EQUIPADOS PARA EL COMBATE

Los soldados que participaron en la guerra de trincheras tenían a su disposición una amplia panoplia de armas adaptadas a este nuevo tipo de lucha.

El arma imprescindible era el fusil. Como se ha visto en el episodio de la batalla de Mons, los británicos contaban con un excelente rifle, el Lee-Enfield, con el que se podían efectuar disparos muy rápidos. El que utilizaban los alemanes, el Mauser G98, era de una calidad similar a la del británico, pero su cargador tenía la mitad de balas. En cambio, los fusiles franceses y rusos eran mucho menos fiables.

En plena batalla, el fusil perdía protagonismo a favor de la bayoneta. Pese a que del total de bajas contabilizadas por los británicos solo un 0,3 por ciento fueron a causa de este arma blanca, las cargas a la bayoneta desataban el terror en las filas enemigas y lograban huidas o rendiciones masivas. También se empleaba durante los avances para rematar a los adversarios heridos que iban quedando atrás, impidiendo así que pudieran revolverse contra ellos.

Aun a riesgo de resultar demasiado cruda la exposición de los efectos del uso de la bayoneta, se consideraba que el cuerpo del enemigo presenta tres blancos principales, tal como se explicaba entonces en los campos de instrucción:

El primero era la cabeza; aunque una agresión en el rostro dejaba al adversario fuera de combate de inmediato, suponía un blanco reducido, y un error en ese primer impulso podía ser mortal para el atacante, al quedar desprotegido.

Más fácil era acertar en el pecho; el enemigo era así derribado, siendo rematado en el suelo, pero el gran inconveniente era que, al penetrar la bayoneta entre las costillas, en ocasiones resultaba difícil extraerla, quedando el atacante desprotegido durante unos cruciales segundos.

El tercer blanco era el que ofrecía mayores garantías de éxito; el abdomen. La bayoneta no encontraba ningún obstáculo al penetrar en esta región blanda del cuerpo. La técnica consistía en clavarla con decisión en un movimiento hacia adelante, girarla cuarenta y cinco o —mejor aún— noventa grados y extraerla. Esta herida era mortal en la inmensa mayoría de casos, debido a las infecciones, aunque la agonía podía durar horas o incluso días, por lo que era la más temida por los soldados.

Los instructores británicos ofrecían otras sugerencias a los soldados durante las charlas de adiestramiento; «clávasela entre los ojos, en la garganta, en el pecho o alrededor de los muslos» o «si el enemigo está huyendo, clávale la bayoneta en los riñones; penetra con tanta facilidad como si fueran de mantequilla».

No obstante, cuando los combates se desarrollaban en las trincheras, la bayoneta se revelaba como un arma inadecuada para la distancia corta, puesto que la inglesa, por ejemplo, medía más de medio metro. Para las luchas cuerpo a cuerpo se recurría entonces a un insólito abanico de armas improvisadas. Desde sencillas pero contundentes herramientas de construcción, a mazas de tipo medieval recubiertas de clavos, pasando por grandes cuchillos de carnicero, puños americanos o simples porras de madera, todo valía para herir o matar al enemigo. Era habitual que los soldados pidiesen a sus familiares que en los paquetes de comida que les remitían regularmente incluyesen también un cuchillo de cocina para utilizarlo como arma de trinchera.

De todos modos, el arma reina en estos combates a muerte más propios de las Cruzadas que del siglo XX era la pala de empuñadura corta, que formaba parte de la equipación de los soldados. Era ligera, manejable y, si se poseía suficiente práctica, podía acabar con la vida del adversario de un solo golpe; utilizándola para golpear con fuerza bajo la barbilla, hacia adelante, la cabeza era desgajada del tronco. Si, en cambio, se empleaba para golpear hacia abajo, en la unión entre el cuello y la clavícula, el tajo resultante era mortal de necesidad.

