LA GUERRA EN EL AIRE
n la soleada mañana del 21 de abril de 1918, una escuadrilla de aviones alemanes despega desde un aeródromo cercano a Amiens para interceptar a dos aviones australianos que están realizando una misión de reconocimiento sobre las líneas germanas.
Los dos aparatos, una vez que han fotografiado las trincheras enemigas, dan media vuelta y tratan de regresar rápidamente a las líneas propias antes de ser alcanzados por los aviones teutones. Pero estos, más avanzados técnicamente, no tienen dificultad para atraparlos. Comienza una desigual batalla aérea, en la que los dos aviones australianos tienen escasas opciones de salir airosos.
Pero de repente aparece una escuadrilla aliada que ha acudido para protegerles. Ambos bandos entablan entonces un feroz duelo, observado desde tierra con mucha atención por los soldados británicos, que celebran con gritos de júbilo los derribos logrados por sus compatriotas.
Uno de los pilotos que está participando en la batalla, el capitán canadiense Arthur Roy Brown, logra situarse detrás de un Fokker que, sorprendentemente, vuela muy bajo. Desde su posición no tiene excesivas dificultades para alcanzarle de lleno con su fuego de ametralladora. El aparato alemán, herido de muerte, acaba tomando tierra torpemente en una llanura cercana a la población de Corbie.
Un grupo de soldados australianos, que ha presenciado el combate, acude corriendo hacia el lugar en donde ha aterrizado el avión. Allí comprueban que el piloto ha muerto. Presenta varias heridas de bala. Pero no se trata de un aviador anónimo; todos los soldados del frente occidental lo conocen, y distinguen claramente su avión de entre todos los demás; un triplano de un llamativo color rojo[13]. Su nombre: Manfred von Richtoffen. Pero todos le conocen como el Barón Rojo.
La noticia del derribo del célebre piloto corre rápidamente por las trincheras. Al instante se presenta un tropel de soldados deseosos de contemplar por sí mismos una escena que saben que quedará reflejada para siempre en los libros de Historia. Enseguida comienzan a oírse varias versiones sobre lo ocurrido. Los soldados australianos se arrogan de inmediato el mérito del derribo; afirman que han sido ellos, con su fuego desde tierra, los que han acabado con él.
Pero un elemento que hubiera ayudado en ese momento a despejar la verdad, el fuselaje del aeroplano, es víctima de la fiebre por conseguir un histórico souvenir. Los soldados que han acudido a ver el cuerpo sin vida del famoso barón comienzan a desguazar apresuradamente el aparato, dejándolo reducido a pequeñas piezas que son atesoradas ávidamente en mochilas y bolsillos, quedando tan solo la estructura.
Manfred von Richtoffen, el mítico Barón Rojo, fue el piloto que alcanzó mayor número de victorias, ochenta. Su leyenda sigue viva hasta hoy.
La causa última de la muerte del Barón Rojo sería objeto de un encendido debate. El parte diario de la fuerza aérea atribuía su derribo al capitán Brown, que en ese momento tenía en su haber solo doce victorias. El canadiense aseguraría más adelante: «Yo tenía en mi mano todos los triunfos: iba por detrás y por encima de él. Cayó víctima de su propia técnica». Pero el hecho de que el triplano de Richtoffen ya volase muy bajo cuando fue atacado por Brown hacía pensar que arrastraba un impacto anterior. Otro piloto aliado, E. C. Banks, aseguraría más tarde haber sido el primero en alcanzar el inconfundible Fokker del Barón Rojo, pero el mérito permanecía en manos de Roy Brown.
Las investigaciones posteriores, basadas en los informes forenses, reflejaban que la bala que acabó con la vida de Von Richtoffen entró por el lado derecho del cuerpo, en trayectoria ascendente, causándole heridas en el hígado, los pulmones, el corazón, la arteria aorta y la vena cava, antes de salir. El calibre de la bala había sido, supuestamente, del .303, la empleada por los soldados australianos que disparaban desde tierra, lo que daría la razón a esos hombres al atribuirse su muerte, arrebatándole el mérito al capitán Brown. Otra conclusión extraída por los forenses es que el aviador germano apenas contó con un minuto antes de perder la consciencia, y un par de ellos antes de expirar.
Ese día moría Manfred von Richtoffen, pero nacía un mito que sobrevive hasta hoy. El Barón Rojo representa ese concepto romántico de la guerra que las contiendas posteriores se encargarían de periclitar. Durante la Primera Guerra Mundial, los cielos europeos contemplaron así enfrentamientos más propios de las justas medievales; los combates aéreos eran semejantes a un duelo deportivo entre caballeros, regido por los códigos del honor y el fair play.
La razón de que el arma aérea se desarrollase en unos términos tan distintos a los de las otras armas quizás tenía que ver con su extrema juventud. Hay que tener presente que el primer vuelo a motor de la Historia, protagonizado por los hermanos Wright, se había producido en 1903. Una década más tarde, la aviación aún se encontraba en mantillas. Los aeroplanos estaban diseñados para exhibiciones y concursos acrobáticos, y las altas esferas militares no confiaban en la utilidad de este nuevo invento. El general francés Foch, por ejemplo, recogía la opinión de sus colegas al afirmar que volar era un buen deporte, aunque, para el ejército, el aeroplano era inútil. Pero serían precisamente los franceses los primeros en descubrir la enorme utilidad de esta nueva arma.