Angelo Rocchia examinó las tres casas que le había indicado la abacera italiana al lado del café. Todas tenían el mismo aspecto de decrepitud: fachadas desconchadas, escaleras de incendios rotas y colgando como trozos de chatarra, ventanas y puertas atrancadas con tablas. Habitaciones por alquilar. Dirigirse al portero del 305 de Hicks Street, anunciaba un rótulo en uno de los edificios.
—Verdaderos tugurios —comentó Angelo—. Sin duda pertenecen a algún slum lord de Manhattan. En espera de que ardan, mete en ellos inmigrantes clandestinos… ¡y les hace pagar el máximo por cabeza!
Los dos policías entraron en el vestíbulo del 305 de Hicks Street. Un montón hediondo de basura, botellas, latas de cerveza y papeles grasientos, se elevaba hasta el techo. Pero lo peor era el olor acre y penetrante de orina, que impregnaba las paredes y la escalera.
—¡Observa, hijito!
Angelo había agarrado una botella y la lanzó contra el montón de desperdicios. Ante los horrorizados ojos del Fed un ejército de ratas salió corriendo en todas direcciones. Angelo se echó a reír, muy divertido, al ver el salto atrás que dio su compañero de equipo y se dirigió a la puerta marcada con el rótulo de «Portería». Llamó. Hubo un chasquido de cadenas. La puerta se entreabrió, firmemente sujeta desde el interior. Un negro viejo, con delantal, apareció en la rendija. Angelo pasó tan deprisa su insignia de policía ante los ojos del portero, que éste sólo pudo percibir un destello dorado. Rand estuvo a punto de atragantarse al oír que el neoyorquino se presentaba como «inspector de la Comisión de Higiene». Angelo señalaba ya la montaña de inmundicias.
—Oye, papaíto, veo que hay mucha basura en tu barraca. Peligro de epidemia y, además, peligro de incendio… Esto puede costar caro…
Con aire abrumado y afligido, el negro empezó a soltar los cerrojos y las cadenas que impedían la entrada a su cubil.
—¿Qué puedo hacerle yo? —gimió—. Los que viven aquí son como animales. ¡Abren su puerta y vacían los cubos de basura en la escalera!
—Tendré que incoar un expediente… —Angelo había sacado la fotografía de la joven descuidera—. A menos que… —Mostró la foto al portero—. ¿Conoces a esta chica? Es colombiana. Y tiene unas tetas que se ven desde un kilómetro de distancia.
El portero examinó la foto. El temblor de su nuez de Adán indicó que se disponía a mentir.
—No, no la he visto nunca.
—¡Lástima! Angelo —miró al viejo con conmiseración—. Confiaba en que podríamos ayudarnos mutuamente, ¿comprendes lo que quiero decir?
El policía suspiró y sacó un trozo de papel, como dispuesto a levantar un acta.
—Aquí hay al menos una docena de infracciones.
Señaló la basura, la escalera sin iluminación, las escaleras de incendios rotas.
«¡Santo Dios! —se decía Jack Rand, espantado por la comedia que representaba su compañero. Si algún día descubre el FBI los medios que estamos empleando, ¡puedo despedirme de mi carrera! ¡Pasaré el resto de mis días en un poblado de Dakota del Sur!».
—Oiga, señor inspector, espere un momento —imploró el portero—. No se enfade. El dueño me hace pagar a mí las multas.
—¿De veras? ¡Espero que tengas dinero en la caja de ahorros! Pues esta vez te va a costar… digamos quinientos dólares.
El portero se tambaleó. Pero sabía muy bien que sus inquilinos se darían buena maña en clavarle un cuchillo en la espalda, si por su culpa caía uno de ellos en manos de la policía.
—Escucha, amigo —le dijo suavemente Angelo, apoyando una mano en su hombro—. Voy a hacer la vista gorda. Olvidemos los quinientos dólares. Pero tienes que decirme enseguida en qué tugurio vive ese angelito. Sabemos que se aloja aquí.
Los ojos del viejo empezaron a rodar como canicas, escrutando las puertas del pasillo, la escalera, la acera de la calle.
—En el 207 —murmuró, casi paralizado—. Segundo piso, segunda puerta a la derecha.
—¿Está ahora allí?
El negro encogió los hombros.
—Entran y salen continuamente. A veces hay quince personas allá.
Angelo dio una palmada amistosa en la mejilla del portero y empujó a Rand hacia la calle. Los dos hombres cambiaron impresiones.
—Hay que pedir refuerzos —sugirió el Fed—. Esto puede ser peligroso.
—Tienes razón —murmuró el neoyorquino—. Quince tipejos dan que pensar. —Angelo se pellizcó el doble mentón—. Pero en general, los rateros no van armados. Si les pillasen con un cacharro, dedicándose solamente a los bolsillos, les saldría demasiado caro. —Reflexionó—. Además, hacer venir un montón de policías a este barrio, sería como meter un elefante en una tienda de porcelanas. Bueno, pequeño, ¡iremos solos!
Al llegar al pie de la escalera, Angelo buscó en su bolsillo el pequeño calendario de plástico del First National City Bank. Pedir una llave al portero habría sido condenar a muerte al desgraciado. Claro que podían tratar de derribar la puerta, pero esto anularía el efecto sorpresa. Agitó el calendario ante la nariz de Rand.
—Abriré la puerta con esto. Y nos precipitaremos los dos en el interior.
Utilizada a menudo por los policías y por los cerrajeros, la plaquita de plástico, a la vez rígida y flexible, permitía descorrer sin ruido el pestillo de las cerraduras ordinarias.
—¡Angelo! —protestó el Fed—. ¡No podemos hacer una cosa así! No tenemos mandamiento de entrada y registro.
—No te preocupes, hijito —respondió el policía, al llegar al segundo piso—. No estamos en un mundo perfecto.
*
—¡Sublime!
Michael Laylord pirueteó alrededor de la maniquí inmovilizada en una pose excéntrica bajo los proyectores del estudio. Aplicando un ojo al visor de su Hasselblad, se arrodilló y escrutó los reflejos malva que danzaban sobre el vestido de noche de Yves Saint Laurent.
—¡Fantástico! —Apretó el disparador—. ¡Fabuloso!
De este modo tomó una docena de fotografías.
—Gracias, querida, ¡esto es todo por hoy! —dijo—, apagando los floods.
Entonces descubrió, medio oculta en un rincón del estudio, a Leila, que había regresado a Nueva York después de llevar a su hermano Whalid al escondrijo de Dobbs Ferry, donde se reuniría mañana con él y con Kamal, antes de huir a Canadá.
—¡Linda!, exclamó el hombre. Pensaba que almorzabas con…
Ella le interrumpió con un beso.
—Me he excusado. ¡Para almorzar contigo!
*
—¡Policía! ¡Que nadie se mueva!
Las palabras rebotaron en las cuatro paredes de la estancia como una pelota de squash. Angelo y Jack Rand acababan de entrar por la puerta abierta gracias al pequeño calendario de plástico. Parecían dos Feds de los tiempos de la prohibición irrumpiendo en un speakeasy: sombrero de fieltro caído sobre los ojos, estirado el brazo que empuñaba el revólver, dobladas las rodillas. Esta mise en scène bastó para dejar petrificados a los seis ocupantes del apartamento.
El lugar era exactamente como había imaginado Angelo: jergones extendidos en el suelo y, por toda iluminación, una bombilla colgada del techo. Y olor a sudor y a perfume barato. Colada puesta a secar en una cuerda: calzoncillos, sujetadores, remera, vaqueros; gallardetes irrisorios de un cuchitril arruinado. Y sólo había un mueble: un canapé desvencijado cuyos muelles habían perforado la tapicería y en cuyo borde se hallaba sentada la chica de pecho opulento, ocupada en revolver un guiso que se cocía lentamente sobre un hornillo colocado en el suelo. Angelo la reconoció inmediatamente. Se irguió, enfundó el revólver, pasó por encima de un aterrorizado adolescente y se plantó delante de la muchacha. Olió el vapor del guiso.
—Lástima que no puedas zampártelo, pues huele muy bien —le dijo—. Coge tu abrigo, muchacha[14], pues vas al calabozo.
—¡No toque a mi mujer[15]! ¿Qué quiere de ella? —farfulló entonces un bulto que yacía sobre un colchón, junto a la pared.
—¡Cierra el pico! —le gritó Jack Rand.
Torres, el colombiano que trabajaba con la chica enmudeció enseguida. Era un jovenzuelo escuchimizado, de pómulos salientes, mirada febril y cabellos negros y rizosos.
—¡Levanta eso! —le ordenó Rand, señalando con su revólver el poncho rojo y con dibujos geométricos que podía ocultar un arma.
El colombiano obedeció. Salvo un par de calcetines diferentes y unos calzoncillos de dudosa blancura, estaba desnudo como un gusano. Angelo se acercó a él, sacó del bolsillo la fotografía que le había dado el jefe de la Brigada de Rateros y miró al hombre, sonriendo.
—¡Vaya, amigo! Eres precisamente el tipo al que andábamos buscando. ¡También te meteremos en chirona!
El ratero empezó a protestar, en una mezcla de español e inglés, pero Angelo le impuso silencio.
—El hombre a quien birlaste la cartera el viernes, en la estación, ha reconocido tu retrato entre un montón de fotos. ¡Irás a la cárcel! Pero antes vamos a tener tú y yo una pequeña conversación.
Uno de los otros tres colombianos tumbados en los colchones quiso llamar la atención del policía. Era un hombre viejo, de cara triste y arrugada.
—Señor inspector, él es nuevo en el oficio —alegó, en un inglés vacilante—. ¡Todavía no ha hecho nada malo! —Hurgó en su colchón y sacó un fajo de billetes—. Yo puedo arreglar la cosa —añadió, guiñando un ojo.
Angelo le dirigió una mirada despectiva y le hizo señal de que saliese, con sus dos acólitos y otra muchacha acurrucada en un rincón.
—¡Vamos, salid todos! ¡En seguida! Si no queréis que llame a Inmigración.
Al oír la palabra «inmigración», los cuatro colombianos se largaron sin chistar. Angelo se acercó entonces a Torres. El tono de su voz se hizo dulzón:
—Amigo, tienes que darnos una información: ¿a quién diste las tarjetas de crédito que birlaste el viernes por la mañana en la estación de Flatbush? ¿Quién te había encargado la faena?
Angelo oyó que una voz escupía detrás de él una ráfaga de palabras en español. Solo entendió dos de ellas: derechos cívicos[16].
Se volvió furioso hacia la chica de senos opulentos, la cual le fulminó con la mirada. «Ésa me estorba» —pensó Angelo—. Llamó a Rand, que seguía de guardia ante la puerta.
—Lleva a esa mocosa al coche. Yo iré dentro de un momento.
Rand vaciló. Temía los métodos de su compañero de equipo. Sin embargo, obedeció.
—¡Fuera de aquí, muchacha! —gritó, empujándola hacia el rellano.
La puerta se cerró de golpe, y Torres empezó a ponerse unos vaqueros.
¡Suelta eso! —le gritó Angelo, arrancándole el pantalón de las manos—. Primero tenemos que hablar. Repetiré la pregunta: ¿A quién diste la tarjeta del American Express que había en la cartera que birlaste el viernes? ¿Quién te encargó la faena?
—¡Yo no robar nada, señor[17]!
Le temblaba la voz, pero miró al policía a los ojos.
—Ándate con cuidado, muchacho[18]. Te pregunto por tercera vez a quién largaste la maldita tarjeta. Tú diste el golpe en la estación, el viernes. Alguien debió decirte que eligieses un cliente del aspecto de aquél a quien robaste. ¿Quién fue? Es lo que quiero saber.
Torres bajó los ojos, retrocedió y tropezó con un colchón. Se apoyó en la pared. A sus pies, sobre el hornillo, el guiso seguía cociéndose a fuego lento. Angelo avanzó, amenazador.
—Señor —imploró el colombiano—, no tiene usted derecho. Yo tener derechos cívicos[19].
¿Derechos cívicos? —se burló Angelo—. ¡Tú no tienes derechos cívicos, cabrón! ¡Tus derechos cívicos se quedaron en Bogotá!
El policía se acercó a Torres, al que pasaba la cabeza. El hombrecillo temblaba de frío, de miedo, de ese sentimiento de impotencia que causa la desnudez al prisionero frente al que lo interroga. Se protegía las partes con las manos, y sus hombros caídos le daban un aire todavía más mezquino.
El golpe del policía fue tan rápido, que el colombiano no lo vio venir. El puño izquierdo de Angelo le alcanzó bajo el mentón, proyectándolo de cabeza contra la pared. El muchacho, aturdido, dejó caer los brazos. Angelo aprovechó la ocasión para agarrarle los testículos con la derecha. El colombiano lanzó un alarido.
—Okey, hijo de perra. Ahora vas a decirme a quién diste la tarjeta, ¡o te agarro las pelotas y te las hago tragar!
—¡Hablaré! ¡Hablaré! —gimió Torres, doblado por la mitad.
Angelo aflojó un poco su presa.
—Union Street. Benny. El perista.
Angelo apretó de nuevo.
—¿En qué parte de Union Street?
El colombiano lanzó otro grito. Una capa de sudor empezó enseguida a inundar su rostro.
—Cerca de la Sexta Avenida. Al otro lado del supermercado. Segundo piso.
Angelo soltó al ratero, que se derrumbó en el suelo, gimiendo de dolor.
—Bueno, ponte el pantalón —le ordenó—. Iremos los dos a ver a tu Benny.
*
—¡Michael, amor mío! ¿Y si nos olvidásemos de todo durante unas horas… para pensar solo en nosotros dos? —dijo Leila mirando a su amante con aire lánguido.
El fotógrafo levantó unos ojos asombrados. Hacía un rato, en el taxi que los conducía al restaurante, ella le había dado a entender que tenía algo importante que decirle. Durante el almuerzo había estado callada y había apenas tocado los tagliatelle verde y el vaso de bardolino. El camarero había retirado los platos, sacudido descaradamente el mantel con una servilleta y traído dos cafés expresos.
—¿Es ésa la cosa importante que querías decirme? —preguntó él, llevándose la taza a los labios.
—Dicen que el amor es como una planta, Michael. Que hay que alimentarlo si se quiere que florezca. Sería maravilloso si, de vez en cuando, tú y yo hiciésemos algo desacostumbrado, una pequeña locura. Un soplo de oxígeno en la rutina de…
¿…de nuestra relación?
—Sí, si quieres llamarlo así.
—¿Qué te gustaría hacer?
