La fortaleza de Verdún, a orillas del río Mosa, era un símbolo del orgullo nacional francés. De origen romano, la ciudad había sido fortificada en tiempos de Luis XIV con fosos y bastiones. En la guerra franco-prusiana de 1870 resistió un asedio de diez semanas, rindiéndose finalmente por falta de provisiones. Verdún, rodeada de un cinturón de fortificaciones, constituía el gran baluarte frente a la expansión germana pero, pese a las apariencias, su importancia estratégica en 1915 era ya poco decisiva.
De hecho, el que Verdún formase un saliente rodeado por fuerzas alemanas obligaba a los franceses a mantener una línea de frente mucho más extensa. Si se hubiera renunciado a la posesión de Verdún, la defensa gala, al acortarse, se hubiera visto beneficiada.
La prueba de que Verdún no poseía valor militar apreciable era que tanto esta fortaleza como las que la rodeaban habían sido despojadas de sus principales cañones para enviarlos a las unidades en campaña y que tan solo estaban defendidas por una línea de trincheras.
Al observar la debilidad francesa en Verdún, el jefe del Estado Mayor germano, el mariscal Erich von Falkenhayn —que había sustituido al fracasado Von Moltke en septiembre de 1914—, ideó un astuto plan que supuestamente tenía como objetivo tomar Verdún, pero cuya última intención era desangrar al Ejército francés. Conocedor de la psicología de su enemigo, sabía que la ciudadela nunca sería entregada, por lo que los franceses empeñarían todas sus fuerzas en defender ese santuario de su espíritu nacional. Falkenhayn no se equivocaba; si era preciso, los franceses resistirían en Verdún hasta el último hombre.
El general alemán Erich von Falkenhayn pretendía que Francia se desangrase en la defensa de Verdún. El Ejército galo aceptó el envite.
El plan alemán consistía en concentrar una cantidad abrumadora de fuego de artillería sobre un sector de las trincheras francesas. Una vez ocupadas, el proceso se repetiría, aumentando así la profundidad del avance. Con este sistema, Falkenhayn preveía escasas pérdidas propias y un gran número de bajas de los defensores.
Para esta operación se reunieron en un frente de solo 13 kilómetros un total de 1.200 piezas de artillería. Esa nutrida reunión de cañones constituía en esos momentos la concentración artillera más poderosa de la Historia.
El ataque estaba previsto para el 12 de febrero. Unos días antes, los franceses ya habían advertido los preparativos germanos, confirmados por el testimonio de algunos desertores, pero no habían tenido tiempo de reaccionar. Ese día Verdún estaba prácticamente desprotegido, ya que contaba solo con 270 cañones y las reservas de munición eran mínimas.
Pero, del mismo modo que un milagro había salvado a los franceses en el Marne, de nuevo un hecho providencial se presentaría en socorro de las fuerzas galas.
La misma noche previa al lanzamiento de la ofensiva llega un inesperado empeoramiento del tiempo. La temperatura desciende varios grados, cae una intensa nevada y la visibilidad queda reducida por una densa niebla. En esas condiciones es impensable iniciar el ataque, por lo que los alemanes deciden aplazarlo veinticuatro horas. El tiempo no mejora y se suceden nuevos aplazamientos, ante la desesperación de Falkenhayn, que ve cómo el efecto sorpresa se va diluyendo; los franceses, alertados del calibre de la ofensiva que se avecina, envían a toda prisa refuerzos al sector en peligro.
Por fin, el 21 de febrero amanece despejado y los cañones alemanes pueden iniciar el bombardeo, que comienza puntualmente a las 7.15. El primer proyectil, mal dirigido, no estalla sobre las trincheras galas, sino sobre el palacio arzobispal de Verdún. Pero los siguientes batirán con desatada furia el campo de batalla durante nueve interminables horas.
Para hacerse una idea de la brutal cadencia de fuego conseguida por las baterías germanas basta señalar que, según testimonios de la época, el ruido de los cañonazos se llega a escuchar a más de 150 kilómetros de distancia en forma de un lejano redoble de tambor, punteado por golpes sordos semejantes a los de un bombo, producidos por las piezas más pesadas.
Es inimaginable lo que ocurre en ese espacio de tiempo. La tierra comienza a ser removida por las explosiones, por lo que las trincheras van quedando niveladas, mientras hombres y animales van siendo triturados por la onda expansiva y la metralla. Poco después de caer muerto un soldado, este es elevado de nuevo por otra explosión, hasta que todo el área se halla sembrada de miembros, cabezas y una masa gelatinosa en la que es difícil reconocer lo que poco antes era un cuerpo humano.
