«¡Cuán equivocados están los que calumnian a los policías!», pensaba el importador Gerald Putman. Él no se había tomado siquiera el trabajo de denunciar a la policía la desaparición de su cartera, convencido, como cualquier ciudadano en situación parecida, de que su denuncia no motivaría la intervención de quienes tenían cosas más importantes en que ocuparse. Y, sin embargo, hete aquí que se hallaban reunidos en su despacho un inspector de graduación visiblemente elevada, un agente del FBI y el jefe de la Brigada de Rateros, todos ellos deseosos de descubrir lo que había sido de su cartera.
—Muy bien, Mr. Putman —declaró Angelo Rocchia—, pero resumamos por última vez. Usted pasó toda la mañana del viernes aquí, en su despacho. Después, a eso de las…
—Doce y media.
El policía consultó el trozo de periódico que había empleado para tomar notas.
—Exacto. Así, pues, a las doce y media se dirigió usted al mercado del pescado de Fulton Street, para almorzar en casa de Luigi. Aproximadamente a las dos de la tarde, metió la mano en su bolsillo para sacar la cartera y pagar la cuenta con su tarjeta del American Express. Entonces descubrió que su cartera había desaparecido. ¿Es así?
—Así es.
—Entonces regresó aquí, donde guarda los números de todas sus tarjetas de crédito, y pidió a su secretaria que llamase a las diferentes entidades para anunciarles la pérdida.
—También esto es exacto, inspector.
—¿Y no se tomó la molestia de denunciar el hecho en la Comisaría más próxima?
Putman sonrió, confuso.
—Lo siento, inspector; pero me dije que, con todo el trabajo que tienen ustedes, un incidente tan nimio no tendría…
Angelo miró a su interlocutor con insistencia. Era un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura y complexión atlética, cabellos negros rizados y tez mate mediterránea.
—Tratemos ahora de reconstruir todo lo que hizo usted en la mañana del viernes —dijo al inspector neoyorquino—. Ante todo, ¿dónde suele llevar su cartera?
—Aquí —dijo Putman, golpeando el bolsillo derecho de atrás de su pantalón de franela gris.
—Supongo que aquel día llevaría chaqueta y gabán —terció Tommy Malone, el jefe de la Brigada de Rateros.
—Desde luego. Puedo mostrárselos.
Abrió un armario y sacó una chaqueta gris de tweed a espigas y un abrigo del mismo color y con cuello de piel. El policía examinó las dos prendas y pasó los dedos por las aberturas de la espalda.
—Sin duda es muy práctico para los rateros —declaró Malone, sonriendo.
Guiado por Angelo, el importador contó lo que había hecho en la mañana del viernes 11 de diciembre. Había salido de su casa de Oyster Bay, Long Island, un poco antes de las ocho. Como de costumbre, su esposa le había llevado a la estación. Él había comprado The Wall Street Journal y esperado apenas dos minutos, en el andén, el paso del tren de las 8.07. Se había sentado al lado de su amigo y compañero de squash, Grant Ottley, que era uno de los directores de IBM. Se había apeado en la terminal de Flatbush Avenue, en Brooklyn, y terminado a pie el trayecto hasta su oficina. No recordaba nada anormal ni extraño, ya fuese en el tren, en la estación o durante su paseo. Nadie había tropezado con él ni le había empujado, y no se había producido ningún movimiento insólito a su alrededor. Nada que hubiese podido llamar su atención.
—Parece que nos enfrentamos con un verdadero trabajo de artista —comentó Malone, con admiración.
—Así parece —suspiró Angelo, perplejo.
Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo.
—Mr. Putman, vamos a mostrarle algunas fotografías. Tómese todo el tiempo que crea necesario. Examínelas cuidadosamente y díganos si cree haber visto una de estas caras en alguna parte.
Si es verdad que los viajes forman la juventud, los jóvenes de ambos sexos cuyas fotos colocó el jefe de la Brigada de Rateros sobre la mesa del importador, debían corresponder a una élite cultural bastante notable. En efecto, pocos trotamundos podían alardear de un mayor conocimiento de las capitales del mundo. Ninguna gran concentración internacional, ya se tratase de los Juegos Olímpicos de Montreal, de Lake Placid o de Moscú, o de la elección del Papa en el Vaticano, del jubileo de la reina Isabel en Londres o de la Copa del Mundo de Fútbol en Buenos Aires, podía celebrarse sin su presencia. Dejando aparte estos acontecimientos espectaculares, sus terrenos predilectos eran los hipódromos, los grandes almacenes, las estaciones, las iglesias y, en general todos los lugares particularmente frecuentados. En efecto, todos aquellos jóvenes detestaban la soledad. Representaban la flor y nata de la comunidad mundial de los rateros.
Casi todos los individuos de cabellos negros y tez mate cuyas instantáneas pasaban por las manos de Gerald Putman eran de origen colombiano. Así como el país vasco exporta pastores, y Amberes, talladores de diamantes, este país de América Latina exporta café, esmeraldas, cocaína… y rateros. En las míseras calles de Bogotá, capital de Colombia, funcionaban numerosas escuelas de rateros. Hijos de campesinos pobres eran vendidos a los propietarios de estas escuelas, para aprender en ellas el oficio. En la Plaza de Bolívar o en la avenida de Santander ciertos especialistas les enseñaban todos los trucos de su arte: cómo cortar un bolsillo con una navaja, cómo abrir un bolso, cómo desprender un reloj de una muñeca. La prueba final consistía en sustraer varios objetos de un maniquí lleno de campanillas.
Terminada la instrucción, eran agrupados en equipos de dos o tres —el buen ratero no trabaja nunca solo—, y enviados a recorrer el mundo acaudalado de los capitalistas, cuyos bolsillos les rendían más de un millón de dólares al año.
Putman había examinado unas cincuenta fotografías cuando se detuvo ante el retrato de una hermosa morena de busto provocativo bajo un jersey ajustado.
—¡Creo que a ésa la he visto en alguna parte! Me parece que es una chica a la que estuve a punto de hacer caer el otro día, al pie de la escalera de la estación… Sí, sí… Sin duda es ella. Ahora me acuerdo. Estaba leyendo un prospecto sin dejar de andar, cuando choqué de lleno con ella. ¡Lamentable! Tuvo que agarrarse a mí para no caer.
—Mr. Putman —dijo Angelo—, ¿por casualidad ocurrió eso el viernes?
El importador cerró los ojos para reflexionar.
—Creo que sí.
Angelo tomó de nuevo la fotografía y examinó, a su vez, la linda cara de la joven y su opulento pecho, como desafiando al fotógrafo de la policía oculto entre la multitud de viajeros.
—Usted no chocó con esa chica, Mr. Putman; ¡fue ella quien se le echó encima! A los rateros les gusta mucho trabajar con muchachas tetonas. Éstas se pegan a la víctima, mientras su cómplice le vacía los bolsillos. ¡Es un truco clásico!
Angelo observó un ligero rubor en las mejillas del importador.
—No se preocupe, Mr. Putman. Uno pierde siempre un poco los estribos cuando tropieza con una joven pechugona. Incluso los hombres de Oyster Bay, como usted.
*
El alcalde de Nueva York seguía con gran irritación los movimientos del especialista en protección civil que había venido de Washington en su mismo avión. Jeremy Oglethorpe corría de un rincón a otro del despacho del jefe de policía para colgar sus diagramas, sus cuadros y sus planos, con el dinamismo de un agente de publicidad que iniciase una campaña de propaganda de un nuevo dentífrico. «Incluso tenía la desfachatez —observó Stern— ¡de tararear en sus narices la marcha triunfal de “Aída”!».
Ambos habían aterrizado en helicóptero, pocos momentos antes, sobre el tejado de la jefatura de policía.
—¡Perfecto! —exclamó Oglethorpe, echando una ojeada satisfecha a su material—. Puedo empezar mi exposición.
El jefe de policía se volvió a uno de sus colaboradores.
—Digan a Walsh que suba —ordenó el jefe de policía.
Timothy Walsh, de origen irlandés, de treinta y siete años, un metro ochenta y seis de estatura, ojillos maliciosos en su cara de boxeador, era el funcionario que dirigía el Servicio de Protección Civil de la policía neoyorquina. Activo y ambicioso, había sido retirado de la Sección de Información para resucitar este moribundo servicio. Y lo había conseguido. Todas las catástrofes capaces de afectar a Nueva York eran de su competencia. En particular las que más atraían a los medios de comunicación: marejadas, tifones, temporales de nieve, averías gigantes de la electricidad, todas las calamidades que podían tejerle una corona en la jefatura de policía, hinchar su presupuesto y aumentar sus equipos. Paradójicamente, las cuestiones de evacuación y de defensa pasiva en caso de ataque nuclear ocupaban el último peldaño en la escala de sus preocupaciones. Porque… según explicaba, la gente no quiere saber. Cuando se le muestra este espantajo, responde: «¡Basta! ¡No me vengan ahora con sus bombas rusas! ¡Hay treinta centímetros de nieve delante de la puerta de mi garaje!». Una frase no carente de cinismo resumía su filosofía sobre el tema: «Nunca pierdo ocasión de ir a Washington a arrodillarme en el altar de los horrores nucleares, pero en realidad lo hago a fin de obtener dinero federal para las cuestiones que importan realmente a los neoyorquinos, como la compra de grupos electrógenos en previsión del próximo apagón».
Walsh entró silbando entre dientes. Pero su desenvoltura cesó de pronto al ver a tantos jefazos reunidos. El jefe se le echó literalmente encima.
—Walsh, ¿tenemos un plan de evacuación de Nueva York?
El funcionario se quedó aturdido. ¿A qué venía la súbita pregunta? ¿Qué sucedía?
—En realidad, el plan existía. Incluso tenía un título rimbombante: Plan operacional de supervivencia para la zona amenazada de Nueva York. Volumen I. Plan básico. Redactado en 1972, tenía 202 páginas y era generalmente considerado como nulo y sin valor. El propio Walsh no lo había leído nunca. Y, que él supiera, tampoco lo había hecho nadie de su servicio.
—Señor jefe de policía, la última vez que consideramos un problema de evacuación fue en diciembre de 1977. La sociedad Consolidated Edison quería hacer transportar gas licuado en barco, por el East River, hasta su depósito de Berrian Island. Nos preguntaron si estábamos en condiciones de evacuar los barrios del East Side, en caso de producirse alguna fuga de gas o algún accidente.
—¿Y bien?
—¡Se llegó a la conclusión de que era absolutamente imposible!
El jefe de policía frunció el ceño.
—Bueno, siéntese, Walsh, y escuche lo que tiene que decirnos el especialista de Washington.
Lleno de curiosidad, el oficial de policía acomodó su corpachón en el canapé azul del jefe. Observó cómo se situaba Oglethorpe delante de sus planos. Le pareció reconocer vagamente la cabeza que se agitaba encima del cuello con corbata de lazo blanca y negra.
Oglethorpe asió un puntero.
—Afortunadamente, el problema de la evacuación de Nueva York es uno de los que hemos estudiado con mayor cuidado —empezó diciendo, con sorprendente optimismo—. Es inútil decirles que se trata de una empresa colosal. El plazo mínimo que hemos logrado en nuestros simuladores para vaciar la ciudad es de tres días.
—¡Tres días! —gimió Abe Stern—. ¡Y ese maldito árabe no nos da siquiera treinta horas!
—Situemos el problema —siguió diciendo Oglethorpe—. Manhattan es una isla muy alargada y debemos considerar también la evacuación de numerosos sectores vecinos, fatalmente situados en la zona de peligro.
—¿A cuántas personas afectaría esto? —preguntó Abe Stern.
—¡A once millones!
El alcalde emitió un gruñido de desesperación. El teniente Walsh observó al viejo con simpatía. En cuanto a su curiosidad, había quedado satisfecha. «¡Jesús! —se dijo—. ¡Sólo una amenaza de explosión atómica puede justificar que se quiera evacuar a once millones de personas!».
