La respuesta a la angustiosa pregunta formulada por el presidente de Estados Unidos a su ministro era una novela de aventuras que había empezado una mañana de enero, hacía casi tres años, en una de las futuristas pasarelas del aeródromo Charles de Gaulle, cerca de París. Kamal Dajani, el pasajero clandestino del Dyonisos, desembarcó aquel día del vuelo 783 de la compañía Air France, procedente de Viena. Su color mate de oriental podía atribuirse fácilmente a una estancia prolongada en las pistas de esquí del Tirol.
Presentó al oficial del control un pasaporte austriaco, a nombre de un tal Fredi Mueller, representante de maquinaria agrícola y natural de Linz; cruzó tranquilamente el pasillo de llegada y se dirigió a los lavabos más próximos. Vaciló un momento, antes de entrar en el último compartimiento; corrió el cerrojo de la puerta y dejó su bolsa en el suelo. Casi inmediatamente, una mano atrajo la bolsa al gabinete contiguo y dejó otra idéntica en su lugar. Kamal la abrió y comprobó su contenido: una pistola automática Walter P38; tres cargadores; dos granadas rompedoras US; una navaja; una guía de París y, por último, otro juego de documentos de identidad que le daban la nacionalidad argelina y le identificaban como estudiante de la Universidad de París X. La bolsa contenía, además, dos mil francos franceses en billetes y monedas de diferentes valores.
Cuarenta minutos más tarde se apeaba de un taxi ante una casa de la Rue de Assas, en el distrito VI, y llamaba a la puerta del apartamento del primer piso.
—Soy yo, Kamal —murmuró en árabe.
Se abrió la puerta y apareció una joven morena. Ahogando un grito de alegría, Leila se echó en brazos de su hermano. Azafata de la compañía libanesa de aviación Middle East Airways, Leila Dajani vivía desde hacía tres años en París, donde servía de enlace y de correo a los agentes de la resistencia palestina en Europa.
—¡Dos años! —exclamó ella—. ¿Por qué tanto tiempo?
—No ha habido más remedio —replicó él.
Ella le hizo pasar. Antes de cerrar la puerta, echó un vistazo a la escalera, para asegurarse de que nadie había seguido a su hermano, y, después, hizo girar dos veces la llave en la cerradura.
—Muéstrame lo que te han hecho —le dijo, empujándole hacia el salón.
Kamal se quitó la chaqueta y el chándal. Una cicatriz le bajaba desde el cuello hasta el hombro: un feo surco de carne lastimada que parecía abierto por las garras de un tigre.
Leila estaba al corriente de la peligrosa carrera emprendida por su hermano menor cuando terminó la Guerra de los Seis Días, al deslizarse bajo el fuego de las ametralladoras de un campamento de comandos palestinos del Frente de rechazo, sobre una desolada meseta próxima a Damasco.
—Me dijeron que habías muerto —dijo, emocionada.
—Así lo creyeron mis camaradas, cuando me abandonaron en el campo.
Kamal Dajani había llevado seis veces su comando al interior de Israel, atacando con fuego de fusil los kibbutzim de Galilea, minando carreteras, tendiendo emboscadas. La séptima vez, a raíz de una infructuosa tentativa de bombardeo de las refinerías petrolíferas de Haifa con cohetes Katiuska, su grupo había sido interceptado por una patrulla. Unas granadas lanzadas con buena puntería le habían herido gravemente y dispersado a sus hombres.
—Tuviste suerte de que los israelíes no te rematasen cuando te encontraron —suspiró Leila.
—La suerte no tuvo nada que ver. No acabaron conmigo porque no se puede interrogar a un fedayín muerto.
Tres meses más tarde, habiendo conseguido darles esquinazo a los cirujanos judíos que le habían salvado se evadió bajo un cargamento de naranjas de Gaffa con destino a Amman y se incorporó a las filas de los fedayines.
—¿Puedo tomar un poco de té? —preguntó Kamal.
Demasiado emocionada para responderle, Leila se dirigió a la cocina y encendió el gas.
—He venido a verte porque necesito tu ayuda —dijo él.
La joven se volvió bruscamente, todavía encendida la cerilla entre sus dedos. Recobró su voz.
—Siempre he estado al servicio de la causa —dijo, con orgullo.
—Lo sé, pero esta vez se trata de una misión capital. Y, probablemente difícil. —Kamal hizo una pausa—. He venido a verte porque quiero que convenzas a Whalid de que nos ayude a realizar una operación decisiva.
—¿A Whalid? —preguntó ella, con asombro—. ¿Y por qué he de hacerlo yo? ¿Por qué no se lo pides tú directamente? Es tan hermano tuyo como mío, ¿verdad?
—Sabes muy bien que Whalid y yo no podemos hablar. Sólo podemos discutir. Y ahora me interesa conseguir su ayuda, no salir triunfante en una discusión.
Kamal se levantó y se dirigió a la ventana. Siguiéndole con la mirada, Leila observó su marcha de felino. «¿Será que mi hermano, en el curso de estos cinco años, se ha convertido en un animal de la selva?», se preguntó.
Después de su evasión de Israel, había desaparecido durante seis meses. Luego, un día, ella oyó decir que estaba en Trípoli, donde trabajaba con un grupito de palestinos reclutados por el terrorista venezolano Carlos. Después de esto, no había sabido nada más.
—Whalid sería incapaz de comprender lo que yo hago —Kamal miró por la ventana, con aire melancólico—. Sabes que, para mi, el fin justifica los medios. Pero no para él. Salvó en sus malditos laboratorios, donde todo es abstracción. —Señaló la calle y la gente—. Pero no ahí, que es donde cuentan las cosas. Él me llamaría criminal. Y yo le llamaría cobarde. Al cabo de cinco minutos, no tendríamos ya nada que decirnos.
—Nunca tuvisteis gran cosa que deciros —observó Leila—. Mucho antes de que él emprendiese el camino de los laboratorios y de que tú te convirtieses en un…
Se interrumpió, buscando la palabra adecuada. Kamal se la dijo:
—… en un terrorista. O en un patriota. A veces, el matiz entre los dos conceptos es difícil de distinguir.
Sus ojos se habían oscurecido. Eran tan azules que siempre se bromeaba en su familia, diciendo que debían ser herencia de los devaneos de un caballero cruzado con una antepasada del clan Dajani.
—Ibas a hacer un poco de té —recordó a su hermana.
Kamal no tenía la volubilidad habitual de los árabes. Volvió en seguida a su punto de partida:
—Es preciso que alguien le convenza de que debe ayudarnos. Tú puedes conseguirlo. Yo no podría.
Leila puso la tetera sobre el fuego y fue a sentarse delante de su hermano.
—Él ha cambiado, ¿sabes? Se ha vuelto más francés que los mismos franceses. Palestina…, El exilio…, Nuestros padres… Todo esto parece haberse disuelto en su memoria. Como si se tratase de una existencia que él no hubiese vivido. Es como todo el mundo. Su trabajo, su mujer, sus hijos, su coche, su casa… Un hombre feliz, ¿entiendes?
—No le pedimos que renuncie a todo eso, Leila. —La voz de Kamal era tranquila, casi serena—. Pero él no es como todo el mundo. Al menos, para nosotros.
Leila contempló a su hermano con inquietud. Estas palabras confirmaban lo que había sospechado desde el momento en que él habló de su hermano mayor.
—¿Es su trabajo lo que os interesa?
Kamal inclinó la cabeza.
—Tiene acceso a ciertas cosas que son de gran importancia para nosotros. Es preciso que nos dé ciertas informaciones. Y no hay otra persona en quien podamos confiar y que sea capaz de hacerlo.
La tetera empezó a silbar. Leila se levantó. Se acercó despacio a la cocina, absorta en sus pensamientos. «Conque era esto —pensó—. Después de tantos años, de tantas discusiones, de tantos procesos, los árabes van por fin a pasar a la acción».
Colocó las tazas sobre la mesita, junto al sillón de su hermano. Un rayo de sol invernal hacia brillar su negra cabellera, recogida en un moño sobre la nuca. Abrumada por la enormidad de la tarea que le esperaba, no pudo reprimir un escalofrío.
—¡Señor! ¿Cómo voy a convencer a Whalid?
*
Después de haber telegrafiado a su hermano mayor, Leila Dajani desembarcó a la mañana siguiente en el aeropuerto de Marsella-Marignana. Al ver la silueta familiar que se abría paso entre la multitud, corrió hacia ella. Whalid se balanceaba al andar, como de costumbre. En seis meses que no le había visto, había engordado varios kilos.
