Las estériles conquistas territoriales de la ofensiva Brusilov acabaron de minar la moral del Ejército ruso. El Ejército había demostrado no estar preparado para esas aventuras militares; disponía de un armamento obsoleto, carecía de suministros y estaba mal entrenado y peor dirigido.
A finales de 1916, el espíritu de las tropas estaba roto, y ese desánimo se trasladó también al pueblo ruso en su conjunto. Los rusos estaban ya cansados de una guerra que el régimen imperial había emprendido por razones que no alcanzaban a comprender. Los escándalos protagonizados por la zarina y su enigmático consejero, el monje Rasputín, contribuyeron de forma decisiva a que la corte fuera vista por el pueblo llano como un nido de corrupción e inmoralidad. La actitud voluble y caprichosa del zar, así como su incompetencia en la dirección de la guerra, no ayudaron a recomponer la confianza en el régimen.
La falta de éxitos militares y el convencimiento de que estos ya no llegarían, provocó un intenso malestar social en el que hervían todos los conflictos latentes. Pero, para muchos, tampoco era deseable una improbable victoria rusa, pues esta serviría solamente para que la odiada familia Romanov se mantuviera en el trono. Por tanto, Rusia se encaminaba con paso firme a un dilema sin solución.
Las bajísimas temperaturas del invierno de 1916-17, ante las que el gobierno no supo reaccionar para aliviar las penalidades de la población, contribuyeron a que el malestar alcanzase un nivel sin precedentes, hablándose ya abiertamente de la necesidad de acabar con el régimen imperial. Al intenso frío, acrecentado por la falta de combustible, se sumó el hambre; el deficiente suministro de alimentos a las ciudades y la consiguiente inflación acabaron de empujar a los más indecisos por la pendiente revolucionaria.
A comienzos de 1917 Rusia se ve inmersa en una ola de huelgas, revueltas y manifestaciones. En el Ejército, la deserción y la desobediencia, cuando no el asesinato de oficiales, está a la orden del día. El 8 de marzo, Petrogrado —la actual San Petersburgo— queda paralizada por una huelga general. Las unidades del ejército que son llamadas para reprimir los disturbios se niegan a disparar contra los manifestantes. Estos hechos serán conocidos como la Revolución de Febrero, ya que el calendario ruso de la época iba once días por detrás del calendario occidental.
El zar, que había abandonado Petrogrado, se niega a acceder a las exigencias de reformas políticas urgentes por parte del presidente del parlamento ruso, la Duma. Su reacción no ayuda a recobrar la calma, al ordenar la disolución de la Duma, pero el 11 de marzo el parlamento establece un gobierno provisional. El zar es instado a abdicar, pero Nicolás II se aferra al trono creyendo que todavía podrá hacerse con las riendas de la situación.
Cuando el zar regresa a Petrogrado para restablecer el orden, su tren es detenido por un grupo de obreros, que le impide avanzar.
Viendo cómo el viejo orden se desmorona a su alrededor, el zar abdica al día siguiente en su hermano pequeño, Miguel, pero este renuncia a ceñirse la corona, consciente de que el régimen imperial ya no tiene ningún futuro. Finalmente, el príncipe Georgi Lvov se convierte en primer ministro, aunque el hombre fuerte del nuevo gobierno será Alexander Kerensky, un político centrista que a partir de mayo desempeñará el cargo de ministro de la Guerra. Pero la autoridad de este gobierno es de inmediato impugnada por los consejos de obreros, los soviets, que reclaman representar a las masas populares y ser los verdaderos directores de la revolución.
Desde el punto de vista militar, la Revolución de Febrero tuvo nefastas consecuencias para Rusia. Kerensky, en sintonía con las potencias occidentales, deseaba cumplir con los compromisos de Rusia y animó, por tanto, a los soldados a seguir luchando, ya no por el zar, sino «por la libertad y el futuro de la patria». Los soviets, en cambio, apelaron a que los comités de soldados y marineros tomaran el control de las armas de sus unidades e ignoraran cualquier oposición de sus oficiales, lo que acabó de derrumbar cualquier atisbo de disciplina en las tropas, ya bastante desmoralizadas de por sí.