—La primera medida a tomar —prosiguió amablemente el experto de Washington—, será cerrar todas las vías de acceso a la ciudad e implantar en ellas la dirección única hacia el exterior. Lo malo es que sólo el veintiuno por ciento de los habitantes de Manhattan tiene coche. —Oglethorpe se hallaba ahora en su elemento, repartiendo estadísticas, cifras y datos—. Lo cual quiere decir que el ochenta por ciento de la población deberá huir por otros medios. Habrá que requisar los autobuses y echar mano a todos los camiones. Por fortuna, se podrá emplear el metro. Habrá que utilizar todos sus vehículos hacerlos circular por las vías rápidas y ordenar a los maquinistas que pongan toda la carne en el asador. Habrá que enviar el máximo en dirección al Bronx. Que la gente vaya hasta la terminal, y siga después a pie.
—¿Se imagina usted cómo van a gozarla los ladrones? —interrumpió el jefe de policía, recordando las escenas de pillaje que habían acompañado el gran apagón de 1977.
—Ciertamente, no faltarán ladrones —reconoció Oglethorpe—. Pero si hay individuos dispuestos a correr el riesgo de hacerse desintegrar por un televisor en color, como si Manhattan tuviese que seguir allí el miércoles por la mañana, ¡qué importa!
—¿Y dónde va a evacuar esos millones de personas? —preguntó Abe Stern—. No puede dejarlas tiradas en la calle con un frío polar.
Ninguna pregunta podía pillar desprevenido a Oglethorpe. Hinchó el pecho y se ajustó la corbata de lazo.
—Señor alcalde, la evacuación de las poblaciones en caso de urgencia se funda en el concepto de zonas llamadas de riesgo y de zonas llamadas de asilo. Todo el problema consiste en sacar el mayor número posible de personas de las zonas de riesgo superpobladas y llevarlas a las zonas de asilo poco pobladas. Dado el brevísimo plazo de que disponemos, pediremos a las zonas periféricas que acojan a los refugiados.
«¡Maravilloso! —pensó, boquiabierto, el teniente Walsh—. ¿Te imaginas la cara que pondrá el jefe de policía de Scarsdale cuando le digan: “Jefe, le envían medio millón de nuestros mejores negros de Harlem a pasar el fin de semana”?».
—¿Y los viejos, los inválidos, los que no pueden valerse? —apremió el alcalde.
Oglethorpe encogió tristemente los hombros.
—Habrá que decirles que bajen al sótano y se encomienden a Dios.
*
Oglethorpe lo había previsto todo en un monumental estudio de 195 páginas. Todo estaba allí maravillosamente descrito, analizado, clasificado. Resultaba que había 3.800.000 viviendas en la zona de peligro nuclear, ocupadas, por término medio, por tres personas; que, en cada sector postal de Manhattan, había una media de 40.000 habitantes, 19.400 viviendas y 4.300 automóviles; que se podrían utilizar 310 diez aviones comerciales de 200 plazas que despegando de ocho aeródromos y a razón de 71 vuelos por hora durante tres días, permitirían evacuar por vía aérea 511.200 habitantes. Vagones, locomotoras, maquinistas, todo lo referente a las seis redes ferroviarias que servían a Nueva York, había sido calculado. Todas las cadencias de tráfico imaginables habían sido simuladas por ordenador, para llegar a una rotación de convoyes que permitiese una evacuación masiva de 80.000 habitantes por hora. El inventario de los transportes marítimos había sido objeto de una atención no menos minuciosa. Transbordadores, remolcadores barcazas, plataformas, dragas y golondrinas del puerto, eran también otros tantos medios de evacuación. Por último, Oglethorpe se había pasado semanas trazando en los mapas de carreteras los itinerarios más rápidos para que la población pudiese escapar al holocausto. Sí, todo había sido pensado con implacable rigor: incluso el hecho de que había en Manhattan 250.000 habitantes capaces de rebelarse si no podían llevarse sus perros, gatos, canarios y peces rojos; y que medio millón de neoyorquinos no tenían maleta. Pero el plan estaba calculado para tres días: tres días de evacuación metódica ordenada, no de loca carrera hacia los puentes, cómo la que hoy imponía la urgencia del caso.
Oglethorpe sacudió la cabeza, como para borrar la visión de pesadilla que turbaba de pronto su meticulosa mente.
—Desde luego, las carreteras y el metro deberán constituir nuestros principales medios de evacuación —siguió diciendo—. Habrá que mantener a toda costa un tráfico regular del alud de automóviles que abandonen la ciudad. Esto puede conseguirse de varias maneras. Una de ellas es escalonar las salidas por orden alfabético, previa difusión de las correspondientes instrucciones por radio y televisión. Por ejemplo: los vehículos pertenecientes a los vecinos cuyos apellidos empiecen con la letra A emprenderán la marcha inmediatamente. Otra sería a base de los números pares o impares de matrícula. Y otra según los distritos postales. Eligiendo en primer lugar los barrios más amenazados del centro de Manhattan.
—Señor experto —le interrumpió el jefe de policía—, olvida usted que esta ciudad es una isla. Habrá coches que tendrán averías, que se calentarán, que se quedarán sin gasolina, y bloquearán las carreteras, los túneles, los puentes. ¿Recuerda las atroces fotografías del éxodo de 1940 en las carreteras de Francia?
Cada vez más abrumado, Timothy Walsh cruzaba y descruzaba las piernas. «Estoy soñando —se decía—. ¡Todos esos planos, y gráficos, y previsiones!». Observó, compasivo, al alcalde y al jefe de policía. ¡Tenían un aire tan patéticamente absorto! Como si esperasen, en el fondo de sus corazones, que el bello discurso pudiese materializarse de alguna forma. Se decidió a intervenir:
—Escuche, señor experto; no estoy seguro de que sepa usted muy bien cómo se desarrollan las cosas en esta ciudad de Nueva York. ¿Pretende hacer usted una evacuación por orden alfabético? ¿Decir a Mr. Abott que suba a su coche y se largue el primero? ¿Se imagina que Mr. Rodríguez se quedará sentado en Brooklyn, mirando cómo se salva Mr. Abott? Yo le diré lo que hará Mr. Rodríguez: se plantará en la esquina, con su pistolita de los sábados por la noche, y dirá a Mr. Abott que se apee de su cacharro y continúe su camino a pie. Y será él quien saldrá pitando en su lugar.
Oglethorpe protestó, indignado:
—¡La policía estará allí para impedir esta clase de incidentes!
—¿La policía? ¡Está de broma! ¿Qué le hace pensar que los polis obedecerán? Puede estar seguro de que la mitad de ellos correrán hacia la esquina más cercana, empuñando su P 38. Como Mr. Rodríguez. Para detener al primer cacharro que pase y largarse también hacia los montes. —Walsh sacudió sus anchos hombros—. Su hermoso plan podría dar resultado si se tratase de una tropa de soldados bien instruidos. ¡Pero aquí tendrá que habérsela con una horda de paisanos aterrorizados!
—¡Calma, Walsh! —le atajó el jefe de policía, el cual sabía que su teniente tenía razón.
—¿Cómo piensa avisar a la población? —preguntó el alcalde, rebullendo en su asiento.
El teniente Walsh cazó la pregunta al vuelo.
—Yo puedo decirle, señor alcalde, cómo NO PODRÁ avisar a la población. ¡No podrá avisarla con sus sirenas municipales! ¡Dejaron de funcionar!
Walsh aludía a la red de setecientas sirenas instaladas en Nueva York en los años cincuenta por el gobernador Rockefeller, en los tiempos de la guerra fría. La mayor parte de ellas acababan hoy de enmohecerse sobre un tejado olvidado. Incluso había habido una que había estado a punto de aplastar a una transeúnte en Herald Square, al caer en el vacío.
—Emplearemos la radio y la televisión —respondió Oglethorpe, sin inmutarse—, para mantener un contacto directo y permanente con la población. Todos nuestros mensajes deberán ser lo más concretos posible. La gente debe tener la impresión de que ejecutamos un plan metódico, de que nada se ha dejado al azar, de que nos ocuparemos de ella cuando llegue a su destino, de que se han empleado todos los medios para evitar el pánico.
Se volvió a uno de sus cuadros. El titulo rezaba en grandes caracteres: «DEBEN LLEVARSE».
—Podemos mostrar este cuadro en la televisión a fin de que la gente sepa lo que debe llevar consigo.
Walsh fijó en la tabla sus ojillos redondos como canicas: «Calcetines de recambio, un termo de agua potable, un abrelatas, velas cerillas, una radio de transistores, un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, una caja de Tampax, un rollo de papel higiénico, un tubo de aspirinas, la tarjeta de la Seguridad Social». Oglethorpe volvió la tabla. Había una segunda lista al dorso, bajo el título de «NO DEBEN LLEVARSE». Se reducía a tres artículos: armas de fuego, estupefacientes y alcohol.
«¡Ese experto es genial! —pensó, asombrado, Timothy Walsh—. ¡Ha seleccionado precisamente las tres cosas sin las cuales ningún habitante de esta ciudad pensaría en largarse en caso de peligro!».
Oglethorpe hinchó de nuevo el pecho.
—Es cuestión de organización. Lo más importante es que dominemos el asunto. Quisiera proceder inmediatamente a un reconocimiento en helicóptero de las vías de salida. Después me gustaría ir al Bronx para visitar la dirección del metro de Jay Street.
«¡Santo Dios! —pensó Walsh, sobresaltado. Jay Street está en Brooklyn. Ese tipo quiere salvar Nueva York, ¡y ni siquiera conoce la diferencia entre Brooklyn y el Bronx!».
—¡Un momento, por favor! —farfulló Abe Stern—. Me parece que han olvidado ustedes un elemento esencial. Esta ciudad posee uno de los mejores sistemas de refugios antiaéreos del mundo. ¿Qué esperamos para servirnos de ellos?
Oglethorpe exultó: como viejo experto en protección civil, no necesitaba que le recalcasen el interés de los refugios neoyorquinos, que habían sido preparados también en los años cincuenta. El cuerpo de ingenieros del Ejército de Estados Unidos y el Departamento Municipal de Obras Públicas habían inventariado dieciséis mil bodegas y locales subterráneos, capaces de albergar a seis millones y medio de habitantes. El presupuesto municipal y la ayuda federal habían gastado millones de dólares para proveer a estos refugios de víveres y material para la supervivencia de sus ocupantes durante catorce días: bombones vitaminados y galletas proteinadas, en un envoltorio encerado especial, a razón de doce galletas por persona tres veces al día, que proporcionaban la ración mínima de supervivencia de 750 calorías; botiquines de urgencia; penicilina; agua potable, cuyos recipientes podían transformarse en W. C. químicos; papel y toallas higiénicos. E incluso contadores Geiger en miniatura, a fin de que los supervivientes pudiesen, trepando a la superficie, medir el grado de radiactividad de las ruinas acumuladas sobre sus cabezas.
—Desde luego, señor —se pavoneó Oglethorpe—, esos refugios constituyen un elemento capital de mi programa. En particular, para las personas que no tengan posibilidad de huir. Bastará con decirles que se metan de cabeza en ellos. Quisiera proceder urgentemente a una rápida inspección de alguno de esos locales, en compañía del teniente Walsh, a fin de apreciar su capacidad de albergue.
—¡Adelante, pues! —dijo el alcalde—. ¡Con tal de que esté de vuelta a las tres y media, con un plan de evacuación que pueda realizarse inmediatamente!
Oglethorpe y Walsh salieron a toda prisa. Entonces, el jefe de policía Bannion se volvió al alcalde. Hacía veinte años que eran amigos.
—¿Qué piensas de todo esto, Abe? —le preguntó.
—Si quieres que te diga la verdad, Michael he dejado de pensar… Más bien trato de rezar. Pero me doy cuenta de que sirvo poco para esto.
