El reparto del continente negro, que los alemanes consideraban discriminatorio para ellos, había sido una fuente continua de roces y agravios. Alemania había tenido que conformarse con cuatro colonias: Togolandia (cuyos límites eran un poco mayores que la actual Togo), Camerún, el África Sudoccidental alemana (Namibia) y el África Oriental alemana (Tanzania continental, Ruanda y Burundi), fronterizas todas ellas con colonias británicas grandes y poderosas.
Esta dispersión de las posesiones germanas, además de imposibilitar la creación de un imperio colonial viable, hacía que fueran difícilmente defendibles y que estuvieran siempre bajo la amenaza de una invasión. Aun así, la convivencia entre alemanes e ingleses en África era armónica, puesto que necesitaban ayudarse mutuamente en un ambiente hostil, plagado de enfermedades y de nativos levantiscos.
Cuando llegó a África la noticia del estallido de la guerra, las reducidas guarniciones de Togolandia y Camerún comprendieron que no podrían ofrecer resistencia durante mucho tiempo a las nutridas fuerzas británicas y francesas procedentes de las colonias vecinas. En Camerún estaban destinados dos centenares de soldados alemanes, que contaban con 1.500 askaris[20], pero en Togolandia solo había una fuerza policial nativa de 560 hombres, comandados por ocho oficiales alemanes. En esta desprotegida colonia, los alemanes entregaron a los franceses la capital, Lomé, prácticamente sin lucha, y se retiraron hacia el norte, en donde fueron perseguidos por los británicos hasta que se rindieron el 22 de agosto.
En Camerún también tuvieron los alemanes que enfrentarse a una fuerza anglo-francesa, que se apoderó del puerto de Douala sin encontrar oposición, tomando así su importante estación de radio.
Aquí también los alemanes se retiraron hacia el sofocante e insano interior del país, resistiendo largamente en Yaounda, una posición que no caería hasta enero de 1916. Los soldados germanos que lograron escapar se refugiaron en la colonia española de Guinea Ecuatorial. Los últimos núcleos de resistencia teutona se rendirían el 4 de marzo de 1916. Los aliados tuvieron que emplear 18.000 soldados para arrebatar ambas colonias al káiser, pero esta campaña no supuso ningún quebradero de cabeza para ellos, puesto que su consecución era solo cuestión de tiempo.
Mapa británico antiguo que muestra en color negro las colonias germanas en Africa: Togo, Camerún, Africa del Sudoeste y Africa Oriental.
Las cosas se planteaban de forma algo diferente en la actual Namibia, debido a un factor que jugó a favor de los alemanes: los bóers sudafricanos. Estos, descendientes de colonos holandeses, no querían someterse al poder británico, establecido definitivamente tras la guerra de 1899-1902, y vieron en la alianza con los alemanes la posibilidad de sacudirse este dominio. Por tanto, la guerra en esta región podía desestabilizar Sudáfrica, un área de gran importancia estratégica para el Imperio británico.
No obstante, quizás al ser conscientes de que la apuesta germana no tenía mucho futuro, la mayoría de los bóers se puso del lado británico, participando en la invasión de la colonia germana.
Allí tuvieron que enfrentarse, además de con los alemanes, a los bóers más irreductibles —unos 11.000—, unos hombres acostumbrados a las tácticas guerrilleras, por lo que la campaña se alargaría más de lo previsto.
El 12 de mayo de 1915, la guarnición alemana en la capital de la colonia, Windhoek, integrada por 7.000 hombres, cayó al no poder resistir el asalto de una fuerza sudafricana. Durante el mes de junio continuaron las operaciones contra las bolsas de resistencia en el resto del país y en julio los alemanes se avinieron a aceptar las generosas condiciones de rendición ofrecidas por los sudafricanos.
La liquidación de las posesiones germanas en África parecía una tarea sencilla. El África Oriental alemana no daba la sensación de que pudiera convertirse tampoco en un obstáculo para el avance de las tropas aliadas. Así había quedado apuntado la segunda semana de agosto, cuando un oficial naval británico atravesó el lago Nyasa con su cañonera, la Gwendolen, desde el puerto de Nkata Bay hasta un diminuto embarcadero en territorio de la colonia alemana, a donde aún no había llegado la noticia de la declaración de guerra. Una vez allí, el Gwendolen se aprovechó de esta circunstancia para abrir fuego a placer sobre la cañonera alemana Wissman. El sorprendido buque germano se rindió y fue capturado, siendo remolcado hacia territorio británico. Este episodio fue ampliamente difundido en Gran Bretaña, aunque la prensa sobredimensionó un tanto la escaramuza; The Times tituló «Victoria naval en el lago Nyasa».
