FIASCO EN LOS DARDANELOS

Los ojos de Churchill se posaron en Turquía como víctima propiciatoria del avasallador poderío naval británico. La entrada del Imperio otomano en la guerra del lado de Alemania y AustriaHungría convertía a este país —que era conocido en las cancillerías con el apelativo de «el enfermo de Europa»— en el eslabón más débil de la cadena.

El plan consistía en que un escuadrón de barcos británicos atravesase rápidamente el paso de los Dardanelos y amenazase Constantinopla. El estrecho, de 60 kilómetros de largo, conecta el mar Egeo con el mar de Mármara, en cuya orilla oriental se encuentra la capital turca. Esta acción tan audaz podía devengar grandes beneficios, ya que abriría una ruta marítima de apoyo a Rusia y además colocaría a los países balcánicos en buena disposición para unirse a la causa aliada. Por lo tanto, este ataque contra un imperio caduco, que se preveía rápido y poco costoso, rompería el equilibrio del lado de la Entente y podría precipitar el final del conflicto.

El Imperio otomano, en apariencia, no era rival para el británico. En las últimas décadas había sufrido una continua pérdida de territorios (Serbia, Montenegro, Rumanía, Bulgaria, Bosnia, Libia, Egipto y Persia) y, dada su decadencia a ojos vista, no daba la sensación de que pudiera romper esta tendencia. Pero los ingleses no habían prestado suficiente atención al movimiento reformador impulsado por los Jóvenes Turcos, un grupo nacionalista que había tomado el poder en 1908 y que estaba dispuesto a sacar al país de su atraso secular.

Las guerras de los Balcanes habían debilitado el poder militar otomano, pero los soldados y oficiales que habían sobrevivido, endurecidos por el combate, acumulaban una experiencia con la que no contarían sus adversarios de la Entente. Los asesores militares alemanes que, desde el verano de 1914, colaboraron en la modernización del Ejército turco, con el general Otto Liman Von Sanders a la cabeza, lograron que las fuerzas otomanas adquiriesen las pautas de organización de los ejércitos occidentales, además de dotarlas de armamento moderno.

La entrega a Turquía de dos cruceros, el Goeben y el Breslau, tras burlar a la flota británica en el Mediterráneo en una heroica singladura, acabó de decantar a Constantinopla hacia los Imperios Centrales; el 1 de octubre cerró los Dardanelos a la navegación internacional, dejando aislada a Rusia, y el 5 de noviembre declaró la guerra a la Entente.

Los detalles de los aires reformadores del ejército otomano llegaron a oídos de Churchill, pero, si en algún momento llegaron a inquietarle, la primera operación militar llevada cabo por las fuerzas turcas en territorio ruso acabaría de despejar las dudas que pudiera tener sobre su supuesta debilidad. El estado de descomposición en el que se encontraba el Ejército turco había quedado en evidencia durante la campaña que había llevado a las tropas turcas a enfrentarse a los rusos por la posesión de la fortaleza de Kars y el puerto de Batum, al sureste del mar Negro, que habían sido anexionados por Rusia en 1878, tras el último enfrentamiento entre ambos imperios. Pese a que los alemanes lo habían desaconsejado, los turcos se lanzaron en pleno mes de diciembre contra las posiciones rusas. El frío y las tormentas de nieve diezmaron a las tropas otomanas que, sin medios y evidenciando una gran descoordinación, no fueron rivales para las aposentadas fuerzas rusas.

Un grupo de soldados australianos se baña despreocupadamente en el puerto egipcio de Alejandría, antes de embarcarse rumbo a Gallípoli. Sedientos de exóticas aventuras, acabarían dándose de bruces con la cruel realidad de la guerra.

El mayor encuentro armado se produjo en la batalla de Sarikamis, entre el 29 de diciembre de 1914 y el 2 de enero de 1915, en la que los otomanos fueron derrotados de forma apabullante. Pero lo peor para los soldados turcos llegaría tras la batalla; la retirada se convirtió en desbandada, en la que los hombres morían congelados mientras eran hostigados día y noche por los rusos. Se calcula que de los más de 90.000 soldados turcos que participaron en la batalla, menos de 15.000 lograron regresar. Sarikamis fue más tarde descrita por un oficial alemán destinado en Turquía como «un desastre sin parangón en la historia militar por su rapidez y completitud».

