En Washington, eran las 3.50 de la mañana del lunes 14 de diciembre. Habían pasado tres horas y cincuenta minutos desde la explosión libia en el mar de arena de Awbari… La capital de Estados Unidos dormía bajo su manto de nieve helada. Ninguna señal permitía adivinar que acababa de estallar una crisis. Pero esta quietud superficial ocultaba en realidad una intensa agitación. Desde la medianoche, los principales recursos tecnológicos del Estado americano se hallaban en acción. Desde la sede del FBI y desde el Cuartel General de la CIA, al otro lado del Potomac, partían cada segundo mensajes ordenando a los agentes y espías que trabajaban para Estados Unidos en todo el mundo, que empleasen todos los medios para descubrir de quién había aprendido Gadafi el secreto de la bomba H, cómo había podido construirla y quién la había introducido en Nueva York. En Olney (Maryland), los vigilantes del Centro Nacional de Alerta sólo tenían que marcar el número 33 en su teléfono de teclas para lanzar la alarma atómica general de un extremo al otro del país. A varios kilómetros de allí, los técnicos de la Agencia de Seguridad Nacional interceptaban, registraban, ponían en ordenador y aprovechaban con ayuda de un extraordinario sistema de claves, todas las comunicaciones telefónicas y las emisiones de radio que cruzaban el espacio. Esta noche acechaban el éter con la esperanza de descubrir en él una palabra, una frase, un mensaje capaz de poner a los investigadores sobre la pista de los terroristas de Gadafi. No lejos de allí, el Cuartel General subterráneo de los equipos Nest de investigación de explosivos atómicos estaba en plena efervescencia. Seis veces, en su corta historia, se había precipitado ya estos equipos a la caza de una bomba en las calles de una ciudad norteamericana. Nadie se había enterado nunca de nada. Ahora, dentro de unas horas, los doscientos agentes transportados por los Sterlifter C-141 movilizados al empezar la jornada estarían rodando por las arterias de Manhattan con todo su material de detección, en furgonetas anónimas, alquiladas a Hertz o a Avis. Tampoco ahora sabría nadie quienes eran ni lo que buscaban. Secreto y rapidez eran la regla de oro de las operaciones Nest. Secreto, para evitar que los terroristas, al sentirse descubiertos, hiciesen explotar su ingenio, y también para impedir todo riesgo de pánico en la población. Rapidez, porque cada minuto se contaba por millares de vidas humanas.
Precursores de los grandes Sterlifter, dos aparatos, un birreactor Beechcraft King-Air 100 y un helicóptero H-500, con discretas matrículas civiles, se habían posado ya en la base aérea McGuire, de Nueva Jersey. Transportaban un primer grupo de una veintena de técnicos, una instalación de radio para doscientos receptores y una decena de detectores de neutrones a base de trifluoruro.
El hombre a quien había de incumbir la terrible responsabilidad de dirigir la búsqueda de la bomba rodaba ya en un automóvil corriente por la autopista que llevaba de McGuire a Nueva York. Con sus 2 metros de estatura, su rostro curtido, sus botas y sombrero de cowboy, su camisa a cuadros y su amuleto navajo colgado del cuello, el físico atómico Bill Booth, de cincuenta y dos años, parecía salido de un anuncio de los cigarrillos Marlboro. La llamada urgente le había sorprendido en el sitio donde no podía dejar de encontrarse en un fin de semana de invierno: en las pistas de esquí de Cooper Mountain, Colorado. Ahora, rodando a toda velocidad hacia Nueva York, se sentía invadido por unas vagas náuseas ante la idea de lo que le esperaba. Este malestar lo experimentaba cada vez que su beeper le enviaba, al frente de sus equipos, a las calles de una aglomeración norteamericana. Sin embargo, estos equipos eran de su creación. Años antes de que un novelista imaginase el primer thriller sobre un chantaje atómico, Booth había sentido venir la amenaza del terrorismo nuclear. La primera visión apocalíptica de esta posibilidad la había tenido en uno de los lugares menos adecuados para esta clase de espectáculo entre los olivares y los bancales cultivados de un pueblecillo español de pescadores llamado Palomares. Había sido enviado allí en 1964, con un equipo de físicos y especialistas en armamento nuclear, para tratar de recuperar las bombas atómicas de un bombardero B-52 que se había estrellado en la región. Su equipo disponía de los aparatos de detección y de las técnicas de rastreo más modernos. Durante días y semanas, buscaron incansablemente. Solo encontraron unos montones de abono y unos cuantos guijarros débilmente radiactivos. Si no había podido descubrir un rosario de bombas en campo raso, Booth no necesitaba tener mucha imaginación para adivinar que aún seria más difícil encontrar una bomba nuclear escondida por un grupo de terroristas en un sótano o en un desván en pleno centro de una ciudad.
Desde su regreso a Los Álamos, donde era uno de los responsables de la fabricación de armamentos nucleares, había luchado por preparar a América para hacer frente a la crisis que, con toda seguridad, no dejaría de afectar un día a una ciudad norteamericana. Y, sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, Booth sabía que sus equipos, por perfeccionado que fuese su material, eran incapaces de cumplir la tarea que les incumbía. En una ciudad donde un bosque de rascacielos de acero y de cristal ofrece tantos obstáculos naturales, es utópico confiar en descubrir una emisión de radiaciones y dirigirse a una bomba como el perro de caza sigue la pista de una presa. Sombrío y melancólico, Bill Booth deslizó su mirada sobre las chimeneas de las refinerías de Nueva Jersey, que flameaban en la noche. Después, súbitamente, percibió compacto y espléndido, el promontorio de Manhattan iluminando las tinieblas con una lluvia de estrellas. Entonces recordó una frase de Scott Fitzgerald que había aprendido en el colegio. Descubrir Nueva York de esta manera, desde lejos, era captar una «loca imagen del misterio y de la belleza del mundo». Se estremeció. Los rascacielos de Manhattan no brindaban esta noche a sus ojos ninguna promesa de belleza. Sabía que, por el contrario, le esperaba allá abajo el infierno, el desafío más terrible con que él y sus hombres habían tenido que enfrentarse jamás.
*
En Washington, estaban iluminados varios pisos del ala oeste de la Casa Blanca. Encerrado en su estrecho despacho lleno de papeles, Dick Kallsen, de treinta y dos años, redactor titular de los discursos presidenciales había empezado a escribir la alocución radiotelevisada que el jefe del Estado debería pronunciar en la eventualidad de que una filtración revelase la amenaza de Gadafi a la población.
—No hay que mentir —le había dicho Eastman—, pero trate de disimular lo suficiente para que nadie piense que esa bomba podría matar a cinco millones de neoyorquinos. El discurso tiene que tranquilizar a la gente, animarla, apaciguarla.
Con los ojos enrojecidos por la fatiga, Kallsen levantó la cabeza, hizo girar el rodillo de su máquina de escribir y empezó a releer el resultado de sus primeros esfuerzos:
«Queridos compatriotas: No tenemos hasta ahora ningún motivo para creer que esta bomba signifique una amenaza inmediata contra la vida y la seguridad de los habitantes de Nueva York. De acuerdo con nuestros aliados del mundo libre con la URSS, con la República Popular de China, nosotros…».
Un piso más arriba, Jack Eastman contemplaba con aire cansino, la poco apetitosa hamburguesa qué había ido a buscar al distribuidor automático del sótano, en sustitución de su comida dominical. Su despacho estaba lleno de fotografías y de recuerdos que ilustraban su carrera; eran otras tantas etapas en el camino que había llevado a este militar al puesto de consejero del presidente en cuestiones de seguridad nacional. Allí estaba como joven piloto de un F-86 en Corea; después, cuando se diplomó en dirección de empresas en la Harvard Business School. Cuatro platos de porcelana de Delft, comprados en Bruselas, recordaban su pertenencia al Cuartel General de la OTAN. En sendos marcos de plata colocados sobre su mesa había también una fotografía de su esposa Sally y otra de su hija Cathy, de diecinueve años tomada hacía dos, con ocasión de la ceremonia de fin de curso en la Cathedral School de Washington. Eastman había advertido siempre una sonrisa maliciosa en aquella foto. Y ahora contemplaba esta sonrisa, incapaz de desprenderse de ella incapaz de apartar su pensamiento de aquella ufana muchacha vestida de blanco. De pronto sintió un nudo en el estómago. Cerrando los ojos ante la amada imagen apoyó la cabeza en las palmas de las manos, esforzándose por contener su emoción y recobrar las virtudes de disciplina que habían inspirado toda su vida. La hija única de Jack Eastman era estudiante de segundo curso en la Universidad Columbia de Nueva York.
*
El taxi amarillo hizo un eslalon entre el enjambre de «Rolls» y de Cadillac que bloqueaban, como todas las noches, los aledaños del Studio 54. Un portero con galones se apresuró a recibir a la joven que se apeó de aquél y la acompañó a través de la multitud de curiosos que se apretujaban en la acera, deseosos de ver algunas de las celebridades que frecuentaban la discoteca que estaba más de moda en Nueva York. Agitada aún por las intensas horas que acababa de vivir con sus dos hermanos en el almacén donde estaba la bomba, Leila Dajani vaciló antes de sumergirse en aquella bacanal. Doce reflectores encendían, en un torrente psicodélico de luz, un bosque de módulos luminosos que giraban en el techo como peonzas incandescentes. Estallando al ritmo desenfrenado de los altavoces, unos estroboscopios lanzaban haces de relámpagos sobre los paños escarlata que tapizaban las paredes. Leila dio unos pasos hacia la fosforescente pista de baile, donde las glorias de la jet set neoyorquina e internacional se contorsionaban en un frenesí de rítmicas acrobacias. Lanzó un beso furtivo a la sombría Bianca Jaeger, ex ninfa Egeria de los Rolling Stones la cual se contoneaba en un minishort de seda que no dejaba nada a la imaginación, y después envió otro a Margaret Trudeau, la infatigable ex primera dama del Canadá, embutida en un corpiño de lentejuelas y un pantalón de corsario que caía sobre unas boots blancas con bordados. Lascivamente tendida sobre un canapé de terciopelo rojo, en medio de un grupo de jóvenes admiradores vestidos de smoking, la bella actriz Marisa Berenson parecía imperar como en una escena de su película Barry Lyndon. Más allá resplandeciente como siempre, Jackie Kennedy luciendo vestido tubo de oro pálido y blusa casaca de crespón gris, sobre el que se derramaban varias hileras de perlas de oro y plata, bailaba con el célebre agente literario californiano Swifty Lazar. En un rincón una especie de buda negro con pantalón y chaleco de cuero y manos sujetas por una cadenita de plata a un cinturón que le apretaba las caderas, beatífico el semblante bajo el efecto de algún éxtasis interior, se balanceaba en una danza solitaria.
Leila necesita más de diez minutos para abrirse paso entre las manos y las miradas que trataban de atraerla a los sofás, a los sillones, a los mullidos cojines que flanqueaban la pista. Cuando percibió al fin, el grupo que buscaba, corrió hacia él y se abrazó a un mozo alto, cuya tupida cabellera rubia caía sobre el desabrochado cuello de una camisa de seda.
—Michael, ángel mío —murmuró—, te pido perdón por llegar tan tarde.
Michael Laylord la abrazó. Tenía rostro de arcángel, ojos azules, facciones de regularidad casi demasiado perfecta y boca exquisitamente sensual.
—Amor mío, ¡sabes que te perdonaría aunque me matases!
La atrajo suavemente sobre los cojines del canapé. Un cigarrillo de marihuana circulaba a su alrededor. Michael se apoderó de él y lo puso entre los labios de Leila. La joven aspiró profundamente, reteniendo el humo hasta perder el aliento, y lo espiró poco a poco por la nariz. Michael iba a pasar el cigarrillo a otra persona, pero Leila se lo quitó de la mano para inhalar una nueva bocanada. Después se echó atrás con los ojos cerrados, abandonándose a la dulce euforia de la droga. Cuando volvió a abrir los ojos, vio encima de ella el bello rostro de Michael, que la miraba con ternura.
—¿Bailamos?
En la pista, Leila se lanzó a la rompiente de las ondas sonoras, cerrando los ojos para gozar completamente de su sueño, en las nubes de un viaje fuera del tiempo y del espacio.
—¡Sucio negro!
Aquel grito disipó su ensueño. El buda negro al que había observado al entrar acababa de derrumbarse sobre la pista, ensangrentado el rostro, contraída la boca por el dolor. Su agresor, un joven con smoking de seda blanca y lentejuelas, enrojecidos los ojos por el alcohol, tuvo tiempo de largarle un último puntapié en el vientre antes de que se interpusiesen dos camareros con shorts de seda.
Leila se estremeció.
—¡Qué horror! —gimió, precipitándose hacia aquel desdichado, alrededor del cual seguía girando la multitud indiferente de los que bailaban.
Michael tiró suavemente de su mano para conducirla de nuevo a su mesa. La joven se tambaleaba de asco y de indignación.
—¿En qué mundo odioso vivimos, Michael? —murmuro.
Sus ojos brillaban excitados. Tenía un aire lejano, hostil «¿Era demasiado fuerte la nueva hierba colombiana?», se preguntó Michael. Enjugó el sudor de su frente y le sonrió. Pero tuvo la impresión de que ella estaba ausente.
—No es un mundo para los pobres y los débiles, ¿verdad, Michael? En realidad, no pueden esperar nada. ¿Justicia, consideración igualdad? ¡Bah! Patadas, sí. A menos que procuren obtener aquéllas por su cuenta. Y para esto no hay más que una manera: la violencia.
Lo había dicho con una vehemencia que asombró a Michael.
