PASSCHENDAELE: EL INFIERNO DE BARRO

Si los nombres de Verdún o el Somme transmiten con solo pronunciarlos todas las tragedias propias de una guerra demencial, hay un nombre que perdura aún como el arquetipo de una masacre sangrienta e inútil en un escenario terrorífico: Passchendaele.

Esta aldea belga, en poder de los alemanes, se encontraba en una elevación del terreno utilizada por la artillería germana para martillear las posiciones británicas en el saliente de Ypres desde el nordeste. Su conquista era aconsejable para disminuir la presión sobre este sector, pero era indispensable para poner en práctica un plan que rondaba por la cabeza del general Douglas Haig; quebrar la línea alemana desde el saliente para rodear el flanco derecho germano, hacia la costa del mar del Norte.

El objetivo de este plan era tomar los puertos belgas desde los que zarpaban los submarinos alemanes, aunque es probable que la intención última de Haig fuera mucho más ambiciosa; derrotar a Alemania antes de que los norteamericanos que ya estaban desembarcando en Europa arrebatasen al Ejército británico la gloria del triunfo final.

Pero el intento de ruptura del frente en Flandes había tenido una primera fase en junio. Al sur del saliente de Ypres los alemanes disfrutaban desde 1914 de otra posición elevada, la sierra de Messines. Un ataque frontal era impensable, al estar muy fortificada, por lo que ya en 1915 los británicos habían decidido cavar túneles para, llegado el día, volar las defensas alemanas.

Tras dos años de intenso trabajo subterráneo, experimentados mineros galeses habían conseguido perforar 21 túneles que se adentraban profundamente —hasta medio kilómetro— en las líneas germanas, siendo rellenados con cerca de quinientas toneladas de potente explosivo. Esta labor se había visto amenazada, además de por la falta de oxígeno o los derrumbamientos, por los contratúneles excavados por los alemanes. En alguna ocasión, los túneles llegaron a encontrarse, lo que provocó insólitas luchas subterráneas cuerpo a cuerpo.

Soldados británicos tratan de trasladar a un compañero en camilla durante la Batalla de Passchendaele. Como vemos, los hombres no pueden evitar quedar hundidos en el barro hasta las rodillas.

A las 3.10 de la madrugada del 7 de junio, 19 minas fueron detonadas a la vez —dos de ellas fallaron [22]—, provocando el mayor estruendo producido por el hombre hasta esa fecha. El estallido llegó a escucharse al norte de Londres e incluso en Dublín. En Lille, la población quedó convencida de que había sufrido un terremoto.

Más de 10.000 soldados alemanes saltaron por los aires para quedar enterrados entre las miles de toneladas de tierra levantadas por las apocalípticas explosiones. Un soldado británico, sobrecogido por el espectáculo, recordaría: «la tierra tembló y se movió violentamente de un lado a otro», y que todo el paisaje quedó iluminado y teñido de color rojo, describiéndolo como el esplendor más diabólico que nunca había visto en la guerra.

Al éxito de las minas le siguió de inmediato la ofensiva de la infantería. La primera línea germana se había desmoronado, por lo que británicos y Anzacs no tuvieron excesivos problemas para tomarla, capturando 7.000 prisioneros. Al amanecer ya se había alcanzado la cresta de la sierra y comenzaba el descenso por la cara este. Los atacantes se atrincheraron en las nuevas posiciones y pudieron resistir los contragolpes alemanes, aunque ya no fue posible progresar más.

Los Aliados habían logrado esta victoria sin pagar un precio demasiado elevado: 16.000 bajas. Este triunfo envalentonó a Haig, que se convenció de que era posible repetir el éxito al nordeste del saliente, en Passchendaele, en la que sería conocida también como la Tercera batalla de Ypres[23].