Por tanto, la debacle turca convertía a este país en un inofensivo sparring, del que no cabía esperar una reacción que pudiera poner en excesivos problemas a los Aliados. La operación del paso de los Dardanelos solo podía temer a un enemigo, aunque nada despreciable; los fuertes que flanqueaban el estrecho, que en su punto más angosto tenía una anchura de un kilómetro y medio. Churchill confiaba en que los potentes cañones de su flota destruirían estos fuertes y que los barcos británicos pondrían proa a toda máquina hacia Constantinopla.

Un cañón británico en plena acción en el Cabo Helles, en Gallípoli, en junio de 1915. Los Aliados encontraron en los turcos unos duros oponentes.

A priori, los planes del Almirantazgo no eran en absoluto descabellados. En caso de que la operación se saldase con un inesperado fracaso, a lo sumo se perderían algunos barcos pero, si se lograba forzar el estrecho, se abrían muchas perspectivas, todas ellas muy halagüeñas para los Aliados. Por lo tanto, la relación entre lo poco que se arriesgaba y lo mucho que se podía conseguir inclinaba la balanza hacia la puesta en marcha del plan.

La flota británica, con la colaboración de barcos franceses, se plantó a las puertas de los Dardanelos el 19 de febrero de 1915. La operación no pudo comenzar mejor; en una semana, los fuertes que protegían la entrada al estrecho habían sido neutralizados por los cañones ingleses. Pero entonces surgió el primer contratiempo; los acorazados no podían seguir adelante por temor a las minas —tres de ellos resultaron hundidos por esta causa—, pero los dragaminas tampoco podían avanzar al encontrarse en el radio de tiro de los fuertes del interior del estrecho, que no habían podido ser destruidos al quedar fuera del alcance de los acorazados. Como un pez que se muerde la cola, los acorazados no avanzaban al no poder proteger su propio avance. El resultado fue que la flota británica quedó atascada a la entrada del estrecho.

En ese momento, la decisión más inteligente hubiera sido retroceder y dejar la operación para otro momento, aunque la Royal Navy se dejase en los Dardanelos algunos jirones de su prestigio. Sin embargo, los almirantes británicos no deseaban que su historial se viese manchado por esa retirada, por lo que propusieron que el Ejército se encargase de eliminar la amenaza de los fuertes con un ataque terrestre. Churchill, por su parte, o no supo o no quiso oponerse a esta improvisada ampliación del plan. Aunque el Ejército era reticente a prestarse a esa incierta aventura, finalmente cedió, aportando 75.000 hombres para ser enviados a Gallípoli, la alargada península que constituía la orilla norte del paso de los Dardanelos. La operación, en un principio exclusivamente naval, se le había ido de las manos a Churchill, cobrando vida propia.

Mapa publicado por la prensa británica de la época mostrando las posiciones enfrentadas de las tropas aliadas y turcas en la península de Gallípoli, en el estrecho de los Dardanelos.

Pero la Royal Navy dispondría aún de una última oportunidad para forzar el paso de los Dardanelos. Al amanecer del 18 de marzo de 1915, la flota aliada abrió fuego de nuevo contra los fuertes. Los prevenidos otomanos, bien asesorados por expertos alemanes, habían reunido en ellos toda la artillería pesada de que disponían, incluyendo cañones montados sobre vagones de ferrocarril y piezas navales desmontadas de sus propios barcos. Pese al intenso bombardeo que estaban sufriendo, los artilleros turcos infligieron un duro castigo a los atacantes, hundiendo tres acorazados y dejando otros tres fuera de combate. Al mediodía, los Aliados comenzaron la retirada; lo que no sabían en ese momento es que casi todos los fuertes habían agotado la munición y que los dos principales disponían tan solo de una docena de proyectiles. Si el ataque de la flota aliada hubiera durado una hora más, seguramente hubieran podido alcanzar su objetivo de atravesar los Dardanelos y avanzar hacia Constantinopla.