—No todo ha de ser violencia, Linda. —Sólo la conocía por su nombre falso—. Hay otras maneras.
—¡No para los débiles y los oprimidos! —Levantó los brazos en dirección a los que bailaban en la pista—. Ellos sólo lo entienden cuando es demasiado tarde. Sólo les interesa su cuerpo, sus placeres su dinero. Los pobres, los apátridas, los expoliados…, ¡les tienen sin cuidado! Hasta que estalla la violencia, ¡el mundo permanece sordo!
—No pensarás realmente lo que dices, ¿verdad?
—¡Claro que lo pienso! —Su voz bajó de tono, hasta convertirse en un murmullo—. Hay un dicho en nuestro Corán, un dicho terrible, pero que expresa muy bien lo que quiere decir: «Si Dios tuviese que castigar a los hombres por sus faltas, no dejaría siquiera un animal sobre la Tierra».
—¿Tu Corán? Pensaba que eras cristiana, Linda.
Leila se puso rígida.
—Ya sabes lo que quiero decir —balbució—. El Corán es árabe, ¿no?
Alguien encendió otro porro y se lo ofreció a Michael. Éste lo rehusó.
—¡Salgamos de aquí! —dijo.
Leila tomó en sus manos la cara de su amante y le acarició las sienes. Permaneció así un largo rato, contemplándole.
—Si, Michael; salgamos.
Cuando se abrían paso hacia la salida, un hombrecillo que llevaba un abrigo de terciopelo malva se acercó a ellos.
—¡Querida Linda! ¡Estás absolutamente diviiina!
Leila reconoció la cara mofletuda, un poco churchiliana del escritor Truman Capote.
—Ven y te presentaré a todas mis encantadoras amistades —Capote atrajo a la joven hacia el areópago de duquesas italianas volcadas a su alrededor—. La Principessa ofrece mañana un almuerzo en mi honor —anunció, con entusiasmo, mostrando a una criatura envuelta en un poncho de encaje negro y cuya cara debía de haber sufrido varias veces las valiosas intervenciones de cirujanos estéticos de ambas Américas—. Es absolutamente preciso que vengas. —Dirigió una mirada radiante a Michael—. Y, sobre todo, ¡no olvides traer a ese estupendo joven!
Capote se inclinó hacia Leila.
—Todo el mundo estará allí. Gianni[8] viene especialmente de Turín, sólo por mí. Su voz se convirtió en un murmullo de conspirador. Incluso Teddy[9] vendrá de Washington. ¿No es maravilloso?
Repartiendo besos y promesas, Leila consiguió eclipsarse. Por encima del rugido ensordecedor de la música, oyó la voz del escritor que le gritaba:
—¡No lo olvidéis, queridos! El miércoles, a la hora del almuerzo. Todo el mundo estará allí.
*
Media hora después de que el presidente hubiese reclamado su presencia, llegaron a la Casa Blanca los tres primeros expertos en materia de psicología antiterrorista. El doctor John Turner, un gigante flaco y triste de un metro noventa de estatura, dirigía la sección de asuntos psiquiátricos de la CIA. El doctor Bernie Tamarkin, de cuarenta y ocho años, cuyos ojos hinchados por el sueño y cuyo aire de querubín fatigado no correspondían a la imagen que solemos forjarnos de un maestro de la Medicina, era uno de los grandes psiquiatras de Washington y eminente especialista en psicología terrorista. Lisa Dyson era una joven morena, a la que un maquillaje un poco exagerado, el ajustado pantalón vaquero y los tacones altos de sus zapatos, daban un aire jaranero un tanto incongruente en aquel lugar. Responsable del desk libio en la dirección de la CIA, había pasado tres años en Libia, a principios de los setenta, como segundo consejero de la Embajada americana. De todos los funcionarios gubernamentales que estaban siendo movilizados en esta crisis, era la única que había conocido personalmente a Gadafi. El dictador libio se había fijado un día en ella, durante una recepción. Con una simpatía a la que la joven norteamericana no había sido insensible, la había invitado a tomar un vaso de zumo de naranja, antes de dedicarle media hora entera de conversación aparte.
El general Eastman hizo pasar a los visitantes a su despacho, donde se encontraba ya el experto antiterrorista del Departamento de Estado, su colega de la CIA y algunos otros responsables. Les expuso brevemente la situación, cuyo horror borró inmediatamente toda huella de sueño en el semblante del doctor Tamarkin. Cuando hubo terminado, Lisa Dyson sacó de su cartera una carpeta de dieciocho hojas y cubiertas blancas, con el sello azul pálido de la CIA, y el rótulo confidencial y titulada: «Estudio de la personalidad y del comportamiento político — Moamar el Gadafi».
Este estudio formaba parte de un programa secreto emprendido por la CIA a finales de los años cincuenta. Tenía por objeto aplicar las técnicas de la psiquiatría al estudio, en sus más íntimos detalles, de la personalidad y del carácter de cierto número de lideres internacionales, a fin de poder prever, con cierto grado de certeza, sus reacciones en caso de crisis Castro, Nasser, Charles de Gaulle, Kruschev, Breznev, Mao Zedong, el sah, Jomeini: todos habían pasado por los microscopios de los disectores de la CIA. Ciertos elementos de las imágenes de Castro y de Kruschev habían proporcionado una ayuda decisiva a John Kennedy en sus negociaciones con ambos durante la crisis de los misiles cubanos. Cada retrato era fruto de un esfuerzo financiero y técnico prodigioso. Todo lo que hacia referencia al modelo había sido examinado: lo que había influido en su vida, cuáles habían sido los golpes más importantes que había sufrido, cómo les había hecho frente y si había utilizado ciertos mecanismos de defensa característicos. Unos agentes podían recorrer el mundo entero para comprobar un solo hecho concreto, para explorar una sola faceta del carácter de un hombre. Se salía a la caza de viejos camaradas de regimiento para saber si tal o cual individuo se masturbaba, si bebía, si echaba pimienta en su comida si iba a la iglesia, cómo reaccionaba en periodos de stress. ¿Padecía complejo de Edipo? ¿Acaso le gustaban los muchachos? ¿O eran las chicas, o ambas cosas a la vez? Había que seguir su evolución sexual. Conocer el tamaño de su miembro viril. Saber si tenía tendencias sádicas, masoquistas… Un día, un agente de la CIA había sido enviado clandestinamente a Cuba con el único objeto de interrogar a una prostituta con la que Castro había tenido relaciones en sus tiempos de estudiante.
Eastman contempló sobre la cubierta del expediente el retrato del hombre que amenazaba con asesinar a su hija y a diez millones de americanos. Era de cara flaca, tensa, febril. Se estremeció. No necesitaba a los expertos para saber que aquel hombre era un fanático. Le bastaban esos cabellos negros como el azabache; esos dientes de carnívoro prestos a morder; esa mirada inquietante que se clavaba en él. Eastman cerró los ojos una fracción de segundo. Después, recobró su aplomo.
—Okey, Miss Dyson —dijo, en tono paternal—. La escuchamos. Pero tal vez podría empezar resumiendo en una frase el contenido de su informe.
Lisa Dyson reflexionó un momento buscando una sola idea que pudiese compendiar aquellas dieciocho páginas que se sabía de memoria.
—Mi estudio demuestra —dijo—, que Gadafi es astuto como un zorro del desierto, y dos veces más peligroso.
*
Las luces de los rascacielos de Nueva York parecían otros tantos ojos brillantes velando en una ciudad fantasma. Sumergido en una lechosa niebla, Times Square estaba desierta. Refugiadas bajo la marquesina de un almacén y temblando de frío, dos prostitutas, con los muslos al aire, les echaban el gancho a los raros transeúntes rezagados, en la esquina de Broadway y la calle 43. A tres manzanas de allí, su rufián se pavoneaba en la tibieza de las tapicerías de satén dorado de su bombonera de luces tamizadas. Era un negro robusto, de unos cuarenta años, con barba cuidadosamente recortada. Llevaba un gorro de castor blanco hundido en el cráneo y, a pesar de la débil iluminación de la estancia, unas gruesas gafas negras. Envuelto en una chilaba de seda blanca su largo cuerpo musculoso seguía el ritmo de los encantamientos de Donna Summer que brotaban de los altavoces de su equipo estereofónico.
Enrico Díaz se volvió a la chica tendida a su lado. Era la tercera y más reciente adquisición de su yeguada. Asió un colgante suspendido de su cuello por una cadena de oro. Esta baratija, que representaba el órgano sexual masculino, le servia para ocultar algunos gramos de su mejor droga colombiana. Y a punto estaba de ofrecerle este néctar a su Dulcinea a cambio de sus abrazos y de su promesa de permanecerle fiel, cuando sonó el teléfono. La contrariedad que se pintó en su rostro se convirtió en franca irritación cuando oyó una voz que le decía:
—Soy Eddie. Necesito verte inmediatamente.
Quince minutos más tarde, el Lincoln rosa del negro, verdadero ice cream con ruedas se detuvo en la esquina de Broadway y la calle 46 el tiempo suficiente para recoger al individuo que le había telefoneado. El negro lanzó una desdeñosa mirada en dirección al pasajero que se había levantado el cuello del abrigo para ocultar su rostro. Decenas de hombres y de mujeres eran abordados como él en aquel mismo momento, en bares, restaurantes, esquinas y apartamentos de Nueva York. Enrico Díaz era confidente del FBI. Debía esta distinción a la mala suerte de que le hubiesen sorprendido, una noche, con una docena de bolsitas de heroína en su automóvil. Y no era que Enrico tocase el polvo. Él era un caballero. La droga iba destinada a una de sus mujeres. El caso se había resuelto con una transacción: para evitarse de ocho a quince años de residencia en el presidio de Atlanta, Enrico se había avenido a charlar de vez en cuando con el FBI. Aparte de su servicio de alcahuete, este hijo de negra y de puertorriqueño era uno de los principales miembros del Movimiento Clandestino de Liberación de Puerto Rico, organización por la que sentía el FBI considerable interés.
—Se trata de algo gordo, Rico —gruñó el hombre que acababa de sentarse a su lado.
—Con ustedes, ¡siempre es algo gordo! —suspiró Rico, conduciendo su coche.
—Buscamos a unos árabes, Rico.
—Los árabes no se acuestan con mis chicas. Son demasiado ricos para eso.
—No me refiero a esa clase de árabes, Rico. No a los que se acuestan con las chicas, sino a los que hacen volar a la gente por los aires. Como tus compañeros del FALN.
Rico dirigió una mirada circunspecta al policía. Este prosiguió:
—Tienes que decirme cuanto sepas de los árabes, Rico: árabes que busquen armas, papeles, un escondrijo, cualquier cosa.
Rico sacudió la cabeza, haciendo una mueca.
—No he oído nada, amigo.
—Pues tendrás que informarte, Rico.
Al negro le roncaron suavemente las tripas. Toda la incomodidad de su doble vida se expresaba en sus borborigmos. Pero la vida era un negocio. Tanto das, tanto recibes. Si aquel tipo quería algo, que pague.
—Escucha guripa —dijo con la voz zalamera que reservaba para las grandes ocasiones—, una de mis chicas está atrapada; en la comisaría 18.
—¿Qué ha hecho?
—¡Oh! Un tipo no quiso pagar, y entonces ella…
—Le van a echar cinco años por intento de homicidio, ¿no?
La boca de Rico se abrió en una enorme mueca.
—Así es, amigo.
—Párate allí —ordenó el Fed, señalando el bordillo de la acera—. La cosa es gorda, Rico. Realmente gorda. Descubre lo que busco sobre los árabes, y te devolveré a tu pupila.
Rico observó al policía mientras éste se perdía en Broadway. No podía dejar de pensar en la muchacha que le esperaba sobre el sofá de satén dorado en sus largas piernas musculosas, en sus labios gordezuelos y en su lengua experta; en la chica, en fin, a la que se disponía a enseñar los refinamientos de su nueva vocación.
Lanzó un largo suspiro y arrancó. Pero no dirigió su Lincoln hacia el muelle sofá de la calle 43, sino hacia los peligrosos barrios del bajo Manhattan.
*
Desde hacía un cuarto de hora, los hombres reunidos en el despacho de Jack Eastman iban descubriendo, con apasionada atención, el retrato del jefe de Estado que amenazaba con arrasar Nueva York. Lisa Dyson no perdonaba ningún detalle: su informe abarcaba todas las facetas de la vida de Gadafi, su infancia solitaria y austera en el desierto, conduciendo los rebaños de su padre; el traumatismo brutal que le había causado su expulsión de la tienda familiar para ser enviado al colegio; los desprecios y las humillaciones infligidos por sus camaradas al beduino ignorante, porque era tan pobre que tenía que dormir en el suelo de una mezquita y hacer veinte kilómetros a pie todos los viernes para volver al campamento de sus padres.
La CIA había encontrado a sus compañeros de dormitorio en la escuela militar, donde habían empezado a germinar sus ambiciones políticas. La descripción que habían dado del Gadafi adolescente nada tenía que ver con el joven varón árabe tradicional, vividor y depravado. Era, por el contrario, la de un feroz puritano que había hecho voto de castidad hasta el día en que derribase al rey Idris, de Libia; que rechazaba el alcohol y el tabaco, e incitaba a sus camaradas a seguir su ejemplo. Incluso hoy se encolerizaba terriblemente cuando se enteraba de que su Primer Ministro tenía una aventura con una de las azafatas libanesas de la Compañía de aviación de Libia, o con alguna bailarina romana de club nocturno.
