La zona a registrar abarcaba un enorme cuadrilátero en el bajo Manhattan, donde, en un laberinto de buildings, de apartamentos y de casitas, vivían más de medio millón de personas durante el día y casi un millón durante la noche. Estaban allí los muelles abandonados del Hudson, donde atracaban antaño los grandes transatlánticos, el Normandie, el Île de France, los Queen. Había allí islotes residenciales de la pequeña burguesía neoyorquina, y barrios de artesanos, y las calles más sórdidas de la ciudad, con sus boîtes sexuales y sus salones sadomasoquistas de tortura. Y había también toda una comunidad de artistas, de intelectuales, de hippies en el Saint-Germain-des-Prés neoyorquino: Greenwich Village.
Casi cinco mil policías de paisano, inspectores Feds y miembros de las brigadas de investigación nuclear disfrazados de revisores de contadores de la Con. Edison Electric, iban a caer sobre el sector. En la jefatura de la comisaría 6.a, Quentin Dewing organizaba la metódica búsqueda como una operación militar, barrio por barrio, manzana por manzana, calle por calle.
La vanguardia estaba compuesta de equipos mixtos de Feds y agentes de las brigadas Nest, provistos de aparatos detectores. Rastrearían cada edificio, desde el tejado hasta el sótano, pero sin entrar en las viviendas. Detrás de estos exploradores vendría la infantería pesada, unos tres mil Feds e inspectores, con los bolsillos llenos de mandamientos de entrada y registro, que irían de puerta en puerta, registrando los apartamentos, los despachos, los almacenes, prestando atención especial a los garajes, los almacenes y las bodegas. ¡Un trabajo colosal! Habida cuenta del peso del barril, Al Feldman había aconsejado limitar la búsqueda a los dos pisos más bajos de las casas sin ascensor.
—¿Por qué lado empezamos? —preguntó Dewing a su Estado Mayor, reunido ante el gigantesco plano de Manhattan—. ¿Partiendo de la Quinta Avenida y bajando hasta el Hudson? ¿O a la inversa?
—Según declaró el tipo de la cadena de bicicleta, la furgoneta Hertz subía por Christopher Street a toda velocidad cuando chocó con el Pontiac. Por consiguiente, es lógico pensar que se dirigía hacia la Quinta Avenida o sus aledaños. Si yo estuviese en su lugar, Mr. Dewing, empezaría por allí el rastreo y seguiría en dirección al río.
Todas las cabezas se habían vuelto con estupefacción, hacia el hombre que acababa de hablar. Con el sombrero de fieltro gris ligeramente inclinado y el aire majestuoso del Padrino al llegar a un consejo de administración de sus capos, había vuelto Angelo Rocchia.
—¡Ah!, señor Rocchia —dijo Dewing, saliendo al encuentro del inspector—, creo que le debo una excusa.
—¿Una excusa?
—Acabamos de recibir una llamada telefónica de nuestro laboratorio de Brooklyn. En efecto, han encontrado en el Pontiac de su representante de comercio vestigios de pintura procedentes de la furgoneta Hertz.
*
Voluntariamente privados de todo contacto con Trípoli por razones de seguridad, los Dajani ignoraban el inesperado aplazamiento del ultimátum de Gadafi. Según lo previsto, habían llegado a su refugio de Dobbs Ferry, a unos cincuenta kilómetros de Nueva York. Era una linda casa de estilo colonial, que había alquilado Leila debido a su discreta situación, próxima a la autopista. Allí esperarían la explosión y saldrían inmediatamente hacia la frontera canadiense.
Sentados en el sofá, los dos hermanos y la hermana tenían fijas sus miradas en la pantalla del televisor.
—¿Qué hora tenéis? —preguntó Kamal por tercera vez.
—Las doce menos tres minutos —respondió Whalid.
Transcurrían los segundos sin que apareciese ninguno de los personajes que esperaban ver en la televisión. Ni Carter revelando al mundo la conclusión de un nuevo acuerdo en el Próximo Oriente, ni el alcalde de Nueva York conminando a sus conciudadanos a que emprendiesen la huida, ni Menachem Begin proclamando la retirada israelí de los territorios árabes ocupados. Nada; sólo el insípido serial que contaba la historia de un psiquiatra enamorado de una de sus pacientes.
Crispados los dedos y apretados los labios, Leila sentía que flaqueaban sus nervios.
—¡No ha dado resultado! —gimió—. Los norteamericanos se han negado. ¡La bomba va a explotar!
Whalid dejó su vaso de whisky y le sonrió.
—Tranquilízate, hermanita. Aún deben estar discutiendo. Y, mientras discutan, Gadafi no enviará la señal de fuego.
—Pero ¿por qué no dan ningún comunicado? —siguió lamentándose Leila—. ¿Qué esperan para informar al público de la inminencia de grandes noticias? ¡Que los norteamericanos, Gadafi, los judíos, los palestinos, se han puesto al fin todos de acuerdo!
Irritado por estas lamentaciones, Kamal se levantó y se dirigió a la ventana.
—¡Whalid! ¿Crees que se oirá la explosión desde aquí?
Había hecho esta pregunta en el mismo tono con que habría preguntado: «Whalid, ¿crees que se oirá el timbre del teléfono?».
—No, Kamal, pero, sin duda, veremos un relámpago y después, una nube parecida a un hongo enorme.
Kamal observó a su hermano. A pesar de la tensión de los últimos días, parecía extrañamente tranquilo. ¿Era resignación, aceptación fatalista de su acto, después de todas sus vacilaciones y de todos sus conflictos de conciencia? ¿O era por otra razón que sólo él conocía?
En la pantalla del televisor, el locutor anunció que el serial continuaría el día siguiente. Una imagen del Sol naciente, acompañada del gemido de un violín desapareció para ser inmediatamente sustituida por un cómico caballero que buscaba una caja de spaghetti en un estante de un supermercado.
—Darán las doce dentro de un segundo, ¡y he ahí lo que nos muestran! —saltó Leila, sin poder dominar sus nervios—. Os digo que esto ha fracasado, ¡que los norteamericanos se han negado! ¡La bomba va a explotar!
—¡Cálmate, Leila! ¡Un poco de dignidad, por favor! —dijo Kamal, con desprecio.
Abrió la puerta de la terraza y caminó sobre la nieve hasta la balaustrada, fijos los ojos en el horizonte.
Whalid consultó una vez más su reloj. Las doce y un minuto. La señal por radio de Gadafi debía de haber llegado por la antena del tejado del garaje. Pero la casete virgen no habían podido dar las informaciones necesarias al ordenador del estuche para provocar la ignición. Esta idea le causó una sensación de paz, de una paz profunda como no había experimentado desde hacía años, desde los días felices de Meyrargues con su mujer y con sus hijos. La angustia, las dudas, los tormentos de su conciencia, se extinguían, al fin, ante la certeza de haber tenido esta vez el valor suficiente para hacer lo que creía que debía hacer.
A su lado, con las rodillas encogidas debajo del mentón, Leila permanecía como hipnotizada por la pantalla. Se repetía una y otra vez que aquella bomba no hubiese debido explotar que no era más que un medio de presión; como si la repetición de ésta letanía tuviese el poder de deshacer lo que habían hecho, de arrancarla de su obsesión.
De pronto se estremeció.
—Mirad, ¡es Nueva York! —exclamó, señalando con el dedo el televisor—. ¡Nueva York! ¡Nueva York!
Kamal había vuelto de la terraza. Miró a su hermana y después a su hermano con una expresión de rabia helada que les dio escalofríos.
—¡Son las doce y siete minutos! —dijo—. ¡Tengo que saber por qué no ha explotado la bomba!
*
En Nueva York, el gigantesco registro del bajo Manhattan empezó con un alud de incidentes. En el 156 de Bleecher Street, dos inspectores llegaron en plena sesión de droga. Una decena de yonkis tumbados en colchones volaban ya en su nirvana, mientras otros, armados con jeringuillas, se disponían a acompañarles. Cruzando la estancia como un huracán, los dos policías aplastaron las jeringuillas con los pies, se incautaron de pastillas de LSD y de bolsitas de heroína y desaparecieron dando un portazo, ante los ojos pasmados de los drogadictos. En otros lugares, los Feds interrumpieron enormes orgías y sesiones de flagelación. Asustados por la idea del escándalo, los protagonistas —casi todos, cuadros y empleados de oficina— huyeron medio desnudos por las ventanas y las escaleras de incendio. Otros equipos tuvieron encuentros más románticos, escenas hogareñas y disputas.
