l conflicto de 1914-18 se ha convertido en el escenario preferido por los cineastas para crear los alegatos pacifistas más descarnados. La inhumana guerra de trincheras resume todo lo que tiene de estremecedor un conflicto armado, desde la inutilidad del masivo derramamiento de sangre hasta las secuelas físicas y morales que deja en sus protagonistas.
Pero no siempre fue así. Las primeras películas, nacidas durante la contienda, tenían como objetivo exaltar el patriotismo propio y atizar el odio contra el enemigo. Madres francesas (Mères françaises, René Hervil, 1915) en Francia o El martirio de miss Edith Cavell (Nurse and Martyr, Percy Moran, 1915) en Gran Bretaña cumplieron su propósito de encontrar justificación a una guerra ante una población cada vez más escéptica sobre los motivos que llevaban a sus jóvenes a morir en las trincheras.
Hollywood abordó el conflicto inicialmente desde la neutralidad, con cintas como Novias de guerra (War brides, Herbert Brennon, 1916) o Civilización (Civilization, Thomas H. Incel, 1916). Pero la entrada de Estados Unidos en la guerra cambió radicalmente el enfoque: en El pequeño americano (The little American, Cecil B. De Mille, 1917) ya se ofrecía una visión diabólica del enemigo teutón que impelía a acudir en socorro de los aliados europeos, una combativa senda que se confirmaría con Corazones del mundo (Hearts of the world, D. H. Grifith, 1918). La excepción sería ¡Armas al hombro! (Shoulder arms, Charles Chaplin, 1918), una parodia del cine bélico, estrenada unas horas antes del armisticio.
Tres de los protagonistas de El gran desfile (1925), una superproducción de la época, para la que se contó con miles de extras.
Al llegar la paz se abandonó ese carácter propagandístico. Aunque las películas ambientadas en la guerra destilaban un cierto pacifismo, imperaba la búsqueda del gran espectáculo. En El gran desfile (The big parade, King Vidor, 1925) se emplearon más de 3.000 extras y un centenar de aviones. La industria de Hollywood encontró en esos combates aéreos la manera de alejar al público de los horrores del combate en las trincheras y presentar una imagen falsamente heroica de la guerra. Producciones como Alas (Wings, William A. Wellman, 1927) y La escuadrilla al amanecer (The Dawn patrol, Howard Hawks, 1930), entre otras, inaugurarían un exitoso subgénero que tendría como máximo exponente Los ángeles del infierno (Hell’s Angels, Howard Hughes, 1930). Esta superproducción sonora de cerca de cuatro millones de dólares, requirió reunir 87 aviones y un centenar de pilotos, de los que tres fallecieron durante el rodaje.
La llegada del cine sonoro permitió la adaptación de obras literarias, la mayoría de las cuales eran de marcado carácter pacifista. En las pantallas pudieron verse entonces historias tan conmovedoras como Sin novedad en el frente (All quiet in the western front, Lewis Milestone, 1930), ganadora de dos Oscar: a la mejor película y la mejor director. Basada en la novela de Erich María Remarque del mismo título, publicada un año antes, sorprendió por la espectacularidad de sus combates —se utilizaron 2.000 extras—, pero sobre todo por la crudeza de sus imágenes y su discurso antibelicista, plasmado en su poética escena final, en la que un soldado estira el brazo para tocar una mariposa justo antes de ser herido de muerte por una bala enemiga. Su protagonista, Lew Ayres, se declararía objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial.
Dramática escena de Sin Novedad en el frente (1930), en la que el protagonista alemán acaba de herir de muerte a un soldado francés.
El rechazo a la guerra parecía firmemente consolidado con films como Cuatro de infantería (Westfront, Georg Wilhelm Pasbst, 1930), Tierra de nadie (No man’s land, 19131, Victor Trivias) o Adiós a las armas (Farewell to Arms, Frank Borzage, 1932), basado en la inmortal obra de Ernest Hemingway. En esta última película ya quedó claro que la industria de Hollywood no confiaba demasiado en esta deriva antibélica, puesto que la Paramount ofreció a los exhibidores dos finales, uno feliz y otro trágico, pese a las protestas de Hemingway, que reclamaba que se respetase el desdichado final del libro.
A mediados de los años treinta, vientos de guerra comenzaban a soplar por el continente europeo. El público prefería permanecer ajeno a la inquietante posibilidad de una nueva contienda, por lo que se dio por finiquitado el cine bélico y se prefirió apostar por comedias o dramas con las grandes estrellas de Hollywood como reclamo. Los franceses optaron por revisitar la Gran Guerra en La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937), un filme magistral que exalta la alegría de vivir por encima de las penalidades de la guerra, representada por un campo de prisioneros del que los protagonistas intentan escapar.
En La gran ilusión (1937), con Jean Gabin como protagonista (derecha), Jean Renoir lanzó una conmovedora llamada al entendimiento. Su película no ha acusado el paso del tiempo y se mantiene como un imperecedero canto a la amistad.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 hizo a los norteamericanos echar la vista atrás y recordar la decisiva intervención de sus tropas en Europa durante la contienda anterior. El sargento York (Sergeant York, Howard Hawks, 1941) recuperó momentáneamente la visión heroica de la guerra, con Gary Cooper como protagonista. A partir de aquí, la Primera Guerra Mundial desapareció prácticamente de las pantallas. El conflicto de 1939-45 supondría para los cineastas un filón inagotable, proporcionándoles un amplio abanico de posibilidades dramáticas, ante el que la Gran Guerra no podía competir.