—¡Pronto te parecerás a Frank! —gritó abrazándole.
—No sería extraño —dijo él, empujando a su hermana hacia el Renault 16 estacionado en el parking reservado del aeropuerto, frente al vestíbulo de llegada.
Debía este privilegio al marbete amarillo y verde pegado en el ángulo izquierdo del parabrisas. Era el salvoconducto que permitía entrar en el centro de estudios nucleares de Cadarache, uno de los principales templos de los trabajos atómicos franceses. Whalid Dajani era, en efecto, físico atómico. Su especialidad guardaba relación con uno de los elementos más preciosos y más peligrosos que existían en el mundo: el plutonio. Doctor en ingeniería nuclear por la Universidad Berkeley, en California, había sido señalado como uno de los jóvenes físicos más brillantes de su generación. Una comunicación presentada en un congreso celebrado en París en noviembre de 1973 había incitado a la Comisaría francesa de energía atómica a ofrecerle altas funciones en el desarrollo del programa de los generadores de máxima potencia Súper-Phenix.
El físico palestino había aceptado. Desde entonces trabajaba en Cadarache.
Whalid Dajani tomó la autopista de Aix-en-Provence y se desvió de ella a los pocos kilómetros, para entrar en la carretera de Meyrargues. Después de la alegría de su encuentro, se había hecho un incómodo silencio entre los dos hermanos.
—Tu telegrama decía que tenías que hablarme de algo urgente —dijo él al fin.
«Un automóvil en marcha no es lugar conveniente para una conversación seria», pensó Leila. Era preciso que pudiese hablarle cara a cara, mirándole a los ojos.
—¡Qué bonito lugar! —exclamó, con entusiasmo, al cruzar una aldea—. ¿Y si nos detuviésemos para beber algo?
Whalid aparcó el automóvil y ambos se sentaron en la terraza de un café. Whalid pidió un pastis. Leila vaciló.
—Una limonada —dijo, buscando en el bolso su paquete de Winston.
Encendió un cigarrillo.
—¿Y bien? —preguntó Whalid, llevándose el vaso a los labios—. ¿Quieres hablarme de Kamal? Ya sabes que él y yo no nos…
—No —le interrumpió ella—, no he venido a hablarte de Kamal, sino de ti, Whalid.
—¿De mí?
De ti. Los Hermanos necesitan tu ayuda.
Sintiendo un nudo en el estómago, Whalid tardó un momento en responder.
—¿Los Hermanos? —agitó una mano en el aire—. Todo esto pertenece al pasado, Leila. Hablaba con dulzura, sin animosidad. —¡He construido aquí mi vida!, ¿sabes? Y no ha sido fácil. Pero hoy tengo una familia, una esposa, hijos, amigos, un país. Hago un trabajo interesante. No voy a sacrificarlo todo. Ni por los Hermanos, ni por nadie.
Leila bebía despacio su limonada. Observaba a los viejos que se calentaban al sol en los bancos de madera de la plaza.
—Sean cuales fueren tus esfuerzos para crearte una nueva vida, una nueva familia no podrás escapar a tu pasado, Whalid. Tu verdadero país es Palestina, tu verdadera casa, Jerusalén.
Whalid no respondió. Los dos hermanos permanecieron sentados, uno al lado del otro durante un momento, unidos en silencio por el lazo de los sufrimientos que habían compartido antaño. Ninguno de ellos había conocido los horrores de los campos de refugiados; pero la prueba del exilio no había sido menos cruel. Encarnaban un aspecto del drama palestino que un mundo únicamente sensibilizado a la miseria de aquellos campos tenía raras veces ocasión de entrever: el drama de una Palestina que había producido antaño la élite del mundo árabe, una élite de eruditos, médicos, sabios comerciantes. Arraigados desde cuarenta y cinco generaciones en las colinas de Jerusalén, los Dajani habían dado a la ciudad santa una sucesión ininterrumpida de jefes y de pensadores. Pero, en dos ocasiones, en 1947 y en 1968, habían sido arrojados de su casa. En 1978, los bulldozers judíos habían reducido a escombros su mansión ancestral, para que se edificase en su lugar una casa habitada por israelíes.
Whalid asió la mano de su hermana y la acarició suavemente.
—Mi corazón sangra todavía tanto como el tuyo al pensar en todo lo que nos ha sucedido, ya lo sabes. Pero si Palestina es lo único que cuenta actualmente para Kamal y para ti, yo no puedo ya decir lo mismo.
Leila guardó silencio, reflexionando sobre lo que su hermano acababa de decir.
—Whalid —preguntó, después de beber otro trago de limonada—, ¿recuerdas el último día en que estuvimos todos reunidos en Beirut?
Whalid inclinó la cabeza.
—Aquella noche dijiste algo que jamás he olvidado. Kamal iba a salir para Damasco, a reunirse con los Hermanos, a luchar para vengar a nuestro pueblo. Quería que tú fueses con él, y tú te negaste. Si los israelíes son tan fuertes, dijiste, es porque comprenden la importancia de la instrucción. Acababan de aprobarte en las oposiciones de ingreso en la Universidad de California. Nos dijiste que Berkeley sería tu Damasco, que lograr la mejor formación científica del mundo seria tu manera de ayudar a nuestro pueblo y a nuestra causa.
—Lo recuerdo. ¿Y bien?
Leila señaló la plaza, los jugadores de bolos, las mujeres vestidas de negro que charlaban delante de Prisunic, con la bolsa de la compra en la mano.
—¿Dónde está la causa, dónde está tu pueblo en todo esto?
—Aquí —respondió vivamente Whalid, golpeándose el pecho—. En mi corazón, donde ha estado siempre.
—No te enfades, Whalid, te lo suplico —dijo cariñosamente ella—. Sólo quería decir que tuviste razón aquella noche. Cada uno de nosotros debe servir a la causa a su manera. Quizás hacer de correo o llevar mensajes entre Beirut y París, escondidos en mi sujetador, no sea más que una pobre contribución. Pero es lo que puedo hacer. Kamal lucha. Es lo que le corresponde. Pero tú eres diferente, Whalid. Hay millares, cientos de millares de los nuestros capaces de llevar una metralleta Kalashnikov. Pero tal vez hay sólo un palestino en el mundo que pueda hacer por su pueblo lo que puedes hacer tú.
Whalid se estremeció imperceptiblemente. Desde el momento en que había recibido el telegrama, sospechaba el motivo de una visita tan urgente. Apuró de un trago su vaso de pastis y envolvió a su hermana en una mirada glacial.
—¿Y qué es eso tan especial que los Hermanos esperan de mí?
—Que les ayudes a conseguir plutonio. Por cuenta del Gran Hermano de Trípoli.
Whalid dejó un vaso sobre la mesa. Aunque Leila había hablado en árabe miró a su alrededor para asegurarse de que nadie había podido escuchar sus palabras. Los muchos rumores que circulaban en el seno de la comunidad científica le habían puesto al corriente de los esfuerzos nucleares de Gadafi. Se pasó una mano por la frente.
—Supongo que los Hermanos se imaginan que cualquier tarde de domingo puedo ir a buscar sencillamente unos cuantos kilos de plutonio y cargarlos en el asiento de mi coche —dijo, sarcásticamente.
Leila esbozó una crispada sonrisa.
—Querido Whalid los Hermanos no están locos. Han pensado y estudiado ya la operación hasta en sus ínfimos detalles. Lo único que quieren de ti es información. Por ejemplo, el lugar donde se guarda el plutonio de Cadarache. Su sistema de protección… El número de personas encargadas de su custodia… Cómo podrían sacarlo del Centro…
Whalid golpeó nerviosamente su vaso.
—¿Qué haría Gadafi con él? ¡No será una bomba atómica la que haga triunfar la causa árabe!
—La explosión de una sola bomba atómica en el desierto mostrará a nuestro pueblo que existe una alternativa a los regateos de Sadat y los americanos, a la esclavización de nuestro pueblo por los israelíes. Les demostrará que existe un jefe árabe capaz de luchar para que al fin triunfe la justicia. —Abrió el bolso y sacó de él un grueso sobre blanco—. Todo lo que deben saber los Hermanos está consignado aquí. Y puedo prometerte una cosa: nadie sabrá jamás la procedencia de las informaciones.
—¿Y si me niego?
—¡No te negarás!
El tono perentorio, agresivo, de estas tres palabras, exasperó a Whalid.
