Harvey Hudson, director del FBI de Nueva York, subió de cuatro en cuatro los escalones del auditorio del Cuartel General de Federal Plaza. Le seguían el jefe de policía y el jefe de la brigada de inspectores. Mientras los dos últimos se sentaban entre el asta de la bandera de Nueva York y la del estandarte azul y oro del FBI, Hudson se acercó al pupitre del borde del estrado, con su cuarto puro del día entre los dientes. Se habían dado prisa. Eran apenas las nueve del lunes 14 de diciembre. Hudson abarcó con mirada satisfecha al vasto salón lleno a rebosar, respiró profundamente, dejó el cigarro y se inclinó sobre el micrófono.
—Caballeros, nos hallamos ante una emergencia.
Esta entrada en materia provocó un murmullo, seguido de un atento silencio.
—Un grupo de terroristas palestinos ha escondido un barril de cloro en Nueva York, probablemente en la isla de Manhattan.
Por detrás de Hudson el jefe de policía, Bannion, observaba los rostros de sus inspectores, tratando de interpretar sus reacciones.
—Estoy seguro, —siguió diciendo Hudson— de que huelga recordarles las propiedades sumamente toxicas del cloro. Todos se acordarán de lo que pasó recientemente en Canadá, a raíz de un accidente de ferrocarril. En este momento, un barril de cloro, oculto en alguna parte de la ciudad es una amenaza de muerte contra la población. ¡Imagínense el pánico que se produciría si se enterasen los habitantes! Por esto apelo a su sentido de responsabilidad y les pido encarecidamente que guarden un riguroso secreto sobre lo que voy a decirles.
Los inspectores de la policía neoyorquina eran hombres curtidos, pero el jefe Bannion se estremeció al ver la expresión de espanto que se plasmaba en numerosos semblantes. «¡Señor! —pensó— ¿qué habría pasado si les hubiésemos dicho la verdad?».
Hudson expuso el resto de la historia urdida con Bannion y Feldman; un comando palestino se hallaba en Nueva York, con la orden de hacer estallar el barril de gas mortal si Begin no liberaba antes de mañana al mediodía a diez camaradas suyos presos en las cárceles de Israel. Una ampliación del dibujo de la bomba H de Gadafi, con los elementos nucleares cuidadosamente disimulados, apareció entonces en la pantalla, detrás del orador.
—Algunos de ustedes tendrán a su cargo la persecución de los terroristas; otros procederán a las operaciones de búsqueda, por sectores; otros rastrearán los aeródromos, los muelles y los docks, tratando de descubrir cómo llegó este gas a Nueva York. Trabajarán en equipos; los policías de Nueva York, con los Feds, agrupados en sus respectivos servicios contra gangs, secuestros, contra explosivos, etc.
—¡Caray! —gritó alguien en el fondo de la sala—. ¿Por qué no dice a los israelíes que liberen a los hijos de puta que tienen presos?
Bannion esperaba esta reacción. Hizo una seña a Hudson, se levantó y tomó el micro.
—Esto atañe a los israelíes. No a nosotros. ¡A ustedes les incumbe encontrar el maldito barril!
Bannion hizo una pausa y terminó, con voz tonante:
—Cuento con ustedes, muchachos. ¡Encuentren el barril! ¡Y rápido!
*
El inspector de guardia en la entrada principal del Departamento de Hacienda, en Washington, se acercó a los dos hombres que se apeaban del Ford negro oficial. Comprobó de una ojeada sus documentos de altos funcionarios del Departamento de Defensa y les hizo seña de que le siguiesen al vestíbulo del ministerio. Les condujo hasta una pesada puerta rotulada como «Salida», les hizo bajar dos pisos hasta el sótano del edificio y, después, les llevó por un pasillo débilmente iluminado hasta una segunda puerta, ésta cerrada con llave. Daba acceso a los pasillos secretos de la Casa Blanca americana, al túnel que pasa por debajo de la East Executive Avenue y que había seguido ayer el presidente para trasladarse de incógnito al Pentágono.
David Hannon, de cincuenta y cuatro años y cabellos grises era el responsable de la Agencia de Seguridad Civil; Jim Dixon era especialista en efectos de las armas nucleares y termonucleares. Ambos habían consagrado la mayor parte de su vida profesional al estudio de un tema espantoso: la aniquilación de las ciudades, de los campos y de las poblaciones americanas por las armas nucleares y termonucleares. Lo inimaginable les era tan familiar como un balance para un perito mercantil. Habían ido a Hiroshima y a Nagasaki; habían presenciado las pruebas en los desiertos de Nevada; habían concebido y hecho construir lindas casas coloniales, bonitos bungalows y muñecos de tamaño natural, en los que los planificadores militares de los años cincuenta habían medido los efectos de las sucesivas generaciones de armas nucleares.
Su guía les hizo pasar por debajo de la Casa Blanca y les condujo, por una escalera secreta, hacia el ala Oeste, donde se hallan las oficinas presidenciales y la sala del Consejo Nacional de Seguridad. Allí les dejó al cuidado de un comandante del cuerpo de marines.
—La conferencia acaba de empezar, —les informó el oficial mostrándoles dos sillas plegables instaladas cerca de la puerta—. Les llamarán dentro de un momento.
*
Los miembros del Comité de Crisis habían vuelto a sus sitios alrededor de la mesa de conferencias. El presidente había sentado a su derecha al alcalde de Nueva York. Las cifras blancas del reloj electrónico de la pared marcaban las 9.03. Habían transcurrido nueve horas desde la explosión en el desierto de Libia.
—Hemos informado por teléfono al gobernador del Estado de Nueva York —comenzó el presidente. Yo mismo acabo de exponer la situación al señor alcalde, al que he rogado que se uniese a nosotros. Dado que la amenaza concierne a su ciudad y a sus conciudadanos, el secreto habitual de nuestras deliberaciones no regirá para él.
Hizo una señal con la cabeza al almirante Tap Bennington. Por tradición, las reuniones del Consejo de Seguridad se iniciaban siempre con una exposición por parte del director de la CIA.
—En cuanto nuestra Embajada en Tel-Aviv recibió la llamada telefónica anunciando la inminencia de un bombardeo israelí contra Libia, hicimos una gestión cerca de los soviets para pedirles que presionasen a Israel. Esto surtió un efecto inmediato. La Elint[11] de la VI flota nos confirma que los israelíes han anulado, a las tres cuarenta y ocho de esta mañana un ataque contra Libia. Creo que, en este aspecto; podemos considerar que la situación es satisfactoria.
El director de la CIA correspondió con una inclinación de cabeza al murmullo de alivio provocado por sus palabras.
—Por otra parte, la CIA se esfuerza en la busca de algún indicio que permita identificar a los individuos capaces de haber colocado esa bomba en Nueva York por cuenta de Gadafi. —Hizo una pausa—. Desgraciadamente, no hemos encontrado nada concreto hasta ahora.
—¿Ha contestado el encargado de Negocios en Trípoli al mensaje de Eastman, pidiéndole que diga a Gadafi que deseo hablar con él? —preguntó el presidente.
—Todavía no. Nuestro Boeing Catastrophe está, empero, en el lugar preparado para establecer un enlace en cuanto tengamos la conformidad de Trípoli.
—Perfecto.
Esta lacónica respuesta daba a entender que el presidente estaba convencido de que, si establecía contacto con Gadafi, podría hacerle entrar en razón, conducirle a aceptar una solución razonable apelando a sus sentimientos religiosos y a su inteligencia.
—Tap, según usted, ¿de qué libertad de maniobra goza Gadafi? ¿Conduce personalmente su nave? ¿Es dueño de todas sus decisiones?
—Completamente. El Ejército, el pueblo, el país entero están a sus pies. Nada ni nadie se opone a su voluntad.
El presidente frunció los labios y tamborileó con los dedos sobre la mesa. Se volvió al director del FBI.
—¿Mr. Holborn?
Mientras cada participante exponía las actividades de su servicio en el curso de las últimas horas, el alcalde, Abe Stern, se hallaba todavía bajo la impresión de la terrible confidencia que acababa de hacerle el jefe del Estado. Cuando el almirante Fuller, presidente del Comité de jefes de Estado Mayor, anunció que los portaaviones y los submarinos nucleares de la VI Flota se acercaban a su destino frente a las costas libias, se inclinó hacia delante y cruzó sus rollizas manitas sobre la mesa. Tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla.
—Caballeros, los israelíes tenían razón. —Todas las caras se volvieron al viejo—. No debieron obligarles a renunciar a su contraataque. ¡Liquidar a ese energúmeno debe ser nuestro único objetivo!
—Nuestra mayor preocupación, señor alcalde, observó serenamente Jack Eastman, es salvar a la población de su ciudad.
Pero nada podía detener a Abe Stern. Su rostro se había enrojecido. El apocalipsis que amenazaba a su ciudad le hacía perder todo sentido de la mesura.
—¡Ese árabe es un nuevo Hitler! Ha violado, desde hacía diez años, todos los principios de moral internacional. Ha matado, destruido, sembrado el terror en todos los rincones del Globo, para imponer su voluntad. Ha arruinado el Líbano con su dinero, inundado Beirut con sus millones, por mediación, dicho sea de paso, de nuestros buenos bancos americanos. Está detrás de Jomeini. Trata de suprimir a todos los amigos que tenemos en el Próximo Oriente, desde Sadat hasta los saudíes, para arruinarnos cortándonos el petróleo. Y nosotros hemos permanecido sentados durante todo este tiempo dejándole actuar ¡como una pandilla de Chamberlains delante de este nuevo Führer!
Stern se volvió al presidente y le interpeló directamente:
—El bufón de su hermano se puso en ridículo, y también usted, señor presidente, cantando las alabanzas de Gadafi por todo el país. Como aquellos cretinos del partido germano americano que ladraban Heil Hitler en Chicago, en 1940.
Hizo una breve pausa para recobrar aliento y prosiguió:
—Y ahora, ha puesto una bomba H en mi ciudad, en medio de mi gente y usted quisiera suplicarle de rodillas ¡y darle lo que pide a ese fanático! ¡En vez de liquidarle!
—El problema, señor alcalde —intervino el almirante Fuller—, es que, liquidando Libia, no salvaríamos Nueva York.
—¡Tonterías!
—Pero es verdad.
—¿Por qué?
—Porque la destrucción de Libia no impediría que explotase la bomba. Al contrario.
El alcalde golpeó la mesa con ambas manos. Se incorporó a medias, temblando de rabia, y fulminó con la mirada al plácido jefe del Estado Mayor, sentado al otro extremo de la mesa.
—¿Va usted a decirme que, después de los miles de millones de dólares que hemos tirado en los treinta últimos años para su diabólica máquina nuclear, miles de millones que mi ciudad necesitaba con urgencia y que no recibió jamás, va usted a decirme que, después de todo esto, sus ejércitos son incapaces de salvar a mi pueblo, de salvar mi ciudad de las ambiciones de un dictador cien veces peor que Jomeini y que está al frente de un país que no es más que arena y excremento de camellos?
—Olvida usted el petróleo —observó alguien.
El huesudo rostro del almirante adquirió el aire triste de un perro de caza viejo.
—Sólo hay un modo de salvar su ciudad, señor alcalde, y es encontrar la bomba y desactivarla.
*
—¿A quién te han dado por compañero?
El inspector de primera Ángelo Rocchia se secaba las manos bajo el ventilador del lavabo, mientras hacía esta pregunta a su camarada Henry Ludwig. Éste inclinó su melenuda cabezota en dirección a un negro alto y de cabellos crespos.
—A aquél de allá abajo. ¿Y a ti?
Ángelo lanzó una mirada desdeñosa al joven agente del FBI que peinaba sus rubios mechones a varios lavabos de distancia del suyo. Después, suspiró cansinamente y se acercó al espejo para examinarse la cara. Percibió algunas huellas brillantes de la crema contra las arrugas que se aplicaba todas las mañanas debajo de los ojos y en las comisuras de los labios, desde que había iniciado sus amoríos con Grace Knowland, la periodista del New York Times. Sacudió cuidadosamente su chaqueta, pues la coquetería y el buen yantar eran sus únicas debilidades. Ángelo Rocchia, al decir de sus compañeros sólo destinaba su dinero a dos cosas: «su estómago y su atuendo». No jugaba a las cartas ni a las carreras ni corría detrás de las mujeres. Pero llevaba trajes de Tripler, de 350 dólares, como el azul marino que lucía hoy sobre una camisa de seda con gemelos y con iniciales bordadas, corbata blanca de brocado, y brillantes zapatos puntiagudos de Screenland.
En efecto desde su iniciación en el oficio había comprendido que la elegancia y la consideración iban parejas, y que un poli bien vestido imponía respeto a los jefes del hampa.
—Bueno Henry, ¿quieres que te diga una cosa? —murmuró—. En esta operación hay algo que no me gusta. ¡Demasiado importante! El FBI está metido hasta el cuello. Y los de Hacienda, y los de Aduanas. Incluso he visto chicos de Estupefacientes. ¿Todo esto por un barril de mierda?