En la esquina de la calle 4 y Greenwich Avenue, unos Feds sorprendieron a unos ladrones en plena tarea y éstos se sorprendieron mucho al oír que sólo les decían que pusiesen pies en polvorosa. En el bar Quintana, la llegada de dos Feds provocó que cayese inmediatamente al suelo una lluvia de artículos diversos: revólveres, navajas con muelle, píldoras para trips, bolsitas de polvo blanco, paquetes de porros, heroína y demás productos peligrosos de los que querían desprenderse los pequeños traficantes del lugar antes de los cacheos que temían. Los Feds se guardaron los revólveres y las navajas, tiraron la droga en los retretes, registraron el sótano y se marcharon por donde habían venido.
Se descubrieron barriles de todas clases: viejas barricas de cerveza y de vino, bidones de aceite lubricante, de productos químicos y de detergentes. En un sótano de Washington Square se encontraron incluso tres latas de gasolina de los días de la última guerra.
Se encontró también, en una buhardilla de Cornelia Street, el cuerpo de un ahorcado en avanzado estado de descomposición y, en una habitación de Bedford Street, el cadáver de una vieja aparentemente muerta de frío.
Como muchos apartamentos estaban vacíos —sus ocupantes se hallaban en sus puestos de trabajo— hubo que recurrir a los «arietes» de la policía municipal, gruesos tubos de acero rellenos de hormigón que permiten derribar las puertas más resistentes. Abe Stern, temeroso de que su ciudad —la ciudad que tal vez habría dejado de existir dentro de unas horas— tuviese que pagar millones de dólares como indemnización por robos verdaderos e imaginarios exigió la presencia de un policía ante cada puerta forzada de este modo. Numerosos inquilinos invocaron sus derechos civiles, a pesar del mandato de entrada y registro de los agentes, y telefonearon a sus abogados, incitaron a los vecinos y provocaron tumultos. Muchos policías fueron vituperados por aquéllos a quienes trataban precisamente de salvar.
A toda pregunta de los moradores sobre los motivos de su intervención, los policías respondían con la versión oficial: unos terroristas palestinos amenazaban el barrio con un barril de gas mortal. Contrariamente a lo que podía esperarse, esta revelación no provocaba el menor pánico a una población a quien la televisión y el cine habían acostumbrado a situaciones mucho más espeluznantes.
En cambio en el puesto de mando de la comisaría 6.a se produjeron algunas reacciones de terror por parte de los magistrados movilizados para firmar los mandamientos de registro. En cuanto comprendieron el verdadero objeto de la operación en curso, algunos de ellos corrieron a la cabina telefónica más próxima para ordenar a sus familias que saliesen de Nueva York sin perder un momento.
Cuando se inició el rastreo Angelo Rocchia se tomó un minuto para hacer también una llamada personal.
—¿Eres tú, Grace? —dijo, haciendo pantalla con una mano para que no le oyesen—. Quería decirte algo a propósito de… a propósito de lo que me dijiste ayer. He reflexionado. Quisiera casarme contigo. ¡Quisiera que ese hijo fuese de los dos!
*
Kamal Dajani había apagado la televisión de un puñetazo. Asió a su hermano de los hombros, le hizo levantarse del canapé y le sacudió violentamente.
—¿Vas a decirme al fin qué has hecho para que no explote esa bomba?
Whalid quiso desprenderse, pero el puño de hierro de su hermano le inmovilizaba.
—Kamal, ¿por qué me miras con tanto rencor? —preguntó, tratando de disimular su miedo—. ¡Hoy es un gran día! Si la bomba no ha explotado, ¡es porque hemos triunfado! Seguro que los israelíes han empezado ya a evacuar nuestro suelo. ¡No tardaremos en enterarnos! ¡Bebamos por la victoria, hermanito!
Alargó la mano hacia la botella de whisky colocada sobre el televisor, pero Kamal se lo impidió con un golpe seco. Whalid se irguió. El horror que de pronto le inspiraba su hermano le dio valor para ser franco.
—¿Creías realmente que esa bomba iba a estallar? ¿Creías sinceramente que podríamos volver a Jerusalén caminando sobre millones de cadáveres? Di, ¿lo creías?
»Hermano mío, debe de haber otra manera. Yo no fabriqué esa bomba para sembrar el horror. La fabriqué para que se hiciese justicia a nuestro pueblo. Para que fuese igual que los demás. Los judíos tienen su bomba, y los norteamericanos, los franceses, los chinos, los indios, los ingleses, tienen las suyas. Ahora, los árabes también la tienen. Gracias a ella podremos negociar con nuestros enemigos y recobrar nuestra patria.
Hizo una pausa.
—Kamal —concluyó martillando sus palabras— ¡no se puede construir la justicia sobre millones de inocentes muertos!
Los ojos del más joven de los Dajani ardían de odio. «Unos ojos asesinos», pensó Leila horrorizada.
—¡Traidor! Ahora lo comprendo todo: si la bomba no ha explotado, es porque tú la desconectaste cuando nos enviaste, a Leila y a mí, a comprobar la antena del tejado. ¡Tu súbito dolor de estómago fue una comedia! Cuando bajamos, se te había pasado. ¡Y tu úlcera se curó también después! ¡Como por ensalmo! ¡Cerdo! ¡Vas a decirme enseguida lo que hiciste para desactivar la bomba!
Kamal descargó la mano como un hacha. La misma mano que había roto la tráquea del físico francés Alain Prévost en el Bosque de Boloña cayó sobre la mejilla de Whalid. Éste lanzó un grito rápidamente ahogado por otro golpe en mitad del pecho. Vaciló, tropezó con una silla y cayó sobre la mesa del fondo de la estancia. Platos, una segunda botella de whisky y varias chucherías se rompieron con estruendo de vidrios rotos. Kamal se arrojó sobre su hermano y le echó las manos al cuello.
—¿Sabes lo que pasa en este momento por tu culpa? A estas horas, ¡los norteamericanos deben de prepararse para liquidar a Gadafi! Van a destruirle porque ahora lo tienen a su merced. ¡Por tu culpa! ¡Debido a tu traición!
Whalid se asfixiaba. Abierta la boca, desorbitados los ojos, ¡trataba de aspirar un poco de aire!
—¿Qué hiciste para desactivar la bomba? —repitió Kamal, acompañando ahora su pregunta con un golpe de rodilla en el bajo vientre.
Whalid se retorció de dolor. Leila, enloquecida, corrió hacia ellos.
—¡Basta, Kamal! ¡Vas a matarle! ¡Es tu hermano!
—¡Es un traidor! ¡Por su culpa, no volveremos nunca a nuestro país!
Ebrio de furor, Kamal se encarnizaba con su hermano. No vio a Leila levantar la botella de whisky pero su instinto le hizo percibir el ataque. Se inclinó hacia delante, la botella no le dio en la cabeza, pero le golpeó en la espalda. El golpe le hizo perder el equilibrio y se derrumbó en el sofá. Whalid consiguió volverse y sacar el revólver del bolsillo de su chaqueta. Lo sostenía con mano temblorosa cuando su hermano se arrojó sobre él. La bala rozó la oreja de Kamal y se incrustó en el techo. Whalid no volvió a disparar. Los pulgares del palestino, se habían hundido ya en la tráquea de su hermano justo debajo de la nuez de Adán. Se oyó un chasquido. Un espasmo sacudió a Whalid y su boca se abrió para soltar un espumarajo.
—¿Qué has hecho? —aulló Leila horrorizada.
—Le he matado.
Durante un largo momento, Kamal contempló a su hermano muerto sobre la alfombra. Después, se arrodilló junto al cadáver y levantó la manga para poner al descubierto el tatuaje de la muñeca, como si quisiera hacer un nuevo juramento con su hermano.
—¡Tu bomba explotará a pesar de todo, Whalid! Te lo juro: explotará. ¡Has perdido, traidor!
Registró la chaqueta de Whalid, buscando la lista de las diversas operaciones indispensables para proceder a la ignición manual de la bomba, y encontró una casete. Reconoció enseguida la casete grabada en Trípoli.
—¡Aquí está la explicación! Es muy sencilla: sustituyó la casete de Trípoli por otra, mientras nosotros estábamos en el tejado.
*
Salvo en los folletines de la televisión, a los que dedicaba sus veladas de viuda solitaria era la primera vez que Mrs. Dorothy Burns había oído un disparo de arma de fuego. Corrió hacia sus cortinas de cretona, para tratar de averiguar de dónde había podido venir la detonación. Entonces oyó el ruido de una violenta discusión en la casa de enfrente. Momentos después, vio que un desconocido empujaba a una joven hacia el coche aparcado delante de la puerta. El automóvil arrancó en tromba y desapareció en dirección a la autopista. Mrs. Burns, sin vacilar, descolgó el teléfono rosa de la mesita de noche.
—Señorita, póngame con la comisaría de policía, por favor.
*
El teléfono de Myron Pick, jefe de redacción de The New York Times, sonó casi en el mismo momento. Su corresponsal en Las Vegas le llamaba para hablarle del tal John McClintock que había alquilado una de las misteriosas furgonetas Avis descubiertas por Grace Knowland en el cuartel de Park Avenue.