—¿Que no me negaré? —exclamó—. ¡Pues esto es lo que voy a hacer! ¡Inmediatamente! Y te diré el porqué. —Cogió el paquete de cigarrillos de encima de la mesa—. Creo en lo que hago, Leila —dijo él—. Creo en ello tan apasionadamente como he creído en Palestina. —Hizo una pausa, aspirando lentamente el humo del cigarrillo. Su tono era grave y mesurado—. Florence Nightingale[3] dijo una vez: «Lo primero que NO debe hacer un hospital es propagar microbios». Pues bien, lo primero que NO debe hacer un físico nuclear es difundir el terrible saber que posee por miedo a que los hombres lo utilicen para matarse, en vez de servirse de él para construir un mundo mejor.
Ahora fue su hermana la que saltó:
—¡Un mundo mejor! —exclamó, burlona—. ¿Por qué crees que Gadafi quiere la bomba? Porque los israelíes la tienen. Sabes muy bien que la tienen. ¿Y crees que la han fabricado para edificar un mundo mejor? ¡Ni lo pienses! ¡Lo han hecho para lanzarla contra nosotros cuando se les antoje!
Su hermano permaneció impasible.
—Sé que la tienen.
—¿Sabes que los judíos tienen la bomba, y te quedas ahí sentado, diciéndome que te niegas a ayudar a tu propio pueblo a conseguirla, un pueblo que ha sido pisoteado como nadie lo fue jamás?
—Exactamente. Porque hoy me siento ligado a algo que es superior a Palestina… O a la causa.
—¿Superior a tu propia carne, a tu propia sangre? ¿A tus muertos? ¿A tus Hermanos, a quienes los judíos tratan de exterminar? ¡Whalid! Gadafi se verá obligado a utilizar la bomba. Pero somos débiles. Y no hay justicia para los débiles. Ésta es un lujo del que solo pueden gozar los poderosos. Sin la bomba, ningún caudillo árabe tendrá jamás la fuerza suficiente para enfrentarse a los israelíes. Y seguiremos siendo lo que somos desde hace sesenta años, las víctimas, las eternas víctimas de los verdugos.
Los dos hermanos permanecieron un instante silenciosos.
—Mi respuesta sigue siendo no, Leila.
Un sentimiento de desesperación se apoderó de la joven. Una súbita náusea le atenazó la garganta. «¡Oh, Dios mío! ¡Haced que encuentre las palabras precisas! ¡Tengo que persuadirle! ¡Es necesario!». Apoyó una mano en la muñeca izquierda de Whalid.
—¿Y esto? —preguntó, señalando la serpiente y el corazón traspasados por un puñal tatuados en ella.
Él se desprendió, encolerizado. El tatuaje representaba uno de los momentos más dolorosos de su vida, la muerte de su padre después de su destierro de Jerusalén, en 1968. El día del funeral, Kamal y él habían ido al zoco de Beirut. Un tatuador saudita había grabado en la carne de los dos hermanos un corazón traspasado, por el padre desaparecido; una serpiente, por el odio jurado a los que consideraban responsables de su muerte y un puñal, por la venganza que juraban tomarse. Después, habían jurado cumplir lo ordenado en el capítulo cuarto del Corán y consagrar su existencia a vengar la muerte de su padre, bajo pena de perder su propia vida si faltaban a la promesa.
Leila vio que las facciones de Whalid se endurecían. «Al menos —pensó— he dado un rostro a nuestro pueblo, a la causa que he venido a defender».
—Tú has salido bien librado, Whalid —dijo, y su voz era cariñosa, sin la sombra de un reproche—. Aquí has podido olvidar, gracias a tu nueva vida, a tu nueva familia. Pero ¿y los que no han podido hacerlo? ¿Seguirán siendo siempre un pueblo sin patria, sin un lugar adónde ir? ¿No podrá nuestro padre descansar en paz en su tierra?
—¿Qué quieres que haga, Leila? —La voz de Whalid era un grito desesperado—. ¿Es preciso que obre contra mi razón, contra todas las cosas en las que creo, simplemente porque nací, hace treinta y ocho años, en un lugar llamado Palestina?
Leila permaneció pensativa un largo rato.
—Si, Whalid. Debes hacerlo. Yo debo hacerlo. Todos debemos hacerlo.
*
Después del almuerzo, el hermano y la hermana volvieron al aeropuerto sin decir palabra. Leila se dirigió a la taquilla de registro para confirmar su vuelo regreso a París. Después, cruzó el vestíbulo hasta el quiosco de periódicos, donde la esperaba Whalid leyendo los titulares de los diarios de la tarde. Sus ojos sombríos parecían lejanos y melancólicos como absortos en la visión de un mundo interior. «Ha comprendido —pensó Leila—. Se siente torturado, pero sabe que no puede elegir». Le apretó cariñosamente el brazo.
—Les diré que todo marcha bien, que harás lo que te piden.
Whalid hojeó nerviosamente una revista expuesta en el quiosco, retrasando de este modo unos segundos la respuesta que debía a su hermana.
—No, Leila —dijo al fin—. Diles que no.
La joven sintió que le flaqueaban las piernas. Pensó que iba a desmayarse.
—Whalid —suplicó— tienes que hacerlo. ¡Es preciso!
Whalid sacudió la cabeza. El sonido de su propia voz diciendo «No» había fortalecido su voluntad.
—He dicho NO, Leila. No hay nada que hacer.
Ella había palidecido. «No ha comprendido —pensó, dolorosamente—. O, si ha comprendido, es que realmente le importa un bledo. Es inútil insistir. He fracasado».
Entonces, abrió el bolso y sacó de él otro sobre, mucho más pequeño que el primero.
—Me pidieron que, si te negabas, te entregase esto.
Dio el sobre a su hermano. Whalid quiso abrirlo en seguida, pero su hermana se lo impidió.
—Espera a que me haya marchado.
Le besó en la mejilla.
—Ma’a Salameh —murmuró, y se perdió entre la muchedumbre.
Desde lo alto de la terraza del aeropuerto, Whalid observó a su hermana dirigiéndose al avión. Ella no se volvió. Sólo cuando hubo desaparecido en el interior del Boeing 727, abrió él el sobre.
Al ver el breve mensaje, se sobresaltó como si le hubiesen propinado un golpe invisible. Había reconocido inmediatamente la escritura y el versículo del capitulo cuarto del Corán, leyó:
«Y si se desdicen de su juramento —decía—, apoderaos de ellos y matadlos donde los encontréis».
*
Cuatro semanas más tarde, el domingo 3 de marzo de 1977, Whalid Dajani explicó a su mujer que tenía que ir a París por motivos profesionales y que tomaría el Mistral. En el fondo de su cartera de documentos entre el pijama y los artículos de tocador, había un sobre que contenía una serie de fotografías y un informe de doce páginas.
Las informaciones pacientemente recogidas por el físico palestino respondían a todas las preguntas formuladas por los Hermanos. Lo que aquéllas revelaban ponían gravemente en entredicho a los responsables de la protección de las instalaciones atómicas francesas. Además de los pabellones de investigación y de fabricación de reactores, y de la fábrica de motores de los submarinos atómicos de la fuerza disuasoria nacional, el centro nuclear de Caradache albergaba el depósito de plutonio más grande de Europa y, sin duda, uno de los más importantes del mundo. Ahora bien, el emplazamiento de este depósito aparecía ostensiblemente indicado por un rótulo y una flecha. Ningún centinela vigilaba la entrada. Bastaban dos técnicos para abrir, mediante mando a distancia la puerta blindada del depósito donde se hallaba encerrado el plutonio. Uno de estos técnicos, padre de seis hijos, se jubilaría dentro de un año. Si se abría la puerta y se neutralizaban las dos cámaras electrónicas de vigilancia, el traslado de los dos centenares de contenedores de plutonio depositados en el lugar sería una simple operación de carga. En aquellos recipientes había plutonio suficiente para borrar del mapa todas las ciudades norteamericanas de más de cien mil habitantes.
El informe del palestino demostraba que entrar y salir de Cadarache era casi un juego de niños. Diariamente, decenas de camiones de empresas privadas entraban en el centro y volvían a salir sin ser registrados a fondo. Algunos vehículos con base en el mismo centro, como los semirremolques del Laboratorio de Protección contra las Radiaciones, no se detenían siquiera en el puesto de control de la entrada principal. Bastaba con utilizar un camión idéntico para ir en busca del plutonio y se podía tener la seguridad de salir de allí sin ser molestado. Más allá, numerosos caminos vecinales desiertos permitían un trasbordo de la mercancía a camionetas rápidas. En menos de tres horas, el plutonio podía hallarse a salvo en Italia. Para mayor seguridad, la alarma se daría probablemente con retraso: la única línea telefónica de la gendarmería de Leyrolles (siete gendarmes), que tenía a su cargo la protección del centro nuclear de Cadarache, penetraba en éste por un ventanuco de la planta baja. Un niño de cinco años podía cortarla sin tener que subirse siquiera a un escabel.
