El 15 de septiembre, los alemanes que protegen las poblaciones de Flers y Courcelette se encuentran apostados en sus trincheras, dispuestos a rechazar el ataque aliado que se prevé que está a punto de comenzar, pues ha cesado bruscamente la preparación artillera.
Confiados en la seguridad que les proporciona el parapeto, creen que, como viene siendo habitual, no tendrán dificultad para segar con sus ametralladoras las filas enemigas.
Pero los soldados germanos de primera línea comienzan a escuchar un extraño rumor, acompañado de agudos chirridos, que se hace cada vez más audible. Los alemanes dejan de disparar cuando, de repente, alcanzan a ver unos enormes monstruos de hierro que se dirigen hacia ellos lentamente.
Tras la sorpresa inicial, retoman sus armas y disparan de nuevo, pero esas pesadas máquinas, en las que rebotan las balas, no se detienen. Además, de ellas sobresalen varias ametralladoras que no cesan de escupir fuego. El miedo a ser aplastados en sus trincheras cunde entre los soldados teutones y, aterrorizados, arrojan sus armas y emprenden la huida rápidamente. Detrás de esos reptiles mecánicos, los soldados británicos caminan riendo y gritando, sin acabar de creerse el éxito aplastante del que están siendo testigos.
Esta había sido la aparición estelar del tanque en los campos de batalla, un ingenio nacido un año antes en la mente de un imaginativo corresponsal de guerra, que había propuesto al gobierno británico la construcción de un «acorazado terrestre». La idea fue en un principio desechada, pero el siempre clarividente Churchill desvió fondos públicos para financiar el proyecto. El fruto fue el carro de combate; con el objetivo de confundir a los espías, las primeras unidades enviadas a Francia fueron embaladas con la denominación de «tanques» (tanks) para hacerlos pasar por depósitos de agua destinados a Mesopotamia.
El bautismo de fuego del tanque en la batalla de Flers-Courcelette fue un éxito, al lograr una espectacular penetración de cuatro kilómetros, pero evidenció también sus numerosos defectos de diseño. El tanque se desplazaba a tan solo tres kilómetros por hora, su visibilidad era muy limitada y su escasa maniobrabilidad forzaba a su abandono en caso de caer en una zanja. Aún así, el efecto psicológico sobre el enemigo, tal como hemos visto, sería demoledor.
La infantería británica se apresta para lanzar un ataque en Morval, el 25 de septiembre de 1916.
Ese día quedó demostrado que el tanque podía ser el arma que se estaba buscando para romper el estancamiento del frente occidental. De todos modos, su utilización en el Somme no dejó de ser anecdótica, puesto que solo llegaron a primera línea 49 tanques, de los que únicamente 21 entraron en combate, una cantidad insuficiente para afectar al rumbo general de la batalla. La decisión de mostrar este arma secreta antes de disponer de una fuerza capaz de lograr una ruptura del frente le supuso duras críticas a Douglas Haig, puesto que acababan de descubrir sus cartas a los alemanes, dándoles así tiempo para reaccionar. A la vista del éxito del tanque en su primera intervención, Haig solicitó en envío de mil unidades más, pero mientras tanto tendría que continuar la batalla con los medios de que disponía.
El carro de combate había mostrado el camino a seguir para superar la frustrante guerra de trincheras, pero aún era muy pronto para que esta innovación pudiera convertirse en un agente decisivo en la marcha de la contienda. No sería hasta el 20 de noviembre de 1917, en la batalla de Cambrai, cuando los tanques, utilizados de forma masiva, pudieron exhibir todo su potencial en el campo de batalla.
Los rostros escépticos de estos soldados neozelandeses, atrincherados en el sector de Flers en septiembre de 1916, denotan ya poca confianza en el resultado final de la batalla.