La preparación artillera sobre este sector comenzó el 22 de julio. Con el fin de ablandar las defensas germanas, los cañones ingleses batieron la tierra de tal modo que el frágil sistema de drenaje natural de los campos quedó destruido. Aunque las previsibles lluvias del final del verano amenazaban con anegar el terreno, Haig dio luz verde a la ofensiva, que se inició el 31 de julio. La lluvia cayó con fuerza esa primera jornada y, salvo tres días, se prolongaría incesantemente durante todo el mes de agosto.

El agua convirtió la llanura flamenca en un barrizal en que hombres, caballos y vehículos quedaban atascados. Los avances de uno o dos kilómetros se hacían a cambio de decenas de miles de bajas. Estaba claro para todos, excepto para el obstinado Haig, que la ofensiva no podía desarrollarse en ese mar de lodo. Pero el general inglés, herido en su orgullo, estaba decidido a continuar.

Al quedar detenido este primer impulso aliado, los hombres se atrincheraron en ese desolado paisaje a la espera de reemprender la ofensiva. Desde el primer momento, las condiciones de vida fueron miserables; las trincheras se convirtieron en el desagüe natural de los campos, por lo que se hallaban siempre inundadas. Los soldados de primera línea debían permanecer ocultos todo el día en ellas, con el agua por las rodillas o las caderas, si no querían convertirse en blanco de los francotiradores. El agua encharcada, unida a los cadáveres no enterrados, favorecía la propagación de enfermedades.

Se construyeron precarias pasarelas de madera para poder moverse por las líneas, pero un tropiezo suponía caer en una ciénaga de la que, como si de arenas movedizas se tratase, era imposible salir. La ropa, habitualmente empapada, tenía el barro incrustado, mientras que los fusiles, pese a que eran limpiados una y otra vez, estaban siempre obturados por el pegajoso fango. En cuanto a la comida, nada podía evitar que quedase también impregnada del omnipresente barro.

A mediados de septiembre se llevó a cabo otra preparación artillera aún mayor que la primera, con cuatro millones y medio de granadas, en la que se lanzaron también proyectiles de gas. Los alemanes respondieron con grandes cantidades de gas mostaza, colaborando en la confección del escenario más infernal de toda la contienda.

El 20 de septiembre los británicos se lanzaron al asalto, logrando un relativo éxito, al adelantar casi un kilómetro la línea del frente. Recompensas similares se consiguieron en sendos ataques lanzados el 26 de septiembre y el 4 de octubre, pero dos kilómetros les separaban aún de Passchendaele. Las lluvias otoñales ya habían convertido el terreno en una vasta extensión de barro líquido, pero Haig estaba decidido a tomar como fuera la esquiva aldea. El drama alcanzaría su punto álgido el 9 de octubre, el día previsto para el asalto final.

Al amanecer de ese día, el panorama no puede ser peor. Ha estado lloviendo torrencialmente desde hace 48 horas. Durante toda la noche, los soldados han caminado penosamente con el barro hasta las rodillas, para cubrir los cuatro kilómetros de distancia que separan la segunda línea de las trincheras de salida. Batallones enteros han quedado atrás, inmovilizados en el cieno, y no han llegado a tiempo para participar en la ofensiva, que comienza puntualmente a las 5.20 de la mañana, tras una nueva preparación artillera.

En el momento en el que resuenan los silbatos y los hombres comienzan a trepar por las paredes de las trincheras, la lluvia cesa y la niebla parece disiparse, pero es imposible avanzar por la tierra de nadie, que ya no es más que un inmenso lodazal. Los soldados no pueden evitar quedarse clavados en el barro, por lo que comienzan a reptar por él. El mayor peligro es caer en uno de los numerosos cráteres inundados. Los desgraciados que ruedan hasta el fondo de estos profundos embudos mueren ahogados por el peso de sus equipos; sus desesperadas boqueadas no hacen otra cosa que introducir el barro líquido en el interior de sus pulmones, acelerando su asfixia.

Algunas unidades consiguen llegar hasta las carreteras elevadas o la vía férrea que lleva a Passchendaele, librándose así del barro, pero los alemanes ya han previsto esta posibilidad y barren incesantemente esos caminos con ametralladoras ubicadas en fortines.