*
Poco antes de la medianoche de aquel domingo 3 de marzo de 1977, Françoise Dajani, esposa de Whalid, fue detenida en su apartamento de Meyrargues cerca de Aix-en-Provence. Una hora después era introducida en el despacho del director regional de la DST, situado en el décimo piso de un moderno edificio que dominaba el puerto viejo de Marsella. La joven parecía hallarse en un estado de shock nervioso. Siempre había sido de naturaleza frágil, hasta el punto de haber tenido que pasar, en sus años de soltera, varias temporadas en un sanatorio. Pero su matrimonio con Whalid parecía haberla curado. Hacia años que Françoise Dajani no había padecido depresiones.
—¿Con qué derecho se atreven a sacar a la gente de la cama en plena noche? —gritó, indignada.
Aún le parecía estar viviendo el odioso espectáculo del registro de su apartamento por la policía, los papeles de su armario por el suelo; los cajones vaciados de su contenido.
Absorto en la lectura de los mensajes por télex amontonados sobre su mesa, el director no prestaba la menor atención a sus protestas. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza, se quitó las gafas y alzó una mano para interrumpirla.
—Tranquilícese, señora, por favor. Esta tarde detuvimos a su marido, así como al hermano y a la hermana del mismo.
Françoise se sobresaltó.
—¿Han detenido a mi marido? Pero ¿por qué?
—Se disponía a robar el plutonio almacenado en las instalaciones nucleares de Cadarache, por cuenta de la Organización para la Liberación de Palestina.
El lindo rostro de la joven se contrajo. Luchaba por contener sus sollozos.
—¡Es imposible!
—Poco importa que lo crea o no lo crea. Lo cierto es que el hermano de su marido fue reconocido esta mañana por un agente israelí en el aeropuerto Charles de Gaulle y le siguió hasta el apartamento de la cuñada de usted. Su marido se había citado con ellos allí. Los tres han confesado. Los documentos que hemos encontrado son prueba concluyente del delito que se disponían a cometer. Mi única preocupación es saber si está usted mezclada en esta empresa. Dicho en otras palabras, si es usted su cómplice.
No había agresividad ni simpatía en las palabras del policía, sólo una voluntad fría, profesional, de sorprender un parpadeo o un cambio de voz susceptibles de delatar a la joven.
—¿Dónde tienen detenido a mi marido?
El director echó una mirada a su reloj.
—No está detenido. Aterrizará en Beirut dentro de dos horas. No volverá jamás a Francia. Ha sido declarado persona no grata por las autoridades francesas. Dadas las circunstancias, puede considerarse afortunado. La decisión ha sido tomada por la superioridad.
El director de la DST marsellesa se habría quedado estupefacto si hubiese sabido a qué alto nivel se había tomado. La fabricación de los súper regeneradores de Cadarache, con vistas a su venta al extranjero, era uno de los pilares del programa de exportaciones francesas para el decenio de 1980. La revelación pública de un plan preparado por un grupo de palestinos para robar el plutonio de Cadarache, en una Europa hipersensibilizada por las campañas antinucleares, podía reducir a cero tales ambiciones. Antes que exponerse a un riesgo semejante, el ministro del Interior, siguiendo instrucciones del presidente de la República, había ordenado que se guardase el secreto y fuesen expulsados los tres Dajani.
El policía tomó una hoja de papel de encima de su mesa.
Françoise se había encogido en su sillón. Instintivamente se había llevado los dedos al pequeño medallón dorado que pendía de su cuello. Era una copia del pez que simbolizaba, en las paredes de las catacumbas de la antigua Roma, la presencia de los primeros cristianos. Françoise había nacido bajo el signo de Piscis, y su padre le había regalado esta alhaja la víspera de su boda. Ella adoraba a su padre. El drama que acababa de producirse saldría forzosamente algún día a la luz. Los colegas de Whalid, los vecinos, los amigos, harían preguntas. Circularían rumores por la pequeña ciudad de Meyrargues, de la que su padre era precisamente alcalde. Adversarios políticos y habitantes murmuradores difundirían horribles calumnias. No tardaría en producirse el escándalo, un escándalo vergonzoso que mancharía para siempre a su familia y mataría a su padre, con la infalibilidad y la crueldad de un cáncer. Sus dedos buscaron febrilmente en el bolso el tubo de Valium, el sedante que tomaba en sus momentos de ansiedad.
—Le ruego que me disculpe —gimió—, pero no me encuentro bien. ¿Podría tomar un vaso de agua?
El policía asintió con la cabeza, con aire de fastidio, se levantó y salió despacio.
A través de los cristales del balcón, Françoise abarcó con la mirada el pestañeo de las luces sobre las aguas negras del puerto viejo. Escuchó el lamento del mistral, música familiar de su infancia, y volvió a verse en su niñez, asida de la mano de su padre observando las barcas de pesca que regresaban a puerto con su cargamento de pescado.
Se levantó bruscamente. Sus ojos, inundados de lágrimas, recorrieron la estancia, los archivadores metálicos, la mesa cubierta de documentos, el retrato del presidente de la República. Se sintió mal. Abrumada de vergüenza y desesperación, avanzó, hipando, hacia la ventana.
*
Apoyados los codos en la balaustrada del balcón descansando la cabeza entre las palmas de las manos, la mirada de Kamal Dajani vagaba sobre el mar y sobre el bulevar que discurría junto a la orilla, desde el aeropuerto de Al Maza hasta Beirut. El joven palestino soportaba mal el fracaso, y el fracaso de Cadarache había sido total. Sólo le quedaba un consuelo: Whalid, Leila y él habían conseguido ocultar a los franceses sus relaciones con Libia. La DST se había apresurado a aceptar la idea de que trabajaban para la OLP. Sólo podía tratar de salvar del desastre lo que pudiese salvarse. Si no había podido entregar plutonio a Moamar el Gadafi, tal vez podría entregarle algo que, a fin de cuentas, resultaría aún más precioso: el genio científico de su hermano.
¡A la mesa!
Kamal se volvió vivamente y obedeció en seguida la orden de su madre. Sulafa Dajani poseía una personalidad imponente, antítesis cabal del estereotipado retrato de la mujer árabe. Ningún velo había ocultado jamás su rostro. Su esbelta figura lucía un traje sastre negro de Givenchy. Una sola hilera de perlas hacía resaltar el pálido color de su fino y gracioso cuello y de su mentón ligeramente altivo. Sus negros cabellos, largos y rizosos, con algunas hebras grises aparecían recogidos en un moño. La expulsión de sus hijos de Francia era para ella motivo de regocijo. No necesitaba saber cuál había sido su delito. Lo habían cometido por la causa, y ello era suficiente.
Sobre la mesa del salón se exhibía un mezzé árabe, una tapicería de entremeses. La mujer llenó para cada uno de sus hijos un vaso de arak, licor de anís claro como el cristal, y levantó el suyo para brindar.
—Por la memoria de vuestro padre, por la libertad de nuestro pueblo, por la liberación de nuestro país —dijo antes de apurar de un trago el ardiente alcohol.
Sulafa Dajani no aceptaba todos los mandamientos del Islam. Mientras Leila y Kamal se sentaban a la mesa, ofreció a Whalid un sambusac, un buñuelo relleno de carne.
—Debes comer —le dijo.
Pero Whalid no tenía apetito. Estaba completamente abrumado por los sucesos que acababan de trastornar su vida.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó su madre, con inquietud.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Dependerá de las intenciones de Françoise, cuando venga… Si viene… Si puede perdonarme lo que hice.
—¡Vendrá! —declaró categóricamente su madre—. Es su deber.
—¡Whalid! —gritó entonces Kamal, desde la cabecera de la mesa—. ¿Por qué no vienes conmigo a instalarte en Libia?
—¿Ir a estropear mi vida en ese desierto?
—Ese «desierto» quizá te sorprenderá. En él ocurren más cosas de lo que te imaginas. O de lo que se imagina la mayoría de la gente —Kamal miró severamente a su hermano—. Un sabio como tú, Whalid, no debería tener ideas preconcebidas. Ven a dar una vuelta por Libia. Verás lo que pasa. Después, podrás decidir.
Sonó el teléfono en la habitación contigua. Sulafa Dajani se levantó para contestar a la llamada. Ninguno de sus hijos observó el brillo de sus pupilas cuando regresó y se sentó junto al mayor. Le asió cariñosamente la mano y la apretó contra sus labios.