*
En París, eran poco menos de las cinco de la tarde del lunes 14 de diciembre, cuando el general Henri Bertrand, director del SDECE, volvió a su despacho después de su entrevista con Paul Henri de Serre, el ingeniero que había dirigido la construcción del reactor nuclear vendido por Francia a Libia. Sobre su mesa había cuatro estuches enviados por la DST. Contenían los expedientes relativos a todos los franceses que habían participado en el proyecto atómico libio, así como las transcripciones de escuchas de todas las conversaciones telefónicas que habían sostenido con Francia.
Estas transcripciones sólo representaban una ínfima parte de la cosecha recogida diariamente por el laboratorio de telecomunicaciones de la DST. El tal laboratorio estaba instalado en lo alto del Cuartel General de la Rue des Saussaies, detrás del Ministerio del Interior. En salas herméticas, donde no entraba un solo grano de polvo, los técnicos manipulaban toda una serie de aparatos ultrasensibles, capaces de registrar las emisiones y las comunicaciones telefónicas internacionales que tenían por origen o por destino el territorio francés. La cosecha era almacenada en un ordenador y, después, «triada» electrónicamente, según una gama de claves que permitían el aprovechamiento instantáneo de los datos recogidos.
Bertrand empezaba a examinar aquellos documentos cuando sonó su teléfono. Era Patrick Cornedeau, su consejero científico.
—Jefe —dijo éste—, hace una hora que han llegado los informes de inspección de la agencia de Viena. Acabo de estudiarlos. Tendría que verle a usted inmediatamente.
Cornedeau llegó al cabo de unos minutos, trayendo un grueso fajo de papeles con membrete de las Naciones Unidas. Bertrand no ocultó su sorpresa:
—¡Dios mío! ¿Ha tenido que tragarse todo eso?
—Así es —respondió el joven ingeniero, frotándose el cráneo—. Y estoy perplejo.
—Perfecto —aprobó el general—. En nuestro oficio, ¡prefiero la perplejidad a la certidumbre!
Cornedeau dejó el fajo de papeles sobre la mesa y empezó a hojearlos.
—El 7 de mayo último, los libios advirtieron a la Agencia de inspección atómica de Viena que habían descubierto vestigios de radiactividad en el sistema de refrigeración de su reactor. Declararon que habían llegado a la conclusión de que había un defecto en la carga de uranio que servía de combustible al reactor, y que debían pararlo para proceder a la sustitución de los contenedores defectuosos. La agencia de Viena envió inmediatamente inspectores: un japonés, un sueco y un nigeriano. Todos ellos buena gente… Asistieron a la operación de extracción de las barras de uranio y a su traslado al depósito de enfriamiento. Ellos mismos colocaron en el depósito las cámaras de control de que le hablé esta mañana. Desde entonces, realizaron dos inspecciones.
—¿Con qué resultado?
—Todo está conforme.
—Entonces —se asombró el general—, ¡no veo el motivo de su inquietud!
—El problema es que… —Cornedeau se levantó y se acercó a la hoja de papel que seguía fijada en la pared—… el plutonio, como la mayor parte de los elementos, existe en forma de diferentes isótopos, diríamos como variaciones sobre el mismo tema. Para construir una bomba se necesita plutonio 239 muy, muy puro. Plutonio de calidad llamada militar. Ahora bien, el plutonio que se obtiene a base del uranio quemado en un reactor como el de los libios contiene normalmente un porcentaje muy elevado de otro isótopo: plutonio 240. También pueden fabricarse bombas con plutonio 240, pero es un trabajo sumamente delicado.
—Todo esto es muy interesante —se impacientó Bertrand—, pero sigo sin ver qué le preocupa.
—¡El tiempo, mi general! Cuanto menos tiempo permanece el uranio en un reactor, más plutonio 239 produce.
El general jugueteó con su corbata. Su semblante de ordinario colorado, adquirió un tinte gris.
—¿Y qué cantidad de plutonio puede producir el uranio que sacaron de su reactor?
—Esto es precisamente lo que me inquieta. —Cornedeau volvió a su tabla, para comprobar los cálculos que ya había hecho mentalmente—. Para obtener plutonio ideal, un 97 por ciento puro, de calidad ultramilitar, a base del uranio de ese tipo de reactor, seria necesario que el uranio hubiese permanecido solamente veintisiete días en el reactor.
Se volvió a Bertrand.
—Y éste, jefe, es precisamente el tiempo exacto al término del cual… ¡sacaron los libios el uranio de su reactor!
*
La iniciativa de esta reunión en el puesto de mando subterráneo de Nueva York se debía a Quentin Dewing. El director del FBI había decidido cambiar impresiones cada noventa minutos con todos los responsables de las investigaciones. Concedió la palabra al Fed encargado de averiguar qué árabes habían llegado a la región de Nueva York en el curso de los últimos seis meses.
—Washington y el aeropuerto Kennedy nos han dado todos los nombres que poseen —declaró el Fed—. Están ya en la memoria del ordenador de al lado. —Fueron 18.372. La enormidad de la cifra causó el efecto de una onda expansiva en los presentes. Tengo dos mil muchachos que les siguen la pista. Han encontrado ya a 2.102. A aquéllos a quienes no podemos encontrar inmediatamente, pero que parecen estar en regla, les colocamos en la categoría azul en el ordenador. Los que parecen sospechosos forman la categoría verde. Los casos evidentes de infiltración pasan a la categoría roja.
—¿Cuántos de esos «rojos» tienes? —preguntó Dewing.
—De momento, dos.
—¿Y qué hacen ustedes?
—Dedicamos cincuenta agentes a las categorías verde y roja. A medida que se realizan las comprobaciones, ponemos otros agentes a trabajar en los casos dudosos.
Dewing aprobó con un movimiento de cabeza.
—¿Y usted, Henry?
La pregunta iba dirigida al Fed encargado de dirigir la investigación en los muelles.
—Avanzamos un poco más deprisa de lo que esperábamos Mr. Dewing. El Servicio de Información de los Lloyds de Londres y la Maritime Association de Broad Street nos comunicaron la lista de todos los barcos que buscamos, la fecha de su arribada y los amarraderos que utilizaron. Son 2.116, aproximadamente la mitad de los buques que atracaron en Nueva York en los seis últimos meses. Nuestros equipos han comprobado ya casi ochocientos manifiestos y averiguado el destino de las mercancías de casi la mitad de los barcos.
—Perfecto. ¿Y usted, señor Booth? —preguntó Dewing al director de las brigadas Nest de busca de explosivos—. ¿Qué tiene que decirnos?
Booth se levantó de su sillón y se dirigió al plano de Manhattan fijado en la pared.
—Todos nuestros equipos están actuando desde hace ya dos horas. Tengo doscientas furgonetas y cinco helicópteros que escudriñan la parte baja de Manhattan. —Pasó la mano sobre la punta de la isla—. Desde Canal Street hasta Battery Park.
—¿No han descubierto aún nada sospechoso? —preguntó Dewing, con impaciencia.
—Claro que si. Pues lo malo de nuestro material es que no detecta sólo las bombas nucleares. Detecta TODAS las radiaciones. Hasta ahora encontramos una anciana que colecciona despertadores Big Ben con esferas de radio; el depósito de abonos que surte a la mitad de los jardines públicos de Nueva York y dos tipos que salían del hospital llevando barita en la panza, después de una radiografía de estómago. ¡Pero nada de bombas!
Quentin Dewing se volvió entonces a Harvey Hudson, director del FBI neoyorquino.
—Tengo dos informaciones, Quentin —declaró el último—. Una de ellas acaba de llegar de Boston y parece bastante prometedora. Se trata de uno de los tipos que estuvieron en los campamentos de instrucción de Gadafi. He aquí su ficha y su foto.
Hizo circular una hoja impresa en multicopista:
«SINHO, Mahmud. Nacido en Haifa el 19 de julio de 1946. Inmigrado a Estados Unidos en 1972 dentro del cupo especial de la ley sobre refugiados. Instalado en casa de unos parientes, en el 19 de Summer Drive, Quincy (Massachussets). Nacionalizado norteamericano, Primer Juzgado de distrito Nueva York, en octubre de 1967. Matriculado en la Universidad de Boston, Facultad de gestión administrativa, 1966-1970. Fichado por el FBI de Boston como militante en la OLP y recaudador de fondos, 1972. Según la CIA, entró en Libia en febrero de 1976. El corresponsal local confirma la presencia de Sinho en el campamento de instrucción de fedayines palestinos de Misratah (Libia), en abril de 1976. Colocado bajo vigilancia del FBI de Boston a su regreso a Estados Unidos, en septiembre de 1976. Por haber abandonado el sospechoso toda actividad política pro palestina, se interrumpió la vigilancia el 23 de mayo de 1977, según mandamiento nº 9342-77 de la Cámara de Incriminación. Antecedentes penales: ninguno. No se le conocen relaciones con delincuentes. Ultima dirección: cuarenta y nueve Horace Road, Belmont, Mass».
—Ese tipo desapareció de su domicilio ayer por la mañana, alrededor de las diez, y no se le ha vuelto a ver —declaró Hudson—. La compañía telefónica acaba de realizar una comprobación de su línea. Resulta que recibió una llamada desde una cabina telefónica de Atlantic Avenue Brooklyn, dos horas antes de su precipitada partida. Circula en un Chevrolet verde con matricula de Massachussets, número 792 K 83.
—¡Es nuestra mejor pista desde que empezó la investigación! —exclamó Dewing, con entusiasmo—. ¿Y la otra información?
—Uno de nuestros confidentes, un alcahuete negro relacionado con el Frente de Liberación Puertorriqueño, nos dio el soplo de que un pequeño traficante de drogas al que conoce, llevó medicamentos el sábado a una cliente árabe en Hampshire House. La joven abandonó el hotel esta mañana, después de indicar un punto de destino falso. —Hudson consultó su libreta de notas—. Hubo que apretarle las clavijas al traficante en cuestión para que se decidiera a hablar. Parece que fue la chica quien le llamó. Un intercambio de servicios entre palestinos y puertorriqueños. Ella conocía el santo y seña. Le pidió los medicamentos porque no quería solicitar una receta a un médico. Lo malo es que el tipo jura por todos sus dioses que ni siquiera la vio de refilón. Dejó los medicamentos en recepción, cosa que, por lo demás, acaba de confirmarse en el hotel.
Hudson hizo una mueca y se metió la libreta en el bolsillo. Luego, prosiguió:
—Hemos pedido al Departamento de Estado que nos facilite los datos que figuren en la solicitud de visado de esa mujer y, sobre todo, su fotografía. Pero el estúpido cónsul en Beirut ha enviado la foto por el avión de la Pan Am, porque nuestra Embajada no dispone allí de transmisiones por télex. A ese cretino no se le ocurrió siquiera dirigirse a la Associated Press o a cualquiera otra agencia.
—Podríamos ordenar que el avión volviese a Beirut —sugirió Dewing.
—Lo desviaremos hacia Roma. Será más rápido.
—¿Cuál era el medicamento?
—Tagamet. Es para las úlceras de estómago.
—Este es, pues, nuestro único indicio, hasta que llegue la maldita foto —concluyó Dewing—. ¡Buscamos un árabe con una úlcera!
Se volvió a Feldman.
—Y usted, jefe, ¿qué noticias tiene?
El jefe de inspectores adoptó un aire afligido.
—Por desgracia poca cosa. Uno de los inspectores que trabajan en los muelles me llamó para decirme que había descubierto el rastro de un cargamento de barriles procedentes de Libia y que, por lo visto, fueron recogidos por un tipo que utilizaba documentos robados. Pero el peso de esos barriles era muy inferior al calculado para el objeto que buscamos. De todos modos, he enviado un equipo a casa del consignatario de esa mercancía. ¡Nunca se sabe!
—Bueno, jefe —respondió Dewing, visiblemente irritado por el hecho de que un simple inspector neoyorquino tuviese la audacia de saltarse la dirección del FBI—, ténganos al corriente.
Dewing acababa de poner fin a la reunión cuando un operador de radio irrumpió en la estancia.