Pero todo cambiaría dos décadas más tarde, cuando Stanley Kubrick se atrevió a adaptar una novela de Humphrey Cobb que apuntaba directamente a la línea de flotación del estamento militar.
El fruto sería Senderos de gloria (Paths of glory, 1957). En este filme, Kubrick lanza una carga frontal contra los auténticos responsables de las guerras, los que envían a la muerte a miles de jóvenes en nombre de un sentido del honor castrense tan hipócrita como perverso. Los altos oficiales quedaban retratados en una película que estuvo prohibida en Francia hasta 1975, por su descarnada carga antimilitarista.
La cinta británica Rey y patria (King and country, Joseph Losey, 1964) continuó con la línea marcada por Kubrick, aumentando la intensidad dramática y no escatimando tampoco críticas contra la casta militar.
En 1971 sería Dalton Trumbo el que recogería valientemente el testigo, en un momento en el que el rechazo a la guerra de Vietnam estaba en la calle. Con su estremecedora película Johnny cogió su fusil (Johnny got his gun), basada en su propia novela, logró dar una vuelta de tuerca al mensaje antibelicista, centrándose en las secuelas físicas de un soldado que sufre la pérdida de las cuatro extremidades, así como la vista y el oído, y que trata infructuosamente de comunicarse con el mundo exterior. Rodada en un inquietante blanco y negro, Trumbo crea un perturbador alegato pacifista que no deja a nadie indiferente.
Estas tres obras maestras parecían haber agotado el mensaje antibélico de la Primera Guerra Mundial, pero en 1981 Peter Weir supo transmitir con Gallípoli (Gallípoli) la irresistible atracción que despierta la guerra, pese a su naturaleza detestable. En el filme, un animoso grupo de jóvenes australianos se alista para combatir contra los turcos; las divertidas aventuras que viven en Egipto, así como el compañerismo y sus actitudes heroicas contrastan con el trágico destino que les aguarda.
Desde entonces, se abre un período en el que es difícil encontrar cintas destacables inspiradas en la Gran Guerra. Sin embargo, a mediados de los noventa asistimos a una tímida revitalización del género, impulsada por producciones de bajo presupuesto, especialmente británicas. La madurez del espectador ya hace innecesario presentar explícitos mensajes moralizantes, y el pacifismo se presenta de un modo más sutil y, por lo tanto, más efectivo.
En Regeneration (Regeneration, Gillies Mackinnon, 1997) se muestran las secuelas psicológicas sufridas por los soldados, no menos graves que las físicas. La trinchera (The trench, William Boyd, 1999) refleja con una gran carga dramática los temores de un grupo de soldados antes de participar en el primer día de la ofensiva del Somme. El batallón perdido (The lost battalion, Russell Mulcahy, 2001) ofrece una visión realista de los heroicos combates librados por los soldados norteamericanos en el bosque de Argonne, durante la última fase del conflicto, mientras que Deathwatch (Deathwatch, Michel J. Basset, 2002) es una película de terror ambientada en el frente occidental, en la que un grupo de soldados ingleses es víctima de una enigmática fuerza maléfica tras ocupar una trinchera alemana.
Pero ha sido el cine francés, desde ópticas distintas, el que ha hecho más por rescatar el interés por la Primera Guerra Mundial.
La más ambigua es Capitán Conan (Capitaine Conan, Bertrand Tavernier, 1996); un tendero bretón escapa a su mediocridad aldeana convirtiéndose en un aguerrido oficial de moral dudosa, al frente de un grupo de resolutivos soldados al que se le encargan las misiones más peligrosas. El hecho de que el protagonista encuentre su plenitud cuando está inmerso en la vorágine guerrera arroja dudas sobre la intención pacifista que se atribuye al filme. En El pabellón de los oficiales (La chambre des officiers, François Dupeyron, 2001) se insiste de nuevo en las secuelas físicas de los soldados que participaron en ella. En Largo domingo de noviazgo (Longe dimanche de fiançailles, Jean-Pierre Jeunet, 2004), con una clásica y previsible historia de amor de fondo, se aplican las nuevas tecnologías a la representación de la guerra en las trincheras, abriendo nuevas posibilidades al género. En Feliz Navidad (Joyeux Nöel, Christian Carion, 2005) se narra la insólita tregua de la Navidad de 1914. En ella destaca el hermanamiento de los soldados enfrentados, en contraposición con la insensibilidad de los altos mandos, dando lugar a un canto a la esperanza no exento de ingenuidad.
Kirk Douglas encarnando al sargento Dax en Senderos de gloria (1957). Dirigida por Stanley Kubrick, la película criticaba duramente al estamento militar, lo que le valió ser prohibida en varios países.
Cartel del film Gallípoli (1981), protagonizado por Mel Gibson. En él se refleja la atracción que desprende el fenómeno de la guerra, así como la tragedia que lleva irremediablemente aparejada.
Al contrario que las productoras francesas, Hollywood parece haber dado la espalda al conflicto de 1914-18, pero el interés por la Gran Guerra podría revitalizarse en cualquier momento, como lo demuestra la espectacular producción Flyboys (Flyboys, Tony Bill, 2006), que relata las aventuras de un grupo de aviadores estadounidenses en las que incorpora todos los ingredientes del mejor cine de entretenimiento.
Es probable que en el futuro la industria del cine repare en las inmensas oportunidades que brindan los argumentos inspirados en esta contienda, pero lo que sí es seguro es que la guerra de trincheras permanecerá invariable como el escenario idóneo para denunciar la sinrazón, no solo de aquel, sino de cualquier conflicto armado.