9

Pentesilea entró a caballo en Ilión una hora después del amanecer, con doce de sus mejores hermanas-guerreras cabalgando tras de sí. A pesar de la hora temprana y el frío viento, miles de troyanos se congregaban en las murallas y flanqueaban el camino de las puertas Esceas que conducía al palacio provisional de Príamo, vitoreando como si la reina amazona llegara con miles de refuerzos en vez de con sólo trece guerreras. La multitud agitaba pañuelos, golpeaba lanzas contra escudos de cuero, lloraba, aplaudía y arrojaba flores bajo los cascos de los caballos.

Pentesilea lo aceptó todo, como era debido.

Deífobo, el hijo del rey Príamo, hermano de Héctor y del difunto Paris, y el hombre que todo el mundo sabía que sería el siguiente esposo de Helena, recibió a la reina amazona y sus guerreras ante las murallas del palacio de Paris, donde Príamo residía. El fornido troyano iba ataviado con una armadura reluciente y una capa roja, llevaba el penacho del casco erguido y dorado y se mantuvo con los brazos cruzados hasta que alzó una palma en gesto de saludo. Quince de los miembros de la guardia privada de Príamo permanecían firmes tras él.

—Salve, Pentesilea, hija de Ares, reina de las amazonas —exclamó Deífobo—. Bienvenidas seáis tú y tus doce mujeres guerreras. Toda Ilión te ofrece su agradecimiento y te honra este día, por venir como aliada y amiga para ayudarnos en nuestra guerra con los dioses del mismísimo Olimpo. Entra, báñate, recibe nuestros regalos y conoce la verdadera riqueza de la hospitalidad y el aprecio de Troya. Héctor, nuestro más noble héroe, estaría aquí para recibirte en persona, pero descansa unas horas después de haber velado la pira funeraria de nuestro hermano durante toda la noche.

Pentesilea desmontó ágilmente de su gigantesco corcel de guerra, moviéndose con gracia consumada a pesar de su sólida armadura y su casco. Agarró a Deífobo por el antebrazo con sus dos fuertes manos, saludándolo con el apretón de amistad de un camarada guerrero.

—Gracias, Deífobo, hijo de Príamo, héroe de mil combates singulares. Mis compañeras y yo te damos las gracias y nuestras condolencias a ti, tu padre y todo el pueblo de Príamo por la noticia de la muerte de Paris, noticia que nos llegó hace dos días, y aceptamos vuestra generosa hospitalidad. Pero he de decirte antes de entrar en el hogar de Paris, palacio ahora de Príamo, que no vengo a combatir a los dioses junto a vosotros, sino para poner fin a vuestra guerra con los dioses de una vez por todas.

Deífobo, cuyos ojos solían sobresalir hipnóticamente en el mejor de los casos, contempló ahora absorto a la hermosa amazona.

—¿Cómo vas a hacer eso, reina Pentesilea?

—Esto he venido a deciros y luego a hacer —dijo Pentesilea—. Vamos, guíame, amigo Deífobo. Necesito ver a tu padre.

Deífobo le explicó a la reina amazona y su ejército de guardaespaldas que su padre, el real Príamo, se alojaba en aquella ala del palacio de Paris porque los dioses habían destruido su propio palacio el primer día de guerra, ocho meses antes, y matado a su esposa y reina de la ciudad, Hécuba.

—De nuevo tienes las condolencias de las mujeres amazonas, Deífobo —dijo Pentesilea—. El pesar por la noticia de la muerte de la reina llegó incluso a nuestras lejanas islas y colinas.

Mientras entraban en la cámara real, Deífobo se aclaró la garganta.

—Hablando de tu lejana tierra, hija de Ares, ¿cómo habéis sobrevivido a la ira de los dioses este mes? Por la ciudad ha corrido la noticia esta noche de que Agamenón encontró las islas griegas vacías de vida humana durante su viaje a casa. Incluso los valientes defensores de Ilión tiemblan esta mañana al pensar que los dioses han eliminado a todos los pueblos menos a los argivos y a nosotros. ¿Cómo es que tu raza y tú fuisteis perdonados?

