle arriba. Sola.

Menelao se detuvo, tomó aliento, tocó la empuñadura de su espada, se volvió y la siguió.

—Teano detuvo esta locura —dijo Casandra—. Teano habló a la muchedumbre y devolvió el sentido a las mujeres.

—Teano lleva muerta más de ocho meses —respondió Andrómaca con frialdad.

—En el otro ahora —dijo Casandra en aquel enloquecedor tono que adoptaba cuando estaba medio en trance—. En el otro futuro. Teano detuvo esto. Todas escucharon a la suma sacerdotisa del templo de Atenea.

—Bueno, Teano es ahora pasto de gusanos. Está tan muerta como la polla de Paris —dijo Helena—. Nadie ha detenido a la multitud.

Las mujeres regresaban ya a la plaza y salían por las puertas en una parodia de desfile militar. Obviamente habían corrido a sus casas y se habían armado con las piezas de armadura que habían podido encontrar: el casco de bronce gastado de un padre, torcido o sin crin de caballo, el escudo repudiado por un hermano, la lanza o la espada de un esposo o un hijo. Todas las armaduras eran demasiado grandes, las lanzas demasiado pesadas y la mayoría de las mujeres parecían niñas jugando a los disfraces mientras avanzaban entre sonidos metálicos.

—Esto es una locura —susurró Andrómaca—. Una locura.

—Desde la muerte de Patroclo todo ha sido una locura —dijo Casandra, sus ojos claros brillantes de fiebre y de locura—. Incierto. Falso. No firme.

Durante más de dos horas en el soleado apartamento de Andrómaca, junto a la muralla, las mujeres habían estado con Escamandro, el niño de dieciocho meses «asesinado por las diosas» que toda la ciudad había llorado, el bebé por quien Héctor había ido a la guerra contra los dioses del Olimpo. Escamandro (Astianacte, «señor de la ciudad»), crecía bastante sano bajo la mirada protectora de su nueva aya, mientras en la puerta guardias leales traídos de la caída Tebas vigilaban las veinticuatro horas del día. Aquellos hombres habían tratado de morir por el padre de Andrómaca, el rey Etión, muerto a manos de Aquiles cuando cayó la ciudad. Salvados no por decisión propia sino por capricho de Aquiles, ahora vivían sólo para la hija de Etión y su hijo oculto.

El bebé, farfullando palabras y caminando de un lado a otro incansable ya, reconoció a su tía Casandra después de todos aquellos meses, casi la mitad de su corta vida, y corrió hacia ella con los brazos abiertos.

Casandra aceptó el abrazo, lo devolvió, lloró y, durante casi dos horas, las tres Troyanas y las dos esclavas (una un ama de cría, la otra una asesina de Lesbos) hablaron y jugaron con el niño pequeño y continuaron hablando cuando se fue a dormir la siesta.

—Ves por qué no debes decir de nuevo en voz alta esas palabras en trance —dijo Andrómaca en voz baja cuando terminó la visita—. Si llegan a oídos equivocados… si oídos que no sean los nuestros se enteran de esta verdad oculta… Escamandro acabará como tú una vez profetizaste, arrojado desde el punto más alto de estas murallas, con los sesos esparcidos sobre las rocas.

Casandra palideció aún más que de costumbre y sollozó de nuevo brevemente.

—Aprenderé a contener la lengua —dijo por fin—, aunque no tengo control sobre ella. Tu criada siempre vigilante se encargará de eso —indicó con la cabeza a la inexpresiva Hipsipila.

Entonces oyeron la creciente conmoción y los gritos de las mujeres en la muralla cercana y la plaza de la ciudad y salieron juntas, los velos puestos, a ver a qué se debía aquel alboroto.

Varias veces durante la arenga de Hipodamia, Helena se sintió tentada a intervenir. Advirtió, demasiado tarde (cuando las mujeres se habían marchado a centenares hacia sus hogares para recoger armas y armaduras, corriendo de aquí para allá como un enjambre de abejas histéricas), que Casandra tenía razón. Teano, su vieja amiga, la suma sacerdotisa del aún reverenciado templo de Atenea, habría detenido aquella insensatez. Con su voz entrenada en el templo, Teano hubiese gritado: «¡Valiente tontería!» Habría acallado a la multitud y habría tranquilizado a las mujeres con sus palabras. Teano habría explicado que Pentesilea (que no había hecho nada por Troya excepto promesas a su anciano rey y dormir) era la hija del dios de la guerra. ¿Lo era alguna de las mujeres que gritaban en la plaza de la ciudad? ¿Podían decir que Ares era su padre?