Los soldados franceses no se habían enfrentado nunca a un ataque tan terrorífico. Muchos se encuentran manchados con la sangre y las vísceras del compañero que un momento antes tenían al lado pero, de forma admirable, no desfallecen en ningún momento.
Poco después de las cuatro y media de la tarde se detiene el brutal bombardeo. Los alemanes, avanzando pausadamente sobre las líneas francesas, no esperan encontrar a ningún ser vivo en el terreno que tan duramente han batido con sus cañones, pero se equivocan. Los pocos franceses que han escapado a la aniquilación, al haber podido ocultarse en profundos refugios, salen a la superficie dispuestos a vengar a los compatriotas que habían quedado en la superficie.
De la retaguardia acuden más franceses para impedir el avance de los hombres del káiser que, pese a estar pertrechados con lanzallamas, comienzan a retroceder al no esperarse la enrabietada reacción de los defensores galos. Tan solo consiguen ocupar el bosque de Haumont, en el que hacen prisionero a un grupo de soldados franceses que se encuentran profundamente dormidos, debido al agotamiento nervioso provocado por el bombardeo. Para sorpresa de Falkenhayn, sus tropas acabarán presentando, al final de ese día, un número considerable de bajas.
Falkenhayn no comprende en ese momento que la batalla de desgaste que ha planteado va a suponer también una dura prueba para sus propias fuerzas. Pero el engreído mariscal, que se resiste siempre a consultar a sus más estrechos colaboradores, prefiere continuar con la ofensiva, elevando aún más la apuesta. En los días siguientes se llevarán a cabo nuevos bombardeos, acompañados de los correspondientes avances de la infantería que toparán siempre con la tenaz resistencia francesa.
El 25 de febrero, los alemanes disfrutan de un inesperado éxito al tomar el gran fuerte de Douaumont sin disparar un solo tiro.
Debido a un error en los relevos, los franceses han dejado desprotegido este fuerte, considerado como «el más sólido del mundo».
Un intrépido soldado alemán, el sargento Kunze, salta el muro y se aventura por sus túneles, capturando a los artilleros, que creen que Kunze es solo la avanzadilla de un grupo más numeroso. El resto de la guarnición del fuerte, que se encuentra descansando en un gran dormitorio, queda encerrado en él cuando Kunze consigue bloquear la pesada puerta con ellos dentro. El sargento saboreará su hazaña sirviéndose una opípara comida en el comedor de oficiales. Los franceses no reconquistarían el fuerte hasta ocho meses más tarde, a cambio de más de cien mil bajas.
La increíble pérdida del fuerte de Douaumont hace saltar todas las alarmas en Francia. Verdún corre un peligro cierto de caer en manos alemanas. Esa misma noche, al general Henri Pétain se le encarga defender aquel símbolo de Francia. Al grito de «¡No pasarán!», ordena de inmediato enlazar los fuertes con una línea continua de trincheras y reorganiza por completo la artillería.
El gran problema al que se enfrenta Pétain es el del envío de suministros al frente. Al haber quedado destruidas las líneas ferroviarias por el bombardeo alemán, el general ordena que sea ampliada la única carretera que une Verdún con el resto de país. Ese camino, que será conocido como la Voie Sacrée (la «Vía Sacra»), se convertirá en la salvación de la ciudadela; por él circularán semanalmente 50.000 toneladas de víveres y material, para lo que se emplean unos 3.000 camiones circulando día y noche, al ritmo de uno cada catorce segundos.
El mantenimiento de esta carretera sería vital; en todo momento había un millar de hombres realizando obras de acondicionamiento, una tarea que sería encomendada a las tropas norteafricanas.
Durante toda la batalla permanecería abierta, incluso cuando se encontraba cubierta de nieve o hielo. Del mismo modo que los taxis se habían convertido en el símbolo de la victoria en el Marne en 1914, la «Vía Sacra» lo sería de la batalla de Verdún.
El aporte regular de hombres y munición equilibra las fuerzas en combate. La batalla comienza a desgastar a ambos bandos por igual. Falkenhayn lanza golpes de mano que acaban en sangrientos ataques por un palmo de terreno, como el intento de tomar la colina de Mort Homme, lo que se logra a un alto coste. En mayo se levantan voces en las altas esferas militares que piden acabar con la matanza, pero el obstinado Falkenhayn, que sabe que su reputación personal depende del resultado de la batalla, insiste en continuar con la ofensiva.
En el bando francés Pétain —que se había vuelto incómodo para el mariscal Joffre por sus continuas exigencias de hombres y material— es ascendido a jefe del Grupo de Ejércitos del Centro, por lo que pierde el mando directo de la batalla, que recaerá en el general Nivelle, un militar de espíritu ofensivo. A sus órdenes se encuentra el general Mangin, que será pronto conocido por sus hombres por «El matarife», por la facilidad con que los envía a la muerte en ataques muy costosos en vidas, como el que lanza en mayo para reconquistar el fuerte de Douaumont.