—Mi raza no lo ha sido —dijo Pentesilea llanamente—. Tememos que la tierra de las valientes amazonas esté tan vacía como las otras tierras que hemos recorrido esta última semana de nuestro viaje. Pero Atenea nos ha perdonado por nuestra misión. Y la diosa envía un importante mensaje al pueblo de Ilión.

—Por favor, dínoslo —dijo Deífobo. Pentesilea negó con la cabeza.

—El mensaje es para los oídos del regio Príamo.

Como obedeciendo una señal las trompetas resonaron, las cortinas se descorrieron y Príamo entró despacio, apoyado en el brazo de uno de sus guardias reales.

Pentesilea había visto a Príamo en su propio salón regio menos de un año antes, cuando ella y cincuenta de sus amazonas habían roto el sitio aqueo para traer a Troya palabras de ánimo y alianza. Príamo le había dicho que la ayuda de las amazonas no era necesaria entonces, pero la bañó de oro y otros regalos. Ahora la reina amazona se sorprendió del aspecto de Príamo.

El rey, siempre venerable pero lleno de energía, parecía haber envejecido veinte años en doce meses. Su espalda, siempre tan recta, estaba ahora encorvada. Sus mejillas, siempre sonrosadas de vino o excitación las veces que Pentesilea lo había visto en sus veinticinco años de vida, incluso cuando era una niña y ella y su hermana, Hipólita, se ocultaban tras las cortinas del trono de su madre cuando la partida real de Ilión las visitaba para pagar tributos, estaban hundidas como si el anciano hubiera perdido todos los dientes. Su pelo y su barba entrecanos se habían vuelto de un triste color blanco. Los ojos de Príamo eran vidriosos y contemplaban fantasmas.

El anciano casi se desplomó en el trono de oro y lapislázuli.

—Salve, Príamo, hijo de Laomedonte, noble gobernante del linaje de Dárdano, padre del valiente Héctor, del llorado Paris y el acogedor Deífobo —dijo Pentesilea, apoyándose en una rodilla. Su voz de mujer joven, aunque melodiosa, era lo bastante fuerte para resonar en la enorme cámara—. Yo, la reina Pentesilea, quizá la última de las reinas de las amazonas, y mis doce guerreras de armadura de bronce os traemos alabanzas, condolencias, regalos y nuestras lanzas.

—Tus condolencias y vuestra lealtad son vuestros más preciosos regalos para nosotros, querida Pentesilea.

—También te traigo un mensaje de Palas Atenea y la clave para poner fin a vuestra guerra con los dioses —dijo Pentesilea.

El rey ladeó la cabeza. Algunos miembros de su séquito se quedaron sin respiración con un jadeo.

—Palas Atenea nunca ha amado Ilión, querida hija. Siempre conspiró con nuestros enemigos argivos para destruir esta ciudad y todo lo que hay dentro de sus murallas. Pero la diosa es ahora nuestra enemiga jurada. Ella y Afrodita asesinaron al bebé de mi hijo Héctor, Astianacte, joven señor de la ciudad, diciendo que nosotros y nuestros hijos éramos meras ofrendas para ellas. Sacrificios. No habrá paz con los dioses hasta que su raza o la nuestra se haya extinguido.

Pentesilea, todavía apoyada en una rodilla pero con la cabeza alta y los ojos azules destellando de desafío, dijo:

—La acusación contra Atenea y Afrodita es falsa. La guerra es falsa. Los dioses que aman a Ilión desean amarnos y apoyarnos una vez más… incluido el Padre Zeus mismo. Incluso Palas Atenea, la de los ojos grises, se ha puesto de parte de Ilión a causa de la grave traición de los aqueos… de ese mentiroso de Aquiles más concretamente, pues es él quien inventó la calumnia de que Atenea asesinó a su amigo Patroclo.