Pese a todo, los británicos logran atravesar la tierra de nadie y llegar a la primera línea de defensa alemana. Pero la decepción es terrible, al encontrarse con un extenso cinturón de alambradas que ha permanecido intacto pese al bombardeo preliminar; los pesados proyectiles de alto contenido explosivo se habían hundido en el lodo, sin llegar a estallar. Los atacantes permanecen pegados al suelo y no pueden avanzar ni retroceder. Se intentan enviar palomas mensajeras a la retaguardia para avisar de la presencia de las alambradas, pero las aves están tan aterradas que no se atreven a levantar el vuelo.

Los únicos que realizan un avance significativo son los que, pese al fuego de ametralladora, progresan a través de la vía del ferrocarril, en el extremo derecho de la línea de ataque. A las diez de la mañana consiguen acercarse a solo 700 metros de Passchendaele pero al mediodía, al no obtener ningún apoyo, retroceden para no dejar descubierto su flanco izquierdo.

A primera hora de la tarde de ese 9 de octubre está ya claro que la ofensiva ha fracasado. Al anochecer se ordena un repliegue general, quedando la línea del frente fijada a unos 500 metros del punto de partida. Los británicos han sufrido 6.000 bajas para tan escasa ganancia.

Los planes de Haig se ven definitivamente frustrados. No es posible romper el frente alemán para abrirse camino hacia el mar del Norte. Pero Haig no quiere que el pueblo de Passchendaele pase a la historia por haber resistido el ataque de sus tropas. Así pues, transcurrido un mes, decide tomarla de nuevo encargando la misión a las voluntariosas tropas canadienses, pese a que su interés estratégico es ahora nulo, pues la llegada del invierno no permitiría proseguir con la ofensiva.

Este tétrico y desolador paisaje es lo que queda a finales de octubre del antes frondoso bosque de Chateau. Es probable que el frente de Passchendaele fuera el más terrible de toda la guerra. Muchos hombres morirían allí engullidos por el barro.

Al amanecer del 6 de noviembre, gracias a una excelente coordinación artillera, los canadienses van avanzando tras la barrera de fuego. Los alemanes no ofrecen tan dura resistencia como antes, pues saben que sus enemigos se dirigen hacia un callejón sin salida.

Los canadienses logran tomar el pueblo, aunque de él no queda prácticamente nada; es descrito como «una mancha de color ladrillo en el barro». Esta victoria pírrica cuesta 2.000 hombres más, pero Haig se queda satisfecho con un triunfo estéril que no tiene ningún tipo de continuidad.

La Tercera batalla de Ypres supuso a los Aliados la pérdida de 400.000 hombres, mientras que los alemanes contabilizaron solo 65.000 bajas. El impacto de la batalla de Passchendaele sobre la opinión pública británica fue enorme. La descripción de las penalidades de sus compatriotas en aquel lugar miserable hizo caer la venda de los ojos a los que aún idealizaban las virtudes guerreras en el campo de batalla. Los soldados con aptitudes artísticas reflejaron el drama en toda su magnitud en amargos cuadros pintados con colores lúgubres, tan solo iluminados por el fuego de los cañones o las bengalas. Un soldado que había luchado también en el Somme aseguró que, en comparación con Passchendaele, aquella batalla «había sido una comida campestre». Otro soldado, más proclive a las frases ampulosas, afirmó que en Passchendaele «había muerto la fe y la esperanza».

Pero el dato más escalofriante dejado por esta batalla es que 40.000 soldados, que constan en las cifras oficiales como «desaparecidos», no fueron encontrados nunca. Muchos de ellos, como si de una película de terror se tratase, fueron simplemente engullidos por el lodo. Todavía hoy, los agricultores belgas, al arar la tierra, se sobresaltan cada cierto tiempo cuando afloran a la superficie los cadáveres de aquellos que no pudieron escapar del infierno de barro de Passchendaele.