1917: EL CONFLICTO SIN FIN
finales de 1916, el panorama bélico en el frente occidental era desolador. Las batallas de Verdún y el Somme habían desangrado por igual a ambos bandos, dejando a los ejércitos extenuados. El sacrificio de casi dos millones de hombres en el campo de batalla no había servido ni tan siquiera para vislumbrar el final de una guerra que duraba ya dos años y medio.
El más oscuro pesimismo se había apoderado de todos.
La crisis de confianza en una pronta resolución del conflicto era acusada con toda su crudeza por la población civil. El bloqueo que sufría Alemania estaba provocando una crónica falta de alimentos. Mientras, en Francia o Gran Bretaña, aunque el hambre no estaba tan presente como en Alemania, la desmoralización causada por el imparable goteo de bajas amenazaba con romper la necesaria unidad para continuar con el esfuerzo bélico. Por las calles se veían cada vez más lisiados, convertidos en recordatorios vivientes de la tragedia que se vivía en el frente.
En cuanto a las tropas, su desmoralización era máxima. Muchos soldados franceses no habían disfrutado de un permiso desde hacía un año o incluso más; había hombres que ni tan siquiera conocían a los hijos que habían engendrado antes de ser enviados al frente.
Los jóvenes ingleses o alemanes que se habían alistado en grupo, ya fuera por ser compañeros de clase o vecinos de una misma calle, veían cómo habían caído la mayoría de sus compañeros. En ellos se habían apagado los rescoldos de aquellas soflamas nacionalistas, ya lejanas, que les habían empujado en su día a tomar las armas con entusiasmo. Comenzó a extenderse entre las tropas la sensación de que aquel conflicto no tendría fin, que se prolongaría a lo largo de los años en una especie de guerra perpetua que tan solo finalizaría en el momento en el que los dos únicos soldados supervivientes de aquella carnicería se enfrentasen en un último duelo a muerte…
Había llegado el momento de acordar un armisticio. Ante la evidencia de que ningún bando, pese al desgaste sufrido, estaba lo suficientemente debilitado como para hincar la rodilla y admitir la derrota, estaba claro que la guerra se alargaría durante meses o años, extendiendo aún más la muerte y la destrucción. Sin embargo, ni la Entente ni las Potencias Centrales dieron un primer paso que quizás se hubiera visto correspondido. El orgullo y el honor mal entendidos continuaban frenando las ansias generalizadas entre la tropa y la población de poner fin a aquella matanza sin sentido.