El informe describía el golpe de Estado cuidadosamente preparado que le había situado el 1.º de septiembre de 1979, a sus veintisiete años al frente de un país que percibía dos mil millones de dólares al año por derechos petroleros, y recordaba el nombre en clave que había elegido ya para designar su operación: «El Kuds» (Jerusalén). Subrayaba el concepto extremista, xenófobo del Islam, que había impuesto a su pueblo años antes de la entrada en escena del ayatolá de Teherán: el retorno a la sahria, la ley coránica que decreta la amputación de la mano a los ladrones, la lapidación de la mujer adúltera, la flagelación de los borrachos; la transformación de las iglesias de Libia en mezquitas, los decretos prohibiendo la enseñanza del inglés y ordenando que todos los rótulos y todos los documentos oficiales se redactasen en árabe, cómo había prohibido las casas de tolerancia y el alcohol, y dirigido personalmente, empuñando el revólver, las expediciones policiales para el cierre de clubes nocturnos de Trípoli ordenando personalmente a las bailarinas desnudas que se vistiesen y disparando alegremente contra las botellas como un poli de los tiempos de la prohibición. Había hecho su revolución cultural y lanzado a la calle muchedumbres analfabetas para quemar las obras sacrílegas de los autores occidentales, Sartre, Baudelaire, Graham Green, Henry James y tantos otros, registrado casas particulares en busca de whisky, y enviado comandos a los dormitorios de los obreros de los campos petrolíferos, para arrancar de las paredes las fotos de mujeres desnudas recortadas de Playboy. Ciertamente, a su lado, Jomeini parecía casi liberal.
El informe analizaba las chocantes sinuosidades de sus costumbres, sus retiradas al desierto en solitario, sus súbitas explosiones de furor, su afición a galopar de pueblo en pueblo a lomos de un corcel árabe, envuelto en una chilaba blanca que ondeaba al viento. Los pasajes más inquietantes del documento se referían a la larga historia de acciones terroristas de las que se sospechaba que había sido directa o indirectamente responsable: las matanzas de Lod, Múnich y Roma; el asesinato del embajador norteamericano en Jartum el intento de torpedear el Queen Elizabeth II, que transportaba quinientos noventa judíos a Israel; sus repetidos intentos de liquidar a Sadat y de sublevar a las tribus saudíes contra RIAD; la introducción de millones de dólares en el Líbano para fomentar la guerra civil, y la dilapidación de otros millones para ayudar al ayatolá Jomeini a derribar al sah.
—Moamar el Gadafi es esencialmente un hombre solitario, un hombre sin amigos ni consejeros —reveló Lisa Dyson—. En todas las ocasiones, su reacción a las nuevas situaciones fue atrincherarse detrás de los principios de una fe militante. Con demasiada frecuencia comprobó que la intransigencia es remuneradora y, en consecuencia, se mostrará fatalmente intransigente en el caso de una prueba de fuerza.
Carraspeó y se apartó de la frente un mechón de cabellos.
—Pero, por encima de todo, la Agencia (la CIA) está convencida de que en caso de crisis importante, estaría completamente dispuesto a representar el papel de mártir a dejarse enterrar bajo las ruinas de la casa, si le impidiesen dominar el juego. Le gusta mostrarse imprevisible, y su táctica predilecta, en una crisis, parece la de golpear el punto más flaco del enemigo.
—¡Jesús, Dios mío! —gruñó Eastman—. En el caso de Nueva York, no se ha engañado.
—Este es, pues —declaró Lisa Dyson—, cerrando su carpeta, Moamar el Gadafi.
El experto antiterrorista del departamento de Estado no pudo contenerse:
—¡Es un Hitler disfrazado de árabe! ¡Un fanático mucho peor que Jomeini!
¡Quiere hacernos retroceder mil años!, confirmó su colega de la CIA.
—En todo caso, es el personaje con quien nos enfrentamos hoy —les interrumpió Eastman—, y la función de todos ustedes es aconsejar al presidente sobre la manera de tratar con él.
El doctor Tamarkin se había levantado y paseaba arriba y abajo por el despacho, rascándose nerviosamente la barbilla. Todos esperaban con interés el diagnóstico del célebre psiquiatra.
—Tenemos que habérnoslas con un hombre sumamente peligroso —declaró, gravemente—, un hombre sediento de venganza. Por él, por su pueblo, por todos los árabes. ¿Esa historia de condenar a su familia a vivir en una tienda hasta que todos los libios tengan una casa? ¡Una gansada! De esta manera castiga a su padre por haberle echado de la tribu y obligado a ingresar en aquel colegio donde se sintió humillado.
—Yo creo que el impacto del desierto nos da una explicación decisiva —dijo con firmeza el doctor Turner, el gigante flaco que dirigía la sección psiquiátrica de la CIA—. La soledad del desierto siempre ha engendrado fanáticos, porque allí no hay nadie, ningún ser humano al que confiarse. En el desierto solo es posible el diálogo con Dios. Quizás está aquí la clave para llegar hasta él: Dios y el Corán.
—Puede ser —dijo Tamarkin, continuando su paseo.
Su prestigio de negociador se debía en gran parte a la habilidad con que se había valido una vez de un especialista del Corán para convencer a unos musulmanes negros de Washington de que soltasen a sus rehenes.
—Puede ser, pero lo dudo —continuó Tamarkin—. Ese hombre se figura que es Dios. ¡Esa historia de cuando, disfrazado de mendigo, se dirige al hospital a pedir a un médico que vaya a socorrer a su padre moribundo! Cuando el médico le dice que dé una aspirina a su padre, ¡él arroja su disfraz y le expulsa del país! Es la OMNIPOTENCIA. Se cree Dios. O el sable vengador de Dios, que es aún peor.
—Sin embargo, sigo creyendo que la religión es nuestra mejor arma para negociar con él —insistió el psiquiatra de la CIA.
El doctor Tamarkin interrumpió su paseo.
—Yo no lo creo. No se negocia con Dios. No se dejaría manipular por medio de la religión. Se dará cuenta de nuestras intenciones y se sentirá ofendido.
Desde el principio de la crisis, una cuestión había obsesionado continuamente a Eastman. Ante el horror de la amenaza, el hecho de planteársela quizás era una manera de intentar tranquilizarse. Eastman miró al psiquiatra regordete, cuya opinión hacía las veces de oráculo entre los especialistas del terrorismo. Formuló su pregunta con precaución:
—¿Sería una locura esperar que todo esto no sea más que una baladronada?
—¡Sería pura locura!
A Eastman le chocó la violencia con que le había respondido el psiquiatra.
—No dude ni un momento de que ese fanático está dispuesto a cumplir su amenaza, a apretar el gatillo. Porque lo apretará únicamente para demostrarles que es capaz de hacerlo.
—Volvamos un minuto al desierto —propuso el psiquiatra de la CIA—. La desnudez, la austeridad de la vida en el desierto, condicionaron siempre de la misma manera a la gente: la vida se reduce a algunos elementos simples, fundamentales. Gadafi irá directamente a su objetivo, como un beduino caminando hacia su pozo. Nosotros creemos que los beduinos son taimados, astutos. ¡Craso error! Son directos y hay que poner las cartas sobre la mesa al tratar con ellos.
—Hay algo más en lo que respecta a la influencia del desierto —añadió el doctor Tamarkin—, y esto me aterroriza. No podemos confiar en doblegar a ese hombre tratando de que se compadezca de Nueva York o de sus habitantes. —Eastman sintió un escalofrío—. Él odia a Nueva York. Le importan un bledo las colonias israelíes de Cisjordania. Lo que quiere destruir es Nueva York. Sodoma y Gomorra. El dinero. El poder. La riqueza. La corrupción. El materialismo. Nueva York es todo lo que él aborrece. Es símbolo de la pesadilla que teme ver caer un día sobre la austera y ruda civilización en la que cree. En el fondo de su alma, ha emprendido la guerra contra lo que representa Nueva York. ¡Quiere arrasar Nueva York!
*
El estrépito de un timbre de alarma llenó de pronto la sala de transmisiones del sótano de la Casa Blanca. Las pantallas de control se apagaron una fracción de segundo antes de emitir una señal luminosa, que anunciaba una noticia urgente. El responsable del centro pulsó tres botones rojos en su pupitre, mientras Jack Eastman irrumpía en la sala.
—Mi general, ¡el destructor Allan ha encontrado a Gadafi!
Eastman cogió el teléfono secreto que enlazaba la sala con el Centro de Mando del Pentágono.
—¿Dónde está?
—En una villa a orillas del mar, en las cercanías de Trípoli —respondió el almirante que mandaba el Centro del Pentágono—. Nuestro barco ha identificado su voz al interceptar una comunicación telefónica, hace media hora. Ha podido localizar el sitio desde el que hablaba. La CIA acaba de confirmar que se trata de uno de sus cuarteles terroristas.
—¡Bravo!
—Acabo de comunicar por radio con el almirante Moore, de la VI Flota —prosiguió el almirante, con excitación—. Pueden lanzar un misil de tres kilotones sobre la villa, en treinta segundos.
Eastman tenía fama de morderse la lengua, pero esta vez, explotó:
—¡Dígales que se dejen de tonterías! —gritó, furioso—. El presidente ha prohibido formalmente toda acción militar por el momento. Apáñese para avisar de prisa a toda la flota.
El consejero de Seguridad nacional pareció de pronto perplejo. ¿Debía despertar al presidente? Precisamente a instancias suyas, había ido a descansar unas horas. «No, se dijo, hay que dejarle dormir. Mañana necesitará todas sus fuerzas».
—Diga a la base de Andrews que envíen inmediatamente a un avión Catastrophe a sobrevolar Libia.
Los aviones Catastrophe eran tres Boeing 747 llenos de material electrónico de transmisión ultraperfeccionado. Podían mantenerse en el aire durante setenta y dos horas y estaban destinados a proporcionar al presidente un puesto de mando aéreo en caso de guerra nuclear.
—Quiero que establezcan urgentemente una comunicación especial con Trípoli.
Eastman hizo una pausa. Estaba sudando. Se volvió al responsable, que continuaba a su lado.
—Diga al Departamento de Estado que ordene a nuestro encargado de Negocios que vaya inmediatamente a aquella villa. Que le digan… —Eastman reflexionó, eligiendo cuidadosamente sus palabras—: Que le digan que informe al coronel Gadafi de que el presidente de Estados Unidos solicita el honor de sostener una conversación con él.
*
El seco ruido de la puerta de entrada al cerrarse sacó de su sueño a la esposa del general Eastman. El ruido de puertas cerrándose en la noche había puntuado los veintisiete años de vida conyugal de Sally Eastman. Lo había oído en las bases aéreas de Colorado, de Francia, de Alemania y de Okinawa, siempre que su marido era llamado para algo urgente; en Bruselas, cuando él estuvo destinado en la OTAN, y aquí en Washington, al pasar su marido por el Pentágono y ahora, por la Casa Blanca.
Escuchó en la oscuridad los pasos que seguían su itinerario habitual: hacia la cocina, para tomar un vaso de leche; después, su lenta ascensión de la escalera de madera de su linda casa de las afueras de Washington. No encendió la luz hasta el momento en que se abrió la puerta del dormitorio. Los años habían dado a Sally Eastman la facultad infalible de descifrar en los rasgos de su esposo la gravedad de las crisis que le retenían durante noches enteras. Al verle entrar, tambaleándose de fatiga, se incorporó, inquieta.
—¿Qué hora es?
—Las cinco.
Eastman se dejó caer sobre la cama. Había contestado pensando que disponía de menos de dos horas para dormir.
—¿Qué sucede? Pareces trastornado.
Lo había dicho con ternura, sin el menor reproche. Eastman se frotó los ojos y sacudió varias veces la cabeza como para disipar la fatiga que embotaba su cerebro. Percibió sobre la mesita de noche, su propia fotografía al lado de su esposa, sosteniendo, orgullosos, a su hija Cathy recién nacida.
—Es algo terrible, Sal —dijo débilmente.
Pensaba en las instrucciones formales del presidente. ¡Cuántas veces, en otras tantas crisis, había llevado Jack Eastman a cuestas el peso aplastante de un secreto de Estado! Y también esta vez a pesar de estar desesperado ante la idea de la suerte que aguardaba a su hija se habría mantenido fiel al principio fundamental de toda una vida de disciplina. Pero hoy el presidente había modificado las reglas de juego. No había exigido una discreción absoluta a sus colaboradores. Había hecho que la carga fuese aún más pesada, al autorizarles a compartir el secreto con sus esposas.
—Voy a contártelo Sal. Tengo derecho a hacerlo. Pero ni tú ni yo podemos repetir a nadie lo que voy a decirte.
Comenzó su relato. La carta, Gadafi, el ultimátum, el terrible chantaje. Todo. Después asió la mano de su mujer y la estrechó con toda su fuerza cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, vio que una expresión de terror deformaba su rostro.
Y vio que se llevaba las manos a las sienes, y oyó que lanzaba un grito:
—¡Cathy!
Sally Eastman se había erguido para saltar hacia el teléfono que estaba encima de la cómoda.
—Sal, ¡no puedes hacerlo!
La había detenido, sujetándola por los hombros.
—Deja que te explique —le dijo, estrechándola contra su pecho. No veía su cara. Hablaba en el vacío hundida la mejilla en sus cabellos, vuelta la mirada hacia el marco de plata de encima de la mesita de noche—. No tenemos derecho a avisar a Cathy, Sal. Sería una traición. Y esta traición podría tener incalculables consecuencias. Toda Nueva York podría ser aniquilada.
Ella se agitó y consiguió desprenderse.
—¿Te has vuelto loco? —gritó—, con ojos encolerizados. ¡Se trata de nuestra hija. Nuestra única y preciosa hija, a la que condenas a muerte en nombre de yo no se qué obligación de silencio! —Le agarró de las solapas de la chaqueta y le sacudió con violencia—. ¡Sería un crimen, Jack!