—Mr. Booth, ¡le llaman de su Cuartel General! ¡Uno de sus helicópteros acaba de captar unas radiaciones!
Booth corrió detrás del operador de radio hasta la sala de telecomunicaciones.
—¿Qué registras? —le gritó al técnico que iba en el aparato.
A duras penas entendió su respuesta, debido al estruendo de los rotores.
—¡Noventa milirradios!
Booth emitió un silbido de estupefacción. Se trataba de una radiación considerable y tanto más habida cuenta de que, casi forzosamente, había tenido que pasar a través de varios pisos antes de alcanzar el techo para ser captada por el helicóptero.
—¿De dónde vienen esas radiaciones?
Booth se precipitó sobre un plano. Con ayuda de dos policías neoyorquinos logró localizar rápidamente la zona de la que provenía la radiación. Se trataba de cuatro casas baratas de la ciudad Baruch, exactamente al borde del East River, a unas decenas de metros del puente de Williamsburg.
—¡Sal rápidamente de ahí para no llamar la atención! —ordenó Bill Booth al piloto—. ¡Enviaré furgonetas!
Después bajó rápidamente la escalera y corrió al automóvil disimulado que le esperaba en la esquina de Foley Square.
*
En París, el general Bertrand paseaba arriba y abajo en su despacho, rumiando la explicación de su consejero científico sobre los informes de inspección de la agencia atómica de Viena acerca del reactor comprado por Libia a Francia. Encendió un nuevo Gitane con la colilla del anterior, volvió a su mesa de trabajo y se dejó caer en su sillón.
—Lo que me preocupa —dijo a Cornedeau—, es que Monsieur De Serre no me dijese una palabra sobre el paro del reactor…
—Tal vez pensó que se trataba de un accidente demasiado técnico para que pudiese interesarle realmente a usted.
Bertrand lanzó un breve suspiro y abrió uno de los estuches enviados por la DST.
—Habrá que examinar muy seriamente todos esos papelotes. ¿Se da usted cuenta del escándalo que se armaría si se comprobase que los libios extrajeron realmente plutonio de un reactor francés? ¿Y quizá con la complicidad de ingenieros franceses?
Los dedos del general hurgaron en el montón de abultados sobres marcados con el sello rojo de «Ultrasecreto», hasta que encontró el nombre de Serre.
—Por lo que a mi respecta, ¡voy a empezar por el legajo de ese coleccionista de piedras!
*
Angelo Rocchia se mondaba de risa. «Es realmente reconfortante comprobar los esfuerzos que hace la policía para ayudar a un simple ciudadano a recobrar su cartera», había dicho el importador Gerald Putman, al despedir a los tres policías en el umbral de su puerta.
En cuanto estuvieron de nuevo en su coche, Angelo se volvió a Tommy Malone, jefe de la Brigada de Rateros.
—Bueno, Tommy, ¿qué tienes sobre esa chica?
Malone sacó una ficha de su portafolios.
—Yolanda Belíndez, alias Amalia Sánchez y María Fernández. Nacida en Neiva, Colombia, el 17 de julio de 1959. Cabellos negros, ojos verdes. Señas particulares: ninguna. Antecedentes penales: detenida por hurto durante, la ceremonia del jubileo de la reina, Londres, junio de 1977. Condenada a dos años de prisión, uno de ellos en libertad condicional. Detenida por el mismo motivo en Múnich, durante la Oktoberfest, el tres de octubre de 1978. Condenada a dos años de prisión, uno de ellos en libertad condicional. Cómplices conocidos: Pablo Pepe Torres, alias Miguel Constanza, ref. fichero policía Nueva York, 3742-51.
Malone buscó enseguida la ficha del tal Torres y comprobó que las fechas de sus detenciones correspondían a las de la chica.
—No es gran cosa —suspiró Angelo—, pero al menos tenemos una pista. ¿Dónde podemos encontrar a esas alhajas?
—Hay un barrio por el que suelen merodear, por la parte de Atlantic Avenue. Demos una vuelta por allí. Quizás encontremos a alguien que necesite un «pequeño servicio».
Angelo acababa de poner el motor en marcha cuando empezó a crepitar el radioteléfono. Descolgó.
—Romeo 14, telefonee urgente al Puesto de Mando —dijo una voz, sin dar más explicaciones.
Angelo se detuvo ante la primera cabina pública. Momentos más tarde, volvió a salir con aire alegre que no podía pasar inadvertido a sus dos acólitos del coche. Se puso al volante del Chevrolet y se volvió a Rand:
—Dime, lobezno, ¿te acuerdas de la jeta del tipo al que hurtaron la cartera?
—¡Desde luego!
—¿Podrías describirla?
El Fed puso cara de asombro.
—Piel mate… pelo rizado… ojos claros… ¿Por qué?
Angelo lanzó una carcajada de satisfacción.
Son exactamente las características del retrato robot que el colegio de identificación judicial, enviado por Feldman a nuestro muelle de Brooklyn, ha hecho del chófer del camión que fue a buscar los barriles el viernes.
—¿Quieres decir que ese Mr. Putman fue…?
—¡Que no, cretino! No él, sino un tipo que se le parece lo bastante para utilizar sus documentos… ¡Un verdadero trabajo a la medida! Y esto no es todo, amigo mío —añadió triunfalmente Angelo—, sino que parece que los compadres enviados en busca de los barriles los han encontrado… Acaban de llamar al puesto de mando: el lugar es una especie de casucha, con un gran garaje en la parte de atrás. Todos los barriles consignados en el manifiesto del Dyonisos están allí… Todos, menos uno.
*
Una idea acudió enseguida a la mente de Bill Booth, mientras el Fed que le conducía trataba de deslizarse entre el tráfico de las estrechas y atestadas calles del bajo Manhattan. Las informaciones concernientes a los inmuebles que había que registrar, el espesor de los muros, de los techos y de los tejados; la naturaleza de los materiales empleados en la construcción, siempre facilitaban el trabajo de sus brigadas de búsqueda de explosivos nucleares.
—Esa ciudad de casas baratas, ¿fue construida por el municipio?
Antes de que el chófer tuviese tiempo de responderle, Booth había empuñado el micro de la radio y llamado a su jefatura.
—Envíen urgentemente a un muchacho a buscar en el Ayuntamiento los planos de ejecución de la ciudad Baruch —ordenó—. Que me los lleve a la esquina de Houston y Columbia.
Al llegar a Houston Street, Booth vio una de sus furgonetas pintadas con los colores rojo y blanco de Avis. Nada la distinguía de un vehículo corriente de transporte. Sin embargo, era uno de los doscientos laboratorios científicos rodantes que se paseaban aquel lunes por la mañana a través de Manhattan. Cuatro minúsculos discos metálicos y una corta antena fijados en la carrocería estaban conectados a un detector de boro y un scanner de germanio. Estos aparatos eran capaces de detectar los rayos gamma y los neutrones emitidos por el polvo más ínfimo de plutonio. Habían sido conectados a un miniordenador provisto de un osciloscopio y de una pantalla de control. El ordenador podía no solo identificar el origen de los rayos gamma a gran distancia —la distancia exacta se mantenía en secreto— sino también determinar la naturaleza de los isótopos y del elemento del que procedían.
Booth reconoció al hombrón bronceado que se sentaba al lado del chófer de la furgoneta. Doctor en Física por la Universidad de Berkeley, el californiano Larry Delaney era diseñador de ingenios nucleares del laboratorio de Livermore. Había adquirido su tono bronceado escalando los vertientes de Sierra Morena los fines de semana.
—No registramos nada —dijo, con aire contrariado.
Booth levantó la mirada hacia la masa compacta de casas que se recortaba contra el cielo con la falta de elegancia característica de las construcciones municipales.
—¡No es de extrañar! Debe de venir de allá arriba.
Continuó su examen. Quince pisos. Al menos ochocientos apartamentos y cinco mil inquilinos. Trajinar allá dentro sin llamar la atención no era tarea fácil.
Un segundo coche del FBI se deslizó detrás de ellos. Un agente se apeó de él y le tendió un grueso rollo de planos.
El jefe de las brigadas Nest subió a la furgoneta, donde otro Fed estaba colgando del cuello del californiano Delaney un micro del tamaño de una medalla, gracias al cual podría comunicar cada minuto sus maniobras en las casas baratas. El Fed le colocó después en el oído un microrreceptor que le permitiría captar las informaciones de su aparato de detección y, al mismo tiempo, recibir instrucciones.
Booth desenrolló los planos de construcción de las casas baratas sobre sus rodillas. «¡Auténticas conejeras! —pensó—. ¡Cuántos políticos y traficantes debieron de llenarse los bolsillos con eso! ¡Bah! Al menos la delgadez de las paredes y la fragilidad de los materiales facilitarán la búsqueda… Los techos y los suelos de las casas de ciudad Baruch no privaran el paso de las radiaciones. ¡Si las hay!».
—Bueno —anunció, después de su examen—, registraremos los seis pisos superiores. Aunque, prácticamente, es imposible que encontremos lo detectado por el helicóptero por debajo de los cuatro últimos pisos. Vosotros dos ocupaos de la casa A. Si os preguntan algo, decid que sois agentes de seguros. ¿De acuerdo?
El Fed neoyorquino que había de acompañar a Delaney hizo una mueca.
—En este barrio, los agentes trabajan más bien en recuperar la pasta de las cajas de crédito —aclaró.
—¡Justo! —convino Booth.
Acercarse a un ingenio explosivo colocado por terroristas era la fase más delicada y peligrosa de la operación, pues éstos solían estar dispuestos a todo para defender su bomba. Los hombres de las brigadas Nest iban desarmados, y su protección incumbía a los agentes del FBI que los seguían como su sombra.
Para explorar la casa B, Bill Booth había elegido uno de sus ingenieros negros, y, como escolta de éste, una Fed también de color. Se harían pasar por un joven matrimonio en busca de un apartamento.
Larry Delaney salió de la furgoneta con su detector de radiaciones portátil. El aparato apenas abultaba más que una cartera de documentos o uno de esos pequeños muestrarios que suelen llevar los representantes comerciales. El rostro del físico-alpinista había palidecido.
—¿Nervioso? —preguntó, inquieto, Booth.
Delaney asintió con la cabeza. Booth le dio unas palmadas en el hombro.
—¡Bah! No te preocupes. ¡Por fin vamos a encontrar nuestra primera bomba!
—¿La bomba? No es la bomba la causa de mi cobardía —protestó Delaney—. Tengo miedo de que algún tipo de allá arriba —y señaló los tristes cubos de hormigón— ¡me clave un cuchillo entre los omóplatos!
Cuando Delaney y el físico negro hubieron desaparecido en el bloque con sus guardaespaldas, Booth formó otros tres equipos para los demás inmuebles. Después, con ayuda de los planos de las construcciones, siguió por radio su progresión, de un piso a otro, de un apartamento a otro, desde la decimoquinta hasta la décima planta. Delaney fue el último en terminar la exploración de su inmueble. Ningún detector había captado la menor radiación, ni siquiera las emitidas por un despertador de esfera luminosa.
—No comprendo nada —gruñó el jefe de las brigadas Nest—. Después de los fuegos artificiales registrados por el helicóptero, ¡no se percibe una sola chispa! ¡Esto no tiene sentido! —Reflexionó un momento—. Haced volver el helicóptero, mientras acaban de explorar los pisos noveno y octavo.
Minutos más tarde, Booth oyó desde el fondo de su furgoneta el zumbido del aparato y, después, la estupefacta voz del técnico que evolucionaba encima de las casas baratas:
—Las radiaciones han desaparecido. No registro nada. ¡Ni siquiera una milésima de milirradio!
—¿Estás seguro de encontrarte exactamente en el mismo lugar que antes?
—¡Seguro!
El físico suspiró, enojado.
—¡Sigue buscando! —ordenó.
El helicóptero siguió evolucionando hasta que los equipos de tierra terminaron su exploración. Pero sin resultado.
Tu detector debe de haberse estropeado —presumió Booth—. ¡Dirígete a McGuire y hazlo comprobar con la mayor urgencia!