Nivelle y Mangin ordenan repetidos ataques sin la preparación artillera adecuada, que se saldan con un sobrecogedor número de bajas. Los hombres son arrojados al matadero, sin que eso parezca quitar el sueño a estos despiadados militares. Sus continuos fracasos son achacados injustamente a la supuesta cobardía de sus tropas.
Durante esos tres primeros meses de combates, 190.000 soldados franceses han dejado ya su vida en la defensa de Verdún, aunque los alemanes no se quedan atrás, al contabilizar ya 174.000 muertos entre sus filas.
Este mojón recuerda hoy día la Vía Sacra, la carretera por la que llegaban diariamente los suministros a Verdún. Mantener abierta esta arteria supuso un esfuerzo épico para los franceses.
Tétrica imagen en la que se observan, sobresaliendo del barro, calaveras de soldados alemanes que participaron en la batalla de Verdún. No hay que descartar que fueran colocadas adrede por los franceses con fines propagandísticos, para minar así la moral germana.
El 20 de junio, los alemanes recurren a la utilización del gas fosgeno, lo que les permite lograr importantes avances. Logran amenazar directamente la ciudad de Verdún, pero este nuevo impulso también pierde fuerza y los franceses logran recomponer la línea del frente.
Ese mismo mes, la batalla de Verdún da un giro decisivo, debido a la puesta en marcha de otra ofensiva destinada a aliviar la presión sobre la histórica ciudadela. Los Aliados llevarán a cabo un ataque de grandes proporciones en el valle del río Somme, en la región francesa de la Picardía. Esta ofensiva se había previsto en una conferencia interaliada celebrada entre el 6 y el 8 de diciembre de 1915 en el cuartel general de Joffre, en Chantilly. En esa reunión se decidió lanzar tres golpes simultáneos contra los Imperios Centrales, con la esperanza de que estos no pudieran mantener una guerra en varios frentes. Por tanto, se acordó que los rusos atacarían desde el este, los italianos en los Alpes y los franco-británicos desde el oeste.
A finales de año se produjo el relevo en la cúpula del Cuerpo Expedicionario Británico; el general Douglas Haig sustituyó a John French como Comandante en jefe, y su primera misión fue concretar la ofensiva que debía lanzarse en 1916. Haig propuso como objetivo la costa belga, para neutralizar las bases de los submarinos germanos, pero esta propuesta no despertó en los franceses demasiado entusiasmo. Finalmente se acordó atacar desde ambas orillas del río Somme, un sector que servía de punto de engarce entre las tropas francesas y británicas.
Mientras se estaban definiendo las líneas maestras del futuro ataque en el Somme, había llegado el ataque alemán a Verdún, lo que trastocó los planes aliados por completo. Los franceses se vieron obligados a retirar tropas de este frente para enviarlos a la defensa de la ciudadela, por lo que el peso de la gran ofensiva recaería casi por completo sobre los británicos, que tenían ahora la misión de atraer la atención de los alemanes para que aflojasen su presión sobre Verdún.
El cañoneo en el Somme se inicia el 24 de junio, y el primer asalto de la infantería se lanza el 1 de julio. Ante la importancia de la embestida británica, Falkenhayn se ve forzado, con gran disgusto por su parte, a detener el envío de municiones al frente de Verdún y a desviar los refuerzos hacia el Somme. Aun a costa de un número horrendo de bajas, tal como veremos en breve, los británicos consiguen su objetivo de obligar a los alemanes a dividir sus esfuerzos entre ambos frentes.
La última ofensiva alemana en Verdún se lleva a cabo el 12 de julio, contra el fuerte de Souville, pero se estrella contra sus bien defendidos muros. El avance alemán queda paralizado y se consuma así el fracaso de Falkenhayn, que será sustituido el 29 de agosto por el tándem formado por Hindenburg y Ludendorff, contrarios a emprender cualquier iniciativa en Verdún.
La batalla se prolongaría hasta diciembre, pero tendría ya como único protagonista activo al Ejército francés, que iría recuperando progresivamente todo el terreno perdido. Al finalizar el año, el balance no podía ser más descorazonador. Las pérdidas en cada campo se situaban entre 300.000 y 400.000 muertos, mientras que el resultado estratégico era prácticamente nulo, al quedar situado cada ejército en sus líneas de partida. Verdún había sido una carnicería inútil, pero la ofensiva lanzada por los británicos en el Somme para distraer a las fuerzas germanas presentaría unas cifras de bajas, si cabe, aún más pavorosas.