—Cualquier cosa… Por ejemplo, salir de este restaurante, tomar un taxi para el aeropuerto Kennedy y marcharnos a alguna parte. Dos o tres días. Sin equipaje. Sin nada. A propósito, mañana tengo que ir a Montreal. Para ver una colección de verano. Podríamos encontrarnos mañana por la noche en Quebec. ¿Conoces Quebec, Michael? ¿Conoces el Château Frontenac? Un enorme y viejo hotel francés a orillas del San Lorenzo. Con restaurantes, tiendas y boîtes, como en París. Y rodeado de callejuelas y de plazas con bancos. Daríamos paseos en calesa y nos hartaríamos de croissants.
Le asió la mano. Sus ojos brillaban de impaciencia infantil. Michael tragó un sorbo de café.
—Querida Linda, mañana tengo dos sesiones de fotografía que no puedo cancelar. Además, recuerda que tenemos que almorzar el miércoles con Truman Capote… Si realmente quieres hacer una escapada, vayamos a pasar el fin de semana en Puerto Vallarta en México —sugirió él, conciliador—. ¡Uf! El invierno es glacial en Canadá. Podemos salir el viernes por la tarde y cenar por la noche bajo las palmeras en la orilla del Pacífico.
Leila chascó los dedos con entusiasmo.
—¡Una idea maravillosa! Renuncio a todo lo demás. En vez de Canadá, saldremos mañana por la tarde para México. ¡Eres un genio, amor mío!
—No mañana, querida, sino el viernes —rectificó Michael, mientras pagaba la cuenta—. Si no hiciese las fotos de mañana, los de Vogue me colgarían. En cambio, el viernes…
Leila había recobrado de pronto su aire soñador. «¿Hasta dónde puedo llegar sin exponerme a…?», se preguntó.
Fuera, el cielo bajo y gris de diciembre anunciaba nuevas nevadas.
—¿Tienes aún trabajo esta noche?
—No —respondió él, ayudándola a ponerse el abrigo de pieles.
—Entonces, vayamos a tu casa. Necesito un poco de cariño.
*
Situado en el piso de más «categoría», o sea, el tercero, el despacho del secretario general del Ministerio francés de Asuntos Exteriores tiene vistas sobre el contaminado esplendor del Sena. Desde una de las ventanas, el barón Geoffroy de Fraguier, actual dueño del lugar, seguía el lento avance de una barcaza que luchaba contra la amarilla corriente del río, y se preguntaba cuál podía ser el motivo de la urgente visita que le haría dentro de un momento el director del SDECE.
Fraguier no apreciaba al hombre ni su organización. Empeñado en copiar a su modelo americano, el SDECE había conseguido usurpar un campo propio del Quai d’Orsay, implantando sus representantes en las Embajadas de Francia en el mundo entero, bajo la capa de cónsules o de agregados políticos. Fraguier censuraba al Gobierno por haber tolerado esta degradación del cuerpo diplomático de Vergennes y de Talleyrand.
Había vuelto a su mesa cuando un ujier introdujo al general Bertrand. Le saludó con el más breve movimiento de cabeza compatible con las reglas de la cortesía.
—¿A qué debo el placer de su visita? —preguntó con voz falsamente cordial.
Bertrand buscaba un cenicero. El barón le mostró con un dedo una mesita colocada al otro lado de la estancia.
—El 15 de abril de 1973 —explicó el general, poniendo el cenicero sobre sus rodillas—, su Ministerio suscribió en favor de un tal Paul Henri de Serre, ingeniero de la Comisaría de Energía Atómica, un contrato por tres años, confiándole la misión de consejero técnico cerca de la Comisaría de Energía Atómica india. El tal ingeniero regresó a Francia en noviembre de 1975, o sea, seis meses antes del término de su contrato. Los antecedentes que me han suministrado mis colegas de la DST sobre Monsieur De Serre no indican los motivos de este regreso anticipado. ¿Podría usted informarme sobre esto?
El barón apoyó los codos sobre la mesa, y la cabeza, entre las manos.
—¿Puedo saber la razón de su curiosidad?
—Temo que no —se excusó Bertrand regocijándose en secreto—. Sin embargo, le diré que mi petición está respaldada por las más altas autoridades.
«¡Cazadores furtivos! —pensó con indignación, el diplomático—. Siempre vienen a cazar en nuestros cotos, invocando el permiso del dueño. ¡En qué tiempos estamos!».
Fraguier hizo que uno de sus ayudantes le trajese el expediente de De Serre. Lo abrió sobre su mesa de manera que Bertrand no pudiese leer nada desde su sillón. Había una nota pegada al documento que había puesto fin a las funciones de Paul Henri de Serre en la India. La nota remitía a un sobre oficial que contenía una carta del embajador de Francia en Nueva Delhi al predecesor del secretario general. Éste la abrió y la leyó, con toda calma para incordiar al general, cuya impaciencia era manifiesta. Cuando hubo terminado, volvió a doblar la carta, la metió en el sobre, puso éste en su sitio y devolvió el expediente.
—Como cabía esperar —dijo al fin—, se trata de un asunto sin importancia.
—¡Hum! —exclamó el general, con escepticismo.
—Su amigo, Monsieur De Serre, utilizó la valija diplomática para sacar ilegalmente unas antigüedades. Eran objetos bastante valiosos. Para evitar todo conflicto con nuestros amigos indios fue llamado y reintegrado a sus funciones en la Comisaría de Energía Atómica.
—Sumamente interesante —declaró Bertrand, aplastando minuciosamente la colilla en el cenicero.
¡Había encontrado, pues, el punto flaco que le permitiría explorar las zonas de sombra de un individuo aparentemente al margen de toda sospecha! Las saetas del reloj Luis XVI colocado sobre la repisa de la chimenea, detrás del barón, marcaban las ocho y treinta. Si quería aprovechar su descubrimiento antes de la noche, tenía que actuar deprisa. Estaba perplejo. ¿No era más prudente tomarse tiempo para reflexionar y esperar a mañana? Pero por otra parte, su colega de la CIA parecía tener una prisa atroz…
—Le ruego que me disculpe señor secretario general, pero debo pedirle permiso para utilizar sus facilidades de transmisión, a fin de dirigir un mensaje urgente a nuestro representante en Trípoli. Considerando lo que usted acaba de decirme, no puedo esperar a volver a mi oficina.
*
Jeremy Oglethorpe, el perito de Washington en materia de evacuación, contemplaba el espectáculo con el maravillado aire del niño que descubre, la mañana de Navidad el tren eléctrico de sus sueños. Sobre toda una pared del puesto de mando de la Dirección General de Transportes Públicos de Nueva York, se extendía un plano luminoso del metropolitano, gigantesca tela de araña salpicada por cuatrocientas cincuenta estaciones y en la que serpenteaban, como otras tantas luciérnagas, los quinientos seis trenes que transportaban, diariamente, cuatro millones de viajeros por los trescientos ochenta kilómetros de sus tres redes.
—Es más impresionante aún de lo que me imaginaba —exclamó extasiado, ante el negro gordo y jovial que desempeñaba las funciones de director de tráfico—. Mr. Todd —le preguntó sin más ambages—, suponiendo que tuviésemos que evacuar Manhattan a causa de una catástrofe, ¿cuántas personas podría transportar exactamente su metro, digamos, en cuatro horas?
El negro observó con asombro al hombrecillo de la corbata de lazo.
—Confieso que nunca nos hemos formulado esta pregunta.
Oglethorpe sacó un legajo de su cartera de documentos.
—Sin embargo, tengo aquí un documento redactado por el Stanford Research Institute el cual demuestra que, movilizando la totalidad de sus siete mil vagones, embarcando doscientos cincuenta pasajeros en cada vagón, aumentando la frecuencia de los viajes a cuatro por minuto, disponiendo convoyes de catorce vagones, en vez de diez, y haciendo rodar los trenes a su velocidad máxima hasta la terminal podrían trasladarse tres millones y medio de habitantes en menos de cuatro horas. ¿Es esto verdad?
El director de tráfico estaba cada vez más pasmado.
—Temo que sus cálculos son un poco optimistas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que sus cálculos no tienen en cuenta que hay siempre un veinte por ciento de vagones inutilizables, por causa de reparación o de mantenimiento; que se producirían algaradas si tratase usted de meter a más de doscientas personas en un vagón, que, si aumentase la frecuencia a cuatro trenes por minuto, éstos se alcanzarían; que si les comunicase la máxima velocidad, descarrilarían, y en fin, que, si enganchase catorce vagones en vez de diez, cuatro se quedarían dentro del túnel, pues las estaciones sólo tienen capacidad para diez.
A medida que Todd enunciaba los inconvenientes el rostro del experto palidecía más y más.
—¿No se podrían evacuar al menos la mitad? —imploró—. ¿Al menos dos millones en cuatro horas?
El negro sacudió tristemente la cabeza.
—Su plan es formidable, señor perito. Lo único que pasa es que es completamente irrealizable.
—¿Completamente? —gimió Oglethorpe.
Todd emitió una risita que significaba que no estaba bromeando.
—Además, ¿quién conduciría sus hermosos trenes?, preguntó.
—Sus maquinistas de siempre, ¡caray! ¿Quiénes habían de hacerlo?
—¿Y qué razón les daría para semejante evacuación catastrófica?
—No sé… —vaciló Oglethorpe, manoseando el nudo de su corbata—. Por ejemplo, que unos terroristas han ocultado una bomba atómica en algún lugar de Manhattan.
El negro se mondó de risa.
—Si les dijese usted que hay una bomba atómica en Manhattan ¡puede estar seguro de que conducirían sus trenes a toda velocidad hasta la terminal! Esto sí. Pero se apearían en ella como todo el mundo. En cuanto a los guardagujas y a los jefes de tren, necesarios para hacer volver los convoyes a los puntos de partida ¡también harían sus bártulos! —Imitó unas señales de adiós—. ¿Se figura que esos tipos se quedarían allí, esperando que la bomba estallase sobre sus cabezas? ¿Y quién se ocuparía de la gente en las estaciones? Le garantizo que no serían los empleados del metro. Éstos se habrían largado también en los primeros trenes, en dirección al Bronx o a donde fuese. Al cabo de media hora se encontraría con todos sus trenes abandonados en la terminal, en un terrible amasijo de vagones vacíos. Y mientras tanto, la gente se pelearía en los andenes.
Oglethorpe escuchaba la enumeración de estas calamidades con las mandíbulas apretadas y la mano crispada sobre sus papeles. El negro señaló todos los documentos con aire afligido.
—Todo lo que tiene usted ahí, mi pobre caballero, ¡es agua de borrajas!
*
El flemático jefe de las brigadas Nest de busca de explosivos nucleares tenía el aire desalentado del hombre que acaba de saber que su esposa está pariendo quintillizos. Desde que había regresado a su puesto de mando del cuartel de Park Avenue, Bill Booth se estaba volviendo loco. Tres veces en una hora, los helicópteros que sobrevolaban la parte baja de la isla de Manhattan habían registrado importantes emisiones de radiaciones. Y cada vez, estas radiaciones habían desaparecido misteriosamente al llegar los equipos terrestres enviados a registrar las casas donde habían sido detectadas. Sin embargo, sabía que los instrumentos instalados en sus helicópteros funcionaban correctamente, según habían demostrado las comprobaciones efectuadas en el primer aparato al volver a la base de McGuire.
Booth, desesperado, paseaba arriba y abajo, mientras escuchaba los mensajes radiados que llegaban de sus puestos de escucha. Disponía de un sistema de transmisión muy perfeccionado, dirigido especialmente desde Las Vegas. Completamente autónomo, permitía a sus equipos en el suelo o en el aire, comunicar con frecuencias secretas que no podían ser captadas por los periódicos, ni por las estaciones de radio y de televisión, ni por los radioaficionados acostumbrados a espiar las comunicaciones de la policía. En las paredes hallábanse fijadas enormes fotografías aéreas de los cinco distritos neoyorquinos. La trama de estas fotos era tan fina, que se podía distinguir el color del sombrero de una transeúnte de la Quinta Avenida. Estos documentos procedían de una serie de clisés que cubrían ciento setenta ciudades norteamericanas y estaban siempre a disposición del Estado Mayor de Nest en Washington. Booth oyó de pronto la voz de uno de sus hombres.
—Aquí, Pluma 3. ¡Capto algo! Estoy encima de la calle 23, casi en la esquina de Madison Avenue.
Pluma 3 era uno de los tres helicópteros de las brigadas Nest. Su piloto volvía a llamar para confirmar la situación exacta de las radiaciones, cuando Booth le oyó vociferar:
—¡A la mierda! ¡Las radiaciones han desaparecido!
Pasaron unos segundos, y volvió la voz:
—¡Bill! Las he vuelto a encontrar. No habían desaparecido, sino que se desplazan. ¡Se diría que suben por Madison Avenue!
¡Apuesto a que esos cerdos han colocado su bomba en un camión y recorren con ella la ciudad!
Ordenó que una decena de furgonetas cercasen inmediatamente el sector, envió otro helicóptero de refuerzo y avisó al FBI. Una flota de coches corrientes en apariencia se dispuso a emprender la caza del camión en el intenso tráfico de primera hora de la tarde. Seguidas continuamente por los helicópteros, las radiaciones subieron por Madison, cruzaron la calle 34, dejaron atrás el Mobil Building y, súbitamente, torcieron hacia el Oeste.
De pronto, anunció el helicóptero en cabeza:
—La fuente de la radiación se ha detenido.
—¿Dónde estáis?, preguntó Booth.
—En la esquina de la calle 42 y la Quinta Avenida.
El jefe de las brigadas Nest envió sus equipos hacia aquella encrucijada. La primera furgoneta que llegó al lugar confirmó inmediatamente:
—¡Presencia de radiaciones!
—¿Dónde estás, exactamente?
—¡Precisamente delante de la biblioteca municipal!
*
En Washington, el reloj mural de la sala del Consejo Nacional de Seguridad marcaba las 14.28. Desde que Gadafi había cortado la comunicación establecida a través del Boeing 747 Catastrophe, hacía dos horas y media, en la estancia reinaba una atmósfera de impotencia. Continuamente sonaban los teléfonos que la enlazaban con el centro de mando del Pentágono, con la oficina de emergencia nuclear del FBI, con la jefatura de policía de Nueva York, con la Oficina de Acción de la CIA, con el centro de operaciones del séptimo piso del Departamento de Estado. Llegaban y salían mensajeros. Tazas de café, restos de bocadillos, ceniceros desbordantes de colillas, llenaban la mesa, junto a montones de telegramas secretos. Pero ninguno de estos despachos, que llegaban por la red ultraperfeccionada de telecomunicaciones de la Casa Blanca, había traído al presidente y a sus consejeros el menor alivio, una ínfima esperanza de que pudiese hallarse una solución razonable a la crisis. Faltando menos de veinticuatro horas para que expirase el plazo del ultimátum lanzado por el dictador de Trípoli, el presidente y su Gobierno permanecían desarmados a pesar de los fabulosos recursos militares de que disponían. Respirando el acre olor a humo y a sudor, Eastman pensaba que se parecían a la tripulación de un submarino perdido en el fondo del mar. Seguían, hora tras hora, el desarrollo de la búsqueda de la bomba en Nueva York. Poco a poco se imponía una certeza: la magnitud de la empresa era tal, que casi no había esperanza de descubrir la bomba antes de que terminase el plazo impuesto por Gadafi. En cuanto a los mensajes procedentes de las principales capitales del mundo, todos, sin excepción, aconsejaban al presidente que no cediese al chantaje. Pero ninguno indicaba cómo conseguirlo sin poner en peligro a la población de Nueva York.