Pese a la brutalidad que emanaba del uso de todas estas armas, había algunas que estaban tácitamente prohibidas. Por ejemplo, algunos alemanes tallaban el filo posterior de sus bayonetas de forma dentada, para actuar con efecto de sierra en el abdomen del enemigo. Los soldados que eran hechos prisioneros en posesión de una de estas bayonetas no podían esperar un tratamiento exquisito por parte de sus captores. A veces se encontraba el cadáver de un soldado con los ojos arrancados y, sobre él, su bayoneta dentada, como didáctica lección sobre los inconvenientes que acarreaba utilizar este tipo de armas.

Igualmente, en la fase final del conflicto, los alemanes amenazaron con tomar represalias contra los soldados norteamericanos que utilizaban escopetas de perdigones, que causaban heridas muy graves a corta distancia, a pesar de que eran reglamentarias en el Ejército estadounidense.

La granada era otra arma muy útil en la guerra de trincheras, debido a la proximidad de las líneas. Al poder ser arrojada mientras se estaba a cubierto, ya fuera tras un muro o desde el interior de un embudo, las granadas serían ampliamente utilizadas, en especial en operaciones de asalto. Dependiendo de la potencia física del lanzador y del tipo de granada, podían alcanzar una distancia de unos setenta metros, aunque normalmente se empleaban para silenciar alguna posición distante a menos de veinte metros.

Al comienzo de la contienda existían varios modelos de granadas escasamente fiables, que solían causar más bajas entre los propios lanzadores que entre el enemigo. Los franceses llegarían a utilizar botellas de champán rellenas de explosivo. Estos diseños fueron superados por la oficialmente denominada Granada nº 5, inventada por el inglés William Mills —curiosamente, un diseñador de palos de golf—, de cuyo apellido tomaría su nombre popular. En forma de piña y muy segura, este modelo ha perdurado hasta nuestros días. La granada Mills fue ampliamente producida durante la guerra, fabricándose un total de 61 millones de unidades. No obstante, sus 700 gramos la hacían demasiado pesada, por lo que era difícil alcanzar una buena distancia si no se empleaba toda la fuerza del brazo. Aun siendo un buen lanzador, solo se podía enviar a unos treinta metros con cierta precisión.

Este problema fue, en cierto modo, resuelto por los alemanes.

Crearon la granada Modelo 24 Stielhandgranate que, además de pesar 100 gramos menos que la Mills, estaba fijada en el extremo de un mango cilíndrico de madera. Al concentrar todo el peso en un extremo, era más fácil de lanzar que la granada Mills, llegando a doblar ampliamente el alcance de esta. Podía ser suficiente con realizar un rápido giro de muñeca. Su inconveniente era que ocupaba más espacio que la Mills, siendo esta fácil de guardar en cualquier bolsillo, algo que no era posible con la alemana. Los ingeniosos ingleses bautizaron a esta granada con el sobrenombre de potato masher, pues su forma recordaba un utensilio de cocina que se empleaba para preparar puré de patatas.

La Primera Guerra Mundial vio también la aparición de una nueva arma: el lanzallamas. Aunque ya la flota bizantina había utilizado en el siglo VII un ingenio que proyectaba un líquido inflamable contra los barcos enemigos, conocido como fuego griego, no sería hasta 1901 cuando se diseñó el primer aparato destinado a lanzar un chorro de fuego contra el enemigo. El ingeniero alemán Richard Fiedler ideó ese año el concepto de lanzallamas al dotar a un hombre de un depósito de combustible y un cañón por el que lo podía proyectar, una vez inflamado, a una veintena de metros. El Ejército alemán aceptó el invento en 1911, pero no fue utilizado en combate hasta el 25 de junio de 1915, empleándolo contra los franceses. Esa acción causó una gran impresión entre los testigos, tanto de uno como de otro bando. Para ser empleado con seguridad debía hacerse desde una trinchera para evitar que una bala hiciera estallar el depósito, algo que limitaba su radio de acción. Por su poca operatividad en combate, el efecto del lanzallamas era sobre todo psicológico.