Los líderes del gobierno provisional consideraron que una victoria militar ayudaría consolidar el nuevo régimen. Kerensky ordenó una ofensiva contra los austríacos en el este de Galitzia el 1 de julio. Uno de los objetivos era retomar la ciudad de Lemberg —la actual ciudad polaca de Lvov—, que había sido capturada por los rusos en septiembre de 1914, para perderla en junio de 1915 tras un contraataque austrogermano.
Para encabezar este intento de reconquista de Lemberg apostó por un valor seguro: Brusilov. El resabiado general aceptó a regañadientes, ya que el Ejército ruso, falto de armamento y sumido en el desorden, se encontraba en ese momento en unas condiciones mucho peores que cuando él dirigió su ofensiva. De hecho, no había un número suficiente de fusiles para equipar a todos los hombres.
El enigmático monje ruso Rasputín siempre estaba rodeado de influyentes damas. Su desorbitada influencia en la corte, a través de la zarina, era mal vista por el pueblo.
Engañosa imagen en la que se puede ver a Alexander Kerensky vitoreado por un grupo de soldados rusos. El apoyo a su gobierno provisional duraría muy poco, debido al fracaso de la ofensiva impulsada por él en el verano de 1917.
Además, no se había identificado claramente el objetivo último de este ambicioso ataque, por lo que todo apuntaba a que la nueva ofensiva desembocaría en un desastre.
La que se denominaría Ofensiva Kerensky —para diferenciarla de la primera lanzada por Brusilov— obtuvo en sus primeros días unos avances tan inesperados como espectaculares, al aprovecharse del cansancio y la falta de espíritu combativo de los austríacos. Pero tras el impulso inicial sucedió algo similar a lo ocurrido durante la Ofensiva Brusilov. Los rusos quedaron detenidos por la excesiva extensión de sus líneas de suministros y comenzaron a retroceder en cuanto llegaron refuerzos alemanes a la región. El éxito inicial acabó así convirtiéndose en una derrota, pero en este caso sí que adquiriría un carácter catastrófico. Las tropas rusas, totalmente desmoralizadas, se retiraron en desbandada hacia sus posiciones de partida.
Un agotado Brusilov, al que poco más se le podía exigir después de su sacrificado esfuerzo, dimitió como jefe de las fuerzas rusas, que comenzaban a mostrar síntomas alarmantes de descomposición.
Algunas unidades habían llegado a establecer sus propios soviets, usurpando la autoridad de los oficiales.
El sucesor de Brusilov, el general Lavr Kornilov, intentó recuperar la moral de la tropa imponiendo la disciplina a base de duros castigos e incluso condenas a muerte. El resultado fue el contrario al deseado; la capacidad de combate del Ejército ruso se vio aún más disminuida. Esta debilidad sería aprovechada por los alemanes; al llegar octubre, ya se habían apoderado de gran parte de Polonia y de Lituania, y habían pasado a controlar también casi toda Letonia.
En esta fase de la guerra, el Ejército germano había puesto en práctica un nuevo concepto de lucha, que en su etapa embrionaria había dado prometedores frutos en la batalla de Verdún. La táctica consistía en el empleo de grupos de asalto. Estos batallones, que fueron creados oficialmente en febrero de 1917 aunque en la práctica ya existían con anterioridad, estaban formados por hombres voluntarios, en buena forma física, con mentalidad agresiva y dispuestos a emprender acciones ágiles y rápidas. Armados con ametralladoras ligeras, lanzallamas y morteros, penetraban en las defensas enemigas para irrumpir en su retaguardia, cortando las líneas de comunicación. Esta táctica novedosa lograba aislar y rodear al enemigo a un coste en vidas y munición muy bajo, en comparación con las cargas masivas a la bayoneta que se lanzaban tras una larga preparación artillera.
El primer gran éxito de los grupos de asalto se dio a principios de septiembre de 1917, cuando los alemanes, en una explosiva campaña de tres días, cruzaron el río Dvina en botes de remo, instalaron un puente flotante para permitir el paso de vehículos y, tras un fulgurante avance apoyado por artillería móvil, tomaron la capital de Letonia, Riga.
Esta brillante victoria, que mereció en Alemania la declaración de un día festivo, demostró que ese nuevo método de combate podía ser la clave para desencallar la guerra de trincheras del frente occidental. Los alemanes tendrían muy en cuenta los excelentes resultados de esta innovación táctica a la hora de diseñar posteriormente la ofensiva de marzo de 1918.