En el curso de las últimas horas, el presidente había hablado dos veces con Begin: la primera, para informarle de la situación; la segunda, para proponerle a instigación de la CIA, que los expertos israelíes se aviniesen a «jugar el juego» de la crisis en el ordenador, con sus colegas norteamericanos. Como esos partidos de tenis que pueden disputarse en una pantalla de televisión.
—Quizá los cerebros electrónicos nos darán una milagrosa solución en la que no hemos pensado —sugirió el presidente norteamericano.
Nadie en Washington creía en ello, pero la finalidad de la operación era obligar a los israelíes a comprobar sobre sus propias pantallas que sólo una concesión territorial importante por su parte permitiría salvar Nueva York.
Justo después de las 14.30, un oficial de Marina interrumpió un informe de la CIA procedente de París, para anunciar que el último buque de la VI Flota acababa de salir de la zona de cien millas fijada por Gadafi. El presidente recibió la noticia con una mezcla de alivio y aprensión. El diálogo se reanudaría, pero ¿qué giro había que darle? ¿Cómo hacer entrar en razón, desde una distancia de seis mil kilómetros, a un fanático que ayer no era más que el jefe iluminado de un pequeño pueblo de tribus diseminadas en un mar de arena pero que, gracias al petróleo, al genio tecnológico del hombre del siglo XX, y a la locura de Occidente, que esparcía sus más preciosos conocimientos a los cuatro vientos, estaba en condiciones de imponer al mundo su visión de justiciero? «La Humanidad podía darse el lujo de engendrar tiranos en la época de las espadas, pensó, pero no en el siglo del átomo».
Mientras la jerga espacial empleada por el Boeing 747 Catastrophe para restablecer el contacto con Trípoli resonaba en el altavoz el jefe del Estado lanzó una última mirada a las notas que había tomado de las recomendaciones de los psiquiatras. «Halagarle. Exaltar su vanidad, encomiando su papel de líder mundial. Es un solitario. Ganar su amistad. Mostrarle que soy el único que puede ayudarle a salir dignamente del callejón en que se ha metido. Hablarle amablemente. Sin amenazas. No darle nunca la impresión de que no le tomo en serio. Tratar de sembrar la duda en su espíritu. Debilitar progresivamente su resolución. Que no sepa jamás dónde se encuentra». ¡Hum! ¡Buenos consejos para tratar con los cajeros de un pequeño Banco de provincias! Pero ¿de qué servirían con un individuo de aquel calibre?
El oficial de radio del 747 que sobrevolaba Libia anunció:
—¡Fox-Uno está en línea!
El presidente sintió un nudo en la garganta. Se enjugó el cuello. Después de asegurarse de que el libio había comprobado la retirada de la VI Flota —declaró:
—Coronel Gadafi deseo que examinemos los dos el gravísimo problema suscitado por su carta. Sé con qué ardor desea usted que sus hermanos de Palestina obtengan justicia. Quiero que sepa que comparto estos sentimientos, que yo…
Gadafi le interrumpió. Hablaba en inglés. Su tono era tan cortés como antes, pero sus palabras no eran más alentadoras.
—Señor presidente, ¡no pierda ni me haga perder tiempo con discursos! ¿Han empezado o no los israelíes a evacuar los territorios árabes ocupados?
«Ningún rastro de emoción», informó el técnico de la CIA que manejaba el analizador de la voz.
—Comprendo su impaciencia —replicó el presidente, luchando por conservar la calma—. La comparto. Pero debemos sentar juntos las bases de una paz duradera, de una paz que satisfaga a todas las partes afectadas, no de una paz impuesta al mundo por su amenaza contra Nueva York.
—¡Palabras y más palabras! —volvió a interrumpirle Gadafi—. ¡Las mismas palabras vacías e hipócritas que han vertido ustedes sobre mis hermanos de Palestina durante treinta años!
—Le aseguro que le hablo con toda sinceridad —insistió el presidente.
Gadafi prosiguió:
—Sus aliados israelíes bombardean y ametrallan los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano, con aviones y cañones norteamericanos matan a mujeres y niños árabes con balas norteamericanas, ¿y qué me ofrece usted a cambio de esto? ¡Palabras! ¡Mientras sigue vendiendo nuevas armas a los israelíes, para que puedan seguir matando palestinos! Cada vez que los israelíes se han apoderado de tierras de mis hermanos para instalar en ellas sus colonias ilegales, ¿qué han hecho ustedes? Nos han obsequiado con sus piadosas lamentaciones, mientras sus portavoces clamaban de indignación en Washington. Pero ¿han intervenido alguna vez para detener a los israelíes? ¡No! ¡Nunca! Pues bien, señor presidente, a partir de ahora, usted y sus representantes pueden guardarse sus bellos discursos. Pasó el tiempo de las palabras bonitas. Los árabes de Palestina poseen, por fin, los medios de lograr la justicia que les ha sido negada durante tanto tiempo. Y la obtendrán porque, en otro caso, millones de sus compatriotas pagarían por las injusticias de que son víctimas los árabes.
La energía de estas frases había sido reforzada por el tono frío monótono, casi indiferente, con que se había expresado el jefe del Estado libio. «El tono de un agente de cambio y Bolsa leyendo las cotizaciones a un cliente», pensó Eastman. Para los doctores Tamarkin y Jagerman, aquella voz precisa, perfectamente controlada, confirmaba lo que pensaban ambos: Gadafi no vacilaría en cumplir su amenaza.
—No puedo comprender —replicó el presidente—, que un hombre como usted, coronel Gadafi, un hombre que se enorgullece de haber hecho su revolución sin derramamiento de sangre, un hombre compasivo y caritativo, sea capaz de hacer explotar esa bomba, ese instrumento infernal, ese ingenio demoníaco; que pueda realmente pensar en matar y mutilar a millones de seres inocentes.
—¿Y por qué no habría de creerlo?
Por primera vez, su tono era áspero. El presidente estaba atolondrado.
—Porque sería un acto totalmente irresponsable irracional… —Vaciló—. Un acto demencial, un…
—Un acto como el que realizaron ustedes cuando arrojaron una bomba de esta clase sobre la población civil japonesa. ¿Dónde estaban entonces su caridad y su compasión? ¿Quiere usted decir que la cosa no tiene importancia cuando se mata, quema o mutila a millones de amarillos asiáticos, de árabes, de africanos, mientras no se trate de bellos norteamericanos de piel blanca? ¿Es esto lo que quiere decir? ¿Quiénes son los bárbaros señor presidente? ¿Quién inventó ese ingenio demoníaco, como usted lo llama? ¡Unos judíos alemanes! ¿Y cuál es el único país que lo ha utilizado? ¡La América cristiana! ¿Quiénes acumulan esas bombas que pueden destruir a la Humanidad? ¡Las naciones industriales avanzadas de su llamado Occidente civilizado! Esas bombas son producto de su civilización, señor presidente; pero hoy ¡seremos nosotros quienes nos serviremos de ellas para reparar las injusticias que han cometido con nosotros!
El presidente examinaba desesperadamente su bloc de notas. ¡Cuán irrisorios le parecían ahora los consejos que había consignado en él!
—¡Coronel Gadafi! —su voz tenía un acento patético—. Por muy ardiente que sea su solidaridad con las desdichas de los palestinos, debe reconocer que los habitantes de Nueva York no son responsables de ellas: los negros de Harlem, los puertorriqueños del Bronx, los millones de proletarios que se ganan duramente el pan con el sudor de su frente.
—¡Claro que son responsables! ¡Todos! Para empezar, ¿quién es el responsable de la creación del Estado de Israel? ¡Ustedes, los norteamericanos! ¿Y con qué dinero sobrevive Israel? ¡Con el de ustedes!
El presidente buscó otro argumento. Esta vez se hizo insidioso.
—Suponiendo que los israelíes aceptasen abandonar los territorios reivindicados por ustedes, ¿cree usted, coronel Gadafi, que le dejarían salirse con la suya por las buenas? ¿Qué garantía de solución duradera podría tener?
Era ésta una pregunta que el libio se alegró sin duda de contestar.
—Ordene a los satélites que sobrevuelan en este momento mi país, que examinen la franja de desierto a lo largo de nuestra frontera oriental, desde el mar hasta el oasis de Kufrá. Le revelarán la existencia de ciertas instalaciones. Cierto que mis misiles no son tan potentes como los suyos, señor presidente; todavía no son capaces de dar la vuelta al mundo para hacer blanco en una cabeza de alfiler. Pero pueden volar mil kilómetros y alcanzar la costa de Israel. No les pido más. Representan todas las garantías que necesito.
«¡Señor! —pensó el presidente—. Esto es peor de lo que había imaginado». Hojeó febrilmente las páginas de su bloc en busca de una fórmula mágica susceptible de tocar la fibra sensible que aún no había podido descubrir. Echó una mirada a los psiquiatras, pero los rostros de éstos sólo reflejaban impotencia.
—Coronel Gadafi, he seguido con viva admiración las conquistas de su revolución. Sé con qué esfuerzo de voluntad ha utilizado las riquezas petrolíferas de su subsuelo para dar progreso material y prosperidad a su pueblo. Sean cuales fueren sus sentimientos respecto a Nueva York, ¿permitiría que su país y su población fuesen destruidos en un holocausto termonuclear?
—Mi pueblo está dispuesto a morir por la causa, señor presidente, lo mismo que yo.
El libio seguía expresándose en inglés, para facilitar el diálogo.
—Mao Zedong pudo realizar una de las más grandes revoluciones de la historia, prácticamente sin derramamiento de sangre —replicó el presidente. Desde luego, esto era inexacto, pero la referencia al líder chino había sido sugerida por Jagerman: «Invoque a Mao. Él debe tenerse por un Mao árabe»—. Usted tiene la misma posibilidad, coronel Gadafi. Sea razonable, retire su amenaza contra Nueva York y trabaje conmigo en el establecimiento de una paz justa y sólida en el Próximo Oriente.
—¿Que sea razonable? —exclamó el libio—. Ser razonable es, según usted, aceptar que los árabes de Palestina sean expulsados de su tierra, obligados a vivir, generación tras generación en los campos de refugiados. Ser razonable significa, sin duda que los árabes de Palestina presencien con los brazos cruzados la progresiva anexión de su patria por los colonos de su amigo Begin. Ser razonable debe ser tolerar que ustedes, los norteamericanos, y sus aliados israelíes persistan en privar a mis hermanos palestinos del derecho divino a tener un hogar propio, mientras nosotros seguimos vendiéndoles el petróleo que hace funcionar sus coches y sus fábricas, y que calienta sus casas. Para usted, ¡todo esto es ser razonable! Pero cuando mis hermanos y yo le decimos: Otórguenos la justicia que nos negaron durante tanto tiempo, si no quieren que les ataquemos, ¡esto deja de pronto de ser racional!
Mientras hablaba Gadafi, Jagerman hizo pasar un mensaje al presidente. «Pruebe la táctica del objetivo superior». Se trataba de una maniobra que el psiquiatra holandés había explicado antes. Consistía en persuadir a Gadafi de que colaborase en la realización de un objetivo aún más grandioso. Sublimar su ambición mediante un proyecto que rebasara los límites que él se había fijado.
Por desgracia, nadie había sido capaz de definir un objetivo que permitiese aplicar esta teoría.
Una súbita inspiración hizo entrever una solución al presidente. No tenía ningún precedente, y presentaba dificultades insuperables a priori. Pero era tan audaz, tan dramática, que tenía probabilidades de impresionar la imaginación de Gadafi.
—¡Coronel Gadafi! —exclamó sin poder disimular su excitación—. Voy a hacerle una proposición. Retire su amenaza contra mis compatriotas neoyorquinos, y tomaré inmediatamente el avión para Trípoli. Iré sin escolta, a bordo del Air Force One. Yo, el presidente de Estados Unidos, me constituiré en rehén, mientras trabajamos mano a mano, en conseguir para sus hermanos de Palestina una paz verdadera, duradera, aceptable para todos. Lo haremos los dos juntos, y su gloria será más grande que la de Saladino, porque se la habrá ganado sin derramar sangre.
Este ofrecimiento, absolutamente inesperado, dejó estupefactos a los miembros del Comité de Crisis. Jack Eastman estaba pasmado. Era algo inverosímil. ¿El jefe de la nación más poderosa del mundo convirtiéndose en rehén de un déspota árabe del petróleo, secuestrado en pleno desierto como un vulgar mercader apresado hace dos siglos por los piratas de costa berberisca? En cambio, el fatigado rostro del presidente norteamericano traslucía un sentimiento de triunfo. Estaba convencido de que su iniciativa podía causar una impresión favorable, capaz de resolver el problema. El altavoz enmudeció. También estupefacto, el libio había cortado la comunicación para preparar su respuesta. El subsecretario de Estado aprovechó la pausa para expresar su desaprobación.
—Se trata, señor presidente, de una proposición sumamente valerosa, ¡pero temo que plantea una grave dificultad constitucional!
El jefe del Estado fijó su mirada azul en el diplomático.
—El único problema verdadero es salvar la vida a seis millones de neoyorquinos, Mr. Middleburger. Y no será la Constitución quien nos diga cómo hemos de hacerlo, ¿verdad?
—Señor presidente —prosiguió Gadafi—, su ofrecimiento merece mi respeto y mi admiración. Pero es inútil. La carta que le dirigí está lo bastante clara. En ella se concretan las únicas reivindicaciones que formulamos. Sería vano continuar las discusiones, aquí o en otra parte…
—¡Coronel Gadafi! —le interrumpió el presidente—. Le conmino enérgicamente a que acepte mi proposición. En el curso de las últimas horas, mi Gobierno ha establecido contacto con los principales jefes de Estado del mundo. Comprendidos los de sus países hermanos, el presidente Sadat, el presidente Assad, el rey Hussein, el rey Jaled. Incluso Yasser Arafat. Todos, sin excepción, condenan su actitud. Está usted solo, aislado. Sólo dejará de estarlo si acepta mi ofrecimiento.
—No hablo en nombre de ellos, señor presidente, sino en nombre del PUEBLO árabe. Son los hermanos de este pueblo quienes fueron despojados, no los presidentes y los monarcas que se pavonean en sus palacios. —Entonces, se produjo en la voz de Gadafi un temblor de irritación y de impaciencia—. Toda esta discusión es perfectamente inútil, señor presidente. ¡Lo que ha de ser, será!