Sin esperar respuesta se acercó al joven Fed que le habían dado como compañero de equipo.
—¡Hola, amigo! ¡Bonita corbata! —exclamó, dirigiendo una compasiva mirada al estrecho pedazo de tela que pendía del cuello de Jack Rand—. ¿Dónde compraste esa maravilla?
—¿Te parece bonita? Es de la Casa Brown, el gran almacén de Denver.
—¿Denver? ¡Sí que has hecho kilómetros para llegar hasta aquí! Bueno, veamos a donde quieren enviarnos —dijo Ángelo—, tirando del Fed.
Una docena de mesas metálicas habían sido colocadas formando un cuadrado en una gran estancia contigua, donde un agente del FBI y un policía neoyorquino asignaban su misión a cada equipo. Más allá, otros policías fijaban los turnos de servicio y distribuían las claves para las comunicaciones por radio, y los aparatos ajustados a las frecuencias secretas del FBI. Una gran confusión reinaba alrededor de las mesas. Unos inspectores reclamaban a gritos coches no oficiales; otros inquirían sobre el pago de las horas extraordinarias; otros insultaban indistintamente a los judíos y a los árabes.
Ángelo sintió que una mano rozaba su espalda. Se volvió. El inspector jefe Feldman murmuró al oído del policía:
—Hay que lanzarse a fondo, Ángelo. Y no te inquietes por las reclamaciones, protestas y amenazas… Estás protegido.
Feldman se alejó enseguida, en busca de otro oído para deslizarle el mismo mensaje. El joven compañero de Ángelo había vuelto, con una hoja de papel en la que se indicaba su destino. El neoyorquino la examinó; después, al ver la multitud que se apretujaba delante de la mesa donde se repartían los aparatos de radio se dijo que se pasarían todo el día haciendo cola. En vista de ello, se acercó disimuladamente se agachó, agarró un aparato, se lo metió debajo del brazo y se alejó.
—¡Eh! —gritó un Fed con gafas—. ¿A dónde vas con eso?
—¿A donde voy? —replicó Ángelo, irritado—. A los muelles de Brooklyn, que es donde me envían. ¿A dónde quieres que vaya? ¿A las carreras de caballos?
—¡No puedes marcharte así! —vociferó el Fed, fuera de sí—. No has firmado el recibo. Ante todo, hay que firmar un recibo. Con la fecha.
Ángelo adoptó un aire indignado.
—¿De veras, hijito? —gruñó—, sacudiendo a su compañero de un brazo. En algún lugar hay un barril de gas que puede matar a mucha gente, ¡y hay que firmar un papelucho antes de salir en su busca!
Agarró el trozo de papel que agitaba el frenético empleado.
—Te juro que, aunque el mundo estuviese a punto de estallar, siempre habría un estúpido burócrata que gritaría: «¡Eh! ¡Esperad! ¡Antes tenéis que firmar el recibo!».
*
Era la primera vez que David Hannon responsable de la Agencia de Seguridad Civil, se hallaba delante del jefe del Estado. Sacó del bolsillo un disco de plástico azul y rojo, del tamaño de un plato de postre, y lo puso sobre la mesa. Era el instrumento indispensable para cumplir su tarea un tanto macabra, una regla para calcular los efectos de las bombas nucleares. Lo revelaba todo: la presión por centímetro cuadrado necesaria para romper un cristal o para provocar una hemorragia pulmonar; el grado de las quemaduras producidas por una bomba de cinco megatones que explotase a treinta y siete kilómetros de distancia; la intensidad de las radiaciones difundidas por la explosión de ochenta kilotones a trescientos ochenta y cuatro kilómetros; el tiempo que tardarían estas radiaciones en matar a sus víctimas…
—Mr. Hannon le escuchamos.
El hombrecillo inclinó la cabeza en dirección al presidente y se ajustó la corbata a rayas con un preciso movimiento.
—Por desgracia, la situación de Nueva York es única —empezó diciendo en el tono doctoral de un arqueólogo describiendo los vestigios de una civilización desaparecida—. Ello se debe a los rascacielos… Nuestros trabajos han versado principalmente sobre los daños que podríamos infligir a los rusos, más que sobre los que ellos podrían causarnos a nosotros. Y, como ellos no tienen rascacielos nos hallamos hoy en una situación para la que en cierto modo carecemos de… —buscó la palabra— de datos. Pero una cosa es segura: los daños que podría causar una bomba de tres megatones en Manhattan son inimaginables. —Se enjugó la frente y se volvió hacia el plano de Nueva York, que su ayudante acababa de fijar en la pared—. Este plano les da un cálculo aproximado de las destrucciones y de las pérdidas en vidas humanas.
Cuatro círculos concéntricos que tenían por eje Times Square, en el centro de Manhattan, englobaban sucesivamente toda la ciudad y sus arrabales. Hannon señaló la porción de ciudad situada en el interior de la línea roja del primer círculo. Se trataba de una zona de cinco kilómetros de diámetro que, trasladada a una aglomeración como París, habría equivalido al espacio comprendido entre el Arco de Triunfo, el Louvre, la Torre Eiffel y el Sacré-Coeur de Montmartre.
—En el interior de este círculo no subsistirá nada, como no sea en forma de restos calcinados.
—¿Nada? —dijo el presidente, aterrado—. ¿Nada absolutamente?
—Nada, señor presidente. La devastación será total.
—¡Es increíble! —balbució Eastman.
Pensó en el panorama de la isla de Manhattan, que redescubría con emoción cada vez que iba a pasar el fin de semana a Nueva York con su mujer y su hija Cathy. Volvía a ver las resplandecientes murallas de cristal y de acero que se extendían desde el Centro Internacional de Comercio hasta Wall Street y más allá. ¡Y todo esto podía ser destruido en un instante! ¡Bah! Forzosamente se trataba de una pesadilla ¡de una exageración del burócrata enloquecido por sus cálculos!
Pero, señor perito, ¡algunos viejos edificios de allá abajo fueron construidos como fortalezas!
—La onda de choque de una bomba de este tipo —replicó Hannon, imperturbable— producirá un huracán como jamás sopló sobre la Tierra.
—¿Ni siquiera en Hiroshima y Nagasaki?
—Aquéllas fueron simples bombas atómicas, no bombas H. En realidad, eran bombas rudimentarias Los vientos que produjeron eran suaves brisas en comparación con los que cabe esperar en este caso.
El técnico de cabellos grises mostró de nuevo el círculo rojo que rodeaba el corazón de la isla de Manhattan: Wall Street, Greenwich Village, la Quinta Avenida, Park Avenue, Central Park, el East Side y el West Side.
—Sabemos, por nuestras investigaciones en las dos ciudades japonesas atomizadas, que las casas modernas de acero y de hormigón fueron simplemente barridas así, ¡plaf! —Hannon hizo chascar los dedos—. Mientras que, con la tempestad desencadenada por una bomba H, verían ustedes volar literalmente los rascacielos por los aires. Arrastrados como las tiendas de la playa de Coney Island un día de temporal. Antes de desintegrarse en polvo en un instante.
El experto se volvió de nuevo a sus oyentes. Estaba tan absorto en su tema, que se habría dicho que estaba dando un cursillo.
—Caballeros, si ese ingenio llega a explotar, todo lo que quedará de la isla de Manhattan será un montón de escombros humeantes.
Se hizo un pesado silencio. Después, el alcalde irguió su frágil silueta, desorbitados los ojos, cerúleo el semblante.
—¿Y los supervivientes? —preguntó, señalando el círculo rojo en cuyo interior se hallarían como cogidos en una trampa al menos cinco millones de habitantes.
—¿Supervivientes, ahí? —Hannon se encogió de hombros—. No habrá ninguno.
—¡Señor! —gimió Abe Stern, derrumbándose en su sillón.
—¿Y arderá toda la ciudad? —preguntó el secretario de Defensa, Herbert Green.
—Los incendios que se producirán —explicó amablemente David Hannon—, no tienen precedentes en la experiencia humana. Esa bomba liberará una onda de calor que lo inflamará todo en varias decenas de kilómetros alrededor de Nueva York. En Nueva Jersey, Long Island, State Island, Westchester, decenas y centenas de millares de casas arderán como cerillas.
Contempló el plano.
—En el interior del primer círculo, el soplo de la onda de choque será probablemente tan violento, que apagará la mayor parte de los incendios. El efecto térmico será un poco atenuado por las pantallas formadas por los cristales de los edificios modernos del centro de Manhattan. Pero ¿qué hay en el interior de esos inmuebles? Alfombras, cortinas, mesas, escritorios, cubiertas de papeles. Dicho en otras palabras: combustible. Tendrán pues, instantáneamente, millares de hogueras. Y después, con toda seguridad, la deflagración lo convertirá todo en humeantes ruinas.
—¡Santo Dios! —gimió alguien, en el extremo de la mesa—. Todos esos desgraciados prisioneros en los buildings.
—Según nuestros cálculos —dijo Hannon—, los buildings de cristal son menos peligrosos de lo que se cree, a condición, naturalmente, de que se hallen lo bastante alejados del epicentro de la explosión. Sin embargo, las estructuras de vidrio se fragmentarán en millones de partículas microscópicas. Así, el efecto del choque transformará a las personas en enjambres de alfileres, sin matarlas en el acto.
«¿Estará bromeando ese tipo? —se preguntaba Jack Eastman, aturdido. Miraba fijamente al experto, crispados los dedos sobre el borde de la mesa, encorvados los anchos hombros por la fatiga—. ¿Se da cuenta de que está hablando de seres humanos, de gente que tiene un rostro, un nombre, una familia? ¿No de una serie de números escupidos por un ordenador?».
—¿Habrá supervivientes más allá del primer círculo? —preguntó el presidente.
—Sí. Nuestros cálculos indican que, en el interior del segundo círculo es decir, entre los cinco y los diez kilómetros a contar del punto cero, el cincuenta por ciento de la población resultará muerta; el cuarenta por ciento, herida y el diez por ciento, ilesa.
—¿Sólo el diez por ciento? —murmuró el alcalde.
Volvió la cabeza hacia el plano, pero no vio los círculos de colores, ni la apretada cuadrícula de calles y avenidas. Vio su ciudad, la Nueva York que había recorrido a pie, amado y maldecido, durante medio siglo de política y de campañas electorales. Vio los barrios judíos del bajo Brooklyn, donde, de puerta en puerta, envuelto en un mareante olor a pescado gefelte, había recogido los votos de sus electores; los paseos de Coney Island, con los chicos que venden bolsas de patatas fritas y hot dogs largos como las cachiporras de los policías; los barrios del Harlem hispánico y las bulliciosas callejuelas de Chinatown, con su hedor a pescado salado, a buñuelos de cerdo y a huevos podridos; las ventanas de una Pequeña Italia, adornadas de rojo y de verde en honor del santo patrón cuya ingenua imagen pasaba de unos hombros a otros entre la delirante multitud; las interminables hileras de tristes viviendas populares de Bensonhurts y de Astoria; todos los hogares de su pueblo, de ese pueblo de taxistas, de camareros, de peluqueros, de empleados, de electricistas, de bomberos, de policías, junto a los cuales se había pasado la vida luchando por mejorar su suerte, y que hoy se hallaban condenados en el interior de un perímetro marcado en azul en un plano.
—¿Quiere usted decir que sólo un neoyorquino de cada diez tiene probabilidades de quedar con vida? —insistió—. ¿Y que la mitad perecerán inmediatamente?
—Sí, señor alcalde.
—¿Cuál será el efecto en los otros sectores? —preguntó el presidente.
—Casi la totalidad del resto de Jersey City, del Bronx y de Brooklyn, será aniquilada. Los buildings de vidrio más recientes se convertirán en esqueletos, pero la mayoría de éstos permanecerán de pie, porque el viento no tendrá dónde agarrarse. En la periferia del círculo azul, las casas se derrumbarán.
—¿Cabe esperar que haya supervivientes en el interior del tercer círculo? —preguntó ansiosamente Eastman.
Aquel círculo abarcaba el campus de la Universidad de Columbia y toda una serie de arrabales particularmente poblados.
—En esta zona —explicó Hannon—, los cristales, los tabiques interiores y los techos se volatilizarán. Algunas casas se derrumbarán. Todos aquéllos que no se encuentren en un sótano o refugio correrán el peligro de quedar enterrados en los escombros. Calculamos que habrá un diez por ciento de muertos y de un cuarenta a un cincuenta por ciento de heridos en esta zona.
—¿Y las radiaciones? —inquirió el presidente.
—Dios no lo quiera, señor presidente, pero si por desgracia, soplase viento de mar en el momento de la catástrofe, la nube radiactiva cubriría toda la aglomeración neoyorquina antes de ser empujada hacia el interior del país. Millones de personas serían alcanzadas, y decenas de millares de kilómetros cuadrados quedarían contaminados. Nadie podría vivir allí durante varias generaciones.