Contempló el rostro dolorido que tenía ante sí y, presa de súbita compasión, buscó un argumento capaz de convencerle.
—Escucha —dijo— ¿crees realmente que tu presidente no habría enviado a buscar enseguida a su chiquilla pelirroja, si ésta hubiese estado en Nueva York?
Jack Eastman pensó en la niña continuamente colgada de los faldones de su padre. Agachó la cabeza y busco palabras sencillas para hacer entrar a Sally en razón:
—Tranquilízate, querida, sabes muy bien que esto es atroz y desgarrador para mí. Cathy y tú sois toda mi vida. Pero las circunstancias son tan desesperadas, que la menor indiscreción puede provocar una catástrofe inimaginable. Gadafi dijo claramente que, a la primera señal de evacuación de Nueva York, haría explotar la bomba.
Ella encogió los hombros.
—Vamos, Jack, la partida de una jovencita no va a provocar la evacuación de toda una ciudad. ¡Cathy es la discreción en persona! Bastará con que le expliques la situación. Se dejaría cortar en pedazos antes que repetir una sola de tus palabras.
Eastman se sintió desarmado por este argumento.
—Sal, querida, ¿cómo puedes creer esto? Cathy lo dirá forzosamente a su novio, aunque haciéndole jurar el secreto, naturalmente. O a su mejor amiga. O a los dos. Y cada hijo de cada familia hará lo mismo. Es inevitable. Y así, en menos que canta un gallo habrá miles de personas que emprenderán la huida. A fin de cuentas, para salvar una vida habremos provocado la muerte de diez millones de personas.
—Tengo una idea, Jack. Inventaremos una excusa cualquiera y le pediremos que venga a pasar cuarenta y ocho horas aquí con nosotros. Mira si es sencillo.
Eastman se volvió bruscamente. «No lo entiende —pensó—. Su amor de madre la ciega. ¿Cómo podría yo aceptar?». Lo que quería decir era difícil de expresar. Era algo que venía del fondo de su conciencia, algo un poco abstracto, pero profundamente sentido.
—Sal —dijo al fin—, me sería imposible… —Vaciló—. No podría vivir sabiendo que Cathy se ha salvado… y que todos los demás han muerto.
Ella permaneció un largo rato en silencio, con los ojos llenos de lágrimas, contemplando a su marido.
—¿Qué clase de monstruo eres, Jack? Condenas a nuestra hija en nombre de TUS principios, de TU carrera, de TU presidente, de TU conciencia. A mi, mi conciencia de madre sólo me dicta una cosa: salvar a mi hija.
*
Al otro lado del océano Atlántico, era un poco más de las once de la mañana de aquel lunes 14 de diciembre cuando un Peugeot 204, negro, aparcó en un lugar reservado, ante una de las casas de ladrillo, todas ellas parecidas, de la calle de Van Speyk, de La Haya capital de los Países Bajos. Unos instantes más tarde, el conductor, un hombrecillo lomudo, de sesenta años, a quien sus mejillas coloradas daban el aspecto de un burgomaestre de un cuadro de Frans Hals, se instaló en un despacho. El doctor Henrick Jagerman empezó sacando de su cartera de documentos el termo de café caliente y la manzana con que empezaba siempre su jornada de trabajo.
Jagerman era hijo de un antiguo obrero convertido en inspector de prisiones de Ámsterdam. Siendo muy joven, había acompañado a su padre en sus visitas a los presos y sentido una particular fascinación por la mentalidad criminal. Conduciendo a los turistas por los canales y los museos de Ámsterdam para pagar sus estudios de Medicina, se había hecho psiquiatra, especializado en criminología. Este holandés modesto y oscuro era en realidad la primera autoridad mundial en materia de psicología terrorista una especie de «Doctor Terrorismo» unánimemente reconocido por las policías internacionales. Él había resuelto con sus métodos originales y no violentos algunos de los casos más sonados de toma de rehenes con que se enfrentó Holanda a mediados de los años setenta, sobre todo la captura del embajador de Francia en La Haya por unos palestinos, la retención de un coro que había ido a cantar el oficio de Navidad en una prisión de la capital, y el ataque contra dos trenes de viajeros por terroristas moluqueños. Ese prestigioso palmarés había impulsado al presidente de Estados Unidos a invitar inmediatamente, por consejo de sus expertos, al psiquiatra holandés. Éste acababa de comerse su manzana cuando su secretaria irrumpió en su despacho. Él reconoció con asombro, detrás de ella, al embajador de Estados Unidos. El diplomático parecía tener mucha prisa. Sin tomarse el trabajo de sentarse, puso al doctor Jagerman al corriente de la situación y le transmitió la petición del presidente de Estados Unidos. Le informó de que un avión a reacción de la escuadrilla personal de la reina de los Países Bajos le esperaba ya en Schiphol para conducirle al aeropuerto Charles de Gaulle, de París, donde tendría el tiempo justo en tomar el Concorde de Air France con destino a Washington.
—Con un poco de suerte —declaró el embajador echando una mirada a su reloj—, estará usted en la Casa Blanca en menos de cuatro horas.
*
Sally Eastman escuchaba la respiración regular de su marido sobre la almohada colocada al lado de la suya. Dotado de un notable poder de recuperación, forjado a lo largo de su carrera militar, Jack dormía profundamente. Ella se deslizó fuera de la cama, salió de puntillas de la habitación y bajó al vestíbulo. Descolgó el teléfono sin hacer ruido. Las tres primeras cifras que marcó formaban el número 212, prefijo telefónico de la circunscripción de Nueva York.
*
Leila Dajani abrió los ojos. La pálida luz de una lámpara que había quedado encendida en la habitación contigua dibujaba sombras sobre las paredes del dormitorio de Michael donde flotaba un olor a incienso, a marihuana y a sexo. Volvió la mirada a las saetas luminosas de un despertador que brillaban sobre la mesita de noche. Eran las seis y cuarto de la mañana.
«Tengo que marcharme», pensó, todavía adormilada. Entonces sintió sobre su pecho el brazo de Michael dormido, que la retenía prisionera, y pensó con agrado en las horas apasionadas que acababa de vivir en este lecho del que tenía ya que levantarse. ¿Por qué nada podía ser completamente normal? Recordó un pensamiento de Sartre: «El hombre no puede realizar nada si no ha comprendido primero que sólo debe contar consigo mismo». Ella estaba sola en aquellas tinieblas, sin nadie que la obligase a rechazar este brazo, a apartar la sábana, a levantarse, a emprender el camino que había elegido.
Asió la mano de Michael y le besó tiernamente. El roce de sus labios despertó al muchacho. Éste se apretó contra ella y la abrazó de nuevo.
—Amor mío, hay que dormir —murmuró—, medio en sueños.
—Debo marcharme, Michael.
Se inclinó sobre el rostro de él, besándole delicadamente los párpados, la nariz, las orejas y la boca.
—¿Por qué tienes que irte ya? —gimió él poniendo un muslo sobre el de ella.
—Es preciso.
Él buscó el interruptor de la lámpara. El chorro de luz les deslumbró. La aureola de sus cabellos rubios y las mejillas hinchadas por el sueño le daban un aire de angelote. Ella le miró en silencio, nublados los ojos por la pena. El rostro de Michael le parecía aún más luminoso. Sintió deseos de arrojarse encima de él, de estrecharle, de fundirse con él. «Le amo», pensó. Pero un alud de imágenes la arrancó muy pronto a las delicias de este descubrimiento… Su padre, Kamal, el garaje, la bomba, la justicia. Estaba prisionera.
—Tengo una reunión de trabajo, —dijo al fin.
Se había esforzado en decirlo casi alegremente para darse valor.
—¡Iré contigo!
Ella saltó de la cama.
—¡Ni pensarlo!
Él trató de agarrarla, pero ella se escabulló y empezó a vestirse.
—Bueno —dijo él, resignado—, pero al menos podemos almorzar juntos. Yo habré terminado mis fotos al mediodía.
—Hoy no, querido. Tengo que almorzar con los de Saint Laurent.
—Entonces, vayamos el miércoles al almuerzo de Truman Capote.
Leila vaciló antes de encontrar la fuerza suficiente para responderle, en tono despreocupado:
—Muy bien, Michael; iremos el miércoles a casa de Truman Capote. —Acabó de vestirse, se puso los pendientes, recogió sus largos cabellos negros en un moño y se acercó cariñosamente a su amante para besarle por última vez. Le abrazó hundiendo en su pecho la constelación de lentejuelas negras y oro de su corpiño.
—No te muevas, querido.
Se levantó y se dirigió a la puerta. A medio camino, se volvió. Apoyado sobre un codo en medio del lecho, desgreñados los cabellos, Michael la contemplaba. Éste se llevó un dedo a los labios y le lanzó un beso.
—Adiós, Michael.
*
El estridente alarido de una sirena de ambulancia desgarró la mañana temprana con la siniestra música que componía ordinariamente el fondo sonoro de las calles de Nueva York. Leila Dajani vio desaparecer el vehículo en el anaranjado halo de Columbus Circle y apretó el paso en dirección a su hotel. Algunos deportistas madrugadores trotaban ya sobre la crujiente nieve de Central Park. Unos basureros echaban las bolsas de desperdicios en los chirriantes depósitos. Transeúntes de rostros abotagados por el sueño caminaban apresuradamente hacia las bocas del metro de la Octava Avenida. Un portero barrigón paseaba los caniche enanos y adornados con cintas de una inquilina de su casa. La avenida se animaba. Algunos automóviles traqueteaban entre los chorros de vapor que formaban nubecillas sobre el asfalto. Eran las siete de la mañana del lunes 14 de diciembre, en la ciudad que Moamar el Gadafi quería destruir.
Desde las tristes ciudades dormitorios de Queens hasta los rascacielos residenciales que dominan Central Park, desde las coquetonas villas de madera de Staten Island hasta los sórdidos ghettos negros y puertorriqueños de Harlem; desde los barrios de barracas del Bronx hasta las callejuelas verdeantes de Brooklyn Heights y de Greenwich Village, los diez millones de rehenes de los cinco borroughs de Nueva York se preparaban para vivir una nueva jornada.
Como última expresión de la eterna vocación del hombre a agruparse en comunidades, la loca y fabulosa metrópoli a la que pertenecían era única. Nueva York no se parecía a ninguna otra ciudad del planeta. Era la ciudad por antonomasia, puro ejemplo de todo lo mejor y lo peor que había podido producir la civilización urbana. La ciudad a la que Leila y sus hermanos se disponían a borrar del mapa era un fabuloso microcosmos, una torre de Babel donde todas las razas, todos los pueblos y todas las religiones del mundo estaban representados. En Nueva York había el triple de negros que en Gabón, casi tantos judíos como en todo Israel, más puertorriqueños que en San Juan, más italianos que en Palermo, más irlandeses que en Cork. Casi todo lo que había engendrado el Universo había dejado allí alguna huella: olores de Shanghai, gritos de Nápoles, efluvios de cerveza muniquesa, tamtams africanos, gaitas escocesas, montones de periódicos en yiddish, en árabe, en croata y en otras veintidós lenguas distintas, jardines japoneses con sus cerezos en flor… Tibetanos khmer, vascos, gallegos, circasianos, kurdos grupos de todas las comunidades oprimidas de la Tierra, habían elegido allí su domicilio para pregonar su dolor. Sus barrios superpoblados albergaban 3.600 lugares de oración, entre ellos, 1.250 sinagogas y 442 iglesias católicas, así como 1.810 templos diversos, uno para cada culto, secta y religión profesados por el hombre en la eterna busca de su Creador.
Resplandeciente, mugrienta, imprevisible, era una ciudad de contrastes y de contradicciones, de promesas y de esperanzas frustradas: Nueva York era el corazón de la ciudad capitalista, un símbolo de riqueza insuperable; y, sin embargo, su hacienda andaba tan mal, que ni siquiera llegaba a pagar los intereses de sus empréstitos. Nueva York contaba con los equipos médicos más modernos del mundo, pero muchos pobres, que no tenían medios para servirse de ellos, morían diariamente por falta de cuidados, y la mortalidad infantil en el South Bronx era más elevada que en los bustees de Calcuta. Nueva York tenía una Universidad gratuita cuyo número de estudiantes superaba la población de muchas grandes ciudades, y, sin embargo, había un millón de neoyorquinos que ni siquiera sabían hablar inglés.
Como los faraones de Egipto, los griegos de la antigüedad y los franceses del Segundo Imperio habían inventado un estilo arquitectónico para su respectiva época, así también los neoyorquinos de la Edad del acero pulimentado y del vidrio teñido habían marcado con el sello de su genio constructor el panorama urbano del mundo. Pero alrededor de los suntuosos rascacielos del bajo y del medio Manhattan, se extendían horribles junglas urbanas donde ochocientas mil viviendas infringían todos los reglamentos de sanidad y de seguridad. Nueva York era incapaz de ofrecer un techo a todos sus habitantes, pero treinta mil viviendas eran abandonadas cada año, arruinadas e incendiadas por sus ocupantes con el consentimiento de los propietarios, más seguros de cobrar el seguro que los alquileres de sus inquilinos. De este modo habían desaparecido cientos de hectáreas de casas, casi tantas como las que habían destruido en Londres las bombas de Hitler durante el Blitz. Ninguna otra metrópoli del mundo ofrecía a sus habitantes tantas ocasiones de enriquecerse, ni una mayor variedad de ventajas culturales. Sus museos, el metropolitan, el Modern, el Whitney el Guggenheim, guardaban más impresionistas que el Louvre, más Botticelli, que Florencia, más Rembrandt que Ámsterdam. Nueva York era el banquero, el modista, el cineasta, el maniquí, el fotógrafo de América; su editor, su agente de publicidad, su novelista, su músico, su pintor. Sus teatros, sus salas de conciertos, de ballet, de ópera, de opereta, de comedias musicales, de ópera rock, y de revista sexy; sus clubes de jazz, sus espectáculos de ensayo, eran otras tantas incubadoras donde se alimentaban el gusto y el pensamiento de todo un continente.