Delaney anunció que tampoco había encontrado nada en el piso octavo.
—Sube a lo más alto —le ordenó entonces su jefe—, y echa un vistazo al tejado.
Las ondas transmitieron un gruñido.
—¡El ascensor está averiado!
—¿Y qué? Tú eres un as de la escalada, ¿no?
Minutos más tarde, el californiano jadeante, se plantó en el tejado. Solo había ante él la extensión gris de los barrios de Brooklyn. Su detector permanecía mudo. Echó una mirada de asco a las porquerías que ensuciaban el tejado alquitranado.
—Bill —declaró—, aquí arriba no hay absolutamente nada. ¡Salvo cagadas de paloma!
*
El presidente de Estados Unidos estaba en pie delante de una ventana de la rotonda que prolongaba el gran salón oval, que simbolizaba la sede del poder para doscientos veinte millones de americanos. Cruzadas las manos en la espalda, errante la mirada sobre el manto de nieve que cubría el parque el presidente reflexionaba. Había sido elegido para el cargo supremo, porque sus compatriotas sentían la necesidad de un jefe, de una personalidad enérgica capaz de remplazar al personaje lleno de buenas intenciones, pero de poca envergadura, que le había precedido en este sitio. Y hete aquí que sus cualidades de líder eran puestas a prueba como jamás lo habían sido las de ningún presidente desde la Segunda Guerra Mundial. Pensó en los hombres que se habían sucedido en esta estancia: Harry S. Truman, rumiando la decisión de lanzar la primera bomba atómica sobre el Japón; Lyndon B. Johnson, metiéndose en la ratonera vietnamita, y, desde luego, John F. Kennedy durante la gran crisis de los misiles cubanos. Pero ellos sabían al menos que podían recurrir al poder terrorífico de Estados Unidos para respaldar sus acciones. Mientras que su preocupación de preservar millones de vidas americanas le privaba a él de este recurso. «¡Ah! —pensó—, los chinos tenían razón cuando antaño nos trataron de “tigre de papel”».
Un ruido de pasos sacó al jefe del Estado de sus amargos pensamientos. Era la hora de su primera aparición oficial, aquel lunes 14 de diciembre. Volvió a su mesa de trabajo, cuya madera de roble, regalo de la reina Victoria al presidente Hayes, procedía del navío real Resolute. Precedido por el encargado de prensa, un grupo de periodistas y de reporteros de televisión entró en el despacho. El presidente no dejó traslucir en absoluto sus preocupaciones; se mostró locuaz, acogiendo a todos como a viejos amigos. Mientras su encargado de prensa pronunciaba unas palabras de introducción, tenía los ojos fijos en el escudo presidencial esculpido en el techo. «¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer si ese maldito libio se empeña en rechazar el diálogo?».
Después, siempre impenetrable, se caló sus gafas de concha bifocales y empezó a leer la alocución preparada por los servicios de la Casa Blanca para la celebración del XXXIII aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Había llegado a la mitad del texto, cuando la silueta de Jack Eastman, deslizándose discretamente en el fondo de la estancia, llamó su atención. El consejero presidencial había asido la punta de su corbata y remedaba la acción de cortarla con unas tijeras. El jefe del Estado abrevió inmediatamente su discurso.
—Es tarde, caballeros, y deben de estar muertos de hambre. Lo mismo me pasa a mi. Gracias, y hasta la vista.
Instantes después, Eastman se reunía con él en el despacho privado.
—¡Una gran noticia! Acabamos de establecer contacto con Gadafi.
*
El experto Jeremy Oglethorpe empezó su inspección de los refugios antiaéreos de la ciudad por el rascacielos del Centro administrativo del Estado de Nueva York. Su elección había sido deliberada. Si había un edificio que debiese poseer la mejor instalación de esta clase era sin duda aquél. En cuanto entró en el inmenso vestíbulo, rebosante de gente, el visitante advirtió con satisfacción la placa negra y amarilla que señalaba la dirección del refugio.
—Al menos aquí sabrá la gente dónde tiene que ir en caso de alarma —observó al teniente Walsh que le acompañaba.
Los dos visitantes se plantaron delante del quiosco de cristales del conserje, ocupado por un negro de uniforme. Walsh le mostró su placa.
—Policía municipal, Oficina de Protección Civil. Se nos ha encargado verificar el estado de conservación de su refugio antiaéreo.
—¿El refugio antiaéreo? —balbució el negro— ¡Ah, sí…! ¡El refugio subterráneo! Esperen un momento; tengo que buscar la llave.
Se levantó y se dirigió a un enorme tablero, del que pendían innumerables llaves de todas las formas y tamaños. Se rascó la frente y empezó a buscar entre aquel montón de hierros viejos.
—Es una de estas llaves —farfulló—. Tiene que ser una de estas llaves.
Y transcurrieron más de cinco minutos mientras el buen conserje palpaba con mano temblorosa una llave tras otra y el nerviosismo humedecía su cogote.
«¡Dios mío! —se dijo Walsh, espantado—. ¡Imaginaos el pánico que se produciría en este vestíbulo antes de que ese estúpido encontrase la llave!».
El conserje debió de percibir la creciente impaciencia de los visitantes, pues acabó por gritar, con voz desesperada:
—¡Pedro! ¿Dónde está esa mierda de llave del refugio subterráneo?
Esta llamada hizo surgir del fondo del quiosco una especie de enano tocado con una gorra de béisbol. Llevaba una chaqueta constelada de insignias y de placas que proclamaban que «el Redentor está al llegar, que Jesús es nuestro salvador, que el mejor camino es el de Cristo».
—Es el guardián del refugio —explicó el conserje.
Pedro empezó a hurgar, a su vez, en los ganchos de los que pendían las llaves. Necesitó varios minutos más para encontrar la buena. Después, mostró el camino a los visitantes. La puerta del refugio se abría a una escalera débilmente iluminada, cuya bóveda sostenía una tal cantidad de tuberías que Oglethorpe y Walsh tuvieron que agacharse para no romperse la cabeza. Al fin llegaron a una sala grande y húmeda en la que flotaba un olor a moho. En un tablero suspendido de la pared había una hoja de papel amarillento: el inventario del lugar, redactado por el Servicio de Protección civil el 3 de enero de 1959. En ella figuraba la lista de víveres y materiales almacenados allí, o sea, 6.000 barricas de agua, 235 cinco botiquines de urgencia, 140 contadores Geiger, 2.500.000 galletas proteinizadas. Oglethorpe siguió con el haz de su linterna los rincones de la inmensa caverna.
—¡Oh, ahí están! —exclamó, al distinguir con alivio, a lo largo de la pared, los montones de cajas de las famosas galletas.
Golpeó una de ellas con su linterna.
—Es curioso —dijo—. ¡Cualquiera diría que está vacía!
Probó en otras cajas y tuvo que rendirse a la evidencias: todas estaban vacías.
—¡Walsh! —gritó, indignado, como si se tratase de lingotes de oro robados de una caja fuerte—. ¿Dónde están las galletas?
El teniente contempló, compasivo, al experto de Washington.
—¡En Nicaragua!
—¿Cómo es posible que estén en Nicaragua?
—¿Recuerda usted aquel tifón que la devastó en 1975? Enviamos las galletas a las víctimas del siniestro. —El policía emitió una risita sarcástica—. Un bonito regalo, ¿verdad? Parece ser que todos los que las comieron cayeron enfermos. Estaban podridas.
Oglethorpe sintió que se le cortaba el resuello. «Decididamente —pensó— todo es desmesurado en Nueva York, ¡hasta la incuria!».
—¿Y los otros refugios? —preguntó al fin, en tono apagado.
Walsh agachó la cabeza.
—No todos están tan vacíos, Mr. Oglethorpe. Incluso algunos de ellos están habitados… y no solamente por las ratas… También lo están por pandillas de chicos que van a birlar la morfina de los botiquines para pincharse.
Guiados por Pedro, los dos hombres regresaron. En la escalera, la linterna de Oglethorpe iluminó de pronto una de las insignias que adornaban la chaqueta del guardián. En el colmo del desaliento, el experto consideró el mensaje inscrito en ella como el consejo más juicioso que podían darle en aquellas horas trágicas.
«Jesús es nuestro salvador —proclamaba la insignia—. Confiadle vuestros problemas».
*
En Washington, los miembros del Comité de Crisis esperaban el regreso del presidente y de Jack Eastman. A excepción de los militares, estaban todos en mangas de camisa, con la corbata floja y el cuello desabrochado. Parecían en el límite de sus fuerzas. Se levantaron penosamente al entrar el presidente, el cual, con un ademán, les invitó a sentarse de nuevo. No estaba de humor para andarse con ceremonias. También él se quitó la chaqueta y se arremangó, mientras su consejero exponía la situación.
—Nuestro encargado de Negocios en Trípoli acaba de recibir una llamada telefónica de Salim Jalud, primer ministro libio —dijo Jack Eastman—. Gadafi está dispuesto a hablar con usted a las diecinueve horas según el meridiano de Greenwich. —Echó una mirada a los relojes—. Es decir, al mediodía, según nuestro horario, o sea, dentro de veintisiete minutos. La comunicación se establecerá por el circuito de radio de nuestro Boeing Catastrophe. Gadafi habla inglés, pero es probable que prefiera expresarse en árabe, al menos para empezar. Esos caballeros —y señaló a dos funcionarios de cabellos grises, sentados al extremo de la mesa—, son los intérpretes del Departamento de Estado. Sugiero que se proceda de la manera siguiente: uno de los dos intérpretes nos hará una traducción confidencial simultánea, a fin de que sepamos inmediatamente lo que dice Gadafi. Cada vez que Gadafi haga una pausa, para que pueda traducirse lo que ha dicho, el segundo interprete tomará el relevo. Durante esta traducción oficial, dispondremos de algunos momentos para ponernos de acuerdo y preparar la respuesta. Si necesitamos un poco más de tiempo, pediremos al segundo intérprete que pregunte a Gadafi el sentido exacto de alguna palabra o de alguna expresión.
El presidente aprobó con un movimiento de cabeza. Jack Eastman prosiguió:
—Naturalmente, hemos tomado medidas para registrar las palabras de Gadafi y su traducción. Todo será tomado taquimecanográficamente. Varias secretarias se turnarán para dactilografiar todo lo que se diga. Y allá abajo —añadió señalando un pupitre negro con múltiples esferas—, tenemos un analizador de la voz proporcionado por la CIA, que nos revelará la más ligera señal de tensión o de nerviosismo en nuestro interlocutor.
Eastman concluyo su exposición presentando al presidente a los doctores Jagerman, Tamarkin y Turner, sentados al otro extremo de la mesa. La presencia de este equipo médico no causó la menor sorpresa a los asistentes. Aunque la cosa fuese poco conocida por el público, las altas esferas gubernamentales norteamericanas tenían, en efecto, por costumbre recurrir a los consejos de los psiquiatras.
—Apoyándose en su experiencia como negociadores con terroristas, estos caballeros recomiendan encarecidamente que no hable usted personalmente con Gadafi —declaró Eastman.
El presidente reprimió un movimiento de asombro.
—Quiero darles las gracias, caballeros —dijo calurosamente—, porque su ayuda nos será de gran valor. Particularmente la de usted, doctor Jagerman. —El holandés inclinó ceremoniosamente la cabeza—. Pero, dígame: ¿por qué no quieren que hable con Gadafi?
Jagerman repitió los argumentos que había expuesto anteriormente en el despacho de Eastman.
—Mi colega tiene toda la razón, señor presidente —confirmó el doctor Tamarkin—. Al obligarle a dialogar con alguien que no sea usted, conserva las manos libres para preparar tranquilamente su respuesta. —El psiquiatra norteamericano había empleado esta táctica con éxito en Washington, a raíz de un secuestro de rehenes por una secta de musulmanes negros—. Dicho en otras palabras: le tenemos en vilo y, de paso, nos tomamos tiempo para reflexionar.