«Aparición de alguna señal de nerviosismo», indicó el agente de la CIA, que manipulaba el analizador de voz.
—Tuvieron ustedes treinta años para hacer justicia a mi pueblo ¡y no hicieron nada! ¡Ahora sólo les quedan menos de veinticuatro horas!
Una oleada de cólera encendió el semblante del presidente norteamericano.
—¡Coronel Gadafi! —casi gritó, para consternación de los psiquiatras—. ¡Rechazamos su chantaje! ¡Su abominable amenaza no hará que nos dobleguemos a sus locas exigencias!
Una larga pausa de mal augurio siguió a este estallido. Después, volvió la voz de Gadafi, tan tranquila y pausada como antes:
—Señor presidente es usted quien debe mostrarse razonable, puesto qué no le pido nada imposible. No exijo la destrucción del Estado de Israel. Reclamo sólo lo que es justo: que sean devueltas sus tierras a mis hermanos de Palestina y que éstos vuelvan a tener la patria que Dios ofrece a todos los pueblos. Nosotros, los árabes, estamos en nuestro derecho desde hace más de treinta años, pero ni la guerra ni la acción política nos permitieron hacerlos oír, porque nos faltaba fuerza. Hoy la tenemos, señor presidente. Por consiguiente, u obligan ustedes a los israelíes a hacernos la justicia que nos es debida, o, como el Sansón de su Biblia, ¡haremos que se derrumbe el Templo sobre sus cabezas y las de todos los que lo habitan!
*
Mientras Moamar el Gadafi repetía su amenaza, uno de los terroristas con que contaba para hacer estallar su bomba se disponía a hacer el amor en un apartamento neoyorquino.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó Leila Dajani, con súbito remordimiento.
Se abrió la puerta de la habitación y apareció Michael, con una toalla enrollada a la cintura y una copa de champaña en cada mano. Se tendió en el lecho. Durante un momento, ambos permanecieron silenciosos.
—¡Michael! ¡Vayamos mañana a Québec!
Michael se incorporó y vio en la penumbra los ojos suplicantes de Leila.
—¿Por qué insistes, Linda querida? Sabes muy bien que mañana es imposible —dijo, con dulzura.
—¿Puedo hacerte una confidencia?
Michael reclinó de nuevo la cabeza sobre la almohada.
—Claro que sí, querida. Te escucho.
—Conozco a un viejo adivino que vive en Brooklyn —explicó Leila—. Un lugar increíble. Cuando entras en su casa, te figuras que estás en la orilla del Nilo. Su mujer viste enteramente de negro, como las beduinas. Tiene toda la cara cubierta de tatuajes. Te sirve una taza de masbut, el café árabe. Él está en una habitación pequeña y oscura, donde se pasa todo el día rezando. Te aseguro que, cuando le ves, sabes que estás en presencia de un santo varón. Tiene el rostro más puro y más ascético que puedas imaginarte. Irradia luz. Toma tu taza de café y la aprieta entre sus manos. Te pregunta el nombre, el nombre de tu madre y la fecha de tu nacimiento. Entonces cae en una especie de trance y empieza a rezar. No te permite fumar, ni cruzar las piernas o los brazos. Esto interrumpiría la corriente que se forma entre él y tú. De vez en cuando, deja de rezar y te habla. ¿Me creerías Michael si te dijese algunas de las cosas que me ha predicho ese hombre?
—¿Una cita secreta en Québec?
Ella sonrió.
—Fui a verle esta mañana. Al terminar nuestra entrevista, cuando me disponía a partir, su cara se contrajo bruscamente, como si acabase de recibir un golpe. Y me dijo: «Veo una persona que te es muy querida. Un hombre. Un joven rubio. Es un messawarati», concretó, en árabe. ¿Sabes lo que es un messawarati?
La cabeza rubia osciló varias veces sobre la almohada.
—¿Un infiel pervertido?
—No bromees, querido, por favor. Un messawarati es un fotógrafo. ¿Cómo podía saberlo? —Hizo una pausa, y prosiguió: Añadió: «Aquí corre un gran peligro. Es preciso que abandone Nueva York antes de mañana».
Asió la mano de Michael y la estrechó en la suya.
—Michael, te lo suplico, ve mañana a Québec a encontrarte conmigo.
Él se incorporó, apoyándose en un codo, y la miró fijamente. Observó su rostro implorante, y las lágrimas que rodaban por sus mejillas. ¡Cuán supersticiosas pueden ser las mujeres! Cariñosamente, le enjugó las lágrimas con la punta de sus labios.
—Eres un amor, querida; pero no te inquietes. Mira…, las predicciones de un hechicero árabe…
Leila se volvió y se apretó contra él. Desengañada y resignada, contempló largamente el rostro amado que había tomado entre las manos. «Habría hecho cualquier cosa por él, pensó. Con todas mis fuerzas».
—¡Qué lástima, Michael!, murmuró simplemente.
*
El presidente estaba pálido. La alusión de Gadafi a Sansón destruyendo el Templo le había impresionado tanto como la bola de fuego que había visto brotar a medianoche en las pantallas del Pentágono.
—Jack —ordenó a media voz—, pida al 747 Catastrophe que finja una avería en la transmisión durante varios minutos. Necesito reflexionar.
El presidente observó todos los rostros extenuados que le rodeaban.
—Caballeros, ¿qué piensan ustedes?
En el otro extremo de la mesa, el presidente del Comité de Jefes de Estado Mayor, almirante Fuller, hundió la cabeza en el cuello de su camisa, como una vieja tortuga de mar en su caparazón.
—Temo, señor presidente, que no nos deja más alternativa que la acción militar…
—¡No soy de esta opinión!
El subsecretario de Estado, Middleburger, había intervenido sin dejar terminar al almirante.
—En vez de empeñarnos en hacer entrar en razón a ese exaltado, deberíamos aprovechar el tiempo que nos queda para arrancar a los israelíes algunas concesiones capaces de satisfacer y de salvar a Nueva York.
—He aquí una iniciativa que tendría al menos la ventaja de exigir muy poco tiempo —observó sarcásticamente el director de la CIA—. Sólo el segundo que tardaría Begin en decir no. Hace cinco años que decimos en la CIA que esas colonias «salvajes» son una amenaza para la paz y nos meterán un día en un buen lío. Desgraciadamente, nadie se dignó tomar en cuenta nuestras advertencias.
El presidente sintió un súbito deseo de pegar a aquellos hombres. ¿Acaso ninguna crisis era lo bastante terrible para que se eliminase la estereotipada retórica de los altos resortes del Gobierno norteamericano? El Pentágono le apremiaba para que destruyese a aquel fanático; el Departamento de Estado le aconsejaba batirse en retirada, la CIA sólo pensaba en echar las culpas a otros, como no había dejado de hacer desde su fracaso en Irán…
—¿Jack? —preguntó, en tono fatigado.
—Señor presidente, sólo puedo repetir lo que he dicho hace un momento —respondió Eastman—. Mi única fórmula sigue siendo: ¡ganar tiempo! Middleburger tiene razón: hay que lograr a toda costa alguna concesión de los israelíes, y emplearla en obligar a Gadafi a retirar su amenaza. O, al menos, a retrasar en unas horas el plazo de su ultimátum, a fin de tener más probabilidades de encontrar la bomba.
—Y ustedes, señores psiquiatras, ¿qué luz pueden arrojar sobre el asunto?
Tamarkin echó un desolado vistazo a las insignificantes notas que había garrapateado mientras escuchaba a Gadafi.
—Está claro que nos las tenemos que ver con una personalidad aquejada de psicosis de poder —declaró— ligeramente paranoica, pero plenamente consciente. En general, a este tipo de sujetos les cuesta dominar las situaciones complicadas. Hay que evitar darle un medio de cristalizar sus acciones. Probablemente, tiene previstas dos actitudes por parte de usted. O que capitule, o que amenace con destruirle. Dicho en otras palabras: que tome usted la decisión en su lugar. Por esto, si le presentamos toda una variedad de problemas anejos, es posible que se sienta desconcertado.
—Ja, ja, —aprobó Jagerman—, estoy completamente de acuerdo con mi colega. Si me lo permite, señor presidente, quisiera sugerirle que, a mi entender, no ganaríamos gran cosa empujándole a explicar el porqué de su acción. Él está absolutamente convencido de que tiene razón, y usted se expondría a que se volviese aún más intratable si le fastidiase en este punto. En cambio, creo que debería plantear el cómo de la cuestión y tratar de desviar su atención bombardeándole con un alud de preguntas de orden técnico y de poca importancia, sobre la manera de poner en practica sus exigencias. ¿Recuerda la teoría de «pollo o hamburguesa» que le expuse hace un momento?
El presidente asintió con la cabeza. El nombre de la teoría en cuestión podía parecer grotesco en la situación actual. Se trataba, en realidad, de una técnica inventada por el psiquiatra holandés para resolver los casos de retención de rehenes. Hoy figuraba en todos los manuales de policía del mundo. Hay que desviar la atención de los terroristas, predicaba Jagerman; obligarles a contestar una serie ininterrumpida de preguntas y de problemas independientes del fondo del debate en curso. El ejemplo que daba invariablemente era la manera de responder a un terrorista que pedía comida. «¿Qué quiere? ¿Pollo o hamburguesa? ¿El ala o el muslo? ¿Bien cocida o medio cruda? ¿Con mostaza o con salsa de tomate? ¿Con o sin pan? ¿Crudo o tostado? ¿Con qué condimentos? ¿Con pepinillos? ¿O quizá con cebolla? ¿Cruda o frita?»[20]. Apartar al terrorista de sus obsesiones, mediante un alud semejante de preguntas, permitía a menudo calmarle, ponerle en contacto con la realidad y hacerle, a fin de cuentas, más maleable.
—Si consiguiese usted adaptar esta técnica a la situación actual —opinó Jagerman—, quizá lograría que aceptase continuar la discusión con el señor Eastman, mientras habla usted con los israelíes.
—Nada se pierde con probar —respondió el presidente, en tono fatalista—. Jack, ¡haga que restablezcan el contacto con Trípoli!
Pensó en aquella lejana noche de verano, hacía de ello treinta años, en que, solo en su velero, se había perdido en la niebla y la oscuridad frente a las costas de Maine. Durante toda la noche prisionero de aquel cascarón mortal, impotente, había sido zarandeado por las olas, aguzando el oído para captar el tintineo de la campana que le indicase la dirección del puerto, enfrentándose por primera vez con la eventualidad de la muerte. Había enloquecido, había perdido la esperanza, había rezado. Y, al fin, había oído la campana de la boya. «¡Señor! —rogaba ahora—, ¿cuándo voy a oír la campana de la boya en las tinieblas que me envuelven?».
—Coronel Gadafi —empezó diciendo—, sabe usted que existen actualmente unos treinta puntos de población israelí en los territorios árabes ocupados. Representan, junto con Jerusalén Este, alrededor de cien mil personas. Los problemas de logística que plantearía su evacuación en el brevísimo plazo fijado por usted son prácticamente insuperables.
—Señor presidente. —Ponderada, cortés, la voz del libio no había cambiado—. Esa gente instaló sus colonias ilegales en unas pocas horas. Lo sabe usted muy bien. Aprovecharon la noche para establecerse y al amanecer, anunciaron al mundo el hecho consumado. Si pudieron instalarse en una noche, ¡pueden muy bien largarse en veinticuatro horas!
—Pero, coronel Gadafi —insistió el presidente—, esas familias tienen hoy sus casas, sus granjas, sus talleres, sus cultivos, sus escuelas, sus sinagogas. No puede usted esperar que se marchen abandonándolo todo.
—Eso es precisamente lo que espero. Sus bienes serán colocados bajo la protección del pueblo árabe. En cuanto el Estado palestino árabe tome posesión de los lugares, se autorizará a los judíos a que vengan a recuperar lo que les pertenezca.
—¿Cómo podemos estar seguros de que no se producirá un caos o desórdenes, al retirarse los israelíes?
—El pueblo, gozoso por volver a su patria, velará por mantener el orden.
—Temo que esto no sea bastante. ¿No sería conveniente pedir al rey Hussein que proporcione tropas?
—¡De ninguna manera! ¿Por qué habríamos de permitir que ese lacayo del imperialismo recogiese la gloria de esta victoria?
—¿Y la OLP?
—Ya veremos.
—Sea como fuere habrá que estudiar estas medidas con sumo cuidado —recalcó el presidente—. Determinar las unidades a elegir. Saber quiénes serán sus jefes. De dónde vendrán. Cuáles serán sus distintivos. Cómo vamos a coordinar sus movimientos con los de los israelíes. Todo esto requerirá una preparación y una discusión muy minuciosa.
Tras de una larga pausa respondió Gadafi:
—Estoy dispuesto a ello.
—¿Y la bomba de Nueva York? Supongo que, cuando hayamos tomado los acuerdos necesarios, nos comunicará usted su emplazamiento y dará orden a sus representantes de que la desactiven inmediatamente. ¿De acuerdo?
Hubo otra larga pausa.
—La bomba está dispuesta de manera que explotará automáticamente al expirar el plazo de mi ultimátum. La única señal que puede recibir su receptor de radio es una señal negativa que provocaría la anulación de la explosión. Sólo yo conozco la señal.
Eastman lanzó un débil silbido de admiración.
—¡Caray! Es la garantía de que no le lanzaremos unos cuantos misiles en el último momento. Para salvar Nueva York ¡tenemos que conservarlo vivo!
—A menos que se pase de listo —insinuó el director de la CIA— y se esté tirando un farol. Como puede mentir en lo tocante a sus misiles apuntando a Israel…
Se volvió bruscamente al jefe del Estado.
—Señor presidente podríamos modificar radicalmente toda nuestra actitud si supiésemos si miente o no. Nuestro laboratorio ha perfeccionado un detector de mentiras que podría prestarnos una incalculable ayuda. Bastaría con que Gadafi se aviniese a continuar el diálogo ante una cámara de televisión.
—¿Qué es eso?
—Una máquina que utiliza rayos láser y permite un análisis ultrasensible de los movimientos de los globos oculares del individuo que está hablando. Registra, sobre todo, ciertas modificaciones características de estos movimientos, cuando la persona miente.
El presidente dirigió una sonrisa de admiración al director de la CIA.
—Tiene usted razón; vale la pena intentarlo.
Se concentró unos segundos e hizo que restableciesen la comunicación con Trípoli.
—Coronel Gadafi, para las complicadas discusiones que habremos de sostener relativas a organizar la situación en Cisjordania, sería conveniente que pudiésemos concertar nuestros acuerdos fundándonos en mapas y en fotografías aéreas, limitando así las posibilidades de error. Para ello, me parece indispensable un contacto visual, además del sonoro. ¿Le parecería bien que estableciésemos entre nosotros una comunicación televisiva? Podríamos enviarle inmediatamente un avión con el material necesario para ello.