Pero el África Oriental alemana no seguiría el mismo destino que Togolandia o Camerún. El control de este territorio se convertiría en una auténtica pesadilla para los aliados. La razón hay que buscarla en un elemento con el que estos no contaban. Allí hubo un guerrero que conseguiría poner en jaque a todo el Imperio británico.
Gracias a su fuerza de voluntad y su audacia pero, sobre todo, a su capacidad para asimilar las características propias de la lucha en ese continente, lograría convertirse en un escurridizo demonio para los ingleses y en un arrojado héroe para sus compatriotas.
Ese hombre que llegaría a alcanzar la categoría de mito viviente era Paul Emil von Lettow-Vorbeck. Este militar alemán había luchado contra los bóxers en China y los hereros y hotentotes en el África Sudoccidental. Además, había estado al mando de las fuerzas coloniales en Camerún e incluso había pasado una larga temporada en Sudáfrica, convaleciente de una herida en un ojo. Esta estancia en territorio enemigo le sería muy útil para conocer a fondo la mentalidad británica. Su larga experiencia en todos estos frentes le permitiría protagonizar a lo largo de toda la guerra una de las odiseas más meritorias de la historia militar del siglo XX.
Al inicio de la guerra, Lettow cuenta con tan solo 3.000 soldados para defender todo el África Oriental alemana. Las apuestas no están precisamente a su favor, pero Lettow no va a poner las cosas fáciles a los ingleses. Lo primero que hace es bloquear el principal puerto de la colonia, Dar es Salaam, hundiendo un viejo barco en la bocana, impidiendo de este modo un desembarco británico. Después se desplaza al norte, en donde se dispone a resistir en el pequeño pueblo costero de Tanga, rodeado de marismas, junto a unos 800 askaris reclutados entre las belicosas tribus wahehe y angoni.
Por su parte, el plan británico consiste en enviar desde la India una Fuerza Expedicionaria compuesta por 8.000 hombres. Aunque la campaña se presenta plácida, varios detalles apuntan al desastre que luego se producirá. La mayoría de los soldados, reclutados por toda la India, no han recibido ningún entrenamiento, y muchos no han disparado nunca un fusil. El entendimiento entre la tropa es difícil, puesto que hablan una docena de lenguas diferentes y practican seis religiones distintas. A su vez, los jefes británicos no han pisado nunca África. Aun así, el general Arthur Aitken, al mando de la operación, anuncia una fácil victoria sobre «un puñado de negros descalzos dirigidos por hunos ignorantes».
Von Lettow mantuvo en jaque a las tropas aliadas en Africa durante cuatro años. Su genio militar sería reconocido por sus adversarios.
La misión no puede comenzar con peores augurios. Ya antes de zarpar, los barcos ingleses han de permanecer dos semanas en puerto debido al mal tiempo, con todas las tropas alojadas en el interior de las atestadas bodegas. El viaje hacia África, salpicado de tormentas, acaba por minar la depauperada moral de los soldados, que cuando no están vomitando por los mareos se enzarzan en continuas peleas por nimios motivos. Al final, tras tan agitada singladura, se presentan ante el puerto de Tanga el 2 de noviembre de 1914.
En vez de tomar el desprotegido puerto, temiendo que estuviera minado, Aitken decide desembarcar las tropas mediante una improvisada operación anfibia al sur del pueblo. El lugar, que es elegido casi al azar, resulta ser una marisma infestada de mosquitos. El traslado a tierra de todo el equipo se prolongará durante dos días, lo que proporciona a Lettow el tiempo necesario para organizar eficazmente la defensa de Tanga.
El ataque británico tiene lugar el 4 de noviembre. Antes de salir de los pantanos, los askaris de Lettow, moviéndose ágilmente entre la espesura, diezman a los asustados soldados indios. Los que salen a descubierto se encuentran con los soldados alemanes firmemente apostados en sus trincheras, prestos a emplear sus ametralladoras. El resultado de la batalla se está inclinando del lado germano, pero un grupo de soldados ingleses, apoyado por valerosos gurkhas nepalíes, carga a la bayoneta y se abre paso hasta tomar el edificio de la aduana. De allí marchan a la carrera hacia el único hotel del pueblo, en donde arrían la bandera tricolor germana —negra, blanca y roja— e izan la Union Jack, lo que es saludado por las sirenas de los barcos británicos. Eso anima a todos sus compatriotas, que ven inminente la victoria.