—Este caballero pertenece a una organización gubernamental instalada en una zona prohibida de la base aérea de McCarran —dijo el periodista—. La organización se llama Nest, que quiere decir Nuclear Explosive Search Teams. La misión de estas brigadas es detectar cualquier materia radiactiva desaparecida durante un transporte, robada de una instalación nuclear o caída del cielo, como en España hace varios años; ya se trate de uranio, de plutonio e incluso de una bomba atómica. Su material…
El corresponsal seguía explicando, pero Pick ya no le escuchaba. Súbitamente incapaz de reaccionar, le parecía que le habían dado un golpe en la cabeza.
¡Al fin había sucedido!
*
Tres minutos después de su llegada, dos policías de la comisaría de Dobbs Ferry llamaban a la puerta de la señora Burns.
Ésta, presa de gran excitación, les contó lo que había visto y oído.
—Debe de ver demasiadas películas policíacas en la televisión —confió uno de los policías a su compañero, mientras cruzaban la calle para ir a inspeccionar la casa de enfrente.
Como nadie respondió a su llamada, dieron la vuelta a la casa, por si había señales de irrupción con violencia. Después, volvieron a la puerta de entrada.
Ésta no estaba cerrada. El primer policía asomó la cabeza al interior.
—¿Hay alguien ahí? —gritó.
Como no les respondiesen, avanzó hasta el salón.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Llama a la policía del Estado! ¡Esa mujer no soñaba!
*
John Robinson, el austero director de The New York Times, miraba sorprendido a su jefe de redacción. El rostro del animoso Myron Pick estaba tan lúgubre como una mascarilla mortuoria. Había venido a ponerle al corriente de los extraños acontecimientos que agitaban Nueva York y le reveló lo que había descubierto con respecto al misterioso John McClintock, de Las Vegas.
Sin decir palabra, Robinson cogió el teléfono y llamó a la jefatura de policía.
—Señorita, me importa un bledo saber dónde está y lo que hace —dijo a la secretaria del jefe Bannion—. Quiero hablar inmediatamente con él. No me retiraré del aparato hasta que usted lo encuentre.
Tardaron varios minutos en localizar a Michael Bannion en el tumulto de la comisaría 6.a. Robinson no estaba de humor para perder el tiempo en cumplidos.
—Señor jefe de policía, sé que ha dicho usted a mi jefe de redacción que están buscando un barril de gas clorhídrico que se supone oculto en esta ciudad.
—Exacto, señor director, y nunca le agradeceré bastante la ayuda que nos prestará el Times al mantener secreta esta información hasta que hayamos inutilizado ese barril.
—Ha sido colocado por terroristas palestinos, ¿eh?
—Si, señor.
A pesar de la insoportable tensión de las últimas horas, la voz de Bannion era tan imperiosa como de costumbre.
—Señor jefe de policía, lamento tener que decir que nos ha mentido usted. Lo que buscan es una bomba atómica. Millares, tal vez cientos de millares de neoyorquinos están en peligro de muerte y usted se niega a avisarles, a salvarles diciéndoles que huyan. ¿Y quiere que el Times haga lo mismo? ¿Qué guarde silencio, siendo así que su razón de ser es precisamente servir a esa población?
Bannion estaba aterrado. Llamó a un Fed y le tendió un mensaje garrapateado a toda prisa:
«¡Llamen a Washington! ¡Pregunten por el presidente! ¡El secreto ha sido descubierto!».
*
Tres coches de la policía del Estado de Nueva York, con un faro giratorio encendido sobre el techo, acababan de detenerse ante la casa donde había sido asesinado Whalid Dajani. Una ambulancia, con las puertas abiertas, esperaba a un lado. Vecinos y niños que volvían de la escuela se habían agrupado allí, con aire de espanto. Un asesinato no era cosa corriente en las tranquilas calles de Dobbs Ferry.
En el salón, los policías trajinaban alrededor del cadáver. Habían trazado un círculo rojo alrededor del impacto de la bala en el techo. Un equipo de identificación judicial tomaba las huellas, mientras un policía marcaba con tiza la posición del cuerpo de Whalid sobre la alfombra y un fotógrafo registraba el escenario desde todos los ángulos.
—Llévenlo al depósito y que hagan la autopsia —ordenó el capitán encargado de las primeras averiguaciones.
Echó una mirada a los pedazos de las dos botellas de whisky desparramados por el suelo y observó el cadáver con ojos despectivos.
—¡Apuesto a que encontrarán en su barriga alcohol suficiente para abrir un bar!
Un policía había encontrado el pasaporte de Whalid en la chaqueta de éste. Lo entregó a su jefe.
—¡Vaya, Charlie, es un árabe!
El capitán examinó la foto, le costó un poco encontrar un parecido con el rostro desfigurado por la asfixia, y hojeó las páginas hasta descubrir el sello del oficial de inmigración del aeropuerto Kennedy.
—¡Pobre infeliz! ¡Poco tiempo ha tenido para hacer sus compras de Navidad! —dijo, observando la fecha del 10 de diciembre—. Voy a mi coche, a informar de esto a jefatura.
La policía del Estado de Nueva York no había sido oficialmente informada de la búsqueda emprendida en Nueva York y el capitán nada sabía del drama que se desarrollaba en Manhattan. Encendió un cigarrillo, dio varias chupadas y cogió, sin ninguna prisa, el micro, para comunicar a la jefatura de su brigada el primer informe sobre el crimen de Dobbs Ferry.
*
Tras la frenética iniciación de la gigantesca búsqueda, una atmósfera de cansancio había invadido el puesto de mando avanzado de la comisaría 6a. A medida que avanzaba la investigación, el jefe de inspectores Al Feldman señalaba en negro sobre el plano las porciones registradas del sector. Pero no se hacía muchas ilusiones: de no producirse un inesperado golpe de suerte, estarían todos desintegrados antes de que los primeros sabuesos tuviesen tiempo de llegar a la orilla del Hudson.
Feldman consideraba esta desalentadora perspectiva cuando un inspector le pasó el teléfono.
—Le llaman desde el puesto de mando subterráneo de Foley Square.
El puesto de mando de Foley Square estaba también en contacto por teletipo con la jefatura de policía del Estado de Nueva York. El inspector de guardia se había sentido intrigado por el último despacho llegado al aparato.
—Jefe —dijo a Feldman—, se ha encontrado un muerto en Dobbs Ferry. Sin duda es un asesinato. La víctima es un árabe que se parece mucho a uno de los tipos que buscamos. Voy a leerle su descripción:
«Sexo: masculino. Talla: 1,60 m. Peso: 50 kg. Datos consignados en pasaporte libanés nº 234.651, expedido en Beirut el 22 de noviembre de 1979, a nombre de Ibrahim Khalid, ingeniero electrónico, nacido en Beirut el 12 de septiembre de 1942. Entrado en Estados Unidos por el aeropuerto internacional Kennedy el 10 de diciembre del 79. Cabellos castaños, ralos. Ojos castaños. Señas particulares: bigote fino y un tatuaje sobre la muñeca izquierda representando un corazón, un puñal y una serpiente».
—¡Un tatuaje! ¡Dios mío! ¿Has dicho un tatuaje?
Feldman estaba ahora excitadísimo.
—Páseme el legajo que nos enviaron anoche los franceses —gritó a Dewing.
Lo hojeó febrilmente.
—¡Es él!, gritó. ¡Sin duda alguna es él! ¡Es uno de los tres palestinos que ocultaron la bomba!
*
Richard Synder, presidente de The New York Times se había detenido ante la ventana de su despacho en el piso catorce del venerable edificio y meditaba —abrumado— las palabras del jefe del Estado. Desde el fondo del estrecho cañón de la calle 43, subía hasta él el rumor de la intensa circulación, la vibrante cacofonía de Nueva York, su ciudad, la ciudad a quien el periódico de su familia servía desde hacía tres generaciones.
La presidencia de este diario, que se consideraba como la conciencia de América, hacía pesar sobre los hombros de este quincuagenario puritano una aplastante responsabilidad moral. «¿Cuál es hoy nuestro deber? —se preguntaba—. ¿Qué debe hacer el Times por la ciudad, por el país?».
Al volver a su maciza mesa, de nogal, contempló en las paredes las primeras páginas históricas del Times y los retratos de su padre y de su abuelo, que le habían precedido en este despacho. Se abrió la puerta. La secretaria hizo pasar a John Robinson, el austero director del periódico, a Myron Pick, jefe de redacción y a Grace Knowland.
—¿Se da usted cuenta, patrón? —saltó Pick, con su vehemencia habitual—. ¡Una bomba atómica oculta en el corazón de Nueva York! ¡Una bomba que podría matar a diez o veinte mil personas! ¡Y el jefe de policía nos pide que no digamos nada!
El presidente de The New York Times se había sentado, cruzando las manos sobre su mesa, como si rezase.