Todas las cocinas del mundo, desde la armenia hasta la coreana, se degustaban en los veinte mil restaurantes de la ciudad; pollos tandoori del Punjab, chich kebab del Líbano, pasteles de soja de Vietnam, caracoles de Borgona, enchiladas de México, sukiyaki del Japón, bacalaítos de Puerto Rico. Sus setenta mil almacenes y boutiques ofrecían todo lo que el insaciable apetito del hombre podía soñar en adquirir: una Biblia de Gutenberg que costaba dos millones de dólares en una librería de la calle 46; las más bellas piedras preciosas, en las casas de los diamanteros hasídicos de negra levita de la calle 47; goyas y renoirs en las galerías de la calle 57; trajes de noche de Jackie Onassis y zapatos de Joan Crawford, aparatos de ultrasonidos para alejar los ratones, melones llegados directamente del Cavaillon, enjambres de abejas vivas, filetes de oso del Himalaya…
Pero entre tantas riquezas subsistían islotes inimaginables de miseria y de violencia. Un millón de parados neoyorquinos vivían de la caridad municipal. Cientos de miles de negros y puertorriqueños se apretujaban en alucinantes ghettos sin agua ni electricidad, roídos por la decrepitud, el fuego y la desesperación, y donde no tenían una probabilidad entre veinte de morir de muerte natural. Para estos olvidados de la gran sociedad, el Apocalipsis estaba ya allí, con sus cuadros surrealistas de parados jugando al dominó en almacenes sin puertas ni ventanas, y de niños negros durmiendo entre la chatarra de coches desmontados. Las calles peligrosas de Nueva York albergaban a la mitad de los drogadictos de Estados Unidos. Sus comisarías de policía registraban una urgencia cada segundo, un robo cada tres minutos, un atraco cada cuarto de hora, dos violaciones y un asesinato cada cinco horas, un suicidio y una muerte por sobredosis de droga cada siete horas.
Veinte mil prostitutas —más de las que podían encontrarse en París, Londres, Roma y Tokio juntas—, hacían de Nueva York la capital mundial del desenfreno y del vicio. Sus lupanares —rascacielos, como los nueve pisos de los Baños de Luxor—, sus innumerables hoteles de tolerancia, salones de masaje, clubes nocturnos sexy y salas de espectáculos obscenos y de juego, ofrecían una gama completa de servicios, desde la simple exhibición hasta las orgías sadomasoquistas más extravagantes.
La inmensa metrópoli condenada a muerte por Gadafi tenía en realidad rostros: los oasis del bajo y del medio Manhattan, espléndidos y vertiginosos templos del capitalismo y del éxito, mundo resplandeciente de riquezas y placeres, de discotecas excéntricas, de suntuosas penthouses dominando Central Park, de banquetes a la luz de las velas en las cimas de cristal de los rascacielos candelabros de Park Avenue, de monstruosos automóviles negros con teléfono y televisión. Pero estaban también los tristes barrios obreros de Queens, del Bronx, de Brooklyn, inexorablemente roídos por el cáncer de los vecinos pueblos de barracas negros y puertorriqueños. Y estaban las necrópolis del South Bronx, de Brounsville del norte de Harlem, barrios fantasma destripados, bombardeados, calcinados, saqueados.
Y estaba también una cuarta Nueva York, una ciudad nómada de tres millones y medio de personas que venían diariamente a apretujarse en los quince kilómetros cuadrados de rascacielos al sur de Central Park. Este lunes por la mañana, interminables hileras de luciérnagas brillaban ya en la red de autopistas y de vías rápidas que convergían hacia Manhattan. En todo el contorno, hasta decenas de kilómetros, las estaciones de centenares de pequeñas ciudades y pueblos de Long Island, de Nueva Jersey, de Connecticut, de Pensilvania, se llenaban de hormigas con cuello blanco que iban a trabajar a Manhattan. Financieros, banqueros, agentes de cambio y bolsa, aseguradores, directores de emisoras de radio y de televisión, agentes de publicidad, abogados, eran en sus jaulas de acero y de cristal, los administradores del imperio de la Roma americana. Sin duda Wall Street era aún considerado como la encarnación de Satanás para los marxistas de todo el mundo, sin duda el dios dólar había perdido su gloriosa supremacía de ayer. Pero el estrecho cañón seguía siendo el centro financiero del Planeta. Los ocupantes de sus oficinas discutirían, este lunes de diciembre, la concesión de préstamos a los ferrocarriles franceses, a la compañía de aguas de Viena, a los transportes públicos de Oslo, a los gobiernos de Ecuador, de Malasia y de Kenya. La suerte de las minas de cobre del Zaire y de estaño de Bolivia, de los fosfatos de Jordania, de la cría de corderos de Nueva Zelanda, de las plantaciones de arroz tailandesas, de los hoteles de Bali, de los astilleros griegos, dependerían igualmente de las decisiones que se tomasen ahora en las oficinas de dos de los tres bancos más grandes del mundo: el First National y el Chase Manhattan. A partir de las diez, las palpitaciones del Stock Exchange y de las Bolsas de comercio influirían en la economía y, en muchos casos, en la política de los Estados del mundo entero.
En lo alto de sus torres de Mid Manhattan, las tres grandes cadenas nacionales de televisión ideaban los programas que determinaban los valores, influían en los comportamientos y modificaban las jerarquías sociales en los rincones más remotos de la Tierra. Símbolos del impacto del nuevo imperialismo cultural emanando de estas fábricas de películas, los muchachos de Buenos Aires y los yauleds de Marrakesh chupaban caramelos a la manera de Kojac; colegialas japonesas se suicidaban desesperadas, porque no podían parecerse a las heroínas de «Los Ángeles de Charlie». No lejos de allí se hallaban las ciudades de los profetas de la sociedad de consumo, las agencias de publicidad de Madison Avenue. Ellas difundían en el mundo entero los beneficios materiales y las angustias espirituales que caracterizaban la American Age. En fin, Nueva York era la capital de las naciones del mundo. Sobre la orilla del East River se elevaba el magnífico paralelepípedo de cristal, compacto y liso como un espejo, donde las Naciones Unidas habían establecido su domicilio. Cinco mil funcionarios permanentes y quince mil delegados venidos de todas partes seguirían discutiendo este lunes los problemas mundiales, trabajarían en la elaboración del nuevo orden económico internacional que esperaban sus pueblos.
Los diez millones de neoyorquinos representaban la colectividad más segura, más capaz, más influyente del planeta. Unos magníficos rehenes para el austero y fanático beduino empeñado en purificar el mundo por medio de la tecnología de la que habían sido los soberbios inventores y seguían siendo los dueños.
*
El personaje que tenía la abrumadora responsabilidad de administrar esta población estaba hundido en el asiento trasero del Chrysler negro que le conducía al Ayuntamiento entre el intenso tráfico matinal del East River Drive. Su precaución era comprensible: ningún alcalde de Nueva York deseaba que le reconociesen sus conciudadanos cuatro días después de que una tempestad de nieve hubiese paralizado los servicios públicos de la gigantesca metrópoli.
Abe Stern era un hombrecillo de apenas un metro sesenta de estatura, calvo como una bola de billar. Unos ojos vivarachos detrás de las enormes gafas de montura especial, un rostro al que unos hábiles cirujanos estéticos habían devuelto un frescor casi juvenil, y un ardor y una petulancia que dejaban sin resuello a los que le rodeaban hacían olvidar que el día siguiente iba a celebrar su septuagésimo segundo aniversario. Percibiendo de pronto un olor a cigarro barato, se irguió vivamente para golpear la nuca de su guardaespaldas, un coloso de ciento veinte kilos que fumaba al lado del chófer, con la cabeza hundida entre las páginas deportivas del Daily News.
—Ricky —gruñó el alcalde—, voy a pedir al jefe de policía que te aumente el sueldo, ¡para que puedas comprar cigarros que no apesten!
—¡Oh! Discúlpeme, señor alcalde, ¿le molesta el humo?
Stern lanzó una imprecación y se volvió a su oficial de prensa, sentado a su lado.
—Entonces, ¿cuántos cacharros han podido al fin poner en las calles?
—Tres mil ciento sesenta y dos —respondió Víctor Ferrari.
—¡Los muy miserables! —estalló el alcalde.
Dentro de una hora escasa, Stern iba a dar una conferencia de prensa en la que tendría que explicar a una horda de periodistas prestos a despedazarle, las causas de la increíble lentitud con que los servicios municipales habían limpiado la ciudad, después de la tempestad de nieve del jueves. Pensaba en ello con el entusiasmo del hombre que va al dentista a hacerse sacar una muela del juicio.
—Esta ciudad tiene más de seis mil cacharros, ¡y la policía urbana no puede poner siquiera la mitad de ellos en las calles! —exclamó, indignado.
Era precisamente el cálculo en que se ensañarían los periodistas. Ya le parecía estar oyendo a los speakers de los noticiarios denunciando una vez más la ineficacia de su administración.
—Ya sabe usted, señor alcalde, que casi todos esos camiones son de más de veinte años —balbució Ferrari—, tratando de excusarse.
—Tienen, Víctor, tienen. ¡Dios mío! —gruñó Stern—. Tengo un guardaespaldas que quiere asfixiarme, un jefe de servicios urbanos incapaz, y un oficial de prensa que ni siquiera sabe hablar correctamente.
Ferrari asumió un aire afligido.
—Hay algo más, señor alcalde.
—¡No quiero saberlo!
—Friedkin, ese tipo del sindicato de servicios urbanos, exige un jornal triple por el trabajo de ayer.
Stern miró enfurecido las negras aguas del East River y buscó la manera de aprovechar su conferencia de prensa para darle un palo al insaciable jefe sindicalista. Pero a pesar de sus protestas, en el fondo gozaba con las brutales contiendas que se entablaban en las conferencias de prensa. «Camorrista», era el adjetivo más comúnmente empleado para describir a Abe Stern, y el término no podía ser más adecuado. Había nacido en un miserable zaquizamí del Lower East Side de Manhattan, hijo de un inmigrante judío polaco que planchaba pantalones en el taller de un sastre y de una mujer de origen ruso que cosía blusas en uno de aquellos talleres que parecían presidios del barrio de la confección. El joven Abe había pasado unos años de infancia muy duros en aquel barrio cruel de predominio judío, rodeado de islotes de inmigrantes italianos e irlandeses; un barrio donde la posición de un niño dependía de su habilidad en servirse de los puños. ¡Maravilloso sistema! Al joven Stern le entusiasmaba la lucha. Soñaba en llegar a ser boxeador profesional, como su ídolo, el campeón de los pesos medios Battling Lavinsiky. Todavía recordaba las asfixiantes noches de verano en que se dormía mecido por el rumor de las conversaciones de los mayores en los rellanos de las escaleras de incendio, imaginando los triunfos que un día alcanzaría en el ring.
Un súbito handicap físico había puesto fin a las esperanzas de Abe Stern. A los quince años había dejado de crecer. Pero si Dios le había negado un cuerpo capaz de convertir en realidad sus sueños infantiles, en cambio le había otorgado un don infinitamente más precioso: un cerebro bien equilibrado. Abe lo había puesto, ante todo, a prueba en la escuela municipal, y, después, en la Universidad de Nueva York donde había cursado la carrera de Derecho. El año en que obtuvo su título de abogado, había encontrado un nuevo ídolo, un camorrista muy diferente del boxeador al que había idealizado en su infancia: Franklin Roosevelt, el inválido de la Casa Blanca cuyo acento patricio llenaba de esperanza a una nación sumida en la depresión. Y Abe se había hecho político.
Había empezado su carrera como agente electoral en la campaña de las elecciones al Congreso en 1934. Responsable de un sector de Brooklyn, había ido de puerta en puerta en solicitud de votos para su candidato, contrayendo de pasada las primeras amistades políticas que un día habían de llevarlo a la alcaldía. Nadie conocía la alquimia de Nueva York mejor que aquel hombrecillo acurrucado en el fondo del coche oficial. Abe Stern había descubierto todos sus misterios en el curso de su larga ascensión. Había frecuentado las sinagogas y los mostradores de los cafés, visitado las tiendas, asistido a veladas de bingo, a fiestas irlandesas, a festivales italianos y a bailes de candad. Había participado en banquetes en honor de más santos que los que podía contener el calendario. Su estómago había sufrido los ataques de platos incendiarios —pizzas, gulash, kebabs, chops suey— más que suficientes para destruir para siempre el sistema digestivo de un batallón de mortales corrientes. Con su voz cascada de tenor había cantado la Hatikvah en Sheepshead Bay, baladas irlandesas en Queens, canzonette siciliana en Little Italy, lieder en Yorkville y blues en Harlem. Todo esto había hecho de Abe Stern una de las personalidades más astutas, dinámicas, valerosas y, con frecuencia, exasperantes de Nueva York. En realidad, numerosos electores le habían dado su voto, consciente o inconscientemente, porque veían en el indomable hombrecillo el reflejo de lo que ellos mismos se imaginaban ser. Para muchos, Abe Stern ERA Nueva York.