—Era de la Embajada de Francia, hijo mío. Ha ocurrido algo horrible. Françoise ha muerto.
—¿Muerta? —jadeó Whalid.
Sulafa Dajani acarició su rostro, que se había puesto lívido.
—Se arrojó por la ventana del edificio donde la policía la estaba interrogando.
Whalid se derrumbó en los brazos de su madre.
—¡Françoise, Françoise! —repitió, entre sollozos.
Kamal se levantó y encendió un cigarrillo. Miraba a su hermano con dureza.
—Ha sido por mi culpa —gemía Whalid—. Yo la he matado.
Kamal se colocó detrás del sillón donde estaba sentado su hermano y asió a éste de los hombros. Si había un atisbo de compasión en su semblante, no era por la pena de su hermano, sino por su estupidez. Ahora tenía la manera de manejar a Whalid para sus fines.
—Tú no la has matado, Whalid. Han sido ellos.
Whalid levantó la mirada, estupefacto.
—No creerás que ella se arrojó por la ventana, ¿eh?
Una expresión de horror pasó por el rostro del mayor de los Dajani.
—La policía francesa no se atrevería nunca… —balbució.
—¡Pobre imbécil! ¡Son ellos quienes la arrojaron por la ventana! Esos franceses a los que tanto quieres, a los que querías mantenerte fiel. ¿Qué crees que ha pasado? —Kamal silbaba las palabras, en breves ráfagas—. ¡Y sabe Dios lo que le habrán hecho antes!
Whalid se volvió a su madre, buscando un poco de consuelo, una confirmación de que las palabras de Kamal eran una horrible mentira. Sulafa se encogió de hombros.
—Así actúan todos nuestros enemigos. —Besó la frente de su hijo mayor—. Ve a Libia con tu hermano. Ahora tu sitio está allí. B’ish Allah. Es la voluntad de Dios.
*
Trece meses después de la partida de Whalid Dajani para Trípoli, el 14 de abril de 1978, a las dos de la tarde, el físico francés Alain Prévost, de cincuenta y dos años, jefe del Departamento de Fusión nuclear de la Comisaría de Energía Atómica, sacó de su caja fuerte un grueso documento de informática, que colocó sobre la mesa de su despacho de Fort de Chatillon. La tapa roja llevaba el sello oficial de Ultra-Secret. En su interior, expresada en cifras de densidades neutrónicas, de duraciones de milmillonésimas de segundo y en potencias de kilojulios, se hallaba el descubrimiento que todos los sabios de los países industrializados perseguían desde hacía un cuarto de siglo: el cumplimiento de un sueño imposible que permitiría a la Humanidad domesticar una nueva energía fantástica: la energía nacida de la fusión nuclear.
El experimento decisivo que había permitido esta hazaña se había realizado diez días antes en un recinto construido sobre la meseta de Fontenay-aux-Roses en las afueras del sudoeste de París. Tan grande como un campo de fútbol, aquella construcción albergaba una de las instalaciones de bombardeo con láser más colosales del mundo. Bautizada con el nombre de La Folie, había costado a Francia dos mil millones de francos nuevos. Allí, durante una milmillonésima de segundo, una onda eléctrica de energía cincuenta veces mayor que la de todas las centrales eléctricas francesas juntas había sido introducida en un cañón láser de bióxido de carbono. Con una velocidad que le habría permitido llegar al planeta Marte en pocos segundos, el chorro de luz había recorrido toda una maquinaria de tuberías de una altura equivalente a la de una casa de cinco pisos, y bombardeado con precisión infalible una burbuja de gas del diámetro de un cabello. Este experimento había dado la clave del enigma que los hombres se esforzaban en resolver desde hacía años.
Aquella tarde de abril, el físico Prévost estaba invitado al palacio del Elíseo para presentar al presidente de la República el documento que resumía este descubrimiento, y exponerle su alcance.
Salió de su despacho llevando en su cartera de documentos la mayor riqueza con la que podían soñar los hombres de ciencia: el secreto que permitía convertir el agua de los océanos en combustible y satisfacer las necesidades de energía del hombre para toda la eternidad.
*
Puntual como de costumbre, el presidente Valéry Giscard d’Estaing entró en el salón de consejos restringidos de la planta baja del palacio del Elíseo a las dieciséis en punto. Dio una vuelta alrededor de la estancia tapizada de seda azul para estrechar la mano de los ministros y altos funcionarios invitados a la reunión secreta. Cuando llegó Pierre Foucault, alto comisario de Energía Atómica, una sonrisa amistosa se pintó en sus labios.
—¡Bravo! —murmuró a su camarada de promoción de la Escuela Politécnica.
Con un ademán, el presidente invitó a los reunidos a sentarse. Un ligero temblor de las ventanillas nasales reveló su irritación al ver una silla vacía: el físico Alain Prévost se había retrasado.
—Vamos a empezar según lo previsto —declaró secamente.
Después, hablando con la lentitud y el tono un tanto profesional que reservaba para las ocasiones solemnes, anunció:
—Señores, les he rogado que viniesen hoy para informarles de un acontecimiento que ciertamente influirá de modo decisivo en el destino de nuestro país. Un equipo de sabios nuestros, que trabaja en Fontenay-aux-Roses, consiguió la semana pasada, resolver uno de los más grandes desafíos científicos de la historia de la Humanidad. El fruto de sus trabajos permitirá a Francia, mejor dicho, al mundo entero, dar prontamente solución al problema más grave con que nos enfrentamos todos: la crisis mundial de la energía.
El presidente miró hacia la puerta con irritación.
—La persona a quien debemos este triunfo, el físico Alain Prévost, llegará de un momento a otro. Mientras tanto —se volvió a su antiguo condiscípulo Pierre Foucault—, ¿puede usted, señor alto comisario indicarnos el alcance de este descubrimiento?
Foucault asió el vaso de agua que tenía delante y lo levantó como si se dispusiera a brindar.
—Señor presidente, señores: este descubrimiento significa que el agua contenida en este vaso podrá dar energía suficiente para satisfacer las necesidades de electricidad de toda una ciudad como París durante dos días.
Una expresión de sorpresa se pintó en todos los rostros.
—El agua contiene, en efecto, uno de los átomos más simples y abundantes de la materia, el deuterio. Ahora bien, haciendo chocar dos de estos átomos con fuerza suficiente para que se fundan —procedimiento al que nosotros llamamos «fusión»—, se obtiene un desprendimiento de energía comparable al de las estrellas y del Sol, e inagotable, puesto que el agua es inagotable. En suma, nuestro descubrimiento demuestra por primera vez la posibilidad científica de dominar el principio de fusión. Pero ¡cuidado! —Foucault había levantado un dedo para poner en guardia a sus oyentes—. La aplicación práctica de tal descubrimiento requerirá años de esfuerzos. Los beneficios que podemos esperar de nuestra hazaña son incalculables. Con una condición. —Se interrumpió para conseguir un mayor efecto—. Con la condición expresa de que guardemos el secreto más absoluto sobre este triunfo.
Estas revelaciones habían cautivado de tal modo a su auditorio, que nadie observó que un ujier acababa de entregar un sobre al ministro del Interior.
—Señor presidente —declaró éste después de leer el mensaje—, la brigada criminal me informa de que acaba de descubrirse un cadáver en el interior de un Peugeot 504 abandonado en la avenida de Longcham, del Bosque de Boloña. La víctima ha sido provisionalmente identificada gracias a un salvoconducto que le había sido entregado para asistir a esta reunión. Debe tratarse del físico al que estábamos esperando —echó un vistazo al papel—… Monsieur Alain Prévost.
*
Tres coches azules de la policía, con sus faros giratorios lanzando destellos, jalonaban el escenario. Un cordón de agentes contenía a un grupo de transeúntes y a algunas prostitutas que se habían agolpado alrededor del Peugeot y del cuerpo que yacía sobre la hierba cubierto con una manta.
Indiferente al saludo de los agentes, el ministro del Interior, seguido del alto comisario de Energía Atómica, se abrió paso a través del cordón de policías y fue precipitadamente al encuentro de Maurice Lemuel, jefe de la brigada criminal.
—¿Y bien? —ladró.
Lemuel señaló un cuadrado de plástico extendido sobre la hierba. Dos objetos habían sido depositados en él: un billetero y una regla de cálculo, amarillenta por el uso y el tiempo.
—¿Eso es todo? —se impacientó el ministro—. ¿No hay rastro de los documentos?
