Aunque la atención europea estaba centrada en los acontecimientos que se vivían en Bélgica y Francia, la guerra también había estallado en el este. El 20 de agosto, los ejércitos rusos se habían puesto en movimiento. De inmediato surgió un mito que pretendía dar una imagen gráfica del extraordinario potencial de las tropas del zar; la prensa mundial, para referirse a ellas, empleó la metáfora del «rodillo».
Rusia contaba con una fuente inagotable de soldados, dispuestos a dar su vida por el zar. Su fervor era desmedido, pero el armamento con el que contaban era insuficiente y anticuado. No disponían de artillería y los fusiles eran escasos; muchos soldados estaban pertrechados solamente con cuchillos o palos. Este ejército, más propio de la Edad Media que del siglo XX, estaba dirigido por el tío del zar, el gran duque Nicolai Nicolaievich, expeditivo y de carácter despótico.
Si las fuerzas rusas sufrían estas limitaciones, el ejército austrohúngaro tampoco demostraba estar preparado para la guerra moderna. El 12 de agosto se habían lanzado contra Serbia, que había reunido 300.000 hombres para defender su pequeño país. La ofensiva austríaca fue un desastre y los serbios se permitieron incluso contraatacar y ocupar varios distritos del sur del Imperio. El 20 de agosto, los rusos hicieron honor al apelativo concedido por la prensa y arrollaron a las vanguardias austrohúngaras, irrumpiendo en la Galitzia polaca.
Mientras tanto, el rodillo ruso avanzaba por el Báltico para someter a los alemanes al mismo castigo. Pero las tropas del káiser contrarrestarían su inferioridad numérica con una gran inteligencia y habilidad. Los rusos dividieron sus fuerzas en dos ejércitos; uno que avanzaría sobre Prusia por el este, dirigido por el general Parel Rennenkampf[7], y otro por el sudeste, con el general Alexander Samsonov a la cabeza. El tándem germano formado por el mariscal Hindenburg y el general Ludendorff debía afrontar la tenaza que pretendía dibujar el ataque ruso.
Puesto de artillería serbia. Los austríacos creían que la conquista de Serbia sería un paseo, pero encontrarían muchas más dificultades de las que preveían.
La jugada defensiva de los alemanes fue absolutamente genial; en primer lugar se logró contener el avance de Rennenkampf, que había quedado agotado por sus propias limitaciones y por la política de tierra quemada emprendida por los defensores germanos. Seguidamente, gracias a la excelente red de ferrocarril alemana, trasladaron esas mismas tropas al sur, para frenar también el avance de Samsonov, lo que lograron el 29 de agosto en la batalla de Tannenberg.
Durante las operaciones, los rusos se comunicaban por radio sin codificar, por lo que los alemanes tuvieron un conocimiento detallado de las intenciones enemigas. De la batalla de Tannenberg surgiría el mito de los soldados rusos hundiéndose en tierras movedizas, una escena que quedó reflejada en numerosas ilustraciones de la época. En realidad esa circunstancia no ocurrió. Según explicó Ludendorff, «los informes que dicen que los rusos fueron empujados hacia los pantanos y que allí murieron son un mito, pues no se veía ningún pantano por ninguna parte». Por su parte, el flanco más fuerte del avance ruso, el de Rennenkampf, no acudiría en auxilio de sus compatriotas, una actitud en la que quizás tenía algo que ver la enemistad manifiesta entre ambos generales, un hecho al que no eran ajenos los alemanes.
El compenetrado tándem formado por Hindenburg y Ludendorff se mostró como un dúo imbatible en el terreno militar. Los rusos serían las primeras víctimas.
Las tropas alemanas, bien atrincheradas, esperan con tranquilidad un ataque ruso en los lagos masurianos.
Las fuerzas del káiser, envalentonadas por su victoria en Tannenberg, lanzaron después un ataque en los Lagos Masurianos contra la fuerza de Rennenkampf, lo que provocó su retirada el 10 de septiembre dejando atrás 150.000 hombres y 150 cañones. El «rodillo ruso» había sido momentáneamente detenido.
Pero el 3 de septiembre los ejércitos zaristas habían reanudado su ataque en Austria-Hungría, consiguiendo llegar a las estribaciones de los Cárpatos. Más al norte, la caballería rusa logró desbordar a los alemanes, que iniciaron la retirada. Las tropas comandadas por Nicolaievich llegaron a 250 kilómetros de Berlín y a amenazar seriamente Budapest, pero en ese momento se hizo evidente que el Ejército ruso no estaba preparado para una gran ofensiva. El espectacular avance se vio frenado por sí mismo, debido a la defectuosa intendencia, incapaz de trasladar armas y munición a la línea del frente.
Aunque el esfuerzo ruso no dio sus frutos, indirectamente sí que ayudó a que sus aliados occidentales consiguieran detener a los alemanes. Las necesidades de Hindenburg y Ludendorff para proteger las fronteras orientales requirieron el traslado a ese escenario de varias divisiones destinadas a la toma de París, tal como hemos visto anteriormente. Si Von Kluck hubiera contado con esos refuerzos, la batalla del Marne hubiera podido tener un desenlace diferente.
En cuanto al conflicto que había desencadenado la conflagración, el contencioso entre Austria y Serbia, el mes de diciembre fue pródigo en acontecimientos. La recuperación de las fuerzas imperiales permitió expulsar a los serbios de territorio austríaco y, aprovechando el impulso, llegaron a tomar Belgrado. Los austríacos, eufóricos, se lanzaron a una ofensiva en el interior del país balcánico, pero las tropas locales les propinaron una contundente derrota en una zona montañosa, causándoles más de 100.000 bajas.
Belgrado fue recuperada. A finales de año, las posiciones eran las mismas que antes de la guerra.
Los austríacos no habían logrado mantener bajo su dominio la capital serbia. Ni alemanes ni franceses habían conseguido tomar las respectivas capitales. Los objetivos trazados durante el verano no se habían cumplido, y la euforia de los primeros momentos de la contienda parecía ya un lejano recuerdo.
Esta guerra no tenía nada que ver con las anteriores; los hombres se encontraban ahora agazapados en trincheras, sin comprender cómo habían llegado hasta allí y sin albergar demasiadas esperanzas de lograr una rápida victoria, tal y como se les había prometido. Pero aún no habían visto nada; el catálogo de los horrores que les esperaban ni tan siquiera se había abierto…