A excepción de la Presidencia de Estados Unidos, el cargo que había acabado por conquistar era el más importante y más complicado que un hombre podía desempeñar. General en jefe de un ejército de 300.000 funcionarios, de los cuales 32.000 eran policías, Abe Stern era responsable de la seguridad y del bienestar 10 millones de americanos, del funcionamiento de 959 escuelas públicas y una Universidad a la que asistían 1.250.400 hijos de aquéllos; de la conservación y vigilancia de 9.000 kilómetros de calles y de 7.000 vagones que rodaban sobre 380 kilómetros de vías del metro; del funcionamiento de 16 hospitales municipales. Debía atender las necesidades de un millón de parados, evacuar diariamente 20.000 toneladas de basura, comprendidas 500.000 libras de excrementos dejados por un 1.100.000 ciudadanos de cuatro patas. Una hercúlea tarea que había agotado a la larga estirpe de sus predecesores y devorado todos los años la fruslería de 14.000 millones de dólares, equivalente a la sexta parte del presupuesto de la Francia de Valéry Giscard d’Estaing. El teléfono sonó de pronto en el automóvil. Víctor Ferrari, el oficial de prensa, alargó el brazo para descolgarlo, pero la rolliza mano del alcalde fue más rápida.
—¡Aquí el alcalde! —ladró.
Lanzo varios gruñidos, dijo «Gracias, querida», y colgó. Una beatífica sonrisa iluminó súbitamente su semblante.
—¿Qué sucede?, preguntó Ferrari, asombrado.
—¡Imagínate! El presidente ha pedido que vaya a verle inmediatamente. Incluso me ha hecho preparar un avión en la Marine Air Terminal.
Abe Stern se acercó a su oficial de prensa con voz de conspirador, murmuró:
—Apuesto a que se trata del proyecto de reconstrucción del South Bronx. ¡Tengo la intuición de que el baptista de la Casa Blanca va a darnos, al fin, los 2.000 millones de dólares!
*
Hambrienta después de su noche de amor, Leila Dajani mojó un pedacito de tostada untada con mantequilla en la yema del huevo pasado por agua y lo masticó deleitosamente. Un agradable olor de té de China ahumado flotaba en la suite que ocupaba en Hampshire House.
«Son las siete y media y el termómetro marca cinco grados bajo cero en Mid Manhattan, anunció el transistor colocado sobre la mesita de ruedas. El señor Meteo prevé un día frío, pero soleado. No olviden ustedes que sólo les quedan diez días para hacer sus compras de Navidad…».
Leila cerró de un golpe seco el aparato y sacó su libreta Hermes de direcciones. La abrió en la letra C y buscó el número escrito delante de la palabra «Colombe». Descolgó el teléfono y marcó el número, pero cuidando muy bien de sumar dos unidades a cada una de sus siete cifras.
El teléfono llamó durante un largo rato. Por último, Leila oyó un chasquido en el otro extremo de la línea.
—Seif —dijo, en árabe.
—Al Islam —respondió una voz.
—Pueden empezar su operación —ordenó, hablando siempre en árabe.
Y colgó.
Seif Al Islam («el Sable del Islam») era el nombre en clave del programa atómico de Moamar el Gadafi.
*
El hombre de cara picada de viruela que había respondido a la llamada de Leila penetró en la trastienda de una panadería siria, detrás de Atlantic Avenue, en Brooklyn. Dos acólitos le estaban esperando. Los tres eran palestinos, y los tres, voluntarios. Habían sido elegidos hacía un año por Kamal Dajani, entre una docena de militantes de un campamento del FPLP en las afueras de Alepo, Siria. Los tres hablan ofrecido su vida por la causa. Ninguno de ellos sabía quién había telefoneado, ni de donde procedía la llamada. Solo les habían dicho que esperasen junto al teléfono cada mañana, a las siete y media, la orden que ahora acababan de recibir.
El hombre de cara picada de viruela abrió el horno de una vieja cocina de hierro, saco de él un contenedor de plomo del tamaño de un maletín, cortó metódicamente sus ataduras y lo abrió. Su interior estaba dividido en dos partes. En una de ellas había una serie de anillas del tamaño de sortijas. La otra contenía varias hileras de pastillas de color castaño y de las dimensiones de una tableta de aspirinas efervescentes. Los tres hombres emprendieron la tarea de fijar una pastilla en cada anilla. Después, abrieron el primero de tres cestos idénticos que había en un rincón de la estancia y sacaron de él una paloma. No una paloma mensajera, sino un ave gris absolutamente vulgar, como las que se encuentran en cualquier lugar de Nueva York. Sujetaron una anilla a la pata del ave, volvieron a meter a ésta en su jaula y repitieron la misma operación con cada paloma de las tres cestas.
Cuando todas las anillas estuvieron colocadas en las patas de las palomas, el palestino de cara picada de viruela abrazó a sus dos compañeros. Emocionado y orgulloso, anunció:
—Con esto haremos correr a todos los polis de la ciudad. Ma Salameh! Hasta pronto, en Trípoli. Insha’Allah.
Asió una de las tres cestas y se dirigió a un automóvil aparcado en la calle. Sus dos cómplices le imitaron, a intervalos de quince minutos.
*
Al otro lado del East River, en la parte baja de la isla de Manhattan, el jefe de policía de la ciudad de Nueva York gozaba en este instante de un raro momento de tranquilidad. Desde la ventana de su despacho del último piso de la ultramoderna jefatura de policía, el irlandés Michael Bannion observaba cómo se elevaba la primera claridad del día sobre los tejados de la ciudad confiada a su vigilancia. Ante él destacaba la silueta familiar del puente de Brooklyn, todos cuyos carriles en dirección a Manhattan estaban ya embotellados. Hacia la izquierda, mucho más allá de las columnatas neoclásicas del Tribunal federal, Bannion adivinaba el tejado de la vivienda social de ocho pisos donde había nacido, hacía cincuenta y ocho años. Aunque viviese todo el resto de su vida en la atmósfera aséptica de un despacho como el suyo, le acompañarían hasta el último momento el olor a coles hirviendo de su infancia, el hedor de los retretes de cada rellano, el perfume de la cera en la baranda de madera. Bannion había huido de aquella pobreza eligiendo un camino muy conocido por los hijos dé inmigrantes irlandeses: la policía. Con el mayor ahínco, había subido uno a uno los peldaños, hasta llegar a la cima de este majestuoso y nuevo building, situado a menos de dos kilómetros del lugar donde había nacido.
El timbre del teléfono hizo que Bannion volviese a la imponente mesa de caoba que simbolizaba su función, el escritorio que su predecesor Teodoro Roosevelt había utilizado antes de convertirse en presidente de Estados Unidos. Le llamaban por su línea privada. Inmediatamente reconoció la voz de Harvey Hudson, director de la oficina neoyorquina del FBI.
—Michael —dijo Hudson—, se ha producido algo urgente que nos atañe a los dos. Lamento tener que arrancarle de su despacho, pero, por una serie de razones que no puedo exponerle por teléfono, creo que sería mejor que lo discutiésemos en mi casa. Necesitaremos a todos sus inspectores.
Bannion observó la copiosa lista de visitas que su secretaria había dejado sobre su mesa.
—¿Es de veras tan urgente, Harv?
—¡Oh, sí, Michael! —Bannion observó un tono extraño en su voz—. Es urgentísimo. ¡Venga enseguida con el jefe de sus inspectores!
*
Sin duda había en Nueva York medio millón de apartamentos donde se desarrollaba, esta mañana de diciembre, aproximadamente la misma escena. En el televisor familiar vuelto de cara a la mesa del desayuno, millones de neoyorquinos observaban las noticias matinales. Tommy Knowland, de trece años, vaciaba como un autómata su plato de cornflakes y de plátanos cortados en rodajas, captada su atención por la emisión de «Good Morning América».
Sentada a su lado, Grace, su madre, le miraba con ternura mientras tomaba su café. Incluso a hora tan temprana, sin el menor maquillaje, apenas despabilada por un poco de agua fría, y sólo desenmarañados los cabellos por unos cuantos golpes de cepillo, tenía un encanto irresistible.
—¡Huy! ¿Has visto ese smash, mamá?
El joven Tommy, muy excitado, había golpeado el borde del plato con la cuchara.
No, querido; pero ¿crees que podría enviarle a Jimmy Connors la factura por un plato roto?
El niño hizo una mueca y volvió a fijar la mirada en la pantalla.
—Tommy, ¿es que alguna vez…? —Grace bebía su café a sorbitos, con aire pensativo—. Quiero decir, si, desde que tu padre y yo nos divorciamos, has sufrido por encontrarte solo, por no tener un hermano o una hermana…
De momento pensó que su hijo no había oído la pregunta. Seguía mirando fijamente la pantalla, fascinado por la retransmisión del partido de tenis.
—No, mamá. Creo que no. —Miró su reloj—. Tengo que largarme.
Cogió un montón de libros y depositó un beso húmedo en la mejilla de su madre.
—No olvides mi partido de esta tarde. Vendrás, ¿verdad?
—Claro que sí, querido.
—Voy a ganar, ¿sabes? ¡Soy mejor que él!
—Los partidos de tenis se ganan en la pista, no en la mesa del desayuno.
—Gracias, señora entrenadora.
La puerta se cerró de golpe. Grace escuchó los pasos de su hijo, que se alejaban corriendo por el vestíbulo. «Dentro de dos años, de tres años, se irá… hacia su propio mundo, hacia su propia vida…». —Se palpó el vientre—. ¿Primera manifestación de esa otra vida que llevaba en su seno? ¡Oh, no! ¡Todavía no! —Cogió un cigarrillo, encendió una cerilla y contempló durante un largo momento la llama que oscilaba en la punta de sus dedos—. Me conviene dejar de fumar —murmuró, aplastando el cigarrillo en el cenicero.
*
Con sus mejillas mal afeitadas, sus ojos ojerosos y sus vaqueros arrugados, James Mills tenía el aire de haberse pasado toda la noche bebiendo en un bar estudiantil. En realidad, el secretario general de la Casa Blanca no había salido de su despacho en toda la noche. Dos veces le había llamado el presidente para conferenciar con él sobre las medidas que había que tomar para que esta crisis no dejase de ser un secreto de Estado. ¡Menuda empresa! Ningún jefe de Estado del mundo llevaba una existencia tan pública como el presidente de Estados Unidos. Breznev podía desaparecer durante dos semanas sin que se dedicase una sola línea a comentar la noticia. El presidente de la República francesa podía eclipsarse, de incógnito, al volante de su automóvil. En cambio, el presidente de Estados Unidos no podía dar un paso sin que le siguiese el ejército de periodistas acreditados cerca de la presidencia. Éstos, fuera de los desplazamientos oficiales y de las cotidianas conferencias de prensa, acampaban en la sala que tenían reservada en la Casa Blanca, con sus antenas ultrasensibles siempre alerta, prestas a captar cualquier rumor, cualquier señal insólita.
—Ante todo —anunció Mills a sus colaboradores—, no quiero ver a ningún reportero vagando en los aledaños de nuestros despachos. Si alguno de los nuestros tiene una cita con un periodista, que se lo lleve a tomar un café en la cafetería.
Cogió de encima de su mesa la hoja de las citas del presidente para aquel día. Como siempre, la agenda estaba dividida en dos partes. Una de ellas se refería a las actividades públicas cuya lista era publicada diariamente por el Washington Post; la otra tenía carácter privado y sólo era conocida por el gabinete. La lista oficial de este lunes catorce de diciembre mencionaba:
9.00 — Reunión del Consejo Nacional de Seguridad.
10.00 — Comisión del presupuesto.
11.00 — Conmemoración del aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
17.25 — Iluminación del árbol de Navidad en el parque de la Casa Blanca.
—Para la primera reunión, no hay problema. Para la segunda solo hay que pedir a Charlie Katz que sustituya al presidente —sugirió Mills. Katz era presidente del Comité de Asesores Económicos—. Díganle que el jefe del Estado quisiera saber su impresión sobre los efectos de las reducciones presupuestarias en la economía.
—¿Hay que ponerle al corriente? —preguntó alguien.
—¡De ninguna manera!
—¿Qué vamos a hacer con los derechos humanos y con el árbol de Navidad? —preguntó inquieto John Gould, portavoz de la Casa Blanca.
—¿Por qué no cancelarlos simplemente?
—En este caso, habrá que dar explicaciones convincentes. Toda la sala de prensa se me echará encima como una nube de langostas —exclamó Gould.
—¿Y si dijésemos que padece un enfriamiento? —sugirió Mills.
—Los periodistas querrían hablar enseguida con el doctor McIntyre[10]. ¿Se han prescrito medicamentos? ¿Qué temperatura tiene? ¿Debe guardar cama? Sabe muy bien que no es posible variar la agenda publica del presidente sin tener coartadas indiscutibles. Y tú sabes también mejor que nadie que no es fácil hacer que se traguen tales coartadas en esta ciudad.
—La conmemoración de los derechos humanos no ofrece dificultades —opinó Mills—. Si se armase la gorda durante su alocución, siempre podríamos hacerle salir a toda prisa de su despacho sin que nadie lo advirtiese en realidad. Pero ¡caray, John!, si ocurriese algo mientras estuviese junto al árbol de Navidad, ¡el apuro será de órdago! No podríamos hacerle desaparecer sin que todo el mundo supiese que está en un brete.
—Si quieres que todo este lío permanezca secreto, James, será preciso arriesgarse y obligarle a hacer lo que está previsto.
Gould se retrepó en su sillón y puso los dos pies sobre un ángulo de la mesa de Mills.
—Eastman tiene razón: la mejor manera de guardar un secreto es hacer como si nada ocurriese. Así fue cómo actuó Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos. El y todos los que le rodeaban iban a cenar fuera de casa, se marchaban para el fin de semana, vivían como de costumbre. Para dar el pego. ¡Hay que hacer lo mismo! —Un destello pasó por los ojos de Gould—. Tú deberías ir esta noche a Gatsby. Beber una buena cerveza en el mostrador. Y otra. ¡De modo que todo el mundo se figure que estás degradándote tranquilamente!