Cada equipo estaba formado por ocho hombres escogidos entre soldados que habían sido bomberos en la vida civil, para asegurarse de que no sentirían aprensión a moverse entre las llamas. Pero pertenecer a una de estas unidades era un obstáculo insalvable para hacer amigos entre el resto de la tropa, puesto que manejar un arma tan horrible causaba —además, obviamente, del odio y el temor del enemigo— una mezcla de desprecio y desconfianza entre los propios compañeros de armas. Sin embargo, los miembros de las unidades de lanzallamas acababan por acostumbrarse a las miradas hoscas de sus compatriotas e, incluso, acentuaban su sentido de pertenencia a ese grupo tan escasamente popular con llamativas insignias flamígeras.

Mucha más utilidad práctica que el lanzallamas tendría la ametralladora, considerada como el arma más decisiva de la Primera Guerra Mundial. El Ejército alemán creyó en ella desde el principio, lo que le permitió en buena parte alcanzar los primeros éxitos en la contienda. En cambio, los británicos se mostraron más reacios a adoptarla y acabaron pagando las consecuencias.

Para los militares ingleses, el uso de la ametralladora era contrario al espíritu de fair play que debía regir el arte de la guerra entre naciones civilizadas, por lo que reservaron su utilización a las campañas coloniales, al igual que los franceses. Mientras tanto, los alemanes, mucho más realistas, confiaban plenamente en la aterradora cadencia de fuego de su MG 08/15, sin importarles lo más mínimo si enfrente tenían fieros nativos o a los soldados del rey de Inglaterra. En 1915 los británicos admitieron su error y formaron un Cuerpo de Ametralladoras, pero las compañías no quedaron equipadas en su totalidad hasta 1917.

Los servidores de las ametralladoras, que formaban equipos de ocho personas, eran auténticos especialistas, ya que los campos de fuego debían calcularse científicamente para cubrir todos los ángulos desde los que podía llegar un ataque. Su efectividad era devastadora, como pudieron experimentar los soldados de la Entente que intentaron tomar las trincheras alemanas en 1915, o los Anzac en Gallípoli, en donde los turcos demostraron haber aprendido mucho de las lecciones impartidas por los técnicos teutones.

La ametralladora alemana Maxim efectuaba quinientos disparos por minuto, por lo que algunas unidades podían llegar a disparar un millón de balas por día. El Ejército germano desplegó más de 12.000 de estas ametralladoras en el frente occidental. Sin embargo, al pesar 45 kilos, la Maxim era difícil de transportar. Los norteamericanos solucionaron este problema con su ametralladora ligera Lewis[11], de 13 kilos, que podía ser utilizada por un único soldado. Su tambor redondo tenía capacidad para 37 balas.

Dos soldados británicos disparando una ametralladora Vickers durante la Batalla del Somme, en julio de 1916, cubiertos con sendas máscaras antigás. Los alemanes fueron los primeros en confiar plenamente en esta arma tan efectiva, mientras los británicos se mostraron más reticentes a emplearla.

Tan importante como las armas era la protección personal de los soldados. Al principio de la contienda no se tuvo en cuenta este aspecto, y las consecuencias fueron funestas. En 1914, los soldados iban equipados con gorros de tela —el quepis francés— o con cascos de cuero —el pickelhaube teutón, con un pico en la parte superior—, que resultaban muy estéticos pero no ofrecían ningún tipo de protección contra las balas o la metralla. A finales de ese año, ante la proliferación de las heridas en la cabeza, era ya evidente que se debía proporcionar a las tropas un casco metálico.

Los franceses crearon el casco Adrian —que tomó el nombre del de su diseñador, August-Louse Adrian— en el verano de 1915, de forma redondeada y con una pequeña cresta a lo largo de la parte superior. Este casco sería también adoptado por belgas e italianos.

