Lo que en un principio no eran más que simples zanjas, cavadas a toda prisa, se fueron convirtiendo poco a poco en los forzados hogares de millones de hombres. Con el paso del tiempo iría aumentando la profundidad de las trincheras; algunas estaban dispuestas en tres pisos y llegaban a los cinco metros. En el parapeto superior se dejaba un hueco entre los sacos terreros por el que los soldados podían observar y, si era el caso, disparar. Para poder divisar el campo enemigo sin riesgos se improvisaban periscopios caseros, que consistían en un tubo hueco vertical con dos espejos en ángulo, uno en cada extremo.
El suelo de la trinchera estaba recubierto de tablas de madera, especialmente en los campos de batalla de Flandes, en donde el nivel freático se hallaba a solo un metro de la superficie, por lo que se encontraban perennemente inundadas. Cada trinchera tenía su nombre, ya fuera inspirado por el de algún soldado que gozase de especial popularidad, algún hecho reseñable o —en el caso de los ingleses— por las calles más conocidas de Londres. Esto no era un capricho, puesto que era muy fácil perderse en esos auténticos laberintos. Al seguir líneas quebradas y al existir infinidad de cruces y bifurcaciones, se perdía fácilmente la orientación, por lo que saber los nombres de las trincheras era indispensable para localizar un punto concreto o encontrar la posición de alguna unidad.
La vida diaria de los soldados solía estar envuelta en una tediosa rutina. Durante las horas de luz, los soldados debían permanecer ocultos, a salvo de los francotiradores, los observadores aéreos y de los efectos de la artillería, lo que era aprovechado para echar alguna cabezada con el fin de compensar la crónica falta de sueño.
Los que permanecían despiertos leían una y otra vez en sus refugios las cartas que llegaban desde el hogar y, a su vez, escribían a su familia. Aunque resulte increíble, los británicos consiguieron que el tiempo que tardaba una carta en llegar al frente o, a la inversa, del frente a cualquier punto de Gran Bretaña, fuera de tan solo dos días, un plazo inferior al que suele ofrecer el correo actual. Las autoridades militares británicas eran conscientes de la enorme importancia que tenía el correo para mantener la moral de los combatientes, y emplearon todos sus esfuerzos en conseguir que este servicio disfrutara de una prioridad absoluta.
Franceses y alemanes también concedieron gran importancia a la comunicación postal y, aunque no alcanzaron las cotas de rapidez de los británicos, gestionaron con eficacia un tráfico postal de varios millones de cartas diarias.
En los dos bandos se dieron todo tipo de facilidades a los soldados para que pudieran comunicarse con sus familias. Se repartían tarjetas postales sin necesidad de franqueo, cuyo espacio era aprovechado hasta el último rincón. Pero, teniendo en cuenta que muchos soldados no estaban habituados a escribir, o que incluso eran analfabetos, existían tarjetas con frases ya impresas que el soldado se limitaba a firmar.
De todos modos, la comunicación del soldado con sus seres queridos debía pasar antes por la censura. Las cartas y postales eran leídas por comités establecidos para esta función, que tachaban las frases que podían dar pistas al enemigo sobre el lugar desde donde se escribía o las que contenían algún comentario considerado antipatriótico.
Además de en escribir y leer cartas, los soldados empleaban su tiempo libre en confeccionar pequeñas obras de arte; crucifijos construidos con balas, maderas talladas, esculturas hechas con proyectiles… cualquier elemento cotidiano era útil para dar rienda suelta a la creatividad. Estos trabajos serían conocidos como «arte de trinchera».
Pero al llegar la noche comenzaba una frenética actividad.
Amparados en la oscuridad, reparaban las alambradas, cavaban nuevas trincheras —la velocidad de avance era de unos asombrosos cuarenta metros por hora— y salían patrullas para reconocer las posiciones enemigas. Cada cierto tiempo se ordenaba lanzar un ataque localizado para capturar prisioneros y documentación, aunque el objetivo último era mantener a los hombres en estado de alerta.
Puede resultar sorprendente saber que los hombres permanecían en primera línea, por término medio, poco más de un mes al año. El período durante el que participaban directamente en los combates podía oscilar entre uno y quince días. Después eran trasladados a trincheras de segunda línea o a la retaguardia en labores de apoyo, en donde pasaban unos cinco meses. Allí aprovechaban para leer, escribir, o aprender un idioma. El resto del año, los soldados se encontraban de permiso, en campos de entrenamiento o en cuarteles del interior del país. A esto hay que añadir los períodos de hospitalización o convalecencia en caso de haber resultado herido.