—Me parece que, de momento, es él quien nos tiene en vilo a nosotros —observó amargamente el presidente—. ¿Y a quién sugieren ustedes que confíe el papel de negociador?
—Esperamos que Gadafi se avenga a hablar con el general Eastman —respondió Jagerman—. Todo el mundo sabe que es su colaborador más íntimo.
Los dedos del presidente tamborilearon nerviosamente sobre el borde de la mesa.
—Muy bien, señores, acepto su propuesta. Esperemos que Gadafi la acepte también. No dudo de su perfecto conocimiento de la mentalidad de los delincuentes; pero la de un jefe de Estado no responde forzosamente a los mismos criterios. Quisiera, a este respecto que me explicasen qué puede impulsar a un hombre como Gadafi a actuar de esta manera. ¿Se ha vuelto loco? ¿Tiene manía de poder?
El psiquiatra holandés cerró un momento los ojos. ¡Cuánto habría preferido encontrarse en su tranquilo consultorio de Ámsterdam!
—Lo más importante no es saber si padece o no paranoia, señor presidente. Lo que interesa es descubrir sus motivaciones. Personalmente, comparto la opinión de su CIA: no tiene nada de loco.
—Entonces, ¿por qué ha organizado una maquinación tan propia de un demente?
¡Ah! —Las cejas de Jagerman se alzaron formando dos acentos circunflejos—. El rasgo dominante de su personalidad es su tendencia a la soledad. En la escuela, durante su infancia, y después en la academia militar, en Inglaterra, fue siempre un solitario. Y sigue siéndolo, ahora que es jefe de Estado. Ahora bien, la soledad es muy temible. Cuanto más se repliega un hombre sobre sí mismo, más se arriesga a convertirse en peligroso. Los terroristas son fundamentalmente individuos aislados, marginados, excluidos, que se agrupan alrededor de un ideal, de una causa. Su insatisfacción les impulsa a actuar. La violencia es su manera de afirmar su existencia ante la faz de la Tierra. La soledad en la acción les da entonces un complejo de superioridad. Tan persuadidos están de la justicia de su posición, que se toman por semidioses, por encarnaciones del Derecho.
El presidente miraba a Jagerman con tal curiosidad, que el holandés bajó la mirada unos segundos antes de proseguir:
—A medida que Gadafi sintió crecer su aislamiento frente a las otras naciones árabes y se sintió más y más separado de la comunidad mundial, se hizo en él más obsesionante aquella necesidad de actuar, de demostrar al mundo su existencia. Y se erigió en paladín de los palestinos. Está absolutamente convencido de la legitimidad de su causa. Y ahora, gracias a su bomba H, se imagina ser Dios Padre y se dispone, al margen de toda noción del bien y del mal, a administrar él mismo su justicia.
—Si es tanta su megalomanía, ¿por qué perder el tiempo tratando de hablarle? —objetó el presidente.
—No trataremos de hacerle entrar en razón, señor presidente. Procuraremos convencerle de la necesidad de que nos dé un plazo más largo, de la misma manera que siempre tratamos de persuadir a un terrorista de la necesidad de liberar a sus rehenes. Muchas veces, con el tiempo, el mundo irreal en el que se complace el terrorista se derrumba a su alrededor. La realidad le sumerge, y entonces se quiebran sus mecanismos de defensa. Lo propio podría ocurrir con Gadafi. La realidad, el descubrimiento de las consecuencias de su acción, podrían paralizarle de pronto.
El psiquiatra apuntó al aire con el dedo índice como siempre que quería hacer una advertencia o recalcar un punto concreto.
—Pero, si se produce, este instante será terriblemente peligroso. En tal momento, el terrorista está dispuesto a morir, a suicidarse de una manera espectacular. Entonces es enorme el peligro de que haga perecer al mismo tiempo a sus rehenes. En tal caso… —Jagerman no terminó la frase, todos habían comprendido—. En cambio —siguió diciendo— la mejor ocasión de ganarle al terrorista por la mano, si puedo expresarme así, y de apartarle del peligro, puede presentarse en el mismo instante. Convenciéndole de que es un héroe, un héroe que se ve obligado a someterse honorablemente a fuerzas superiores.
—¿Y piensa usted que conseguiríamos manipular a Gadafi de esta manera?
—Es una esperanza. Nada más. Pero la situación no ofrece muchas alternativas.
—Está bien. ¿Cómo vamos a maniobrar?
—Saberlo es el objetivo final, señor presidente. Sólo hablándole podremos decirle cuál es la mejor táctica. Por esto es esencial que podamos entablar un diálogo con él. Pues nuestra estrategia dependerá de lo que aprendamos escuchándole. Ante todo, es primordial que cada uno de los presentes —y el psiquiatra paseó la mirada sobre sus oyentes— acepte esta situación y se diga que, en definitiva, ganaremos.
«Aunque… —pensó el médico holandés, reflexionando sobre sus propias palabras—, no siempre se acaba ganando…».
*
Sonó la campanilla de encima de la puerta. Todos los ocupantes del oscuro café de Brooklyn —cinco o seis jovenzuelos encogidos sobre sus taburetes de tapicería desgarrada, el cafetero barrigón y mal afeitado, el trío con chaqueta de cuero que jugaba al billar eléctrico— se volvieron para observar a los tres policías que entraban en su santuario. No se oía en la sala más ruido que el «clic-clac» de la bolita de plomo que rebotaba de un resorte a otro y el «ting» de las luces que marcaban el tanteo en el cuadro del aparato.
—Mal asunto —murmuró Angelo a Rand; esos mocosos tienen un sexto sentido para olerse «las visitas».
Tommy Malone, jefe de la Brigada de Rateros, avanzó despacio junto al mostrador, escrutando todos los rostros. Eran todos ellos descuideros que trabajaban regularmente en la estación de Flatbush y que, entre las horas punta, venían aquí a descansar, ante una taza de café y un vaso de tequila. Malone se detuvo a un metro del billar eléctrico e hizo una seña a uno de los mozos de chaqueta de cuero para que se acercase.
—¡Eh, Mr. Malone! —gimió el chico, retorciéndose como un bailarín de discoteca en un baile de noche de sábado—. ¿Qué quiere de mí? ¡Yo no he hecho nada!
—Quisiéramos tener una pequeña conversación contigo —dijo Malone, en tono almibarado—. En el coche.
Malone y Angelo se acomodaron en el asiento delantero del Chevrolet, con el ratero entre los dos. Rand se disponía a subir a la parte de atrás, pero su compañero de equipo le detuvo.
—Será mejor que vuelvas al café, pequeño, y que abras bien los ojos —le aconsejó—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
El colombiano se había echado a temblar entre los dos policías. Su cabeza oscilaba como un parabrisas en día de lluvia.
—¿Por qué me detiene, Mr. Malone? —gimió débilmente—. Le juro que no he hecho nada.
—No te detengo —le respondió Malone—. He venido a pedirte un pequeño favor. Un pequeño favor que te pagaré cuando vuelvas a hacer una trastada.
Sacó las fotografías de Yolanda Belíndez y de Torres y las plantó ante las narices del ratero. Angelo observaba fijamente el rostro del muchacho. En menos que canta un gallo, vio lo que buscaba: un estremecimiento casi imperceptible. El chico había reconocido los retratos.
—¿Conoces a esas alhajas? —preguntó Malone.
El ratero pareció reflexionar.
—No. No les conozco. No los he visto nunca.
Antes de que el ratero tuviese tiempo de darse cuenta de lo que pasaba, Angelo le agarró el brazo derecho y empezó a retorcérselo.
—¡Mi amigo te ha hecho una pregunta!
Gotas de sudor aparecieron en la frente del muchacho. Miró alternativamente a los dos inspectores.
—¡Les juro que no le conozco!
Angelo le retorció un poco más el brazo. El ratero lanzó un grito.
—¿Has probado alguna vez a birlar una cartera con un brazo escayolado? Si no contestas a mi amigo, te romperé los huesos como si fuesen palillos.
—¡Basta! ¡Se lo diré!
Angelo soltó su presa.
—Son nuevos. Sólo los he visto una vez.
—¿Dónde están metidos? ¡Contesta!
—En Hicks Street. Al otro lado de la Express Way. No sé en qué casa. Sólo les vi una vez, lo juro.
Angelo le soltó el brazo.
—¡Gracias, amigo! —le dijo, abriendo la portezuela.
*
El general Bertrand detestaba leer las transcripciones de las escuchas telefónicas. Y no era que el director del SDECE tuviese el menor escrúpulo en lo tocante a la moralidad del procedimiento. Por el contrario, sus años en el Servicio Secreto le habían enseñado que podían ser auxiliares preciosos. Si detestaba aquellos documentos era porque encontraba deprimente su lectura. Nada mejor para revelar el vacío y la mediocridad de la mayoría de las existencias que los frutos de aquella vigilancia electrónica del alma humana.
Al menos esperaba descubrir, en las conversaciones de Paul Henri de Serre durante su larga estancia en Libia, la marca de una brillante inteligencia. Por eso se sintió defraudado al comprobar que De Serre era más que un funcionario vulgar. Un hombre intachable, sin la menor singularidad inconfesable que hubiese permitido al general apretarle las clavijas. Ni siquiera tenía amantes, o, si las tenía, no las llamaba nunca por teléfono. «En realidad —pensó Bertrand, divertido—, ¡la aparente fidelidad conyugal de ese tipo es sin duda lo único chocante de su carácter!».
El general se frotó las cejas con los dedos índice y pulgar. El grueso legajo de escuchas abarcaba un período de varios meses. Una de las transcripciones mostraba a Serre discutiendo a lo largo de páginas enteras con el director administrativo del centro nuclear de Fontenay aux Roses, para conseguir la promoción de tres de sus ayudantes al grado superior, lo cual habría significado su propio ascenso y, en consecuencia un aumento de su sueldo. Bertrand observó con interés que la conversación había terminado con un intercambio de observaciones personales.
«EL ADMINISTRADOR: A propósito, querido amigo, ¡pronto tendremos un premio Nobel en la casa! —SERRE: Imposible. Sabe usted muy bien que los suecos no darán jamás el Nobel a una persona que esté relacionada aunque sea de lejos con nuestro programa. Están demasiado deseosos de hacer olvidar al mundo cómo ganó su venerado señor Nobel su fortuna, para que recompensen a un francés que trabaje en un centro donde nos ocupamos de la bomba—. EL ADMINISTRADOR: Pues se equivoca, querido. ¿Se acuerda de Alain Prévost? —SERRE: ¿Aquel hombrecillo que, hace años, pasó algún tiempo con el reactor del submarino de Cadarache? — EL ADMINISTRADOR: ¡El mismo! Con la reserva más absoluta, le dijo que él y su equipo del rayo láser de Fontenay-aux-Roses acaban de hacer un descubrimiento decisivo en sus estudios sobre la fusión. —SERRE: ¿Han hecho explotar la burbuja? — EL ADMINISTRADOR: La han pulverizado, amigo mío. Prévost visitará el Elíseo el martes por la tarde, para exponer a Giscard y a un grupito de ministros escogidos la importancia de todo esto. —SERRE: ¡Caray! Transmita a Prévost mi felicitación. Dicho entre nosotros, nunca hubiese imaginado que ese muchacho fuese capaz de realizar una hazaña semejante. Adiós, querido».
—¡Alain Prévost!… ¿Cómo? ¿Alain Prévost? ¡Cielo santo! —exclamó el general—. ¡Alain Prévost, el ingeniero asesinado en el Bosque de Boloña cuando se dirigía a una reunión en el Elíseo!
El general Bertrand cerró de golpe el legajo de las escuchas y aspiró profundamente el humo de su Gitane. «Hay dos posibilidades —se dijo—. La primera es que el DST no fue el único Servicio de Información que escuchó esta conversación aquel día».
En cuanto a la segunda… Había llegado el momento de estudiar atentamente el pasado del ingeniero francés encargado del proyecto libio.
