Capítulo 8

MITOS Y LEYENDAS

L

a Primera Guerra Mundial es pródiga en historias fantásticas. A lo largo de la contienda fueron surgiendo todo tipo de episodios fabulosos, que eran creídos de manera entusiasta por los soldados y la población civil. Historias de fantasmas, de ángeles, de batallones desvanecidos, encontraban siempre mentes crédulas dispuestas a darles pábulo.

¿Por qué se dio este fenómeno durante el conflicto de 1914-18 y no en los posteriores? Se han barajado muchas explicaciones, pero quizás se deba al desfase que se produjo en este período histórico entre una mentalidad del siglo XIX y unos medios técnicos y de comunicación del siglo XX.

Un ejemplo de esta disfunción fue el éxito que tuvieron en julio de 1917 unas fotografías tomadas por dos niñas inglesas, Elsie Wright, de dieciséis años, y su prima Frances Griffiths, de diez. En esas imágenes, tomadas en el jardín de la casa de Elsie, eran claramente visibles unas pequeñas y gráciles hadas. Las fotografías, publicadas en la prensa, causaron sensación en la sociedad británica; su autenticidad llegó a ser defendida por el creador del personaje de Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle.

Este expresivo cartel norteamericano presenta al soldado alemán como una «bestia furiosa» a la que hay que destruir. La propaganda estaba destinada a excitar el odio de la población contra el enemigo, para obtener su apoyo incondicional y justificar así los enormes sacrificios que la guerra conllevaba.

Pese a la evidencia del fraude, que ambas niñas no reconocerían hasta 1983 —cuando contaban con ochenta y dos y setenta y seis años respectivamente—, los hombres y mujeres de 1917 deseaban creer que las imágenes reflejaban la existencia de esas hadas. Cualquier pesquisa superficial hubiera descubierto que Elsie era la hábil autora del montaje, gracias a haber trabajado en un pequeño taller como coloreadora de fotografías de guerra. La prueba definitiva del engaño era que las hadas habían sido copiadas de un libro para niños fácilmente localizable. Pero nada podía desanimar a los que querían creer que esas niñas tenían la suerte de jugar en su jardín con unas simpáticas hadas. El que unas fotografías fueran reproducidas en un periódico confería de inmediato una veracidad absoluta a lo allí mostrado, por lo que cualquier duda quedaba inmediatamente despejada.

Si la sociedad podía otorgar veracidad a ese burdo embeleco, podemos comprender cómo fue posible que otras muchas informaciones, desde la propaganda de guerra o las consignas patrióticas a las apariciones fantasmales en el campo de batalla, contasen con el asentimiento de millones de personas, incapaces de llevar a cabo una lectura crítica que quizás les hubiera llevado a percibir la inutilidad de la guerra que en esos momentos estaba asolando Europa.