Mills se echó a reír, pero, casi inmediatamente se quedó boquiabierto: acababa de percibir una silueta en el paseo cubierto de nieve. Cada jefe de Estado tiene su técnica particular para conservarse en forma en los momentos de crisis. El presidente norteamericano tenía la suya. Con ropa azul marino de deporte lanzando nubecitas de vaho al ritmo de su respiración, con sus mechones sal y pimienta formando una especie de aureola, estaba practicando jogging alrededor de la Casa Blanca.
*
Al ver todos aquellos rostros desconocidos alrededor de Harvey Hudson, director del FBI de Nueva York, el jefe de la policía Michael Bannion comprendió que algo muy grave pasaba en su ciudad. Esta impresión se vio reforzada cuando oyó las palabras «laboratorio atómico de Los Álamos».
Hudson era un hombrecillo vivaracho y feo, calvo de orejas desmesuradas y cejas espesas, y con un gusto muy acentuado por las corbatas de lazo y los cigarros cubanos, que se procuraba vulnerando desvergonzadamente el embargo norteamericano contra Castro. El jefe de policía no tuvo tiempo de hacerle la pregunta que le quemaba los labios.
—Sí, Michael —dijo Hudson—, «la cosa» se ha producido al fin.
Bannion se dejó caer en su sillón.
—¿Cuándo?
—Ayer noche.
Normalmente habrían bastado estas dos palabras para provocar en Bannion una explosión de furor céltico. Pues la actitud del FBI le parecía insoportable. Ni siquiera en un asunto de vida o muerte para cientos de miles de habitantes de su ciudad había considerado el FBI oportuno poner inmediatamente sobre aviso a la policía neoyorquina. Pero contuvo su cólera para escuchar con creciente horror las explicaciones de Hudson.
—Tenemos tiempo hasta mañana al mediodía para encontrar una bomba atómica. Y es preciso que lo consigamos sin que nadie se dé cuenta de que buscamos algo. Orden absoluta del presidente: todo debe permanecer secreto.
Todas las miradas se volvieron al hombre con andares de cowboy que representaba a la organización secreta de equipos de busca de explosivos nucleares. Bill Booth jugueteaba nerviosamente con el medallón navajo que llevaba colgado del cuello como un amuleto.
—Mis hombres han puesto ya manos a la obra —declaró, dando una larga chupada a su Marlboro, marca de cigarrillos de los que era un anuncio viviente—. Hemos equipado un centenar de camionetas Hertz y Avis y hemos empezado a rastrear Manhattan.
—¿Cree que sus vehículos pueden ser advertidos por alguien? —preguntó inquieto, Bannion.
—Es muy improbable. Sólo la minúscula antena de detección fijada en el chasis podría llamar la atención. Pero habría que buscarla adrede.
—¿Y sus helicópteros?, inquirió Hudson.
Booth consultó su reloj.
—Deberían despegar de un momento a otro. Hemos alquilado tres aparatos suplementarios a New York Airways y los equipamos con material de detección. Estarán listos dentro de una hora, poco más o menos. —Booth chupó de nuevo su cigarrillo—. He aquí cómo sugiero que actuemos. Empezaremos por los muelles. Es donde los helicópteros pueden resultar más eficaces. Pueden inspeccionar rápidamente los tinglados y descubrir sin dificultad la menor radiación a través de los delgados techos de los almacenes de depósito. —Hizo una mueca—. Pero si la bomba está oculta en un barco, habrá que ir a pie a descubrirla. Las plataformas metálicas de las cubiertas detendrían los rayos que buscamos.
El jefe de policía hizo un ademán de impaciencia. Booth aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Escuche, jefe —dijo, con irritación—; no espere milagros de nosotros, porque no podemos hacerlos. Disponemos de la mejor tecnología; pero ésta es totalmente inadecuada para esta labor en una ciudad como Nueva York. —El físico vio que el iris azul marino del jefe de policía se dilataba de asombro y que un espasmo contraía la nuez de su cuello—. Todas las ventajas técnicas están en favor de nuestros adversarios. Mis camiones no pueden descubrir nada por encima de un cuarto piso. Mis helicópteros no pueden detectar nada por debajo de dos pisos. En medio está el vacío. No hay que hacerse ilusiones. Es inverosímil que podamos encontrar en unas horas una bomba termonuclear oculta en esta ciudad. A menos, caballeros, que me suministren informes que me permitan concentrar mis fuerzas en una zona precisa.
*
Dos pisos más abajo de la sala de conferencias sonó un teléfono en uno de los despachos de la sección «Informaciones» del FBI. Un agente se puso al aparato.
—Hola, tío; soy Rico.
El agente se puso en pie de un salto y puso en marcha el sistema de grabación.
—¿Qué hay de nuevo, papaíto?
—Poca cosa amigo. Me he pasado toda la noche buscando, pero lo único que he encontrado ha sido un tipejo al que pidieron medicamentos para una gachí árabe.
—¿Droga o medicamentos Rico?
—No, amigo, nada ilegal. Algo para la panza. Pero sin receta. No quería que la visitase un matasanos.
—¿Qué aspecto tenía?
—El tipejo no la vio. Se limitó a llevar la mercancía a su hotel.
—¿Qué hotel, Rico?
—El Hampshire House.
*
El jefe de inspectores de la policía neoyorquina, inspector jefe Al Feldman, un tipo alto de cincuenta y tres años, pelirrojo y de voz sonora, contemplaba al físico de Los Álamos con mirada recelosa. «¡Palabras, y nada más! ¡Siempre ocurre lo mismo con los científicos! ¡Esperan que alguien corra tras ellos recogiendo la mierda que sembraron!». Feldman carraspeó.
—¿Qué aspecto tiene lo que buscamos? —preguntó.
Booth repartió copias del dibujo y de la descripción de la bomba que había preparado el laboratorio de Los Álamos según el diseño enviado por Gadafi.
—¿Tenemos alguna idea de la fecha en que esa bomba pudo ser introducida en Estados Unidos? —preguntó Bannion.
—No —respondió Harvey Hudson, jefe del FBI de Nueva York—, pero suponemos que es muy reciente. La CIA considera que la bomba pudo venir de cinco lugares: Libia, el Líbano, Irak, Siria y Adén. Pudo ser introducida clandestinamente a través de la frontera canadiense. No habría sido difícil. O bien simplemente por un puerto americano, bajo un disfraz cualquiera.
El hombre sentado delante de Hudson mordisqueó el extremo de su lápiz. Quentin Dewing de cincuenta y seis años, era el superior directo de Hudson. Director adjunto de investigaciones del FBI, había llegado de Washington la noche anterior para hacerse cargo de la dirección de las pesquisas. Llevaba un serio traje azul marino, con un pañuelo blanco que sobresalía exactamente a un centímetro del bolsillo del pecho. «Un verdadero director de compañía de seguros», había pensado desdeñosamente el inspector jefe Al Feldman al hacerse las presentaciones. Dewing se levantó a medias de su sillón, para dominar a sus colegas.
—Esto significa que habrá que revisar todos los conocimientos de embarque y todos los manifiestos de todas las mercancías llegadas de aquellos países en los últimos meses. Empezaremos por los últimos envíos y seguiremos hacia atrás.
—¿Antes del mediodía de mañana? —preguntó Bannion, estupefacto.
Dewing fulminó con la mirada al jefe de policía.
—¡Antes del mediodía de mañana!
Absorto en el examen de los documentos que había distribuido Booth, Al Feldman no había observado la mueca de su patrono.
—Dígame —preguntó al físico—, ¿sería posible que esa bomba hubiese sido introducida aquí en piezas sueltas y montada después?
Booth exhaló un pequeño anillo de humo azul.
—Yo diría que, técnicamente, es casi imposible.
—¡Por fin tenemos una buena noticia! —exclamó Feldman, dirigiéndose esta vez al conjunto de los reunidos—. Ya que esa bomba pesa al menos setecientos cincuenta kilos, podremos eliminar no pocas mercancías. Y también podremos eliminar los pisos superiores de las casas sin ascensor. —Extendió los documentos sobre la mesa—. ¿Y los tipos que pudieron introducir ese ingenio? ¿No se tiene el menor indicio?
—De momento, nada concreto —confesó Hudson, señalando con un dedo a un Fed de unos treinta años y de lacios cabellos rubios, sentado frente a Feldman—. Farell es nuestro especialista en asuntos palestinos. Frank, haz un breve resumen de lo que sabemos.
Cuidadosamente ordenadas sobre la mesa delante del agente, se hallaban las fichas de ordenador que resumían todas las averiguaciones del FBI que guardaban relación con el Próximo Oriente. Se referían a asuntos muy diversos: tráfico de prostitutas entre Miami y el Golfo Pérsico, exportación clandestina de cuatro mil fusiles M-30; automáticos a las falanges cristianas libanesas intentos del régimen revolucionario iraní de infiltrar en Estados Unidos equipos de pistoleros encargados de asesinar a altas personalidades norteamericanas. Farell cogió un documento que se refería más concretamente a la investigación en curso.
—Tenemos una lista de veintiún norteamericanos, diecisiete hombres y cuatro mujeres, que estuvieron en campos libios de instrucción de terroristas.
El inspector jefe Feldman abrió unos ojos como naranjas.
—¿Les han atrapado? ¿Qué han descubierto? —preguntó.
—La mayoría de ellos estuvieron en Libia entre 1975 y 1977. Les hicimos vigilar a su regreso, pero ninguno de ellos cometió nada punible. ¡Ni siquiera hurtar un paquete de gomas de mascar en un drugstore! Por consiguiente, la justicia se negó a renovar los mandamientos de vigilancia.
—Y entonces, ¿dejaron de seguirles?
El Fed lanzó un gruñido afirmativo.
—¡Maldita sea! —exclamó Feldman saltando como un diablo—. ¿Va a decirnos que Gadafi instaló en este país veintiún agentes norteamericanos especialmente adiestrados por él, y que el FBI no le tiene puesto el ojo a uno solo de ellos?
—Es la ley, señor inspector jefe —terció secamente Hudson—. Pero estamos sobre su pista desde ayer por la noche. Han sido encontrados cuatro de ellos.
Feldman se había puesto rojo como un tomate.
—¡Esto no es la ley, Mr. Hudson! ¡Es un suicidio!
El jefe de policía hizo una seña a su inspector jefe para que se calmase y volviese a sentarse.
Hablando a media voz, para serenar la atmósfera, el jefe de policía observó entonces que la mayoría de los núcleos árabes de Nueva York se hallaban precisamente situados cerca de los docks.
—Al —preguntó—, ¿se sabe al menos algo sobre las actividades de la OLP en aquel sector?
—Poca cosa —se lamentó Feldman—. Sólo dos o tres pequeñas abacerías familiares, de las que sospechamos vagamente que pueden encubrir un pequeño tráfico de armas… y tener quizás alguna relación con la OLP. Cuando Arafat vino a la ONU, sus guardaespaldas nos hicieron recelar al visitar algunas de esas tiendas. Tal vez fueron simplemente a tomar una taza de café. O quizás a montar una red. —Feldman se encogió de hombros—. ¡Elija usted lo que prefiera!
—¿Han podido al menos sus hombres hacer alguna infiltración en los medios que simpatizan con la OLP? —preguntó al jefe de policía, Clifford Salisbury, uno de los responsables de la CIA, que llevaba una perilla y estaba especializado en asuntos palestinos.
—La única actividad de infiltración que hoy en día está permitida legalmente a la policía se refiere al crimen organizado —respondió Bannion—. Además —añadió, con un atisbo de hosquedad—, me cuesta Dios y ayuda meter un solo polizonte en mis coches de patrulla. ¿Cómo quiere que me infiltre en la OLP?
Lo que no dijo el jefe de policía fue que sólo había cuatro policías que hablasen árabe, entre los treinta y dos mil hombres y mujeres que componían la fuerza policial neoyorquina y que ninguno de ellos estaba encargado de vigilar las actividades de los doscientos mil árabes que vivían en Nueva York.
Quentin Dewing se levantó a medias de su sillón y golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Caballeros, no estamos aquí para ajustar cuentas ante policías federales y municipales. Debemos organizar urgentemente nuestras pesquisas de una manera racional y metódica. Primera cuestión: ¿Estamos de acuerdo, dadas las palabras, «isla de Nueva York», empleadas en la carta de amenaza de Gadafi, en concentrar los equipos de investigación nuclear únicamente sobre Manhattan?
Hubo un murmullo de aprobación.
—Para asegurar el secreto, la «Operación Nest» se desarrollará de una manera completamente independiente. El FBI sólo proporcionará chóferes para los vehículos de la búsqueda.
—¿Por dónde empezamos? —quiso saber Bill Booth—. ¿Por Wall Street o por Harlem? ¿Por el norte o por el sur?
—Yo diría por Wall Street —sugirió Bannion—. Está más cerca de los muelles. Los terroristas habrían tenido que recorrer un trayecto más corto para transportar su bomba. Además, es cosa sabida que todo el mundo odia Wall Street.
—Muy bien —asintió Dewing—. Segundo: los hombres. Nosotros hemos hecho una llamada general al FBI. Hacemos venir cinco mil agentes. He ordenado a las direcciones del Tesoro, de Aduanas y de Estupefacientes, que pongan a nuestra disposición todas sus fuerzas disponibles. —Se volvió a Bannion—. Señor jefe de policía, ¿podemos contar con toda su brigada de inspectores?
—Dispongan de ella.
Harvey Hudson mordisqueó la punta de un nuevo cigarro.