—No es una bomba atómica, Myron, sino una bomba H. Y no son diez o veinte mil los ciudadanos amenazados. Es toda la ciudad.
Les explicó el llamamiento que acababa de recibir del presidente.
—Me ha conminado a que no haga uso de esta información.
El presidente de The New York Times observó los rostros estupefactos que tenía delante. A pesar de su número, conocía personalmente a todos sus colaboradores. Sabía que Grace vivía con su hijo en Manhattan, que Robinson residía en el West Side con su mujer y sus cinco hijos; que Myron Pick habitaba con su familia en una vieja casa de brownstone de Brooklyn Heights. Él mismo moraba con su esposa y sus dos hijos en el corazón de Manhattan, a pocas manzanas de su oficina. Todos compartirían la suerte de los habitantes de Nueva York.
Con voz intensa, casi febril, Richard Snyder añadió:
—El presidente nos pide algo más: desea que guardemos el secreto…, incluso con nuestras familias.
Grace lanzó un grito ahogado:
—¡Tommy!
—¡Señor es increíble! —se rebeló Myron Pick—. ¿Espera que nos quedemos aquí plantados…, esperando la explosión termonuclear…, sin poner a salvo a nuestras familias?
El presidente de The New York Times explicó que Gadafi había exigido el secreto y amenazado con hacer explotar su bomba a la primera señal de evacuación.
—¿Por qué hemos de obedecer? —exclamó Pick—. ¿Qué prueba tenemos de que el jefe del Estado nos dice la verdad? ¡No sería la primera vez que un presidente nos viene con un cuento chino!
—¡Myron! —Snyder miró con severidad a su jefe de redacción—. El problema no está en el presidente, ni en Gadafi, ni en nuestros intereses personales, ¡sino sólo en el deber de The New York Times para con la población de esta ciudad!
—¡El deber es evidente! —replicó Pick sin vacilar—. Hay que lanzar inmediatamente una edición especial. Para advertir a la gente que Nueva York está amenazada de destrucción, ¡y para decirles que se larguen por todos los medios a su alcance!
—¡Myron! ¿Cómo puedes hablar así, cuando acaban de decirte que Gadafi lo destruirá todo a la primera señal de evacuación? ¡Se trata de la vida de millones de personas! De la vida de…
Grace no podía alejar de su mente la cara de su hijo. Trastornada, se había levantado, presta a saltar.
—Tenemos la información —replicó Pick, impávido—. Nuestro deber de periodistas es publicarla. La experiencia nos ha enseñado que lo más peligroso es ocultar la verdad. ¡Recuerden la Bahía de los Cochinos[24]!
El presidente del diario se volvió entonces a su director, que hasta entonces había guardado silencio. En todas las circunstancias graves, los consejos de este segundo, de grave semblante profesional, le habían ayudado a ver claro. A sus cincuenta y cuatro años, John Robinson era, en cierto modo, la conciencia de The New York Times.
—Si consideramos —empezó diciendo casi con timidez—, que nuestro deber para con los neoyorquinos es avisarles del peligro para que puedan salvarse, no debemos hacerlo por medio de una edición especial. El Times no puede aprovechar un acontecimiento de esta clase para ser el primero en dar la noticia. —Señaló con un dedo la serie de teléfonos a la derecha de Snyder—. Debe usted llamar inmediatamente a todos nuestros colegas de la radio y de la televisión para que den la voz de alerta a la población, sin perder un momento.
Hizo una pausa, consciente de la gravedad de la opinión que iba a emitir.
—Hecha esta observación —prosiguió, con la misma voz grave—, considero que nuestro deber es apoyar sin restricciones, al jefe del Estado. Esta tragedia no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos. El Times incumpliría su misión frente al pueblo americano si defraudase, en una situación tan grave, la confianza del hombre que nos gobierna.
Hubo un largo silencio. El presidente del periódico se levantó y, apoyando las manos sobre la mesa, miró a sus tres colaboradores.
—El jefe del Estado me ha indicado que el término del ultimátum ha sido prorrogado hasta las seis de esta tarde. Por mi parte, pienso permanecer aquí, en este despacho, hasta dicha hora. Dejo a ustedes en libertad para actuar según su conciencia. Si quieren marcharse, ¡váyanse! Pero háganlo discretamente. Les prometo solemnemente que nunca volveremos a hablar de esta cuestión.
»Aparte de esto, creo que lo único que podemos hacer es preparar el diario de mañana… y rezar para que exista ese mañana».
*
—¡De prisa, capitán! ¡Le llaman de Nueva York!
El oficial de la policía del Estado de Nueva York, que continuaba sus pesquisas sobre el asesinato de Whalid Dajani en la villa de Dobbs Ferry, corrió a su automóvil. Asió el radioteléfono, escuchó a Al Feldman y se volvió a su ayudante.
—¡Ve a buscar enseguida a esa buena mujer que los vio salir!
Momentos después, Mrs. Burns, muy excitada por una súbita importancia, se sentó en el coche de la policía del Estado y respondió por radio a las preguntas de Dewing y de Feldman. Éstos sabían ya la hora de su llamada a la policía de Dobbs Ferry y obtuvieron rápidamente de la dama dos informaciones complementarias esenciales: la descripción del hombre y la mujer a los que había visto salir corriendo de la casa, y el color —verde oscuro— del automóvil en que habían huido.
—¡Son los otros dos! —declaró Feldman—. ¡No hay la menor duda!
Bannion, Dewing, Hudson y Salisbury, el hombre de la CIA, se apretujaban alrededor del jefe de los inspectores.
—¿En qué dirección pudieron huir? —preguntó Feldman al oficial de la policía del Estado—. ¿Hay cerca de ahí una vía de gran circulación?
—Sí; hay un acceso a la autopista a quinientos metros de aquí.
—¿Y tomaron ese rumbo?
—Exacto.
—¡Capitán! Envía inmediatamente un coche al puesto de peaje. ¡Procure que los chicos que expenden los billetes le confirmen si nuestros fugitivos pasaron por allí!
Mientras tanto, en Nueva York, una decena de sabuesos registraban la comisaría 6.a en busca de un mapa del Estado de Nueva York. Alguien acabó por encontrar uno en la guantera de su coche. Feldman lo desplegó sobre la mesa.
—Deben de huir hacia el Norte —dijo. Consultó su reloj—. Sabemos que se largaron hace cincuenta y siete minutos. No han podido recorrer más que un centenar de kilómetros. —Mostró un punto entre Dobbs Ferry y Albany—. Deben de estar por aquí. Hay que cerrar inmediatamente todas las salidas de la autopista. Es preciso que la policía del Estado bloquee todas las rampas de acceso y envíe todas sus patrullas en persecución de los fugitivos, con orden de detener todos los coches verdes. ¡Ese hombre y esa mujer son los únicos que pueden decirnos dónde está la bomba!
Menos de un minuto más tarde partiendo de todas las aglomeraciones a lo largó del Hudson, un ejército de automóviles y de motoristas convergían hacia la autopista.
*
—¿Cómo va eso?
Angelo Rocchia reconoció la aguda voz del alcalde de Nueva York.
—No muy deprisa —dijo, señalando el plano con aire afligido—. ¡Demasiadas casas! ¡Demasiadas calles! ¡Demasiada gente! ¡Y demasiado poco tiempo!
Abe Stern puso cara de consternación. Apretó el brazo del policía con sus gruesos dedos.
—Lo hemos apostado todo por usted, inspector. Por el amor de Dios, ¡espero que no se haya equivocado!
El viejo se alejó, gacha la cabeza y encorvada la espalda. Había comprendido que lo único que podía hacerse era esperar. El destino de Nueva York estaba en manos de hombres como Rocchia, como los motoristas de la policía del Estado que controlaban los automóviles en la autopista y como los sabuesos que derribaban las puertas de los sótanos de Greenwich Village. Con fuertes espasmos en el estómago acababa de aislarse en uno de los lavabos, cuando oyó que se abría la puerta del urinario contiguo.
—Bueno, Frank —dijo una voz—, ¿sabes lo que buscan los jefazos de arriba? Te lo diré… ¡Una bomba atómica!
—¿Bromeas?
—En absoluto. Acabo de llamar a Ginny. —La voz se había convertido en un murmullo confidencial, que Stern entendía a duras penas—. Le he dicho que coja a los niños y se larguen enseguida a casa de su madre, en Connecticut.
El ruido del agua al caer ahogó todo lo demás. «Todo se derrumba —pensó el alcalde—; esta vez han descubierto el secreto. Pronto lo sabra toda la ciudad. Cundirá el pánico, un pánico cien veces peor que el que temimos. Si salimos de ésta, la gente irá a lincharme en Gracie Mansion. ¡Y tendrán toda la razón!» gruñó, subiéndose los pantalones.
*
—Capitán, ¡repítalo otra vez! —vociferó Al Feldman, por teléfono.