*
Una voz salió del estuche de galalita blanco ajustado en el centro de la mesa de conferencias de la sala del Consejo Nacional de Seguridad de Washington. El general responsable de las transmisiones de la US Air Force en el Mediterráneo llamaba al presidente de Estados Unidos, desde el Boeing 747 Catastrophe, que volaba a quince mil metros sobre las costas libias.
—Águila-Uno a Águila-Base. Nuestro enlace secreto por radio con Fox-Base está en funcionamiento. —«Fox-Base» era el nombre en clave de Trípoli—. Fox-Base anuncia que Fox-Uno estará en línea dentro de sesenta segundos.
El murmullo de las conversaciones se interrumpió al sonar el nombre de Fox-Uno. Durante un momento no se oyó más ruido que el zumbido de los aparatos de climatización. Todos se daban cuenta de que dentro de unos segundos iban a escuchar al hombre que amenazaba la vida de seis millones de neoyorquinos.
Hubo una crepitación y, de pronto, la voz de Gadafi llenó la estancia. El hecho de que llegase por un circuito especial protegido le daba una resonancia extraña; se habría dicho que procedía de la banda sonora de una película de extraterrestres lanzados a la conquista del planeta Tierra.
—Aquí el coronel Moamar el Gadafi, presidente de la Jamahiriya Árabe Libia Popular Socialista.
Cuando el intérprete oficial hubo traducido esta presentación, Jack Eastman se inclinó sobre el micro.
—Señor presidente soy el general Jack Eastman, consejero del presidente de Estados Unidos de América para asuntos de seguridad nacional. Ante todo, debo asegurarle, en nombre de mi presidente, que nuestro enlace por radio se hace por un circuito estrictamente confidencial. Para facilitar nuestra conversación, tengo a mi lado al señor E. R. Sheenan del Departamento de Estado, que cuidará de la traducción.
Eastman hizo una seña al intérprete.
—Esta disposición es correcta —declaró Gadafi, después de la traducción—. Estoy dispuesto a hablar con su presidente.
—Quedo muy agradecido a su excelencia —respondió respetuosamente Eastman—. El presidente me ha pedido que le diga ante todo que presta la mayor atención al contenido de su carta. En este mismo momento está conferenciando con los miembros del Gobierno para estudiar la mejor manera de dar satisfacción a sus demandas. Me ha encargado que le represente y que busque con usted los términos de un acuerdo sobre las diferentes cuestiones que plantea. Hay varios puntos en su carta que desearíamos que nos aclarase. Por ejemplo, ¿ha pensado usted qué medidas de seguridad habrá que implantar en Cisjordania cuando se marchen de allí los israelíes?
Los tres psiquiatras cambiaron unas sonrisas satisfechas. Eastman representaba con autoridad su papel de negociador, terminando su primera intervención, según lo convenido, con una pregunta encaminada a hacer creer a Gadafi que podría conseguir su propósito y a obligarle a continuar el diálogo.
Hubo una pausa, hasta que volvió a hablar el libio. A pesar de hacerlo en árabe, todos advirtieron enseguida un cambio en el tono de su voz.
—General Eastman, ¡sólo hablaré con el presidente! ¡Con nadie más!
Los reunidos esperaron que continuase, pero sólo el zumbido lejano del amplificador sonó en el altavoz.
—Procure ganar tiempo —murmuró el doctor Jagerman a Eastman—. Dígale que ha mandado avisar al presidente. Que éste vendrá enseguida. Cualquier cosa, con tal de que él permanezca en la línea.
Pero en cuanto Eastman empezó de nuevo a hablar, le interrumpió la voz de Gadafi. Esta vez se expresaba en inglés.
—General, está usted muy equivocado si se imagina que me hará caer tan fácilmente en su trampa. Si el objeto de mi carta no es lo bastante importante como para que su presidente quiera discutirlo personalmente conmigo, no tengo nada que añadir. No trate de restablecer el contacto mientras el presidente no esté dispuesto a hablar directamente conmigo.
De nuevo se oyó el zumbido del amplificador, y nada más. Después llegó una llamada del 747 Catastrophe:
—Águila-Uno a Águila-Dos. ¡Fox-Base ha cortado la comunicación!
*
El Chevrolet de Angelo Rocchia zigzagueaba suavemente entre los baches de Hicks Street. Situada entre los docks y la Express Way, la calle ofrecía un aspecto tan mísero como las del barrio de los muelles. El joven Fed de Denver abría unos ojos horrorizados. Las mismas inscripciones obscenas anunciando que el poder negro iba a «joder al mundo», las mismas fachadas medio carbonizadas, los mismos restos de automóviles «canibalizados» hasta el chasis, los mismos montones de basura en las aceras. En la ventana de una casa, Rand observó a una vieja andrajosa. Envuelta la cabeza en un pañuelo, y con los restos de una vieja colcha sobre los hombros, tenía una botella de whisky en la mano. La miseria de aquel rostro le resultó insoportable. Se volvió a Angelo.
—¿Qué hemos venido a hacer aquí? ¿Tenemos que ir de puerta en puerta?
Angelo reflexionó antes de responder.
—No —dijo al fin—. Si tratásemos de encontrar a nuestros tipos llamando de puerta en puerta, estaríamos pringados. En cuanto se extendiese el rumor de que había guripas en el barrio, no encontraríamos a nadie. Se imaginarían que somos del Servicio de Inmigración. Y la mitad de esa gente está en situación irregular. Hay que hacerlo de otro modo.
Pasaron por delante de una minúscula abacería, un agujero en una pared, con algunas cajas de legumbres medio podridas amontonadas contra el cristal. Angelo observó el nombre del dueño pintado en blanco sobre la puerta.
—Tengo una idea —dijo, buscando un lugar donde aparcar.
Los dos policías se abrieron paso entre montones de basura que llenaban la acera, se cruzaron con una pandilla de chiquillos que pulverizaban a pedradas los últimos cristales de una casa en ruinas, y llegaron, al fin, a la abacería.
—Deja que yo lleve la voz cantante —ordenó Angelo—, guiñando un ojo.
Cuando se abrió la puerta y salió de ella un fuerte olor a ajos y a salchichas, se oyó el son familiar de una campanilla. Aquello parecía una despensa, con sus montones de conservas, de botellas de aceite, de botes de confitura, de paquetes de pasta y de sopas en bolsitas. Botellas de vino italiano, con su revestimiento de rafia trenzada, pendían del techo. Una anciana vestida de negro con los cabellos blancos recogidos en un moño, apareció detrás del mostrador refrigerado, lleno de leche, de mantequilla y de cajas de productos congelados. Observó a los dos visitantes con aire receloso.
—¿Signora Marcello? —preguntó Angelo—, exagerando el acento de su Calabria natal.
La vieja emitió un gruñido. Angelo se acercó a ella. Tenía una expresión tan jovial, que Rand se preguntó si no iría a cantarle «Tosca». El neoyorquino estaba ahora tan cerca de la abacera, que percibí el olor a lejía que brotaba de su negro vestido.
—Signora Marcello —murmuró, lo bastante bajo para que no lo oyese el Fed—; tengo un pequeño problema y necesito su ayuda.
Desde luego, ni pensar en decirle que era de la poli. Aquellas viejas, nacidas allá abajo, no hablaban nunca a los policías. Esto era cosa sabida.
—Una sobrina mía, una buena italiana de la tierra, fue atracada el domingo pasado en la Cuarta Avenida, al salir de la misa de las diez en San Antonio. —Se inclinó hacia la vieja, como un sacerdote que la estuviera confesando—. Ése es su fidanzato —murmuró, señalando a Rand con el pulgar. Una casi imperceptible expresión de repugnancia pasó por su semblante—. No es italiano. ¡Ah! ¿Qué se puede esperar hoy de nuestros jóvenes? Es alemán, pero buen católico.
Retrocedió un paso, sintiendo que se había establecido un lazo de simpatía entre la tendera y él. Fingiendo un aire abrumado, prosiguió:
—¿Puede usted imaginar que haya gente capaz de hacer una cosa así a una buena chica, a una muchacha nuestra que acababa de recibir a Nuestro Señor? ¡Y casi en la puerta de la iglesia! ¡Se le echaron encima y le arrancaron el bolso!
Acercó la boca al oído de la signora Marcello:
—Eran metecos… sudamericanos. —Escupió en el suelo, como muestra de desprecio—. Venían de por ahí —añadió, señalando la calle.
Angelo sacó entonces del bolsillo las fotografías de Torres y de Yolanda Belíndez.
—Un amigo mío, inspector italiano de Manhattan, me ha dado estas fotos. Pero ¿qué pueden hacer los polis? —Golpeó los dos retratos con sus velludos dedos—. Yo soy el mayor de la familia. Seré yo quien vaya a buscarlos. Por el honor de la famiglia. ¿Vio usted alguna vez a este par?
—¡Ay, ay, ay! —gimió la vieja—. ¡Jesús, Maria y José! ¿En qué se ha convertido este barrio?
Buscó unas gafas sobre el mostrador. Su dedo nudoso tocó la fotografía de la chica de pecho provocativo.
—A ésa la conozco. Viene todos los días a comprar leche.
—¿Sabe dónde vive?
—Un poco más abajo, al lado del café. Hay tres casas iguales. Vive en una de ellas.
*
Sólo el presidente no se asombró de la brutalidad con que Gadafi se había negado a hablar con Jack Eastman y cortado la comunicación. Esperaba algo parecido.
—Dejen pasar unos minutos y digan al 747 que restablezca el contacto con Trípoli —ordenó.
Después, se volvió a los tres psiquiatras.
—Caballeros, les ruego que aprovechen esta pausa y me digan cómo hay que abordar a Gadafi en este nuevo contacto. ¿Doctor Tamarkin?
El médico norteamericano parpadeó nerviosamente detrás de sus gafas de miope.
—Señor presidente, la experiencia me ha enseñado que los terroristas se lanzan a sus acciones espectaculares porque llevan algo en el corazón. Algo que tienen que expresar. Si se les escucha, hablan, y, generalmente, lo que dicen da la clave para la respuesta. Por consiguiente, mi consejo es, en términos generales, escuchar lo más posible.
—Esto está muy bien, doctor; pero ¿cómo iniciar un diálogo, si me limito a escuchar? ¿Cómo debo empezar la discusión? ¿Con un llamamiento en favor de la paz del mundo?
Aunque no estaba sentada a la mesa de conferencias, Lisa Dyson pensó que era ella quien debía responder a esta pregunta.
—Señor presidente, temo que un llamamiento en favor de la paz no es un buen argumento para impresionar al coronel Gadafi —observó, recordando al apuesto oficial que le había ofrecido un día un zumo de naranja—. La paz no es forzosamente un estado deseable para un beduino. Implica sumisión a una autoridad cuando la disposición natural del beduino es la de estar constantemente alerta, preparado para lanzar un ataque contra los campamentos o las tribus vecinas. Yo interpretaría el continuo afán de aventuras exteriores que muestra Gadafi, su apoyo a todos los movimientos revolucionarios, como una prolongación de aquel estado de ánimo. Aunque dijese estar de acuerdo con usted en la necesidad de mantener la paz, seria un error sacar de ello una conclusión definitiva.
El presidente le dio las gracias con una breve sonrisa.
—¿Y usted, doctor Jagerman?
El psiquiatra holandés lanzó un suspiro, preguntándose una vez más qué había venido a hacer en este condenado lugar.
—Señor presidente, no debe usted mostrarse amenazador ni débil, pero si dispuesto a infundir en su mente la idea de que lo que reclama no es irrealizable.
—¿Aunque no sea verdad?