Se hizo de nuevo un largo silencio en Trípoli. El director de la CIA mordisqueaba distraídamente el tubo de su Dunhill, mientras rezaba en su interior para que Gadafi dijese que sí. Para asombro suyo, el libio accedió, visiblemente satisfecho ante tal proposición. Incluso dijo que disponía ya del equipo adecuado en su propio Puesto de Mando. «¡Pobre imbécil! —se dijo, regocijado, el director de la CIA, después de advertir un matiz de arrogancia en la aceptación de Gadafi—; Está tan fascinado por los aparatos de la tecnología moderna, ¡que caería en cualquier trampa!».
Mientras el técnico del 747 Catastrophe preparaba los circuitos que habían de transmitir las imágenes de Trípoli y de Nueva York por medio del satélite Comstat, dos ingenieros de la CIA colocaban su detector ante una pantalla de la sala de conferencias del Consejo Nacional de Seguridad. Todo el mundo siguió con apasionado interés la instalación de este último instrumento del arsenal inventado por la CIA para abrir las barreras más lejanas del inconsciente y obligar a los hombres a delatarse a pesar suyo. Este detector tenía un vago parecido con un aparato de radioscopia portátil. Dos tubos del tamaño de unos gemelos estaban fijados en su parte superior. Eran los causantes de dos manchas luminosas que bailaban ya en la pantalla de televisión donde debía aparecer la cara del dictador libio; los dos rayos láser que serían dirigidos a las pupilas a fin de registrar sus menores variaciones y transmitir sus informaciones al miniordenador instalado en el corazón del detector. Los resultados serían inmediatamente comparados con los datos almacenados en la memoria del ordenador y reproducidos en la minipantalla fijada en lo alto del aparato.
Durante unos segundos, la imagen procedente de Trípoli hizo pensar en una colonia de amibas rebullendo bajo la lente de un microscopio. Luego, de pronto, apareció la cara del caudillo libio. Curiosamente, esta aparición resultó casi tranquilizadora. Gadafi tenía un aire tan joven, tan serio, tan reservado, que parecía inverosímil que pudiese pensar en matar a seis millones de neoyorquinos. Con su guerrera caqui, sin más adorno que sus charreteras de coronel, parecía un instructor de táctica militar, más que un visionario que se tenía por la espada vengadora de Dios.
Eastman no descubrió la menor sombra de emoción o de tensión en su semblante. Apenas podía adivinar un atisbo de ironía en la comisura de los labios. En su sillón del fondo de la estancia, Lisa Dyson sintió una ligera turbación al volver a ver al hombre que antaño la había honrado con su atención.
Los dos puntos luminosos procedentes del detector resbalaron sobre la frente de Gadafi y fueron a posarse en sus pupilas como unas lentillas de contacto.
—Empieza la grabación —anunció uno de los técnicos.
—¡Esta vez te hemos pillado! —gruñó el director de la CIA, dando una fuerte chupada a su pipa.
Delante del presidente, se encendió una lámpara roja sobre la cámara de televisión que transmitía su imagen a Trípoli.
—Todo está en orden —murmuró Eastman.
Los dos jefes de Estado aparecieron entonces, uno al lado del otro, en las pantallas de la sala de conferencias; el norteamericano, esforzándose en sonreír, el libio, tan impenetrable como un busto de senador romano sobre una columna de Leptis Magna.
—Coronel Gadafi —empezó el presidente—, creo que este contacto visual nos será muy útil a los dos para resolver los delicados problemas con que nos enfrentamos. Hace muy poco, en nuestra última conversación, indicó usted que la bomba que ha colocado en Nueva York está regulada por un mecanismo automático, y que sólo una señal que enviase por radio usted mismo podría impedir que se produjese la explosión. ¿Es esto exacto?
Las miradas de todos los que rodeaban al presidente se concentraron en la imagen del libio y en los dos puntos brillantes fijados en sus pupilas. Antes de responder, Gadafi se llevó la mano derecha al bolsillo de su guerrera. Lo desabrochó con calculada lentitud y saco de él un par de gafas negras, que se caló ostentosamente.
—¡Hijo de puta! —gruñó uno de los técnicos de la CIA, en medio de un «¡Oh!» general de estupor.
La sombra de ironía que teñía los labios del señor de Trípoli se convirtió entonces en una amplia sonrisa.
—Sí, señor presidente; es exacto.
*
Comparado con la sala del Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, el puesto de mando libio en la «Villa Pietri», desde donde se dirigía Gadafi al presidente de Estados Unidos, mostraba una desnudez espartana. No había mapas del mundo, ni relojes electrónicos, ni teléfonos con luces. Gadafi estaba sentado en una silla de madera blanca delante de la cámara de televisión que enviaba su imagen a Washington.
A su lado se hallaba su último recluta, un hombre alto y rubio, de cabellos largos y sucios que le daban el aspecto de un beatnik de los años sesenta. El doktor alemán, Otto Falk, enseñaba psicología aplicada en la Universidad libre de Berlín Oeste. Descubierto por el famoso terrorista venezolano Carlos en los medios izquierdistas de la ex capital alemana, representaba cerca del amo de Trípoli el mismo papel que los psiquiatras de Washington cerca del presidente norteamericano. Falk había trazado para su patrono un cuadro preciso —y exacto— de la manera en que reaccionaría la Casa Blanca a las trampas que sus homólogos tratarían de tenderle. Aunque el libio no había seguido su primer consejo, —negarse categóricamente a todo diálogo—, su ayuda había resultado sumamente eficaz según acababa de comprobar amargamente Washington.
El jefe del Estado libio miró a la cámara, desde detrás de sus gafas negras.
—Señor presidente, lo importante no es saber como va a explotar la bomba, sino si va a explotar. Ahora bien, ¿qué ha hecho usted para satisfacer mis demandas? ¿Qué concesiones ha arrancado a sus amigos israelíes?
—Tenga usted la seguridad, coronel, de que estoy en contacto permanente con Jerusalén.
La imagen del presidente llegaba a la jefatura libia por el canal de un televisor de pantalla grande, de la marca francesa radiola. A través de sus gafas de sol Gadafi distinguía dos minúsculos puntos luminosos en las pupilas de su interlocutor. La CIA se habría quedado muy sorprendida de haber sabido que el jefe del Estado libio poseía también un aparato explorador de las conciencias. El doctor Falk había descubierto su existencia cuando la policía alemana occidental lo había utilizado para interrogar a los presuntos asesinos del financiero Dietrich Waldner. Comprar un ejemplar a su fabricante, la Standarten Optika, de Stuttgart, por medio de un laboratorio complaciente, había sido juego de niños. Había bastado con pagar el precio: el equivalente de doscientos cuarenta millones de nuestros céntimos.
—Y puedo anunciarle, coronel Gadafi —siguió diciendo el presidente—, que la primera reacción de Mr. Begin a sus demandas es altamente favorable. Por eso es de vital importancia que acceda usted a hablar con mi consejero Jack Eastman, para que yo pueda seguir mis negociaciones con Israel.
Uno de los técnicos árabes que manipulaban el detector libio dio un respingo. La línea verde que se deslizaba a través del osciloscopio se había roto en una serie de dientes de sierra al registrar el ordenador las palabras del presidente. El técnico pulsó un botón rojo que le puso en contacto con Gadafi.
—Ya sidi! ¡Miente!
El libio no dejó que se contrajese un solo músculo de su cara. Se quitó las gafas negras y se acercó a la cámara.
—Señor presidente, yo le tenía por un hombre honrado y sincero. Estaba equivocado. ¡Me ha mentido usted! Toda ulterior conversación sería inútil.
Se oyó un chasquido. La imagen y el sonido emitidos desde Trípoli quedaron cortados.
*
El técnico de las brigadas de investigación nuclear que había llegado el primero a la esquina de la calle 42 y la Quinta Avenida, observaba desde su furgoneta Avis roja la monumental escalera de la Biblioteca Municipal de Nueva York. El osciloscopio de su detector registraba una emisión constante de treinta y cuatro milirradios. Para su gran asombro ningún camión, ningún coche se había detenido delante del edificio. Entre los receptores de su vehículo y los dos enormes leones de granito que flanqueaban la escalinata, no había más que la multitud del mediodía, estudiantes que comían bocadillos sentados en los peldaños, dependientes y empleados de los inmuebles vecinos deambulando bajo un tímido sol y algunos moradores del barrio que paseaban sus perros.
El técnico se rascó la cabeza, sumido en el colmo de la perplejidad.
«¡Santo cielo! ¿De dónde pueden venir esas radiaciones?», se preguntaba.
Bill Booth llegó entonces en otra furgoneta. El jefe de los equipos Nest examinó la pantalla del osciloscopio y contempló la explanada. Parecía tan desconcertado como su técnico. El helicóptero confirmó de nuevo la existencia de una fuente de radiaciones en el lugar. Todo el sector estaba ahora lleno de coches disimulados de la policía y del FBI. Dos furgonetas Nest complementarias trajeron más refuerzos. Cada una de ellas corroboró enseguida las primeras observaciones.
Booth encendió un cigarrillo y escrutó minuciosamente el lugar. «¿Podía haberse introducido una bomba de una tonelada y media de peso en aquel edificio, antes de la llegada de la primera furgoneta? No, es imposible —se dijo—. ¡Los helicópteros no habrían podido captar las radiaciones a través de una masa como ésa!».
Esta comprobación le afligió cruelmente. «Sin duda hemos seguido a un tipo que venía de hacerse una radiografía de estómago y se ha apeado en la parada del autobús…».
Sin embargo, ordenó a cuatro de sus técnicos que le acompañasen para explorar los aledaños de la biblioteca con sus detectores portátiles. Se abrieron paso entre una horda de jóvenes que corrían en monopatines y con auriculares aplicados a los oídos para no perderse una nota del disco que marcaba el compás de sus acrobacias. Se cruzaron con dos negros altos y de cabellos africanos, con un buhonero que vendía utensilios de cocina y con un vendedor ambulante de refrescos. Avanzaron en arco de círculo para rastrillar toda la plaza. De pronto, alguien anunció:
—¡Esto viene de allá arriba!
Cuando se acercaban, la emisión de radiaciones se desplazó de golpe. Una anciana encorvada, envuelta en un abrigo negro remendado, acababa de levantarse y se alejaba a cortos pasitos.
Booth hizo una seña a sus hombres para que se apartasen. Precedido de un solo Fed, se acercó a la anciana. Dos grandes manchas rojas coloreaban sus mejillas descarnadas, torpe maquillaje de una belleza pasada. Al ver el gigante plantado delante de ella, con una placa de policía en la mano, sus dedos se crisparon sobre el asa de su bolso de plástico. Asustada y temblorosa, balbució:
—Le pido perdón, señor oficial, no sabía que esto estuviese prohibido. Estoy sin un céntimo. —Se llevó una mano nudosa a la frente, para recoger un mechón de cabellos bajo el pañuelo de algodón. Su mirada estaba llena de aflicción—. Los tiempos son duros, y yo… no pensé que hacía nada malo al recogerla para llevármela a casa. No sabía que perteneciesen al Estado. Se lo juro: no lo sabía.
Booth apartó al Fed y se inclinó cortésmente ante la pobre mujer.
—Discúlpeme, señora, pero ¿qué ha recogido usted?
Ella abrió tímidamente el bolso. Booth distinguió una cosa gris. Metió la mano y sacó el cuerpo todavía caliente de una paloma muerta. Una anilla con un estuche estaba prendida en una de sus patas.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Cuándo ha recogido esta paloma?
—Hace cinco minutos, un momento antes de llegar ustedes.
Bill Booth comprendió de pronto. Todo se explicaba ahora: las radiaciones que aparecían y se eclipsaban que iban de las calles a los tejados… ¡Palomas portadoras de pastillas radiactivas! Tendió el volátil a uno de sus técnicos.
—Meta esto en un contenedor de plomo. ¡Dios mío! ¡Tenemos que habérnoslas con gente diabólica!
*
Por tercera vez en cuatro horas, el Estado Mayor encargado de la búsqueda de la bomba se hallaba reunido alrededor de su jefe en el Puesto de Mando subterráneo de Foley Square.
—Harvey —preguntó Quentin Dewing al director del FBI neoyorquino—, ¿ha conseguido echarle mano a ese tipo de Boston que estuvo con Gadafi?
Hudson meneó la cabeza.
—No. Tenemos a cincuenta muchachos trabajando en esto. Pero una cosa es segura: los mozos que cargaron los barriles de diatomeas en el muelle de Brooklyn no han reconocido su foto.
—¡Hay que ampliar el círculo de las pesquisas! —rugió Dewing—. Pasar por el tamiz todos los cabarets y restaurantes árabes desde Boston hasta Filadelfia. Tengo la convicción de que este tipo es nuestra pista mejor.
Alguien carraspeó en el otro extremo de la mesa.
—¿Iba usted a decir algo, jefe? —gritó Dewing a Al Feldman.
El jefe de los inspectores se frotó la nariz.
—Si esas alhajas son tan listas como usted dice, un restaurante árabe sería el último lugar adonde irían. Elegirían más bien una pizzería o un puesto de hamburguesas.
—No hay que descuidar nada, jefe. A propósito, ¿han descubierto sus expertos algo interesante en el almacén de Queens donde fueron depositados los barriles?
Dewing había ordenado a los técnicos del laboratorio de la policía municipal que examinasen el almacén de Queens. En cuanto a la furgoneta Hertz, alquilada con los documentos robados, había sido confiada a un equipo especializado del Laboratorio Nacional de Criminología y que había venido de Washington en avión.
—El almacén de Queens pertenece a un agente de cambio y Bolsa retirado, de Long Island. Lo heredó de una hermana suya. Una mujer se lo alquiló en agosto pasado. Como le pagó un año de alquiler por adelantado, no le hizo muchas preguntas. Le hemos mostrado el retrato robot de la joven árabe que abandonó Hampshire House esta mañana, dibujado según las indicaciones del portero y de la camarera. Piensa que se trata de la misma persona.
Dewing manifestó su satisfacción.
—Hay que distribuir este retrato robot a todos sus muchachos que investigan en Brooklyn —ordenó a Hudson—. En cuanto al propio depósito, ¿han averiguado algo interesante?
—Según los vecinos, las personas que lo alquilaron no van allí muy a menudo. Sin embargo, hablamos con alguien que afirma haber visto entrar en él un camión Hertz la semana pasada.
—¿Qué sistema de alcantarillado hay en ese barrio? —preguntó el jefe de los equipos Nest.
Feldman contuvo sus ganas de reír. ¿Qué tenían que ver las alcantarillas con esto?
—El alcantarillado general de la ciudad, ¡pardiez!