La vida en las trincheras se desarrollaba en condiciones miserables. Faltos de higiene, infestados de piojos y con la ropa siempre húmeda, la moral de los soldados pasaba por una dura prueba. En la imagen, un soldado británico del Regimiento Cheshire en el frente Somme en 1916. Mientras él monta guardia, dos compañeros aprovechan para dormir.
La falta de actividad en algunos frentes hacía que incluso la vida en primera línea pudiera ser relativamente apacible. Aun así, el goteo de bajas era continuo debido a los francotiradores o enfermedades como el «pie de trinchera», causado por la humedad en los pies, que en ocasiones requería la amputación. Más grave era la infección de alguna herida, por pequeña que fuera, ya que aún no existían los antibióticos; una de cada cinco heridas acababa con la vida del soldado.
El hecho de que la mayoría fueran causadas por el fuego de artillería, lo que provocaba heridas más abiertas que las producidas por impacto de bala, las hacía proclives a la infección. Cuando aparecía la gangrena, las posibilidades de sobrevivir eran de poco más del cincuenta por ciento. Una herida en el abdomen era fatal; tan solo se lograba salvar la vida de uno de cada cien afectados.
El tifus, la disentería, el cólera o los parásitos intestinales también hacían estragos entre aquellos hombres, así como las enfermedades relacionadas con la exposición a las bajas temperaturas invernales. Parte de culpa de la proliferación de enfermedades de todo tipo era la incomprensible práctica de dejar los cadáveres insepultos. Quizás para evitar la posibilidad de confraternización entre los combatientes, como en la Navidad de 1914, los oficiales no veían con buenos ojos que se acordasen treguas para recoger a los muertos que se encontraban en tierra de nadie. Los cuerpos se pudrían a la intemperie, despidiendo un hedor insoportable. Las ratas y los insectos se encargarían de transportar a las trincheras los agentes patógenos, que encontrarían en los soldados el hábitat ideal para establecerse y proliferar.
Además de los aspectos puramente sanitarios, contemplar cómo las ratas iban royendo pacientemente las costillas del que unos días antes había sido un compañero, y observar cómo el esqueleto, una vez limpio de todo resto de carne, iba tomando un color blanquecino bajo el cegador sol del verano, no era el estímulo más adecuado para mantener intacta la moral. Por eso, en ocasiones los soldados ignoraban las órdenes de sus superiores y, cuando cesaban las hostilidades, salían a tierra de nadie para recoger heridos y retirar los cadáveres para darles una digna sepultura. De todos modos, a veces esta medida no era suficiente, puesto que las intensas preparaciones artilleras batían también los improvisados camposantos y los cuerpos volvían a salir a la superficie, en un persistente y macabro recordatorio de su presencia.
En buena parte de Flandes, el nivel freático se hallaba casi en la superficie, por lo que las trincheras se encontraban siempre inundadas.
Pero lo que más hacía padecer a los soldados eran las pequeñas molestias diarias, de las que era imposible librarse. Aunque pueda parecer un inconveniente menor, el hecho de que la ropa estuviera siempre húmeda y que no hubiera posibilidad de secarla o cambiarla, a veces durante semanas o meses, era un padecimiento perenne que les hacía ser conscientes de la mísera situación en la que vivían. Pasar una noche de guardia a la intemperie bajo el frío y la lluvia, con la ropa totalmente empapada, minaba la moral del más fuerte.
Estos soldados franceses aprovechan un alto en el camino para reponer fuerzas. Comidas campestres como esta no serían muy habituales para los que se encontraban en primera línea.
La humedad no era el único adversario ante el que nada podían hacer. Muchos soldados recordarían que, al llegar al frente, su toma de contacto con las trincheras se vio marcada por la repentina invasión de piojos que sufrieron ya en la primera noche. Al día siguiente, decidían darle la vuelta a sus ropas, pero al poco tiempo volvían a sentir la presencia de este mortificante insecto en su piel. Sin duda, el mayor placer para un soldado era matar con sus propias uñas a uno de estos pequeños enemigos.
Pero enseguida comprendieron que era una batalla perdida, al igual que la que mantenían con las ratas. Durante la noche era habitual advertir la presencia de algún roedor bajo la manta, lo que al principio era acogido con horror pero más tarde con indiferencia o, si el animal resultaba demasiado insistente, le hacía merecedor de un certero disparo de revólver. En una ocasión, una compañía alemana llevó a cabo una caza masiva de ratas; unos días más tarde, expusieron los cadáveres de cientos de estos roedores con un cartel que demostraba que no habían perdido el sentido del humor: «Aquí no nos falta la carne».
Impresionante imagen que capta el momento en el que un soldado alemán salta por la onda expansiva producida por un obús.