Ha llegado el momento crítico de la batalla. Lettow lo sabe, por lo que pone en práctica su dilatada experiencia; dirigiéndose a sus askaris de la tribu wahehe, reprocha a algunos de ellos su falta de combatividad. El resto de wahehes, heridos en su amor propio, se conjura para demostrar a los alemanes el valor de los hombres de su tribu. Los angoni, por su parte, no quieren ser menos que sus compañeros de armas y lanzan también sus gritos de guerra. La treta de Lettow da resultado y todos sus askaris se lanzan impetuosamente al ataque, blandiendo sus machetes contra los ingleses y los gurkhas que habían logrado entrar en el pueblo. Los africanos, profiriendo intimidatorios aullidos, consiguen expulsarlos a machetazos, dejando las calles regadas de sangre y sembradas de cuerpos salvajemente mutilados.
Soldados indígenas encuadrados en las filas alemanas, conocidos como askaris. La lealtad de estos hombres hacia von Lettow sería eterna.
Aún quedan muchos soldados indios y británicos en los alrededores de las marismas dispuestos a tomar el pueblo. Pero entonces sucede algo increíble, sin precedente en la historia militar. Del pantano comienzan de repente a surgir enormes enjambres de abejas, furiosas por haber sido molestadas. Las espesas nubes de insectos se dirigen hacia el contingente aliado, ensañándose especialmente en los soldados indios. Por razones desconocidas, ni los alemanes ni los askaris sufren la persecución de las irritadas abejas.
El general Aitken, enojado por el fracaso de sus tropas, decide bombardear el pueblo con su artillería naval. Sin embargo, la mala puntería hace que los proyectiles caigan sobre sus propios hombres y en un pequeño hospital en el que también estaban siendo atendidos decenas de soldados ingleses. Con gran disgusto, Aitken decide reembarcar a las tropas y poner rumbo a Mombasa.
Pero mientras los británicos están subiendo a sus botes, Lettow —que podía haber ordenado la aniquilación de sus enemigos en retirada— aparece en la playa agitando una bandera blanca; solicita mantener una reunión amistosa con Aitken, a lo que este accede.
Ambos conversarán durante unos minutos, compartiendo una botella de brandy, mientras los médicos alemanes atienden a un grupo de soldados indios heridos. Este gesto de caballerosidad de Lettow le hará ganarse el respeto y la admiración de sus adversarios.
El balance de la batalla supondrá un mazazo para el orgullo británico. Mientras que los alemanes han sufrido solo un centenar de bajas, entre europeos y askaris, los atacantes han perdido más de mil quinientos hombres, la mitad de ellos ahogados en los pantanos al huir de las abejas. Esto dará lugar a la ridícula teoría, esgrimida por el diario The Times, de que los alemanes habían conseguido derrotar a las tropas del Imperio británico gracias a un enjambre de abejas-soldado adiestradas, lo que haría que ese enfrentamiento fuera conocido frívolamente como la batalla de las Abejas, en un intento de desviar hacia los enojados himenópteros la responsabilidad de la debacle, maquillando así la pésima planificación de la misión.
Las consecuencias de esa ignominiosa derrota, que le costó al general Aitken ser retirado del servicio y ser degradado a coronel, se dejarían sentir durante los siguientes cuatro años. Gracias al ingente material abandonado en las playas de Tanga por los aliados —fusiles, ametralladoras y toneladas de munición—, Lettow pudo pertrechar a sus tropas para resistir durante ese tiempo, protagonizando un desesperante juego del gato y el ratón con los ingleses.
Tras su victoria en Tanga, con 3.000 soldados alemanes y unos 11.000 askaris, Lettow inició una serie de ataques contra las líneas de ferrocarril que comunicaban las colonias británicas. El 18 de enero de 1915 volvió a derrotar a los ingleses en la batalla de Jassin, lo que le permitió capturar nuevas armas y víveres al enemigo.
Soldados alemanes a camello, en Africa Oriental. Los hombres de von Lettow supieron adaptarse mejor al terreno que los aliados.