—¡Ja, ja! Debe usted llevarle progresivamente a creer que puede triunfar en su empeño. Evite un enfrentamiento directo que pudiera reforzar sus actitudes negativas. A juzgar por su primer contacto, parece bastante seguro de si mismo, dueño de sus emociones. Y esto, contrariamente a lo que pudiera pensarse, es buena cosa. Las personas débiles, que se asustan fácilmente, son las más peligrosas. Pueden echarse encima de uno a la menor provocación. —Jagerman se acarició la peca del centro de la frente, su tercer ojo, como si buscase en ella la luz de la verdad—. Trate una vez más de persuadirle de discutir con el general Eastman. Hágale ver que, de esta manera, podrá usted dedicar todo su tiempo y toda su energía a darle satisfacción. Es realmente vital que le obliguemos a sostener un verdadero diálogo.
El presidente cerró los ojos, cruzó las manos y permaneció un momento inmóvil, encerrándose en sí mismo a fin de ordenar sus pensamientos y prepararse para la prueba que le esperaba.
Como suelen hacer los deportistas, hizo una profunda inspiración y soltó el aire de golpe.
—Okey, Jack. Estoy dispuesto.
Mientras se acercaba al micro, le invadió una oleada de cólera. Cólera por tener que representar esta comedia, por verse obligado, él, el jefe de la nación más poderosa del mundo, a humillarse ante un hombre capaz de matar a seis millones de sus conciudadanos.
—Coronel Gadafi, le habla el presidente de Estados Unidos desde la Casa Blanca —anunció, en cuanto se hubo establecido la comunicación por radio—. El mensaje que me envió usted ayer ha sido objeto de un estudio serio y profundo por parte mía y de mi Gobierno. Todavía no hemos terminado. Sin embargo, una cosa es indudable: todos condenamos la acción emprendida por usted. Sean cuales fueren sus sentimientos sobre las cuestiones que nos separan en el Próximo Oriente, o con respecto a las injusticias de que ha sido víctima el pueblo palestino, es un sacrilegio inaceptable su intento de resolver el problema jugando con la vida de seis millones de norteamericanos inocentes.
La brutalidad de esta entrada en materia hizo palidecer a los psiquiatras. Tamarkin sacó el pañuelo para enjugar el sudor que humedecía sus sienes. Jagerman aguzó el oído como si acabase de captar en la lejanía las primicias del Apocalipsis. El presidente, imperturbable, hizo una señal al intérprete.
—Traduzca. Y cuidado: no cambie una sola coma, ni en el fondo ni en la forma.
Apenas había terminado la traducción, el presidente continuó:
—Es usted un soldado, coronel Gadafi, y, como tal, debe saber que tengo en mis manos el poder de destruir inmediatamente todo rastro de vida en su país. Si usted me obliga a ello, sepa que no vacilaré en emplear este poder, sean cuales fueren las consecuencias.
Eastman sonreía, con aprobación. «¡Qué hombre! —pensaba, entusiasmado—. No ha tenido en cuenta una sola observación de los psiquiatras».
—En mi lugar —siguió diciendo el presidente—, la mayoría de los jefes de Estado habrían reaccionado de esta manera, en el mismo instante de recibir su amenaza. Yo me abstuve de hacerlo, porque deseo ardientemente encontrar una situación pacífica a esta situación, y encontrarla con usted. Como sin duda sabe, nunca dejé durante mi campaña electoral y después de mi elección, de proclamar que no puede haber solución duradera de la cuestión del Próximo Oriente sin que se tengan en cuenta las legítimas aspiraciones del pueblo palestino. Estoy sinceramente dispuesto a colaborar con usted para este fin. Pero debe comprender que el cumplimiento de sus exigencias no depende sólo de mi Gobierno. Por esto le propongo que el general Eastman mi primer consejero, sirva de enlace entre nosotros mientras yo inicio las negociaciones con Jerusalén.
El presidente se hundió en su sillón y se enjugó la frente.
—¿Cómo me ha salido? —preguntó a Eastman, mientras el intérprete traducía sus palabras.
—¡Formidable!
La respuesta del libio no se hizo esperar. Contrariamente a lo que todos temían, su tono era mesurado, casi reprimido. Pero no así sus palabras.
—Señor presidente, no le llamé para discutir el contenido de mi carta. Sus términos son lo bastante claros. No requieren ninguna explicación por mi parte… sino sólo una acción inmediata por la suya.
Gadafi hizo una breve pausa para permitir la traducción. Los psiquiatras cambiaron miradas de profunda inquietud.
—Señor presidente, el único objeto de mi llamada fue advertirle que mi servicio de radar ha detectado la presencia de su VI Flota frente a las costas de mi país. Afirmó solemnemente: ¡no me dejaré intimidar por esta amenaza!
—¡Monstruo! —gruñó sotto voce el texano Delbert Crandell, secretario de Energía—. ¡Y tiene el cinismo de hablar de amenazas!
—Sus navíos están cruzando el límite de mis aguas territoriales. Exijo que sean retirados inmediatamente a una distancia de al menos cien millas náuticas. Si esta retirada no se produce antes de dos horas, lamento informarle que adelantaré en cinco horas el límite de mi ultimátum.
Tanta audacia pasmó al presidente. Observó el círculo de sus consejeros, esperando descubrir en un semblante la respuesta al nuevo dilema que se planteaba. Pero sólo vio, en todos ellos, el reflejo de su propia estupefacción.
—Coronel Gadafi, dado el peligro en que pone usted a la ciudad de Nueva York, considero su nueva exigencia no sólo extravagante, sino completamente absurda. Sin embargo, debido a mi sincero deseo de llegar con su ayuda, a una solución pacifica, estoy dispuesto a discutirlo con mi Gobierno y a comunicarle nuestra decisión en el plazo más breve posible.
El jefe del Estado miró severamente a sus consejeros.
—Caballeros ninguno de sus hermosos planes había previsto ésta complicación —dijo, amargamente—. ¿Qué hemos de contestar? —Se volvió al presidente del Comité de jefes de Estado Mayor—. Harry, ¿cuál es su opinión?
—Señor presidente, yo me opondría rotundamente a la retirada de esos barcos —respondió el almirante Fuller—. Nuestra demostración naval tiene por objeto obligarle a darse cuenta de las consecuencias que su amenaza contra Nueva York puede acarrearle. Y lo hemos conseguido. La retirada de los barcos podría incitarle, llegado el momento, ¡a hacer explotar la bomba!
—Además —añadió el jefe de operaciones navales, sentado al lado de Fuller—, la VI Flota es un combinado enorme. No se la puede mover como a un peón en un tablero de ajedrez. Si anula usted su misión, necesitarán varias horas para ponerlo en práctica.
—¿Herbert?
—Soy de la misma opinión —respondió el secretario de Defensa, sin soltar la pipa de entre los dientes.
—¿Mr. Middleburger?
El subsecretario de Estado hizo girar el bolígrafo entre sus dedos, tratando de ganar tiempo para ordenar en su cerebro los datos del problema.
—Dejando aparte todas las consideraciones militares, pero teniendo en cuenta la personalidad de Gadafi, pienso que seria un error fatal acceder enseguida a su petición. Sólo conseguiríamos aumentar su intransigencia. Señor presidente, mi consejo es: ¡rechácela!
—¿Tap?
El jefe de la CIA pasó los pulgares por las sisas de su chaleco.
—Ese hombre parece resuelto a entablar una prueba de fuerza. Si es realmente esto lo que busca, ¿no deberíamos mostrarle enseguida que estamos dispuestos a afrontarla?
El presidente observó al personaje seguro de si mismo, ligeramente arrogante, que acababa de hablar. «¡Ah, esos tipos de los Servicios de Información! —pensó—. Siempre dispuestos a responder a una pregunta con otra pregunta, para que la posteridad no pueda acusarles nunca de haber tomado una posición cualquiera. ¡Se diría que todos han estudiado en Harvard desde los tiempos de Kissinger!».
—¿Jack?
Eastman se encogió en su sillón, un poco turbado.
—Me creo obligado a pronunciarme contra la opinión general. El problema con que nos enfrentamos es descubrir cómo podremos salvar la vida de seis millones de neoyorquinos. Sólo lo conseguiremos ganando lo que Gadafi trata de quitarnos: tiempo. Nos hacen más falta esas cinco horas para encontrar la bomba en Nueva York, que toda la VI Flota delante de Libia.
—¿Aconseja, pues, que retiremos los buques?
—Si, señor presidente; sin vacilar. —Eastman trató de borrar de su cerebro la imagen de su hija vestida de blanco, a fin de estar seguro de responder exclusivamente a base de un frío análisis de la situación—. La realidad de esas pocas horas es infinitamente más importante para nosotros que la opinión que se forma Gadafi de nuestra fuerza o de nuestra debilidad —siguió diciendo—. Y añado que, en todo caso, no necesitamos a la VI Flota para destruir Libia.
—Hay algo que me extraña en esta nueva amenaza de Gadafi —observó el jefe del Estado— ¿Por qué cinco horas? ¿Por qué no quince? ¿Por qué no inmediatamente? Si nuestros buques le inquietan tanto, ¿por qué no exige más?
Guardó silencio varios segundos, buscando una explicación. Después, se dirigió a los psiquiatras.
—Y ustedes, caballeros, ¿cuál es su opinión?
Henrick Jagerman sintió una vez más que un ligero escalofrío le recorría la espina dorsal. Estaba seguro de que el consejo que se disponía a dar seria mal recibido por una buena parte de los asistentes. Y tanto más cuanto que procedía de un extranjero.
—Creo, señor presidente, que esta nueva exigencia del coronel Gadafi revela su inseguridad fundamental. Trata inconscientemente de juzgarle a usted, en la esperanza de que su aceptación le dará la seguridad de que su desafío será realmente eficaz. Siempre observamos esta actitud en los terroristas, durante los primeros contactos. Una actitud agresiva, exigente: «¡Hagan esto enseguida, o ejecutaremos a un rehén!». Por consiguiente, yo aconsejo siempre hacer lo que pide el terrorista. Y, en el caso actual, le aconsejo que haga lo que exige Gadafi. De esta manera le demostrará que puede entenderse con usted. Introducirá sutilmente en su ánimo la noción de que tiene una posibilidad de salirse con la suya si trata con usted. Pero yo pondría un precio a esta concesión. Me serviría de ella para obligarle a discutir el contenido de su carta, cosa a la que sigue negándose; para entablar un diálogo.
El presidente le había escuchado sin chistar. Le dio las gracias con un movimiento de cabeza y cerró de nuevo los ojos para concentrarse y tomar una decisión en la soledad de su alma. Después, se volvió al almirante Fuller.
—Harry, ordene a la VI Flota que se retire.
Una voz se alzó inmediatamente:
—Si cede ante ese chantajista, ¡se expone usted a convertirse en el Chamberlain de América, señor presidente!
El jefe del Estado contempló fijamente el rubicundo semblante del secretario de Energía.
—Mr. Crandell, yo no cedo ante el coronel Gadafi. —Cada una de sus palabras sonaba con la fatídica cadencia de un tambor fúnebre—. Trato sólo de ganar lo que el general Eastman ha calificado acertadamente de nuestra arma principal en esta crisis. —Sus ojos azules observaron los relojes—. ¡Tiempo! Jack haga que establezcan de nuevo contacto con Trípoli.
En cuanto el 747 Catastrophe anunció que se había establecido la comunicación con Fox-Uno, el presidente declaró:
—Coronel Gadafi, estoy dispuesto a dar las órdenes necesarias para que la VI Flota se retire a cien millas de sus costas, de acuerdo con su petición. Pero me interesa hacer constar que he tomado esta decisión por una sola y única razón: para demostrarle mi deseo ardiente y sincero de encontrar con usted un medio para resolver esta crisis a plena satisfacción de ambos. Sin embargo sólo daré esta orden si usted, por su parte, se aviene a iniciar inmediatamente una discusión sobre la manera de cómo lograrlo.
Una pausa anormalmente larga siguió a sus palabras. «¿Qué pasa en Trípoli?», se preguntó Eastman inquieto. Cuando Gadafi habló al fin, lo hizo de nuevo en inglés.
—Mientras sus buques de guerra estén allí, no habrá discusión. Cuando se hayan marchado, hablaremos. Insha’Allah!
Se oyó un chasquido, y la caja blanca enmudeció.