—Escuche, señor Como-se-llame, ¡ya estoy harto de oír sus infernales predicciones! —El alcalde había recobrado su punch—. Lo único que me interesa es que me diga exactamente el número de mis conciudadanos que morirán si explota esa bomba.
—Con mucho gusto, señor alcalde.
Hannon abrió una voluminosa carpeta con tapas de cartón rígido y negro, con el rótulo de «Ultrasecreto». Contenía el imprescindible viático del burócrata moderno, un documento de informática. Se trataba, en realidad, de una especie de anuario de lo inconcebible, de una proyección, por barrios, de la muerte y de la destrucción, con el número exacto de enfermeras, de pediatras, de osteópatas, de fontaneros, de camas de hospital, de bombas contra incendios, de pistas de aeropuertos y, naturalmente, de archivos oficiales, que subsistirían en cada rincón de las zonas afectadas.
El Gobierno norteamericano había gastado millones de dólares en reunir estas informaciones y someterlas a los ordenadores gigantes del Centro de alerta nacional de Olney, en Maryland. Y he aquí que había llegado el momento de resumir todo el horror encerrado en las columnas de cifras, de estadísticas, de porcentajes.
Hannon consultó rápidamente su libro negro y declaró calmosamente:
—El número total de muertos en la ciudad de Nueva York será de seis millones setecientos cuarenta y cuatro mil.
*
El agente del FBI Jack Rand consultó nerviosamente su reloj. Un gran embotellamiento de automóviles inmovilizaba al viejo Chevrolet de su compañero de equipo, el inspector Ángelo Rocchia.
—Deberíamos llamar al Puesto de Mando —sugirió Rand.
—¿Para qué? —replicó Ángelo irritado—. ¿Para decirles que estamos en el puente de Brooklyn bloqueados?
«Ese botarate lleva una radio en el culo» —pensó Ángelo. Pescó un cacahuete de la bolsa de papel que llevaba en el bolsillo de su chaqueta.
—¡Toma, hijito, y tranquilízate! Admira el panorama. Ahora vendrá lo mejor. El estercolero de Brooklyn.
Lentamente, con precaución, se deslizó a lo largo de la rampa y giró hacia Henry Street, dos calles por encima de los muelles. El joven Fed hizo una mueca al ver el espectáculo que apareció delante del parabrisas: una hilera de casas de tres o cuatro pisos, casi todas ellas destrozadas como por un bombardeo. Las paredes, o al menos las que se mantenían aún en pie, estaban cubiertas de inscripciones obscenas. El lugar olía a orines, a mierda, a ceniza.
La mayor parte de las tiendas estaban atrancadas con tablas. Jack miró con asombro los raros establecimientos que seguían abiertos: el salón de peluquería del Grand Tony, con su estropeada fachada cubierta con una cortina amarilla y una maceta de geranios; la abacería del Ace, con su exposición de embutidos de botes de cerveza y de soda, de paquetes de cigarrillos y de servilletas de papel, apilados detrás de una gruesa reja.
En las esquinas de las calles, miserables para quienes el sueño americano seguía siendo un espejismo, se calentaban las manos en fogatas de basura encendidas en viejos cubos.
—Apuesto a que no tienes un paraíso como éste en tu Colorado. ¿Sabes cuánto cobra aquí un tipo para asesinar a alguien? ¡Diez dólares! Sí, hijito, ¡10 dólares por matar a un ciudadano! —Angelo Rocchia meneó la cabeza con nostalgia—. Y, sin embargo, hubo un tiempo en que fue un barrio muy lindo, ¿sabes? Italianos. Y algunos irlandeses. Hoy, la mayoría de los que viven aquí están peor que los animales del zoo del Bronx. Los árabes nos harían un favor…
—¿Un favor?
—… Si hiciesen explotar aquí su barril.
Angelo vio, por el rabillo del ojo, que el Fed hacía una mueca. Señaló con un dedo la decrépita fachada de una iglesia.
—Allá abajo está la President Street —anunció, con orgullo—. El antiguo territorio del gángster Joey Gallo. Y ante ti, hijito, tienes uno de los más grandes campos de batalla americanos.
Era verdad: en los muelles de Brooklyn han muerto más hombres que en muchas batallas históricas. Desde siempre, el crimen y la corrupción, han imperado en estos kilómetros de grises almacenes y en los barrios vecinos. Las ratas de muelle, los incendiarios de docks, los mercaderes de hombres, los mercaderes de mujeres, los posaderos clandestinos, las alcahuetas, los shanghaianos, los shipehandlers sin escrúpulos, los contrabandistas, los asesinos a sueldo, habían sido los héroes siniestros de la larga saga de la chusma del waterfront. La inseguridad y el pillaje habían alcanzado tales proporciones que los barcos habían acabado por alejarse de Brooklyn.
—¿Es que la mafia sigue dominando en los muelles? —preguntó ingenuamente el Fed.
Angelo no pudo contener una risa burlona. «La próxima vez —se dijo— este botarate me preguntará si el Papa es católico».
—¡Claro que sí! La familia Profaci, Anthony Scotto…
—¿Y no habéis podido destruirlos?
—¡Destruirlos! ¿Estás de broma? Controlan todas las compañías de administración que alquilan los muelles. Si un estibador no tiene un tío, un hermano o un primo en el sindicato, que le recomiende, puede ir a que le frían un huevo; no habrá trabajo para él. ¿Sabes lo que pasa cuando el muchacho llega aquí por primera vez? Un tipo se acerca a él y le dice: «¡Eh! Estamos haciendo una colecta para Tony Nazziato. Se rompió una pata en el muelle número seis». El aspirante a estibador pregunta, sorprendido: «Tony, ¿qué?». Y se acabó: puedes estar seguro de que el chico no tendrá nunca trabajo. Pues el gran Tony está allá abajo, en el salón del sindicato, contando los cientos de dólares que le proporcionan las colectas por sus imaginarias fracturas. Es la ley de la jungla. Como en todos los muelles.
Angelo observó que la cara sonrosada de su compañero de equipo se había vuelto gris como el cielo de Brooklyn.
—Bueno, ya está bien, ¡hablemos de otra cosa! Es curioso que te hayan enviado aquí desde Denver, sólo por un maldito barril de cloro ¿no te parece?
—Por lo visto es una mercancía sumamente peligrosa.
—¡Claro! ¿Sabes el número de Feds que han hecho venir? ¡Al menos dos mil!
¿Tantos? —Vaciló un momento—. Dime: no debes estar lejos de la edad de la jubilación, ¿verdad?
—Si quisiera, ¡ya la tendría! —dijo Angelo—, mascando un cacahuete. Tengo la antigüedad necesaria. Pero me gusta este trabajo… ¿Quieres que me pudra en algún lugar de Long Island, pensando en las musarañas? ¡No me conoces!
En el barrio que cruzaban era donde había hecho Angelo Rocchia sus primeras rondas como guardia en 1947. La Comisaría de Brooklyn estaba entonces tan cerca de su casa que, entre una ronda y otra, podía ir a tomarse un café en la casa donde había nacido, abrazar a su madre y charlar un poco con su padre en el pequeño taller de sastre que éste había montado al llegar de Sicilia después de la Primera Guerra Mundial, e incluso echar una cabezadilla en el sotechado donde él mismo había tirado de la aguja los sábados por la tarde, mientras oía al viejo tararear con la radio las grandes arias de Rigoletto, de El Trovador, de La Traviata.
—¿Hace mucho tiempo que estás en el FBI? —preguntó a Rand.
—Tres años. Desde que salí de la Facultad de Derecho de Tulane.
—¿Eres de Nueva Orleans?
—De Thibodaux en el bayou de Luisiana. Mi padre regenta allí la agencia Ford.
—El país de Ron Guidoy —observó Angelo con satisfacción—. El mejor pitcher que tuvieron los Yankees, después de la llegada de Whitey Ford[12].
—Yo jugué al rugby.
—Me parece que te falta planta.
—Lo mismo dijeron los entrenadores. Por eso hice mi carrera de Derecho.
Pocos días antes de la entrega del diploma, un representante del FBI había ido a exponer a los estudiantes de la Universidad de Tulane las ventajas de una carrera en las filas de la seguridad federal. El siguiente año escolar Jack Rand había sido admitido en la misteriosa Academia nacional del FBI instalada en el recinto de la base naval de Quantico, en Virginia. Allí había seguido, durante once meses la instrucción intensiva de los futuros agentes de la seguridad norteamericana: curso de procedimiento criminal, escuela de contraespionaje, nociones de ideologías revolucionarias, lecciones de vigilancia policial, ejercicios prácticos sobre casos de secuestro, de infiltración extranjera, de terrorismo político, de chantaje nuclear. Todo un adiestramiento físico digno de James Bond, ejercicios de defensa táctica, de lucha cuerpo a cuerpo y de tiro real, había completado aquella formación cuyo último examen había sido una prueba de resistencia a la tortura.
Pero, sobre todo, Rand había aprendido a someterse a las reglas que tienden a fundir a los nueve mil agentes del FBI en un mismo molde. Nada de trajes ni de corbatas de fantasía, sino vestidos serios y corrientes, gabardinas beige o grises, sombreros de fieltro del mismo color. Gafas discretas, del tipo clergyman. Cabellos ni muy largos ni muy cortos. Nada de barba ni de bigote. Y las mismas exigencias en lo tocante al comportamiento. Ante todo, la manera de hablar: nada de discursos volubles ni de conversaciones atropelladas, sino una estricta economía en el lenguaje. Nada de originalidades en el trabajo, sino respetuosa sumisión a los métodos establecidos. Un policía anónimo, presto a diluir su individualidad en la organización: he aquí lo que había hecho el FBI del joven Jack Rand.
*
Angelo Rocchia había empezado su carrera en el corazón del borough de Brooklyn, cuyo barrio de los docks se parecía hoy a los pueblos devastados de Sicilia donde había combatido durante el invierno de 1943. Era el ghetto italiano, a la sazón escenario de las vendettas de las familias rivales de la mafia. No había tardado en descubrir la extraordinaria corrupción que se ocultaba bajo el bello uniforme azul marino, la gorra hexagonal y el arma de calibre 38 de los treinta y dos mil policías de Nueva York. Había cerrado los ojos ante los rackets de su sector y cobrado, sin escrúpulos, el diezmo de los gángsteres. Después de pasar por el Bronx había cruzado el East River para incorporarse a la Oficina de Investigación Criminal de Manhattan donde había tirado el uniforme de cop para navegar en traje de paisano por el sospechoso ambiente del juego clandestino, de las apuestas ilegales, de la extorsión comercial e industrial.
Un año en la Brigada de Rateros del sur de Manhattan y, después trece meses en la Brigada de Moral de la comisaría 18.a de la calle 54 Oeste, habían enriquecido su experiencia. En ella se había revelado como excelente actor. Su talento para el disfraz había hecho caer en sus redes a algunas belles de nuit de Times Square, que se habían quedado pasmadas al descubrir que el pacifico comerciante de cerveza de Múnich o el representante de ojos oblicuos de su majestad Honda, llevaba un calibre 38 bajo su chaqueta. La insignia dorada de los inspectores de primera clase había sido su recompensa, abriéndole las puertas de la aristocracia de la fuerza pública neoyorquina, cuerpo de tres mil inspectores que representaba una poderosa camarilla adulada por el poder y por la prensa.
—¿Estas casado? —preguntó Ángelo a su compañero.
—Sí, y tengo tres pequeños. ¿Y tú?
Por primera vez, Jack Rand vio en el rostro de su acompañante una sombra de tristeza.
—Perdí a mi mujer hace algunos años. Tengo un hijo, una niña.
Había dicho estas palabras como una declaración definitiva que no permitía ningún comentario.
El policía detuvo su coche ante una puerta metálica. Mostró su placa de inspector al guardia, el cual le hizo señal de que podía pasar. Un poco más lejos, se detuvo ante un gran edificio amarillo, en cuya fachada se leía en letras negras: «Passenger Terminal». «Estación Marítima».
—¡La última parada antes de diñarla! —bromeó Angelo.
—¿Antes de diñarla?
—¡Bah! No te preocupes. Tú aún no habías nacido. —Se echó un cacahuete a la boca—. Yo salí de aquí para la guerra en 1942.
Una ráfaga de viento helado les lanzó en pleno rostro el pútrido relente de las aguas sucias que lamían los docks. Angelo se levantó el cuello del abrigo y se dirigió a una especie de caja de cristales en el extremo del muelle.
—¡He aquí la Oficina de Aduana de Estados Unidos! Podrías hacer pasar un rebaño de elefantes ante estos cristales sin que lo advirtiese el tipo que está dentro.
Angelo entró en la cabina débilmente iluminada donde flotaba un olor a sudor y a tabaco frío. Fotografías de ases del béisbol y el amarillento póster de una pin-up de Playboy, decoraban las mugrientas paredes. Tumbado en su sillón, el aduanero de uniforme azul marino leía la página deportiva del Daily News.
—Me han anunciado su visita —gruñó, al ver la placa que le mostraba Angelo—. Les esperan ahí al lado, en el despacho del agente marítimo.