Es más, Helena estaba segura de que Teano hubiese hecho comprender a la multitud súbitamente silenciosa que los griegos no habían combatido durante casi diez años, igualando y a veces derrotando a héroes como Héctor, para someterse a la ira femenina. «A menos que hayáis aprendido en secreto a manejar caballos, guiar carros, lanzar lanzas a media legua, desviar violentos espadazos con el escudo y estéis preparadas para separar las cabezas aullantes de los hombres de sus recios cuerpos, marchaos a casa —hubiese dicho Teano, Helena estaba segura de ello—, dedicaos a vuestros telares y dejad que vuestros hombres os protejan y decidan el resultado de su guerra de hombres.» Y la muchedumbre se hubiese dispersado.

Pero Teano no se encontraba allí. Teano estaba, según la delicada frase de Helena, tan muerta como la polla de Paris.

Así que la muchedumbre de mujeres medio armadas marchó a la guerra, dirigiéndose al Agujero, al pie del Olimpo. Estaban seguras de que matarían a Aquiles incluso antes de que la amazona Pentesilea despertara de su sueño de belleza. Hipodamia cruzó rezagada las puertas Esceas, con la armadura prestada torcida (parecía de una época pretérita, como del tiempo de la guerra con los centauros), los pectorales de bronce mal atados y claqueteando y golpeando contra sus grandes pechos. Había perdido el control de la turba. Como todos los políticos, corría para ponerse a la cabeza del desfile (y no lo conseguía).

Helena, Andrómaca y Casandra (la esclava asesina Hipsipila vigilaba ya a la profetisa de ojos rojos) se habían despedido. Helena había seguido su camino sabiendo que Príamo quería fijar la fecha de sus esponsales con el grueso Deífobo antes de que terminara el día.

Pero de camino al palacio que había compartido con Paris, Helena se apartó de la multitud y se dirigió al templo de Atenea. Estaba vacío, naturalmente (pocos adoraban abiertamente a la diosa que había asesinado a Astianacte y empujado el mundo de los mortales a la guerra con los olímpicos). Helena se detuvo para entrar en la oscura nave perfumada de incienso para respirar la calma y contemplar la enorme estatua dorada de la diosa.

—Helena.

Por un instante, Helena de Troya estuvo segura de que la diosa le había hablado en la lengua de su antiguo esposo. Se volvió despacio.

—Helena.

Menelao estaba allí, apenas a tres metros de ella, las piernas abiertas, las sandalias firmemente plantadas en el oscuro suelo de mármol. Incluso a la luz fluctuante de las velas votivas, Helena distinguió su barba roja, su aspecto ceñudo, la espada en la mano derecha y un casco de colmillos de jabalí en su mano izquierda.

—Helena.

Era como si eso fuera todo lo que el rey cornudo y guerrero pudiera decir ahora que su venganza estaba cerca.

Helena pensó en echar a correr y supo que no serviría de nada. No alcanzaría la calle. Su marido siempre había sido uno de los corredores más veloces de Lacedemonia. Bromeaban acerca de que, cuando tuvieran un hijo, sería demasiado rápido para que ninguno de los dos le diera una azotaina. Nunca habían tenido un hijo.

—Helena.

Helena creía haber oído todo tipo de gruñidos masculinos, desde el orgasmo a la muerte pasando por toda la gama intermedia, pero nunca había oído tanto dolor en un hombre. Desde luego, no resumido en una palabra familiar pero completamente extraña como su nombre.

—Helena.

Menelao avanzó rápidamente, alzando la espada.

Helena no hizo ningún intento por huir. A la luz de las velas y el brillo dorado de la diosa, se arrodilló, miró a su legítimo marido, bajó los ojos y se abrió la túnica, desnudando sus pechos a la espera de la hoja.