—Eso es todo, señor ministro —respondió Lemuel—. Eso y el salvoconducto gracias al cual hemos podido identificar a la victima.
El ministro se volvió a Pierre Foucault.
—¡Esto es inadmisible! —gritó, esforzándose en dominar su cólera—. ¡Dejan ustedes que personalidades científicas de la mayor importancia se paseen por París con documentos secretos, como si fuesen a llevar su ropa a la lavandería!
—¡Señor ministro, esos hombres son sabios! Piensan poco en cuestiones de seguridad.
—Si ellos no piensan en esto, deberían hacerlo ustedes en su lugar. Usted es personalmente responsable de la seguridad de su organización. En el caso presente, ésta ha demostrado ser deficiente.
Se volvió de nuevo a Lemuel.
—¿Qué indican sus primeras comprobaciones?
—Poca cosa. Sólo la autopsia podría determinar la causa exacta de la muerte. Por la expresión del rostro, yo diría que la víctima ha sido estrangulada o ha recibido un golpe violento en la tráquea, como de kárate.
*
El robo de los documentos del físico Prévost provocó estupor e inquietud en el Elíseo y en las altas esferas gubernamentales francesas. Cierto que este crimen no privaba a Francia de su prodigioso descubrimiento. Pero los colosales beneficios que pensaba sacar durante años de su adelanto técnico corrían el riesgo de desvanecerse, si los papeles no eran encontrados inmediatamente. Se trataba, en realidad, del más importante robo de secreto industrial que jamás se hubiese cometido. De regreso en la plaza de Beauvau, el ministro del Interior reunió, en presencia de Foucault, a los principales responsables de la policía y de los servicios secretos. El ministro trazó un rápido cuadro de la situación y se dirigió a Foucault.
—Señor alto comisario, ¿qué países podían tener interés en robar esos documentos? —preguntó nerviosamente.
—Inglaterra, Alemania, China, tal vez Japón, con toda seguridad la URSS y, naturalmente —Foucault levantó una mano desengañada en dirección a la Avenue Gabriel—, nuestros amigos de la embajada de Estados Unidos.
—¿Qué piensa usted, Villeprieux?
En su calidad de jefe de la DST, el prefecto Paul Robert de Villeprieux era responsable de la seguridad interior del territorio francés y de las operaciones de contraespionaje.
—Podemos eliminar en seguida a los chinos —declaró—, y a los japoneses: no podrán dar un golpe como éste en nuestro país. Quedan los ingleses, los alemanes, los rusos y los norteamericanos. Se frotó el mentón —reflexionando—. Yo diría que es un golpe de la KGB o de la CIA.
Entre los diez millares de nombres de espías, o de personas sospechosas de serlo, contenidos en el fichero electrónico de la DST, se encontraban los de trece diplomáticos de la Embajada soviética y los de un centenar de franceses, agentes de la KGB. En cuanto a la CIA contaba con unos doscientos representantes en territorio francés, de los que aproximadamente un tercio pertenecía al personal diplomático de la Embajada o a organizaciones oficiales americanas representadas en Francia. Los otros estaban dispersos en toda Francia, bajo diversos disfraces.
—Ponga inmediatamente el máximo de efectivos sobre la pista de los rusos y los norteamericanos —ordenó el ministro— y recemos para que sean ellos los que han dado el golpe.
Unos minutos más tarde, una flota de automóviles disimulados, llenos de inspectores de la DST, salía del garaje de la Rue des Saussaies. Procedentes de un lugar más discreto, al final de la calle, varias camionetas de transporte se mezclarían también en la circulación. Pintados con rótulos de carnicerías, floristerías o fontanerías imaginarias, o de sociedades verdaderas, como Darty o Locatel, estos vehículos eran laboratorios electrónicos rodantes, capaces de captar conversaciones que se desarrollasen en el interior de un edificio, hasta más de cien metros de distancia.
Una sola persona había permanecido impávida en medio de la agitación reinante en el despacho del ministro del Interior. Con los ojos entornados, como un bonzo en meditación, y un Gitane de papel de maíz absolutamente inmóvil en la comisura de los labios, el general Henri Bertrand, de cincuenta y seis años, director del SDECE[4], no había intervenido aún. La longitud de la ceniza en la punta de su cigarrillo atestiguaba su impasibilidad total. Sus primeras palabras hicieron caer la ceniza sobre su chaqueta.
—Señor ministro, permítame observar, respetuosamente, que es muy poco probable que esas pesquisas den resultado. —Dirigió una mirada desengañada al dorado reloj que había en la chimenea—. Hace más de dos horas que ese desgraciado físico ha sido asesinado, y puede tener la seguridad de que, si el golpe ha sido dado por los rusos o los norteamericanos, los documentos se encuentran ya lejos de aquí. —Se interrumpió para encender la colilla de su Gitane—. De todas maneras por muy desagradables que puedan ser a veces los procedimientos de nuestros amigos de la CIA, no veo su firma en este caso. Tampoco es la manera de trabajar de la KGB. De haberlo hecho una de estas dos organizaciones, le aseguro que nunca habrían ustedes encontrado el salvoconducto oficial ni el billetero de la victima.
—Entonces, ¿quién cree que ha sido?, se impacientó el ministro.
El general sacudió metódicamente la ceniza de su chaqueta.
—Si los documentos del profesor Prévost tienen tanto valor como dice el señor alto comisario de Energía Atómica, ¿por qué excluir la hipótesis de que han sido simplemente robados para venderlos o devolverlos contra un rescate importante?
El ministro pareció escéptico.
—¿Quién podría preparar un golpe semejante?
—¿Qué hicieron los rusos cuando decidieron obtener los planos del Concorde? Fueron a Marsella a llamar a la puerta de El Milieu, ¿no es cierto? Sin duda esta experiencia enseñó a nuestros amigos corsos y a otros el valor de ciertos secretos industriales.
El ministro se mostró aún más dubitativo.
—Para esto tendrían que poseer un nivel científico elevado. Y una idea exacta de los trabajos que realizaba Monsieur Prévost. ¿Conoce usted muchos truhanes que respondan a estos criterios?
El general Bertrand admiraba las patas de bronce graciosamente cinceladas de la mesa del ministro, regalo personal de Napoleón I a uno de sus remotos predecesores. Sin levantar los ojos, reconoció:
—No muchos, lo confieso. Por eso considero que, probablemente, no se trata de una operación de El Milieu.
—Entonces, ¿de quién?
Bertrand sintió que todas las miradas estaban fijas en él.
—Hay dos posibilidades. Existen redes especializadas en el robo de secretos industriales. Una de ellas podría haber dado el golpe. Pero no sólo El Milieu necesita dinero. Creo que no debemos excluir otra eventualidad.
—¿Cuál?, le apremió el ministro.
—Una organización terrorista.
*
El día siguiente, un poco antes de las cuatro y media de la mañana, el timbre del teléfono despertó al ministro del Interior en su apartamento de la plaza de Beauvau. Reconoció la voz del alto comisario de Energía Atómica.
—Los asesinos de Prévost acaban de llamar —anunció Foucault—. Proponen devolver su cartera con los documentos, a cambio de un millón de francos.
—¿Qué prueba tenemos de que no han sacado fotocopias?
—Por desgracia, ninguna —confesó Foucault.
Consultado inmediatamente, el Elíseo dio luz verde y ordenó que la policía se abstuviese de toda operación contra los delincuentes, a fin de que nada pudiese impedir la recuperación de los documentos. Aquella misma noche, observando rigurosamente las instrucciones comunicadas desde cabinas telefónicas situadas en diversos puntos del territorio, un comisario de la DST depositó el dinero del rescate, en billetes usados de cien francos, en una papelera de la rue des Belles Écuries, del barrio del Panier, en Marsella. Momentos después, la cartera y los documentos eran encontrados, según lo convenido, al pie del mostrador de un bar de la rue du Panier.
En el Elíseo, así como en las altas esferas de la policía francesa, la noticia fue recibida con gran alivio. Las condiciones de la devolución parecían demostrar que se trataba de un vulgar caso de extorsión, organizado por El Milieu.
Sin embargo, el director del SDECE seguía estando perplejo. Una cuestión le obsesionaba particularmente: si aquellos documentos tenían tanto valor, ¿por qué no habían exigido los ladrones un rescate más fuerte? Pero, con el tiempo, su inquietud acabaría por desvanecerse.
El asesinato del físico Alain Prévost, que había empezado como un asunto de Estado, se había convertido en un simple suceso.