—Encargaré a un equipo que lo inspeccione —anunció Bill Booth—. La orina y las heces fecales de las personas que están en contacto físico con un ingenio nuclear contienen casi siempre indicios de radiactividad. No es mucho, pero por poco que encontrásemos, tendríamos al menos una confirmación complementaria de que se trata realmente del barril que buscamos.
—¿Y la furgoneta, Harvey?
—Nuestros hombre acaban de poner manos a la obra. De momento, lo único que sabemos, es que el cuentakilómetros marcaba 410 cuando fue devuelta aquella misma tarde. Lo cual indica que la bomba puede encontrarse en cualquier lugar, dentro de un radio de 205 kilómetros. Pero esto no significa nada, pues es clásico de los malhechores dar vueltas y revueltas para despistar a la policía.
—Esto no nos dice gran cosa —se lamentó Dewing—. ¿Y la investigación sobre los documentos robados? —preguntó, volviéndose a Feldman.
—Se encontró al ratero y ahora se busca a la persona que le encargó el trabajo.
Dewing no pudo disimular su impaciencia.
—¿No hay manera de acelerar un poco las cosas por este lado?
—Hay que ser prudente, Mr. Dewing —replicó Feldman. Hay tipos que se cierran como ostras si no se les coge con pinzas. Y entonces la hemos cagado.
*
—Es allá arriba.
Pablo Torres, el ratero colombiano, señalaba con la cabeza el segundo piso del edificio de ladrillos, al otro lado de la calle. Estaba sentado en el asiento trasero del Chevrolet de Angelo Rocchia, con las manos esposadas y colocadas, en ademán protector, sobre el dolorido bajo vientre. Amalia, su cómplice, había sido ya encerrada en la comisaría 18.
Angelo examinó la casa La suciedad de las ventanas y una escalera de incendios impedían ver el interior.
—¿Cómo es por dentro?
El ratero se encogió de hombros.
—Una tienda. Una chica. Y Benny, el patrón.
«¡Lo típico! —pensó Angelo—. En Nueva York, los peristas se dan aires de almacenistas al por mayor. Con una secretaria en una jaula de cristal y todo el aparato. Compran de todo. Máquinas de fotografiar, televisores útiles eléctricos, alfombras, piezas arrancadas de los automóviles. Incluso los hay que alquilan pistolas. No es raro que tengan sesenta u ochenta en su almacén. Las alquilan a veinte pavos por una noche y un tanto por ciento sobre el botín».
Torció hacia la Sexta Avenida y buscó un sitio donde aparcar, fuera del campo visual del perista.
—Tú, hijito, acudirás con el colombiano un minuto después de haber entrado yo en la casa del perista. Échale tu abrigo sobre los hombros, para que las esposas no provoquen un tumulto.
El almacén del perista se distinguía por un rótulo sobre la puerta: «Brooklyn Trading», y el nombre del propietario: Benjamín Moscowitz. Como había previsto Angelo, una afable secretaria, que se limaba concienzudamente las uñas estaba instalada cerca de la entrada. Angelo comprendió, por su aire, que no debía de estar acostumbrada a recibir visitantes tan elegantemente vestidos.
—¿En qué puedo servirle? —se apresuró a decir ella, con voz ligeramente áspera.
El perista estaba en la habitación contigua, detrás de una mampara de cristales. Era un hombrecillo regordete, de unos sesenta años, y llevaba camisa a rayas, con el cuello desabrochado, corbata aflojada y un chaleco de pana verde. Usaba gafas, pero las había levantado sobre su calvo cráneo. Fumaba un cigarro.
—Debo verle a él —dijo Angelo.
Y antes de que la chica tuviese tiempo de hacer un ademán, el policía había entrado en el despacho del perista.
—¿Quién es usted? —chilló Benny Moscowitz, blandiendo el cigarro como una cachiporra.
Angelo sacó su placa de policía. El rostro del perista no delató la menor inquietud.
—¿Qué quiere de mi? —gruñó—. Soy un honrado comerciante. ¡La policía no tiene nada que hacer aquí!
Angelo observó lentamente al hombrecillo, dominándole con su corpulencia y con aquel aire despectivo que él llamaba aire del Padrino.
—Hay un amigo tuyo que quisiera saludarte —dijo, en tono condescendiente.
Se volvió hacia la puerta y, como esperaba, vio a Rand y a Torres. Les hizo señal de que entrasen.
—¿Quién es ese zarrapastroso? —rugió Benny, apuntando al ratero con su cigarro—. ¡No le he visto en mi vida!
El Padrino adoptó el tono de un juez de instrucción.
—Pablo Torres, ¿reconoce usted a Mr. Benjamin Moscowitz, aquí presente, y le identifica como la persona que le pidió que hurtase la cartera de un viajero en la estación de Flatbush, el viernes por la mañana, y al que trajo usted una tarjeta de crédito y documentos de identidad?
Esta jerga jurídica no tenía ningún valor legal, pero Angelo se había dado cuenta de que a menudo trastornaba a individuos como Moscowitz.
El ratero se balanceaba sobre sus pies.
Sí; es él.
—¡Esa mierda de hispánico no sabe lo que se dice! —vociferó Benny.
Se había levantado y escupía, gesticulando, el humo nauseabundo de su cigarro.
—¿Qué significa toda esta historia? ¿Un chantaje?
—Siéntate, Benny —le aconsejó tranquilamente Angelo—. Sólo deseo hablar contigo unos instantes.
Farfullando de cólera, el perista se instaló en su sillón. Angelo se sentó en una esquina de la mesa.
—Escucha Benny, sé por el colombiano que obtienes regularmente cincuenta tarjetas de crédito por semana. Pero estas tarjetas me importan un rábano. Sólo me interesa una: la que hiciste birlar el viernes pasado. Quiero saber por cuenta de quién encargaste este trabajo.
El perista adoptó un aire pasmado.
—En verdad que no sé lo que quiere decir.
Angelo observó a Moscowitz con mirada plácida, pero nada cándida.
—Torres vació el bolsillo del tipo a la llegada del tren de las nueve. Trajo los papeles aquí a las nueve y media. A las diez un hombre se servía de ellos para alquilar un camión a la agencia Hertz, de la Cuarta Avenida.
—¡Tiene usted mucha cara dura! —se indignó el perista, chupando furiosamente su cigarro—. Ya le he dicho que éste es un comercio honrado. Llevo libros. Toda clase de libros. Y pago mis impuestos. ¿Quiere consultar mis libros?
—Tus libros me los paso yo por el culo, Benny. Sólo quiero saber a quién revendiste aquella tarjeta. Es muy importante para mí, Benny. Muy, muy importante.
Aunque se advertía un matiz de amenaza en el tono de Angelo, el perista no se aturrulló.
—Yo no hago nada ilegal. Vendo artículos de ocasión; esto es todo. Toda mi mercancía es perfectamente legítima.
Mostró las estanterías llenas de máquinas fotográficas, de televisores, de relojes.
—¡Me importa un bledo todo lo que tienes ahí! —Ahora ya no había nada amistoso en la voz de Angelo—. Vuelvo a preguntarte, Benny: Torres te trajo el viernes por la mañana una tarjeta de crédito del American Express, ¿eh? Y la tarjeta salió enseguida de aquí. ¿A dónde fue a parar, Benny? ¿Adónde?
¡No tengo que ver nada con la poli!, se obstinó el hombre.
Angelo le lanzó una mirada furibunda y le arrancó el cigarro de un golpe seco.
—¡Chulo indecente! —le gritó, señalando el rótulo de «Cerrado para almorzar» colgado detrás de la puerta de entrada—. Si te niegas a colaborar, ¡ya lo creo que te haremos cerrar la tienda! ¡Y tu cartel seguirá colgado mucho tiempo!
El hombre rebulló en su asiento, pero permaneció inquebrantable.
—Sí, cerraremos tu cuchitril, Benny —repitió Angelo—, ¡y espero que tengas una buena póliza de seguro contra incendios! —Poco a poco, metódicamente, el policía golpeó el cigarro con el dedo para hacer caer la ceniza incandescente en el cesto de los papeles—. Aquí hay un gran peligro de incendio. Se marcha el dueño, y se prende fuego. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Benny había palidecido intensamente.
—¡Hatajo de bandidos! No haríais una cosa así…
—No haríamos, ¿qué? —ladró Angelo, dejando caer otras cenizas sobre los papeles, que empezaban a oler a chamusquina—. ¡Menudos fuegos artificiales saldrían de tu maldita tienda!
—Presentaré una denuncia —rugió el perista, levantándose de un salto—. Una denuncia por chantaje y por amenazas de incendiar mi almacén.
Angelo soltó una carcajada. Recordaba la promesa que le había hecho en voz baja su jefe Al Feldman hacía unas horas: «Te protegeremos, hagas lo qué hagas, Angelo».
—¿Sabes qué puedes hacer con tu denuncia, Benny? ¡Metértela en el culo!
El perista pestañeó. Estaba cada vez más intrigado. Le habían detenido ya seis veces, pero siempre le habían soltado rápidamente. Hoy no era lo mismo; se sentía acorralado como nunca.
—Okey —dijo, con resignación—. No tengo mucho efectivo en mi casa, pero podremos ponernos de acuerdo.
Angelo aplastó furiosamente el cigarrillo sobre la mesa de Moscowitz. Su rostro había enrojecido.
—¡No quiero esa clase de acuerdo, Benny! —dijo con voz glacial—. Me tienen sin cuidado tus combinaciones. No quiero saber cómo revendes las tarjetas de crédito robadas. Por enésima vez, Benny sólo quiero saber una cosa: ¿a quién largaste esa tarjeta del American Express?
Moscowitz sacó otro cigarrillo del bolsillo de su camisa y lo encendió. El sabor del tabaco le hizo recuperar sus fuerzas. Descolgó el teléfono. La mano de Angelo cayó sobre la suya.
—¡Tengo derecho a llamar a mi abogado! —protestó el perista.
—Desde luego —convino Angelo, retirando la mano—. Claro que sí. ¡Llama a tu abogado! Y, señalando el cigarro y el cesto de los papeles, que empezaba a echar humo, añadió: Confío en que tu abogado será también bombero…
Angelo observó a su presa. En todo interrogatorio hay un momento crítico en que un hombre empieza a tambalearse por efecto de un último golpe hábilmente propinado. O bien, por el contrario, súbitamente aterrorizado por las consecuencias de una traición, se encierra de pronto en el silencio, prefiriendo la cárcel al riesgo de las represalias. El inspector se inclinó sobre Moscowitz, con una expresión de simpatía tan calurosa, que Rand pensó que iba a estrecharlo entre sus brazos. Su voz se había hecho zalamera.
—Entiéndeme bien, Benny, lo único que necesito saber es a quien vendiste esa tarjeta. Me contestas, nos largamos y no volverás a vernos.
El perista chupó nerviosamente su cigarro. Mantuvo la cabeza gacha durante un largo momento y, después, la levantó bruscamente y fijó su mirada en el inspector.
—¡A la mierda! —escupió—. ¡Enciérreme si quiere! No tengo nada que decirle.
Entonces se oyó la voz pausada de Rand.
—¿Por qué no dejas que tenga una breve conversación con ese caballero, antes de que nos lo llevemos? —dijo a Angelo.
El policía neoyorquino se volvió con irritación al joven Fed. Le invadía un sentimiento de impotencia, de humillación, de rabia por haber fracasado en su presencia.
—Claro que sí, hijito —dijo, sin tratar de ocultar su mal humor—. ¡Habla con ese alcahuete, dile todo lo que quieras!
Se levantó, crujiéndole las rodillas, y salió pesadamente al antedespacho, donde se hallaba la secretaria.
—Y, de paso —añadió—, procura venderle una póliza de seguro de incendios suplementaria.
—Mr. Moscowitz —dijo el Fed, en cuanto se hubo cerrado la puerta detrás de su compañero de equipo—, ¿verdad que es usted de religión judía?
Miraba la estrella de David de oro que pendía del cuello del perista. Moscowitz le observó, completamente pasmado. «¿Quién es ese tipo?, se preguntó intrigado. ¿Un predicador, un profe, un chiflado, o qué?». Apuntó a Rand con el mentón.
—Sí, soy judío. ¿Y qué?
—Supongo que le interesan la seguridad y el bienestar del Estado de Israel, ¿no?
Moscowitz se levantó de un salto como un muñeco mecánico.
—¿A que viene eso, pollo? ¿Acaso vendes bonos del Tesoro de Israel?
—Mr. Moscowitz —respondió pausadamente Rand acercándose al perista—, lo que voy a confiarle, bajo promesa de absoluto secreto, es infinitamente más importante para Israel que la venta de algunos bonos del Tesoro.
Angelo les observaba a través de la puerta cristalera. Moscowitz pareció al principio escéptico, después perplejo; y, por último, profundamente interesado. De pronto aplastó su cigarro, se precipitó fuera del despacho, pasó en tromba por delante de Angelo y se detuvo ante la ventana que daba a la calle. Apoyando el dedo índice en el cristal, gritó:
—Fue un maldito árabe quien se llevó la tarjeta. —Había pronunciado la palabra «árabe» con asco—. Siempre anda por ahí, ¡por el bar de la esquina!
*
«¡Vaya! —se dijo el general Henri Bertrand—. ¡Nuestro cardenal se ha transformado en Sacha Guitry disponiéndose a cenar en Maxim’s!». Por segunda vez en aquel día se hallaba en el salón-museo de Paul Henri de Serre, el ingeniero nuclear que había supervisado la construcción y la puesta en marcha del reactor atómico vendido por Francia a Libia. El ingeniero llevaba esta noche una chaqueta de terciopelo granate, con corbata de lazo y babuchas de terciopelo negro con bordados de oro.
—No puede imaginarse cuánto lamento el haberle hecho esperar.
La acogida de De Serre parecía tanto más calurosa cuanto que Bertrand había interrumpido la cena que ofrecía a unos amigos. Abrió una lujosa caja de caoba para cigarros y la ofreció a su visitante.
—Tome un Château-Lafite; son excelentes.
El ingeniero sacó seguidamente una botella de coñac Napoleón añejo del mueble bar, y escanció el licor en dos copas especiales. Después de ofrecer una a Bertrand, se dejó caer sobre los mullidos cojines de una poltrona.
—Dígame, querido señor, ¿ha progresado su investigación desde esta tarde?
Bertrand olió el coñac. ¡Maravilloso! Tenía los párpados medio cerrados, y una expresión de profundo bienestar se pintaba en su semblante.
—Por desgracia, muy poco. Sin embargo, hay un detalle del que quisiera hablarle. Acabo de enterarme de que los libios se vieron obligados a parar su reactor con bastante rapidez después de su puesta en marcha, para retirar unas barras de uranio defectuosas.