—¿Ofrecen los dioses términos de paz? —preguntó Príamo. La voz del anciano era un susurro, su tono casi anhelante.

—Atenea ofrece más que términos de paz —dijo Pentesilea, poniéndose en pie—. Ella, y los dioses que aman Troya, os ofrecen la victoria.

—¿Victoria sobre quién? —exclamó Deífobo, colocándose al lado de su padre—. Los aqueos son ahora nuestros aliados. Ellos y los seres artificiales, los moravecs, que protegen nuestras ciudades y campos de los rayos de Zeus.

Pentesilea se echó a reír. En ese momento, todos los hombres de la sala se maravillaron de lo hermosa que era la reina amazona, joven y rubia, sus mejillas arreboladas y sus rasgos tan animados como los de una niña, su cuerpo bajo la armadura de bronce bellamente moldeada esbelto y pleno al mismo tiempo. Pero los ojos de Pentesilea y su expresión ansiosa no eran de niña: había en ellos vitalidad, fiereza y aguda inteligencia, además del ansia de un guerrero por la acción.

—Victoria sobre Aquiles que ha engañado a tu hijo, el noble Héctor, y que incluso ahora conduce a Ilión a la ruina —replicó Pentesilea—. Victoria sobre los argivos, los aqueos, que incluso ahora planean vuestra caída, la ruina de la ciudad, la muerte de vuestros otros hijos y nietos y la esclavitud de vuestras esposas e hijas.

Príamo sacudió la cabeza, casi con tristeza.

—Nadie puede derrotar al de los pies ligeros en combate, amazona. Ni siquiera Ares, que tres veces ha conocido la muerte en manos del propio Aquiles. Ni siquiera Atenea, que ha huido de su ataque. Ni siquiera Apolo, que volvió al Olimpo hecho pedazos de sangre dorada después de desafiar a Aquiles. Ni siquiera Zeus, que teme bajar a enfrentarse en combate singular con el hombre-dios.

Pentesilea sacudió la cabeza y sus rizos dorados se agitaron.

—Zeus no teme a nadie, noble Príamo, orgullo del linaje dardánida. Y podría destruir Troya… y toda la tierra donde reside Troya, con un gesto de su égida.

Los lanceros se pusieron pálidos e incluso Príamo dio un respingo ante la mención de la égida, la más poderosa y divina y misteriosa arma de Zeus. Todos comprendían que incluso los otros dioses del Olimpo podían ser destruidos instantáneamente si Zeus decidía emplear la égida. No se trataba de una mera arma termonuclear como la que el dios atronador había lanzado inútilmente contra los campos de fuerza moravec al principio de la guerra. La égida era temible.

—Te hago este juramento, noble Príamo —dijo la reina amazona—. Aquiles estará muerto antes de que el sol se ponga en cualquiera de los mundos hoy. Juro por la sangre de mis hermanas y mi madre que…

Príamo alzó las manos para detenerla.

—No me hagas ningún juramento, joven Pentesilea. Eres como una hija para mí y lo has sido desde que eras un bebé. Desafiar a Aquiles a un combate es la muerte. ¿Qué te ha impulsado a venir a Troya a encontrar la muerte de esta forma?

—No es la muerte lo que busco, mi señor —dijo la amazona, la tensión audible en su voz—. Es la gloria.

—A menudo las dos cosas son lo mismo —contestó Príamo—. Ven, siéntate junto a mí. Háblame con calma.

Hizo un gesto a su guardaespaldas e hijo, Deífobo, para que se apartara y no los oyera. La docena de amazonas también se apartaron unos pasos de los tronos. Pentesilea se sentó en el de alto respaldo que antaño perteneciera a Hécuba, recuperado de las ruinas del antiguo palacio y desocupado en memoria de la reina. La amazona depositó su brillante casco en el ancho brazo del trono y se inclinó para acercarse al anciano.

—Me persiguen las Furias, padre Príamo. Desde hace tres meses, me persiguen las Furias.