Debido al inevitable goteo de bajas propias, los alemanes cambiaron de estrategia, dedicándose exclusivamente a la guerra de guerrillas y rehuyendo el combate directo. Lettow escapó siempre de sus implacables perseguidores, que le llevaron por el interior de Tanganika, la colonia portuguesa de Mozambique y la colonia británica de Rhodesia. Los aliados se verían obligados a utilizar 130.000 hombres en esta campaña marginal, detrayéndolos del frente europeo, en donde hubieran sido mucho más útiles. Los alemanes aprovecharon su conocimiento del terreno para preparar emboscadas, como en Mahiwa en octubre de 1917, en donde infligieron una nueva derrota a los británicos, causándoles 1.600 bajas, por un centenar de pérdidas propias.
Esta minúscula fuerza colonial germana tan solo estuvo a punto de ser atrapada en el río Rufiji, el 28 de noviembre de 1917, al ser sorprendida por una variopinta fuerza compuesta de soldados sudafricanos, nigerianos, portugueses, belgas e indios, pero tras algunas escaramuzas el grueso de las fuerzas de Lettow logró escapar.
En agosto de 1918, Lettow volvió a entrar en el África Oriental alemana, en donde los británicos le habían tendido una trampa, pero Lettow logró eludirla, dirigiéndose a Rhodesia. El 13 de noviembre, los alemanes derrotaron a los ingleses en la batalla de Kasama, dos días después de producirse la rendición de Alemania, una noticia que Lettow creía falsa. No sería hasta diez días después, al recibir Lettow la confirmación de la rendición germana, cuando sus tropas entregaron las armas en Abercorn, en la actual Zambia.
Tras dejar en Tanzania a sus fieles askaris, a los que entregó un documento que certificaba su condición de soldados alemanes, regresó a su país en enero de 1919. Allí llegó convertido en un héroe, ya que nunca había sido derrotado en el campo de batalla, siendo ascendido a general. No se olvidó de los valientes askaris, para los que demandó un trato igual que el que recibían los soldados germanos, pero el gobierno alemán tenía otras prioridades en un ambiente político tan convulso como el de aquel momento. Por ser el responsable del único ejército alemán invicto, sus tropas fueron las únicas autorizadas a realizar un desfile de la victoria bajo la Puerta de Brandenburgo.
Más tarde, los nacionalsocialistas intentaron sin éxito ganar para su causa a Lettow, para aprovechar así su popularidad. Pero el héroe de la campaña africana siempre rehusó estos ofrecimientos, no afiliándose nunca al partido nazi seguramente por el componente racista que él, obviamente, no compartía. Sin embargo, aceptó el título honorífico de General para Asuntos Especiales en 1938, aunque nunca fue llamado a filas. Según la leyenda, Hitler le ofreció en una ocasión ser embajador en Londres, pero Von Lettow le mandó literalmente al infierno.
En 1959, con 89 años a sus espaldas, visitó de nuevo África Oriental, donde recibió una calurosa bienvenida por parte de sus antiguos askaris, que no lo habían olvidado. Los oficiales británicos y sudafricanos contra los que había combatido le consiguieron una pensión británica, que recibió hasta su muerte en Hamburgo, en 1964.
Tras su fallecimiento, el gobierno alemán decidió distribuir una suma de dinero entre los soldados nativos que habían luchado a sus órdenes, pero se toparon con el problema de que la mayoría de askaris que se presentaron como beneficiarios habían perdido el documento acreditativo que les entregó en su día Von Lettow. La solución fue tan imaginativa como eficaz; a cada uno de los ancianos se le entregó un palo para que hiciera la función de fusil, y se les comenzó a dar órdenes en alemán. Todos demostraron que no habían olvidado la instrucción recibida, aunque ya habían pasado más de cuatro décadas, y realizaron los ejercicios a la perfección.
Seguramente, en esos momentos, el espíritu de Von Lettow sonreía satisfecho ante la demostración de lealtad de los hombres que habían combatido junto a él.
Si los alemanes habían tenido su suculenta ración de exotismo con la osada aventura protagonizada por Von Lettow, a los británicos, más acostumbrados a leer en los periódicos las heroicidades de sus soldados en intrincadas selvas o lejanos desiertos, ya no les impresionaban tanto estas coloristas campañas de ultramar.
Aun así, los lectores ingleses no podrían sustraerse a la fascinación que emanaba de un escenario que atesoraba siglos de Historia en cada piedra: Mesopotamia. El actual Irak se convirtió en un disputado campo de batalla en el que era mucho lo que estaba en juego.