La oficina de Hellias Stevedore era poco mayor que la de la Aduana. Fajos de papeles se amontonaban en compartimientos a lo largo de la pared. Eran manifiestos de todos los barcos que habían descargado mercancías en aquel muelle durante el año que acababa de transcurrir.
Angelo se quitó el abrigo y lo dobló cuidadosamente sobre una silla. Sacó varios cacahuetes del bolsillo y ofreció uno a Rand.
—Toma, hijito, come esto, ¡y manos a la obra! Y recuerda: Qui va piano va sano.
El Fed pareció no comprender.
—Esto quiere decir, amigo mío, que el buen polizonte no debe apresurarse.
*
Con el semblante lívido y estragado por las emociones, el alcalde de Nueva York juntó las manos en un ademán de súplica. ¡Seis millones setecientos cuarenta y cuatro mil!, repetía una y otra vez. ¡Seis millones setecientos cuarenta y cuatro mil! Un holocausto peor que la tragedia que había enviado a sus tíos y tías a las cámaras de gas de Auschwitz. ¡En unos segundos de abrasamiento fulgurante!
—Señor presidente —dijo con voz sorda, casi inaudible—, hay que hacer urgentemente algo por esa gente. ¡Es preciso!
Abe Stern estaba a solas con el presidente en el despacho de éste. Anquilosado por las largas sesiones en que tenía que permanecer sentado, el jefe del Estado se levantó y empezó a pasear arriba y abajo.
—Claro que sí, Abe… Encontraremos la manera de salir de esto. Pero, entretanto, debemos conservar la sangre fría, no dejarnos llevar por el pánico.
—Esto son buenas palabras, señor presidente. Pero actos que pueden salvar a los seis millones de hombres, mujeres y niños de mi ciudad. ¿Qué vamos a hacer para arrancarlos de las garras de ese fanático?
—¡Por el amor de Dios, Abe! ¿No cree usted que, si se pudiese hacer algo más, lo haría?
—¿Por qué no evacuarlos?
—¿Evacuarlos? ¿Ha leído usted el mensaje? La cosa es clara: a la primera señal de evacuación, hará explotar la bomba. ¿Quiere usted correr este riesgo, incluso antes de que hayamos podido hablar con él?
—¡Yo me niego a aceptar que ese demente nos dé órdenes! ¿No se puede vaciar la ciudad sin que él se entere? De noche. Cortando las radios, las televisiones, los teléfonos. ¡Tiene que haber un medio!
El presidente se apartó de la ventana ante la que se había detenido. No podía aguantar más la belleza del espectáculo, la inmaculada alfombra de nieve y el obelisco de Washington elevándose en el cielo azul; sobrio monumento evocador de tiempos felices.
—Abe —dijo, pausadamente—, cometeríamos un error muy grave si menospreciásemos a Gadafi. Tengo la convicción de que lo ha previsto todo, hasta sus ínfimos detalles. Toda su estrategia se apoya en el hecho de que tiene en jaque a una fantástica concentración de gente. Si sus rehenes consiguiesen huir de la ciudad, estaría perdido. Y él lo sabe. Por consiguiente, tiene sin duda partidarios provistos de potentes emisoras de radio, que le avisarían en el momento mismo en que se diese la orden de evacuación.
—Señor presidente le conjuro para que me deje hacer un llamamiento por radio y por televisión.
—Si hiciese usted esto, Abe, tal vez conseguiría salvar a un millón de habitantes. Y éstos serían los ricos, poseedores de automóviles. Pero ¿qué sería de los negros de Harlem, de los puertorriqueños de Brooklyn, de los pobrecillos del Bronx? ¡La bomba los reduciría a cenizas antes de que tuviesen tiempo de llegar al extremo de la calle!
—Al menos, los que se salvasen podrían escribir sobre mi tumba: «Salvó a un millón de sus conciudadanos».
El presidente meneó tristemente la cabeza.
—Pero los libros de historia dirían sin duda también que, con su precipitación, contribuyó usted a la muerte de otros cinco millones.
El atroz dilema les impuso un largo silencio. Después el presidente añadió:
—Abe, ¡imagínese por un momento el caos que provocaría el anuncio de la evacuación de Nueva York!
—Sé mejor que nadie el lío que se armaría. Pero es MI gente, y no voy a quedarme sentado, ¡esperando que la liberen ustedes del chantaje de ese asesino! —El alcalde señaló la ciudad a través de la ventana con un dedo acusador—. Y todos los chupatintas de Protección civil que desde hace treinta años están gastando nuestro dinero en millones de dólares, ¿qué esperan para mostrarnos lo que han hecho con él? Deme a los mejores. Los llevaré conmigo a Nueva York y haré que pongan manos a la obra. Veremos si son capaces de encontrar una solución.
—De acuerdo, Abe. Son suyos. Haré que los envíen inmediatamente a la base de Andrews. Partirán en su mismo avión. —El presidente apoyó una mano en el hombro del alcalde—. Y si descubren un medio, sea el que fuere, que permita una evacuación sin peligro ¡de acuerdo! —Apretó el hombro del viejo—. Confiemos, Abe, en que no tendremos que llegar a eso. Cuando establezcamos contacto con Gadafi, lograremos persuadirle de que renuncie a su proyecto. —Suspiró—. Pero de momento tenemos que representar nuestra comedia.
Los periodistas esperaban en el exterior. El presidente bromeó con algunos de ellos, y después dio lectura a un comunicado anodino: el alcalde y él habían hablado de la ayuda federal a la ciudad de Nueva York en el próximo presupuesto.
—¡Señor alcalde! —gritó uno de los reporteros—, ¿qué diablos será de Nueva York, si no obtiene usted las subvenciones que solicita?
Abe Stern le fulminó con la mirada.
—¡No se preocupe por Nueva York, jovencito! Nueva York sabrá siempre cómo salir del paso.
*
Como cada mañana, Jeremy Oglethorpe entró en la cocina de su casita de Arlington, Virginia. En los treinta años que llevaba viviendo allí, nada había turbado jamás los hábitos del meticuloso funcionario cuya jornada de trabajo empezaba invariablemente con un par de huevos escalfados y terminaba, ocho horas más tarde, con el tónico sabor de dos martinis secos. De cincuenta y ocho años, aspecto campechano y mejillas granujientas, Oglethorpe formaba parte de esa corporación de burócratas diplomados, fruto de una curiosa unión entre los viveros universitarios y las antecámaras gubernamentales de Washington. Las organizaciones que empleaban a hombres como él habían proliferado como hongos en las orillas del Potomac, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Las cantidades de pilas de cadmio que necesitaría la industria electrónica en 1987; la precisión de impacto del misil M-X, según sus diferentes curvas de aproximación; la evolución de las condiciones socioculturales de Zambia, desde hoy hasta el año 2000: ningún tema escapaba a la competencia de los tecnócratas como Oglethorpe. Ni siquiera los problemas de superpoblación en las casas de tolerancia de América del Sur, ¡como había descubierto, con indignación, el senador William Proxmire!
Jeremy Oglethorpe pertenecía al prestigioso Stanford Research Institute, dependiente de la Universidad Stanford de Palo Alto, en California. Su especialidad se refería a las modalidades de evacuación de las ciudades en el caso de un ataque termonuclear soviético. Sin embargo, la palabra «evacuación» no figuraba nunca en sus informes. Dado que la burocracia gubernamental le encontraba un son tan pesimista como el del vocablo «cáncer», la habían cambiado por la pudorosa fórmula de «redespliegue de las poblaciones en caso de urgencia».
Durante treinta años, Oglethorpe se había consagrado a este problema con un celo al menos igual a la abnegación de la Madre Teresa para con los pobres de Calcuta. Había coronado su carrera con la publicación de una obra monumental, de 425 páginas, titulada Condiciones del redespliegue de las poblaciones urbanas del pasillo nordeste de Estados Unidos. Este documento había exigido la colaboración de veinte personas durante tres años y requerido créditos cuyo importe no se habría atrevido Oglethorpe a confesar. Desde entonces, se había dedicado al aspecto más arduo de su tarea: la ciudad de Nueva York. Indiscutiblemente, era el experto por antonomasia en los problemas de evacuación de la gigantesca metrópoli en caso de alarma nuclear. Sin embargo, no había vivido nunca en esta ciudad, a la que detestaba. Pero su desconocimiento total, sobre el terreno de las aglomeraciones cuya evacuación proyectaba, no había turbado nunca su conciencia profesional, ni la de sus superiores. Próximo a su jubilación, Jeremy Oglethorpe se preguntaba a veces si habría hecho tantos esfuerzos para nada.
Sin embargo, esta mañana del lunes 14 de diciembre, cuando faltaba menos de un día para la expiración del ultimátum de Gadafi, parecía que, al fin, había sonado su hora. Cuando empezaba a despachar sus huevos escalfados, sonó en el salón el timbre del teléfono. Y a punto estuvo de atragantarse cuando un coronel del Pentágono le anunció que el secretario de Defensa deseaba hablarle. Hasta ahora, nadie de categoría superior a la de jefe de servicio le había telefoneado a su casa. Dos minutos más tarde, subía a un automóvil oficial para ir a buscar a su oficina los documentos que necesitaría y correr después a reunirse con el alcalde de Nueva York en la pista de la base aérea de Andrews. Mientras el chófer arrancaba, Oglethorpe sintió un escalofrío en todo su cuerpo: ¡treinta años de su vida habían servido para preparar este instante extraordinario!
*
La llegada del psiquiatra holandés Henrick Jagerman provocó reacciones diversas en los extenuados consejeros que rodeaban a Jack Eastman en su despacho del ala Oeste de la Casa Blanca. Para la rubia Lisa Dyson, jefe de la sección libia de la CIA, representaba la promesa de una ráfaga de aire fresco en una reunión que se atascaba después de una noche de discusiones intensas y a veces tormentosas. El doctor Bernie Tamarkin, especialista norteamericano en negociaciones con los terroristas, veía llegar a su colega con el respeto de un joven violonchelista al encontrarse con Pablo Casals. La maciza figura que llegaba de Ámsterdam encarnaba, para Jack Eastman, la única esperanza de resolver esta terrible crisis de manera no violenta.
Hechas las presentaciones, el doctor Henrick Jagerman se sentó en el sitio que le indicó Eastman delante de él. Desde su sillón, veía la célebre rotonda con columnas de la presidencia de Estados Unidos. Su flema acostumbrada había sido puesta a dura prueba. Hacía menos de media hora que se hallaba aún encima del Atlántico saboreando, a una velocidad doble de la del sonido, el gastronómico almuerzo de Air France, servido por una bella azafata, mientras estudiaba la carpeta sobre Gadafi que le había entregado un agente de la CIA en la puerta del Concorde. Y ahora había sido impelido hasta el centro del poder de la nación más poderosa del mundo, para proponer una estrategia capaz de evitar una catástrofe de dimensiones inimaginables.
—¿Han establecido ya contacto con Gadafi? —preguntó, con su fuerte acento bátavo, cuando Eastman acabó de resumirle la situación.
—Por desgracia, todavía no. Se han establecido los circuitos de transmisión, pero Gadafi permanece inalcanzable.
Jagerman reflexionó, mirando al techo. Tenía una peca en mitad de la frente. Era su tika, según decía; la marca redonda que los hindúes se pintan en este sitio para representar el tercer ojo, el que percibe la verdad más allá de la realidad.
—De todas maneras, no hay prisa.
—¿Que no hay prisa? —se asombró Eastman—. Nos quedan menos de veintisiete horas para salir de esta ratonera, ¿y cree usted que no es urgente?
—Después del éxito de su experimento nuclear, nuestro coronel se encuentra probablemente en estado de erección psíquica, es decir, en pleno delirio paranoico.
El psiquiatra había dicho esto con la autoridad de un profesor de medicina explicando un diagnóstico a sus alumnos.
—Su explosión atómica le ha convencido de que posee desde ahora lo que había luchado por conquistar desde hacía años: el poder absoluto, total definitivo. Dicho en otras palabras: está bajo el dominio de una psicosis de fuerza. Ve sus objetivos al alcance de la mano: liquidar Israel, convertirse en líder indiscutible de los árabes, imponer su ley en el mercado mundial del petróleo. Entablar ahora conversaciones con él podría ser un error fatal. Vale más dejar que se enfríe la olla antes de levantar la tapadera para mirar en su interior.
Jagerman se pellizcó la nariz para destaparse los oídos, todavía ensordecidos por el rápido descenso efectuado por el Concorde a petición de las autoridades norteamericanas.
—Saben ustedes —siguió diciendo—, que, en una situación de esta clase, los primeros momentos son siempre los más peligrosos. Al principio, el cociente de ansiedad del terrorista es muy, muy elevado. Con frecuencia se halla en un estado histérico que puede impulsarle súbitamente a cometer algo irreparable. Hay que darle oxigeno, ayudarle a recobrar el aliento, dejarle expresar sus opiniones y sus quejas.
El holandés se irguió bruscamente.