—Uno de los muchachos del puesto de peaje de la entrada de la autopista acaba de identificar a sus árabes por las fotos que nos ha transmitido por radio —repitió el oficial de la policía del Estado de Dobbs Ferry—. Pero dice que iban hacia el sur, ¡no hacia el norte!
Todo el Estado Mayor de la comisaría 6.a se apretujó alrededor de Feldman.
—¿Es segura esta información?
—Segura y cierta. El puesto de peaje en cuestión está en la vía descendente hacia Nueva York.
La estupefacción se pintó en todos los rostros.
—¿Por qué diablos han de volver a la ciudad, si saben que está a punto de volar por los aires?
—Sin duda tienen necesidad de volver junto a su bomba —respondió Feldman—. ¡Sólo puede ser eso! ¡Vuelven a su bomba!
—Si salieron de Dobbs Ferry a las doce y cuarenta y tres, ¡deben de estar ya en la entrada de la ciudad! —gruñó Bannion—. Afortunadamente, ¡el tráfico es intenso a esta hora!
El jefe de policía arrancó el teléfono de las manos de Feldman.
—¡Póngame con Sprint! —ordenó al operador.
Sprint era la abreviatura de Special Police Radio Inquiry Network, la red de telecomunicaciones de la policía neoyorquina. Ocupaba dos pisos enteros en la jefatura de policía, y recibía las diecinueve mil llamadas diarias al 911, número de policía de socorro.
—Jim —ordenó al oficial jefe de Sprint—, es preciso que todo lo que lleva ruedas converja inmediatamente al sector de la comisaría 6.a: coches patrulla, furgonetas de la policía, motoristas, vehículos del servicio de averías, camiones grúas. Haga bloquear los accesos al perímetro delimitado por la calle 14, Houston Street, la Quinta Avenida y el río. Detengan a los peatones y a los coches en todas las entradas, comprueben sus documentos, registren los vehículos. Dos de los palestinos a quienes buscamos tratarán de infiltrarse en esa zona.
»Jim —prosiguió Bannion, casi sin aliento—, diga también a las otras comisarías que envíen urgentemente todos sus efectivos a reforzar las barreras. Que el servicio de obras públicas mande todas las vallas de que disponga. ¡Muévase, Jim! Por el amor de Dios, ¡apresúrese!
Bannion se enjugó la frente. No había pensado ni un momento en Dewing ni en los otros Feds. Era su ciudad. Sólo una reacción fulgurante podía salvarla.
—¡Señor alcalde!
Apenas había llamado a Abe Stern, que pasaba por el corredor, cuando Bannion obtuvo comunicación con el jefe de bomberos.
—Barry, nuestros hombres tienen necesidad de todas sus bombas en la calle 14, Houston Street y Quinta Avenida, para bloquear urgentemente todos los accesos.
Los bomberos de Nueva York sentían por los policías una simpatía comparable a la de los protestantes del Úlster por los católicos irlandeses. Su jefe pidió explicaciones.
—¡No discuta, Barry! —rugió Bannion—. ¡Cumpla inmediatamente la orden! Le pongo con el alcalde.
Cuando Stern hubo confirmado las instrucciones del jefe de policía a los bomberos, Bannion llamó a su servicio de prensa.
—Patty, dentro de dos minutos recibirás un alud de llamadas de los periódicos, las radios, las teles y toda la jauría de siempre. Lárgales la historia del barril de cloro.
En la jefatura de policía, los dos pisos de las telecomunicaciones de Sprint estaban en pleno zafarrancho. La red estaba subdividida en cinco secciones de radio, que cubrían los boroughs de Nueva York. Un equipo de operarios controlaba en las pantallas del ordenador los desplazamientos de todos los coches de policía pertenecientes a su sector. De esta manera podían seguir en todo momento el trabajo de sus patrullas, saber si un guardia había ido a tomarse un café o si otro estaba deteniendo a un malhechor. Les bastaba con hacer girar dos llaves para poder enviar hombres y coches hacia un nuevo objetivo.
Apenas acababan de girar estas llaves en las cinco salas de Sprint, cuando la ciudad entera se conmovió bajo el aullido de las sirenas de la policía y, después, bajo el sincopado concierto de los coches de bomberos corriendo hacia el bajo Manhattan. En pocos minutos, este huracán cacofónico sumergió toda la isla de Manhattan. Los faros giratorios de los coches de la policía centelleaban en todas partes. En las aceras, los transeúntes, por muy acostumbrados que estuviesen a los peores histerismos sonoros y luminosos, observaban, llenos de pasmo. En cuanto llegaban a los límites del perímetro a cercar, los vehículos se atravesaban en las calles y los policías desviaban la circulación. En unos instantes, como una onda de choque, enormes embotellamientos sumieron el centro de Manhattan en una irremediable parálisis.
Y, a las 15.17 la población tuvo por primera vez, conocimiento del asunto. La emisora de televisión WCBS interrumpió su programa para dar una breve información. Dowy Hall, presentador habitual de las noticias locales, apareció sin maquillar en las pantallas para anunciar, con voz jadeante, una importante operación de la policía en el sector de Greenwich Village, «donde se sospecha que unos terroristas palestinos han escondido un barril de gas clorhídrico mortal». Diez minutos más tarde, Patty McKnight, oficial de prensa del jefe de policía, aparecía, a su vez ante las cámaras de las diferentes cadenas para pedir calma y sangre fría a la población.
*
Kamal Dajani impuso a su hermana un cambio de itinerario para regresar a Nueva York. Esta vez tomaron por Roosevelt Driver, a lo largo del East River. Un camino más largo, pero más seguro. Desde su salida, no habían cruzado una palabra. Crispados los dedos sobre el volante, llenos de lágrimas los ojos y todavía bajo la impresión de la atroz escena que acababa de vivir, Leila conducía como una autómata. Sólo el recuerdo de su padre le había impedido arrojar el coche contra un muro y tratar de escaparse de su monstruoso hermano. Con los nervios agotados, había decidido dejar que se cumpliese su destino.
Encerrado en su silencio, Kamal escuchaba la radio. Pero la radio no había dicho nada aún. Miró los coches que circulaban por la orilla del río. Todo parecía normal. Incluso los lejanos gemidos de las sirenas, parte integrante de la música de fondo neoyorquino. Abarcó con la mirada la extraordinaria decoración: el rascacielos de las Naciones Unidas erguido al borde del agua, con su guirnalda de banderas de todos los países del mundo; la flecha del Chrysler Building; todo aquel universo de vidrio y de acero que, de no haber sido por la traición de su hermano, se habría transformado ya en un paisaje lunar de muerte y devastación. «Esa gente sigue con vida —pensó— y mientras tanto, en Libia y en Palestina, mis hermanos árabes se están muriendo a causa de nuestros fracasos. —Presa de súbito furor, martilló el tablero con los puños—. ¡Fracaso! ¡Fracaso y fracaso! El fracaso nos devora como los gusanos a un cadáver. Seremos siempre unos fracasados, ¡el hazmerreír de los pueblos!».
Palpó su chaqueta, asegurándose por enésima vez de que la lista de comprobación y la casete de ignición de la bomba estaban en su bolsillo. Marcar ante todo, la clave para encender el aparato, recordó. Cambiar las casetes. «Pulsar F19A en el teclado para hacer girar la cinta, esta vez, la buena, que contenía las instrucciones para el ordenador. Después, no habría más que marcar las cuatro cifras fatídicas, 0636, para que se produjese la ignición manual». Necesitaría cinco minutos no más.
A través del parabrisas, observó el rótulo de Salida calle 14. Tocó el brazo de Leila.
—¡Atención, es por ahí!
*
«¡Lo hemos apostado todo por usted, inspector!». La frase del alcalde de Nueva York rebotaba en la cabeza de Angelo Rocchia como una bola en los resortes de un billar eléctrico. Sentado a horcajadas en una silla, apoyados los codos en el respaldo y la cabeza en las palmas de las manos, examinaba por enésima vez el plano del sector de la Quinta Avenida donde había sugerido que empezase el rastreo.
—Si los árabes subieron a toda velocidad por Christopher Street —explicó a Rand—, fue forzosamente para venir por aquí.
Angelo señalaba las calles próximas a la Quinta Avenida, donde, sin embargo, las pesquisas habían sido infructuosas.
—Pues si su escondrijo se encontrase más abajo, y señaló las cercanías del río, al otro lado del cuadrilátero, no habrían abollado el Pontiac de ese tipo del Colgate. Se habrían detenido antes.
—Nosotros llamamos a eso «un razonamiento de hormigón armado» —le lisonjeó el Fed, con una sonrisa calurosa.
Angelo se levantó bruscamente.
—Ven, hijito; hay que comprobarlo en el lugar. Tal vez nos hemos extraviado en alguna parte.