—¿Por qué? —preguntó Príamo. Se acercó, como un sacerdote de una era aún futura hacia un penitente por nacer—. Esos espíritus vengadores buscan la sangre por la sangre sólo cuando ningún vengador humano queda vivo para hacerlo, hija mía… sobre todo cuando un miembro de una familia ha sido herido por otro de la misma. Sin duda que no habrás herido a ningún miembro de tu familia real, amazona.

—Maté a mi hermana Hipólita —dijo Pentesilea. La voz le tembló. Príamo se echó atrás.

—¿Has asesinado a Hipólita? ¿La reina de las amazonas? ¿La regia esposa de Teseo? Oímos que había muerto en un accidente de caza: alguien vio movimiento y confundió a la reina de Atenas con un ciervo.

—No pretendía asesinarla, Príamo. Pero después de que Teseo secuestrara a mi hermana, la sedujera a bordo de su nave durante una visita de estado, izara velas y se la llevara, las amazonas decidimos vengarnos. Este año, mientras todos los ojos y la atención de todos en las islas de casa y el Peloponeso se volvían hacia vuestra lucha, aquí, en Troya, con los héroes lejos y Atenas indefensa, reunimos una flotilla, preparamos nuestro propio asedio, aunque no tan grandioso e inmortal como el asedio de los argivos a Troya, e invadimos la fortaleza de Teseo.

—Nos enteramos de eso, naturalmente —murmuró el viejo Príamo—. Pero la batalla terminó con rapidez en un tratado de paz y las amazonas se marcharon. Nos enteramos de que la reina Hipólita murió poco después, durante una gran cacería para celebrar la paz.

—Murió por mi lanza —dijo Pentesilea, forzando cada palabra—. Al principio los atenienses huyeron, Teseo resultó herido y pensamos que teníamos la ciudad en nuestro poder. Nuestro único objetivo era rescatar a Hipólita de ese hombre, quisiera ella ser rescatada o no, y estábamos a punto de hacerlo cuando Teseo dirigió un contraataque que nos hizo retroceder hasta nuestras naves. Muchas de mis hermanas murieron. Luchábamos por nuestras vidas y, una vez más, el valor de las amazonas quedó demostrado: hicimos que Teseo y sus luchadores retrocedieran lo avanzado en un día hacia sus murallas. Pero mi última lanza, que apuntaba al propio Teseo, encontró su mortal camino en el corazón de mi hermana, quien, con su atrevida armadura ateniense, parecía un hombre mientras luchaba al lado de su esposo y señor.

—Contra las amazonas —susurró Príamo—. Contra sus hermanas.

—Sí. En cuanto descubrimos a quién había matado yo, la batalla cesó. Se hizo la paz. Erigimos una columna blanca cerca de la acrópolis en memoria de mi noble hermana y partimos apenadas y avergonzadas.

—Y las Furias ahora te acosan, por haber derramado la sangre de tu hermana.

—Cada día —dijo Pentesilea. Sus brillantes ojos estaban húmedos. Sus frescas mejillas habían perdido su color con la narración y estaba pálida, extraordinariamente hermosa.

—Pero ¿qué tienen que ver Aquiles y nuestra guerra con esta tragedia, hija mía? —susurró Príamo.

—Este mes, hijo de Laomedonte y vástago del linaje de Dárdano, se me apareció Atenea. Me explicó que ninguna ofrenda que yo pudiera hacer a las Furias satisfaría a esas bestias del infierno, pero que podría enmendar la muerte de Hipólita viajando a Ilión con doce de mis compañeras elegidas y derrotando a Aquiles en combate singular, poniendo así fin a esta guerra errante y restaurando la paz entre dioses y hombres.

Príamo se frotó la barba gris que había dejado crecer con descuido desde la muerte de Hécuba.