—A propósito de ese enlace con Gadafi, confío en que se trate de una comunicación por radio o por teléfono, y de que podremos oír su voz, ¿no es cierto?
Eastman pareció confuso.
—Esto plantea un problema de seguridad…
—Es absolutamente preciso que oigamos su voz —insistió el psiquiatra—. Es esencial.
La voz de un hombre era para él una ventana indispensable sobre su psique, el elemento que le permitía captar su carácter, la modulación de sus emociones, y, eventualmente, predecir su comportamiento. En todos los casos de rehenes, Jagerman grababa todas las conversaciones con los terroristas y, después, escuchaba una y otra vez la cinta, buscando el menor cambio en el tono, en la elocución, en el vocabulario empleado.
—¿Quién tendrá que hablarle? —preguntó Eastman—. Supongo que el presidente.
—¡De ninguna manera! —protestó vivamente el psiquiatra—. El presidente es la última persona con quien debe establecer contacto. —Jagerman tomó un sorbo de café—. Nuestro objetivo es ganar tiempo, el tiempo que necesite la policía para descubrir la bomba. ¿Cómo podríamos dar largas al asunto y obtener un aplazamiento del ultimátum, si dejásemos que el jefe del Estado iniciase las negociaciones? Nos expondríamos a que Gadafi le pusiese entre la espada y la pared, le exigiese una respuesta inmediata.
El holandés comprobó con satisfacción que los reunidos estaban pendientes de sus labios.
—Por esta razón aconsejo siempre interponer un negociador entre el terrorista y la autoridad. Si el terrorista formula una exigencia apremiante, el negociador puede alegar que tiene que consultar a las personas que pueden otorgarle lo que pide. El tiempo —concluyó sonriendo— trabaja siempre en favor de la autoridad. A medida que transcurren las horas, los terroristas están menos seguros de ellos mismos, son más vulnerables. ¡Esperemos que éste sea el caso de Gadafi!
—¿Qué clase de persona debe ser el negociador? —preguntó Eastman.
—Alguien de cierta edad, tranquilo, que sepa escucharle, hacerle salir de eventuales pausas. En fin, una especie de padre como fue Nasser para él en su juventud. Esencialmente, alguien que le inspire confianza. Su táctica consistirá en hacerle comprender esto: «Simpatizo con usted y con sus objetivos. Quiero ayudarle a alcanzarlos».
El psiquiatra holandés conocía bien su oficio. Cinco veces había dialogado ya con terroristas para frenar sus pulsiones agresivas y conducirles, poco a poco, a tomar conciencia de la realidad y, por fin, a aceptar el papel que él les atribuía: el de héroes generosos que perdonaban la vida a sus rehenes. Su táctica había dado brillantes resultados cuatro veces. «¡Hoy, valía más no pensar en el fracaso de la quinta!», dijo para sus adentros.
—El primer contacto será decisivo —siguió diciendo—. Gadafi debe comprender desde el primer momento que le tomamos en serio. —Paseó su mirada viva y clara por toda la estancia—. Considerando la enormidad de su chantaje, lo que yo recomiendo quizá les parezca grotesco, pero es un elemento vital de nuestra estrategia. Hay que empezar diciéndole que tiene razón, que no sólo son legítimas sus quejas contra Israel, sino que estamos dispuestos a ayudarle a encontrar una solución razonable.
—De acuerdo, doctor; pero todo esto presupone que Gadafi quiera hablar con el negociador —observó Lisa Dyson—. Ahora bien, lo más propio de su carácter sería —y dirigió al psiquiatra una sonrisa angelical— que nos dijese, y perdone la expresión: «¡Que os den por el saco! ¡Dejaos de palabras! ¡Aténganse a mis exigencias!».
«¡Estas americanas! —pensó Jagerman—. ¡Son más groseras que un carcelero holandés!».
—No tema, querida señorita. Hablará. Su excelente estudio lo demuestra claramente. El pobrecillo beduino del desierto, a quien sus camaradas de escuela ridiculizaban antaño, quiere convertirse en el héroe de todos los árabes, imponiendo su voluntad al hombre más poderoso del mundo, a su presidente. Créame usted: hablará.
—¡Dios le oiga!
Eastman había escuchado a Jagerman, agitándose entre su escepticismo en lo relativo a los métodos psiquiátricos y la loca esperanza de que aquel hombre podía traer la anhelada solución.
—Pero no olvide, doctor, que no nos hallamos ahora frente a un mísero pícaro que apoya su revólver sobre la sien de una vieja. Gadafi está en condiciones de matar a más de seis millones de personas en un cuarto de segundo. ¡Y él lo sabe!
Jagerman asintió con la cabeza.
—Exacto, sin embargo, debemos tener en cuenta unos factores psicológicos precisos y ciertos principios inmutables. Se aplican tanto a un jefe de Estado como a un vulgar atracador. La mayoría de los terroristas se consideran visionarios oprimidos que luchan por enderezar algún entuerto. El hombre con quien nos enfrentamos es, sin duda alguna, un iluminado, un auténtico fanático religioso. Y esto complica las cosas, pues el hombre es siempre más radical, más intransigente, cuando actúa en nombre de la religión. Acuérdense de Jomeini.
Jagerman se volvió a Lisa Dyson, con una mirada de aprobación paternal.
—También en esto es muy instructivo su retrato, señorita. Es evidente que su deseo de conseguir lo que él considera justo para sus hermanos árabes es la razón fundamental de su acción. Sin embargo, inconscientemente, otro imperativo le impulsa a actuar de esta manera: el desprecio que siente por Occidente. Sabe que ustedes, los norteamericanos, como los ingleses, los franceses e incluso los rusos, le toman por un loco. Pues bien, quiere demostrarles que están equivocados. Él, el mísero árabe despreciado, les obligará a respetarle, a tener en cuenta su voluntad, a permitirle realizar su grandioso sueño. Y para demostrarles que no está loco como creen, está dispuesto a ir hasta el fin: a destruirlo todo. A ustedes y a sí mismo, ¡y a su pueblo si es preciso!
*
Angelo Rocchia estaba revisando uno a uno los manifiestos del agente marítimo Hellias Stevedore cuando entraron varios hombretes para calentarse alrededor de la estufa de carbón. Eran jefes de muelle. Italianos en su mayoría, con unos pocos negros, reticente concesión del gang a la presión del antirracismo. Componían un reparto ideal para una nueva versión de Sur les quais, con sus mugrientos delantales, sus toscas camisas a cuadros y sus gorras de cuero. Su lenguaje se reducía a una serie de gruñidos guturales, mezcla de jerga norteamericana y juramentos sicilianos, y se refería al sexo, al tiempo, a la pasta y al béisbol.
El policía neoyorquino sintió sus miradas hostiles que le espiaban. Nadie, lo sabía muy bien, era tan mal visto como un guindilla en los muelles. «Esos tipos deben de estar devanándose los sesos, preguntándose qué diablos hemos venido a hacer aquí», pensó, con satisfacción. Desde el inmenso muelle de Brooklyn Ocean Terminal llegaban, como un ruido de fondo, el silbido de las carretillas elevadoras, el chirrido de las grúas que extraían mercancías de las bodegas de cuatro cargueros sujetos a los amarraderos. Este muelle era muy curioso, uno de los pocos del puerto de Nueva York donde aún se amontonaban las mercancías a granel, un anacronismo en la época de los cargamentos en contenedores. Angelo recordaba los tiempos en que todo llegaba así. Los cargadores de muelle se lanzaban sobre las mercancías como ejércitos de ratas, birlando cuanto podían. Se frotó los ojos, mascó un cacahuete y continuó su metódico examen de los manifiestos. De pronto sintió un borborigmo familiar en el fondo de su estómago y levantó la cabeza.
—¡Eh, Tony! —gritó al empleado de cara de luna sentado detrás de una mesa en el fondo de la estancia—. ¿Sabes si existe aún el restaurante Salvatore?
Tony Ricardi levantó la mirada de su fajo de papeles y abrió una boca constelada de dientes de oro.
—No. El viejo murió hace dos años.
—Lo siento. Nadie como él para hacer los manicaretti.
Este comentario irritó a Jack Rand, que empezaba a dar señales de impaciencia. «Ese guindilla neoyorquino es un incordio —pensó—. Desde que ha llegado a esta oficina, se ha pasado el tiempo charlando con ese tipo en italiano». Sin dejar de refunfuñar, el Fed examinó un nuevo manifiesto. Se puso en pie de un salto.
—¡Aquí tengo uno! —exclamó, con la excitación del pescador que descubre un salmón en el extremo del sedal.
Angelo se inclinó y siguió con la mirada el dedo de su compañero, deslizándose sobre el manifiesto.
«REMITENTE: “Libyan oil Service”, Trípoli, Libia. CONSIGNATARIO: “Kansas Drill International”, Kansas City, Kansas. IDENTIFICACIÓN: LOS 8477/8484. CANTIDAD: cinco cargas. DESCRIPCIÓN: Material de perforación petrolera. PESO BRUTO: 17.000 libras».
—Sí —convino Angelo—, eso parece interesante. Telefonea al puesto de mando y dales esta información.
Jack Rand salió. Momentos más tarde, la palabra «Bengasi», escrita en otro manifiesto, llamó la atención a Angelo Rocchia. Aquella palabra le decía algo: ¡El tío Giacomo! Los ingleses le habían hecho prisionero en 1942. Y había sido en Bengasi, Libia. Examinó la ficha.
«NOMBRE DEL BARCO: Dyonisos. REMITENTE: “Am El Fasi”, Exportaciones, Bengasi. CONSIGNATARIO: Durkee Filter, 194 Jewel Avenue, Nueva York. IDENTIFICACIÓN: 18/37B. CANTIDAD: una carga. DESCRIPCIÓN: 10 barriles de diatomeas. PESO BRUTO: 5.000 libras».
Angelo calculó rápidamente. «Diez barriles para cinco mil libras, son quinientas libras por barril. Poco peso para un barril de ahora, ¿no?».
—¡Eh, Tony! —gritó al empleado—. Echa un vistazo a esto. Puso el manifiesto ante las narices de Picardi. ¿Qué es eso de diatomeas?
—Una especie de polvo. Conchas trituradas.
—¿Para que sirve?
—No lo se exactamente. Creo que para filtrar agua. En las piscinas.
—¿Conoces ese barco, el Dyonisos?
—Sí. Es un viejo cascarón podrido. Viene cada seis semanas, desde hace cuatro o cinco meses, trayendo siempre la misma mierda.
Angelo tomó de nuevo la hoja y empezó a reflexionar. «En jefatura te tomarían por un imbécil si hicieses investigar unos barriles que pesan quinientas libras, siendo así que buscan una mercancía que pesa tres veces más. A menos que algunos de esos barriles hubiesen llegado vacíos…».
*
El proxeneta negro Enrico Díaz no tenía por costumbre encontrarse tan temprano en la Séptima Avenida. Las diez de la mañana era poco más que el amanecer para aquel pájaro nocturno. Acababa de embarcar en su Lincoln Especial el Fed que le había llamado la víspera. El policía iba esta vez acompañado de un colega. El hombre pisaba a fondo el acelerador, ansioso de alejarse de su territorio: no le interesaba que los Hermanos le viesen con sus pasajeros aunque éstos pudiesen pasar por dos honrados turistas dispuestos a correrse una juerga en la casa de sus damas.
—Tenemos un pequeño problema, Rico —declaró Frank, de quien era aquél confidente habitual.
El negro fingió no haberle oído. A través de sus enormes gafas negras observaba por el espejo retrovisor al otro Fed sentado en el asiento trasero. Nunca le había visto y su cara no le gustaba nada. «Ese tipo tiene una carita muy fea —se decía—; la carita de un truhán que debe disfrutar aplastando insectos con las uñas».
—Esa joven árabe de la que nos hablaste —siguió diciendo Frank—, abandonó su hotel esta mañana, para tomar un avión con destino a Los Ángeles…
Rico levantó un brazo en dirección a los montones de nieve sucia acumulada junto a la avenida.
—Una ratita que vuela, ¿eh?
—Sólo que no ha subido al avión, Rico.
El rufián sintió un escalofrío en la espina dorsal. Empezaba a lamentar no haber aspirado su pequeña dosis de la mañana antes de salir de su bombonera.
—¿Y bien?
—Nos gustaría hablar con tu compañero, el que tuvo que ver con ella.
—¡Ni pensarlo! ¡Ese tipo puede ser de mucho cuidado!
—Supongo que no será un monaguillo, Rico. ¿A qué se dedica?
El rufián lanzó un gruñido.
—¡Oh! A lo corriente. Un poco de droga, acá y allá.
—Perfecto, Rico. Le llamaremos, para hablar de droga. No hay peligro de que lo relacione contigo.
Rico rió entre dientes. Un hilillo de sudor corría ahora por su espalda, y no era porque tuviese demasiado calor con su pelliza de visón de cinco mil dólares.
—¿Están chalados? Háblenle a ese tipo de una chica árabe y de Hampshire House, ¡y sólo pensará en un negro en toda Nueva York!