—Inspector jefe Feldman, ¿cuál es, en su opinión la mejor manera de distribuir nuestras fuerzas?
—Por equipos, como en todas las grandes operaciones en que hemos trabajado juntos. Un Fed con uno de mis inspectores.
Hudson sacó del bolsillo un cigarro y lo ofreció al inspector neoyorquino con el ademán ceremonioso de un jefe indio presentando la pipa de la paz.
—Me parece perfecto, jefe.
Entonces se levantó, dio la vuelta a la mesa y, chupando su cigarro, sé plantó delante del plano de Nueva York que cubría la pared del fondo de su despacho.
—Hay que dividir nuestras fuerzas en varios grupos. —Apuntó con su cigarro los muelles de Brooklyn—. Poner uno aquí y otro allí. —Había mostrado los aeropuertos—. Un tercero debe comprobar sistemáticamente todos los lugares acostumbrados, hoteles agencias de alquiler de automóviles, y apretar a todos los confidentes para saber si alguien ha procurado a los terroristas un escondrijo, un itinerario de fuga, armas u otras cosas por el estilo.
Feldman reprimió un ademán de impaciencia.
—Mi querido Hudson, cualquiera que le oyese diría que tenemos tres semanas para encontrar esa bomba. Si queremos tener alguna probabilidad de éxito debemos procurar no dispersarnos. Y empezar por enfocar todos nuestros faros sobre aquéllos que podrían dar un golpe como éste. ¿Tiene usted alguna idea de qué clases de tipos podrían hacerlo?
Hudson hizo una seña al experto en asuntos palestinos para que respondiese.
—En términos generales —explicó el joven Fed—, esa clase de terroristas están condenadamente organizados. Tienen todo el dinero necesario para pasar por completo inadvertidos. Quiero decir que no se ven obligados a buscar sus escondrijos en los suburbios del Brome o entre los mendigos de Bowery. Saben desde hace tiempo que la mejor manera de confundirse con la masa es darse aire de burgueses acomodados. Por otra parte, tienden a permanecer entre los suyos. No parecen tener mucha confianza en los otros movimientos revolucionarios.
—Y yo añado —precisó el inspector jefe—, que, si ustedes quisieran montar un golpe como éste, creo que sólo lo confiarían a personas que conociesen ya el país, que hubiesen vivido aquí una temporada. Unos individuos que llegasen por primera vez, se expondrían a dejar demasiados indicios a su paso.
—El inspector Feldman tiene toda la razón —aprobó Salisbury, el representante, con perilla, de la CIA—. Y yo quisiera añadir dos cosas. Probablemente podemos presumir que nos enfrentamos con personas perfectamente preparadas, que actúan con sangre fría, conscientes de que sus probabilidades de éxito son mínimas y exigen una organización perfecta. Estoy convencido de que buscamos un grupito coherente de fanáticos sumamente motivados e inteligentes. En segundo lugar, me parece que la clase de profesionales a quienes confiaría Gadafi semejante operación tendrían que haber dejado alguna huella en los ficheros de los servicios de información internacionales. Estamos en contacto con todos los servicios extranjeros que poseen información sobre terroristas palestinos. Recibiremos todas las fotografías y descripciones de que disponen. Sugiero que seleccionemos los terroristas de cierta categoría que hayan residido aquí, y que concentremos en ellos todos nuestros esfuerzos.
—¿Cuántos individuos cree que serán? —preguntó Feldman con inquietud.
Salisbury pareció reflexionar.
—Hay unos cuatrocientos terroristas palestinos conocidos e identificados que rondan por el mundo. Me imagino que encontraremos entre cincuenta y setenta y cinco que correspondan a lo que buscamos.
El inspector jefe agachó la cabeza.
—Es demasiado. ¡Y con mucho! En un trabajo como éste, sólo se puede correr detrás de dos o tres piezas. Amigo mío, si quiere ayudarnos a salvar esta ciudad, es preciso que nos dé una o dos caras; no una galería de retratos.
*
Uno de los Feds mostró su placa al empleado de recepción con tanta discreción que el joven no se dio cuenta de quiénes eran sus visitantes hasta que oyó la palabra FBI. Inmediatamente se cuadró, como la mayoría de los que se enfrentan de pronto con un representante de la ley federal.
—Por favor, ¿podría ver su registro de clientes?
El empleado se apresuró a ofrecerle el libro, de negras cubiertas, del Hampshire House. El agente recorrió las páginas con el dedo índice y detuvo éste en una dirección de la calle de Hamra, en Beirut (Líbano), a la que seguía el nombre de Linda Nahar. «Suite 3.202», anotó en una libreta, y echó una mirada al tablero de las llaves. La llave no estaba allí.
—¿Está Miss Nahar en su habitación?
—¡Oh! —respondió el empleado—. La habrían encontrado si hubiesen venido un poco antes. Abandonó el hotel hará una media hora. Pero dijo que volvería dentro de una semana.
—¿Le dijo a donde iba?
—Al aeropuerto. Debía tomar el avión con destino a California.
—¿Dejó alguna dirección para que le remitan la correspondencia?
—No.
La voz del primer Fed se hizo amistosa:
—¿Tendría la amabilidad de hablarnos un poco de Miss Nahar?
Diez minutos más tarde, los dos agentes se hallaban de nuevo en su automóvil. El empleado se había mostrado muy poco comunicativo.
—¿Qué piensas de esto, Frank?
—Creo que probablemente estamos perdiendo el tiempo.
—También yo lo creo. Salvo que haya resuelto partir esta mañana, ¿verdad?
—¿Por qué no pedimos a tu confidente que apriete un poco más las clavijas a su contacto?
—Tal vez sería demasiado. Rico tiene que habérselas sobre todo con truhanes. —El inspector miró su reloj—. Vamos a comprobar las listas de pasajeros, para saber qué avión ha tomado. Haremos que la interroguen cuando llegue a California.
*
—Todos hemos olvidado una cosa capital —declaró el jefe de policía, con una autoridad que hizo que todas las miradas se volviesen a él—. ¿Vamos a aplicar las consignas de secreto de la Casa Blanca a los encargados de la investigación?
—No, claro que no —respondió secamente Hudson—. ¿Cómo podríamos motivarles, hacerles trabajar como nunca lo han hecho en su vida, darles a entender que tienen en sus manos la vida de millones de personas sin decirles la verdad?
Una expresión de estupor se pintó en los azules ojos del jefe de policía.
—¿Quiere usted decir que va a anunciar a mis agentes que hay una bomba H escondida en esta isla y que va a estallar dentro de unas horas, borrando esta ciudad de la faz de la Tierra? ¡Ni pensarlo! Son hombres. Les acometería el pánico. ¿Sabe qué sería lo primero que dirían? «¡Eh! Yo tengo chicos allí. Llamaré a mi mujer. Le diré que vaya enseguida a buscarlos a la escuela y que partan inmediatamente hacia la casa de su madre, en Massachussets».
—No parece tener mucha confianza en sus hombres señor jefe de policía.
Michael Bannion fulminó con la mirada a Quentin Dewing, el severo director del FBI, venido de Washington.
—Confío absolutamente en mis hombres Mr. Dewing. Pero ellos no proceden de Montana, de Dakota del Sur o de Orange, como los suyos. Vienen de Brooklyn, del Bronx, de Queens. Y tienen a su mujer, a sus hijos, a su madre, a sus tíos y tías, a sus camaradas y a sus amiguitas, a sus perros, gatos y canarios, caídos en la trampa de esta ciudad. Son hombres. No superhombres como sus Feds. Tendrá que inventar una historia para ocultarles la verdad. Y le diré otra cosa, Mr. Dewing: la historia tendrá que ser muy buena, si no queremos que se produzca en la ciudad un pánico mayor de lo que usted o cualquier otro pueda imaginarse.
*
La periodista Grace Knowland se levantó el cuello de piel para protegerse del viento que la atacó a la salida de la estación del metro de Chambers Street, en el bajo Manhattan. Al cruzar a toda prisa el parque del Ayuntamiento, plantado de sicómoros —donde George Washington había hecho leer la Declaración de Independencia a los habitantes de Nueva York—, resbaló sobre la nieve helada y a punto estuvo de caerse. «¡Decir que el alcalde no es siquiera capaz de hacer limpiar sus propias aceras!», pensó, indignada. Ante ella se alzaba la imponente fachada del Ayuntamiento, extraña mezcla de arquitecturas Luis XV y clásica americana. Grace subió con precaución los escalones helados que habían pisado tantos soberanos, príncipes, presidentes, militares, astronautas y sabios, para recibir el homenaje de la ciudad. Sonrió al policía de guardia y penetró en la sala de prensa al mismo tiempo que Víctor Ferrari, portavoz del alcalde.
—Señoras y caballeros —anunció enseguida aquél, frotándose las manos—, tengo que darles una mala noticia. Lamentándolo mucho, Su Excelencia no podrá celebrar su conferencia de prensa con ustedes esta mañana…
Ferrari esperó a que se calmase el alud de imprecaciones y silbidos provocados por sus palabras. Soportar el mal humor de la prensa neoyorquina era una de las pruebas más leves que le imponía su función de portavoz del alcalde de Nueva York.
—El alcalde ha sido llamado a Washington por el presidente, para discutir ciertas cuestiones presupuestarias de interés común.
La sala pareció estallar. La enfermedad crónica de la hacienda neoyorquina llenaba muchas columnas de los periódicos desde hacía años. «¿Aumento de la ayuda federal?». «¿Reducción de la contribución gubernamental?». «¿Préstamo presupuestario?». Las preguntas silbaron como una nube de flechas.
—Lo lamento —se excusó Ferrari— levantando los brazos, pero me es imposible concretar exactamente el tema de esta súbita entrevista.
Víctor —preguntó Grace—, ¿cuándo cree que regresará el alcalde?
—Hoy mismo. Les tendrá al corriente.
—¿Por el puente aéreo, como de costumbre?
—Supongo que sí.
—¡Eh, Vic! —gritó un reportero de televisión—. ¿Podría tener esto algo que ver con la reconstrucción del South Bronx?
El rostro de Ferrari dejó filtrar una expresión casi imperceptible de aprobación, un pestañeo muy breve, como el del jugador de póquer que se encuentra con que ha ligado color. Sólo un periodista lo advirtió: Grace Knowland.
—Ya les he dicho que desconozco el objeto de esta visita —insistió Ferrari.
Grace se deslizó discretamente hacia un teléfono y llamó al New York Times.
Myror —murmuró a su jefe de redacción— algo ocurre en relación con el asunto del South Bronx. Stern ha salido para Washington. Quisiera ir allá y tratar de regresar con él en el mismo avión.
—¡Hecho!
Antes de partir, Grace decidió hacer una segunda llamada. El timbre del teléfono del despacho del inspector Rocchia sonó durante largo rato. Al fin, respondió una voz desconocida:
—No está aquí. Han ido todos a una reunión.
«Es extraño —pensó Grace, al colgar—. Ángelo me había dicho que tenía que redactar sus informes esta mañana». Mientras se deslizaba hacia la puerta, oyó aumentar el vocerío del grupo que seguía rodeando al encargado de prensa.
—Todo esto es maravilloso, Vic —gritó alguien—; pero, por simple curiosidad, ¿podríamos saber cuándo piensa el municipio acabar de quitar esa maldita nieve?
*
—Señor presidente, parece estar usted en espléndida forma. ¡Magnífica! ¡Formidable!
Los adjetivos crepitaban como una traca estallando en una noche de Año Nuevo. Ni siquiera allí, en la intimidad del despacho privado del presidente de Estados Unidos, acogedora y pequeña habitación contigua al salón oval oficial, podía el alcalde de Nueva York reprimir sus viejos instintos de político en campaña. Cruzó la estancia dando saltitos, como impulsado por unas suelas con muelles.
—Realmente ¡está usted en muy buena forma!
El presidente, pálido por la falta de sueño, hizo ademán a Abe Stern para que se sentase en el diván color albaricoque y esperó a que el mayordomo acabase de servir el café. Como música de fondo, se oían, atenuados, los acordes de las «Cuatro estaciones», de Vivaldi. El presidente prefería la intimidad de esta pieza al formalismo del despacho contiguo, santuario de su autoridad, de sus funciones y de sus servidumbres. La había decorado con algunos recuerdos personales: un mosquete, obsequio de la milicia de Georgia, un retrato al óleo de su esposa y de su hija pintado el día siguiente de su elección; una fotografía de su ídolo, el almirante Rickover, en la que, a modo de dedicatoria, figuraba la pregunta que tantas veces había meditado: Why not the best? («¿Por qué no el mejor?»). Al lado del tintero había colocado la famosa placa que adornara antaño la mesa de Harry Truman, y cuya inscripción estaba muy indicada esa mañana: The buck stops here: «A partir de aquí no se devuelve ya la pelota».
—Bueno —exclamó animadamente Stern—, en cuanto hubo salido el mayordomo de la habitación, por fin podremos hablar de cómo financiar la reconstrucción de South Bronx, ¿verdad?
—Lo siento mucho, Abe, pero tengo que desengañarle. No es ésta la razón por la que le he rogado que viniese.
El alcalde arqueó las cejas sorprendido.
—Nos enfrentamos a una terrible crisis, Abe, que concierne a su ciudad.
Stern emitió un sonido, que era mezcla de gruñido y suspiro.
—¡Oh, señor presidente, no va a ser el fin del mundo! Las crisis vienen y van. ¡Nueva York las ha superado todas!
Los ojos del Presidente se nublaron de pronto, mientras observaba al hombrecillo sentado ante él.
—Se equivoca, señor alcalde. Esta vez se trata de una crisis que Nueva York podría no superar.