*
Abe Stern se afeitó, se cambió de camisa y se ajustó cuidadosamente la corbata. Había vuelto a su casa, a Gracie Mansion para representar su papel de alcalde hasta el fin, como si nada ocurriese: Presidiría, como cada 15 de diciembre, la inauguración del árbol de Navidad de los hijos del personal de la alcaldía, en el gran salón de su residencia. Se estaba poniendo la chaqueta cuando entró su esposa en la habitación.
—Sofía acaba de telefonearme, Abe. Ha recibido una llamada de una prima de Tel-Aviv. Según un rumor que circula por allí, unos palestinos han escondido una bomba atómica en Nueva York. Ésta es tu grave preocupación ¿no es cierto?
El alcalde miró, abrumado, a su mujer. «Otra filtración en el dique —pensó—. ¡La marea será pronto incontenible!».
—Sí —confesó—. Es verdad.
Su mujer adoptó un aire de reproche.
—¿Por qué no has avisado a la población, Abe?
Stern le explicó, pausadamente y en detalle, las razones de su silencio.
—Todavía tenemos dos horas para encontrar esa bomba —concluyó queriendo mostrarse optimista. Mientras tanto, ven conmigo, los niños se impacientarán y nadie debe darse cuenta de nada.
Esther Stern estrechó a su marido entre sus brazos. Le pasaba la cabeza, cosa que a él le había divertido e irritado siempre al mismo tiempo.
—Pienso que el presidente se equivoca, Abe. Creo sinceramente que deberías decirles la verdad a los habitantes de la ciudad.
*
Los dos palestinos rodaban por la calle 14 en dirección a la Quinta Avenida cuando Kamal Dajani percibió una guirnalda de faros giratorios.
—¡Despacio! —ordenó a Leila.
Empezaba a caer un sirimiri frío, medio nieve, medio lluvia. Con los ojos pegados al parabrisas, vio numerosos coches de la policía y camiones de bomberos que obstruían la avenida más allá del próximo cruce. Unos agentes desviaban la circulación y dispersaban a los mirones.
—Ve hacia la derecha, el paso está cerrado allí delante… Un incendio o un accidente.
A medida que avanzaban, la circulación se hacía más lenta y la muchedumbre, más espesa. Kamal pensó por un momento en bajar el cristal y preguntar a un transeúnte. Pero lo pensó mejor: era demasiado peligroso, a causa de su acento. Mientras avanzaba poco el tráfico rodado, el hombre comprendió. Dos enormes semirremolques de bomberos obstruían la Quinta Avenida por la izquierda.
—¡Saben dónde está la bomba! —gruñó, con el mismo furor que le había atenazado hacía poco en Roosevelt Drive—. Llegamos demasiado tarde: ¡han cercado el barrio!
Leila avanzó unas decenas de metros hasta la Séptima Avenida. Otros vehículos de la policía la cerraban también hacia la izquierda.
—Se acabó, Kamal. Demos media vuelta y huyamos. En cuanto encuentren a Whalid, descubrirán nuestra identidad. La policía vigilará todos los puestos fronterizos y nos atrapará.
Su hermano miraba hacia delante, crispadas las manos sobre el tablero del coche.
Leila giró a la derecha para entrar en la Séptima Avenida. Tenían que salir del embotellamiento, mientras estuviesen a tiempo de hacerlo. Apenas habían recorrido cien metros, cuando su hermano le asió la muñeca.
—¡Párate aquí! Voy a bajar.
—¡Estás loco, Kamal!
—¡Para, te he dicho! Continuaré a pie.
Abrió la portezuela antes de que el coche se hubiese parado del todo.
—Huye hacia el Norte, lo más deprisa que puedas —dijo—. ¡Que al menos vuelva a casa uno de nosotros! Ma’a Salameh, Leila. Iré hasta el fin, Insha’Allah!
Saltó a la calzada y se perdió entre la multitud.
*
Llevando del brazo a su mujer, Abe Stern entró en el gran salón adornado con guirnaldas, cintas y ramos de muérdago y de acebo. Un enorme abeto de Navidad, resplandeciente de luces, se erguía en medio de la sala. A su pie se alzaba una montaña de paquetes de todos los colores. Dirigidos por los delegados sindicales del personal del Ayuntamiento, unos cincuenta niños de seis a quince años, escogidos entre los más aprovechados de sus colegios, exclamaron a coro:
—¡Feliz Navidad y feliz aniversario, excelencia!
Abrumado por la fatiga y la emoción, el viejo se detuvo, cobró aliento y respondió con todas su fuerzas:
—¡Feliz Navidad para todos vosotros!
Después, como un Rey Mago repartiendo sus regalos a los hijos de su tribu, empezó la distribución de los obsequios. Mientras veía desfilar aquellos rostros jóvenes, llenos de vida y de alegría, le acometió una convicción que se hacía más fuerte por momentos. No pudiendo aguantar más, llamó a su esposa.
—Sustitúyeme unos instantes, Esther. Tengo que hacer una llamada por teléfono.
*
Con la gorra hundida hasta los ojos y levantado el cuello de su chaqueta, Kamal Dajani apretó el paso. «No cabe duda: la policía nos busca. Un vecino debió de oír el disparo de Whalid y avisar a los sabuesos. ¡No debí salir del almacén! Quise salvar mi piel. También yo soy un cobarde. Tengo que pasar; es preciso. Pero ¿cómo escabullirme a través de esas barreras? ¿Disfrazándome? ¿Robando a alguien sus papeles? ¡Qué importa, con tal de que pueda pasar! —Palpó en el bolsillo su Smith & Wesson y la casete grabada en Trípoli—. ¡Debo llegar a toda costa hasta la bomba!».
Se detuvo para orientarse. Estaba en la Séptima Avenida, en la esquina con la calle 16. El almacén se hallaba, pues, a menos de cuatrocientos metros a la izquierda. Entonces oyó el aullido de una sirena detrás de él. Instintivamente, encogió la cabeza y reanudó su marcha. No era más que una ambulancia, con el nombre de Saint Vincent Hospital pintado en grandes letras rojas en los costados. La idea fue como un relámpago: «¡He aquí mi oportunidad! Allah Akbar!».
Corrió hasta la calle 18. La ambulancia estaba allí, detenida a unas decenas de metros delante de él. El chófer y un enfermero bajaron una camilla y entraron en una casa. En una fracción de segundo, el palestino organizó su plan. Corrió, llegó hasta la ambulancia, cerró de golpe la puerta de atrás y saltó al asiento del conductor. El motor estaba en marcha. «¡La sirena! ¿Dónde está el botón de la sirena? ¡Necesito la sirena para franquear la barrera!». Estaba probando en vano todos los interruptores del tablero, cuando llegó corriendo el chófer de la ambulancia, avisado por un transeúnte. El hombre trató de abrir la portezuela. Kamal puso primera y arrancó.
*
—¡Claro! Fue aquí donde nos despistamos —rugió Angelo Rocchia, golpeando el volante de su Chevrolet—. ¡Mira, pequeño!
Mostraba a Jack Rand la señal de dirección prohibida al otro lado del cruce. A partir de allí no se podía seguir circulando en la misma dirección por Christopher Street.
—¡Es muy sencillo! Los árabes no podían continuar en sentido recto hacia la Quinta Avenida. Tuvieron que girar a la izquierda allí, en Greenwich Avenue. Por consiguiente, ¡debieron de esconder su bomba por ahí!
Angelo viró a la izquierda y se mezcló a poca velocidad en el tráfico de Greenwich Avenue. Los dos policías estaban examinando las fachadas y los transeúntes cuando crepitó el radioteléfono:
«¡Llamada a todas las patrullas de Manhattan centro! ¡Busquen ambulancia número 435 del hospital Saint Vincent, que acaba de ser robada delante del 362 de la calle 18 Oeste!».
Rand manifestó su disgusto: ¡Una ciudad en que incluso se roban ambulancias…!
*
Kamal Dajani había encontrado el botón de la sirena. Al aparecer la ruidosa ambulancia, el coche de policía que cerraba la entrada de Hudson Street calle paralela al río, hizo marcha atrás para abrirle paso. El palestino entró en la zona prohibida. «¡Has perdido, Whalid! —se regocijó con el rostro bañado en sudor—. ¡He pasado!».
Sabía perfectamente dónde estaba, pues seguía ahora el mismo itinerario que tantas veces había estudiado para transportar la bomba desde los docks de Brooklyn hasta el local alquilado por Leila. Recorrió trescientos metros, giró a la izquierda y entró en Christopher Street, vio el sitio donde había patinado y chocado con un coche estacionado y siguió calle arriba hasta el punto en que se convertía en dirección prohibida.
Exactamente el mismo camino que acababan de hacer Angelo y Rand.