*
Dos días después de estos acontecimientos, los faros de un Volkswagen azul aparecieron de pronto en el horizonte del desierto de la gran Sirte, a cuatrocientos kilómetros al sudeste de Trípoli. Arrodillado delante de su tienda sobre una alfombra de oración, Moamar el Gadafi siguió con la mirada las dos luces que perforaban el alba naciente y se prosternó para recitar la primera sura del Corán.
El coche llegó ante un pequeño campamento militar instalado a medio kilómetro de la tienda del jefe del Estado libio. Los tres centinelas tocados con boina roja hicieron señal al conductor para que se detuviese, examinaron atentamente sus papeles y le rogaron que bajase para someterse al control de un detector de objetos metálicos. Después de estas comprobaciones, un soldado le acompañó hasta la tienda del coronel.
—Asalam alaykum —gritó Gadafi cuando el visitante llegó a unos diez metros de él.
—Alaykum Asalam —respondió Whalid Dajani enjugándose el sudor que la marcha sobre la arena había hecho brotar de su frente.
Gadafi avanzó unos pasos, le estrechó sobre su corazón y le besó en ambas mejillas.
—Bienvenido, hermano —dijo—, mostrando sus dientes de lobo en una amplia sonrisa.
—Yo he… —balbuceó Dajani, congestionado por la emoción.
Gadafi le interrumpió, levantando una mano:
—Ante todo, hermano, tomaremos café. Después, Insha’ Allah, hablaremos.
Asió a Dajani de un brazo y le introdujo en su tienda. Cogiendo una tetera de cobre puesta a calentar sobre un brasero, vertió el espeso café beduino en dos tacitas sin asa, que parecían dedales grandes, y ofreció una de ellas a su invitado. Bebieron. Después, Gadafi se sentó en cuclillas sobre la alfombra oriental que cubría el suelo de su tienda. La sombra de una sonrisa pasó por su bello rostro.
—Ahora, hermano, dame todas tus noticias.
—Kamal trajo el paquete de París ayer por la noche.
Dajani aspiró profundamente y, después, espiró el aire, que olía a menta, debido a las pastillas que había chupado para matar el olor del whisky engullido durante la noche. El alcohol estaba absolutamente prohibido en el país de Gadafi.
—Todavía no puedo creerlo —confesó—. Todo está allí. Lo he comprobado.
Movió la cabeza. Veía de nuevo todas aquellas columnas de cifras, que traducían una realidad que muy pocos habían podido percibir hasta ahora. Pero su emoción no era provocada por la visión de las nuevas e ilimitadas fuentes de energía que habían sobreexcitado la semana anterior el cerebro del sabio francés Alain Prévost. Lo que había descifrado el árabe en sus cálculos era una realidad bien diferente: el terrible reverso del sueño de la fusión, los términos de un pacto faustiano concluido por Prévost y sus colegas con los caprichosos dioses de la ciencia, para lograr su descubrimiento. Pues al abrir al hombre, para siempre, la perspectiva de una energía sin límite, habían revelado al mismo tiempo los secretos de una fuerza que podía aniquilar toda vida sobre la tierra. Inscrito en los resultados de los experimentos de Fontenay-aux-Roses se hallaba lo que buscaba en realidad Whalid Dajani: el secreto de la bomba H.
—Carlos y Kamal han trabajado duramente, observó Gadafi. ¿Estás seguro de que no hay peligro de que sigan la pista hasta aquí? Es esencial que mantengamos buenas relaciones con los franceses.
Dajani le tranquilizó con un movimiento afirmativo de cabeza.
—Fotocopiaron inmediatamente los papeles y los pusieron de nuevo en la cartera. Después lo restituyeron a la policía a cambio de dinero, como si no fuesen más que una banda de gánsteres.
—Y los franceses ¿se lo han tragado?
—Por lo visto, sí.
Gadafi se levantó y revolvió las ascuas que brillaban en el brasero.
—Hermano —dijo—, cuando montamos esta operación nos dijiste que los franceses trabajaban en el descubrimiento de una nueva fuente de energía. —Whalid asintió con la cabeza—. ¿Cómo puedes obtener el secreto de la bomba de hidrógeno partiendo de estos trabajos?
—Lo que ellos trataron de hacer en París —explicó Dajani—, fue la mini explosión en laboratorio de una bomba H. Una explosión controlada, a fin de poder utilizar la energía desprendida por ella. Los sabios del mundo entero se han pasado veinticinco años tratando de conseguirlo, desde que los norteamericanos hicieron explotar la primera bomba de hidrógeno.
Hizo una pausa; después, se llevó una mano a la cabeza para arrancarse un cabello. Lo agitó ante los intrigados ojos de Gadafi.
—Lo que buscaban era hacer explotar una burbuja de un diámetro no mayor que el de este cabello. Para conseguirlo, tuvieron que comprimirla hasta mil veces su densidad por medio de un rayo láser y por un tiempo tan breve que la mente no puede imaginarlo. —Recorrió la tienda con la mirada, hasta que sus ojos se detuvieron en la vasija que se calentaba sobre las brasas—. Un tiempo tan breve que la fuerza desprendida por el rayo sólo haría aumentar en un grado el calor del café que hay en ese recipiente.
Gadafi abrió unos ojos asombrados.
—Pero ¿cómo ha podido ese experimento darte el secreto de la bomba H? —insistió.
—Porque los franceses han logrado al fin provocar la explosión controlada de una bomba H. Durante un ínfimo momento, la millonésima de segundo que precedió inmediatamente a la explosión de la burbuja, se realizó efectivamente la configuración de una bomba H. Los documentos que hallamos en la cartera del sabio francés contienen los datos de informática de este experimento. Revelan la relación exacta que hubo que establecer entre cada componente para lograr la explosión. Éste es el secreto de la bomba H.
Gadafi anduvo en silencio hasta la entrada de la tienda. Permaneció inmóvil, escrutando el horizonte, enrojecido ahora por el Sol naciente. Buscó alguna señal anunciadora del terrible gueblí pero el fuerte azul del cielo le tranquilizó. Contemplando la inmensidad de la arena, pensó que el mundo es cruel e implacable. Pero es también un mundo sencillo, en el que las opciones y sus consecuencias aparecen claramente. Un mundo en el que uno va directamente al pozo. Si lo encuentra, sobrevive. Si no lo encuentra, muere.
Con las noticias que le traía su visitante, tal vez había encontrado él su pozo, el que andaba buscando desde hacía tantos años. Se acuclilló un instante bajo la luz de la mañana temprana y recordó la historia de la kettate, la adivina completamente tatuada que había aparecido en el campamento cuando su madre sentía los primeros dolores del parto. Había entrado en la tienda donde los hombres bebían té esperando el nacimiento, y había colocado sobre una alfombra los instrumentos rituales de su oficio: una moneda antigua, un trozo de vidrio, un hueso de dátil y un fragmento de pezuña de camello. Después había predicho la llegada de un hijo varón. Seria bendito de Dios, había anunciado; un hombre destinado a distinguirse de todos los demás, a cumplir la voluntad divina al servicio de su pueblo. Apenas había terminado de hablar cuando ya se realizó la primera parte de su profecía. El grito de la comadrona había brotado de la tienda de las mujeres, pronunciando la frase ritual con que se saludaba al varón recién nacido: Allah Akbar (Dios es grande).
Gadafi se levantó y volvió a la tienda. Tomó de una jarra de cobre un tazón de leben, espeso yogur de leche de cabra, y un puñado de dátiles. Los colocó sobre la alfombra e invitó a su huésped a servirse.
Mientras mojaba sus dátiles en el yogur, Gadafi pensó en la profecía de la vieja beduina y en cómo le había favorecido realmente Alá. Éste le había confiado una misión: la de guiar a sus pueblos por el camino de Dios, despertar a la nación árabe, conducirla a su verdadero destino y enderezar los entuertos infligidos a sus hermanos. La visita de Whalid Dajani le traía la esperanza de disponer muy pronto de un medio decisivo para convertir su visión en realidad, la perspectiva del poder absoluto sobre la Tierra.
—Así, pues, hermano —dijo a Dajani—, ¿podemos construir la bomba de hidrógeno con los documentos que trajiste ayer por la noche?
—No es seguro. Será un camino largo y difícil, con muchos, muchísimos obstáculos. Ante todo, debemos terminar nuestro programa atómico en curso. Después, me pregunto cómo podremos fabricar esa bomba sin hacer ninguna prueba. Pues, al primer experimento que hiciésemos, los israelíes nos atacarían con sus propias bombas.
Gadafi meneó la cabeza, pensativo, mirando hacia el horizonte.