Tras el fracaso definitivo de la Royal Navy, se dio luz verde al envío de la infantería a Gallípoli, con el objetivo de neutralizar los fuertes en un ataque terrestre. El peso del desembarco estaría en manos de los soldados voluntarios australianos y neozelandeses, conocidos como Anzac (Australian and New Zealand Army Corps), que habían acudido de forma entusiasta en auxilio del Imperio Británico. Estos jóvenes, cuyo horizonte vital solía limitarse a las llanuras en donde pastaban sus ovejas, encontraron de repente la posibilidad de escapar de esa anodina existencia y viajar a la soñada Europa. Aunque nadie les supo explicar el motivo exacto del litigio de sus respectivos países contra Turquía y la razón por la que debían matar a unos soldados que, al fin y al cabo, defendían su propio hogar, eso no pareció importarles demasiado.

Australianos y neozelandeses ardían en deseos de luchar en los Dardanelos. Los episodios que habían estudiado en los libros de historia se hacían ahora presentes. Alejandro Magno o Jerjes de Persia, al mando de sus ejércitos, habían atravesado el estrecho, conocido en la Antigüedad como el Helesponto, que separaba a Europa de Asia. En esa misma región se encontraba también la mítica ciudad de Troya. En una referencia cultural más reciente, el escritor Lord Byron —que también se alistó en una guerra idealista por la independencia de Grecia— había atravesado nadando ese punto en el que los dos continentes están separados solamente por un brazo de agua.

El comandante turco Mustafá Kemal, en primer término. Su presencia fue decisiva para que los soldados otomanos resistieran el empuje aliado.

Además, los campos de entrenamiento de los Anzac se encontraban en El Cairo, a los pies de las inmortales pirámides, un soberbio paisaje del que también habían gozado las tropas de Napoleón.

La atracción que ejercía este excitante panorama no podía tener otro resultado que el entusiasmo de unos jóvenes que daban gracias a la providencia por permitirles participar en semejante empresa, de la que esperaban volver a sus provincianas comunidades convertidos en auténticos héroes. Sin duda, la campaña de Gallípoli sería la última guerra romántica.

Pero la operación no comenzaría con los mejores augurios. En mitad del trayecto de Egipto a Gallípoli se descubrió que los buques de transporte habían sido cargados defectuosamente, puesto que el material que se necesitaba para la primera fase del desembarco se encontraba estibado en el fondo de las atestadas bodegas. Los barcos se vieron forzados a dar media vuelta y volver a Egipto, reiniciándose el viaje un mes después, tras la recolocación de la carga. Este retraso fue determinante, ya que en ese momento tan solo había dos divisiones turcas en Gallípoli, dando tiempo así para que se reforzasen con cuatro divisiones más.

El esperado desembarco se produjo el 25 de abril de 1915.

Aunque los Anzac llegaron por error a una ensenada en la que los turcos disfrutaban de posiciones elevadas que facilitaban la defensa, estos no estaban preparados y carecían de suministros. Los Anzac estuvieron a punto de tomar el control de la zona, pero un oficial otomano entonces desconocido, llamado Mustafá Kemal[10], logró que los soldados turcos, que estaban a punto de huir, permanecieran en sus puestos para dar tiempo a que llegaran los refuerzos. Es célebre la respuesta de Kemal a uno de sus hombres que se quejaba de no disponer de munición para atacar: «No os pido que ataquéis, os pido que muráis». Para los soldados de Kemal, la retirada no era una opción.

En las jornadas siguientes se produjeron nuevas ofensivas aliadas, pero fracasaron ante la inesperada solidez de las líneas turcas.

Por su parte, las fuerzas locales también intentaron expulsar a los Aliados de las cabezas de playa, pero se vieron incapaces de ello; los turcos atacaban en tromba, cayendo bajo el fuego de las ametralladoras mientras se encaramaban a las montañas de cadáveres de la oleada anterior. Las cifras de bajas aliadas en los dos primeros días habían sido de 20.000; los barcos hospital comenzaron su evacuación hacia Egipto. Al final, se estableció una línea de trincheras a lo largo de la costa. En una paradoja más, la campaña destinada a acabar con la parálisis del frente occidental se había visto abocada a una nueva guerra de trincheras que provocaba similar sentimiento de frustración.