—Nadie puede derrotar a Aquiles, amazona. Mi hijo Héctor, el mejor guerrero que ha engendrado Troya, lo intentó durante ocho años y fracasó. Ahora es aliado y amigo del asesino de los pies alados. Los propios dioses lo han intentado durante más de ocho meses y todos han fracasado o han caído ante la cólera de Aquiles: Ares, Apolo, Poseidón, Hermes, Hades, incluso Atenea… todos han luchado contra Aquiles y han fracasado.

—Es porque ninguno conocía sus debilidades —susurró la amazona Pentesilea—. Su madre, la diosa Tetis, encontró un modo secreto de hacer invulnerable en la batalla a su hijo mortal cuando era niño. No puede caer luchando excepto si se le acierta en su punto flaco.

—¿Cuál es? —susurró Príamo—. ¿Dónde está?

—Le juré a Atenea, so pena de muerte, que no se lo revelaría a nadie, padre Príamo. Pero que utilizaría ese conocimiento para matar a Aquiles con mi propia mano de amazona y poner así fin a esta guerra.

—Si Atenea conoce la debilidad de Aquiles, entonces ¿por qué no la empleó ella para acabar con su vida en el transcurso de su propio combate, mujer? Un duelo que terminó con la huida de Atenea, herida, TCeando de vuelta al Olimpo llena de dolor y miedo.

—Los Hados decretaron cuando Aquiles era niño que su debilidad secreta sólo sería conocida por otro mortal durante esta batalla por Ilión. Pero la obra de los Hados se ha deshecho.

Príamo se arrellanó en su trono.

—Así que Héctor estaba destinado a matar al de los pies alados después de todo —murmuró—. Si no hubiéramos iniciado esta guerra con los dioses, ese destino se habría cumplido.

Pentesilea negó con la cabeza.

—No, no Héctor. Otro mortal, un troyano, le habría quitado la vida a Aquiles después de que éste matara a Héctor. Una de las musas lo supo por un esclavo escólico, que conocía el futuro.

—Un vidente —dijo Príamo—. Como nuestro estimado Heleno o el profeta aqueo, Calcas. La amazona volvió a sacudir sus dorados rizos.

—No, los escólicos no veían el futuro: de algún modo, procedían del futuro. Pero ahora todos han muerto, según Atenea. Sin embargo, el destino de Aquiles aguarda. Y yo lo cumpliré.

—¿Cuándo? —dijo el anciano Príamo, estudiando todas aquellas posibilidades en su mente. No había sido rey de la más grande ciudad sobre la tierra durante más de cinco décadas sin ningún motivo, sin ningún propósito. Su hijo, Héctor, era aliado de sangre de Aquiles, pero no rey. Héctor era el más noble guerrero de Ilión, pero aunque una vez pudo sostener en su espada el destino de la ciudad y sus habitantes, nunca lo había imaginado. Eso era obra de Príamo—. ¿Cuándo? —volvió a preguntar Príamo—. ¿Cuándo podéis tú y tus doce amazonas guerreras matar a Aquiles?

—Hoy —prometió Pentesilea—. Como juré. Antes de que el sol se ponga en Ilión o en el Olimpo visible a través de ese agujero en el aire que atravesamos.

—¿Qué necesitas, hija? ¿Armas? ¿Oro? ¿Riquezas?

—Sólo tu bendición, noble Príamo. Y comida. Y un camastro para mis mujeres y para mí, para echar una corta siesta antes de bañarnos, vestirnos de nuevo con nuestras armaduras y salir a acabar esta guerra con los dioses.

Pentesilea dio una palmada. Deífobo, los muchos guardias, sus cortesanos y las doce mujeres amazonas volvieron a acercarse.

Ordenó que trajeran buena comida a las mujeres y que dispusieran cómodos lechos para su breve descanso; que trajeran bañeras de agua caliente y esclavas preparadas para aplicar aceites y ungüentos tras el baño, y para hacer masajes y, finalmente, que alimentaran a los trece caballos de las mujeres y los peinaran y ensillaran para cuando Pentesilea estuviera dispuesta para salir a la batalla de esa tarde.

Pentesilea sonreía confiada cuando condujo a sus doce acompañantes a la salida del salón real.