*
Encerrado en el despacho de su residencia, el alcalde de Nueva York garrapateaba febrilmente unas palabras en una hoja de papel. ¡Oh, no iba a hacer ningún discurso! Sólo decir a la gente que huyese de la ciudad sin perder un momento, sin llevarse nada. Pedirles que conservasen la sangre fría. Recomendarles, sobre todo, que huyesen hacia el Norte y hacia Jersey, para librarse de los residuos de la nube nuclear.
«Nunca me perdonarán lo que voy a hacer —se decía—. Pero aquí en mi casa, en mi ciudad amenazada de destrucción el responsable soy yo, no el presidente. No puedo andarme con más rodeos. No dejaré que perezcan los habitantes de Nueva York sin darles una oportunidad de salvarse».
Delante de él estaba el micro de la familiar «línea nº 1000», que le permitía ponerse inmediatamente en contacto con sus conciudadanos. Soltó el sistema de seguridad y puso el contacto. Y se disponía a lanzar su llamada cuando un Fed irrumpió en la estancia.
—Soy el agente federal John Marvel, excelencia. ¿Piensa usted avisar a la población?
—¡No se meta en esto! —rugió Stern, lívido de furor—. ¡Yo soy el alcalde!
Sin perder la calma, el Fed desconectó el micro.
—Crea que lo lamento infinitamente, Excelencia; pero tengo orden de impedírselo.
*
La radio no paraba de lanzar mensajes. La jefatura, los coches patrulla, los puestos de las barreras, los motoristas, los policías de a pie con sus walkie-talkies, los propios bomberos, todo el mundo se desgañitaba en una cacofonía que parecía tomada de una superproducción en sonido estereofónico. De pronto, Angelo aguzó el oído. Una voz dominaba las demás.
«¡Atención, central! Aquí, patrulla 107. Tengo conmigo al conductor de la ambulancia robada. ¡Ha reconocido formalmente al ladrón en la foto del árabe que buscamos!».
—¿Has oído, hijito? —dijo Angelo, metiéndose un cacahuete en la boca—. ¡No le faltan agallas a ese tipo!
Acababa de hacer esta observación cuando sonó una sirena detrás de él. Apretó el pedal del freno y se volvió. Vio, a cincuenta metros, una ambulancia que giraba a la izquierda en Greenwich Avenue, para entrar en una de las calles que él acababa de cruzar.
—¡Ahí está! —gritó, apretando el acelerador para lanzar su Chevrolet en un espectacular slalom marcha atrás.
*
Rand había cogido ya el radioteléfono.
—¡Central! ¡Central! Aquí Romeo 14…
No pudo decir más. Angelo había arrancado el cable. Rand contempló, pasmado, el trozo de hilo que pendía del auricular y se preguntó si Angelo se había vuelto loco. Al recobrarse de su estupor, exclamó:
—¡Angelo! Hay que avisar al puesto de mando, decirles que hemos visto la ambulancia, que envíen refuerzos: la brigada de explosivos, tiradores de precisión; ¡y que pongan cerco al sector! ¡No podemos ir solos, Angelo!
Rocchia había llegado ya a la calle por la que se había metido el árabe. Vio que la ambulancia se había detenido a unos doscientos metros de distancia. Aún tenía el faro giratorio encendido. Angelo aminoró la marcha y apoyó una mano en el brazo de Rand. Había acabado por apreciar al joven Fed de principios tan estrechos como sus corbatas. Hacían falta hombres como él; si no, ¡menudo burdel!, ¡sería la policía!
—Si llamásemos a la artillería, Jack, ese tipo apretaría el botón… ¡y todo volaría por los aires! Hay que hacer como los gatos, ¿comprendes? Tratar de pillarle por sorpresa, antes de que nos oiga.
El inspector neoyorquino se volvió a su compañero de equipo, sin dejar de observar la calle. Sus ojos brillaban excitados.
—Además, hijito, ese truhán es nuestro. Los muelles, el Dyonisos, el ratero, el perista, la furgoneta Hertz, el tipo del Colgate, todo esto nos pertenece a los dos. Tendrás muchas cosas que contar a los chiquillos de Denver…
Angelo puso punto muerto, dejando que el Chevrolet se deslizara sin ruido, por inercia. Estaban en una calle casi desierta, flanqueada de árboles desnudos y de casitas victorianas restauradas. A medida que se bajaba hacia el río, las viviendas eran remplazadas por una serie de garajes bajos y de almacenes abandonados. La ambulancia había aparcado delante de uno de éstos.
*
Kamal había saltado ya de la ambulancia. Empujó con el hombro la puerta enmohecida, entró en el pasillo y corrió hacia el fondo del almacén, hasta la plataforma del garaje. La bomba y el estuche de ignición estaban allí. Abrió la cerradura del estuche y levantó la tapa. Y entonces, a la débil luz de la única bombilla, vio el tablero azul pálido de control, con su pantalla catódica, su teclado y su casete.
¡Cinco minutos! Sólo necesitaba cinco breves minutos para contrarrestar la traición de Whalid, activar de nuevo el mecanismo que provocaría el impulso eléctrico y teclear la clave para la ignición manual. Y todo habría acabado.
Un ruido le sobresaltó. Sacó su revólver, presto a disparar. Pero no era más que una rata.
*
Angelo apretó suavemente el pedal del freno, y el Chevrolet se inmovilizó diez metros detrás de la ambulancia. El policía se desabrochó la chaqueta, se llevó la mano al cinturón y palpó la fría culata de su P 38 de servicio. Pocas veces había tenido que sacar el arma en treinta y cinco años de andanzas policiales a través de Nueva York. Pero hoy, con un cliente tan resuelto como aquel árabe, ¡la cosa podía convertirse en una película del Oeste!
—Voy a entrar —murmuró a Rand—. Tú te plantarás junto a la puerta y me cubrirás. Intervendrás a mi primera llamada, ¡pero ten cuidado de no pegarme un tiro en las nalgas!
Aunque dichas en un susurro, las órdenes no admitían discusión. El joven Fed vio que su compañero de equipo se descalzaba y sonrió al advertir que llevaba bordadas sus iniciales incluso en los calcetines.
—Haz como yo, hijito. Los gatos no llevan botas.
Rand obedeció, dócilmente. Después, sin hacer ruido, abrieron la portezuela y se deslizaron sobre el pavimento todavía cubierto de nieve.
Angelo hizo un guiño muy expresivo al Fed: «¡Brrr…!».
«Un verdadero choto el viejo Angelo» pensó Rand con asombro, al ver cómo saltaba el inspector sobre la acera y cruzaba la desvencijada puerta que el árabe, en su prisa, había dejado abierta.
*
Kamal Dajani había efectuado ya, de memoria, la primera operación, apretando la tecla de PUESTA EN MARCHA y componiendo su clave de identificación en el teclado. Acababa de encenderse la indicación «Datos recibidos». Desplegó la lista de comprobación y la iluminó con su linterna. Había llegado el momento decisivo, el momento de reanimar aquel ingenio árabe de venganza y de justicia. Tomó la casete grabada en Trípoli y que contenía las instrucciones de ignición para el ordenador; la casete que su hermano había sustituido por otra, virgen, en el último momento. Al sostenerla en la mano, temblorosa de emoción, un fulgurante recuerdo acudió a su memoria.
Había sido en Siria, hacia años, en el curso de una marcha de entrenamiento de los fedayines. Su comando había encontrado un nido lleno de pajarillos. Su jefe había dado un polluelo a cada uno de sus hombres y les había ordenado que los aplastasen con la mano. Tocar la casete mortal le causaba ahora la misma embriaguez.
Hizo el cambio de casete y consultó la lista, antes de pulsar el teclado. La cinta magnética empezó enseguida a desenrollarse. Dentro de dos minutos habría transmitido al ordenador el programa de ignición. Kamal no tendría que componer una última fórmula cifrada para provocar la explosión. Se la sabía de memoria: 0636. ¿Cómo habría podido olvidar la fecha de la victoria de Yarmuk, que había establecido el dominio árabe sobre la patria hoy perdida?
*
Por primera vez en su carrera de policía, Jack Rand había desobedecido. Inquieto al ver que su compañero iba a enfrentarse solo con el terrorista, había corrido descalzo hasta el extremo de la calle y entrado en la primera tienda para llamar a la policía de socorro.
—¡Hemos encontrado la bomba! —gritó, ante los pasmados clientes—. Está en un almacén de Van Nest Street, en la esquina con la calle 4. ¡Apresúrense! ¡Mi compañero está ya en el interior!
*
De pronto, Angelo la vio. Estaba allí, a treinta metros, bajo el halo fantástico de la única bombilla: un engañoso bulto negro, casi irrisorio, con su aspecto de barrica grande. ¿Era posible que el Apocalipsis estuviese encerrado en aquel cilindro metálico, en medio de un escenario de película policíaca mala de los años treinta? Amparándose en una depresión del suelo, apoyada la humedecida mano en la culata del arma, el inspector neoyorquino miraba, hipnotizado.