El verano de 1915 no fue nada agradable para las tropas aliadas en Gallípoli. El agua potable debía ser transportada desde Egipto, y las sofocantes temperaturas provocaban insolaciones y quemaduras. Las enfermedades, especialmente la disentería, también hicieron mella en los Anzac. Un cabo inglés describió el campo de batalla afirmando que era «una fosa común que apestaba a cloaca». Aun así, hay que anotar que la moral de los soldados aliados no se resquebrajó en ningún momento.

Los soldados aliados en Gallípoli utilizaron estos periscopios para vigilar las trincheras enemigas, que podían estar a una escasa decena de metros.

Imagen actual de una de las numerosas ensenadas que conforman la costa de la península de Gallípoli. Puede apreciarse uno de los cementerios que acogen a las víctimas de la batalla.

Mientras la infantería aliada, especialmente los Anzac, daba muestras de un valor y una abnegación admirables, los mandos no estuvieron a la misma altura. El comandante en jefe británico, el general sir Ian Hamilton, permaneció durante los combates cómodamente instalado en el camarote del barco insignia de la flota, el Queen Elizabeth, mientras sus hombres se desangraban en las cabezas de playa. El hecho de que sus comandantes también prefirieran permanecer en el mar llevó a que los mandos no supieran nunca lo que estaba ocurriendo en el frente. Cada unidad acababa tomando sus propias decisiones, sin que el alto mando llegase a trazar nunca una estrategia global. Esta pésima coordinación de las fuerzas aliadas sería decisiva para la suerte final de la expedición.

El golpe de mano necesario para romper este impasse lo intentaron los británicos el 6 de agosto en la bahía de Suvla, situada al norte de las cabezas de playa en poder de los australianos. Pero nuevamente Mustafá Kemal, pese a contar con unas fuerzas veinte veces inferiores a las de los británicos, consiguió resistir en sus posiciones. El 10 de agosto, los turcos ya habían tomado la iniciativa y los ingleses se encontraban a la defensiva, con el mar a la espalda.

El fracaso de toda la operación era ya evidente.

Las críticas sobre esta campaña comenzaron a aflorar tanto en Gran Bretaña como en Australia. El goteo de bajas continuaba mientras la línea del frente dibujada en los mapas se movía de forma casi inapreciable. Los avances aliados se limitaban a la toma de alguna colina, para perderse poco después, tras el correspondiente contraataque turco. Los hombres estaban agotados, andaban escasos de suministros y todo apuntaba a que deberían pasar el invierno en las trincheras. En noviembre, una repentina tormenta de nieve azotó la península. Al no contar con equipo invernal, los padecimientos de las tropas fueron enormes; cientos de hombres murieron congelados.

Las desesperanzadoras noticias que llegaban de Gallípoli acabaron de situar a la opinión pública en contra de proseguir la lucha en ese escenario. La suerte de la campaña estaba echada.

Churchill había sido obligado en mayo a abandonar su cargo, cayendo injustamente sobre él la responsabilidad del fracaso de la campaña terrestre de los Dardanelos, pero aun así confiaba en que finalmente la Royal Navy pudiera forzar el estrecho si se retomaba el plan naval original. Aunque, llegados a este punto, Churchill no era partidario de la retirada de la infantería, el gobierno británico ya no deseaba volver a oír hablar de Gallípoli, por lo que ordenó la evacuación de las tropas.

En una operación modélica, los aliados consiguieron retirar sus 83.000 soldados en diciembre sin sufrir ni una sola baja. Las retiradas se efectuaban por la noche, en gabarras sin luces con capacidad para cuatrocientos hombres. Mientras tanto, improvisados mecanismos temporizadores —como una lata agujereada llena de arena— iban apretando sucesivamente los gatillos de los fusiles o arrojando mediante palancas bombas de mano sobre las posiciones turcas. Al amanecer, los soldados otomanos no salían de su asombro cuando se encontraban la playa totalmente desierta.

En total, la aventura de Gallípoli, calificada posteriormente de inútil e insensata, había costado a los Aliados cerca de 300.000 bajas, mientras que los turcos habían perdido unos 250.000 hombres en la defensa de la península. La última campaña romántica se había convertido en una nueva carnicería.