LA LUCHA ANTISUBMARINA

Los Aliados se enfrentaban al momento decisivo de la guerra.

Paradójicamente, estaban a punto de ser derrotados en el mar por las Potencias Centrales. Pero fue entonces cuando, de forma providencial, los norteamericanos acudieron al rescate de sus aliados. A primeros de mayo llegaron a Irlanda seis destructores enarbolando la bandera de las barras y estrellas. Un mes más tarde, ya eran 34 los destructores norteamericanos dispuestos a dar caza a los U-Boot. Eran los primeros envíos de un total de 370 buques de guerra estadounidenses de todas clases que irían llegando en los meses siguientes.

Por otro lado, los británicos adoptaron, no sin grandes reticencias, el sistema de convoy, que se demostraría como el mejor arma antisubmarina. Los barcos mercantes navegaban dentro de un anillo protector de destructores y otros escoltas, que atacaban a los U-Boot que merodeaban en torno a sus presas.

El primer convoy partió de Gibraltar hacia Gran Bretaña el 10 de mayo de 1917, y en agosto se extendió a todos los barcos que navegaran desde o hacia Gran Bretaña. Además de esta efectiva medida de protección, los Aliados mejoraron su tecnología antisubmarina y ampliaron sus campos de minas, cerrando los accesos al Canal de la Mancha. Por tanto, los sumergibles germanos ya no pudieron utilizar este atajo en su viaje al Atlántico y se vieron así obligados a efectuar un largo rodeo por el mar del Norte, consumiendo más combustible y, lo que era más decisivo, perdiendo un tiempo precioso y necesario para mantener la insoportable presión a la que se estaba viendo sometida la flota mercante inglesa.

Gracias a la combinación resultante de la navegación en convoy, la irrupción salvadora de los destructores norteamericanos y las innovaciones en la lucha antisubmarina, las estadísticas de hundimientos cayeron abruptamente; de 500.000 toneladas en mayo se pasó a 300.000 en septiembre y a solo 200.000 en noviembre.

Además, los británicos se mostraron ingeniosos con la creación de los denominados «Barcos Q», unos buques de guerra camuflados como mercantes, que servían como cebo para los sumergibles alemanes; cuando estos se aproximaban, del carguero surgían cañones y ametralladoras, dispuestos a proporcionar una respuesta adecuada al submarino.

Pero el intento más audaz y arriesgado para obstaculizar la ofensiva submarina fue el que se llevó a cabo contra el puerto belga de Zeebrugge, en Flandes. A través de su bocana salían al mar del Norte los submarinos que tenían su base en el interior, protegidos por refugios de hormigón. Para cegar esta bocana, que estaba protegida por un dique, se ideó un plan revolucionario para la época; asaltar el puerto por sorpresa y bloquear la boca del canal hundiendo allí tres viejos buques.

La misión se llevó a cabo la noche del 22 de junio de 1918.

Amparados por la oscuridad y una cortina de humo, 700 hombres de los Royal Marines a bordo del Vindictive asaltaron las defensas del puerto. Los alemanes respondieron al fuego, pero la sorpresa para los ingleses fue mayúscula cuando vieron que este procedía de un destructor que estaba atracado en la parte interior del dique al que se dirigían. Los disparos a bocajarro procedentes del destructor produjeron un baño de sangre en la atestada cubierta del Vindictive.

Fotografía aérea que muestra la posición en la que quedaron los tres barcos que los británicos hundieron en la bocana del puerto de Zeebrugge en una audaz operación. Como puede observarse, esta no quedó bloqueada, por lo que los submarinos alemanes pudieron seguir saliendo a través de ella.

Desembarcar en el dique resultaba imposible, ya que todo el que intentaba bajar por las pasarelas era alcanzado.

Mientras tanto, los tres buques británicos destinados a taponar la bocana habían penetrado en el puerto, bajo un diluvio de fuego. Dos lograron llegar a su objetivo y fueron hundidos, pudiendo la tripulación huir en lanchas. Sin embargo, la misión fue un fracaso, puesto que los dos buques quedaron hundidos de forma incorrecta sin llegar a cerrar el canal por completo, por lo que los submarinos germanos pudieron seguir entrando y saliendo por la bocana del puerto.

De todos modos, aun pudiendo operar a través del puerto de Zeebrugge, los sumergibles germanos tenían la partida perdida. Las otras medidas de lucha antisubmarina habían hecho su efecto. Los U-Boot habían dejado de ser una pesadilla para los británicos, y pronto fueron los alemanes los que prestaban una especial atención a las cifras, en este caso las relativas a la pérdida de sumergibles, que ascenderían a 40 en los seis primeros meses de 1918. La inapelable evolución de las cifras demostraba que la campaña submarina había fracasado definitivamente.

Unas pocas decenas de sumergibles como este, el U-14, bastaron para colocar a los alemanes en una posición ventajosa para ganar la guerra. Pero la indecisión del gobierno germano en la utilización del arma submarina dejó escapar esa posibilidad de victoria.

El dato más impactante de esta batalla decisiva es que Alemania tuvo contra las cuerdas a Gran Bretaña con una fuerza que parece ínfima en comparación con los grandes esfuerzos militares que empleó durante toda la contienda. A lo largo de 1917, el promedio de submarinos que se hallaban en alta mar acosando a los barcos británicos no pasaba de una cincuentena. Si este puñado de sumergibles estuvo a punto de ganar la guerra para el káiser, se puede imaginar el resultado de la conflagración si Alemania hubiera centrado sus energías en construir una potente flota de submarinos, compuesta de varios cientos de unidades. Además, la estrategia tampoco fue la más acertada; de haber enviado unos pocos sumergibles a las costas norteamericanas, Washington se hubiera visto forzado a fijar parte de su flota de guerra en sus propias aguas y no hubiera acudido de forma masiva a auxiliar a su aliado británico.

Por tanto, Alemania no recordó, en el momento culminante de la partida global de la Gran Guerra, que contaba con un as bajo la manga. Los submarinos podían haberle proporcionado la victoria que se le había negado tres años antes en la batalla del Marne y que, en esos momentos, se disputaba en las embarradas trincheras del frente occidental. Pero la indecisión a la hora de elegir el momento adecuado de poner sobre el tapete esa carta ganadora le costó muy cara a los alemanes.

Se ponía de relieve un principio militar que se mantiene inalterable a lo largo de los siglos. Con sus dudas y sus continuos cambios de criterio sobre la conveniencia o no de una guerra submarina sin restricciones, los alemanes habían servido la victoria en bandeja a sus enemigos. Si se hubiera adoptado esa política con firmeza desde un primer momento —dejando de lado sus implicaciones morales—, es muy probable que los Aliados no hubieran podido soportar sus consecuencias y hubieran pedido la paz. Pero la decisión opuesta, renunciar totalmente a la guerra submarina, también hubiera podido conducir finalmente a la victoria; si los alemanes no hubieran lanzado esos ataques indiscriminados contra los barcos neutrales, quizá Estados Unidos no hubiera entrado en guerra, lo que habría dado a Alemania la oportunidad de arrollar a franceses y británicos en 1918.

El carácter intermitente de esa ofensiva submarina, en la que se iban combinando períodos de restricción con otros de total belicosidad, anuló las ventajas de esa estrategia y provocó los efectos más indeseados, como era el dar tiempo a los británicos a encontrar los métodos para combatir a los U-Boot y, sobre todo, la entrada en la guerra de Estados Unidos, que a la postre sería el factor clave que rompería el equilibrio de la contienda a favor de los Aliados.