—¡Ah, sí!… —De Serre con aire distraído, seguía con la mirada las volutas del humo de su cigarro—. Un vulgar incidente casual como los que suelen producirse en todas las instalaciones atómicas… Sin embargo, fue bastante fastidioso, dado que el uranio en cuestión era de origen francés. Supongo que sabrá usted que la mayor parte del uranio que se quema en las centrales nucleares procede de Norteamérica.
—Me extraña que no mencionase este hecho la primera vez que hablamos.
—Se trata, querido señor, de cuestiones técnicas tan complejas, que estaba muy lejos de pensar que pudiesen interesarle —explicó De Serre, sin inmutarse.
—Comprendo —dijo Bertrand, soltando una bocanada del humo de su cigarro.
La conversación prosiguió durante unos quince minutos, de un modo tan evasivo que el director del SDECE se limitó, en suma, a interrogar al ingeniero sobre la fiabilidad de las técnicas de inspección de la agencia de Viena. Por último, apuró su copa y se levantó para despedirse.
—Le pido perdón por haber abusado de su tiempo, pero estas cuestiones…
La frase de Bertrand se extinguió en un balbuceo deliberado. Al dirigirse a la puerta, el hombre se detuvo ante la cabeza romana que había admirado unas horas antes.
—¡Soberbia pieza! —exclamó, de nuevo, extasiado—. ¡Estoy convencido de que en el Louvre hay pocas que se le parezcan!
—¡Desde luego! —De Serre no disimuló su orgullo—. No he visto allí nada que se le pueda comparar.
—Debió de costarle mucho obtener de los libios el permiso de exportación de esta maravilla.
—En efecto. ¡Tropecé con dificultades inimaginables!
Pero acabó por convencerles.
—A fuerza de terquedad, ¡después de muchas semanas de discusiones!
—¡Le felicito de todo corazón!
El general llegó a la puerta. Con la mano en el tirador, se detuvo, vaciló un momento y, después, giró sobre sí mismo.
—Es usted un mentiroso, monsieur De Serre.
El ingeniero palideció.
—Los libios no le autorizaron a llevarse esta estatua, por la sencilla razón de que, desde hace cinco años, ¡establecieron el embargo total sobre todas las antigüedades de su patrimonio nacional!
Paul Henri de Serre se tambaleó y se dejó caer en un sillón. Su cara, de ordinario rubicunda, se había puesto repentinamente lívida, y le temblaban las manos.
—¡Eso es absurdo! —protestó, jadeando—. ¡Es insensato!
Bertrand le dominaba con su alta estatura, hubiérase dicho un Torquemada condenando a un hereje al fuego eterno.
—Vengo del Quai. He hablado con nuestros amigos en Trípoli. Y he tenido ocasión de enterarme de sus desdichas en la India. Me ha estado mintiendo desde que crucé esa puerta. Me ha mentido sobre el funcionamiento del reactor y sobre la manera en que burlaron los libios los controles de la agencia de Viena.
El general se dejaba llevar por su instinto, descargando golpes de ciego. Se inclinó y agarró de un brazo al ingeniero.
—¡Basta de embustes! ¡Ahora va a decirme todo lo que pasó allá abajo! No dentro de una hora. ¡Inmediatamente!
El general apretó la mano, hasta que el ingeniero lanzó un gemido.
—Si no lo hace, le aseguro que sus babuchas doradas se arrastrarán sobre el cemento de una celda de Fresnes. ¿Qué le parecería una estancia en la cárcel?
La palabra «cárcel» provocó un destello de pánico en los ojos del ingeniero.
—En Fresnes, amigo mío no sirven cigarros Davidoff, ni coñac Napoleón después de la comida, y las únicas piezas de colección que se pueden contemplar allí son las cabezas patibularias de los pobres diablos como usted.
Bertrand sintió que el personaje estaba a punto de derrumbarse. «Aplástalo —le gritó la voz de la experiencia—, aplástalo enseguida, antes de que tenga tiempo de recobrar sus ánimos». Y la propia voz le dijo dónde tenía que golpear a su aturdido adversario, cómo debía acabar con él.
—Pensaba usted jubilarse dentro de unos meses, ¿no? Y me imagino que se preocupa de conservar su espléndido tren de vida. Lo sé porque me he pasado la tarde revisando sus cuentas bancarias. ¡Comprendida la que incrementa regularmente en el Banco Cosmos de Ginebra!
Paul Henri de Serre se estremeció.
—Va usted a colaborar, monsieur De Serre. Si no, me veré obligado a meter las narices en sus negocios, hasta el último céntimo.
Aflojó su presa. Su tono se suavizó.
—Monsieur De Serre, el motivo de mi presencia en su casa es tan grave, que puedo hacerle una promesa. Si me ayuda usted a resolver mi problema, me comprometo a hacer desaparecer de su expediente todo lo que pueda mancillar su honor, incluida su pequeña aventura india. Aunque para ello tuviese que interceder en su favor ante el presidente de la República.
El rostro de De Serre se había puesto ahora gris. «¡Dios mío —pensó Bertrand—, a este truhán le va a dar un ataque cardíaco!». En realidad, el ingeniero dejó caer su copa de coñac, se llevó la mano a la boca y vomitó hasta la primera papilla sobre la chaqueta de terciopelo y el pantalón de smoking. Encogido, apoyada la cabeza en las rodillas, estalló en sollozos.
—Yo no quería hacerlo —gimió—. ¡Ellos me obligaron!
Bertrand recogió la copa, se dirigió al mueble bar y la llenó de Fernet Branca, el verdoso licor que resucita los estómagos mareados. Inútil seguir haciendo de gran inquisidor: había ganado la partida… De Serre bebió un trago de Fernet Branca, que le reanimó un poco.
—Así, pues, lo obligaron —dijo Bertrand, con la voz tranquilizadora de un médico de familia en la cabecera de un amigo enfermo—. Esto puede ser una circunstancia eximente. Cuéntemelo todo. Empiece por el principio.
—¡Yo no quería! —hipó de nuevo De Serre—. Tenía la costumbre de ir todos los fines de semana a Leptis Magna. A veces se podía descubrir algo allí, en particular después de un vendaval, debido a los derrumbamientos. Me había hecho bastante amigo de uno de los guardias libios. Por unos cuantos dinares, me indicaba dónde podía encontrar un fragmento de estatua, un pedazo de friso, unas monedas. Un día me invitó a tomar el té en su barraca. Me mostró esa cabeza. —El ingeniero la contempló con el dolor de un viejo enamorado a quien va a abandonar la elegida de su corazón—. Me la ofreció por diez mil dinares.
—Una cantidad irrisoria, diría yo, por una pieza como ésa.
—Cierto. Vale millones. Dos semanas después, fui a pasar las fiestas de Pentecostés en París. Los libios no habían abierto nunca mis maletas. Entonces decidí llevarme la cabeza.
—Y en el aeropuerto, ¡los aduaneros se arrojaron sobre su maleta!
—Sí.
—Está claro que le tendieron una trampa. ¿Y después?
—Me metieron en la cárcel: un agujero negro, sin ventanas. Ni siquiera podía estar de pie. No había cama ni una silla, ni sumidero: nada.
«¡Pobre diablo! —pensó Bertrand—. Conocía esa clase de lugares. No era extraño que casi se hubiese desmayado cuando le había hablado de la cárcel». El ingeniero asió el brazo del general.
—Estaba lleno de ratas. Corrían sobre mi cuerpo. Me daban un tazón de arroz al día. Y tenía que apresurarme a tragarlo antes de que las ratas saltasen dentro de la taza. —De Serre hipaba cada vez más—. Enfermé de disentería. Durante tres días permanecí echado sobre mis excrementos, pidiendo socorro a gritos. Por fin vinieron. Me dijeron que había vulnerado las leyes de protección de las antigüedades nacionales. No me dejaron llamar al cónsul. Me dijeron que permanecería un año en aquella prisión, a menos que…
—¿A menos que les ayudase a sacar el plutonio del reactor?
De Serre asintió con la cabeza.
Bertrand se levantó para volver a llenar la copa de Fernet Branca.
—Después de todo lo que tuvo que sufrir, ¿quién podría reprochárselo? —dijo, ofreciéndole la copa—. ¿Cómo lo hizo?
De Serre bebió un trago y se esforzó en recobrar la calma.
—Fue relativamente fácil. La avería más frecuente en un reactor de agua ligera se debe a una anomalía en la carga de combustible. Por ejemplo, una fisura en la vaina de uno de los barrotes que contienen las pastillas de uranio. Los residuos radiactivos que se acumulan en estas vainas a medida que se quema el uranio se escapan por las fisuras, pasan al agua de refrigeración del reactor y la contaminan. Simulamos que había pasado esto.
—Pero —objetó Bertrand, recordando las explicaciones de su asesor científico—, ¡esos reactores son máquinas muy perfeccionadas! ¡Poseen una enorme cantidad de dispositivos de seguridad! ¿Cómo pudieron organizar una comedia semejante?
De Serre sacudió la cabeza como para expulsar los recuerdos de la pesadilla que había vivido.
—Los reactores son en efecto, obras maestras de perfección. Están equipados con innumerables sistemas de seguridad sin duda inviolables. El punto vulnerable está en los pequeños accesorios.
De Serre hizo una pausa.
—Mire usted: yo tenía un buen amigo que conducía coches de carreras. Un día le acompañé al Grand Prix de Mónaco. Entonces corría él en un Ferrari, y el Commendatore le había confiado un nuevo prototipo de doce cilindros, soberbio. Valía millones. El coche sufrió una avería al pasar por primera vez ante el Hotel de París. No a causa de una deficiencia del magnífico motor del señor Ferrari, sino de una junta de caucho de dos francos que no había resistido el golpe.
»En el caso de nuestro reactor, empleamos el instrumento que mide la radiactividad en cada uno de los tres compartimientos de combustible. Como todos los instrumentos de esta clase, funciona gracias a un reostato que parte de cero. Con una simple modificación del reglaje de este aparato, conseguimos que indicase la presencia de radiactividad, siendo así que en realidad no había ninguna. Tomamos una muestra del líquido de refrigeración y la enviamos al laboratorio para su análisis. El laboratorio en cuestión era dirigido por libios y nos dio la respuesta deseada.
—¿Y qué hicieron después con los inspectores de Viena?
—Escribimos a la Agencia Internacional de Energía Atómica diciendo que teníamos que parar el reactor para retirar una carga de uranio defectuosa. Por correo, desde luego, para ganar unos días. Tal como habíamos previsto, enviaron un equipo de inspectores para supervisar las operaciones de sustitución del uranio «defectuoso».
—¿Cómo les convencieron de que había realmente algo anormal en las barras de uranio?
—No tuvimos que hacerlo. Nos bastó con exhibir los documentos de informática que atestiguaban que nuestros contadores habían detectado vestigios de radiactividad. Y los presuntos resultados de los análisis del laboratorio libio. De todas maneras, el uranio que se sacó de allí era tan radiactivo, que nadie se habría atrevido a examinarlo de cerca.
—¿Y les creyeron?
—Lo único que les extrañó fue que las tres cargas de uranio se revelasen defectuosas al mismo tiempo. Pero, como todo el uranio era de la misma procedencia, la cosa podía parecer verosímil. Digamos que estaba en el límite de lo verosímil.
—¿Y cómo se las arreglaron para extraer el uranio del depósito donde lo habían dejado al salir del reactor? Las cámaras de los inspectores de Viena colocadas en el fondo del depósito, ¿no tienen precisamente por misión comprobar cada quince minutos que el uranio sigue en su sitio?
—Los libios se encargaron de resolver este problema. Las cámaras que utiliza la agencia de Viena son Psychrotonics fabricadas en Austria. Hicieron comprar media docena por uno de sus intermediarios. Cada aparato tiene dos objetivos, un gran angular y un 50 mm normal, que son regulados para que se disparen a intervalos regulares. En el depósito hay varios puntos de amarre fijos para estas cámaras. Los libios habían hecho auscultar las de la agencia de Viena, valiéndose de estetoscopios sumamente sensibles, hasta conocer el ritmo exacto de sus tomas de vistas. Con sus propios aparatos habían filmado ya, exactamente desde el mismo sitio, la escena que habían de tomar las cámaras de la agencia. Habían hecho ampliaciones de tamaño natural de los clisés, y las colocaron en el depósito, delante de los objetivos de las cámaras de la agencia, de manera que, en realidad, lo único que hicieron estas cámaras fue filmar una foto. Gracias a este truco, pudieron llevarse tranquilamente sus barras de uranio.
Bertrand pensó de nuevo en las explicaciones de su asesor científico.
—Pero ¿cómo consiguieron engañar a los inspectores, cuando éstos volvieron para asegurarse de que las barras de uranio seguían en su sitio en el depósito?
—¡Esto no ofrecía la menor dificultad! Cuando los libios se llevaron del depósito las barras de uranio verdaderas, llenas de plutonio, las sustituyeron por barras falsas, tratadas con cobalto 60. El cobalto 60 da el mismo fulgor azulado (el efecto Gzermikon) que el uranio que se ha quemado en un reactor. Daba las mismas indicaciones en los contadores de detección colocados por los inspectores de Viena.
La astucia de los técnicos libios causó admiración al general Bertrand. «¿Por qué —se dijo—, estamos siempre a punto de denigrarlos, de convencernos de que son incapaces de igualarnos, simplemente porque son árabes, o negros o lo que fueren?».
—¿Y cómo pudieron extraer el plutonio contenido en el uranio?
Ya no había hostilidad en la voz del general; más bien un sentimiento de compasión por el hombre destrozado que tenía delante.
—No tuve que intervenir personalmente en ello. Sólo vi una vez el lugar donde hacían el trabajo. Era una instalación agrícola cerca del mar, a unos veinte kilómetros del reactor. Se habían procurado en Estados Unidos los planos de una pequeña fábrica de extracción de plutonio. Una sociedad norteamericana, la Phillips Petroleum, vendía esta clase de información en los años sesenta. Comprendía explicaciones muy detalladas de la cadena de operaciones químicas adecuadas, y diseños de los diferentes aparatos necesarios para extraer el plutonio.
—¿Y pudieron hacerse con todo el material que les era necesario?
—Supieron arreglarse —respondió De Serre, levantando los brazos—. Compraron a los pakistaníes una de las tres cizallas hidráulicas que sirven para cortar las barras de uranio y que Francia había entregado a Islamabad. Es un material muy especializado, que sólo se fabrica en Estados Unidos y en Francia.
Por primera vez, Bertrand vio que una tímida sonrisa iluminaba el pálido rostro del ingeniero.
—¿No es curioso pensar que esa cizalla, que constituye uno de los principales secretos de toda la tecnología nuclear pueda fabricarse en una pequeña cerrajería de la región parisiense? ¡Pero volvamos a los libios! Le decía que supieron arreglarse. En realidad, abreviaron los procedimientos. Descuidaron ciertas precauciones fundamentales de seguridad. Pero lo cierto es que todo lo indispensable para la construcción de una fábrica semejante puede hoy en día obtenerse en el mercado mundial. No hay nada tan raro que uno no pueda procurárselo. Sobre todo cuando se cuenta, como Gadafi, ¡con los miles de millones del petróleo!