A todas estas penalidades se unía, por tanto, la ausencia no solo de carne, sino de alimentos básicos. La población civil sufría todo tipo de restricciones alimentarias, y los soldados del frente no fueron una excepción. A la falta de comida se unía la escasa eficacia de la intendencia; cuando la sopa llegaba a primera línea en grandes recipientes metálicos, normalmente estaba ya fría, para decepción de los soldados. Durante varios días los hombres se alimentaban de duras galletas o de carne enmohecida, mientras que en muchas ocasiones la única agua disponible era la que había quedado encharcada en los embudos causados por las bombas, con el consiguiente riesgo de infección. Además, la corrupción de algunos oficiales reducía los aportes de víveres de la tropa para desviarlos hacia canales más provechosos para ellos. Irónicamente, cuando mejor comían los hombres era después de que la compañía hubiera sufrido algún ataque muy costoso en vidas, pues llegaban los suministros previstos para un contingente de soldados mayor del que en ese momento estaba vivo. Otro aporte extraordinario era el de los paquetes que llegaban del hogar, que eran compartidos amistosamente por todos.
El martilleo continuo de la artillería y la tensión de los combates comenzó a causar un trastorno que hasta entonces era desconocido. Algunos hombres quedaban paralizados, aturdidos, incapaces de comprender preguntas o, por el contrario, sufrían crisis nerviosas, lo que les impedía comportarse con normalidad y mucho menos luchar. A los que no se les acusaba de «cobardía» y tenían la suerte de recibir atención psiquiátrica se les diagnosticaba una difusa enfermedad «nerviosa», que era en realidad la denominada neurosis de guerra o estrés postraumático, una afección que tendría su continuidad en los siguientes conflictos bélicos.
Los hombres que sufrían este bloqueo eran trasladados a la retaguardia, en donde pasaban un período de descanso, amenizado con lecturas de libros, conciertos y juegos participativos, como representaciones teatrales. Los que se recuperaban regresaban al frente, pero los que no recobraban el equilibrio mental eran ingresados en clínicas de reposo. En Gran Bretaña se crearon seis hospitales para atender específicamente a los afectados por este trastorno.
El final de la guerra no supondría el fin del sufrimiento de esos individuos; por desgracia, la neurosis de guerra deja secuelas irreparables, provocando alteraciones nerviosas o pesadillas incluso décadas después de los acontecimientos que los desencadenaron.
¿Cómo se podía escapar de este infierno? Para aquellos hombres condenados a vivir y morir en las trincheras no había salida posible. La deserción suponía la pena de muerte y autolesionarse conllevaba el mismo resultado. Los que recibían un disparo afortunado (en un pie o una mano), al implicar la evacuación a un hospital, eran examinados minuciosamente; si se descubrían restos de pólvora en la herida significaba que el cañón del arma estaba próximo y, por lo tanto, se trataba de una simulación. Otra posibilidad era asomar una extremidad por encima de la trinchera para recibir el disparo lejano de un fusil enemigo, pero muy pocos lograban engañar a los examinadores. Casi todos ellos acababan ante un pelotón de fusilamiento.
En Gran Bretaña la presión sobre los pacifistas llegaba desde la propia sociedad. Los objetores de conciencia eran considerados de forma generalizada como cobardes y traidores. En plena calle, las damas obsequiaban con plumas blancas —un símbolo de cobardía— a los muchachos en edad militar que vestían ropa civil, lo que daba lugar a algunas fricciones.
En una ocasión, un joven alemán al que la guerra le había atrapado estudiando en Londres fue interpelado en plena calle por una de estas damiselas:
—¿Por qué no se ha alistado en el Ejército?
—Es que existe una razón de peso para ello —le contestó el joven—, soy alemán.
De todos modos, la atinada respuesta no le libró de verse obsequiado con la humillante pluma.
Pero la réplica más contundente fue la que otro estudiante, en este caso británico, espetó a otra de estas impertinentes damas. Una de ellas le paró en mitad de la calle y le ofreció una pluma blanca, mientras le decía con voz altanera:
—Me sorprende que usted no esté luchando por defender a la civilización.
—Señora, —replicó el joven—, más bien creo que soy yo la civilización, que está luchando por defenderse.
Afortunadamente, esta intolerancia con las actitudes pacifistas no tendría su reflejo en el gobierno británico. Los objetores de conciencia no eran fusilados, como ocurría en otros países, si no que eran enviados a la cárcel o a trabajar en canteras.
En el verano de 1916 llegó a instituirse en el Reino Unido un servicio alternativo que incluía labores agrícolas y médicas, al que se acogieron varios miles de jóvenes. No obstante, tras el decreto de alistamiento forzoso de enero de 1917, la negativa a incorporarse a filas ya no sería tolerada, y mucho menos la negativa a regresar al frente tras disfrutar de un permiso. Cientos de soldados británicos tuvieron que enfrentarse a un pelotón de ejecución por este motivo.