Por su parte, los británicos idearon el casco Brodie —en honor de su creador, John L. Brodie—, cuya forma de plato cubría mejor la cabeza, pero dejaba la nuca al descubierto. Los norteamericanos, aunque al principio parecían decantarse por el modelo galo, acabarían eligiendo el inglés. En cuanto a los alemanes, en 1916 dotaron a sus tropas con un casco de acero denominado M1916 Stahlhelm, que sí cubría la parte posterior del cuello del soldado. Todos estos cascos, con ligeras variaciones, serían utilizados también por las tropas que participaron en la Segunda Guerra Mundial.

En esta imagen pueden verse los mismos ametralladores británicos desde la parte posterior, lo que invita a pensar que la escena de combate pudo ser preparada para el fotógrafo.

Del mismo modo, los uniformes se convertirían en un arma defensiva más. Los británicos habían abandonado sus históricas casacas rojas tras la guerra de los bóers y habían adoptado el color caqui, favoreciendo así el camuflaje. Los alemanes también sustituyeron poco antes de la guerra el azul prusiano por el gris de campaña.

Los franceses, por el contrario, lucían en 1914 el mismo uniforme que vestían en 1830; chaqueta azul, quepis rojo y pantalón del mismo color. Dos años antes había habido un intento serio de adoptar uniformes grises o verdes, pero el proyecto levantó grandes protestas entre los altos oficiales. El debate llegó incluso hasta el Parlamento; se rechazó la propuesta al considerar que los pantalones rojos eran el símbolo de Francia. Pero el inicio de la contienda demostraría las crueles consecuencias de esa irresponsabilidad; enseguida se dotó a las tropas con un uniforme de color azul grisáceo.

Los soldados franceses vestían en 1914 un uniforme anticuado. El color rojo del quepis y de los pantalones les delataba. En 1915 adoptaron un color menos llamativo.

Otro elemento defensivo era la alambrada. Inventada en 1872 por un granjero norteamericano, Henry Rose, para cercar los campos, tuvo una gran aceptación entre los ganaderos del lejano oeste. Poco podían sospechar entonces que, enredados en ese mismo alambre de espino que servía para impedir el paso de las vacas, morirían miles de hombres años más tarde.

La alambrada era utilizada para dificultar el avance enemigo y se colocaba en las proximidades de la trinchera, normalmente por la noche. Antes de cada avance, la artillería se encargaba de batir la zona para destruir estas defensas, pero conforme avanzaba el conflicto se fue fabricando alambre de espino más resistente a la explosión de los proyectiles.

Pero estar bien pertrechado de todas estas armas ofensivas y defensivas no era garantía de éxito durante la batalla. Los mandos debían enfrentarse a un problema que se presentaba irresoluble, el de las comunicaciones. Si en la época napoleónica era suficiente con encaramarse a un altozano para tener una visión panorámica de la batalla, o recorrer el frente a lomos de un caballo, en la Primera Guerra Mundial eso ya no era posible. Las grandes extensiones de terreno y los miles o millones de hombres que participaban en una ofensiva hacían imprescindible contar con un buen sistema de comunicación.

Un flemático soldado inglés deja que su pequeña mascota juegue sobre un proyectil. Pese a las penalidades de la guerra de trincheras, los hombres no perdieron el buen humor.

Para comprender el desarrollo de las batallas de la Primera Guerra Mundial, en las que se dieron abundantes casos de descoordinación, es necesario tener muy presente que la tecnología de la época no permitía un intercambio de información en tiempo real.

Aunque se utilizó el teléfono, las líneas eran muy vulnerables, sobre todo durante una ofensiva, y se tenía que recurrir a las palomas mensajeras o a los corredores. Por lo tanto, una vez decidida la táctica general por el Alto Mando, eran los comandantes de las compañías o los batallones los que tomaban las decisiones que creían más acertadas en cada momento, por lo que el rumbo final de la batalla acababa siendo imprevisible.