—¿No se trata de operaciones sumamente peligrosas?
Bertrand recordaba la advertencia de su joven consejero, aquella misma mañana, a propósito del peligro de irradiación. De Serre pareció de pronto incomodado por el mal olor de su ropa.
—¡Dios mío! Tengo que cambiarme… —gruñó—. Escuche: todos eran voluntarios. Palestinos. No quisiera tener que suscribir una póliza de seguros sobre sus vidas. Dentro de cinco años, de diez años… —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero tuvieron su plutonio.
—¿Cuántas bombas son capaces de fabricar?
—Me dijeron que llegaban a extraer dos kilos de plutonio al día. Lo bastante para hacer dos bombas por semana. Esto era en junio pasado. En total, y considerando un margen de error, diría que pudieron extraer lo suficiente para fabricar unas cuarenta bombas.
Bertrand lanzó un pequeño silbido que hizo caer la ceniza del cigarro sobre su chaqueta.
—¿Podría reconocer a algunos de los químicos en fotografía?
—Quizá. El hombre con quien estaba yo en contacto no era libio, sino palestino. Un tipo bastante fuerte, con bigote. Hablaba francés a la perfección. Nunca me dijo su nombre.
—Bueno, vaya usted a cambiarse de ropa, Monsieur De Serre. Saldremos juntos.
El ingeniero dirigió una desesperada mirada al director del SDECE.
—¿Significa eso que estoy…?
—De momento, le confieso que su suerte personal es lo que menos me preocupa. Tenemos que resolver un problema, ¡y cuento con usted para ayudarnos!
El ingeniero se levantó y se dirigió a la puerta.
—Voy a arreglarme.
Bertrand le cerró el paso.
—Dadas las circunstancias, ¡no se ofenderá si le acompaño!
*
En las crisis internacionales llega un momento en que el hombre responsable del destino de un país siente la necesidad de apartarse de su círculo oficial para aislarse con un íntimo amigo, con un confidente. En las horas sombrías que siguieron a Pearl Harbor, Franklin D. Roosevelt se había vuelto a la frágil silueta de Harry Hopkins. La voz que Jack Kennedy había escuchado durante la crisis de los misiles de Cuba había sido la de su hermano Robert. Después del fracaso de su última conversación con Gadafi, el presidente acababa de aislarse con Jack Eastman. Paseaba lentamente por la galería con columnas que unía el ala Oeste de la Casa Blanca con su residencia. El sol de la tarde era tibio, y la nieve se fundía en el borde de la cornisa en un encaje de gotitas. En el extremo de la galería, un agente del servicio de protección montaba discretamente guardia. El presidente guardaba silencio.
—Jack —dijo al fin—, tengo la impresión de haber sido atacado por un virus misterioso y de ser refractario a todos los remedios milagrosos que recetan los médicos.
Se volvió hacia el fondo del parque y contempló el enorme árbol de Navidad que había de inaugurar oficialmente dos horas más tarde, como demostración tradicional de consuelo y de esperanza, como afirmación de la permanencia de ciertos valores que él encarnaba a los ojos de sus compatriotas, tanto en los días dichosos como en los días difíciles. Pero la esperanza, pensó, podía faltar esta vez a la cita. Apoyó una mano en el hombro de Eastman.
—Y ahora, Jack, ¿qué camino hemos de tomar?
Eastman esperaba la pregunta.
—Desde luego, no el que lleva Gadafi. Se vería usted obligado a arrastrarse a sus pies. A pesar de lo que afirman los psiquiatras, no creo que se le pueda convencer de que renuncie a su propósito. Después de haberle oído, no me hago ilusiones.
—Yo tampoco.
El presidente se frotó nerviosamente la cabeza.
—Nos queda Begin.
—Begin, ¡o que los sabuesos encuentren esa maldita bomba!
Los dos hombres reanudaron su paseo.
—Hay que ofrecer a Begin un pacto sólido que le garantice las fronteras israelíes del 67, a cambio de su retirada de Cisjordania. Y hacer que los rusos intervengan en el tratado. ¡Me parece la única solución razonable para salir de este atolladero!
El presidente observó la reacción de su consejero.
—Quizás. —Eastman tenía la cabeza gacha—. Pero, en el presente estado de cosas, me parece improbable que Begin acepte. A menos que esté usted dispuesto a ponerle la pistola en el pecho. ¿Recuerda lo que dijo a uno de nuestros generales ayer noche? ¿Está usted resuelto a no andarse con chiquitas, a expulsar a los colonos por la fuerza, si hace falta? ¿O, al menos, a amenazar con hacerlo?
El presidente pareció perplejo. Esta eventualidad no era muy agradable. Pero lo era mucho menos la perspectiva de ver desaparecer Nueva York bajo una explosión nuclear.
—No tengo alternativa Jack. Es preciso que me agarre a Begin. Bueno, ¡volvamos allá!
Joseph Holborn, el director del FBI, esperaba que regresasen los dos hombres.
—Acabo de hablar por teléfono con Nueva York —dijo. La bomba está allí. Han descubierto señales de radiactividad en un almacén de Queens, donde se supone que estuvo oculta unas horas el viernes pasado.
*
Otro personaje se había eclipsado de la sala del Consejo Nacional de Seguridad. El secretario de Energía, Delbert Crandell, corría por un pasillo del sótano del ala Oeste de la Casa Blanca, en busca de una cabina telefónica. En cuanto encontró una, marcó febrilmente un número. El timbre sonó largo rato, hasta que respondió una voz de mujer.
—¿Qué te ha pasado? —gimió Cindy Garret, con voz pastosa—. Te he esperado hasta las cinco de la mañana y he acabado por tragarme dos somníferos.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Crandell, presuroso—. Ahora tengo que pedirte algo muy urgente.
Cindy se había cubierto el pecho con la sabana bordada, encendido un cigarrillo y apoyado el auricular en la almohada. Esta rubia de veintitrés años y nariz respingona procedía de un pueblo de Alabama, el cual había abandonado cuando la dejó embarazada el ayudante del sheriff local. Llegada a Washington, había encontrado un empleo de recepcionista en la secretaría del diputado de su Estado. Su conquista de la capital había estado a punto de fracasar cuando el diputado en cuestión la había visto desnuda en un número de Playboy. Despedida de su empleo, Cindy se había salvado gracias a un encuentro providencial con el rico texano Delbert Crandell, que la había instalado en una lujosa bombonera de Washington, a pocas calles de su casa. Iban a pasar todos los fines de semana en Nueva York, donde Crandell poseía un soberbio apartamento.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó, con su dulzón acento del Sur.
—Que tomes el coche y te largues enseguida a Nueva York. Ve al apartamento y…
—No puedo ir ahora a Nueva York —gruñó ella—. Tengo concertada una depilación para dentro de una hora.
—¡Al diablo tu depilación! —rugió Crandell—. ¡Vas a hacer lo que te digo! ¡Y sin perder momento! ¿Ves el cuadro de encima de la chimenea?
—¿Ése que brilla tanto como si se hubiesen meado encima de él?
—El mismo.
Eso que «brillaba tanto» era un Jackson Pollock valorado, por los aseguradores, en trescientos cincuenta mil dólares.
—¿Y el de la izquierda del televisor?
—¿El del ojo en medio de la cara?
—Sí. —Se trataba de un Picasso—. Descuélgalos los dos así como el de la mujer del dormitorio, delante de la cama, —Crandell no consideró necesario identificar mejor su Modigliani—, y tráelos aquí. ¡A toda prisa!
Crandell oyó un concierto de protestas en el otro extremo de la línea.
—¡Cierra el pico y sal inmediatamente!
Colgó enseguida para marcar otro número. Esta vez quería hablar con su agente inmobiliario de la empresa Douglas Ellman, de Nueva York.
Unos minutos más tarde, con aire aliviado, volvía a su sitio entre sus colegas del Consejo Nacional de Seguridad.
*
La exigüidad del despacho del alcalde de Nueva York ofrecía un curioso contraste con la inmensidad de la ciudad que administraba. Muchas secretarias disponían de más espacio en los silos de cristal de Manhattan. Sentado a su mesa de palisandro, Abe Stern contemplaba el retrato de su ilustre predecesor Fiorello Laguardia, tratando de ahogar la rabia que bullía en su interior. Lo mismo que el presidente, se esforzaba en cumplir los deberes de su cargo como en tiempo normal. Su último esfuerzo en este sentido había consistido en recibir al enjambre zumbador de periodistas acreditados en el Ayuntamiento y tratar de explicarles la logística del barrido de la nieve en las calles de Nueva York. Tan pronto como salió el último reportero, hizo entrar al visitante que estaba esperando. Era el director del presupuesto municipal.
—¿Qué quiere usted? —había gritado al tímido funcionario.
—El jefe de policía desea movilizar todas las fuerzas de policía para no sé qué asunto urgente, señor.
—¡Bueno! ¡Que las movilice!
—Esto significa —protestó el director del presupuesto—, que habrá que pagar horas extraordinarias.
—¿Y bien? ¡Que se paguen!
Stern se halla en el colmo de la exasperación.
—¡Jesús! ¿Se da cuenta su señoría del golpe que esto significa para nuestras finanzas?
—¡Me importa un bledo! Por el amor de Dios, ¡dele al jefe de policía lo que pide!
—Muy bien, muy bien —balbució el director del presupuesto, abriendo su cartera de documentos—, pero en este caso, tendrá que firmarme la autorización.
Stern arrancó la hoja de papel de manos del funcionario y garabateó su firma, mientras sacudía la cabeza con aire consternado. «¡El último varón sobre la Tierra será, sin duda, un burócrata!», pensó.
Diez minutos más tarde, el viejo edil subía a un helicóptero con el experto de Washington Jeremy Oglethorpe, a fin de efectuar un reconocimiento aéreo de las vías de evacuación de Nueva York. El jefe de policía, Bannion, y el teniente Walsh habían tomado asiento en la banqueta de atrás. En cuanto los rotores impulsaron la burbuja de plexiglás a través del cielo, Stern sintió palpitar su viejo corazón; su ciudad se apoderó de él. Nueva York estaba allí, a sus pies; Babel centelleante bajo el sol, soberbia, vibrante, agresiva con sus torres vertiginosas surgiendo como tótems, sus aceras convertidas en hormigueros multicolores, sus cañones rectilíneos con oleadas de taxis amarillos, su ballet acuático de embarcaciones danzando alrededor de Manhattan en sus estelas de espuma. Su ciudad, su familia, su gente de la que casi percibía el rumor. «¡No es posible, no, no es posible que todo eso desaparezca de golpe!». La voz del experto de Washington le arrancó de su sueño de horror.
—El metro planteará un grave problema —declaró Oglethorpe—, a menos que encontremos la manera de evacuar a la gente sin decirles la razón.
—¿Sin decirles la razón? —se desgañitó Stern—. ¿Ha perdido usted el juicio? En esta ciudad no se puede hacer nada sin dar explicaciones a la gente. ¿Sabe lo que pasa aquí? Si quiere movilizar el metro, habrá que avisar, ante todo, al jefe del sindicato de conductores, y decirle que sus hombres tendrán que hacer horas extraordinarias. «Una urgencia», le diremos. «¿Qué urgencia?», preguntará él. Y después, nos dirá: «Esperen; tengo que avisar a mi colega del sindicato de empleados municipales». Y éste querrá avisar a su colega del sindicato de bomberos. Y así sucesivamente. ¡Nueva York es así, Mr. Oglethorpe!
Deslizándose entre las cimas de Wall Street, el helicóptero llegó sobre la punta de Manhattan.
—Entonces, la única solución es la evacuación por carretera —declaró Oglethorpe mirando a los niños que se lanzaban bolas de nieve en Battery Park. Señaló hacia abajo con el dedo—. Pero aquí, en este rincón de la ciudad, tropezaremos con grandes dificultades. Los túneles del bajo Manhattan sólo tienen dos carriles. Con un máximo de setecientos cincuenta vehículos por hora y por carril, y cinco pasajeros por vehículo, esto significa que sólo podrían salir siete mil quinientas personas por hora.
Oglethorpe suspiró, visiblemente abrumado por la enormidad del problema.
—Y, sólo aquí, ¡hay que trasladar a un millón de personas! La policía tendrá que tomar medidas draconianas para impedir el pánico. Quiero decir, señor alcalde, que sus policías tendrán que estar dispuestos a disparar contra los que traten de colarse en las filas de espera.
—En este caso —dijo secamente el teniente Walsh— ¡puede usted contar con que habrá que liquidar a nueve habitantes de cada diez!
El helicóptero había dado la vuelta y remontaba el Hudson, a lo largo del centro de Manhattan.
—Afortunadamente, aquí será más fácil —prosiguió Oglethorpe, animándose de pronto—. Tenemos los seis carriles del túnel de Lincoln, los nueve del puente de Washington y los doce de las dos autopistas que se dirigen al Norte. Esto representa más de cien mil personas por hora.
La voz del experto había enronquecido a causa del esfuerzo por hacerse oír en el ruido de los rotores. Y, sin embargo, no cejaba, esclavo de sus números, de sus estadísticas de todos los años pasados allá abajo, en Washington, buscando en los mapas y los ordenadores las soluciones de un problema imposible.
Abe Stern había dejado de escucharle. «Ese tipo divaga», pensaba. Se volvió al jefe de policía, esperando descubrir en su semblante un destello de esperanza. Pero sólo vio en las facciones de su viejo amigo un reflejo de su propio desaliento.
—Es imposible evacuar esta ciudad, ¿verdad Michael?
—Imposible, Abe.
Bannion contempló el gigantesco apiñamiento de edificios en la estrecha franja de tierra rodeada de agua.
—Hace treinta o cuarenta años, quizás habría podido hacerse. ¿Quién sabe? Sin duda la gente habría mostrado entonces bastante disciplina. Pero ahora…
Meneó tristemente la cabeza, al recordar los viejos tiempos.
—Hoy no hay manera de conseguirlo. Hemos cambiado demasiado.
Oglethorpe, incansable, seguía recitando las medidas que iba a tomar para organizar el acceso a los túneles y a los puentes.
—¡Cállese! —acabó por gritar Abe Stern—. Todo este asunto es pura locura. No perdamos el tiempo. Es imposible evacuar esta ciudad. Voy a decírselo al presidente. ¡Estamos cogidos en una trampa!
Se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro del piloto.
—Dé media vuelta. ¡Volvemos a casa!
El helicóptero describió una curva cerrada. El panorama de Manhattan basculó entonces hacia el cielo. «Una visión simbólica —pensó Stern—, del mundo patas arriba en que nos hallamos prisioneros».