—Mr. Díaz —terció el Fed desconocido—, se trata de un asunto sumamente importante. Y muy urgente. Necesitamos de veras su ayuda.
—Ya se la he dado.
—Lo sé. Y le estamos muy agradecidos. Pero debemos encontrar a esa chica, y para ello tenemos que hablar con su amigo. —Sacó un paquete de Winston, del bolsillo, se inclinó y ofreció un cigarrillo a Enrico. El negro lo rehusó—. Usted es importante para nosotros Mr. Díaz. No haríamos nada que pudiese comprometerle, se lo aseguro. No habrá el menor peligro de que su amigo sospeche nada de usted. Se lo prometo.
El Fed encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo.
—Frank, tengo entendido que una de las amigas de Mr. Díaz se encuentra actualmente en dificultades con la policía de Nueva York.
—Si consideras que cinco años en chirona no son precisamente una diversión, tiene, efectivamente, algunos problemas.
—¿Podrías conseguir que retirasen la acusación, dada la importancia de la colaboración de Mr. Díaz?
—Creo que sí.
—¿Hoy mismo?
—Si es realmente necesario.
—Lo es.
Rico observó por el espejo retrovisor que el Fed tenía la mirada fija en él.
—La muchacha es suya, Mr. Díaz, si hace un pequeño esfuerzo de memoria. Repito que no hay la menor posibilidad de que su amigo le relacione con esto. Ninguna.
«¿Qué me pasó aquel día para dejar que saliese armada?», pensó Rico. Sin embargo, le había dicho a la muy imbécil que nunca debía atracar a un cliente. Aunque éste se negase a pagar. Anita era la única yegua de su caballeriza que cobraba cien pavos por actuación. Era una mina de oro. Rendía dos o tres mil dólares a la semana: el doble que sus demás chicas. Era la principal proveedora de su fastuosa existencia, y nadie tenía que decirle lo que pasaría si no se doblegaba al chantaje de los dos Feds. Si se empeñaba en cerrar el pico, podía despedirse de ella; cinco años en chirona, y él, a apretarse el cinturón. En cambio, si hablaba, se la devolverían limpia de polvo y paja.
Rico dio un puñetazo sobre el volante. Tragó saliva varias veces, nerviosamente.
—¿De veras no hay peligro de que esto me vuelva a la boca? —jadeó.
—Puedes confiar en nosotros —le aseguró Frank.
En su cabecita de ordenador, Rico siguió sopesando los pros y los contras, calculando los riesgos frente a la galopante subida de los precios de la buena droga y a la pequeña fortuna de que debía disponer un caballero como él para mantener su categoría en las aceras.
El Fed que iba a su lado tuvo que inclinarse hacia él para captar el imperceptible murmullo que al fin se avino a emitir de mala gana:
—Pedro. Apartamento 5-A, 213, calle 55 Oeste.
*
La joven árabe buscada por el FBI rodaba al volante de un Ford, cincuenta kilómetros al norte de Manhattan, por la carretera 187 en dirección a Tarryton. Leila Dajani había alquilado el coche en Búfalo hacia quince días. Para mayor precaución, había sustituido los números de matricula por unas placas de Nueva Jersey robadas seis meses antes por agentes palestinos, del automóvil de un turista americano, en Baden Baden, Alemania. Sentada al lado de ella, su hermano Whalid pulsaba los botones de la radio en busca del boletín de noticias de las diez.
—Tal vez nos enteraremos de que los israelíes han empezado ya a hacer sus bártulos —dijo, con entusiasmo.
Leila le dirigió una sonrisa de asombro. «¡Cómo ha cambiado en unas horas! —pensó—. Parece estar de nuevo en paz consigo mismo. La obsesiva preocupación por el fracaso que le torturó hasta esta noche, parece haber desaparecido. ¿Se deberá al medicamento que le traje? En todo caso, no se ha quejado una sola vez de su úlcera desde que emprendimos la marcha».
Leila pasó al carril de la derecha, para dejarse adelantar por un enorme camión frigorífico. Conducía sin perder de vista el cuentakilómetros, cuidando de mantenerse muy por debajo del límite autorizado de noventa kilómetros por hora. Habría sido mala cosa que la detuviesen por exceso de velocidad. «Si Whalid parece tan aliviado —se preguntó—, ¿no será porque su tarea ha terminado?». Ahora le conducía al refugio que había preparado en el pueblo de Dobbs Terry, primera etapa en el camino de su huida. Ella volvería enseguida a Manhattan y recogería a Kamal, que no debía salir del garaje hasta dos horas antes del momento previsto para la explosión. Provistos de pasaportes falsos, los tres Dajani pasarían después al Canadá y se dirigirían al puerto de Vancouver, en la costa del Pacífico. Un carguero con pabellón panameño, pero perteneciente a una sociedad libia, iría a buscarles allí el 25 de diciembre. «Los canadienses —había calculado Leila— no vigilarán probablemente con mucha atención los muelles el día de Navidad».
La joven dejó la carretera 187 a la salida de Ashford Avenue y torció hacia el Oeste en dirección al Hudson. Minutos más tarde, se detuvo ante un supermercado, cuidando de aparcar el Ford en un rincón alejado de la zona de estacionamiento.
—Será mejor que vayas tú a comprar las provisiones, Whalid. Llamarás la atención menos que yo. Sería una estupidez correr riesgos inútiles.
Whalid le hizo un guiño afectuoso y se apeó del coche. Leila conectó la radio. Tal vez su hermano había recobrado la calma; pero ella se sentía más febril y angustiada a medida que pasaban las horas. Hizo girar los botones hasta que encontró una música cuyo estruendo la ayudaría a borrar sus negras ideas. Sus manos se crisparon sobre el volante. «No pienses. Haz el vacío…». Pero volvía a ver incesantemente la imagen de Michael, la imagen de un Michael desintegrado por la bola de fuego, devorado el rostro por los rayos mortales calcinado en un alarido de dolor. Era inútil que se repitiese que la bomba no llegaría a explotar, que los norteamericanos aceptarían el ultimátum de Gadafi en el último momento, que el monstruoso ingenio sería desactivado a tiempo; la hipótesis inversa del cataclismo desencadenado no dejaba de torturarla.
Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no oyó abrirse la portezuela. Whalid depositó sobre el asiento una caja de víveres de la que sobresalía una botella de whisky Johnny Walker.
—¿Y tu úlcera? —preguntó, confusa.
—¡No te inquietes por ella!
*
De las treinta y seis horas dadas por Gadafi en su ultimátum, habían transcurrido ya diez. En París, eran las cuatro de la tarde del lunes catorce de diciembre. El general Henry Bertrand, director del SDECE había conseguido al fin encontrar al ingeniero francés que había dirigido la construcción del reactor atómico vendido por Francia a Libia. Los ojos medio cerrados y el aire impenetrable del jefe del Servicio francés de Información podían dar la impresión de que su mente estaba a miles de kilómetros de allí. En realidad, estaba cautivada por el ondulante trasero de la joven criada española que le había introducido en el salón de un elegante apartamento del distrito 16.o. El director de SDECE examinó el lugar. Una larga galería de cristales daba sobre el Bosque de Boloña, por donde él había paseado a caballo hacía unas horas. Las paredes estaban adornadas con vitrinas tapizadas de terciopelo rojo, para hacer resaltar la colección de objetos de arte oriental y grecorromano. Nacido en Indochina, Bertrand apreciaba como aficionado experto los tesoros de Oriente. Ciertas piezas de origen indio, como una estatuilla del dios Shiva en gres rosa, que calculó que sería del siglo siete u ocho, eran, sin duda, muy valiosas. Pero la joya de la colección era una admirable cabeza romana, colocada sobre una mesa baja en el centro del salón. De tamaño dos veces mayor que el natural y suavemente nimbado por el haz luminoso de un foco, aquel mármol irradiaba una belleza como raras veces había contemplado el director del SDECE.
Bertrand oyó que se abría una puerta y vio aparecer un hombre de pequeña estatura, rollizo, calvo, envuelto en una bata de seda roja abrochada hasta debajo de la barbilla y que caía sobre sus pies calzados con chinelas de terciopelo rojo adornadas con una hebilla dorada. «Un mandarín —pensó— o un cardenal camino de la capilla Sixtina para asistir a un cónclave».
Paul Henri de Serre era uno de los más antiguos personajes de la Comisaría Francesa de Energía Atómica. Había empezado su carrera trabajando en Zoé, la primera pila atómica francesa, un aparato tan primitivo que sus barras de uranio eran accionadas por el motor de una máquina de coser. Después se había especializado en la construcción de centrales electronucleares, cosa que le había valido frecuentes estancias en los países a los que exportaba Francia sus instalaciones atómicas. Por esta razón había sido recientemente encargado de supervisar el montaje del reactor vendido a Libia y de asegurar su funcionamiento durante el crítico periodo inicial de seis meses.
—Eso de levantar un dedo acusador contra nosotros es muy típico de nuestros amigos norteamericanos —suspiró el ingeniero, cuando Bertrand le hubo explicado el motivo de su visita—. Hace años que envidian nuestros triunfos. Es absurda la idea de que los libios hayan podido extraer plutonio de nuestro reactor.
Cómodamente instalado en un sillón Luis XVI, cruzadas las manos sobre el ligero abultamiento de la panza, Bertrand encendió un Gitane.
—Nuestros especialistas confirman su opinión —convino—. Pero sería muy engorroso que ese plutonio hubiese sido sustraído de nuestra instalación. Dígame usted, señor, ¿no ocurrió nunca nada en Libia que pudiese infundirle la menor sospecha? ¿Algo desacostumbrado, excepcional?
—Absolutamente nada.
—¿No hubo nunca…, qué sé yo…, defectos en el funcionamiento del reactor, incidentes mecánicos inexplicables?
—¡Ninguno! Pero, en todo caso es evidente que a Gadafi le encantaría tener un poco de plutonio. Cada vez que se pronuncia la palabra nuclear en presencia de los árabes, los ojos de éstos echan chispas. Lo único que puedo decirle es que no pudo sacar su plutonio de nosotros.
—¿Tiene alguna idea de dónde pudo obtenerlo?
—¡En absoluto!
—¿Y qué me dice de sus técnicos? ¿Había entre ellos personas que simpatizasen con la causa árabe? ¿Tipos dispuestos a ayudar a los libios?
—Como usted sabe, todas las personas que tenemos allá abajo fueron objeto de una investigación previa por parte de la DST. Precisamente para eliminar la clase de individuos a que usted se refiere. Aparte eso la mayoría de aquellos llegaron a Libia con sentimientos más bien favorables a la causa árabe. Pero debo añadir acto seguido que la colaboración con los libios entibió su fervor con bastante rapidez.
—¿Son difíciles los libios?
—Imposibles.
«He aquí un hombre que no les profesa un gran afecto», pensó el general.
Después de una hora de conversación, el jefe del SDECE se hallaba igual que antes. El origen del plutonio de Gadafi seguía siendo un misterio. Sin duda había sido un robo puro y simple, pero ¿dónde?
—Bueno, mi querido señor, creo que he abusado bastante de su tiempo —dijo cortésmente, levantándose.
—Si puedo prestarle alguna ayuda, no vacile en acudir a mí —se apresuró a ofrecer el ingeniero.
En el momento de salir, Bertrand se sintió nuevamente impresionado por la asombrosa belleza de la cabeza romana, por la serenidad perfecta de aquella máscara que proyectaba su mirada de mármol inalterada por los siglos.
—¡Qué maravilla! —exclamó extasiado— ¿Dónde la encontró?
—Procede de Leptis Magna, paraje arqueológico situado a unos cien kilómetros al este de Trípoli. —Paul Henri de Serre acarició la cabellera marmórea con arrobada expresión—. Es hermosa, ¿verdad?
—¡Magnífica! —Bertrand señaló las vitrinas a lo largo de las paredes—. ¡Como toda su colección!
Se acercó a la cabeza de Shiva.
—Esta pieza es también excepcional. Yo diría que tiene al menos mil doscientos o mil trescientos años. ¿La descubrió en la India?
—Si. Estuve destinado allí a principios de los años setenta, en calidad de consejero técnico.
El general contempló la piedra delicadamente esculpida.
—Es usted un hombre afortunado, Monsieur De Serre, realmente afortunado.
*
En Nueva York, el Fed Jack Rand terminó el examen del último manifiesto de la Hellias Stevedore. Volvió a dejarlo cuidadosamente en su sitio, se abrochó el cuello, se ajustó la corbata y se levantó. Entonces vio con irritación que su compañero de equipo había terminado su paquete hacia rato. Con los pies apoyados sobre la mesa, Angelo Rocchia devoraba tranquilamente un pedazo de pastel de chocolate que había cogido de una fuente de golosinas abandonada en un rincón de la oficina. Charlaba apaciblemente con el empleado de la compañía.
—Bueno, aquí hemos terminado —declaró secamente el Fed, haciendo ademán de salir—. Deberíamos darnos prisa en ir a ver el muelle siguiente.