El árabe estaba delante del barril. Manipulaba febrilmente un aparato que, bajo la débil iluminación, parecía un maletín de documentos. Angelo levantó el brazo y se apoyó en el borde del hoyo para poder disparar sin temblar. Pero no podía apretar el gatillo mientras el árabe estuviese delante del barril. ¿Cómo podía saber…? La bomba podía explotar. Esta idea hizo que le corriera por la espalda un sudor frío. Esperó el momento propicio en que Kamal dio un paso a un lado. Hizo una profunda inspiración.
—¡Policía! ¡No se mueva!
La orden resonó con tanta fuerza, que Rand la oyó desde la calle al volver corriendo al almacén. Kamal permaneció una fracción de segundo como petrificado, antes de arrojarse de bruces en el suelo, esquivando la bala de Angelo, que rebotó en la plataforma de cemento. Con brusco giro, el árabe había rodado ya detrás de la bomba y empuñado su Smith & Wesson. Disparó media docena de veces en la dirección de donde había venido la voz. Angelo se había acurrucado en el hoyo. Al oír el tiroteo, Rand penetró sin vacilar en el pasillo.
—¡Angelo! ¡Angelo! —gritó varias veces, desplazándose de un lado a otro para no revelar su posición—. ¡Angelo! ¿Estás bien?
—«¡Esos Feds son como cowboys!» —maldijo interiormente Angelo, pero se sintió emocionado por la solidaridad de su compañero de equipo.
Entonces oyó aullidos de sirenas y golpes de portezuelas al cerrarse. Con el dedo en el gatillo, echado atrás su sombrero de fieltro gris, espiaba al hombre oculto detrás del barril. El palestino estaba agazapado a más de un metro del estuche donde brillaba una luz verde.
El breve rayo de luz que iluminó el pasillo cuando los dos tiradores de primera, provistos de chalecos antibala, empujaron la puerta, fue suficiente. Kamal percibió al joven Fed adosado a la pared y vació su cargador. Alcanzado en plena cabeza, Jack Rand cayó hacia delante y rodó sobre unos charcos de aceite que manchaban el suelo. Pero antes de que Kamal tuviese tiempo de refugiarse de nuevo detrás del barril, una doble ráfaga de balas le inmovilizó sobre el cemento. Los dos tiradores de primera acababan de abatir al terrorista palestino.
Numerosos coches de la policía llegaron entonces, con ensordecedor estruendo de sirenas. Bill Booth se precipitó delante de los que corrían.
—¡Que nadie se acerque! —vociferó con todas sus fuerzas—. ¡Por el amor de Dios, que nadie se acerque!
*
Angelo se arrodilló junto al cuerpo de Jack Rand. Le miró un largo rato en silencio. Después alargó una mano y le cerró suavemente los ojos.
—Hijito, hijito —murmuró, sintiendo un nudo en la garganta—, te dije que teníamos que hacer como los gatos. ¿Por qué fuiste a llamarles? ¿Por qué hiciste lo que ellos te enseñaron?
*
«Datos recibidos: O.K.» La verdosa inscripción que Bill Booth descubrió con sus gemelos en la pantalla catódica del aparato colocado al lado del barril le puso piel de gallina.
Larry —dijo a su colaborador, el físico alpinista Delaney—, ¡esa bomba está a punto de explotar!
Con esta comprobación empezó el trabajo de desactivación más delicada y peligrosa que jamás hubiesen intentado las brigadas Nest. Los primeros temores de Booth se vieron inmediatamente confirmados: la bomba estaba «protegida», en un perímetro de dos a ocho metros, por un cinturón de detectores de proximidad. En términos claros, esto quería decir que la entrada de cualquier persona en aquel campo magnético provocaría automáticamente la explosión. Por consiguiente, había que neutralizar la bomba a distancia. Un problema sin precedentes.
No veo más que un medio —confió Booth al jefe de policía Bannion, después de consultar con sus técnicos—: abrir con el cañón láser una ventana en el aparato de ignición y tratar de borrar las instrucciones en la memoria del ordenador.
Delaney se frotaba la barbilla, preocupado.
—¿Y si presurizaron el aparato?
El físico aludía a un peligro adicional de explosión. En efecto, al perforar el aparato, se correría el riesgo de liberar el gas productor de presurización y provocar la ignición automática.
A las 17.16, o sea, poco menos de cuarenta y cinco minutos antes de que expirase el plazo del ultimátum de Gadafi, entró en acción el cañón láser del camión-laboratorio de las brigadas Nest, transportado en avión desde Las Vegas. El primer disparo abrió un orificio del diámetro de un cabello. Durante treinta segundos, Booth y sus técnicos, sudando copiosamente, no apartaron la mirada de las esferas de sus detectadores de gas. A la primera señal de filtración, había previsto tapar inmediatamente el minúsculo agujero soldando sus bordes con láser.
—¡Ninguna fuga de gas! —anunció, al fin, Delaney, visiblemente aliviado.
—Entonces, ¡adelante!
Sirviéndose de su cañón láser como de una verdadera sierra, Booth abrió una ventanita de diez centímetros de lado en la pared del estuche y su pantalla antirrayos ultravioleta.
—¡Santo Dios! ¿Cómo pudieron esos malditos libios concebir y realizar un instrumento semejante? —exclamó, al descubrir con sus gemelos un laberinto de hilos y de microprogramadores.
Percibió, en el fondo, dos hilos gruesos, azul el uno y rojo el otro. «Sin duda, los cables de alimentación eléctrica, se dijo. Los cortaremos con láser». Pero enseguida lo pensó mejor: ¿y si el aparato hubiese sido concebido de manera que se provocase la ignición en el caso de un corte de corriente? Valía más tratar de quemar la memoria del ordenador.
Había dos modos de lograrlo. Con una emisión de rayos electromagnéticos, o enviando un haz de rayos ultravioleta. Booth y sus técnicos discutieron rápidamente la cuestión. Cualquier error podía ser fatal.
Emplearemos los rayos ultravioleta —concluyó Delaney—. Quizá no son tan potentes como los rayos electromagnéticos, pero, al menos, no hay peligro de que exciten esos malditos detectores de proximidad y hagan que todo vuele por los aires.
Siete minutos más tarde, los hombres de Booth lanzaron, durante quince segundos, un haz de rayos ultravioletas sobre las placas de resina que sostenían los microprogramadores que constituían la memoria del ordenador. Un interminable silencio siguió a aquel bombardeo luminoso. Luego, de pronto, una serie de bip, bip, bip, brotó desordenadamente del estuche. Booth lanzó una carcajada histérica, arrojó su sombrero de cowboy a la bomba y cayó de rodillas.
—¡Todo ha terminado! —gritó—. ¡El ordenador se ha vuelto loco! ¡No hay una probabilidad entre mil millones de que pueda recuperar las instrucciones de ignición!
*
Azuzada por el tiroteo, las sirenas y los coches de patrulla, una enorme multitud trataba de forzar las barreras de la policía. Docenas de periodistas estaban ya allí, agrupados alrededor de los vehículos de las diferentes cadenas de televisión, con sus cámaras y protectores enfocando la entrada del almacén, prestos a grabar la declaración que Patricia McKnight, oficial de prensa de la jefatura de policía, estaba redactando en su automóvil.
Una ambulancia salió del almacén y dos motoristas le abrieron paso hasta el bulevar del West Side. Transportaba los cadáveres de Jack Rand y Kamal Dajani, que emprendían juntos su viaje hacia el depósito.
Pálido, empapado en sudor, Angelo Rocchia se había derrumbado sobre el capó de un automóvil. Parecía quebrantado. Una sola idea le obsesionaba: «¿Por qué he traído a Rand a este maldito pasillo? ¿Por qué le he dicho que me cubriese? ¿Por qué?».
Un joven policía negro se acercó a él, brillándole los ojos de admiración.
—¡Buen trabajo, inspector! ¡Parece que convirtió en un colador a ese cerdo!
Angelo sacudió la cabeza, en ademán de negación. En treinta y cinco años de servicio, no había matado nunca a nadie.
El jefe de policía Bannion se abrió paso entre el circulo de admiradores y apoyó calurosamente una mano en el hombro del inspector.
—Le felicito, Rocchia, —dijo, emocionado—. La policía de Nueva York se siente orgullosa de usted.
El oficial al mando de la brigada de explosivos interrumpió estas efusiones.
—Discúlpeme, señor jefe de policía, pero ¿no deberíamos colocar, alrededor del sector rótulos de precaución contra las radiaciones?
Los tres hombres oyeron entonces, a unos diez metros de distancia, la declaración que leía la oficial de prensa de la jefatura de policía ante las cámaras de televisión y los micros de las radios.
—… La carga explosiva sujeta al barril de cloro ha sido desactivada. El barril será inmediatamente transportado, en un vehículo especial, al centro militar de pruebas de Rodman Neck, a fin de ser examinado y destruido.