—Hermano, jamás ha habido grandeza sin peligro. Jamás se han logrado grandes victorias sin correr grandes riesgos. Es preciso que tengamos un plan perfecto. Hace treinta años que nosotros, los árabes, defendemos nuestro derecho; pero ni la guerra ni la acción política nos han permitido alcanzar nuestros objetivos. Hoy, gracias a ti, podremos hacer, al fin, que triunfe la justicia.
Se levantó, indicando con esto que la audiencia había terminado.
—Has hecho un buen trabajo, hermano, desde que Alá te envió aquí para ayudarnos, concluyó, en tono cálido y agradecido.
Gadafi acompañó esta vez a su visitante por la pista de arena hasta su automóvil. Mientras caminaban asió amigablemente el brazo del palestino. Una irónica sonrisa iluminó su semblante.
—Hermano —murmuró—, tal vez no deberías chupar tantas pastillas de menta. Esas golosinas son malas para la salud que Dios te ha dado.
*
El robo de los documentos que contenían el secreto de la bomba H era el último acto de una empresa que el dictador libio perseguía encarnizadamente desde su subida al poder: proveer a Libia de armamento nuclear. El poder era una noción que comprendía por instinto. Ahora bien, ¿cómo lograr con más seguridad ponerse a la cabeza del movimiento de resurrección de la nación árabe que siendo el primer jefe árabe que dotase a su pueblo del arma absoluta?
A diferencia de Israel, de la India y de África del Sur, que habían envuelto su programa de armamento nuclear en un secreto total, Gadafi no había tratado nunca de disimular sus esfuerzos. ¿Cuántas veces no había confirmado públicamente, en el curso de los últimos diez años, su decisión de equipar a Libia con armas atómicas? Declaraciones que habían sido regularmente tomadas a broma por un mundo demasiado deseoso de presentar a su autor como un quijotesco aventurero, incapaz de reunir los medios para llevar a cumplimiento su ambición.
El primer paso en el largo camino que había llevado al asesinato del físico Alain Prévost había sido dado por Moamar el Gadafi el día siguiente de su revolución, al enviar a su primer ministro, Abdul Salim Jalud, a Pekín, para negociar la compra de bombas atómicas chinas. Fracasado este intento, Gadafi se había vuelto entonces a Occidente.
En 1972 trató de comprar una central electro nuclear de 600 megavatios a la sociedad norteamericana Westinghouse, el mayor constructor mundial de centrales atómicas civiles. Debía ser instalada en la costa Este del país, en una zona árida sin población ni industrias capaces de consumir la corriente eléctrica que produciría. Oficialmente, pues, esta central debía servir para desalar agua del mar y permitir la irrigación de los desiertos de la zona. Pero como nadie había encontrado aún un método rentable para desalar el agua del mar por el átomo, era preciso que los libios hubiesen pensado en otra utilización de su reactor. En todo caso, el veto brutal del Gobierno norteamericano de toda venta de instalaciones atómicas a Libia, puso fin a las esperanzas de Gadafi y le decidió a montar en su país las bases de una verdadera industria nuclear. El mismo eligió el nombre en clave del programa que había de proporcionar la bomba atómica a su país: Seif al Islam (el Sable del Islam). La operación fue colocada bajo el control directo del primer ministro, Jalud. Varios principios determinaron su orientación. La construcción de la bomba debía desarrollarse bajo la capa de un programa nuclear pacífico. Por otra parte, Gadafi exigió que no se regatease esfuerzo para reservar un máximo de puestos a ingenieros árabes, ya fuesen especialistas sacados de laboratorios extranjeros, ya jóvenes enviados, a costa de Libia, a las mejores universidades del mundo. A partir de 1972, decenas de estudiantes árabes empezaron a invadir los departamentos de estudios nucleares de las universidades francesas, alemanas, británicas y, sobre todo, norteamericanas. En 1977, una quinta parte de los estudiantes árabes matriculados en universidades norteamericanas preparaban oposiciones a ingenieros nucleares.
El dictador libio ordenó la construcción —a cuarenta y cinco kilómetros al sur de Trípoli—, de la Ciudad de las Ciencias, a la cual dotó progresivamente de laboratorios y equipos modernísimos, comprados en el extranjero por sociedades fantasmas o colaboradoras. Se ocupó personalmente de negociar la compra en Europa de instalaciones capaces de proporcionar a sus ingenieros la infraestructura tecnológica necesaria.
En 1973, con ocasión de una visita oficial a París, presionó al Gobierno francés para que éste le vendiese ciertos materiales estratégicos indispensables para la realización de su programa. Pero su petición fue prematura. La respuesta de Francia fue: «No». El vertiginoso aumento del precio del petróleo pronosticado por Gadafi no había provocado aún el desempleo de un millón cuatrocientos mil franceses. Unos meses más tarde, el infatigable coronel reivindicaba una franja del territorio del Chad, a lo largo de su frontera. Esta zona contenía grandes reservas de uranio, que hizo examinar por técnicos argentinos.
El trueno de la explosión atómica india en el desierto del Rajastán, el 18 de mayo de 1975, debía traer una inesperada ayuda a los proyectos libios. El Primer Ministro del Pakistán, Zulficar Alí Bhuto, aseguró a su pueblo que tendría, como los indios, su bomba atómica, aunque para ello tuviese que «comer hierba». El éxito de esta empresa dependía de un fabuloso contrato de mil millones de dólares concertado con Francia para la instalación de una fábrica destinada al tratamiento de plutonio y de varios reactores nucleares.
Durante el invierno de 1976, un emisario pakistaní llegó secretamente a Trípoli. Bhuto y Gadafi se habían encontrado en Lahore en febrero de 1974, con ocasión de la Conferencia islámica, y habían simpatizado. El emisario traía hoy una atractiva proposición del Primer Ministro pakistaní: si Libia se avenía a pagar la mayor parte de la factura del contrato con Francia, Pakistán le proporcionaría el plutonio, así como la ayuda técnica que le era necesaria. La aceptación por Gadafi permitió a los pakistaníes firmar su contrato con París.
Pero los proyectos nucleares pakistaníes se inscribían en una perspectiva demasiado lejana, y en ellos influían demasiados problemas políticos para satisfacer las apremiantes apetencias atómicas del señor de Trípoli. En mayo de 1975, y a cambio de la compra de armamento por valor de mil millones de dólares a la URSS y de otorgar a ésta facilidades navales en los puertos de Bengasi y de El-Beida, Gadafi consiguió arrancar a los rusos un reactor experimental de diez megavatios, mercancía que le permitía entrever, para un futuro próximo, la posibilidad de una reacción en cadena en un país árabe.
De pronto, en febrero de 1976, el país que, hacía tres años, había negado a Gadafi la ayuda de su ciencia nuclear, se avino a suministrarle lo que quería adquirir desde hacia años. En el curso de una visita oficial a Libia, el Primer Ministro francés, Jacques Chirac, prometió vender a Gadafi el famoso reactor de 600 megavatios que decía necesitar para desalar agua del mar.
Pero el más dramático encuentro que había ilustrado la larga serie de esfuerzos del jefe del Estado libio, para dotar a su país de la bomba atómica, se había producido en el escenario más diferente que cabe imaginar al de una tienda de piel de cabra: un salón revestido de oro del palacio de los zares: el Kremlin. El interlocutor del coronel libio no fue aquel día de diciembre de 1976, Leónidas Breznev, sino uno de los más dinámicos capitanes de industria, procedente del país que antaño había colonizado el suyo. ¿Quién podía simbolizar mejor el confortable y refinado Universo hoy amenazado por el austero visionario del desierto, que Gianni Agnelli, heredero de la Fiat, uno de los imperios industriales más poderosos del mundo?
Hoy, el italiano era el peticionario. Había venido secretamente a Moscú, viajando de incógnito con el pasaporte de uno de sus colaboradores. Agnelli necesitaba dinero. Gadafi poseía ya el diez por ciento del capital de Fiat, por el que había pagado hacía unos meses 415 millones de dólares, más del triple del valor en Bolsa de las acciones. Para estupefacción del industrial, Gadafi le ofreció aumentar su participación y otorgarle importantes créditos, si Agnelli se avenía a transformar, con la ayuda soviética, una parte de su imperio en una industria ultramoderna de armamento, provista de una rama importante dedicada al estudio y la fabricación de armas nucleares.
El italiano pidió tiempo para reflexionar. Pero el diabólico coronel sabía que, ahora, el tiempo trabajaba para él.
¿Acaso no había predicho en octubre de 1973, recién terminada la guerra de Yom Kippur, que llegaría un día en que Occidente estaría dispuesto a venderlo todo, incluso su alma?