Como si no lo hubiese oído, Angelo empezó a lamer, casi religiosamente, los restos de chocolate que habían quedado en sus dedos. «Ese boquirrubio es un verdadero incordio —pensó—. Parece que le hubieran metido un cohete en el culo. A menos —pensó de pronto—, que sepa algo que nadie quiso decirme a mí».
El policía volvió a poner sus pies en el suelo y observó durante un momento el paquete de manifiestos de encima de la mesa. Con vivo ademán agarró la hoja superior, se levantó y sin decir palabra al Fed, se plantó frente al empleado.
—Dime, Tony, ¿tienes más papelotes sobre este cargamento de diatomeas?
Picardi examinó el manifiesto del Dyonisos y sacó una carpeta negra de un archivador. Había una para cada barco que atracaba en su muelle. En ellas guardaba un ejemplar de los conocimientos de embarque de todas las mercancías descargadas, el aviso de llegada enviado al transportista, el documento de entrega visado por la Aduana, y una hoja de muelle. Sacó la hoja de muelle correspondiente a la última llegada de barriles de diatomeas procedentes de Libia. En ella figuraba el nombre del camionero que había retirado la mercancía, el número de matrícula del vehículo, la hora en que habla salido de los docks y la descripción de la carga.
—¡Oh, sí! Recuerdo este caso. Generalmente es Murphy quien viene a buscar la mercancía de ese viejo carguero. Pero aquel día no fue así. Vino un tipo con un camión de la casa Hertz.
Rand golpeó con el dedo el manifiesto que sostenía Angelo.
—¿No ves que esos barriles pesan sólo quinientas libras?
—¿En serio? —exclamó el policía, con aire de fingida estupefacción. Y, dirigiéndose a Picardi, señalando a Rand con el pulgar, añadió—: Ese chico tiene sesos. ¡Es un verdadero ordenador!
—Entonces, ¿por qué perdemos el tiempo aquí, cuando todavía nos faltan dos muelles por revisar?
Angelo dio un cuarto de vuelta a la derecha y miró con calma al Fed.
—¿Quieres que te diga una cosa, hijito? Tienes razón. Hemos de ir a otras partes. Pero antes, dicho sea entre nosotros, hay que hacer dos o tres pequeñas comprobaciones. Así podrás hundir la cabeza en la almohada y dormir como un ángel esta noche, en el bonito motel donde te han instalado tus jefes. Sabrás que lo has comprobado todo. ¡Que no has dejado nada en el aire!
Angelo se volvió de nuevo al empleado.
—¿No habrá nadie por aquí que pueda recordar algo, Tony?
Picardi examinó el pie de la hoja de muelle.
—Tal vez los dos que descargaron la mercancía.
Angelo anotó el nombre de los dos descargadores en un trozo de periódico.
—Okey, l’ami —dijo, hinchando el pecho—, ¿te importaría llevarnos allá abajo y presentarnos a esos caballeros? —Chascó los dedos en dirección a Rand—. ¡Ven, hijito! Ahora tendrás ocasión de saber cómo es un muelle de Brooklyn.
*
El Brooklyn Ocean Terminal era un túnel interminable y oscuro, tan grande como un campo de fútbol y donde reinaba intensa actividad. Montañas de mercancías se apilaban en todas partes hasta el techo. Efluvios de especias y de café torrefacto flotaban en el polvo, y daban al inmenso local un ambiente de bazar oriental. Penetrando a intervalos regulares por las puertas de acceso a los desembarcaderos largos haces de luz proyectaban un pálido resplandor sobre el ballet de las carretillas elevadoras que evolucionaban como tejedores sobre la superficie de un estanque.
En el extremo del túnel, una enmohecida escalera subía a la plataforma superior. Aún podía leerse en sus flancos: «Embarco de tropas». A su lado había una especie de jaula con barrotes de madera. Era «el cofre» para guardar las mercancías valiosas: cajas de coñac español, de spumanti italiano, de marfil del Senegal, de objetos de nácar balineses. Angelo y Rand pasaron por delante de pirámides de botes de aceitunas aceite turco de girasol, de sacos de anacardos de la India, de balas de algodón del Pakistán, de fardos malolientes de pieles de Afganistán.
—Es todo un supermercado lo que tiene ahí dentro. No puedes imaginarte la cantidad de chucherías que esos tipos se reservan para ellos.
Picardi caminaba dos o tres metros delante de ellos con la hoja de muelle del Dyonisos en la mano.
—¡Eh, Tony! —preguntó Angelo—, ¿vienen muchos camiones de alquiler a buscar mercancías?
—No —respondió el empleado, sin volverse—. Dos o tres a la semana. Depende.
Condujo a los visitantes hacia un grupo de dockers que descargaban café y se acercó a un hombrón que llevaba su gancho en la mano. Angelo observó que el blanco de sus ojos estaba estriado de hilillos rosados. «Un aficionado al vino», pensó. Picardi agitó la hoja de muelle.
—Estos caballeros quieren saber si recuerdas algo acerca de esta mercancía.
Detrás, se había interrumpido el trabajo. Los hombres hablan formado un círculo mudo, hostil, alrededor de Angelo y de Rand. El descargador no miró siquiera el documento.
—No —gruñó, con voz ronca—. No recuerdo absolutamente nada.
«El alcohol le ha hecho perder también la memoria» —se dijo Angelo. Buscó en su bolsillo el paquete de Marlboro. Hacía cinco años que había dejado de fumar, pero siempre llevaba cigarrillos encima además de cacahuetes. Para invitar. Pues había aprendido cuando era un joven guindilla, que no hay nada mejor que ofrecer alguna cosa para romper el hielo.
—Toma, Gumbo —dijo, en italiano—. Fúmate uno.
Mientras el hombre encendía el cigarrillo, Angelo prosiguió:
—Escucha, lo que venimos a hacer aquí nada tiene que ver con vuestros pequeños líos… ¡Ya me entiendes!
El descargador lanzó una mirada de reojo a Picardi. Con un ligero movimiento de las cejas, el empleado le indicó que podía hablar.
—¿Qué aspecto tenían esos barriles? —preguntó amablemente Angelo.
—Pues…, de bidones. De bidones grandes.
—¿Recuerdas el tipo que vino a buscarlos?
—No.
—Quiero decir si era un parroquiano. Un tipo que conocía el lugar, la tonada, la costumbre, ya sabes…
La alusión a la costumbre de dar una propina a los que descargan las mercancías tuvo por efecto amansar al docker.
—¡Sí! Me acuerdo de aquel cagón. —Hizo chascar la lengua entre los dientes—. Hubo que recordarle los buenos modales, y, cuando comprendió, sacó del bolsillo un billete de cincuenta dólares. Sí, ¡claro que me acuerdo de él!
Angelo sintió que su sangre corría con más fuerza. «¿Quién era capaz de soltar cincuenta dólares de este modo? —pensó—. Desde luego, ¡no un italiano! ¡Y menos un irlandés!». En realidad, nadie que frecuentase los docks. Sólo un extranjero, desconocedor de las costumbres de los muelles.
—¿Recuerdas que aspecto tenía?
—Bueno era un hombre como otro cualquiera, ¿sabe?, ¿qué más puedo decirle? —Un hombre. Ni más ni menos.
—Estamos perdiendo el tiempo, Angelo —se impacientó Jack Rand—. Pasemos al muelle siguiente.
—De acuerdo hijito; enseguida.
Mostró al descargador la hoja que sostenía Picardi.
—¿Y el compañero que se ocupó del cargamento contigo? ¿Dónde está?
—Ha ido a jugar a las cartas en la cantina —dijo el descargador.
—Muy bien. Nos detendremos allí un momento; hijito, y después nos largaremos.
Antes de que Rand tuviese tiempo de iniciar una protesta, el policía neoyorquino apoyó una de sus manazas en su hombro.
—Tú tienes prisa, y yo también. —Arrancó la hoja del muelle de las manos de Picardi y señaló el número de matrícula del camión que había venido a recoger los barriles—. Mientras yo voy a la cantina, ve tú a telefonear a Hertz y procura enterarte de la agencia en que fue alquilado este camión y a nombre de quien se suscribió el contrato de alquiler.
Angelo volvió de la cantina en menos de cinco minutos, sin haber podido sacar nada a los jugadores de cartas. Rand le tendió una hoja de papel con los datos concernientes al camión Hertz. Éste había sido alquilado en la agencia de la Cuarta Avenida, de Brooklyn, precisamente detrás de los docks, el viernes a las 10.30 de la mañana, muy poco antes de la hora de la entrega consignada en la hoja del muelle. El cliente lo había devuelto en la tarde del mismo día y había pagado con una tarjeta de crédito del American Express. Su permiso de conducir, del Estado de Nueva York, estaba a nombre de Gerald Putman, con domicilio en Interocean Exports, 123 Cadman Plaza West, Brooklyn Heights.
Angelo repitió el nombre y la dirección con aire satisfecho.
—¡Bravo, hijito! Sólo hace falta comprobarlo. Una breve llamada telefónica ¡y quedaremos tranquilos!
Encontró en la guía telefónica el número de Interocean, y llamó inmediatamente. Rand oyó que daba su nombre y su condición a la telefonista y que pedía que le pusiese con Mr. Putman. Durante la pausa que siguió, Angelo soltó una carcajada, tomando a Rand y a Picardi por testigos:
—¿Conocéis a algún camionero que tenga secretaria?
Recobró su seriedad para hablar con la susodicha secretaria:
—Sí, señorita; es personal… ¿Mr. Putman? Soy el inspector Angelo Rocchia, de la brigada criminal. La agencia Hertz, de la Cuarta Avenida, en Brooklyn, nos ha informado de que usted alquiló uno de sus camiones el viernes pasado, a eso de las diez de la mañana, y quisiéramos…
Rand, desde un metro de distancia, oyó la voz de Putman que gritaba en el teléfono:
—¿Qué? ¡Está usted en un error, inspector! El viernes por la mañana no me moví de mi oficina. Lo recuerdo muy bien. Fue el día en que perdí mi cartera. Pensaba que me llamaba usted para decirme que la habían encontrado.
*
El cuartel general encargado de coordinar las operaciones de busca, del que el equipo Rocchia-Rand no era más que un grano de arena, empezó a funcionar a media mañana del 14 de diciembre. Elegido por Quentin Dewing, el director del FBI venido de Washington, el lugar ofrecía condiciones ideales de secreto. Enterrado a tres plantas por debajo del tribunal de Foley Square, el puesto de mando de «alerta» de la ciudad de Nueva York había sido tan raramente utilizado, que casi todo el mundo, empezando por los periodistas acreditados cerca de la Alcaldía, había olvidado su existencia. Era un gigantesco subterráneo dividido en una serie de salas donde todo tenía un siniestro color gris: las paredes, el suelo, los muebles e incluso las caras de los policías que montaban la guardia de día y de noche.
Con la metódica eficacia que daba fama al FBI, Dewing había transformado, en un tiempo récord, el puesto de mando dormido en colmena zumbadora. Cincuenta Feds ocupaban el puesto telefónico, con la tarea de centralizar las informaciones concernientes a los árabes llegados a la región de Nueva York en el curso de los seis últimos meses. Cada agente disponía de una línea. Algunos se mantenían en contacto permanente con el Servicio de Inmigración de Washington y con los colegas que revisaban en los aeropuertos las tarjetas de desembarco modelo I-49. Sobre una mesa se hallaba un miniordenador que servía de banco central de identificación. Cada nombre y cada dirección transmitidos eran inmediatamente confiados a su memoria. Toda persona de origen árabe que no era encontrada y exculpada en el plazo de una hora, veía inserto su nombre en una ficha de prioridad especial.
Al Feldman, jefe de inspectores de la policía neoyorquina, escuchaba con admiración el ininterrumpido alud de nombres y direcciones comunicados a los coches del FBI distribuidos en toda la región de Nueva York.
—¡Romeo 19! Ocúpese del llamado Ahmed Attal. Deletreo: Arizona, Tennessee repetido, Arizona, Luisiana. Vive en el 1904, Cuarta Avenida, Brooklyn.
La operación que se desarrollaba en la pieza contigua era más impresionante aún. Coordinaba las investigaciones en los muelles. Planos que mostraban los novecientos ochenta kilómetros del waterfront de Nueva York y de Nueva Jersey cubrían las paredes. Cada uno de los doscientos amarraderos figuraba en el plano correspondiente. Allí se inscribían también los nombres de los barcos que habían descargado mercancías procedentes de Trípoli, Bengasi, Lattaquié, Adén o Basora, así como la fecha de su llegada al puerto de Nueva York. En cuanto un equipo descubría la entrada de una mercancía sospechosa, telefoneaba los datos del consignatario. Si la entrega se había hecho en la zona de Nueva York, el Puesto de mando lanzaba sobre su pista un equipo de la aduana o de la oficina de estupefacientes. Si la mercancía había sido expedida fuera de Nueva York, un agente de la oficina más próxima del FBI era enviado en su busca.
Feldman cruzó la estancia, se detuvo y contempló con irónica sonrisa, el trabajo de hormigas de los Feds.
—¡Oiga, Detroit! Tenemos para ustedes un envío de quinientas cajas de dátiles procedentes de Basora. El consignatario es Marie’s Food Products, 1132-A, Dearborn Avenue.
Romeo 14 acaba de comprobar los doce fardos de pieles procedentes de Lattaquié, descargados del S/S Prudential Eagle el 19 de noviembre en el muelle 32 de Port Elizabeth. Nada anormal.
¡Scanner 6! «Scanner» era el nombre en clave que se daba a los agentes de aduanas. Ocúpense de doscientos cincuenta bidones de aceite de oliva llegados de Beirut para Paradise Spully, 1476 Decatur, Brooklyn.
Dewing había instalado su oficina en la estancia destinada al alcalde para el caso de alarma nuclear. En la sala contigua funcionaba una batería de receptores múltiples, por los que llegaba un caudal ininterrumpido de informaciones procedentes de los ficheros de la CIA y del FBI, así como de sus enlaces extranjeros.
Clifford Salisbury, el agente con perilla de la CIA estudiaba metódicamente el expediente de cada terrorista y seleccionaba los individuos de cierto nivel intelectual que hubiesen residido algún tiempo en Estados Unidos. «¡Magnífico! —pensó Feldman, viendo el montón de fotografías que crecía sobre la mesa—. Pronto tendrá un centenar… Que no le servirán absolutamente para nada… ¿Qué va a hacer con todos esos retratos? ¿Mostrarlos a los cafeteros de Brooklyn?: “Dígame, ¿ha visto por casualidad a este tipo? ¿Y a ése? ¿Y a aquél?” Después de tres o cuatro fotos, al hombre le dará vueltas la cabeza. En realidad, ¡estará tan aturrullado que será incapaz de reconocer la cara de su propio hermano!».
Feldman sacó un Camel de un paquete arrugado. Respetaba el cuidado con que actuaba el FBI. La mayor parte de las grandes investigaciones partían de una amplia base y convergían poco a poco, si había un poco de suerte, hacia un punto preciso. Un sistema de resultados probados. A condición de disponer de ocho a diez días. «Lo malo —pensó— es que este tipo de la CIA olvida que disponemos de menos de treinta horas. Gadafi habrá pasado la ciudad por la sartén cuando él estará todavía en la fase III de su investigación. Para que todo este trabajo sirviese de algo, tendría que proporcionarnos la información decisiva, la foto de la única cara que hay que buscar entre la multitud. ¡Y muy pronto!».
La entrada del oficial de la policía neoyorquina encargado de espiar los barrios árabes de Brooklyn sacó a Feldman de sus reflexiones. Era un joven virginiano con la corpulencia de un tercera línea de rugby. Como daba pruebas de un perfecto eclecticismo, sus superiores le habían confiado también la vigilancia de los organismos israelíes. Pero sus informes no contenían nada realmente significativo. Sólo vagos chismes recogidos en la abacería de la esquina, o de labios de un confidente de ocasión, tales como: «Se sospecha que la sociedad de la Media Luna Roja árabe, del 135 de Atlantic Avenue, presentó una petición de mención fiscal, recauda fondos para la OLP». O bien «El café de Damasco, del 204 de Atlantic Avenue, es visitado a menudo por partidarios de Georges Habbche». De hecho, desde que una ley sobre libertad de información autorizó a cualquier ciudadano a meter las narices en todos los archivos oficiales, la policía neoyorquina procuraba que ningún dato importante figurase jamás en sus legajos. El buen material se almacenaba en un cuaderno secreto que los oficiales de información guardaban bajo el brazo, a salvo de todas las miradas indiscretas. El del virginiano contenía este lunes catorce de diciembre una lista de treinta y ocho sospechosos de la OLP, en su mayoría jóvenes inmigrantes palestinos pobres, que vivían en los sectores lindantes con los barrios negros de barracas de Bedford Stuyvesant.
—Al menos nosotros sabemos dónde están nuestros sospechosos —comentó Feldman, dirigiéndose al virginiano—. Páselos por el tamiz e interróguelos a fondo. Compruebe todo lo que hicieron durante las últimas setenta y dos horas.
—¿Con qué pretexto jefe?
—Con cualquiera. Comprobación de identidad… De todas maneras, todos ellos deben de estar en situación más o menos irregular.
—¡Señor! Si hacemos esto se nos echarán encima todos los defensores de los derechos civiles de la ciudad.
Feldman estaba a punto de responderle que, dentro de unas horas, tal vez ya no habría habitantes ni, por ende, derechos civiles que defender, cuando un guardia le interrumpió.
—¡Al teléfono, jefe!
Era Angelo Rocchia. El jefe de inspectores no se sorprendió de que Rocchia le llamase directamente, saltándose la vía jerárquica. Conocía a los sabuesos de su jauría, verdaderos fisgones capaces de hacer brillar su blasón en el piso superior, y siempre les había animado a dejarse llevar por su instinto y a acudir a él personalmente cuando tuviesen algún problema.
Escuchó el relato de Angelo, mientras tomaba notas.
—Corre al despacho de ese tipo de Brooklyn y mira si puedes averiguar algo sobre el ratero que le quitó la cartera —le ordenó, inmediatamente—. Enviaré otro equipo para remplazaros en los muelles.
Mientras hablaba, había marcado en otro teléfono el número de Tommy Malone, jefe de la Brigada de Rateros.
—Recoja las fotos de todos los picks que trabajan en Brooklyn, le dijo y corra al 123 del Cadman Plaza West.
—¿Algo nuevo, jefe? —preguntó el virginiano.
—Francamente, me extrañaría —gruñó Feldman, levantándose con aire perplejo.
Salió y dio unos pasos en dirección a un rincón donde había visto una cafetera puesta a calentar sobre una placa eléctrica. Se sirvió una taza de café hirviente y, aprovechando un momento de respiro trató de poner un poco de orden en sus pensamientos. Se llevaba la taza a los labios cuando algo atrajo su mirada. Fijado en la pared, detrás de la cafetera había un viejo cartel de defensa pasiva, con el distintivo familiar de un triángulo blanco dentro de un círculo negro. Reconoció la marca de la imprenta federal y leyó el título: «Consejos a seguir en caso de ataque termonuclear».
Seguían siete recomendaciones: «Aléjense de las ventanas», decía la primera. Feldman recorrió la lista.
«5. Aflójense la corbata, desabróchense las mangas de la camisa y cualquiera otra prenda ajustada.
»6. En cuanto perciban el relámpago incandescente de la explosión nuclear, dóblense hacia delante y sujeten firmemente la cabeza entre las rodillas».
Al llegar a la última línea, Feldman soltó una carcajada. «Ninguna recomendación —pensó—, podía resumir mejor el espantoso follón en que se hallaban metidos aquella mañana»:
«7.Kiss your ass goodbye» («¡Den a su trasero un beso de adiós!»).
*
—Voy a decirte como se hace esto en esta puerca ciudad…
«¡Ya está! —pensó Jack Rand, exasperado—. Ahora volverá con sus discursos».
—En Nueva York —explicó Angelo Rocchia al joven Fed de Denver—, casi todos los carteristas trabajan por encargo. Un perista va en busca de un ratero al que conoce y le dice: «Hola, Charlie, tengo que comprar un televisor en color a mi vieja. Necesito papel y plástico fresco para mañana». «Plástico» quiere decir tarjetas de crédito. El perista recalca: «Tiene que ser realmente fresco; no más de dos o tres horas», es decir, antes de que la víctima haya tenido tiempo de avisar al American Express o al Diners club de que le han birlado sus tarjetas de crédito. El ratero cumple el encargo. Se guarda la pasta, si la encuentra en la cartera, y recibe dos o trescientos pavos por los documentos de identidad y las tarjetas de crédito. No está mal, ¿eh?
A las pocas manzanas, la decoración cambió por completo. No habían pasado aún cinco minutos desde que habían salido de los muelles, cuando se desvaneció el desolador espectáculo de los tugurios de los docks y fue sustituido por las calles estrechas del barrio viejo de Brooklyn Heights, con sus hoteles particulares de brownstone, adornados con graciosas escaleras exteriores, elegantes pasamanos de hierro forjado y aceras plantadas de árboles cuidadosamente recortados.
—¿Y crees que ha sido esto lo que le ha pasado a la cartera del tipo al que vamos a ver? —preguntó el Fed.
—Podría ser.
—¿Cuántos carteristas crees que hay en Nueva York?
Angelo emitió un ligero silbido, mientras introducía su Chevrolet entre dos hileras de coches, para arrancar en cabeza cuando el semáforo se pusiese verde.
—Trescientos, cuatrocientos, quinientos…, ¡quién sabe!
Rand colocó su muñeca debajo de la nariz de Angelo y golpeó con un dedo el cristal de su Seiko.
—Son ya las once dadas, ¡y ese maldito barril estallará mañana al mediodía! ¿Te imaginas que tendremos tiempo de echarles la zarpa a quinientos rateros? Identificar al que birló… o no birló… la cartera de ese tipo; descubrir a quién entregó las tarjetas de crédito; encontrar al perista… ¿Todo esto antes del mediodía de mañana? ¿Estás soñando, papaíto?
—¿Qué quieres que te diga? —suspiró Angelo, en tono indiferente—. De momento, es lo mejor que tenemos. En realidad, hijito, es LO ÚNICO que tenemos de momento.
Acababa de desembocar en Fulton Street y veía Camden Plaza, casi a la entrada de la rampa que sube hacia el puente de Brooklyn.
—Además, no seremos tú ni yo quienes impidamos que explote esa mierda de barril. Ni ninguno de los que estamos aquí. Nosotros sólo estamos para la galería. Son los hombres de Washington quienes deben conseguirlo. ¡No unos operarios como nosotros!
*
Prácticamente, los «jefazos» de Washington no habían interrumpido sus sesiones desde su reunión con el alcalde de Nueva York, un par de horas antes. Para dar a los periodistas la ilusión de una situación normal, el presidente se empeñaba en atender los compromisos de su calendario oficial. Ahora acababa de volver a su sitio entre los consejeros de su Comité de Crisis. En seguida formuló la pregunta que todos tenían en la mente:
—¿Qué noticias hay de Trípoli? ¿Está dispuesto Gadafi a hablar con nosotros?
—Acabamos de comunicar por teléfono con nuestra Embajada —respondió el subsecretario de Estado—. Nuestro encargado de Negocios se halla todavía en el cuartel de Bab Azziza. Nadie parece estar al corriente de nada.
Herbert Green, secretario de Defensa, dejó de morder su pipa. Parecía pensar en alta voz.
El hecho de que nuestro destructor Allan captase una conversación telefónica de Gadafi no es una prueba fehaciente. Nadie ha visto al libio desde que empezó este asunto. Nadie le oyó proferir directamente su amenaza. Se trata de una escalada tan fantástica en el campo del chantaje, que puede uno preguntarse: ¿Sabemos de cierto que él está detrás de todo esto? ¿No es posible que esté él mismo prisionero de sus propios lugartenientes o de un grupo de terroristas palestinos?
La atención general se volvió al director de la CIA.
—Hemos previsto esta eventualidad —dijo el almirante Bennington— y nuestra respuesta es: «No». El programa nuclear libio ha formado siempre parte de un campo reservado exclusivamente al coronel. En cuanto a los palestinos, los ha tenido siempre fuertemente sujetos. Además, nuestro laboratorio acaba de confirmar que la voz de la casete que recibimos es indudablemente la suya.
—¡Más vale tarde que nunca! —gruñó el presidente.
Bennington esbozó una forzada sonrisa.
—Según el análisis que hemos podido hacer de la conversación registrada por el Allan —siguió diciendo—, parece que no se halla sometido a ninguna coacción.
—Razón de más para que tratemos de hablar con él urgentemente —insistió Eastman.
—¡Así es! —recalcó el presidente, y se volvió al director del FBI—. ¿Hay alguna novedad en Nueva York?
Joseph Halborn se disponía a responder cuando una luz roja centelleó en el teléfono del subsecretario de Estado.
—Señor presidente —anunció Middleburger—. El centro de operaciones del Departamento de Estado está recibiendo en este instante un cherokee nodis de Trípoli. —Un cherokee nodis era un telegrama considerado como de máxima prioridad por el Departamento de Estado[13]—. Lo tendremos dentro de unos segundos.
A medida que llegaba al séptimo piso del Ministerio de Asuntos Exteriores, el despacho cifrado era automáticamente absorbido por un ordenador, que lo descifraba y lo retransmitía por un teletipo especial al centro de telecomunicaciones contiguo a la sala del Consejo Nacional de Seguridad. Middleburger acababa apenas de colgar cuando entró un oficial y entregó a Eastman el telegrama de Trípoli.
—Señor presidente, nuestro encargado de Negocios acaba de hablar con Gadafi.
—¿Y bien?
—Gadafi declara que todo cuanto tiene que decir se encuentra en la casete que le envió. Se niega a hablar con usted.